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ÉL VIGILA. ESPERA. ELLOS DESAPARECEN. Estás justo donde el asesino quiere que estés… La médica forense de Boston, Maura Isles, viaja a Wyoming para una conferencia médica y se une a un grupo de amigos para un viaje de esquí de último momento. Pero cuando la camioneta todoterreno se encaja en un camino de montaña nevado, quedan varados sin ayuda a la vista. Cuando cae la noche, el grupo se refugia de la tormenta de nieve en el remoto poblado de El Reino Celestial, donde doce casas idénticas aguardan, oscuras y abandonadas. Algo terrible ha sucedido allí: la comida intacta está sobre las mesas, los coches están en los garajes. Los residentes parecen haberse esfumado sin dejar rastros, pero unas huellas en la nieve delatan la presencia de alguien que merodea en la gélida oscuridad, alguien que vigila a Maura y sus amigos. Unos días después, la detective de homicidios Jane Rizzoli recibe la triste noticia de que el cuerpo carbonizado de Maura ha aparecido en un barranco en las montañas. Horrorizada y desconsolada, Jane está decidida a averiguar qué le sucedió a su amiga. La investigación sumerge a Jane en la retorcida historia de El Reino Celestial, donde un descubrimiento macabro yace enterrado debajo de la nieve. A medida que surgen las atroces revelaciones, Jane se acerca a un enemigo poderoso e implacable… y a la escalofriante verdad sobre el destino de Maura.
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Seitenzahl: 465
Veröffentlichungsjahr: 2023
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FRÍO GLACIAl
Frío glacial
Título original: Ice Cold
© 2010 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.
© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción: Constanza Fantin Bellocq
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1243-3
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
—
Para Jack, R. Winans
Colegio Secundario Kearny, San Diego
Las lecciones que me enseñaste durarán toda la vida.
UNO
LLANURA DE ÁNGELES, ESTADO DE IDAHO
Era la elegida.
Hacía meses que estudiaba a la chica, desde que ella y su familia se habían mudado al complejo habitacional. Su padre era George Sheldon, un carpintero mediocre que trabajaba con el equipo de construcción. Su madre, una mujer insulsa y fácil de olvidar, había sido asignada a la panadería comunitaria. Ambos habían estado desempleados y desesperados cuando habían llegado por primera vez a su iglesia en Idaho Falls, buscando solaz y salvación. Jeremias los había mirado a los ojos y había visto lo que necesitaba ver: almas perdidas en busca de un ancla, cualquier ancla.
Habían estado maduros para la cosecha.
Ahora los Sheldon y su hija Katie vivían en la Cabaña C del recién construido Grupo Calvary. Todos los sábados se sentaban en los bancos que tenían asignados en la fila catorce. En su jardín delantero habían plantado alceas y girasoles, las mismas plantas alegres que adornaban todos los demás jardines delanteros. De muchas maneras, armonizaban con las otras sesenta y cuatro familias de La Congregación, familias que trabajaban juntas, practicaban el culto juntas y todos los sábados por la noche, partían juntas el pan.
Pero en un sentido importante, los Sheldon eran únicos. Tenían una hija extraordinariamente hermosa. La hija a la que él no podía dejar de mirar.
Desde su ventana, Jeremías la veía en el patio de la escuela. Estaban en el recreo de mediodía y los alumnos se amontonaban, disfrutando del día cálido de septiembre; los varones con sus pantalones negros y camisas blancas, las chicas con sus vestidos largos de colores pastel. Todos se veían saludables y bronceados, como deben verse los niños. Aun entre esas chicas con aspecto de cisnes, Katie Sheldon se destacaba por sus rizos rebeldes y su risa cristalina. Qué rápido cambian las chicas, pensó. En un solo año, ella había pasado de ser una niña a convertirse en una joven esbelta. Los ojos brillantes, el pelo reluciente y las mejillas rosadas eran todos indicios de fertilidad.
Estaba en un trío de chicas a la sombra de un roble. Tenían las cabezas juntas, como las Tres Gracias, e intercambiaban secretos. Alrededor de ellas se arremolinaba la energía del patio escolar, donde los alumnos conversaban, jugaban a la rayuela y pateaban una pelota de fútbol.
De pronto vio que uno de los varones se acercaba a las tres niñas y frunció el ceño. El muchacho tendría unos quince años, una mata de pelo rubio y piernas largas que ya habían dejado cortos los pantalones. En la mitad del patio, el chico se detuvo, como si quisiera reunir valor para seguir. Luego levantó la cabeza y se dirigió directamente hacia las chicas. Hacia Katie.
Jeremías se apretó más contra la ventana.
Mientras el chico se acercaba, Katie levantó la mirada y sonrió. Era una sonrisa dulce e inocente, dirigida a un compañero de aula que casi seguramente tenía una sola cosa en mente. Claro que sí, Jeremías podía adivinar qué había en la cabeza de ese chico. Pecado. Inmundicia. Katie y el chico conversaban; las otras dos niñas, astutamente, se habían alejado. Él no podía escuchar la conversación por el ruido del patio, pero vio cómo Katie inclinaba la cabeza con atención, cómo se quitaba el cabello del hombro con un movimiento coqueto. Vio cómo el muchacho se inclinaba hacia ella como para inspirar y saborear su fragancia. ¿Era el hijo de los McKinnon? Adam o Alan o algo así. Actualmente vivían tantas familias en el complejo, con tantos niños, que ya no podía recordar todos los nombres. Les dirigió una mirada furiosa, y se aferró con tanta fuerza al marco de la ventana que sus uñas se hundieron en la pintura.
Se dió la vuelta y abandonó su despacho; bajó ruidosamente la escalera. Con cada paso, apretaba más fuerte la mandíbula y sentía que la acidez le quemaba en el estómago. Salió del edificio tras cerrar la puerta con fuerza, pero junto al portón del patio escolar se detuvo, luchando para serenarse.
No podía mostrarse de esa manera. Enfadarse era indigno.
Sonó la campana de la escuela, dando fin al recreo y llamando a los niños a clase. Él inspiró hondo y se tomó unos segundos para serenarse. Se concentró en el aroma del heno recién cortado, del pan que estaban horneando en la cocina comunitaria a poca distancia de allí. Desde el otro lado del complejo, donde se estaba construyendo el nuevo salón de culto, llegaban el gemido de una sierra y los ecos de una docena de martillos. Los sonidos virtuosos del trabajo honesto, de una comunidad que trabaja para Su mayor gloria. Y yo soy su pastor, pensó; yo los guío. ¡Y qué lejos habían llegado ya! Bastaba una sola mirada alrededor del incipiente poblado, alrededor de la docena de casas nuevas que se estaban construyendo, para ver que La Congregación florecía.
Finalmente, abrió el portón y entró en el patio de la escuela. Pasó junto al aula de nivel elemental, donde los niños cantaban la canción del abecedario y entró en el aula de los grados medios.
La maestra lo vio y se levantó de un salto, sorprendida.
—Profeta Goode, ¡qué honor! —exclamó efusivamente—. No sabía que hoy nos visitaría.
Él sonrió y la mujer se sonrojó, encantada por su atención.
—Hermana Janet, no es necesario que me preste ninguna atención. Solo quería pasar a saludar a su clase. Y ver si todos están disfrutando del nuevo año escolar.
La mujer les sonrió a sus alumnos.
—¿No es un honor que el Profeta Goode nos haya venido a visitar? ¡A ver, alumnos, dadle la bienvenida!
