Geohistoria - Christian Grataloup - E-Book

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Christian Grataloup

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Beschreibung

¿Y SI LA MEJOR MANERA DE CONTAR LA HISTORIA DEL MUNDO FUERA SU GEOGRAFÍA?  UN ENSAYO APASIONANTE PARA LECTORES DE JARED DIAMOND Y ROBERT D. KAPLAN.  «La historia de la humanidad es una respuesta a desafíos geográficos y climáticos formidables. El ensayo de Christian Grataloup ordena con acierto la aventura de nuestra especie». LE FIGARO  «En este libro la geografía arroja luz sobre la historia. ¡Brillante y necesario!». ERIK ORSENNA  No hay historia sin geografía ni geografía sin historia.   La geohistoria cuenta la historia de la humanidad a medida que esta se expandió por la Tierra, dividiéndose en distintas sociedades para crear el mundo tal como lo conocemos hoy.  El mayor especialista en esta discilplina, Christian Grataloup, nos descubre en este ensayo documentado y accesible las fascinantes relaciones que han establecido nuestras sociedades con su entorno y cómo se han influenciado mutuamente. Para hacerlo, se apoya en un mini atlas y diversos bocetos que nos ayudan en todo momentos a ubicarnos en el planeta.   Desde la llegada del sapiens a Australia o América hace varias decenas de miles de años hasta la caída de la URSS, este ambicioso libro describe los contornos del mundo y su papel fundamental en la definición de quiénes somos.   La geohistoria es una historia incomparable del mundo. 

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Seitenzahl: 617

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Título original francés: Géohistoire.

© Les Arènes, París, 2023.

Esta edición se ha publicado gracias a un acuerdo con Les Arènes a través de The Ella Sher Literary Agency.

Todos los derechos reservados.

© del texto: Christian Grataloup, 2023.

Edición y coordinación: Mónica Monteys.

© de la traducción del texto: Mateo Pierre Avit Ferrero, 2025.

© de la traducción de los mapas: Maria Fuentes, 2025.

Adaptación de los mapas: El Taller del Llibre.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: febrero de 2025.

REF.: OBDO435

ISBN: 978-84-1098-093-8

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escritodel editor cualquier forma de reproducción, distribución,comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometidaa las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).Todos los derechos reservados.

Índice

Prólogo: Una geohistoria de los humanos en la Tierra

Introducción: La cuestión del otro: Un singular plural

1. Leer geográficamente la historia

2. La humanización del planeta en orden disperso

3. Domesticar a los seres vivos: Solo algunas especies

4. Otras historias en otras partes

5. El origen axial del mundo

6. La bifurcación del mundo

7. El mundo, temporalmente europeo

8. La tierra de los humanos

Conclusión: Lo terrestre, lo mundial, lo universal

Atlas

Notas

PARA ANNE-MARIE, COCONSTRUCTORA DE ESTE LIBRO.

SIN NUESTROS CUARENTA AÑOS DE DIÁLOGO FECUNDO

NADA HABRÍA SIDO POSIBLE.

PRÓLOGO

UNA GEOHISTORIA DE LOS HUMANOS EN LA TIERRA

Este relato histórico está escrito por un geógrafo. Es la continuación de los atlas históricos que publiqué anteriormente en Éditions des Arènes y la revista L’Histoire: el Atlas historique mondial y el Atlas historique de la Terre. Persigue el mismo objetivo, que va mucho más allá de la simple localización de los acontecimientos: aclarar lo que la historia de las sociedades debe a su espacio. Los geógrafos suelen dedicarse a estudiar e interpretar el espacio de las sociedades contemporáneas; se trata, en definitiva, de hacer uso de sus herramientas para que nos ayuden a comprender el pasado. Tal vez esto merece una explicación.

Pese a que los humanos se han valido de sus astucias geográficas para reducir las distancias entre ellos, ya sea a través de medios de transporte y de comunicación cada vez más eficaces o concentrando el máximo de actividades en un espacio mínimo (esto es, la ciudad), toda sociedad tiene una sociedad cercana y otra lejana. Lo que les ocurre a sus vecinos repercute en ella; los efectos son inversos, pero igual de importantes, según lleven a la paz o a la guerra, según la frontera se abra o se cierre. Siempre formamos parte de la historia de nuestros vecinos, tanto más si el número de estos últimos y su peso demográfico son elevados. Estas vecindades propician cambios históricos más rápidos y profundos. Por el contrario, las sociedades que se han quedado más aisladas, al menos durante un tiempo, forman mundos más autónomos, donde la reproducción tiende a prevalecer sobre el cambio. La intensidad de las interrelaciones y el grado de conexión entre las sociedades pone de manifiesto su dinámica. La historia es geográfica.

