Historia secreta mapuche 2 - Pedro Cayuqueo - E-Book

Historia secreta mapuche 2 E-Book

Pedro Cayuqueo

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Beschreibung

Década de 1880 en Argentina y Chile. La guerra de invasión del país mapuche quedó atrás. Silenciados los cañones y quebradas las últimas lanzas, un puñado de hacendados bonaerenses se repartirán veinte mil leguas de territorio, una superficie similar a la de España. Pronto los puertos de Buenos Aires y Talcahuano se verán abarrotados de inmigrantes europeos en busca también de su tajada. Caravanas de carretas surcan los caminos de Patagonia y Araucanía. El Wallmapu es un hervidero de gente, lenguas y negocios con las tierras, la mayoría bastante poco santos. Las derrotadas jefaturas mapuche enfrentan por su parte una verdadera debacle. Parcialidades completas vagan hacia uno y otro lado de la cordillera escapando de la prisión militar y de la muerte. Extranjeros en su propio suelo, las altas montañas se volverán el refugio de guerreros y familias. Junto con la fundación de pueblos y el avance del ferrocarril también llegan a la Frontera Sur veteranos de guerra, bandoleros y comerciantes de la más diversa calaña. En las últimas décadas del siglo XIX ellos transformarán el otrora independiente país mapuche en un peligroso y violento Far West.

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Cayuqueo, Pedro

Historia Secreta Mapuche 2 / Pedro Cayuqueo

292 p. 15 x 23 cm

ISBN: 978-956-324-962-0

GRUPOS RACIALES, ÉTNICOS, NACIONALES

305.8

Composición de portada: Amalia Ruiz

Imagen de portada: Archivo personal del autor

Composición: Salgó Ltda.

Impresión: Arcángel Maggio - Uruguay

Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados para esta publicación que no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl)

Primera edición en Argentina: julio de 2022

Distribuye: Editorial Del Nuevo Extremo S.A. / www.delnuevoextremo.com

ISBN: 978-956-324-962-0

ISBN Digital: 978-956-415-004-8

Registro de Propiedad Intelectual Chile Nº A-2032

© Pedro Cayuqueo, 2022

© Catalonia Ltda., 2022

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl - @catalonialibros

Diagramación digital: ebooks [email protected]

En memoria de Camilo Catrillanca, weichafe del lof Temucuicui.

We don’t serve your country

Don’t serve your king

White man listen to the songs we sing

White man came took everything

We carry in our hearts the true country

And that cannot be stolen

We follow in the steps of our ancestry

And that cannot be broken.

Midnight Oil, “The Dead Heart”.

Índice

PRÓLOGO

Lanzas contra fusilesLOS ÚLTIMOS SAMURÁI

El Tercio de Arauco

Una caballería imbatible

Winchester y Remington

El adiós a los guerreros

Run to the hillsLOS SOBREVIVIENTES

La paz o la conquista

Asesinatos en Fuerte Lumaco

Los tiempos de la huida

Adiós a la dinastía de los zorros

El último refugioARRIBA EN LA CORDILLERA

La captura del lonko Purran

¿Regaló Chile la Patagonia?

Olascoaga, el espía argentino

El robo del siglo INDIOS MALOS EN TIERRAS BUENAS

Los dueños de fundos

Schmidt, el hijuelador

El fracaso de los farmers

Las tierras del pacificador

El botín de guerra ESTANCIEROS Y ALAMBRADAS

“Servir a la Patria”

Quince mil leguas

La repartija de tierras

Los premios militares

Lonko Pascual CoñaUN VIAJE A BUENOS AIRES

Una misión diplomática

Allá donde pisa el choike

Llegada a Buenos Aires

En el despacho de Roca

Regreso al lafkenmapu

De Burdeos a Talcahuano LA CALIFORNIA CHILENA

Alemanes en el Futawillimapu

La Torre de Babel

Bienvenidos a Monte Calvario

El infame Domínguez

La radicación mapuche LOS CAMPOS DE REFUGIADOS

Los títulos de merced

Varela, el sobreviviente

El Parlamento de Koz Koz

Colonos y bandoleros

PRÓLOGO

“Lo que vais a leer son unas cuantas verdades bien amargas. Mi ánimo no es ofender, solo hacer algunas observaciones para que de ellas tomen las personas cultas y honradas lo útil y prescindan de lo demás”. Así parte Las tierras de Arauco, libro del profesor normalista Manuel Manquilef publicado en Temuco, sur de Chile, a comienzos del siglo XX.

Descendiente de un destacado linaje de Makewe y parte de una cierta élite letrada mapuche, la obra del entonces profesor del Liceo de Hombres de Temuco —años más tarde diputado de la República— es un grito de denuncia que remece y enrabia, pero que también conmueve hasta el alma.

Testigo privilegiado de un momento clave en la historia mapuche, tiempos en que se consuma el despojo territorial, se delimitan las fronteras de los Estados y campea el racismo y el desprecio sobre los otrora afamados “araucanos”, Manquilef pone con su libro varios puntos sobre las íes.

“El gobierno de Chile violó tratados, promesas. Hizo pedazos la Constitución declarando la guerra a Arauco en la forma más insidiosa y ruin que jamás una nación lo hiciera. Lo pervirtió hasta matar sus energías y hoy eleva estatuas a esos conquistadores que, a fuerza de propagar vicios, le permitió quitar tierras, animales y, lo que es más, la vida a una nación”, escribe.