—Bienvenido, Profeta Goode —respondieron los alumnos al unísono.
—¿Os está yendo bien en este nuevo año escolar? —preguntó él.
—Sí, Profeta Goode. —De nuevo al unísono, con tanta perfección que parecía haber sido ensayado.
Katie Sheldon, notó él, estaba sentada en la tercera fila. También vio que el chico que había coqueteado con ella estaba sentado casi directamente detrás de ella. Lentamente, comenzó a caminar por el aula, asintiendo y sonriendo mientras estudiaba los dibujos y los ensayos de los alumnos que estaban colgados de las paredes. Como si realmente le importaran. Estaba concentrado solamente en Katie, que se mostraba decorosa detrás de su pupitre, con la mirada baja como correspondía a toda chica recatada.
—No quiero interrumpir la clase —dijo él—. Por favor, continúe con lo que estaba haciendo. Haga como si yo no estuviera aquí.
—Hum... sí. —La maestra carraspeó. —Alumnos, por favor abrid vuestros libros de Matemáticas en la página doscientos tres. Completad los ejercicios diez a dieciséis. Y cuando hayáis terminado, revisaremos juntos las respuestas.
Se oyó el sonido de lápices y el susurro de papeles. Jeremías recorría el aula. Los alumnos se sentían demasiado intimidados como para mirarlo y mantenían los ojos fijos en los pupitres. El tema era álgebra, una asignatura que él nunca se había preocupado por dominar. Se detuvo junto al escritorio del muchachito rubio que había demostrado un claro interés por Katie y al mirar por encima de su hombro vio el nombre escrito sobre el cuadernillo de ejercicios. Adam McKinnon. Un alborotador del que tarde o temprano habría que ocuparse.
Se ubicó detrás del pupitre de Katie y observó por encima de su hombro. Ella escribió nerviosamente una respuesta, luego la borró. Por entre el pelo asomaba una porción de cuello desnudo y la piel estaba roja, como si ardiera bajo la mirada de él.
Se inclinó hacia ella e inhaló su fragancia; el calor bajó como un torrente a su entrepierna. No había nada tan delicioso como el aroma de la carne de una chica joven y el de esta chica era el más dulce de todos. A través de la tela del canesú, él pudo distinguir la leve hinchazón de pimpollos de sus pechos.
—No te hagas demasiado problema, querida —susurró—. A mí tampoco se me daba bien el álgebra.
Ella levantó la mirada y la sonrisa que esbozó era tan encantadora que él quedó enmudecido. Sí. Esta chica es decididamente la indicada.
Los bancos estaban decorados con flores y cintas que también colgaban como cascadas de las vigas altas del salón de culto recién construido. Se veían tantas flores que el salón parecía el mismísimo Jardín del Edén, fragante y reluciente. La luz matutina entraba por las ventanas redondas y doscientas voces jubilosas cantaban himnos de alabanza.
Somos tuyos, Oh, Señor. Fructífera es tu grey y abundante tu cosecha.
Las voces se apagaron y de pronto, el órgano comenzó a tocar una fanfarria. La congregación se volvió a mirar a Katie Sheldon, que estaba paralizada en la entrada, parpadeando, aturdida, ante todos esos ojos que la miraban. Llevaba el vestido blanco con ribetes de encaje que le había cosido su madre y las zapatillas blancas de satén, recién estrenadas, asomaban debajo del dobladillo. Sobre la cabeza tenía una corona de rosas blancas. El órgano seguía sonando y la congregación aguardaba, expectante, pero Katie no podía moverse. No quería moverse.
Fue su padre el que la obligó a dar el primer paso. La cogió del brazo y sus dedos se hundieron en la carne de ella con una orden inconfundible. No te atrevas a hacerme pasar vergüenza.
Sintiendo los pies entumecidos dentro de las zapatillas, comenzó a caminar hacia el altar que se elevaba delante de ella; hacia el hombre que el mismísimo Dios había elegido como su esposo.
Vio caras conocidas en los bancos: sus maestros, sus amigos, sus vecinos. Allí estaba la Hermana Diane que trabajaba en la panadería con su madre y el Hermano Raymond, que cuidaba las vacas que a ella tanto le gustaba acariciar. Y allí estaba su madre, en la primera fila, donde jamás se había sentado antes. Era un sitio de honor, una fila donde solamente los miembros de la congregación más favorecidos podían sentarse. Su madre se veía orgullosa, ¡tan orgullosa!, y estaba erguida como una reina, adornada con su propia corona de rosas.
—Mami —susurró Katie—. Mami.
Pero la congregación había empezado a entonar un nuevo himno y nadie la escuchó en medio del canto.
Delante del altar, su padre por fin le soltó el brazo.
—Pórtate bien —murmuró y se alejó para unirse a la madre de Katie. Ella se volvió para seguirlo, pero su ruta de escape quedó súbitamente bloqueada.
El Profeta Jeremías Goode le cerraba el paso. Le tomó la mano.
Qué calientes se sentían sus dedos contra la piel helada de ella. Y qué grande se veía su mano, envolviendo la de ella, como atrapándola en la zarpa de un gigante.
La congregación comenzó a entonar la canción nupcial. ¡Jubilosa unión, bendecida en el cielo, atada para siempre ante Sus ojos!
El profeta Goode la acercó a él de un tirón y ella dejó escapar un gemido de dolor cuando los dedos de él se clavaron como garras en su piel. Eres mía ahora, estás atada a mí por la voluntad de Dios, le decía ese apretón. Me obedecerás.
Ella se volvió para mirar a su padre y a su madre. En silencio, les imploró que la sacaran de allí, que la llevaran a su casa, que era donde debía estar. Ambos cantaban, sonrientes. Katie paseó la mirada por el salón, buscando alguien que pudiera arrancarla de esa pesadilla, pero lo único que veía era un vasto mar de sonrisas de aprobación y cabezas que asentían. Un salón donde la luz resplandecía sobre los pétalos, donde doscientas voces se elevaban en cantos.
Un salón donde nadie escuchaba –donde nadie quería escuchar- los gritos mudos de una niña de trece años.
DOS
DIECISÉIS AÑOS MÁS TARDE
Habían llegado al fin del romance, pero ninguno de los dos quería admitirlo. En cambio, hablaban sobre las calles anegadas por la lluvia y lo pesado que estaba el tránsito esa mañana y qué probabilidades había de que el vuelo de ella que salía del aeropuerto Logan se viera demorado. No hablaban de lo que pesaba en las mentes de ambos, aunque Maura Isles podía oírlo en la voz de Daniel Brophy y también en la suya, tan lacónica, tan apagada. Ambos trataban de fingir que nada había cambiado entre ellos. No, simplemente estaban cansados de pasarse la mitad de la noche despiertos, atrapados en la misma conversación dolorosa que era la coda predecible de sus encuentros sexuales. La conversación que siempre la hacía sentirse vacía y demandante.
Si solo pudieras pasar todas las noches aquí conmigo. Si solo pudiéramos despertar juntos cada mañana.
Me tienes aquí contigo ahora mismo, Maura.
Pero no eres todo mío. No lo serás hasta que no tomes una decisión.
Maura miraba por la ventana a los coches que salpicaban en el diluvio. Daniel no puede tomar la decisión, pensó. Y aun si me eligiera a mí, aun si dejara los hábitos, si dejara su amada iglesia, la culpa permanecería siempre en la habitación y nos miraría, furiosa, como su amante invisible. Observó cómo los limpiaparabrisas corrían la cortina de agua; la luz sombría de afuera coincidía con su estado de ánimo.
