Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Cuatro hermanos. Enfrentados por un título y por una mujer. Y un secreto del que no pueden escapar. El desenlace de los Bastardos Bareknuckle. Grace Condry lleva toda la vida huyendo de su pasado. Traicionada cuando era niña por su único amor y criada en las calles de Covent Garden, ahora se esconde a la vista de todos con una nueva identidad. Es la reina de los rincones más oscuros de Londres. Grace es sagaz y posee un poderoso gancho de derecha. Jamás se ha enfrentado a un enemigo que no pudiera abatir… hasta que el hombre al que una vez amó vuelve a entrar en su vida. Ewan, duque de Marwick, es tan audaz como despiadado. Y se ha pasado más de una década buscando a la mujer que nunca dejó de amar. Puede que por culpa de una apuesta la perdiera para siempre hace ya muchos años, pero hará todo lo posible para recuperarla... y convertirla en su duquesa. Lo último que quiere Grace es reconciliarse con Ewan; más bien todo lo contrario. Incapaz de perdonarlo, ha prometido vengarse, aunque eso signifique tener que estar cerca de él. Algo extremadamente peligroso.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 535
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Título original: Daring and the Duke Book 3 in the Bareknuckle Bastards Series. Published by arrangement with Avon, an imprint of HarperCollins Publishers.
© 2020 by Sarah Trabucchi
____________________
Traducción: María José Losada
Corrección: Xavier Beltrán
Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
___________________
1.ª edición: julio 2021
Nueva edición corregida: junio 2021
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2021: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
____________________
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Para las chicas rebeldes, especialmente la mía.
Burghsey House, sede del ducado de Marwick, en el pasado.
No existía nada en el mundo como la risa de él.
No importaba que ella no estuviera cualificada para hablar del vasto mundo, porque nunca se había alejado de aquella enorme casa solariega situada en la tranquila campiña de Essex, a dos días en carruaje desde Londres, donde las onduladas y verdes colinas se convertían en trigo a medida que el otoño ganaba terreno.
No importaba que no conociera los sonidos de la ciudad o el olor del mar. Ni que nunca hubiera oído hablar en otra lengua que no fuera el inglés, ni hubiera visto una obra de teatro, ni hubiera escuchado una orquesta.
No importaba que su mundo se limitara a los tres mil acres de tierra fértil cubiertos de mullidas ovejas blancas y enormes fardos de heno, y a una comunidad de personas con las que no tenía permitido hablar, para las que era prácticamente invisible; porque ella era un secreto que debía guardarse a toda costa.
Era la niña que habían bautizado como el heredero del ducado de Marwick. La que habían envuelto en el arrullo de encaje reservado para una larga estirpe de duques, la que habían ungido con aceites esenciales destinados exclusivamente para los residentes de Burghsey House más privilegiados. A la que habían otorgado nombre y título de varón ante Dios. El duque —un hombre que no era su padre— había pagado a sirvientes y a sacerdotes para que guardaran silencio, había falsificado documentos y había trazado planes para sustituir a la hija bastarda de su esposa por uno de sus propios hijos bastardos —nacido el mismo día que ella, de mujeres que no eran la duquesa—; de esa manera, ofrecía a uno de sus hijos el único camino hacia el legado ducal…, un legado robado.
Con esta estratagema estaba abocando a esa niña inútil, el bebé que lloraba en los brazos de la enfermera, a una vida a medias, llena de una dolorosa soledad que emanaba de un mundo tan grande y, al mismo tiempo, tan pequeño.
Y entonces había llegado él, hacía ya un año. Tenía doce años y estaba lleno de fuego, poseía toda la fuerza del mundo que había ahí afuera. Era alto y delgado, y tan inteligente como astuto. Le parecía el ser más hermoso que jamás hubiera visto, con un flequillo rubio tan largo que caía sobre unos brillantes ojos de color ámbar, unos ojos que guardaban mil secretos. Tenía una risa queda, apenas un susurro, tan poco frecuente que, cuando aparecía, era como un regalo.
No, no había nada en el vasto mundo como la risa de él. Ella lo sabía, aunque el vasto mundo estuviera tan lejos de su alcance que ni siquiera fuera capaz de imaginar dónde empezaba.
Él sí.
Y le encantaba contarle cosas sobre ese mundo. Eso fue lo que hizo aquella tarde, en uno de los preciosos momentos robados a las maquinaciones y manipulaciones del duque, justo el día antes de la noche en la que el hombre que manejaba su futuro regresó para deleitarse atormentando a sus tres hijos varones. Pero, en esos momentos, en aquella tranquila tarde, mientras el duque estaba fuera, en Londres, haciendo lo que fuera que hicieran los duques, los cuatro niños aprovechaban la felicidad allá donde podían encontrarla: al aire libre, en el salvaje y serpenteante terreno de la finca.
El lugar favorito de ella estaba en el límite occidental del terreno, lo suficientemente alejado de la casa solariega como para perderla de vista. Allí había un magnífico bosquecillo de árboles que se elevaba hacia el cielo, bordeado por un pequeño y burbujeante riachuelo, o más bien un arroyo, para ser precisos, pero que le había proporcionado horas, días y semanas de parlanchina compañía cuando era más niña y la conversación con el agua era lo único que cabía esperar.
Pero allí, en aquel momento, no estaba sola. Reposó entre los árboles, donde los rayos de sol moteados inundaban el suelo en el que yacía de espaldas, exhausta después de haber recorrido los campos, y aspirando grandes bocanadas de aire cargado del aroma del tomillo silvestre.
—¿Por qué siempre venimos aquí? —Él se sentó a su lado, cadera con cadera, mientras su propio pecho subía y bajaba por la respiración agitada mientras la miraba a la cara, con sus piernas, cada vez más largas, estiradas más allá de la cabeza de la chica.
—Me gusta estar aquí —dijo ella con sencillez, y volvió la cara hacia la luz del sol, y el son de los latidos de su corazón se calmó al mirar a través del dosel de ramas que jugaban al escondite en el cielo—. Y a ti también te gustaría si no estuvieras siempre tan serio.
El aire tranquilo del lugar se transformó, se volvió más pesado ante la certeza de que no eran niños de trece años corrientes y sin preocupaciones. Protegerse formaba parte de su supervivencia. La seriedad formaba parte de su supervivencia.
Ella prefería no pensar en ello mientras las últimas mariposas del verano danzaban bajo los rayos de luz, por encima de sus cabezas, llenando aquel lugar con una magia que mantenía a raya lo peor. Así pues, cambió de tema.
—Cuéntame cosas del mundo.
—¿Otra vez? —Pero en realidad, él no estaba pidiéndole explicaciones. No las necesitaba. Se giró, y ella movió las faldas para que él se tumbara a su lado, como había hecho docenas de veces antes. Cientos. En cuanto se acomodó de espaldas, con las manos apoyadas en la nuca, él empezó a hablar al cielo—. Nunca hay tranquilidad.
—Por el golpeteo de las ruedas de los carros contra los adoquines.
—Las ruedas de madera hacen ruido, pero es más que eso. —Ella asintió—. Son los gritos de las tabernas y de los vendedores ambulantes de la plaza del mercado. Los ladridos de los perros de los almacenes. Las peleas de las calles. Yo solía subir al tejado del lugar donde vivía y apostaba en las peleas.
—Por eso eres tan buen luchador.
—Siempre pensé que sería la mejor manera de ayudar a mi madre. Hasta que… —Se encogió levemente de hombros. Interrumpió sus palabras, pero ella sabía el resto. «Hasta que cayó enferma y el duque le ofreció un título y una fortuna a ese hijo que habría hecho cualquier cosa para ayudarla». Se volvió para mirarlo; tenía una expresión tensa, la vista clavada en el cielo, los dientes apretados.
