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Gente que se fue reune relatos del escritor y periodista David Gistau. Textos contradictorios, luminosos y oscuros a la vez, unidos por un hilo imperceptible que va tejiendose a través de una mirada alada como un cuchillo, capaz de recoger el desamparo, el humor, la ternura y la violencia en los márgenes de la vida. La pluma de Gistau rescata lo extraordinario de lo ordinario, en la belleza de las pequeñas cosas y en el dolor de las heridas abiertas. Por las páginas de Gente que se fue, transitan rockeros, supervivientes de la movida, periodistas que terminan de cerrar la primera edición, aspirantes a artistas con el destino roto...
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La primera vez que hablé con David Gistau, lo asusté. Y créanme: no es fácil. Es un tipo grande, barbudo, y boxea. Lo he visto disfrazado de centurión romano, con sandalias, y tiene unos gemelos como de levantador de pesas. No sé por qué estoy hablando ahora de sus piernas. Me he puesto nervioso. Es el primer prólogo que escribo y no conozco el protocolo.
Como iba diciendo, cuando conocí a David, lo asusté. Fue hace ya unos cuantos años. Me encontraba con un amigo de la universidad debajo de mi casa. Estábamos sentados en su coche, charlando sobre la vida, cuando vi a Gistau pasando por delante con un grupo de amigos. Era una noche veraniega e iban charlando animadamente a la salida de un restaurante. Pobres incautos. Todavía no sé qué tipo de impulso me empujó a bajar la ventanilla de aquel coche para decirle algo, pero justo cuando llamé su atención, me quedé en blanco y terminé soltando un titubeante a la par que lamentable: «Sigue escribiendo así, David». Y levanté el pulgar en señal de aprobación. Sí, el pulgar. Sí, en señal de aprobación. Todo acompañado de una cara como de anuncio de vendedor de coches de segunda mano. Mi timidez consiguió la extraña proeza de que mi elogio sonara como una amenaza. Sus amigos me miraron desconcertados. Juraría que hasta aceleraron el paso. Subí la ventanilla avergonzado y mi amigo me miró atónito antes de decirme, muy lentamente, una frase que nunca olvidaré: «Pero ¿quién es ese tío, y por qué te tiene miedo?».
Aquí diré que David ha ido adornando la historia con el paso de los años: que si el coche estaba en marcha y tuvo que esquivarnos haciendo la croqueta, que si nos encontrábamos en un callejón oscuro, que si la ventanilla era de cristales tintados y yo le hice con la mano el gesto de la pistolita, como Clint Eastwood en Gran Torino, etcétera. Exageraciones. No le hagan mucho caso. O mejor, sí. Porque una de las virtudes que más admiro de David es precisamente su facilidad para contar historias. Es un tipo que ilumina todo lo que le rodea. Como esos aparatos para niños que enchufas a la corriente eléctrica y te llenan de luz una habitación. El periódico se vuelve más divertido los días que él publica su columna, salir a correr es menos tedioso si él está interviniendo en la radio, las finales de Champions son todavía más inolvidables con él cerca y las fiestas de disfraces son saboteadas porque se dedica a votarse a sí mismo y a falsificar papeletas como si fuera el dictador de una república bananera en su afán por ganar el premio al mejor disfraz.
Leo a Gistau desde que empezó a escribir en periódicos, cuando en la foto de su columna en La Razón llevaba el pelo largo y los camareros del Balmoral le tenían que enseñar a hacerse el nudo de la corbata. Siempre me pareció un perro sin collar, de los que se atreven a ladrar a cualquiera, se buscan la vida y no se dejan acariciar con facilidad. Alérgico a la solemnidad y a la impostura. Leía sus columnas con avidez, como si fueran las cartas que me mandaba un hermano mayor desde la universidad en las que me hablaba de todo lo que ocurría en la gran ciudad, salpicando las hojas con referencias y guiños que iban desde Los Soprano a Moby Dick, pasando por Los Simpson. Y desde entonces me he ido mudando con él de periódico en periódico, como si fuera el cactus de su escritorio. Periódico donde él escribe, periódico que yo leo. Hermanos de tinta.