—Llegarás justo —dijo él—. ¿Has hecho el check-in online?
—Sí, ayer. Ya tengo la tarjeta de embarque.
—Ah, bien. Eso te ahorrará unos minutos.
—Pero tengo que facturar la maleta. No pude poner toda la ropa de invierno en el equipaje de cabina.
—Cualquiera supondría que elegirían un sitio cálido y soleado para una conferencia médica. ¿A quién se le ocurre Wyoming en noviembre?
—Dicen que Jackson Hole es precioso.
—Bermuda también.
Ella lo miró. La poca luz que había en el coche disimulaba las arrugas de preocupación en la cara de él, pero ella veía las canas cada vez más abundantes en su pelo. Cómo hemos envejecido en solamente un año, pensó. El amor nos ha hecho envejecer a ambos.
—Cuando regrese, vayámonos juntos a algún sitio donde haga calor —dijo—. Solo por un fin de semana. —Soltó una risa temeraria. —O mejor, olvidémonos del mundo y vayámonos por un mes entero.
El guardó silencio.
—¿Es mucho pedir? —dijo ella en voz baja.
Daniel soltó un suspiro cansado.
—Por más que queramos olvidarnos del mundo, siempre está aquí. Y tendríamos que regresar a él.
—No tenemos que hacer nada.
Él la miró con expresión infinitamente triste.
—No es algo que realmente crees, Maura. —Volvió a concentrarse en el camino. —Yo tampoco lo creo.
No, pensó ella. Ambos creemos en ser tan condenadamente responsables. Yo voy a trabajar todos los días, pago mis impuestos en tiempo y forma y hago lo que el mundo espera de mí. Puedo hablar sin parar sobre huir con él y hacer algo alocado y salvaje, pero sé que nunca lo haré. Ni tampoco lo hará Daniel.
Él detuvo el coche fuera del sector de partidas de la terminal. Por unos segundos no se miraron. Maura se concentró en los viajeros que aguardaban ante el puesto de facturación que estaba en la acera, todos cubiertos con impermeables, como deudos en un funeral de noviembre. No sentía deseos de bajar del coche templado y unirse a las sombrías hordas de viajeros. En lugar de tomar ese vuelo, podría pedirle que me lleve de vuelta a casa, pensó. Si tuviéramos unas horas más para hablar sobre esto, tal vez podríamos encontrar la forma de hacerlo funcionar.
Unos nudillos golpearon contra el cristal y ella levantó la vista y se encontró con un severo policía aeroportuario.
—Esta zona es solamente para descarga —dijo, tajante—. Debe mover el vehículo.
Daniel bajó la ventanilla.
—Solo la dejaré a ella.
—Pues no se tome todo el día.
—Cogeré tu equipaje —dijo Daniel y bajó del coche.
Permanecieron unos segundos sobre la acera, tiritando en silencio entre la cacofonía de motores de autobuses y silbidos de tráfico. Si él fuera mi marido, pensó Maura, nos despediríamos con un beso aquí mismo. Pero hacía mucho tiempo que evitaban escrupulosamente manifestaciones de afecto en público y si bien él no llevaba su alzacuello esa mañana, hasta un abrazo les parecía peligroso.
—No estoy obligada a asistir a esta conferencia —dijo ella—. Podríamos pasar la semana juntos.
Él suspiró.
—Maura, no puedo desaparecer por una semana.
—¿Cuándo podrás hacerlo?
—Necesito tiempo para solicitar una baja. Nos escaparemos unos días, te lo prometo.
—Siempre tiene que ser a algún sitio lejos ¿no? Algún sitio donde nadie nos conozca. Por una vez, me gustaría pasar una semana contigo sin tener que irnos.
Él miró al policía que regresaba hacia ellos.
—Hablaremos del tema la semana que viene, cuando regreses.
—¡Oiga, caballero! —gritó el policía—. ¡Mueva el coche ahora mismo!
—Sí, claro, hablaremos. —Maura rió. —Se nos da muy bien hablar del asunto ¿verdad? Parece ser lo único que hacemos. —Cogió la maleta.
Él la tomó del brazo.
—Maura, por favor. No nos despidamos así. Sabes que te amo. Solo necesito tiempo para resolver esto.
Ella vio el dolor tallado en su cara. Tantos meses de mentiras, indecisión y culpa habían dejado su marca, habían ensombrecido cualquier gozo que él hubiera podido encontrar con ella. Maura podría haberlo consolado solamente con una sonrisa, con un apretón tranquilizador del brazo, pero en ese momento, no podía ver más allá de su propio dolor. En lo único en que podía pensar era en tomar represalias.
—Creo que nos hemos quedado sin tiempo —dijo y echó a andar hacia la terminal. En el instante en que las puertas de cristal se cerraron con un suspiro tras ella, se arrepintió de sus palabras. Pero cuando se detuvo para mirar hacia atrás por la ventana, él ya estaba subiéndose al coche.
* * *
El hombre tenía las piernas abiertas, lo que dejaba al descubierto los testículos rotos y la piel chamuscada de las nalgas y el perineo. La fotografía de la morgue había aparecido en pantalla sin advertencia previa del disertante; sin embargo, nadie de los que estaban presentes en la sala oscura del salón de conferencias del hotel dejó escapar siquiera un murmullo de horror. El público presente estaba habituado a ver cuerpos arruinados y destruidos. Para quienes han visto y tocado carne quemada y están familiarizados con su hedor, unas diapositivas asépticas no muestran nada horroroso. De hecho, el hombre de pelo canoso sentado junto a Maura se había quedado dormido varias veces y en la penumbra, ella veía cómo su cabeza se bamboleaba cuando se dormía y se despertaba, inmune a las fotografías macabras que brillaban en la pantalla.
—Lo que veis aquí son las lesiones típicas que se dan cuando explota una bomba en un vehículo. La víctima era un ejecutivo ruso de cuarenta y cinco años que subió a su Mercedes una mañana; un Mercedes precioso, debo decir. Cuando giró la llave, accionó el mecanismo de los explosivos que le habían colocado debajo del asiento. Como podéis ver en las radiografías... —El disertante movió el ratón del ordenador y apareció la siguiente diapositiva en pantalla. Era una placa radiográfica que mostraba una pelvis quebrada en el pubis. Esquirlas de hueso y metal se habían incrustado en los tejidos blandos. —La fuerza de la explosión introdujo fragmentos del coche directamente por el perineo de la víctima, lo que desgarró el escroto y quebró las tuberosidades isquiales. Lamento decir que cada vez estamos viendo más lesiones como estas, causadas por explosiones, sobre todo en estos tiempos de ataques terroristas. Esta era una bomba bastante pequeña, cuyo propósito era matar solamente al conductor. Cuando pasamos al campo del terrorismo, hablamos de explosiones mucho más masivas, con víctimas múltiples.
Volvió a mover el ratón y apareció una fotografía de órganos extirpados; relucían como piezas de carnicería sobre una tela quirúrgica de color verde.
—En ocasiones, no se encuentran demasiados indicios de lesiones externas, ni siquiera cuando los daños internos son fatales. Este es el resultado de un bombardeo suicida en un café de Jerusalén. La joven de catorce años sufrió contusiones masivas en los pulmones, como también perforación de las vísceras abdominales. Pero su cara estaba intacta. Su expresión era casi angelical.