—Háblame de los improperios —lo incitó.
—Hay mucho lenguaje soez. Eso te gusta, ¿eh? —Él soltó una risilla de sorpresa.
—Ni siquiera sabía que existían las palabrotas antes de conoceros a vosotros tres. —Los chicos que habían llegado a su vida eran puro alboroto: rudos, malhablados y maravillosos.
—Antes de conocer a Diablo, querrás decir. —Diablo, bautizado como Devon, era uno de sus otros dos hermanastros; había sido criado en un orfanato para niños abandonados, y para demostrarlo se expresaba con un lenguaje malsonante—. Él te ha transmitido sus amplios conocimientos. Sí. Los improperios. En especial los de los muelles. Nadie maldice como un marinero.
—Dime cuál es el mejor improperio que has oído.
—No. —Él le lanzó una mirada socarrona.
—Háblame de la lluvia. —Le preguntaría a Diablo más tarde.
—Es Londres. Nunca para de llover.
—Cuéntame algo bueno. —Le dio un codazo en el hombro.
—La lluvia hace que las piedras de la calle estén resbaladizas y brillantes. —Sonrió, y ella hizo lo mismo. Adoraba la forma en que le seguía la corriente.
—Y, por la noche, las luces de las tabernas las vuelven doradas —terminó ella.
—No solo las de las tabernas, también las de los teatros de Drury Lane. Y las lámparas que cuelgan delante de las casas de alterne. —Las casas de mala muerte donde su madre había aterrizado después de que el duque se negara a mantenerla cuando eligió tener a su hijo. Donde había nacido aquel hijo.
—Para mantener la oscuridad a raya —susurró ella.
—La oscuridad no es tan mala —adujo él—. Lo que ocurre es que la gente que vive en ella no tiene más remedio que luchar por lo que necesita.
—¿Y consiguen lo que necesitan?
—No. No tienen lo que necesitan, y tampoco lo que merecen. —Hizo una pausa y luego susurró al dosel de ramas, como si realmente fuera mágico—. Pero vamos a cambiar todo eso.
No le pasó desapercibido que había usado el plural. No solo ellos dos, sino todos. Aquel cuarteto que hizo un pacto para iniciar aquella loca competición: quien ganara protegería al resto. Y luego escaparían de aquel lugar en el que los habían forzado a luchar en una batalla de ingenio y armas que le daría a su padre lo que quería: un heredero digno de un ducado.
—En cuanto seas duque… —empezó ella, en voz baja.
—En cuanto uno de nosotros sea duque. —Se volvió para mirarla.
Ella negó con la cabeza y buscó su brillante mirada ambarina, tan parecida a la de sus hermanos. Tan parecida a la de su padre.
—Vas a ganar tú.
—¿Cómo lo sabes? —dijo él, después de observarla durante un buen rato.
—Lo sé, y punto. —Apretó los labios.
Las maquinaciones del viejo duque se volvían más desafiantes cada día. Diablo era como su nombre, demasiado fuego y furia. Y Whit era demasiado pequeño y demasiado amable.
—¿Y si no quiero?
—Por supuesto que quieres. —Cualquier otra cosa era una idea absurda.
—El ducado debería ser tuyo.
—Las chicas no pueden ser duques. —Ella no pudo reprimir una risita exagerada.
—Y, sin embargo, aquí estás: eres la heredera.
Pero no lo era. No de verdad. Ella era el producto de una aventura extramatrimonial de su madre, una apuesta ideada para darle un heredero bastardo a un marido monstruoso, y manchar así para siempre su preciado linaje, que era lo único que realmente le importaba al duque. Pero, en lugar de un niño, la duquesa había dado a luz a una niña, por lo que no podía heredar. Era la sustituta. Una simple nota al pie en el ancestral ejemplar del Libro de la nobleza de Gran Bretaña e Irlanda. Y los cuatro lo sabían.
—No importa —aseguró, ignorando sus palabras.
Y no importaba. Ewan ganaría. Se convertiría en duque. Y lo cambiaría todo.
Él la observó en silencio durante un rato.
—Cuando sea duque… —fantaseó en un susurro, como si las palabras fueran a convertirse en realidad al pronunciarlas en voz alta—. Cuando sea duque, yo cuidaré de todos. De nosotros y de todo el Garden. Manejaré su dinero. Su poder. Su nombre. Y me alejaré de aquí y nunca miraré atrás. —Las palabras volaron alrededor de ellos, reverberando en los troncos de los árboles antes de que él se corrigiera—. Su nombre no —susurró—. El tuyo.
Robert Matthew Carrick, conde de Sumner, heredero del ducado de Marwick.
Ignoró el ramalazo de emoción que la recorrió y suavizó el tono.
—Te quedará bien ese nombre. Es nuevo. Yo nunca lo he usado. —Había sido bautizada como el heredero, pero no podía hacer uso de su nombre.
A lo largo de los años, siempre se habían dirigido a ella como «niña», «chica» o «señorita». Un día, cuando tenía ocho años, hubo una criada que la llamó «mi amor», y eso le gustó mucho. Pero la criada se había marchado al cabo de unos meses, y ella había vuelto a ser invisible.
Hasta que más tarde llegaron tres chicos que sí la veían, y el que estaba con ella no solo parecía verla, sino también entenderla. Y la llamaron de mil maneras: «Liebre», por la forma en que atravesaba los campos a la carrera, «Fuego», por las llamas de su cabello pelirrojo y «Rebelde», por la manera en que se enfadaba con su padre. Y ella respondía a todos aquellos apodos, sabiendo que ninguno era su nombre, sin importarle demasiado, porque ellos estaban allí. Porque tal vez estar con ellos fuera suficiente.
Porque para ellos era alguien importante.
—Lo siento —susurró él. Y lo decía en serio.
Para él, ella sí era alguien importante.
Permanecieron así durante unos instantes, con las miradas entrelazadas mientras la verdad pesaba a su alrededor, hasta que él carraspeó y apartó los ojos, rompiendo así aquella conexión. Lo observó cuando giró su tronco para volver a prestar atención a las copas de los árboles.
—De todos modos, mi madre decía que le encantaba la lluvia, porque era el único momento en que veía joyas en el barrio de Covent Garden.
—Prométeme que me llevarás contigo cuando te vayas —susurró ella para romper el silencio.
Los labios de Ewan se convirtieron en una línea firme, la promesa quedó escrita en las arrugas de su cara, más vieja de lo que debería ser. Más joven de lo que iba a necesitar que fuera.
—Y tendrás muchas joyas. —Asintió con seguridad.
Ella se giró, y sus faldas se desplegaron sobre la hierba.
—Por supuesto —bromeó ella—. Y vestidos confeccionados con hilo de oro.
—Vivirás entre bobinas de hilo oro.
—Sí, por favor —dijo ella—, y una doncella que sepa hacerme preciosos peinados.
—Para ser una chica de campo, eres muy exigente —se burló.
—He tenido toda la vida para elaborar una lista con mis necesidades. —Le dirigió una sonrisa.
—¿Crees que estás preparada para Londres, chica de campo?
—Creo que se me dará bien, chico de ciudad. —La sonrisa se transformó en un ceño fruncido.
Él se rio, y el preciado (por infrecuente) sonido de su risa llenó el espacio que los rodeaba, reconfortándola. En ese momento, sucedió algo. Algo extraño e inquietante, maravilloso e inaudito. Ese sonido, que no se parecía a ningún otro del vasto mundo, la liberó.