La humanidad, además, no está sola en la Tierra. Forma parte de esa fina capa de la vida llamada biosfera. Unas decenas de metros bajo la corteza terrestre, unos kilómetros en el océano y la atmósfera: los seres vivos solo ocupan una parte ínfima del planeta. Pero la historia humana es parte integrante de la biosfera. Si bien antaño olvidamos, en demasiadas ocasiones, nuestra condición terrestre, la crisis ecológica contemporánea nos la recuerda con creciente insistencia. El relato histórico no puede descontextualizarse del suelo.

Este libro pretende sintetizar estas dos perspectivas: la primera, horizontal, la de las relaciones entre las sociedades en la superficie terrestre, de fronteras y conflictos, de difusiones y conquistas; y la segunda, la perspectiva vertical, la de las domesticaciones y minas, arrozales y contaminación. El siguiente relato atraviesa ambas perspectivas para mantenernos con los pies en la tierra. Conoceremos navegantes y corrientes marinas, montañas, desiertos y conquistadores, inviernos demasiado fríos y campesinos…

Así pues, este libro es, a la vez, una invitación al viaje histórico y una lectura geográfica del pasado. Eso es lo que se entiende por «geohistoria», un término que acuñó el historiador Fernand Braudel. Sin duda, la historia de los humanos en la Tierra es demasiado amplia para unos cientos de páginas. Pero no se trata de resumir la historia del mundo, sino de evocar solo lo que corresponde a la doble perspectiva geohistórica. A menudo, cuando yo me definía delante de alguien como geohistoriador, le explicaba que había elegido la geografía para poder hacer la historia que deseaba: sin limitarme a un periodo en concreto y sin desatender la aportación de las ciencias naturales. Mi afición por los grandes relatos de aventuras humanas y la búsqueda de sus huellas se remonta tal vez a mis lecturas de infancia, la de Dioses, tumbas y sabios de C. W. Ceram o a los atlas que me permitían realizar numerosos viajes sin moverme prácticamente de mi sitio. Se podría rebatir que el alcance temporal y espacial de mi objetivo (desde la prehistoria hasta nuestros días, en la totalidad de la Tierra) corre el riesgo de caer en simplificaciones, e incluso solo en aproximaciones. Pero también es la garantía de un esfuerzo de coherencia que las síntesis escritas por muchas manos no pueden ofrecer. En efecto, mi tarea podría compararse a la de un médico de medicina general: los saberes de los especialistas le resultan indispensables, pero el paciente es una persona única y su salud debe entenderse como un todo. Corresponde al médico contextualizar cada patología en su conjunto y armonizar los tratamientos. Por lo tanto, la siguiente historia no es especialmente medioambiental, económica, geopolítica, demográfica, cultural…, sino que es un poco de todo esto en una síntesis geohistórica.

El libro da también algunos rodeos por la historia contrafactual. A veces es razonable arriesgarse a «una historia de los posibles», por retomar el bonito título de Quentin Deluermoz y Pierre Singaravélou (Hacia una historia de los posibles). Pues si la casualidad no existe, existen muchas casualidades. Momentos de bifurcaciones: si hacia 1492 el primer contacto que se produjo, después de milenios, entre los pueblos de América y los habitantes del Viejo Mundo no se hubiera debido a los europeos sino a los chinos, ¿qué habría pasado a continuación? Esbozar este tipo de hipótesis, con tal de que no sean absurdas, es decir, teniendo en cuenta el contexto histórico, puede enseñarnos mucho sobre la dinámica del Mundo.

La amplia apertura del enfoque, desde la prehistoria hasta el día de mañana y que abarca la totalidad de la Tierra, aspira a un público amplio. También he optado por no incluir ninguna nota. Si se hubieran precisado todas las fuentes, la obra habría sido mucho más extensa y difícil de leer. La elección ha sido la misma por lo que respecta a la bibliografía. Este libro no va dirigido principalmente a mis colegas académicos, sino a todos los lectores que sienten curiosidad por nuestro pasado y se preocupan por nuestro futuro. Ojalá les proporcione tanto placer como me lo dieron a mí mis lecturas infantiles, un placer que nunca ha decaído.

¡Buen viaje!