La fotografía que apareció provocó la primera reacción audible del público, murmullos de tristeza e incredulidad. La niña parecía sumida en sereno descanso, con la cara en perfecto estado y sin arrugas de preocupación; los ojos oscuros miraban desde debajo de gruesas pestañas. En última instancia, lo que escandalizaba a ese salón lleno de patólogos, no era lo macabro, sino la belleza. A los catorce años, en el momento de su muerte, la joven habría estado pensando en una tarea escolar, tal vez. O en un vestido bonito. O en un muchacho al que había visto por la calle. No habría imaginado que sus pulmones, su hígado y su bazo pronto terminarían exhibidos sobre una mesa de autopsias, ni que un salón con doscientos patólogos un día estaría contemplando su imagen.
Cuando las luces se encendieron, el público seguía en silencio. Mientras la gente abandonaba el salón, Maura permaneció en su asiento, releyendo los apuntes que había escrito en su libreta sobre bombas con clavos, bombas en paquetes, bombas en automóviles y bombas enterradas. Cuando se trataba de causar sufrimiento, la creatividad humana no conocía límites. Qué bien se nos da matarnos entre nosotros, pensó. Pero en lo que somos un absoluto fracaso es en el amor.
—Perdona. ¿Por casualidad eres Maura Isles?
Ella miró al hombre que acababa de levantarse de su asiento, dos filas más adelante. Era de su edad, alto y atlético con un bronceado intenso y pelo desteñido por el sol que de inmediato la hizo pensar: chico de California. Su cara le resultaba vagamente conocida, pero no podía recordar dónde lo había conocido, lo que resultaba sorprendente. Tenía una cara que cualquier mujer recordaría.
—¡Lo sabía! ¿Eres tú, verdad? —Rió. —Me pareció reconocerte en cuanto entraste en el salón.
Ella negó con la cabeza.
—Lo siento, me avergüenza admitirlo, pero no logro ubicarte.
—Es porque fue hace mucho tiempo. Y ya no llevo coleta. Doug Comley, de la licenciatura en ciencias en Stanford. Han pasado... ¿cuántos, veinte años? No me sorprende que me hayas olvidado. Coño, yo también me habría olvidado de mí mismo.
De pronto un recuerdo se encendió en la memoria de Maura: un joven con largo pelo rubio y antiparras protectoras apoyadas sobre la nariz bronceada. Había sido mucho más desgarbado en aquel entonces, un muchachito enfundado en vaqueros.
—¿Estábamos en una misma clase de prácticas de laboratorio? —dijo.
—Análisis cuantitativos. Penúltimo año.
—¿Lo recuerdas después de veinte años? Me asombras.
—No recuerdo ni una palabra de análisis cuantitativo. Pero te recuerdo a ti. Te sentabas en el asiento frente al mío y obtuviste la mejor calificación de la clase. ¿No terminaste estudiando Medicina en la Universidad de California, en San Francisco?
—Sí, pero vivo en Boston ahora. ¿Y tú?
—Universidad de California en San Diego. No pude marcharme de California. Soy adicto al sol y al surf.
—Lo que me suena muy, muy bien en este momento. Recién estamos en noviembre y ya estoy cansada del frío.
—Me gusta esta nieve. Ha estado muy divertido.
—Solo porque no tienes que convivir con ella cuatro meses por año.
El salón se había vaciado y los empleados del hotel estaban plegando las sillas y llevándose el equipo de sonido. Maura guardó los apuntes en un bolso grande de lona y se puso de pie. Doug y ella avanzaron por pasillos paralelos hacia la salida.
—¿Te veré en el cóctel de esta noche? —preguntó ella.
—Sí, creo que iré. Pero para la cena estamos libres ¿no es así?
—Eso dice el programa, sí.
Salieron juntos al vestíbulo del hotel, que estaba atestado de médicos que llevaban tarjetas de identificación idénticas y bolsas de lona idénticas. Juntos esperaron delante de los ascensores, esforzándose por hacer fluir la conversación.
—¿Estás aquí con tu marido? —preguntó él.
—No estoy casada.
—Me pareció ver el anuncio de tu boda en la revista de ex alumnos ¿puede ser?
Ella lo miró, sorprendida.
—¿Te fijas en esas cosas?
—Me gusta saber qué es de la vida de mis compañeros de clases.
—En mi caso, estoy divorciada. Desde hace cuatro años.
—Ah, lo siento.
Ella se encogió de hombros.
—Yo no.
Subieron en el ascensor a la segunda planta, donde ambos descendieron.
—Te veré en el cóctel —dijo Maura; lo saludó con la mano y sacó la tarjeta magnética del hotel.
—¿Planeas cenar con alguien? Porque yo estoy libre. Si quieres que cenemos juntos, me llamas y buscaré un buen restaurante.
Ella se volvió para responder, pero él ya se estaba alejando por el pasillo, con la bolsa colgando por encima del hombro. Mientras lo observaba alejarse, Maura de pronto recordó otra cosa sobre Douglas Comley. Una imagen de él en vaqueros, cojeando con muletas por el campus.
—¿No te rompiste la pierna aquel año? —dijo en voz alta—. Creo que fue justo antes de los finales.
Él rió y se volvió hacia ella.
—¿Eso es lo que recuerdas de mí?
—Estoy comenzando a recordar cosas. Tuviste un accidente de esquí o algo así.
—O algo así.
—¿No fue un accidente de esquí?
—Hombre, qué vergüenza me da hablar de eso —respondió, sacudiendo la cabeza.
—Pues qué pena. Ahora tendrás que contármelo.
—Si cenas conmigo.
Ella hizo una pausa cuando se abrieron las puertas del ascensor y salieron una mujer y un hombre. Se alejaron por el pasillo, tomados del brazo, sin molestarse por disimular que estaban juntos. Así deberían comportarse las parejas, pensó Maura mientras la pareja entraba en una habitación y la puerta se cerraba tras ellos.
Miró a Douglas.
—Me gustaría escuchar esa historia.
TRES
Huyeron temprano del cóctel para patólogos y cenaron en el hotel Four Seasons Resort de Teton Village. Ocho horas enteras de conferencias sobre apuñalamientos, bombardeos, balas y moscas que depositan huevos dentro de la carne en descomposición habían dejado a Maura abrumada de escuchar hablar sobre la muerte y le resultó un alivio escapar al mundo normal donde la conversación informal no incluía los temas de putrefacción y en la que el tema más acuciante de la noche era decidirse por vino tinto o vino blanco.
—¿Cómo fue que te rompiste la pierna en Stanford, entonces? —preguntó mientras Doug hacía girar el Pinot Noir en su copa.
Él hizo una mueca de pesar.
—Tenía esperanzas de que te olvidaras de ese asunto.
—Prometiste contármelo. Por eso vine a cenar contigo.
—¿Ah, no por mi ingenio ni por mi encanto juvenil?
Maura rió.
—Bueno, por eso también. Pero en gran medida por la historia detrás de la pierna rota. Tengo la sensación de que va a ser extraordinaria.
—De acuerdo —dijo él y dejó escapar un suspiro. —¿La pura verdad? Estaba tonteando subido al techo del edificio Wilbur Hall y me caí.
Maura se quedó mirándolo.
—Madre mía, ¡es altísimo!
—Sí, puedo confirmarlo.
—¿Doy por sentado de que había alcohol de por medio?
—Por supuesto.
—O sea que solo fue una típica idiotez de universitario.
—¿Por qué lo dices con tanta desilusión?
—Esperaba escuchar algo un poco menos... hum... convencional.
—Pues... omití algunos detalles —admitió él.
—¿Cómo cuáles?