De repente, lo sintió. No solo el calor de él a su lado, donde se tocaban de hombro a cadera. No solo el lugar donde su codo descansaba junto a su oreja. No solo el contacto de sus manos en los rizos cuando él extrajo una hoja de ellos. Sino en todas partes. En el ascenso y descenso uniforme de su respiración. En su segura quietud. Y esa risa…, en su risa.
—Pase lo que pase, prométeme que no me olvidarás —le pidió en voz baja.
—No podré. Estaremos juntos.
—La gente se va.
—Yo no. No me iré. —Frunció el ceño y negó con fuerza.
—A veces no se elige. A veces, la gente, simplemente… —Asintió—. Pero aun así…
Su mirada se suavizó al comprender que se refería a su madre. Rodó hacia ella y quedaron frente a frente, con las mejillas apoyadas en las palmas de las manos, lo suficientemente cerca como para contarse mil secretos.
—Ella se habría quedado de haber podido —dijo él con firmeza.
—No lo sabes —susurró, y cuánto detestó el picor que le provocaban aquellas palabras en los ojos—. Nací y ella murió, y me dejó con un hombre que no era mi padre, que me dio un nombre que no es el mío, y nunca sabré qué habría pasado si ella hubiera vivido. Nunca sabré si… —Él esperó. Siempre paciente, como si fuera a aguardar toda la vida—. Nunca sabré si me habría querido.
—Claro que sí. —La respuesta fue inmediata.
—Ni siquiera me puso un nombre. —Sacudió la cabeza y cerró los ojos. Quería creerle.
—Lo habría hecho. Te habría puesto un nombre, y habría sido precioso.
La certeza de sus palabras hizo que ella buscara su mirada, segura e inflexible.
—Entonces, ¿no me llamo Robert?
—Ella te habría puesto un nombre digno de ti. El nombre que te mereces. Te habría dado el título. —No sonrió. No se rio. La comprendía y, luego, añadió—: Como voy a hacer yo.
Todo se detuvo: el susurro de las hojas en el dosel de ramas; los gritos de sus hermanos en el arroyo, un poco más allá; el lento transcurrir de la tarde; y ella supo, en ese momento, que él estaba a punto de hacerle un regalo que nunca había imaginado recibir.
—Dime… —Le sonrió, con el corazón palpitando en el pecho.
Quería ese regalo en los labios y en la voz de él, en los oídos de ella. Quería que se lo diera y sabía que le resultaría imposible olvidarlo, incluso después de que se marchara y la dejara atrás.
Y él se lo dio.
—Grace —la llamó.
Londres, otoño de 1837.
—¡Por Dahlia!
Una estridente ovación se elevó en respuesta al brindis; la multitud concentrada en la sala principal del número 72 de Shelton Street —un club de alto nivel y el secreto mejor guardado de las mujeres más elegantes, sabias y escandalosas de Londres— se volvió al unísono para brindar por su propietaria.
La mujer conocida como Dahlia se quedó quieta al pie de la escalera central, observando la enorme estancia, ya repleta de socias del club e invitadas a pesar de lo temprano que era.
—Bebed, queridas, os espera una noche inolvidable. —Dirigió al público una amplia y brillante sonrisa.
—¡O para olvidar! —exclamó alguien desde el otro extremo de la sala. Dahlia reconoció al instante la voz de una de las viudas más alegres de Londres, una marquesa que había invertido en el 72 de Shelton Street desde sus inicios y que amaba aquel club más que a su propia casa. Allí, una alegre marquesa gozaba de la privacidad que en Grosvenor Square nunca había tenido. Sus amantes también se sentían totalmente libres.
Los enmascarados rieron al unísono y Dahlia se libró de la atención general el tiempo suficiente para que Zeva, su lugarteniente, apareciera a su lado. La alta belleza de pelo oscuro había estado con ella desde que fundó el club y se encargaba de atender a las socias, asegurándose de que tuvieran todo lo que desearan.
—Es un éxito —dijo Zeva.
—Y va a serlo más. —Dahlia echó un vistazo al reloj que llevaba en la cintura.
Era temprano, apenas pasadas las once; gran parte de las mujeres de Londres solo podían escabullirse de sus aburridas cenas y bailes poniendo excusas como el abatimiento y su naturaleza delicada. Dahlia sonrió al pensar en ello, ya que conocía la manera en que las socias del club utilizaban la delicadeza que se atribuía al sexo débil para tomar lo que deseaban sin que la sociedad lo supiera.
Se adjudicaban esa debilidad y jugaban con ella, al tiempo que convocaban a sus cocheros en las puertas traseras de sus casas; al tiempo que cambiaban sus respetables ropas por otras más provocativas; al tiempo que se despojaban de las máscaras que llevaban en su mundo y se ponían otras diferentes, otros nombres, otros deseos…, lo que ansiaban fuera de Mayfair.
Pronto llegarían y abarrotarían el 72 de Shelton Street para deleitarse con lo que el club les ofrecía cualquier noche del año —compañerismo, placer y poder— y, en concreto, con lo que ocurría el tercer jueves de cada mes, cuando las mujeres de todo Londres y de cualquier otra parte del mundo eran bienvenidas para explorar sus deseos más profundos.
El célebre acontecimiento, al que llamaban Dominio, era en parte baile de máscaras, en parte juerga salvaje, en parte algo así como un casino y, sobre todo, algo completamente confidencial. Diseñado para ofrecer a los miembros del club y a sus acompañantes de confianza una velada dedicada exclusivamente a su placer… Fuera este cual fuera.
Dominio tenía un único propósito: las damas eligían.
No había nada que le gustara más a Dahlia que proporcionar a las mujeres acceso al placer. En el mundo real, el sexo débil no recibía la más mínima consideración, y su club se había creado para darle la vuelta a esa situación.
Desde que había llegado a Londres, veinte años atrás, había ganado dinero de muchas maneras. Había trabajado como camarera en pubs y teatros. Había picado carne en carnicerías y doblado metal para hacer cucharas, y nunca había ganado más de un penique o dos por jornada. Enseguida descubrió que el trabajo diurno no era rentable.
Lo cual le parecía bien, ya que nunca se había adaptado a los horarios diurnos. Después de que los orinales y los pasteles de carne le revolvieran el estómago, y que trabajar con el metal le dejara las palmas de las manos en carne viva, había encontrado un trabajo como florista y se había esforzado por conseguir vaciar la cesta de unos ramilletes que se marchitaban rápidamente antes del anochecer. Pasaron dos días antes de que un vendedor ambulante del mercado de Covent Garden notara su buen ojo para los clientes y le ofreciera trabajo vendiendo fruta.
Eso había durado menos de una semana, hasta que él la había golpeado cuando, accidentalmente, se le cayó una manzana roja brillante en el serrín. Cuando se puso en pie, ella misma lo rebozó a él en serrín antes de salir corriendo del mercado con tres manzanas en la falda que valían más que su sueldo de una semana.
El suceso había sido lo suficientemente sorprendente como para atraer la atención de uno de los mejores luchadores del barrio del Garden. Digger Knight siempre andaba buscando chicas altas con caras bonitas y puños poderosos. «Los brutos son una cosa», solía decir, «pero las bellas se ganan al público». Dahlia resultó ser ambas cosas.
Le había enseñado bien.
La lucha no era un trabajo diurno. Era un trabajo nocturno y se pagaba como tal.
Se pagaba bien. Y se sentía mejor, en especial para una chica que no era nadie y estaba llena de rabia. No le importaba el dolor de los golpes, se recuperaba pronto del mareo que experimentaba a la mañana siguiente de un combate… Y en cuanto aprendió a anticiparse a los golpes y a evitar los que hacían daño de verdad, no miró atrás.