David es un tipo independiente, con gran sentido del humor y que no se toma a sí mismo demasiado en serio, tres signos que asocio con personas de gran inteligencia. Tiene ese toque de los grandes para dejar por escrito lo que siempre has sabido, pero nunca se te ha ocurrido. Diría que es un don, pero no me gusta atribuir esa connotación innata al buen trabajo de los demás. Es un periodista respetado y respetable. Con un código. Siempre dispuesto a echar una mano a los que llegamos detrás.
Los que sufrimos con los rigores del espacio sabemos bien lo difícil que es a veces encajar y desarrollar tus ideas en el corsé de los caracteres de una columna. Es como intentar meter un barco en una botella de cristal. Gistau consigue eso con una insultante facilidad. Uno de los recuerdos que tengo es verlo trabajando en el Pavilhão Chinês de Lisboa, concentrado, escribiendo en su iPad mientras los demás nos tomábamos una copa, para terminar sacando en apenas una hora una columna impecable que a mí me habría costado seis días, varias noches de insomnio y una crisis de ansiedad.
Lo único que le reprocho siempre que nos vemos es que escriba tanto sobre política. Me da pena que un tipo con su capacidad de observación sea condenado a comentar la última escaramuza entre cuatro politicuchos mediocres que están de paso y viven de la polémica. Pero la actualidad manda, supongo. Hoy más que nunca. Por eso me hace tanta ilusión la publicación de este libro. Gistau nos sorprende con textos inéditos en los que saca brillo al escritor sepultado por la dictadura de la actualidad, y además rescata esas columnas suyas más de diletante que, al fin y al cabo, son las que mejor resisten el paso del tiempo. Sus textos fuera del circuito, sus historias de ave de paso volando bajo el radar. Esas en las que habla sobre sus días en Buenos Aires, sobre sus recuerdos de niño, sobre su cruzada contra las cookies o sobre sus intentos en vano por lucir el tweed como un personaje de Salter en los Hamptons. Cuando extrae lo extraordinario de lo ordinario. Y cuando escribe sobre sus heridas abiertas. Es aquí donde reconozco al Gistau más suelto, más elegante y más afilado. Porque va de tipo duro, con su boxeo, su Harley, su alma barra brava y su humor cáustico, pero en el fondo es un sentimental. Un Jep Gambardella disfrazado de Hemingway. Parece chapata, pero es pan de leche.
El humorista Steven Wright decía que solo una finísima línea es lo que separa estar pescando de parecer un imbécil plantado como un pasmarote en el muelle. Cuando leo una columna de Gistau me pasa algo parecido: una fina línea, casi imperceptible, es la que separa lo que él hace de lo que intentamos el resto. El hilo invisible. Puede que no se aprecie desde la distancia, pero está ahí. Siempre está ahí.
Pero, parafraseando al señor Lobo en Pulp Fiction, no nos pongamos sentimentales todavía. Si de verdad quieren saber por qué Gistau es tan bueno, dejen de leer este prólogo inmediatamente y abran al azar cualquier historia de este libro. El talento nunca necesita presentación.
Un último consejo: si se lo encuentran por la calle, no duden en saludarlo. Aunque sea desde un coche parado. Quién sabe, tal vez tengan la misma suerte que yo y ese sea el comienzo de una bonita amistad.
Javier Aznar
Santander-Madrid,
otoño de 2018
Estaban encamados por primera vez y todo iba bien. Con una fluidez de amantes veteranos, que se conocen, que no se contienen obligados por el pudor o el temor a la incomprensión. Pero de repente ocurrió algo, una interferencia, que hizo que Carmen se ausentara por un instante después del cual se quedó lejos. Daniel se dio cuenta, el cuerpo de ella no le respondió ya igual. Fue cuando Carmen echó una mano al bolso para coger unos preservativos y se los quedó mirando como si le dieran pena. Más tarde se lo contaría a Daniel: aquellos preservativos los había comprado hacía seis meses, para usarlos con su novio, la noche en que él se mató en la A-5 mientras volvía de Navalcarnero, donde Carmen había hecho los coros a un cantante melódico de vagas resonancias italianas que empezaba a sonar de salir en la televisión. Carmen iba detrás, en la furgoneta de los artistas, y al observar, en el kilómetro 32, las luces de emergencia de la Guardia Civil y el coche estrellado ni siquiera lo reconoció ni sospechó que se trataba de su novio muerto. Siguió cantando con los demás mientras el cantante melódico rasgaba la guitarra. La llamada la recibiría después, mientras esperaba al novio en un minúsculo apartamento que compartían en La Latina. Y ya no hizo sino saber, saberlo, todos los días siguientes los dedicaría a saber que su novio estaba muerto. Desde entonces, los preservativos los llevaba encima, no sabía muy bien por qué, como si él pudiera volver, o como si desprenderse de ellos supusiera aceptar que ya jamás volvería. Llevaba en el bolso su herida abierta de huérfana de novio. Y Daniel no entendió nada cuando perdió a Carmen en su primera vez con ella solo porque metió una mano en el bolso.