—El disfraz de ninja que llevaba puesto. La máscara negra. La espada de plástico. —Se encogió de hombros, avergonzado. —Y el viaje en ambulancia hasta el hospital, que fue sumamente humillante.
Ella lo estudiaba con mirada serena y profesional.
—¿Y hoy en día te sigue gustando disfrazarte de ninja?
—¿Lo ves? —exclamó él, soltando una carcajada. —¡Eso es lo que te vuelve tan intimidante! Cualquier otra persona se hubiera estado riendo de mí. Pero tú sales con una respuesta completamente lógica y completamente sobria.
—¿Existen las respuestas sobrias?
—Claro que no, coño. —Alzó la copa para brindar. —Por las travesuras universitarias. Que nunca logremos que se olviden.
Maura bebió y luego dejó la copa sobre la mesa.
—¿A qué te referías cuando dijiste que soy intimidante?
—Siempre lo has sido. Allí estaba yo, un muchachito bobo avanzando a tumbos por la universidad. Mucha jarana y pocas horas de sueño. Pero tú... estabas siempre tan centrada, Maura. Sabías perfectamente lo que querías ser.
—¿Y eso me tornaba intimidante?
—Sí, hasta diría que metías un poco de miedo. Porque lo tenías todo tan claro y yo no tenía la menor idea de lo que hacía.
—No sabía que yo causaba ese efecto sobre la gente.
—Lo sigues haciendo.
Maura se quedó pensando en ello. Pensó en los agentes de policía que siempre enmudecían cuando ella entraba en la escena de un crimen. Pensó en la fiesta de Navidad donde con tanto sentido del deber se había limitado a una sola copa de champagne mientras que todo el resto se ponía jocoso. El público jamás vería a la doctora Maura Isles borracha, exaltada ni comportándose de manera temeraria. Solo verían lo que ella les permitía ver. Una mujer que tiene todo bajo control. Una mujer que los asusta.
—No es que ser centrada sea un defecto, tampoco —dijo para defenderse—. Es la única forma de lograr algo en este mundo.
—Lo que probablemente explica por qué a mí me costó tanto lograr algo.
—Llegaste a ingresar en Medicina.
—Con el tiempo, sí. Tras pasar dos años vagueando por allí, lo que enloquecía a mi padre. Trabajé como encargado de un bar en Baja. Di lecciones de surf en Malibú. Fumé demasiada marihuana y bebí mucho vino barato. Fue genial. —Sonrió. —Usted, doctora Isles, no lo hubiera aprobado.
—No es algo que yo hubiera hecho. —Bebió otro sorbo de vino. —No en aquel entonces, al menos.
Él arqueó una ceja.
—¿Estás diciendo que ahora lo harías?
—La gente cambia, Doug.
—¡Sí, mírame a mí! Jamás pensé que algún día terminaría siendo un patólogo aburrido que pasa sus días atrapado en el subsuelo del hospital.
—¿Y cómo llegaste a eso? ¿Qué hizo que pasaras de ser un vagabundo playero a un médico respetable?
La conversación se interrumpió cuando el camarero trajo los platos. Pato asado para Maura, costillas de cordero para Doug. Aguardaron mientras les molían la pimienta y les volvían a llenar las copas. Cuando el camarero se hubo marchado, Douglas respondió a su pregunta.
—Me casé —dijo.
Ella no había visto que llevaba anillo de casado en el dedo y hasta ese momento, él no había hecho mención alguna sobre estar en una relación. La revelación la hizo levantar la vista, sorprendida, pero él no la estaba mirando; observaba a una familia con dos niñitas que estaba en una mesa cercana.
—Fue una mala elección desde el comienzo —admitió—. La conocí en una fiesta. Una bomba rubia, ojos celestes, piernas larguísimas. Se enteró de que yo quería entrar en Medicina y se imaginó como la esposa de un médico acaudalado. No se dio cuenta de que terminaría pasando los fines de semana sola mientras yo trabajaba en el hospital. Para cuando terminé la residencia en patología, ya se había echado otro. —Comenzó a comer la costilla de cordero. —Pero yo me quedé con Grace.
—¿Grace?
—Mi hija. Tiene trece años y es igual de hermosa que su madre. Solo espero poder lograr que tome una dirección más intelectual que la madre.
—¿Y dónde está tu ex ahora?
—Volvió a casarse, con un banquero. Viven en Londres y tenemos suerte si envía noticias dos veces por año. —Dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato. —Así fue que me convertí en el Señor Mamá. Ahora tengo una hija, una hipoteca y un trabajo en San Diego. ¿Quién podría pedir algo más?
—¿Y eres feliz?
Él se encogió de hombros.
—No es la vida que imaginé cuando estaba en Stanford y jugaba a ser ninja sobre los techos. Pero no me quejo. La vida se te presenta y tú te adaptas. —Le sonrió. —Tienes suerte de haberte convertido en lo que querías ser. Desde el comienzo soñabas con ser patóloga y aquí estás.
—También soñaba con casarme. Fracasé de la peor manera en ese aspecto.
Él se quedó mirándola.
—Me cuesta mucho creer que hoy en día no tengas un hombre en tu vida.
Ella movió los trozos de pato por el plato; de pronto, había perdido el apetito.
—En realidad, me veo con alguien.
Él se inclinó hacia ella, completamente concentrado.
—Cuéntame más.
—Desde hace un año, aproximadamente.
—Parece una relación seria.
—No lo sé. —La mirada de él la incomodaba y Maura volvió a concentrarse en la comida. Sentía que él la observaba, tratando de leer lo que ella no revelaba. Lo que había comenzado como una conversación ligera, de pronto se había vuelto muy personal. Habían aparecido los bisturíes y los secretos se derramaban sobre la mesa.
—¿Es seria como para que puedan haber campanas matrimoniales? —preguntó él.
—No.
—¿Por qué?
—Porque él no está disponible.
Él se echó hacia atrás en la silla, claramente sorprendido.
—Nunca imaginé que alguien tan sensato como tú se enamoraría de un hombre casado.
Ella comenzó a corregirlo, pero se interrumpió. En términos prácticos, Daniel Brophy era un hombre casado, sí, casado con su iglesia. No existía esposa más celosa ni más demandante. Ella habría tenido más posibilidades de quedarse con él si hubiera estado atado a una mujer.
—Pues creo que no soy tan sensata como crees —dijo.
Él soltó una risa sorprendida.
—Debes de tener una veta de locura de la que nunca me enteré. ¿Cómo no me di cuenta en Stanford?
—Fue hace mucho tiempo.
—La esencia de las personalidades no cambia demasiado.
—Tú has cambiado.
—No. Debajo de esta chaqueta de Brooks Brothers sigue latiendo el corazón de un vagabundo playero. La medicina es solo mi trabajo, Maura. Paga las cuentas, no define quién soy.
—¿Y tú quién imaginas que soy yo?
—La misma persona que eras en Stanford. Competente, Profesional. Que no comete errores a menudo.
—Ojalá fuera cierto. Ojalá no cometiera errores.
—¿Este hombre al que estás viendo, lo consideras un error?
—No estoy preparada para admitirlo.
—¿Te arrepientes?
La pregunta de él la hizo detenerse a pensar, no porque no conociera la respuesta. Tenía claro que no era feliz. Sí, había momentos de júbilo cuando escuchaba el coche de Daniel en la entrada o cuando él golpeaba a la puerta. Pero también estaban las noches que pasaba sola sentada a la mesa de la cocina, bebiendo demasiadas copas de vino. Alimentando demasiado rencor.