Dejó las flores y la fruta, y vendió sus puños en su lugar, en peleas justas y también en las sucias. Y cuando vio la cantidad de dinero que ganaba con las últimas, vendió su cabellera a un peluquero de Mayfair que compraba en el Garden al por mayor. El pelo largo era una debilidad para una chica que peleaba sin guantes.
Con casi quince años, pelo corto y piernas largas, se había convertido en una leyenda de los rincones más oscuros de Covent Garden. Era una chica delgada y fibrosa, y con un puño duro como el roble con el que ningún hombre deseaba encontrarse en una calle oscura. Sobre todo cuando iba flanqueada por los dos chicos que la acompañaban, y que luchaban con una rabia adolescente y feroz capaz de acabar con cualquiera que se enfrentara a ella.
Juntos habían ganado dinero a espuertas con los puños y habían levantado un imperio. Dahlia y los chicos, que rápidamente se convirtieron en hombres —sus hermanos de corazón y de alma, no de sangre—, los Bastardos Bareknuckle. Y el trío vendió los puños hasta que ya no tuvieron que hacerlo. Hasta que, finalmente, se tornaron imbatibles. Irrompibles.
Los reyes.
Y solo entonces la reina Dahlia construyó su castillo y reclamó su lugar, ya no en el negocio de las flores ni de las manzanas ni del cabello ni de las peleas.
Y a sus súbditos les ofrecía algo magnífico: podían elegir. No era el tipo de elección que se le había concedido a ella —el menor de los males—, sino el que permitía a las mujeres alcanzar sus sueños. Fantasías y placer hechos realidad.
Lo que las mujeres querían, Dahlia se lo proporcionaba.
Y Dominio era la forma de hacerlo.
—Veo que te has vestido para la ocasión —dijo Zeva.
—¿Ah, sí? —respondió Dahlia con una ceja arqueada. El corsé escarlata que llevaba por encima de unos pantalones negros, perfectamente ajustados, acariciaba sus exuberantes curvas bajo un largo y elaborado abrigo bordado en negro y oro, forrado con una rica seda dorada.
Rara vez llevaba faldas. Los pantalones le permitían mayor libertad de movimientos para trabajar, por no mencionar que eran un valioso símbolo de su papel como propietaria de uno de los secretos mejor guardados de Londres y de reina de Covent Garden.
—Sé dónde has estado los últimos cuatro días. Y no ha sido envuelta en terciopelo y seda, precisamente. —Su lugarteniente la miró de arriba abajo.
Una estruendosa ovación surgió de la ruleta, salvando a Dahlia de tener que responder. Se giró para observar a la multitud y vio la amplia y feliz sonrisa de una mujer enmascarada, anónima para todos menos para la dueña del club, que atrajo a Tomas, su compañero de esa noche, para darle un beso de celebración. Tomas se mostró muy dispuesto a festejar, y el abrazo terminó entre silbidos y aplausos.
Nadie creería que para todo Mayfair ella era una florero que había perdido toda oportunidad con los hombres. Las máscaras tenían un poder infinito cuando se usaban bien.
—¿La dama está en racha? —preguntó Dahlia.
—Tercera victoria consecutiva. —Por supuesto, Zeva llevaba la cuenta—. Y Tomas no es lo que se dice una influencia negativa.
—No se te escapa nada. —Dahlia le ofreció una media sonrisa.
—Me pagan muy bien por ello. Me entero de todo —dijo—. Incluyendo tu paradero.
Dahlia miró a su factótum y amiga.
—Esta noche no —dijo en voz baja.
—La votación de mañana fracasará. —Zeva tenía más cosas que decir, pero calló. En su lugar, hizo un gesto con la mano en dirección al extremo de la sala, donde un grupo de mujeres enmascaradas se apiñaban en una conversación privada.
Aquellas mujeres eran esposas de aristócratas, la mayoría más inteligentes que sus maridos, y todas tan cualificadas (o mucho más) para ocupar un escaño en la Cámara de los Lores. Sin embargo, el hecho de carecer de las vestimentas apropiadas no impedía a las damas legislar y, cuando lo hacían, lo hacían allí, en los aposentos privados, a espaldas de Mayfair.
Dahlia dirigió una mirada de satisfacción a Zeva. La votación podría ilegalizar la prostitución y otras formas de trabajo sexual en Gran Bretaña. Dahlia había pasado las últimas tres semanas convenciendo a las esposas en cuestión de que esa era una votación en la que ellas —y sus maridos— debían tomar partido para asegurarse de que no se aprobara.
—Bien. Es inconveniente para las mujeres en general y, para las pobres, todavía más.
Era inconveniente para Covent Garden, y ella no iba a permitirlo.
—También lo es para el resto del mundo —dijo Zeva secamente—. ¿Tienes tu propio proyecto de ley?
—Dame tiempo… —respondió Dahlia mientras atravesaban la sala hasta llegar a un largo pasillo, donde varias parejas aprovechaban la oscuridad—. Nada se mueve tan despacio como el Parlamento.
—Tú y yo sabemos que no hay nada que te guste más que manipular al Parlamento. Deberían darte un escaño. —Zeva soltó una carcajada.
El pasillo se abría a un espacio amplio y acogedor, lleno de juerguistas, con una pequeña banda de músicos en un extremo, que tocaba una animada melodía; buena parte del público bailaba con desenfreno, sin pasos torpes, sin espacios entre las parejas, sin ojos exigentes que vigilasen el escándalo o, si lo hacían, buscaban disfrutar y no censurar.
Las dos se abrieron paso entre la multitud por los laterales de la sala. Pasaron por delante de un hombre corpulento que les guiñó un ojo mientras la mujer que tenía en sus brazos acariciaba su pecho musculoso, que parecía que iba a reventar las costuras del abrigo. Era Oscar, otro empleado; su trabajo consistía en dar placer a las damas.
A los pocos hombres que asistían y no eran empleados los habían investigado de antemano debidamente; investigados y reinvestigados gracias a la información que obtenía Dahlia de su amplia red, formada por empresarias, aristócratas o esposas de políticos; mujeres que conocían y ejercían el poder más complejo: la información.
La orquesta descansaba mientras una cantante se dirigía al centro de la tarima del escenario, donde estaba sentada una joven negra cuya voz se alzaba lo bastante alto como para resonar en toda la sala. Los bailarines se quedaban sin aliento al oírla trinar y escalar un aria brillante que provocaría que cualquier sala del Drury Lane estallara en vítores.
Una sucesión de jadeos de asombro se adueñó de la sala.
—Dahlia.
Dahlia se giró para encontrarse con una mujer vestida de verde brillante y con una elaborada máscara a juego. Nastasia Kritikos era una legendaria cantante de ópera griega que había hecho caer rendida a sus pies a toda Europa. Con un cálido abrazo, señaló el escenario con la cabeza.
—Esa chica. ¿De dónde la has sacado?
—¿A Eve? —Una sonrisa se dibujó en los labios de Dahlia—. De la plaza del mercado. Cantaba allí para ganarse unas monedas.
—¿Y no es eso lo que hace esta noche? —Levantó una ceja oscura, divertida.
—Esta noche canta para ti, vieja amiga. —Era la verdad. La joven cantaba para tener acceso a Dominio, un evento que había catapultado al estrellato a un puñado de talentosos cantantes.
Nastasia echó una mirada perspicaz al escenario, donde Eve emitía una serie de notas imposibles.