Cuando terminaron, permanecieron acostados juntos, lentas las respiraciones. Carmen prendió cigarrillos para los dos y apoyó sobre su ombligo el cenicero de porcelana conmemorativo de un mesón de Fuencarral que Daniel había frecuentado el verano anterior, cuando permaneció en Madrid para escribir los frescos guiones de un fresco programa de Telecinco en el que tuvo que calcular hasta el momento preciso para que se le esbozara el fresco pubis a la fresca presentadora durante un fresco cruce de piernas frescas. Debajo del cenicero surgía la línea de vello púbico, afiladísima después de la depilación, como un bigotito que se le hubiera desprendido a Clark Gable al practicar sexo oral. A Daniel volvió a asombrarlo la definición de los músculos de Carmen. Lo bien dibujada que estaba, una morena de etiqueta de aceite de oliva pasada por el efecto del gimnasio y de las clases de baile en el Abasota de un coreógrafo neoyorquino, Charlie, que él recordaba de cuando bailaba en Aplauso con Giorgio Aresu en los remotos sábados por la tarde de su infancia. Cuando, de niño, lo miraban raro porque se quedaba más clavado ante el televisor por un vídeo de Boney M que por una hazaña pluvial del Real Madrid de Pirri en San Mamés. Aquellos sábados, sí, en los que Daniel primero bajaba a comprar cacahuetes a un oscuro colmado de frutos secos, pan y leche donde le preparaban unos conos de papel de estraza rebosantes. Al principio lo hacía una vieja ataviada con un delantal que siempre estaba en pantuflas y que tenía venas amoratadas marcadas en la hinchazón de los tobillos. Más tarde, después de un tiempo en que la puerta permaneció cerrada y empapelada tras un cartel donde se leía «Cerrado por defunción», empezó a hacerlo una mujer más joven que se parecía a la vieja hasta en la emisora que sintonizaba, que también atendía en pantuflas y delantal, y en cuyos tobillos empezaban apenas a amoratarse unas venillas que impresionaban a Daniel como si aquella mujer ya hubiera empezado el ciclo último de una muerte repetida. Hasta los conos de cacahuetes eran el mismo cono de cacahuetes.
Al regresar a casa con su cono, apremiando el paso para ver Aplauso y Vacaciones en el mar, Daniel bordeaba la plaza de San Amaro, con la enorme cruz blanca incrustada en la fachada de ladrillo de la iglesia de María Micaela. Lo saludaban por su nombre los policías militares con las letras PM impresas en el casco blanco que, en plenos años de plomo, patrullaban un barrio en el que vivían oficiales de alta graduación, algunos de los cuales habían hecho la guerra y tenían una conciencia de final de especie en la que germinaba el alma golpista de la época. Aunque esto Daniel no era capaz de entenderlo. A él solo lo fascinaban las metralletas zeta que llevaban los pe-emes y que jamás le permitieron tocar siquiera, por más que lo pidió con tanta insistencia que no quedó en el barrio un solo soldado de las patrullas que no lo conociera por su nombre. Le gustaban tanto las pistolas de juguete que solía dejarse varias en el asiento trasero del coche, y una vez que salió a correr por El Pardo, cerca del club Somontes y de la entrada a la Zarzuela, su padre se encontró al volver el coche encañonado por la Guardia Civil. Los soldados le mandaban saludos cuando se marchaban relevados en los jeeps y él jugaba a las chapas con la pandilla de la manzana, arrodillados todos junto a setos que olían a pis de perro y entre los cuales una vez apareció un gato muerto que conmovió tanto a los chicos que se lo llevaron al sacerdote de María Micaela para que lo bendijera y enterrara, o algo así. Los dispersaron de allí los gritos iracundos del cura, que hasta el gato tiró a dar mientras ellos huían por la larga escalinata de la iglesia en la que tanto gustaba posar a los novios de las bodas traídas por la primavera que espesaban la atmósfera de la plaza con perfumes, sombreros emplumados, abrazos de mucho palmoteo en la espalda y bocinazos.