INTRODUCCIÓN

LA CUESTIÓN DEL OTRO: UN SINGULAR PLURAL

El 9 de junio de 1537, dieciséis años después de que Hernán Cortés tomase México-Tenochtitlan y solo cuatro años más tarde de la ocupación de Cuzco por Francisco Pizarro, el papa Paulo III (Alejandro Farnesio) firmó la bula Sublimis Deus, con la que puso fin a los debates sobre la pertenencia a la humanidad de los pueblos originarios de América. El objetivo era prohibir los tratos inhumanos que les infligían los conquistadores y primeros colonos. La decisión pontificia, a petición de los prelados españoles, no era solo una medida humanitaria. De hecho, los esclavos africanos, cuya deportación a América apenas comenzaba, no se mencionaban. Se trataba sobre todo de apoyar los esfuerzos de la Iglesia, en particular de las órdenes misioneras, sobre las poblaciones amerindias. Ahora bien, la voluntad del clero católico competía con la ambición de los colonos laicos para obtener inmensas encomiendas, empresas agrícolas o mineras que contaban con la explotación brutal de los amerindios. Fue en este contexto de competencia entre colonizadores que la Iglesia cerró el debate sobre la pertenencia al género humano de los pueblos «descubiertos» más allá del Atlántico. Por lo tanto, contrariamente a una idea errónea, no fue la Controversia de Valladolid la que, en 1550-1551, reconoció la condición humana de los amerindios: solo reguló teóricamente las modalidades de conversión y explotación de los nativos americanos.

Los primeros amerindios que Cristóbal Colón llevó a Europa en 1493 suscitaron una gran curiosidad, pero su pertenencia a la humanidad no planteaba todavía problemas. Colón estaba convencido de que se trataba de habitantes de islas periféricas de Asia. Así que, según los antiguos y los Padres de la Iglesia, seguíamos siendo una de las tres partes habitadas del mundo. La perspectiva cambió a principios del siglo XVI cuando otros viajeros, como Américo Vespucio, convencieron a la comunidad científica europea de que las tierras al otro lado del Atlántico no podían ser asiáticas, y que se trataba de una parte del mundo desconocida, bautizada, en 1507, como «América». El 8 de septiembre de 1522, los dieciocho supervivientes de la expedición de Magallanes, de regreso en Sevilla tras la primera circunnavegación, confirmaron la extensión del «Gran Océano» (que aún no se llamaba «Pacífico»), y la enorme distancia que había entre América y Asia. Se vuelve entonces difícil considerar a los americanos descendientes de Noé, cuyos tres hijos, según el Génesis, poblaron Asia, Europa y África. Una solución respetuosa con una lectura literal de las Sagradas Escrituras era no considerar a los nativos de América como hijos de Dios, seres vivos dotados de alma. Este estatus no humano no era necesariamente del desagrado de los conquistadores y colonos.

Sin embargo, un argumento de carácter no teológico contribuyó a inclinar la balanza de los intelectuales y religiosos a favor de la humanidad india. Pronto se vio que una mujer india y un hombre europeo (la relación de género iba obviamente en este sentido) podían engendrar hijos. Los primeros colonos españoles en América tomaron esposas locales y tuvieron descendencia. El que se consideró, muy probablemente sin razón, el primer mestizo, Martín Cortés el Mestizo, fue el primogénito, hacia 1523, de la pareja que formaron Hernán Cortés y Malintzin, más conocida con el nombre de la Malinche. Para todos los europeos que han pasado algún tiempo en América, el hecho de que los «naturales» fueran ciertamente «bárbaros» pero sin duda humanos parecía algo obvio. El debate sobre su descendencia de Adán y Noé era una disputa entre los intelectuales al este del Atlántico.

La conquista de América supuso un gran enfrentamiento con la alteridad social, tan incomprensibles eran entre sí las sociedades europea y amerindia. La interfecundidad parecía ser la prueba más evidente de que europeos y americanos pertenecían a la misma especie humana. La voluntad de los conquistadores de infravalorar a los vencidos y su convicción de que eran superiores imaginaron un fundamento falaz en la naturaleza con la invención de las razas. A partir del siglo XVI, la experiencia colonizadora europea fue una práctica y una teoría de la desigualdad entre humanos, pero al mismo tiempo supuso la toma de conciencia de que existía una sola humanidad. Había humanos en toda la Tierra.