—Era tu especialidad, ¿verdad? —dijo Dahlia.
—Es mi especialidad. Y no puedo decir que su técnica sea perfecta. —La otra mujer le lanzó una mirada.
Dahlia le dedicó una breve sonrisa de complicidad. Era perfecta, y ambas lo sabían.
—Dile que venga a verme mañana. Le presentaré a algunas personas. —Con un enorme suspiro, la diva agitó una mano en el aire.
—Qué bondadosa eres, Nastasia. —La chica estaría de gira por los escenarios antes de darse cuenta.
—Como se lo digas a alguien, provocaré un incendio que hará arder este lugar hasta los cimientos. —Los ojos castaños brillaron detrás de la máscara verde.
—Tu secreto está a salvo conmigo. —Dahlia sonrió—. Peter ha preguntado por ti. —Era la verdad. Además de ser una auténtica celebridad londinense, Nastasia también era un premio codiciado entre los hombres del club.
—Por supuesto que sí. Supongo que dispongo de unas horas libres. —La mujer se pavoneó.
Dahlia se rio y señaló a Zeva.
—Lo encontraremos para ti, entonces.
Tras finalizar la conversación, avanzó atravesando la multitud, que se había reunido para escuchar a la que pronto sería una famosa cantante, hasta una pequeña antesala, donde las partidas de faro solían ser bastante tensas. Dahlia percibía la emoción en el aire y la absorbió junto al poder que llevaba consigo. Las mujeres más poderosas de Londres, reunidas allí para su propio placer.
Y todo gracias ella.
—Tendremos que buscar a una nueva cantante —refunfuñó Zeva mientras se movían entre los jugadores.
—Eve no va a pasarse la vida amenizando nuestras juergas.
—Pero podemos permitírnosla un tiempo más, ¿no?
—Tiene demasiado talento para nosotros.
—Eres tú la que es demasiado bondadosa. —Fue la réplica.
—… La explosión… —Dahlia se detuvo al oír el fragmento de una conversación cercana y su mirada se encontró con la de una sirvienta que llevaba una bandeja de champán al grupo de chismosos. Un asentimiento apenas perceptible le indicó que la otra mujer también estaba escuchando. Le pagaban, y bien.
Sin embargo, Dahlia se demoró.
—He oído que son dos —añadió una mujer que desprendía escandalizado deleite. Dahlia resistió el impulso de fruncir el ceño—. Y que han diezmado los muelles.
—Sí, e imagínate, solo dos muertos.
—Un milagro. —La mujer susurraba las palabras como si de verdad lo creyera—. ¿Hubo algún herido?
—El periódico dice que cinco.
«Seis», pensó, y apretó los dientes mientras se le aceleraba el corazón.
—Estás mirando —dijo Zeva en voz baja, y aquellas palabras apartaron a Dahlia de la conversación. ¿Qué más había que saber? Ella estuvo allí apenas unos minutos después de la explosión. Conocía el recuento de heridos.
Pasó la mirada por encima de Zeva y de la multitud hasta llegar a una pequeña puerta, que estaba camuflada en el otro extremo de la sala, cuyos laterales quedaban ocultos por los profundos revestimientos color zafiro de las paredes, atravesados en plata. Incluso los miembros que habían visto al personal utilizarla se olvidaban de aquella modesta abertura antes de que se cerrara, y creían que lo que había detrás era mucho menos interesante que lo que tenían delante.
Pero Zeva sabía la verdad. Aquella puerta se abría a una escalera trasera que subía a las habitaciones privadas y bajaba a los túneles subterráneos del club. Era una de la media docena instalada en torno al número 72 de la calle Shelton, pero la única que conducía a un pasillo privado de la cuarta planta, oculto tras una pared falsa. Solo tres miembros del personal sabían de su existencia.
—Es importante que sepamos lo que se comenta en la ciudad sobre la explosión. —Dahlia ignoró el ansia por desaparecer a través de la ranura.
—Creen que los Bastardos Bareknuckle perdieron dos cargueros, una bodega llena de carga y un barco. Y que la dama de tu hermano estuvo a punto de morir. —Hizo una pausa. A continuación, añadió con tono mordaz—: Y tienen razón. —Dahlia ignoró las palabras. Zeva sabía cuándo no iba a ganar la batalla—. ¿Qué les digo?
—¿A quiénes? —Dahlia la miró.
—A tus hermanos. ¿Qué quieres que les diga? —La mujer levantó la barbilla en dirección al laberinto de habitaciones por el que habían llegado.
Dahlia maldijo en voz baja y echó un vistazo a la multitud que aguardaba en la oscuridad. Junto a la entrada de la sala, una distinguida condesa terminaba de contar un chiste verde para un puñado de admiradores.
—¡Es más estimulante por la puerta de atrás, querida!
Se oyeron carcajadas y Dahlia se volvió hacia Zeva.
—Dios, no estarán aquí, ¿verdad?
—No, pero no podemos mantenerlos alejados para siempre.
—Podemos intentarlo.
—Tienen que saber…
—Deja que yo me encargue de ellos —la interrumpió Dahlia, con una mirada dura y una respuesta aún más dura.
—¿Y qué hay de eso? —Zeva levantó la barbilla hacia la puerta oculta y las escaleras que se extendían más allá. A Dahlia la invadió una sensación de calor, algo que habría sido un rubor si fuera el tipo de mujer que se ruboriza. Lo ignoró, así como los latidos de su corazón.
—Deja que yo también me encargue de eso.
—Te tomo la palabra. —Zeva arqueó una ceja para dar a entender que tenía mucho más que decir. En cambio, se limitó a asentir. Se dio la vuelta y se abrió paso entre la multitud, dejando a Dahlia a solas.
Sola para presionar el panel oculto de la puerta, activar el pestillo y cerrarlo con fuerza a su espalda para dejar atrás la cacofonía de sonidos.
Sola para subir las estrechas escaleras a un ritmo tranquilo y constante, un ritmo que no se acompasaba con el de su corazón, que aumentó al llegar al segundo piso. Y al tercero.
Sola para contar las puertas del pasillo del cuarto piso.
«Una. Dos. Tres».
Sola para abrir la cuarta puerta a la izquierda y cerrarla tras de sí, quedando envuelta en una oscuridad lo bastante densa como para olvidar la fiesta alocada que se desarrollaba unas plantas más abajo. El mundo entero se había concentrado en esa habitación —que estaba dotada de la única ventana que daba a los tejados de Covent Garden— y en su escaso mobiliario: una mesita, una silla y una cama individual.
Sola en esa habitación.
Sola con el hombre que yacía inconsciente en la cama.
Los ángeles lo habían rescatado.
La explosión hizo que volara por los aires hasta hacerlo caer en la parte más oscura de los muelles. Dio varias vueltas de campana en el aire, pero en el aterrizaje se había dislocado el hombro y no podía mover el brazo izquierdo. Se decía que la dislocación era uno de los peores dolores que podía soportar un cuerpo, y esa era la segunda vez para el duque de Marwick. Las dos veces se había puesto en pie tambaleándose, con la mente en blanco. Las dos veces se había esforzado para soportar el dolor. Las dos veces había buscado un lugar donde esconderse de su enemigo.
Las dos veces los ángeles lo habían rescatado.
La primera vez, el ángel tenía un rostro radiante y amable, con un alboroto de rizos rojos, mil pecas en la nariz y las mejillas, y los ojos castaños más grandes que él hubiera visto nunca. Ella lo había encontrado en el armario donde se escondía, se había llevado un dedo a los labios y le había sujetado la mano buena mientras con la otra —más grande y fuerte— le recolocaba la articulación. Se había desmayado por el dolor y, cuando despertó, ella estaba allí como la luz del sol, esperándolo con una suave caricia y una voz melodiosa aún más amable.