Daniel pudo entender algo mejor por qué esos soldados caminaban todo el día alrededor de las manzanas una tarde al regresar del colegio. Hacía poco que le permitían ir solo en un autobús de la línea 5, «Estación de Chamartín-Puerta del Sol», con la mochila cargada de libros de texto a la espalda. Se bajaba en la calle General Varela, en una parada que reconocía porque usaba como referencia una marisquería que tenía una langosta bailando una sevillana impresa en el toldo. A veces se animaba a callejear un poco, como si probara a aventurarse justo hasta las mismas fronteras de su territorio. Al otro lado de General Perón empezaba una tierra de la que no conocía ni las paradas de los autobuses. Por la Castellana los coches fluían hacia el sur, hacia el centro de la ciudad, que le había sido descrito como una trampa llena de atracadores, drogadictos y sátiros que ofrecían caramelos envenenados que anulaban la voluntad. Aún tardaría bastante en conocer a ese primer atracador con el que inauguraría la década de los ochenta, a la salida del cine Novedades, en las galerías de AZCA. Un navajero escuálido, con las piernas como alambres metidas en unos vaqueros de pitillo muy de los jevis de la sala Canciller, pero con un plumífero Roc-Neige de color rosa que le quedaba absurdamente pequeño porque se lo habría sacado a una chica en otro palo esa misma tarde. Daniel le pidió que le dejara algo de dinero para el metro y el atracador le dio un bonobús que había encontrado en un bolsillo del Roc-Neige: «Para ti, chaval. La que se ha quedado colgada es la niña de antes. Por no pedirlo. Y ahora cuenta hasta cien con los ojos cerrados mientras me piro. O te mato, ya sabes».
Esa tarde en que regresaba del colegio, Daniel no callejeó porque lo apremiaba el hambre. Se bajó del autobús delante de la langosta bailaora, observó un instante en el escaparate de una juguetería unos futbolistas del Subbuteo y unas maquetas Tamiya de aviones de combate que lo empezaban a atraer y por los que hacía cálculos relativos a su paga semanal, y después siguió caminando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina de su casa, tan cerca que lo alcanzaba el olor a café de la cafetería Niza, situada junto a su portal, escuchó cuatro o cinco sonidos sordos, detonaciones. Y, justo después, le chirrió delante un 131 Supermirafiori que huía en dirección contraria y que tenía dentro siluetas chinescas, una de las cuales llevaba sujeta en alto una pistola que, así proyectada, parecía la broma de un guiñol. ETA acababa de asesinar a un comandante que había salido del portal de Daniel y se había entretenido con la puerta del coche abierta mientras su mujer se concedía un capricho en el puesto de horchata de la plaza. Mataron también, un segundo tirador que hacía la cobertura y por la espalda, a dos pe-emes que apenas tuvieron tiempo de echar la mano al cerrojo de las zetas, nerviosos como lo que eran: unos reclutas de fuera de Madrid que habían terminado en la Policía Militar porque la semana de descanso intercalada con las dos de servicio continuo les daba tiempo para volver a casa con sensación de vacaciones. Quedaron en la acera tres cuerpos de los cuales brotaba una sangre que luego formaría un engrudo al mezclarse con serrín. Quedó una mujer que pegaba alaridos con un vaso de horchata derramado sobre la blusa y una viudedad fulminante que le había caído encima como un rayo en el campo. Daniel vio una metralleta tirada en el suelo, junto al cadáver con expresión pasmada de un pe-eme, y pensó que era su oportunidad de tocar por fin una. Alargó una mano con cierto temor, como si el muerto fuera a despertarse para prohibírselo. Justo antes de tocar la zeta, su padre lo agarró por detrás y se lo llevó dentro del portal tapándole los ojos, como si aún pudiera evitar que toda la muerte posible y toda la maldad posible se le metieran dentro, como si la frontera de General Perón no hubiera bastado para proteger los engaños felices de una infancia en su plenitud.