—No lo sé —dijo por fin.
—Yo nunca me he arrepentido de nada.
—¿Ni siquiera de tu matrimonio?
—Ni siquiera del desastre de mi matrimonio. Creo que cada experiencia, cada mala decisión, nos enseña algo. Por eso no deberíamos sentir miedo de cometer errores. Yo me lanzo de cabeza en lo que hago y a veces me zambullo en agua hirviendo. Pero en última instancia, las cosas siempre se resuelven.
—¿O sea que solo confías en el universo?
—Así es. Y duermo muy bien por las noches. Sin dudas ni un armario lleno de temores. La vida es demasiado corta para eso. Deberíamos acomodarnos en el asiento y disfrutar del viaje.
El camarero se acercó para llevarse los platos. Mientras que Maura había comido solo la mitad de su plato, Doug había devorado sus costillas de cerdo del mismo modo en que parecía devorarse la vida, con gozo y entrega. Pidió cheesecake y café de postre; Maura solo pidió té de manzanilla. Cuando llegó todo, él puso el plato de cheesecake entre ambos.
—Venga, come —dijo—. Sé que te apetece un poco.
Riendo, Maura cogió el tenedor y comió un bocado generoso.
—Eres una mala influencia.
—Si todos nos comportáramos bien ¡qué aburrida sería la vida! Además, el cheesecake es apenas un pecado venial.
—Tendré que arrepentirme cuando vuelva a casa.
—¿Cuándo regresas?
—El domingo por la tarde. Me apetecía quedarme un día más y disfrutar del paisaje. Jackson Hole es espectacular.
—¿Vas a recorrerlo por tu cuenta?
—A menos que algún hombre apuesto se ofrezca para hacerme de guía...
Él comió un bocado de pastel y masticó durante unos segundos con expresión pensativa.
—No sé si puedo conseguirte un hombre apuesto —dijo—. Pero te puedo ofrecer una alternativa. Mi hija Grace está aquí conmigo. Esta noche ha ido al cine con dos amigos míos de San Diego. El sábado tenemos planeado ir en coche a una hostería, practicar esquí de fondo, dormir allí y volver el domingo por la mañana. Hay sitio para ti en la camioneta. Y estoy seguro de que también habrá sitio en la hostería, si quieres venir con nosotros.
Maura negó con la cabeza.
—Sería la quinta pata de la mesa.
—En absoluto. Les caerás súper bien. Y creo que ellos te caerán súper bien a ti también. Arlo es uno de mis mejores amigos. De día es un contador aburrido. Pero de noche... —Doug bajó la voz. —...Se convierte en una celebridad conocida como el Misterioso Señor Chuletas.
—¿Quién?
—Nada menos que uno de los blogueros de comida y de vino más conocidos de internet. Ha comido en todos los restaurantes con estrellas Michelin de Estados Unidos y está atacando también los de Europa. Yo lo llamo Tiburón, como la película.
Maura rió.
—Pues suena divertido. ¿Y el otro amigo?
—Amiga. Elaine. Es la chica con la que Arlo sale desde hace años. Se dedica a algo de diseño de interiores, no sé bien qué. Creo que os llevaríais muy bien. Además, conocerías a Grace.
Ella comió otro bocado de cheesecake y masticó despacio, mientras lo pensaba.
—Oye, que tampoco te estoy proponiendo matrimonio —bromeó Doug—. Es solo un viaje de una noche, con mi hija de trece años como carabina. —Se inclinó hacia ella y la miró con sus penetrantes ojos celestes. —Venga, va. Mis ideas alocadas casi siempre terminan siendo divertidas.
—¿Casi siempre?
—Siempre existe un factor de imprevisibilidad, la posibilidad de que suceda algo completamente inesperado, algo asombroso. Eso es lo que hace que la vida sea una aventura. A veces solo hay que lanzarse y confiar en el universo.
En ese momento, mientras lo miraba a los ojos, Maura sintió que Doug Comley la veía de manera muy distinta al resto de las personas. Que traspasaba su armadura defensiva y veía la mujer que había dentro. Una mujer que siempre había tenido miedo de ver dónde la llevaría su corazón.
Bajó la mirada hacia el postre. Ya no quedaba nada. No recordaba haber terminado el cheesecake.
—Deja que lo piense un poco —dijo.
—Por supuesto —rió él—. No serías Maura Isles si no lo hicieras.
Esa noche, ya en su habitación del hotel, Maura llamó a Daniel.
Por su tono de voz, se dio cuenta de que no estaba solo. Se mostraba cortés pero distante, como si hablara con cualquier feligrés. En el fondo se oían voces hablando del costo de la calefacción, del costo de las reparaciones del tejado, de la baja en las donaciones. Era una reunión de presupuesto de la iglesia.
—¿Qué tal todo por allí? —preguntó él con tono amable y neutral.
—Hace mucho más frío que en Boston. Ya ha estado nevando.
—Aquí no ha dejado de llover.
—Llegaré el domingo por la noche. ¿Puedes buscarme en el aeropuerto, como habíamos quedado?
—¿Te lo puedo confirmar el sábado? —respondió él—. Para entonces ya sabré mis horarios.
—Sí, de acuerdo. Pero si no atiendo, no te preocupes. Tal vez esté sin señal.
—Hablaremos luego.
No hubo un “te amo” de despedida, solo un adiós y la conversación terminó. Las únicas intimidades que compartían sucedían a puertas cerradas. Cada encuentro se planificaba con antelación y luego se analizaba en exceso. Piensas demasiado, habría dicho Doug. Tanto pensar las cosas no le había traído felicidad.
Cogió el teléfono del hotel y llamó a la operadora.
—¿Me puede conectar con la habitación de Douglas Comley, por favor? —dijo.
El teléfono sonó cuatro veces hasta que él respondió.
—¿Hola?
—Soy yo —dijo Maura—. ¿La invitación sigue en pie?
CUATRO
La aventura comenzó bien.
El viernes por la noche, los compañeros de viaje se encontraron a tomar unas copas. Cuando Maura entró en el bar del hotel, encontró a Doug y su grupo ya sentados alrededor de una mesa. Arlo Zielinski tenía todo el aspecto de alguien que ha avanzado a pura comida por la guía de restaurantes Michelin: rechoncho y de calvicie incipiente, tenía buen apetito y una risa exuberante.
—¡Como digo siempre, cuantos más, mejor! Y ahora tenemos excusa para pedir dos botellas de vino en la cena —declaró—. Quédate con nosotros, Maura y te garantizo que lo pasarás genial, sobre todo cuando Doug está a cargo. —Se inclinó hacia ella y susurró: —Puedo dar fe de sus cualidades morales. Hace años que me encargo de sus impuestos y si hay alguien que conoce los secretos más íntimos de sus clientes, es el contable.
—¿Qué andáis susurrando, vosotros dos? —quiso saber Doug.
Arlo levantó la mirada con expresión inocente.
—Solo le estoy contando que el jurado se dejó sobornar para fallar en tu contra. No deberían haberte condenado.
Maura soltó una carcajada. Sí, le caía bien este amigo de Doug.
No podía decir lo mismo de Elaine Salinger. Si bien la mujer había escuchado la conversación con una sonrisa, era una sonrisa tensa. Todo en Elaine se veía tenso, desde sus pantalones de esquí negros y ajustadísimos al cuerpo a su cara sin ninguna arruga. Tenía una edad aproximada a la de Maura y su misma estatura; era delgada como una modelo, con una cintura envidiable y el autocontrol que lleva conservarla. Mientras que Doug, Maura y Arlo compartieron una botella de vino, Elaine bebió solamente agua mineral con una rodaja de lima y no aceptó el bol de nueces del que Arlo comía con entusiasmo. Maura no podía entender qué tenían en común ellos dos; le costaba imaginarlos como pareja.
