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Después de terminar El ángel que nos mira (1929), su primera y aclamada novela, el joven escritor Thomas Wolfe comienza a trabajar en el manuscrito de su segunda gran obra. Lo que el autor, todavía inmaduro, no alcanza a prever es que esa experiencia se va a transformar en una aventura intelectual y emocional que durará más de un lustro. Pronto los poderes del arte se revelarán como fuerzas descomunales que amenazan con destruirlo todo, incluso a su creador, casi ahogado en la tempestad de unos materiales que parecen escapar a su gobierno. Crónica apasionada sobre la escritura de un libro, despliegue de esa voz torrencial que hizo del estilo de Wolfe algo tan característico, esta Historia de una novela es también un documento maravilloso que nos permite asomarnos a las intimidades de un proceso creativo y, a la larga, nos obliga a establecer conjeturas acerca de las complejas relaciones entre un autor y su editor, que en este caso es nada menos que Maxwell Perkins. El excepcional editor, descubridor de Scott Fitzgerald o Hemingway, es el protagonista secreto de esta historia, un artista a su manera, encargado de modelar la segunda novela de Wolfe a partir de la incontinencia verbal del autor. Rara vez como en este texto es posible ver tan bien difuminados los límites entre la honestidad rotunda y la impostura más radical. "La obra de Wolfe gira entre el desgarro y la nostalgia; entre la sensualidad y una exasperada y vehemente imaginación; entre el lirismo exaltado y la torturada densidad de su alma sureña; entre el exilio permanente y el desarraigo o unión imposible a una tierra aparentemente infinita, la americana." Mercedes Monmany, ABC
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SERIE MENOR, 6
Thomas Wolfe
HISTORIA DE UNA NOVELA
TRADUCCIÓN DE JUAN CÁRDENAS
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: abril de 2021
TÍTULO ORIGINAL:The Story of a Novel
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
© de la traducción, Juan Cárdenas, 2021
© de esta edición, Editorial Periférica, 2021. Cáceres
www.editorialperiferica.com
ISBN: 978-84-18264-92-4
La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Hará cosa de un año, cierto editor y buen amigo me dijo que lamentaba no haber llevado un diario del trabajo que habíamos hecho juntos, todos los retoques, añadidos, parones, flujos y finales, los diez mil ajustes, cambios, triunfos y concesiones que tienen lugar en la construcción de un libro. Según este editor, una parte del proceso fue fantástica, muchas veces asombrosa, siempre fascinante; y también tuvo la amabilidad de decirme que en sus veinticinco años dentro del negocio editorial nunca había vivido una experiencia más interesante.
En estas páginas me propongo relatar esa experiencia. No puedo decirle a nadie cómo escribir libros; no puedo ofrecer ninguna fórmula que haga que un libro se publique ni que un texto sea aceptado por una de esas revistas que pagan altos honorarios. No soy un escritor profesional. Ni siquiera soy un escritor experto. Tan sólo soy un escritor que está en camino de aprender su profesión y de descubrir la línea, la estructura y la articulación del lenguaje, lo que me llevará a descubrir si estoy haciendo el trabajo que quiero. Es sólo por este motivo, porque titubeo, porque hasta la última gota de mi energía vital y de mi talento sigue inmersa en este proceso de descubrimiento, por lo que me atrevo a hablar aquí de estas cosas. Me dispongo a contar cómo escribí un libro. Será un relato muy personal acerca de una actividad que ocupó la parte más intensa de mi vida durante muchos años. No hay nada muy literario al respecto: es una historia de sudor y dolor, de desesperación y logros parciales. Todavía no he aprendido a narrar una historia. Todavía no sé cómo se escribe una novela. Pero he aprendido algo acerca de mí mismo y acerca del trabajo de la escritura. Y si puedo, intentaré contar aquí de qué se trata.