Y se había enamorado de ella.
La segunda vez, los ángeles que lo rescataron no habían sido amables ni habían cantado. Habían ido a por él con fuerza y sin miramientos, encapuchados para ocultar el rostro en la sombra, con abrigos ondeando como alas mientras se acercaban y las botas resonando sobre los adoquines. Iban armados como soldados del cielo, flanqueados por espadas, que se convertían en dagas de fuego a la luz del barco que ardía en los muelles, destruido por la orden que él había dado, y que casi había acabado también con la vida de la mujer a la que su hermano amaba.
La segunda vez, los ángeles eran soldados y venían a castigarlo, no a salvarlo.
Aun así, era un rescate.
Se había puesto en pie cuando se acercaron, preparado para enfrentarse a ellos, para recibir el castigo que le infligirían. Se estremeció ante un dolor en la pierna que no había notado antes, provocado por una esquirla del mástil del carguero destruido que se le había clavado en el muslo y le cubría de sangre la pernera del pantalón, lo que le impedía luchar.
Cuando estuvieron lo suficientemente cerca para golpearlo, perdió el conocimiento.
Y fue entonces cuando llegaron las pesadillas; no de bestias y brutalidad, ni llenas de dientes afilados y un terror todavía más agudo. Eran peores que todo eso.
Los sueños de Ewan estaban repletos de ella.
Durante días había soñado con el alivio de sus agradables caricias en la frente. Con el brazo de ella levantándole la cabeza para que bebiera el líquido amargo de la taza que le acercaba a los labios. Con los dedos de ella recorriendo sus doloridos músculos, aliviando el agudo dolor de su pierna. Con el aroma de ella, a sol y a secretos, como la sonrisa de aquel primer ángel que lo había atendido tantos años atrás.
Estuvo a punto de despertarse una docena de veces, quizá cien… Y eso también convertía el sueño en una pesadilla: el miedo a que el paño frío en la frente no estuviera realmente allí. El terror a que pudiera perderse aquellos cuidados, cómo le cambiaba el vendaje en la herida del muslo, a que el sabor del caldo amargo que ella le daba de comer fuera pura fantasía. A que la delicada aplicación del bálsamo sobre sus heridas no fuera más que una alucinación.
Y siempre soñaba que el tacto permanecía mucho tiempo después de que el bálsamo desapareciera, suave y persistente, recorriéndole el pecho, bajando por su torso, explorando las crestas y valles.
Siempre soñaba con que sentía los dedos de ella sobre su cara, que le acariciaba las cejas y trazaba los huesos de sus pómulos y de su mandíbula.
Siempre había soñado con sentir sus labios en su frente. En su mejilla. En la comisura de su boca.
Siempre había ansiado tener su mano en la suya, enredar sus dedos con los de ella, notar su palma cálida contra la de él.
Y el sueño lo había llegado a convertir en una pesadilla: en la dolorosa conciencia de que lo había imaginado. De que no era ella. De que no era real. De que él no podía devolver las caricias. Los besos.
Así que se quedaba tumbado, dispuesto a soñar, a revivir la pesadilla una y otra vez, con la esperanza de que su mente le diera lo último de ella, su voz.
Nunca fue así. El contacto llegaba sin palabras; los cuidados, sin susurros. Y el silencio escocía más que la herida.
Hasta esa noche, cuando el ángel habló, y su voz llegó como un arma malvada: un largo suspiro, y luego, intenso y delicioso, como el whisky caliente: «Ewan».
«Como si hubiera vuelto a casa».
Estaba despierto.
Abrió los ojos. Todavía era de noche, ¿otra vez de noche? Una noche eterna… en una habitación oscura, y su primer pensamiento fue el mismo que había tenido cada día al despertar durante veinte años: «Grace».
La chica que había amado.
La que había perdido.
La que se había pasado media vida buscando.
Una letanía que nunca curaba. Una bendición que nunca obtendría porque jamás la encontraría.
Pero allí, en la oscuridad, el pensamiento era más persistente que de costumbre. Más urgente. Llegó como un recuerdo, como el roce de un fantasma en su brazo. En su frente. En su pelo. Llegó con el sonido de la voz de ella en su oído: «Ewan».
«Grace».
Un susurro apenas.
«¿El roce de una tela?».
La esperanza estalló, dura y desagradable. Entrecerró los ojos en las sombras. Negro sobre negro. Silencio. Vacío.
«Fantasía».
No era ella. No podía ser ella.
Se pasó una mano por la cara. El movimiento le produjo un dolor sordo en el hombro, un dolor que recordaba de años atrás, cuando se había dislocado el hombro y se lo habían vuelto a colocar. Intentó sentarse, pero el muslo herido, casi curado y rígidamente vendado, se lo impidió. Apretó los dientes por la persistente punzada de dolor, aunque la acogió con agrado porque lo distraía del otro dolor, mucho más familiar. El de la pérdida.
Se le estaba despejando la cabeza rápidamente y reconoció que la niebla que se disipaba era un efecto del láudano. ¿Cuánto tiempo llevaba drogado?
¿Dónde estaba?
¿Dónde estaba ella?
Muerta. Le habían dicho que estaba muerta.
Ignoró la angustia que siempre acompañaba a ese pensamiento, se acercó a la mesilla cercana a la cama, buscando una vela o un pedernal, y derribó un vaso. El sonido del líquido cayendo al suelo le recordó que debía intentar escuchar.
Y, entonces, se dio cuenta de que oía lo que no podía ver.
Una sucesión de sonidos apagados, gritos y risas próximos, pero más allá de la habitación, y un estruendo que venía de más lejos, quizá de fuera del edificio. ¿Dentro, pero no cerca? El ruido sordo de una multitud, algo que nunca había oído en los lugares en los que solía despertarse. Algo que apenas recordaba. Pero la memoria llegó con aquel sonido desde una distancia similar, desde más lejos, desde hacía una vida.
Y, por primera vez en veinte años, el hombre conocido por todo el mundo como Robert Matthew Carrick, duodécimo duque de Marwick, tuvo miedo. Porque lo que oyó no era el mundo en el que había crecido.
Era el mundo en el que había nacido.
Ewan, hijo de una cortesana de alto copete caída en desgracia por un bebé en el vientre, que se había acabado convirtiendo en una de las mejores prostitutas de Covent Garden.
Se puso de pie y atravesó la oscuridad, tanteando a lo largo de la pared hasta que encontró una picaporte. Una puerta.
Estaba cerrada.
Los ángeles lo habían rescatado y trasladado a una habitación de Covent Garden cerrada con llave.
No tenía que salir de allí para saber lo que encontraría al otro lado: tejados de pizarra con chimeneas torcidas. Un niño nacido en el Garden no se olvidaba de sus sonidos por mucho que lo intentara. Sin embargo, se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Llovía, las nubes bloqueaban la luz de la luna y se negaban a dejarle ver el mundo exterior. Le negaban ver, pero le permitían oír.
«Una llave en la cerradura».
Se giró con los músculos tensos, preparado para enfrentarse a un enemigo. O a dos. Listo para la batalla. Llevaba meses, años, toda una vida en guerra con los hombres que gobernaban Covent Garden, donde los duques no eran bienvenidos. Al menos, no los duques que habían amenazado sus vidas.
No importaba que fuera su hermano.
Tampoco le importaba a él. Habían roto la confianza que depositó en ellos, incapaces de mantener a salvo a la única mujer a la que había amado.