Más tarde, un policía trajeado de oscuro, malencarado, subió a la casa e interrogó a Daniel acerca de lo que había visto. Lo hizo con una dulzura inesperada y paciente con la que procuró sacarle todo aquello que luego le dirían a Daniel que era necesario olvidar. Al policía una sonrisa le transformó la expresión hosca, como de amargado de los que buscan confesión en una barra americana, cuando Daniel le prometió que él también llevaría su propia investigación. Como si a ETA le hubiera declarado la guerra Guillermo Brown. El policía le puso una mano en el hombro:
—Déjanoslos a nosotros. Lamento que hayas visto lo que has visto, muchacho. A tu edad no hace falta saber que existen los hombres malos. Mi trabajo es que no lo sepas. Aunque tenga que convertirme yo también en malo.
—¿Tiene usted pistola? ¿Puedo verla?
—No, chico, no puedes.
El comandante asesinado vivía dos pisos más arriba que Daniel, en el quinto izquierda. Daniel era amigo de su hijo, apenas un año mayor y famoso entre los amigos de la plaza por lo bien que dibujaba, en los diminutos redondeles de papel aptos para las chapas, los maillots de los equipos ciclistas. Los llevaba en una lata de Nivea y aceptaba encargos si, por ejemplo, alguien se enteraba por las retransmisiones de la televisión de cómo era el maillot del ganador de la montaña en el Tour. Fueron los amigos de la pandilla a visitarlo después del asesinato, alentados por los padres. No sabían qué decir ni qué hacer. Casi era un alivio, para romper el silencio, que les ofrecieran algo de merendar. Del padre muerto no sabían cómo hablar. Hablar de cualquier otra cosa, de Mazinger Z, o de fútbol, o de los cinco minutos de una película de dos rombos que alguno había logrado ver furtivamente, parecía una frivolidad incluso a niños que no conocían esa palabra. De pronto, el chico le preguntó a Daniel, precisamente a Daniel entre todos los que estaban ahí sosteniendo vasos de Fanta y medianoches de jamón y queso, si él creía que podría seguir jugando a las chapas. Porque su tío, que también era oficial del Ejército, le había dicho hacía un rato que ahora era el hombre de la casa. Y él jamás había visto a ningún hombre agachado en el arenal donde trazaban los circuitos y construían montículos para poder puntuar la montaña. La pandilla también fue, algunos días más tarde, al funeral en María Micaela. Daniel llevó una chaqueta que todavía no había estrenado porque la reservaban para cuando hiciera la primera comunión. Un blazer que más tarde destrozaría al subirse a un árbol en los festejos en un merendero de El Pardo. No volverían a comprarle otro hasta la celebración del segundo matrimonio de su padre. También le valdría para enterrarlo. En la puerta de María Micaela, durante el funeral, había compañeros de armas del asesinado que salían a fumar, formaban corrillos y se juramentaban para «echarle cojones», parar la matanza y aliviar la impresión de que les estaban robando el país: «No dimos matarile a los rojos para dejarnos masacrar y para que unos traidores les entreguen todo». Cambiaban el tono cuando aparecían las señoras o cuando se daban cuenta de que los escuchaba un niño en blazer que debería estar dentro de la iglesia.
—Debería espabilar y ducharme, nene. Tengo clase con Charlie dentro de una hora.