No sé cuándo se me ocurrió por primera vez que quería ser escritor. Supongo que me sucedió como a tantos y tantos niños de mi generación en este país. Debí de pensar que no estaría nada mal: al fin y al cabo, los escritores eran gente como Lord Byron, Lord Tennyson o Longfellow, o como Percy Bysshe Shelley. Los escritores eran figuras lejanas, como estos nombres que he mencionado, y siendo yo un joven estadounidense, y no precisamente de los que tienen dinero y pueden ir a la universidad, me pareció que formaban parte de una remota clase de personas a las que nunca podría acercarme.
Creo que algo similar nos ha pasado a todos o a casi todos los que nacimos aquí, en Estados Unidos. La extrañeza de la profesión literaria nos perturba más que a cualquier nación que haya conocido en este mundo. Y es por eso, creo yo, por lo que tantas y tantas personas de nuestro pueblo, y con ello me refiero al tipo de gente trabajadora, campesina con la que me crie, albergan un sentimiento de maravilla, duda y romanticismo hacia los escritores, de modo que les resulta difícil comprender que un escritor podría ser alguien como ellos y no un tipo lejano como Lord Byron, Tennyson o Percy Bysshe Shelley. Luego están esos otros estadounidenses que provienen de aquella clase más educada, los que van a la universidad, y estas personas también viven fascinadas con el glamour y la dificultad de escribir, pero de un modo distinto. Estos seres se enteran y se sofistican más que la gente más enterada y sofisticada de Europa. Se vuelven más flaubertianos que Flaubert. Fundan pequeñas revistas literarias donde sus mejores exponentes se enfrascan en discusiones bizantinas, tan bizantinas que ni los bizantinos mismos las entienden. Los europeos dicen: «Oh, Dios, ¿de dónde han salido estas personas, estos estetas norteamericanos?». Bueno, todos sabemos de dónde han salido. Creo que todos los que intentamos escribir en este país hemos caído en medio del fuego cruzado de estos dos grupos de personas bienintencionadas y mal aconsejadas, y si alguna vez nos convertimos en escritores, lo hacemos a pesar de ellas.
No sé cómo me convertí en escritor, pero creo que fue algún tipo de fuerza interior lo que me hizo sentir que debía escribir, una fuerza que finalmente se abrió paso y encontró un canal. Me crie en un entorno de gente de la clase trabajadora. Mi padre, cantero de oficio, era un hombre con un gran respeto y veneración por la literatura. Tenía una memoria prodigiosa y amaba la poesía, y la poesía que más le gustaba era, por supuesto, la del tipo retórico que aquella clase de hombres aprecia. No obstante, era buena poesía: el soliloquio de Hamlet, Macbeth, la oración fúnebre de Marco Antonio, la Elegía de Gray y cosas por el estilo. Todo eso lo escuché en mi infancia y me lo aprendí de memoria de principio a fin.
Mi padre me envió a la universidad estatal. El deseo de escribir, que había sido muy vivo durante todos mis años de bachillerato, no hizo más que aumentar. Fui director del periódico de la universidad, de la revista literaria, etcétera, y en mis últimos dos años formé parte de un curso de escritura dramática que acababa de iniciarse. Escribí muchísimas obras teatrales de un solo acto, todavía convencido de que al final trabajaría como abogado o periodista, sin atreverme a creer seriamente que podría ser escritor. Entonces fui a Harvard, escribí unas cuantas piezas más, me obsesioné con la idea de que tenía que ser dramaturgo, me fui de Harvard, rechazaron mis obras y, finalmente, en el otoño de 1926, cómo, por qué o de qué manera es algo que nunca he podido saber a ciencia cierta, quizá mi fuerza interior a la larga había encontrado su cauce, empecé a escribir mi primer libro en Londres. En esa época vivía solo. Tenía un piso de dos cuartos, un dormitorio y un saloncito, en una pequeña plaza de Chelsea donde todas las casas conservaban ese aspecto familiar de ladrillo ahumado y el amarillo crema del estucado, tan propio de las casas de Londres, prácticamente idénticas las unas a las otras.