Y, por eso, presentaría batalla hasta el fin de los tiempos.
La puerta se abrió y él cerró los puños. El muslo le escoció mientras se mantenía de pie, preparado para el golpe que iba a recibir. Preparado para asestar un golpe similar.
Se quedó inmóvil. El pasillo que había más allá apenas era más luminoso que la habitación en la que se encontraba, pero sí lo suficiente como para revelar una figura. No en el exterior. Sino dentro. No entraba, salía.
Había habido alguien en la habitación cuando se había despertado, en las sombras. Había acertado, pero no eran sus hermanos.
El corazón comenzó a palpitarle en el pecho, salvaje y violento. Sacudió la cabeza para despejársela.
Había una mujer en las sombras. Era alta, esbelta y fuerte. Llevaba unos pantalones que se ceñían a unas piernas increíblemente largas, un par de botas de cuero que terminaban por encima de las rodillas y un abrigo que podría haber sido el de un hombre sin problemas, si no fuera por el forro dorado que, no sabía cómo, brillaba en la oscuridad.
«Hilo de oro…».
No lo había acariciado un fantasma. No se había imaginado la voz.
Dio un paso hacia ella para alcanzarla, dolido con ella y por ella.
—Grace… —pronunció su nombre con desgarro, como el traqueteo de ruedas sobre adoquines rotos.
Una pequeña inhalación. Apenas un sonido. Apenas estaba allí.
Pero era suficiente.
Y entonces lo supo.
«Estaba viva».
La puerta se cerró de golpe y ella desapareció.
Él rugió de tal manera que temblaron las vigas.
Grace giró la llave en la cerradura como un rayo. Apenas la había sacado cuando la manilla vibró: alguien intentaba abrir desde dentro. Y no, nadie quería huir, sino perseguirla.
Oyó un grito furioso y herido. Y algo más…
El grito finalizó con un golpe que reconoció al instante. Un puño contra la madera, lo bastante fuerte como para aterrorizar a cualquiera.
Aunque ella no estaba asustada. Apoyó una mano en la puerta, la palma sobre la hoja de madera, y contuvo la respiración, esperando.
Nada.
«Y si él hubiera golpeado de nuevo, ¿qué habría pasado?».
Retiró la mano cuando aquella idea le atravesó la mente.
No entraba en sus planes que se despertara. Le había dado una dosis de láudano suficiente para derribar a un oso. Suficiente para mantenerlo en cama hasta que su hombro y su pierna estuvieran listos para afrontar un esfuerzo. Hasta que estuviera preparado para el enfrentamiento que ella ansiaba.
Pero lo había visto ponerse de pie sin vacilar, una prueba de que sus heridas estaban sanando con rapidez. Que sus músculos eran tan fuertes como siempre.
Conocía bien esos músculos. Incluso aunque no debiera.
Había querido ser lo más fría posible. Atender sus heridas y curarlo para luego mandarlo a paseo, para darle el castigo que se merecía desde aquel día, hacía ya dos décadas, en que destruyó sus vidas. Sobre todo la de ella.
Había planeado esa venganza con años de anticipación y rabia, y estaba preparada para llevarla a cabo.
Aunque había cometido un error. Lo había tocado.
Estaba quieto, y era fuerte y muy diferente al chico que no había vuelto a ver; sin embargo, en los ángulos de su cara, en la forma en que el pelo demasiado largo le caía sobre la frente, en la curva de sus labios y en el corte de sus cejas, era demasiado parecido. No había tenido elección.
La primera noche se había dicho a sí misma que estaba buscando lesiones, palpando las costillas de su torso, fijándose en las crestas y los valles de los músculos. Estaba demasiado delgado para su constitución, como si apenas comiera o durmiera.
Como si hubiera estado demasiado ocupado buscándola.
No tenía excusa que justificara el modo en que había explorado su rostro, acariciándole las cejas, maravillándose con la suave piel de sus mejillas, notando la aspereza de la barba incipiente que le cubría la mandíbula.
No tenía forma de catalogar los cambios que él había sufrido, la forma en que el niño que había amado se había convertido en un hombre fuerte, anguloso y peligroso.
Y fascinante.
Pero él no debería resultarle fascinante. Y ella no debería sentir curiosidad.
Lo odiaba.
Durante dos décadas, él la había perseguido. Había amenazado a sus hermanos. En última instancia, los había perjudicado a ellos y a los hombres y a las mujeres de Covent Garden, a quienes los Bastardos Bareknuckle habían jurado proteger.
Y eso lo había convertido en su enemigo.
Así que no debería resultarle fascinante.
Y no debería haber deseado tocarlo.
Tampoco debería haberlo tocado, no tendría que haberse quedado con los ojos clavados en su torso, en el ascenso y descenso uniforme de su respiración, en la aspereza de la barba de su mandíbula, en la curva de sus labios, en su suavidad…
Las tablas del suelo de la habitación cerrada crujieron cuando él se agachó.
Grace retrocedió y se arrimó a la pared en el lado opuesto del pasillo, lo bastante lejos como para que el hombre que estaba dentro no la viera cuando mirara por el ojo de la cerradura. Era él quien le había enseñado a espiar por las cerraduras cuando era tan joven para creer que una puerta cerrada suponía el final de la historia.
Se quedó mirando el pequeño vacío negro que había bajo el pomo de la puerta, consumida por el potente recuerdo de otra puerta. Del tacto de otro picaporte en la palma de su mano, de la fría caoba contra su frente cuando se había inclinado cerca de ella, en otra vida, para mirar dentro.
La oscuridad absoluta del interior.
El tacto de la estructura metálica de la cerradura contra sus labios mientras susurraba a la habitación de al lado: «¿Estás ahí?».
Dos décadas más tarde, todavía notaba cómo le palpitaba el corazón al acercar el oído a la misteriosa abertura, buscando el sonido donde no podía usar la vista. Todavía percibía el miedo. El pánico. La desesperación.
Y entonces, desde la nada…
«Estoy aquí».
La esperanza. El alivio. La alegría al repetir sus palabras.
«Yo también estoy aquí».
El silencio. Y luego…
«No deberías».
«Qué tontería».
¿Dónde más iba a ir?
«Si te descubren…».
«No me descubrirán».
Nadie la veía nunca.
«No deberías arriesgarte».
«Riesgo». La palabra que llegaría a serlo todo entre ellos. Por supuesto, ella no lo había sabido entonces. Solo sabía que hubo un tiempo en el que nunca se habría arriesgado en esa enorme y fría finca, a kilómetros de cualquier lugar. El hogar que le dio un duque, el que le dijeron que debía estar agradecida de tener. Después de todo, había sido la bastarda de otro hombre, nacida de su duquesa.
Había tenido suerte, le dijeron, de que no la hubiera mandado lejos al nacer, con una familia del pueblo. O algo peor.
Como si una vida escondida, sin amigos ni familia ni futuro, no fuera ya lo peor.
Como si no la consumiera la certeza siempre presente de que algún día se le acabaría el tiempo. De que se quedaría sin metas.
Como si no supiera que llegaría el día en que el duque recordaría que ella existía. Y entonces se libraría de ella.
Y luego, ¿qué?
Había aprendido pronto la lección de que las chicas eran prescindibles. Y por eso más valía mantenerse fuera de su vista y de sus oídos. Su meta era sobrevivir. Y no cabía lugar para el riesgo.
Hasta que llegó, junto con otros dos chicos —sus hermanastros—, todos ellos bastardos, como ella. No. No eran como ella.
Eran chicos.
Y por eso eran tambien infinitamente más valiosos.