Desde mediados del siglo XX, la inanidad de la noción de razas biológicas que diferencian a los humanos es una evidencia científica indiscutible. La cuestión ya solo atañe a las ciencias sociales, pues si no hay razas, hay racistas y personas racializadas. Pero eso es otra triste historia. El hecho es que la unidad biológica humana es manifiesta, y esta misma homogeneidad podría sorprendernos.

En efecto, a finales del siglo XV, cuando Colón zarpa, había humanos en casi todas partes. Excepto en la Antártida y algunas islas pequeñas en medio de los océanos, las sociedades están activas en todas las áreas terrestres y en los mares costeros. Esta ubicuidad no es compartida por ninguna otra especie viva, vegetal o animal; no tiene nada de «natural». Si bien algunas plantas o animales conocían ya una amplia dispersión, sin que eso fuera el resultado de una intervención humana, siempre hubo variaciones morfológicas. La razón principal proviene de la duración del proceso. Por ejemplo, los elefantes de Asia y África (estos últimos divididos a su vez en dos especies) sí tienen un origen común, así como los desaparecidos mamuts, pero la difusión geográfica de su ancestro común estuvo sujeta a diferentes evoluciones según las regiones del mundo; el proceso de divergencia se remonta a unos 60 millones de años. Otro ejemplo son los équidos, que aparecieron seguramente en América hace 55 millones de años y se extendieron, mucho más tarde, en Europa y África, donde se diferenciaron en caballos, burros y cebras, mientras que esta familia de mamíferos desaparecía de América.

Ambos ejemplos se sitúan, por lo tanto, en marcos temporales infinitamente más largos que el centenar de miles de años transcurridos desde la expansión del Homo sapiens, e incluso que el millón y medio de años transcurridos desde la del Homo erectus. No cabe duda de que si la dispersión del Homo se remonta a varios millones de años, y si hasta el siglo XV no hubiera habido más contactos, existirían varias especies de humanos y no solo una… de la misma manera que hoy existen diferentes especies de simios: en el Sudeste Asiático, orangutanes, macacos o gibones; en el África subsahariana, gorilas, chimpancés y babuinos; en Sudamérica, titís y monos capuchinos.

Animales y plantas han divergido tanto más en la evolución biológica cuanto más fuerte y duradero ha sido el aislamiento, como muestra la especificidad de la fauna y flora de Australia. Antes del siglo XV, la especie humana vivía en entornos profundamente distintos de Eurasia, América y Australia. No podía recolectar o cultivar las mismas plantas, ni cazar o criar los mismos animales. Pero los humanos eran biológicamente similares. Pequeñas variaciones morfológicas y ciertos matices entre herencias cromosómicas no contradicen una grandísima homogeneidad genética, muy superior a la de la mayoría de otras especies de primates.

Sin embargo, aunque la geografía genética humana es muy simple, la variedad histórica de los grupos humanos parece infinita. Es ante todo una cuestión de números. Hoy en día, hay sociedades de unos cientos, incluso decenas de miles de individuos. Las poblaciones nacionales más pequeñas son a menudo las de los estados insulares del Pacífico (Nauru, 11.000 personas; Tuvalu, 12.000; Palaos, 18.000), pero también las de las Antillas (San Cristóbal y Nieves, 54.000; Dominica, 72.000), por no hablar de los micro-Estados de Europa (San Marino, 34.000; Liechtenstein, 38.000; Mónaco, 39.000, sin olvidar los 825 habitantes del Vaticano) o de otras partes (Brunéi, 445.000; Bután 788.000). En el otro extremo de las estadísticas, están los dos estados multimillonarios: China e India, con 1.400 millones de habitantes cada uno. Es razonable considerar que estos dos legados demográficos imperiales son multinacionales, pero con un núcleo nacional sólido. Así, los Han, los «chinos chinos», se podría decir, constituyen el mayor grupo étnico del mundo: constituyen el 90 % de las personas con un pasaporte de la República Popular China.

En el pasado no existía una demografía tan colosal. Antes de que comenzara el siglo XIX, había menos de mil millones de personas, ocho veces menos que en la actualidad. Si bien los humanos eran menos numerosos, algunas regiones ya tenían mucho peso. El Imperio romano, en el siglo II de nuestra era, albergaba entre 60 y 70 millones de personas, es decir, entre el 24 y 28% de la población mundial; la parte del Imperio chino, el de los Han, era más o menos igual. Por lo tanto, ambas formaciones imperiales representaban, juntas, más de la mitad de la raza humana. Al mismo tiempo, aunque había otros territorios densamente poblados (India, Centroamérica, Sudeste Asiático…), la mayoría de las sociedades eran de tamaño muy modesto. La diferencia que se distingue hoy en día ya se apreciaba entonces.