La hija de Doug, Grace, era también otro enigma. Él había descrito a su ex mujer como una belleza y sus genes afortunados claramente habían pasado a su hija. A los trece años, Grace ya era despampanante, una rubia de piernas largas con cejas arqueadas y cristalinos ojos azules. Pero era una belleza remota, distante y poco cálida. La chica casi no había contribuido a la conversación; se había dejado los auriculares de su iPod en las orejas todo el tiempo. Ahora soltó un suspiro teatral y desplegó su cuerpo lánguido de la silla.
—¿Papá, ya puedo irme a mi habitación?
—Venga, cariño, quédate con nosotros —la alentó Doug—. Tampoco somos tan aburridos.
—Estoy cansada.
—Solo tienes trece años —bromeó Arlo—. A tu edad, deberías estar ansiosa por salir de parranda como nosotros.
—No es que me necesitáis aquí, tampoco.
Doug frunció el ceño al ver el iPod, que no había visto hasta ese momento.
—Apaga eso ¿vale? Puedes participar de la conversación, para cambiar.
La chica le dirigió una mirada del más adolescente desdén y volvió a hundirse en la silla.
—... investigué todos los restaurantes posibles de la zona y no hay ninguno donde valga la pena detenerse —dijo Arlo. Se introdujo otro puñado de cacahuetes en la boca y se limpió la sal de las manos regordetas. Se quitó las gafas y también las limpió. —Creo que deberíamos ir directamente a la hostería y almorzar allí. Al menos tienen filete en el menú. ¿Qué tan difícil puede ser cocinar un buen filete?
—Acabamos de cenar, Arlo —dijo Elaine—. No puedo creer que ya estés pensando en el almuerzo de mañana.
—Ya me conoces, me gusta planificar. Tener todos los patitos en fila.
—Sobre todo si están bañados en salsa de naranja.
—Papá —se quejó Grace—. Estoy súper cansada. Me voy a la cama ¿vale?
—De acuerdo, ve —claudicó Doug—. Pero quiero que te levantes a las siete. Me gustaría tener el coche cargado y estar listos para salir a las ocho.
—Creo que deberíamos irnos a la cama nosotros también —dijo Arlo. Se puso de pie y se quitó las migas de la camisa. —Vamos, Elaine.
—Son solo las nueve y media.
—Elaine —repitió Arlo e hizo un movimiento de cabeza en dirección a Maura y Doug.
—Ah —Elaine miró a Maura como para evaluarla y luego se puso de pie, ágil como una guepardo. —Un gusto conocerte, Maura —dijo—. Nos vemos por la mañana.
Doug esperó a que el trio se marchara y luego dijo:
—Lamento que Grace haya estado tan pesada.
—Es una chica preciosa, Doug.
—Y es lista, también. Coeficiente intelectual de 130. No es que haya dado muestra de ello esta noche, claro. Por lo general no es tan callada.
—Podría ser porque me sumé al viaje. Tal vez no le gusta la idea.
—Ni lo pienses, Maura. Si tiene un problema, pues tendrá que lidiar con él.
—Si el hecho de que vaya te hace sentir incómodo de alguna manera...
—¿A ti te hace sentir incómoda? —Su mirada era tan penetrante que Maura no pudo menos que decirle la verdad.
—Un poquito, sí —admitió.
—Tiene trece años. Los chicos de trece años viven incómodos. Me niego a que eso me dirija la vida. —Levantó la copa. —¡Brindo por nuestra aventura!
Ella brindó con él y bebieron, sonrientes. En la favorecedora penumbra del bar del hotel, él se parecía a ese estudiante universitario que ella recordaba, el temerario joven que había trepado a los tejados disfrazado de ninja. Maura también se sentía joven otra vez. Audaz, intrépida y lista para esa aventura.
—Te garantizo —dijo Doug— que vamos a pasárnoslo genial.
Durante la noche había comenzado a nevar y para cuando cargaron el equipaje en la parte posterior de la camioneta Suburban, seis centímetros de algodón blanco cubrían los coches del aparcamiento, una capa prístina que hizo que el contingente de San Diego exclamara en voz alta ante esa belleza. Doug y Arlo insistieron en tomarles fotos a las tres damas delante de la entrada del hotel; todas se veían sonrientes y rozagantes con su ropa de esquí. La nieve no era nada nuevo para Maura, pero ahora la veía desde la óptica de esos californianos y se sentía maravillada ante su pureza y su blancura, ante la suavidad con que se caía del cielo y se le asentaba en las pestañas. Durante los largos inviernos de Boston, la nieve significaba el esfuerzo de palear la entrada, mojarse las botas y tener que lidiar con el aguanieve de las calles. Era solo un hecho de la vida con el que había que lidiar hasta que llegara la primavera. Pero esta nieve parecía diferente: era nieve de vacaciones y Maura sonrió al cielo, sintiéndose tan eufórica como sus compañeros, maravillada por un mundo que de repente parecía nuevo y brillante.
—¡Amigos, vamos a pasarlo increíble! —declaró Doug mientras amarraba los esquís de fondo alquilados al techo de la camioneta. —Nieve polvo fresca. Buena compañía. Una cena junto al fuego. —Dio un último tirón a las correas. —Bien, equipo. ¡Nos vamos!
Grace subió al asiento delantero.
—Oye, cariño —dijo Doug—. ¿Qué te parece si le dejas el lugar a Maura?
—Pero yo siempre me siento a tu lado.
—Es nuestra invitada. Deja que vaya en el asiento delantero.
—Doug, deja que se siente allí —dijo Maura—. Estoy muy bien aquí atrás.
—¿Seguro?
—Segurísimo. —Maura ocupó uno de los asientos en la parte posterior de la camioneta. —Estoy muy bien aquí.
—Vale. Pero tal vez más tarde podéis intercambiar lugares. —Doug dirigió una mirada reprobadora a su hija, pero Grace ya se había colocado los auriculares y miraba por la ventana, sin prestarle atención.
Lo cierto era que a Maura no le molestaba nada ir sentada sola en la tercera fila, directamente detrás de Arlo y Elaine, desde donde tenía un panorama de la coronilla cuasi calva de Arlo y de la oscura melena elegantemente cortada de Elaine. Era un agregado de último momento al cuarteto y no estaba familiarizada con sus historias ni sus bromas internas, por lo que se conformaba con ser una mera observadora; salieron de Teton Village hacia el sur, donde nevaba con más fuerza. Los limpiaparabrisas se movían ida y vuelta como metrónomos, despejando la lluvia de copos de nieve. Maura se echó hacia atrás en el asiento y contempló el paisaje. Le entusiasmaba la idea de almorzar junto al fuego y luego pasar la tarde esquiando. Esquí de fondo, lo que no le hacía temer piernas rotas ni cráneos fracturados ni caídas estrepitosas de las que avergonzarse. Sería solo deslizarse por los bosques silenciosos con los esquís sobre la nieve polvo, sintiendo el ardor del aire frío en los pulmones. Durante la conferencia de patología, había visto demasiadas imágenes de cuerpos dañados. Se alegraba de estar haciendo un viaje que no tenía nada que ver con la muerte.
—Está nevando bastante —comentó Arlo.