Se olvidaron de ella en el instante en que nació: una niña, la hija bastarda de otro hombre, indigna de recibir atención o, incluso, de tener un nombre propio, valiosa solo por haber nacido como sustituta de un hijo varón.
El único modo de que el duque mantuviera su posición en la aristocracia.
Y, aun así, se había arriesgado por él. Para estar cerca de él. Para estar cerca de todos ellos —tres chicos a los que había llegado a querer, a cada uno de manera diferente—, dos de ellos hermanos de corazón, no de sangre, sin los cuales nunca habría sobrevivido. Y el tercero… era él. El chico sin el que nunca habría vivido.
«No…».
«¿Qué?»
«No te vayas. Quédate».
Ella lo había querido. Había querido quedarse con él para siempre.
«Nunca. Nunca me iré. No hasta que puedas irte conmigo».
Y ella no se había ido…, hasta que él no le dio otra opción.
Grace negó con la cabeza al recordarlo.
En los veinte años transcurridos, había aprendido a vivir sin él. Pero esa noche tenía un problema, porque él estaba allí, en su club, y cada segundo que él estuviera consciente era una amenaza para todo lo que había construido Grace Condry, empresaria de éxito, emprendedora y líder de una de las redes de inteligencia más codiciadas de Londres.
No era solo el chico al que una vez susurró a través del ojo de la cerradura.
En la actualidad, él era el duque. El duque de Marwick, y su prisionero. Rico y poderoso, además de lo suficientemente loco como para derribar los muros, y su mundo.
—Dahlia… —Zeva de nuevo, en la distancia, con tono de advertencia.
Grace negó con la cabeza. ¿No le había dejado claro a Zeva que no debía seguirla?
«¿Qué narices había hecho?».
—¿Qué narices has hecho? —Ah, de ahí la advertencia de Zeva.
Grace cerró los ojos al oír la voz de su hermano en la oscuridad, aunque los abrió un segundo después. Se apartó de la puerta cerrada y del inquietante silencio que rodeaba a su prisionero, y caminó por el estrecho pasillo levantando un dedo para pedir silencio.
—Aquí no. —Se encontró con la mirada de Zeva, oscura y cargada de intención. Ignoró su expresión—. La habitación necesita un guardia. Que no entre nadie —dijo.
—¿Y si sale? —Zeva señaló la puerta.
—No saldrá.
Intercambiaron un asentimiento para mostrar que estaban de acuerdo, y Grace pasó de largo para encontrarse con su hermano en la oscura entrada de la escalera trasera.
—Aquí no —repitió ella, viendo que él iba a hablar de nuevo. Diablo siempre tenía algo que decir—. En mi despacho.
Él arqueó una de sus negras cejas con irritación, algo que enfatizó con un rápido golpe del bastón que siempre llevaba consigo. Grace aguantó la respiración esperando que él aceptara…, sabiendo que no tenía ninguna razón para hacerlo. Consciente de que tenía todas las razones del mundo para ignorarla y enfrentarse al duque. Pero no lo hizo. En lugar de ello, hizo un gesto con la mano en dirección a la escalera, y Grace soltó el aliento que contenía para guiarlo hacia el último piso del edificio, donde sus habitaciones privadas colindaban con el despacho desde el que dirigía su reino.
—Ni siquiera deberías estar aquí —le recriminó a su hermano en voz baja mientras se abrían paso por el espacio oscuro—. Sabes que no me gusta que estés cerca de las clientas.
—Y sabes tan bien como yo que no hay nada que tus distinguidas damas quieran más que ver a un rey de Covent Garden. No les gusta que yo ya tenga una reina.
—Al menos esa parte es cierta —dijo ella, burlándose de sus palabras. Ignoró cómo le latía el corazón, pues sabía tan bien como Diablo que, en cuanto estuvieran dentro de sus aposentos, esa conversación intrascendente llegaría a su fin—. ¿Dónde está mi cuñada? —Haría cualquier cosa por tener a Felicity allí en ese momento, distrayendo a Diablo de su propósito con su sentido común.
—En casa de Whit, haciéndole compañía a su señora —dijo cuando llegaron a la puerta de sus aposentos.
—Y Whit no le está haciendo compañía a su señora porque… —Lo miró por encima del hombro, con la mano quieta en el pomo de la puerta. Su hermano levantó la barbilla, indicando la habitación que había más allá—. ¡Maldita sea, Diablo!
—¿Qué se supone que debía hacer? ¿Decirle que no podía venir? Tienes suerte de que lo convenciera de que esperara allí mientras te buscaba. Quería registrar el edificio. —Se encogió de hombros.
Grace apretó los labios en una delgada línea y abrió la puerta para enfrentarse al hombre que estaba dentro y que ya cruzaba la habitación hacia ella, enorme y tenso.
Una vez que estuvieron dentro, Grace cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, fingiendo no sentirse inquieta por la evidente furia de su hermano. En los veinte años que hacía que lo conocía, desde que escaparon de su pasado común y se reinventaron como los Bastardos Bareknuckle, nunca había visto a Whit tan enfadado. Lo había visto castigar con frialdad letal, pero solo después de que agotaran su paciencia, que era de una mecha tan larga como el Támesis.
Pero eso había sido antes de enamorarse.
—¿Dónde diablos está?
—Abajo. —No intentó hacerse la despistada.
—¿Dónde? —gruñó Whit, con un sonido grave apenas audible pero amenazante, como un animal salvaje, listo para atacar. Conocido por todo Covent Garden como Bestia, esa noche estaba en tensión; lo había estado durante toda la semana desde que la explosión en los muelles, obra de Ewan, casi había matado a Hattie.
—Encerrado.
—¿Es eso cierto? —Miró a Diablo.
—No sé. —Diablo se encogió de hombros.
Que Dios la librara de tener hermanos odiosos.
—¿Es cierto? —Whit la miró.
—No —dijo ella—. Está abajo bailando una giga.
—Deberías habernos dicho que estaba aquí. —No mordió el anzuelo.
—¿Por qué?, ¿para que lo matarais?
—Exactamente.
—No vais a matarlo. —Se enfrentó a su ira de frente, negándose a acobardarse.
—No me importa que sea duque —dijo cada centímetro de aquella Bestia a la que Londres había apodado así—. Lo destrozaré por lo que le hizo a Hattie.
—Y que te cuelguen por ello —dijo ella—. ¿De qué le servirá eso a la esposa que te ama?
Su hermano rugió de frustración y se dirigió al enorme escritorio que había en un rincón, encima del cual se apilaban decenas de papeles con los asuntos del club: expedientes de las socias actuales, cotilleos, facturas y correspondencia.
—¡Oye! Ese es mi trabajo, patán. —Ella avanzó mientras él pasaba una mano por una torre de solicitudes de nuevas socias y hacía volar papeles por la habitación.
Bestia se llevó las manos al pelo y se volvió hacia ella, ignorando su protesta.
—¿Qué tienes planeado, entonces? Casi la mata. Estuvo a punto de… —se interrumpió, sin querer pronunciar las palabras—. Y eso después de dejar que Diablo casi muriera congelado. Después de casi matarte a ti, hace tantos años. Dios, todos vosotros podríais haber…
A Grace se le encogió el corazón. Whit siempre había sido su protector. Se desesperaba por mantenerlos a salvo, incluso cuando era demasiado pequeño y estaba demasiado herido para hacerlo.
—Lo sé. Pero todos estamos aquí. Y tu mujer está a salvo. —Asintió.
—Esa es la única razón por la que mi espada no está en sus entrañas. —Dejó escapar un suspiro áspero y aliviado.