Si nos remontamos más atrás en el tiempo, probablemente encontraremos diferencias mayores. La impresión más generalizada es que los grupos de cazadores-recolectores del Paleolítico solo contaban con unas pocas decenas de personas. Una suposición difícil de confirmar. No tenemos prácticamente ningún conocimiento cuantitativo sobre los cazadores-recolectores de hace 30.000 años, y eso si no nos remontamos más allá del Paleolítico. Sin embargo, es preciso constatar que hay regiones donde las improntas que dejaron son numerosas, lo que sugiere un alto grado de permanencia en el hábitat (y no un nomadismo constante) y que los efectivos deberían contarse por centenares y no por decenas de personas. Como la población mundial de los sapiens se estimaba entonces en 2 o 3 millones, parece que pudo haber grupos sociales que representaban una parte significativa de la humanidad de entonces. Pese a todo, la diferencia entre mega y microsociedades probablemente no ha dejado de aumentar.

Los microestados (Pacífico occidental, Europa, Antillas Menores).

No obstante, lo que diferencia a las sociedades, antes y ahora, también es cualitativo. Hoy en día, los alemanes, ingleses y franceses, aunque se reconocen globalmente como europeos (los ingleses tal vez un poco menos…), no forman la misma sociedad. La razón principal reside en sus modos de comunicación: son las lenguas las que diferencian más visiblemente los grupos humanos. No resulta sorprendente: formar parte de una sociedad significa intercambiar información, peticiones, negativas, órdenes, propuestas, conocimientos y creencias, etc. Ningún mapa expresa mejor la diversidad de la humanidad que el de las lenguas (véase atlas, pp. 24-25). Más allá de la lengua, todos los hábitos, prácticas, normas y costumbres que unen a un grupo humano constituyen también lo que lo diferencia de sus vecinos.

Hay juegos, puzles, cuyas piezas son los mapas de los estados del mundo, que deben ensamblarse para reconstituir el planisferio político. Cada pieza tiene un color que simboliza su unidad y difiere del de las piezas vecinas. Los bordes son limpios: las piezas de un puzle deben encajar con precisión. Es lo que forma también la trama de las fronteras estatales, oficialmente lineales. Evidentemente, la geopolítica nos recuerda cada día que no es tan sencillo. Pero tampoco es pura ficción jurídica. La metáfora del puzle es, a fin de cuentas, una imagen bastante acertada de la fragmentación de la humanidad, y la emplearemos más adelante.

Pese a los procesos de globalización (jurídicos, culturales, económicos, etc.), la diversidad de las sociedades sigue siendo considerable. Las formas políticas y religiosas, las maneras de vivir varían suficientemente como para que las distintas convivencias, entre ellas las que producen las migraciones contemporáneas, acarreen toda una serie de conflictos, pero también de mestizajes que, a su vez, inventan nuevas formas. Esta diversidad en constante dinamismo era aún mayor en las sociedades antiguas. Hasta el punto de que cualquier intento de descripción histórica tropieza rápidamente con la pobreza de nuestro vocabulario para describir las configuraciones sociales de antaño. La palabra «religión» y todo lo que se sobreentiende para un hablante occidental se adapta muy mal a las dimensiones espirituales de las sociedades chinas y, aún más, americanas antes del contacto colombino, o las oceánicas o australianas, etc. De hecho, al uso histórico de las ciencias sociales que nacieron en Occidente, para describir lo que se autonomiza con bastante facilidad en la Europa de hace tres o cuatro siglos (lo político, lo económico, lo religioso, etc.), le cuesta ser útil cuando se va más allá de los mundos occidentales y se remonta lejos en el tiempo. El panorama mundial de las sociedades que propone un atlas histórico esboza un cuadro de formidable diversidad: cada sociedad es muy particular y se vanagloria de su especificidad.

Una unidad biológica muy fuerte de la especie humana, una diversidad muy grande (y grandes desigualdades) de sociedades. Esta pluralidad singular, que ninguna otra especie viva manifiesta, este caleidoscopio de maneras de formar sociedad, aunque todos seamos biológicamente muy cercanos, no se cuestiona a menudo. Y, sin embargo, deberíamos sorprendernos seriamente. La primera pregunta que hay que hacerse sobre la historia humana es: ¿por qué tal diversidad (social) dentro de una unidad (biológica)?