—Esta máquina tiene buenos neumáticos —dijo Doug—. El empleado de Herz me dijo que andarían bien aunque hubiera mal tiempo.
—Hablando del tiempo ¿has mirado el pronóstico?
—Sí, nieve. Qué sorpresa.
—Solo dime que llegaremos a la hostería a tiempo para almorzar.
—Dice Lola que llegaremos a las once y treinta y dos. Y Lola nunca se equivoca.
—¿Quién es Lola? —preguntó Maura.
Doug señaló el GPS portátil que había montado sobre el tablero.
—Aquí la tienes a Lola.
—¿Por qué a los GPS siempre les ponen nombres de mujer? —quiso saber Elaine.
Arlo rió.
—Porque las mujeres viven dándoles instrucciones a los hombres. Puesto que Lola dice que llegaremos antes del almuerzo, podremos comer temprano.
Elaine suspiró.
—¿Nunca dejas de pensar en alimentarte?
—La palabra es comer. En una vida, solo puedes hacer una cantidad determinada de comidas, así que lo mejor...
—... es hacer que cada una de ellas valga la pena —terminó Elaine—. Sí, Arlo, ya conocemos tu filosofía de vida.
Arlo se volvió en el asiento para mirar a Maura.
—Mi mamá era una excelente cocinera. Me enseñó a no malgastar el apetito con comida mediocre.
—Debe de ser por eso que eres tan delgado —dijo Elaine.
—¡Ay! —se quejó Arlo—. Estás de mal humor hoy. Pensé que te entusiasmaba la idea de este viaje.
—Estoy cansada, nada más. Roncaste la mitad de la noche. Tal vez me vea obligada a pedirme una habitación individual.
—Ay, no digas eso, te compraré tapones para los oídos. —Arlo pasó un brazo alrededor de los hombros de Elaine y la atrajo hacia él. —Venga, cariño, no me hagas dormir solo.
Elaine se liberó del abrazo.
—Me estás dando dolor de cuello.
—¡Ehh, mirad la belleza de esta nieve! —exclamó Doug—. Es un paisaje mágico.
A una hora de Jackson, vieron un letrero: ÚLTIMA OPORTUNIDAD PARA REPOSTAR.
Doug se detuvo en la Gasolinera y Tienda Grubb’s y todos bajaron del vehículo para utilizar los baños y revisar los estrechos pasillos donde se vendían golosinas, revistas polvorientas y escobillas para parabrisas aptas para hielo.
Arlo se quedó delante de un exhibidor con tentempiés con sabor a carne y rió:
—¿Quién come estas cosas, por favor? Son noventa por ciento nitrito de sodio y el resto es colorante rojo número dos.
—Venden chocolates Cadbury —anunció Elaine—. ¿Llevamos algunos?
—Han de tener diez años. Puaj, tienen palillos de regaliz. Me ahité con ellos cuando era niño. Siento que hemos vuelto a los años 50.
Mientras Arlo y Elaine reían ante la selección de golosinas, Maura cogió un periódico y se dirigió a la caja para pagarlo.
—Sabes que es de la semana pasada ¿verdad? —dijo Grace.
Maura se volvió, sorprendida de que la niña le hubiera hablado. Por una vez, Grace no llevaba los auriculares, pero el iPod seguía funcionando y emitía un chirrido metálico.
—Es el periódico de la semana pasada —comentó Grace—. Todo lo que hay en esta tienda está caducado. Los paquetes de patatas fritas tienen como un año. Apuesto que hasta el combustible está malo.
—Gracias por decírmelo. Pero necesito algo para leer y tendré que arreglármelas con esto. —Maura sacó el dinero, preguntándose cómo había terminado la palabra “combustible” en el vocabulario de una adolescente estadounidense. Pero ese era solo un detalle más sobre Grace que la desconcertaba. La chica salió de la tienda, balanceando apenas las caderas delgadas enfundadas en vaqueros ajustados, sin tener idea del efecto que causaba en los demás. El anciano que estaba detrás del mostrador se quedó mirándola como si nunca hubiera visto una criatura tan exótica en su tienda.
Para cuando Maura llegó al coche, Grace ya estaba dentro, pero esta vez en el asiento trasero.
—La princesa cedió finalmente su trono —susurró Doug mientras le abría la puerta a Maura—. Te toca sentarte adelante conmigo.
—No me molestaba sentarme atrás.
—Pues a mí sí. Tuve una charla con ella y le ha parecido bien.
Elaine y Arlo salieron riendo de la tienda y ocuparon sus asientos.
—Eso fue como estar en una cápsula del tiempo —dijo Arlo—. ¿Habéis visto esos pastilleros de marca Pez? Tenían por lo menos veinte años. Y el anciano que estaba detrás del mostrador parecía un personaje salido de la película “Dimensión Desconocida”.
—Sí, era extraño —concordó Doug, mientras encendía el motor.
—Siniestro es la palabra que utilizaría. Dijo que esperaba que no estuviéramos yendo al Reino Celestial.
—¿Qué habrá querido decir con eso?
—¡Que sois pecadores! —Arlo hizo su mejor imitación de la voz de un predicador televisivo—. ¡Y vais camino del infieeeerno!
—Tal vez solo nos estaba diciendo que tuviéramos cuidado —dijo Elaine—. Por la nieve y todo eso.
—Parece estar nevando menos. —Doug se inclinó hacia adelante para mirar el cielo. —Es más, creo que está abriendo, veo un poco de azul.
—El eterno optimista —dijo Arlo—. Ese es Dougie.
—Pensamiento positivo. Funciona siempre.
—Queremos llegar para almorzar. No te pedimos más.
Doug miró el GPS.
—Lola dice que la hora estimada de llegada será a las once y cuarenta y nueve. No morirás de hambre.
—Ya estoy famélico y son solo las diez y media.
La voz femenina del GPS ordenó: “Toma a la izquierda en la siguiente bifurcación”.
Arlo comenzó a cantar:
—Todo lo que Lola quiere...
—Lola consigue. —Doug se unió a él y giró hacia la izquierda en la bifurcación.
Maura miraba por la ventana, pero no veía ni un centímetro de cielo azul. Lo único que se veía eran nubes bajas y a la distancia, las laderas blancas de las montañas.
—Ha comenzado a nevar otra vez —observó Elaine.
CINCO
—Debemos de habernos equivocado en algún giro —dijo Arlo.
La nieve caía con más fuerza que nunca y el cristal se cubría de un grueso encaje de copos entre las pasadas del limpiaparabrisas. Hacía una hora que avanzaban montaña arriba y el camino había desaparecido bajo una alfombra blanca que se hacía cada vez más alta. Doug conducía con el cuello estirado hacia adelante, esforzándose para ver el camino.
—¿Estás seguro de que vamos bien? —dijo Arlo.
—Lola dijo que sí.
—Lola es una voz sin cuerpo dentro de una caja.
—La programé para que me indicara el camino más directo. Y es este.
—¿Pero es el camino más rápido?
—Oye ¿quieres conducir tú?
—Tranquilo, hermano. Solo te preguntaba.
—No hemos visto un coche desde que cogimos este camino —dijo Elaine—. Desde esa extraña estación de servicio. ¿Por qué no hay nadie aquí?
—¿Tienes un mapa? —preguntó Maura.
—Creo que hay uno en la guantera —respondió Doug—. Venía con el coche de alquiler. Pero el GPS dice que estamos justo donde deberíamos estar.
—Sí, en medio de la nada —murmuró Arlo.