Como ya he dicho, por entonces vivía solo y en un país extranjero. No sabía muy bien por qué estaba allí ni cuál debería ser el destino de mi vida, y fue así, en ese estado, como empecé a escribir mi libro. Aquél es, creo yo, uno de los momentos más difíciles que debe atravesar un escritor. No hay un patrón, un juicio objetivo mediante el cual apreciar lo que se está haciendo. De día me pasaba horas escribiendo en unos grandes libros de contabilidad que había comprado expresamente para ese propósito. Luego, por la noche, me recostaba bocarriba en la cama, con la cabeza apoyada en las manos, y, mientras escuchaba el taconeo firme y taurino del policía que merodeaba frente a mi ventana, pensaba en lo que había escrito en el transcurso del día. Entonces recordaba que había nacido en Carolina del Norte y me preguntaba por qué demonios me encontraba en Londres, acostado a oscuras en aquella cama, repasando mentalmente las palabras que había puesto en el papel durante el día. Me invadía un sentimiento de enorme vacío, de innegable futilidad, y a continuación me ponía de pie y encendía la luz para leer lo que había escrito esa jornada antes de volver a preguntarme: ¿por qué estoy aquí ahora mismo? ¿Por qué he venido a este lugar?
A lo largo del día vivía inmerso en el formidable y monótono trasiego de Londres, en la luz dorada, amarilla, nebulosa que se aprecia allí en octubre. ¡La colmena, la humeante maraña de la vieja Londres! Me encantaba esa ciudad y a la vez me asqueaba y la aborrecía. No conocía a nadie y mucho tiempo atrás había pasado mi niñez en Carolina del Norte, mientras que ahora vivía en un piso de dos habitaciones entre los inconmensurables tentáculos y la telaraña infinita de aquella ciudad apabullante. No tenía idea de por qué había llegado a esa ciudad, por qué me encontraba en Londres.
Trabajé allí a diario con ese sentimiento que he descrito antes y en invierno regresé a Estados Unidos para continuar mi labor. Daba clases todo el día y por las noches escribía. Finalmente, cerca de dos años y medio después de haber empezado el libro en Londres, lo terminé en Nueva York.
Me gustaría hablar sobre esto también. Yo era muy joven por entonces y tenía aquel vigor salvaje y exultante que tienen los hombres en ese período de la vida. El libro se apoderó de mí, me poseyó. En cierto modo, creo que cobró forma por sí solo. Como cualquier joven de mi edad, estaba profundamente influido por los escritores a los que admiraba. En aquella época, uno de los que encabezaba la lista era James Joyce con su libro Ulises. Supongo que el que yo estaba escribiendo tenía mucho de aquella novela. No obstante, la poderosa energía y el fuego de mi juventud se impusieron, y creo no equivocarme si digo que tomaron posesión de todo. Al igual que Joyce, yo escribía sobre cosas que conocía, sobre la vida que me resultaba cercana y las vivencias de la infancia que me eran familiares. A diferencia de Joyce, yo carecía de experiencia literaria. Nunca había publicado nada. Mi impresión de los escritores, editores, libros y de todo ese mundo fabuloso y remoto seguía siendo casi tan irreal y romántica como la que había tenido en mi niñez. Y, sin embargo, mi libro, los personajes que lo poblaban, el color y el clima del universo que había creado se habían apoderado de mí, y yo escribía y escribía con esa llama ardiente con la que escriben todos los jóvenes que, pese a no tener nada publicado, están seguros de que todo debe salir y saldrá bien. Esto es algo bien curioso y difícil de contar, pero sí resulta fácil entender para la mente de un escritor. Yo aspiraba a la fama, como debe de sucederle a cualquier joven que quiera escribir, pero la fama era lo más incierto, un brillo, un fulgor lejano.