Mejor, pensó Daniel. Porque en la cama estaban incómodos. Era tan estrecha que parecía un recurso defensivo para impedir que nadie se quedara a dormir. Llevaba algunos meses instalado en un apartamento de la plaza de Santa Ana que tenía puertas interiores con cristales emplomados, un suelo crujiente de madera y un balcón diminuto colgado sobre el café La Suiza, en cuyo velador desayunaba a veces y trabajaba con el portátil en los guiones de los humoristas y en relatos que no se habría atrevido a confesar que intentaba escribir. Era una casa con todo lo necesario para encarnar el mito chic-bohemio de la buhardilla a poco que se la ayudara, aunque fuera abusando de Ikea. Daniel no lo hizo. No invirtió una sola de las últimas pesetas en circulación en convertir su casa en un complemento de vestuario. Todo estaba como si aún esperara la llegada del camión de la mudanza. Ni siquiera colgó el póster de la pelea en Barcelona entre Arthur Cravan y Jack Johnson que le habían regalado para comenzar a vestir el apartamento y que en aquellos tiempos, por tratarse Cravan de un sobrino de Oscar Wilde guapo, poeta y revolucionario, era un signo de distinción en los hogares de los lectores pretenciosos. Había en la casa el jergón, un par de sillas, una butaca de piel de potro encontrada en un chamarilero de Segovia junto a una novia anterior que leía Casa Decor, una pila de libros, una bicicleta apoyada junto a la puerta de entrada, un casco de moto colgado de un perchero que llevaba pegado un adhesivo circular con el lupetto de la AS Roma, un televisor y un escritorio conseguido en el Rastro y cargado a mano entre dos desde Cascorro que lo mismo servía para trabajar que para comer. Aunque, en casa, Daniel jamás comía y apenas trabajaba. Cuando no estaba en la televisión preparando el directo diario, ambas cosas solía hacerlas en aquellas tabernas del barrio, ya hacia Atocha y Antón Martín, que fueran lo bastante vulgares como para haber quedado excluidas del circuito de los turistas que saturaban Viña P y la Cervecería Alemana y se hacían fotografiar junto a todas las cabezas de toro que encontraban clavadas en una pared. Eso cuando no compraban carteles de los de Your name here entre los del Cordobés y Curro Romero.
A pesar de la provisionalidad, Daniel estaba a gusto en ese piso. Más por lo que había fuera que por lo que él había metido dentro. Por la vida callejera y comunal que hacía con otros dos guionistas del programa, Emilio y Marcos, que vivían en las calles Prado y León y que estaban igual de solos y de disponibles. Todas sus neveras reunidas no habrían dado más que cerveza, algo de leche y fiambre. Comenzaban las jornadas desayunando juntos tostadas grasientas en un bar de la calle Cervantes donde solía parar un vendedor de cupones de la ONCE que llevaba ocultos en los bajos de la silla de ruedas tarros llenos de marihuana con la que traficaba a escala chapucera entre los conocidos del barrio. A veces le pedía a Emilio que le marcara un número en un teléfono público de pared que estaba demasiado alto para la silla y Emilio siempre se lo marcaba mal adrede y lo conectaba con un burdel, con la policía, con el Colegio de Aparejadores, con Nueva York. Los tres guionistas fundaron un almuerzo dominical en el Café Central de la plaza del Ángel al que empezaron a acudir, cada vez en mayor número, los amigos y compañeros de oficio que no tuvieran una familia con la que comer caliente en festivo o que acabaran de despertar después de los estragos de la noche anterior en los garitos de Malasaña y de los afluentes oscuros de la Gran Vía. Se contaban los estrenos, los proyectos y los castings. Desahogaban las añoranzas y los males de amor. Libraban concursos de ingenio, inevitables al reunirse guionistas de humor que no podían echarse kétchup sin sacarle a la botella tres chistes costumbristas inspirados por los de Seinfeld. A veces, por pura querencia afectiva, fingían creer al guionista de Jesulín de Ubrique en un concurso de karaokes cuando aseguraba, por cuarta vez durante los siete meses anteriores, que esa vez ya daba el salto al cine serio con un guion que le había elogiado Álex de la Iglesia. Precisamente porque era capaz de percibir la condescendencia compasiva con la que eran atendidos estos aspirantes al cartel de neón, y porque había guionistas veinte años más viejos que él que aún creían que la semana entrante sería por fin la de su mudanza a Malibú, Daniel jamás habría contado allí que también él esperaba ser rescatado algún día del desperdicio y la prostitución del talento en la televisión. Rescatado por la literatura. Por la parte inconfesada de la memoria de su ordenador portátil.