Bien vale en estos tiempos constituyentes que corren en Chile, en estos días, semanas y meses de efervescencia y lucha social, de estallido de esperanzas, pero también de rabia y descontento, recordar sus palabras y hacernos cargo de su emplazamiento al Estado, las clases gobernantes y a la propia sociedad chilena.

Chile, como ustedes ya saben, en su relación con los mapuche no ha cambiado mucho desde que Manquilef publicó su libro. Lo sé, desde entonces se han legislado leyes indígenas y la bandera mapuche flamea en plazas, estadios, manifestaciones públicas y hasta en masivos conciertos de rock. Pero en la madre de todas las leyes, la constitución política, no existimos ni por asomo.

En el principal pacto social que establecen los ciudadanos con el Estado, los mapuche brillamos por nuestra ausencia. Y junto a nosotros el resto de las primeras naciones que mucho antes que los europeos habitaron aquella larga y bella cornisa continental. ¿Cambiará esto en la nueva constitución que emanará de la Convención Constitucional? Créanme que es mi esperanza.

En Argentina no digamos que las cosas andan mejor.

Hay una creencia bastante común y extendida hasta nuestros días: que los argentinos descienden de los barcos y no del mestizaje con los pueblos originarios. Es tan común que hasta el presidente Alberto Fernández se atrevió a sostenerla durante una visita oficial de su par español. Macri, su antecesor, también lo hizo de visita en Suiza. Y Cristina Fernández lo mismo: “somos hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes, esto es la Argentina”, señaló orgullosa en su minuto. Así de profunda es la ignorancia.

Por lo pronto debemos seguir —como nos enseñó el profesor Manquilef— insistiendo con el poder transformador de la palabra verdadera, justa, honesta que brota de la memoria de nuestros mayores. De ello trató el primer tomo de Historia secreta mapuche: del respeto por una memoria desconocida para argentinos y chilenos, y que a gritos pedía ser difundida a las nuevas generaciones.

El libro que hoy tienen en sus manos es un fiel continuador de aquel propósito original. Cierra, por así decirlo, el cuadro de lo que aconteció con nuestro pueblo y sus tierras a fines del siglo XIX y cuyos efectos nos persiguen hasta nuestros días, como la peste.

Es curioso constatar cómo la guerra de ambas repúblicas contra los mapuche no ha merecido mayor atención por parte de ambos sistemas educativos. ¡Más saben sus escolares de las dinastías de Egipto! ¡O de las dos guerras mundiales! Pero de aquella otra confrontación bélica, absolutamente más relevante para nuestra realidad actual, silencio de grillos.

¿Por qué este desinterés por la guerra que selló el destino del Wallmapu, el último gran territorio libre de América después del Oeste de los sioux, cheyenes y navajos? Para nada se trató de un hito cualquiera. La invasión del país mapuche marcó un antes y un después en la historia de ambos Estados involucrados.

Argentina, sin ir más lejos, despegó a escala global.

Se necesitaban nuevos territorios aptos para la agricultura y sobre todo la ganadería. Los países industriales, ávidos de alimentos, lo exigían de la periferia del planeta. Fue así como en las veinte mil leguas arrebatadas a nuestros ancestros Argentina encontró su pasaporte al siglo XX. Su élite llegaría a convertirse hacia 1900 en una de las más ricas del mundo. Más rico que un argentino se llegó a decir en Europa para describir a una persona adinerada.

No muy distinto fue lo que aconteció en Chile.

La Araucanía bajo ocupación pronto se transformó en el Granero de Chile, fuente inagotable de trigo y cereales para el mercado interno y extranjero. Fortunas como la amasada por la familia Bunster en Angol batieron verdaderos récord continentales. Y todo ello a costa del despojo a las derrotadas jefaturas mapuche. Prosperidad para los recién llegados; pobreza para los hijos de la tierra.

A juicio del historiador Jorge Pinto, la invasión consolidó además el proyecto de Estado-nación unitario elaborado por los intelectuales y la clase política chilena después de la Independencia. Pinto se refiere a la uniformidad racial, cultural y lingüística tan arraigada en la élite nacional y que académicos como Sergio Villalobos defienden en El Mercurio con una terquedad digna de elogio.

La invasión de Wallmapu es una herida abierta que además persigue a nuestras imperfectas democracias hasta el día de hoy. Allí está el conflicto para demostrarlo, en Patagonia y la Araucanía, casi de manera semanal en los noticieros.

La argentinidad se fundó sobre un genocidio indígena aún no reconocido, denuncian referentes de pueblos originarios desde Salta a Tierra del Fuego; Chile no es un solo pueblo, una sola cultura o una sola bandera, reclaman las primeras naciones desde Arica a Magallanes. A uno y otro lado de la cordillera son voces que cargan con reclamos muy antiguos. Y con olvidos presentes cargados de memoria.

¿Cómo esperamos que las nuevas generaciones (y las viejas, si es que alguna chance les queda) logren maravillarse con los pueblos originarios si lo que se transmite de ellos son ideas plagadas de menosprecio? Me hice la pregunta muchas veces cuando llegué a estudiar leyes a la Universidad Católica de Temuco. Por qué lo extranjero tenía tanto valor en la ciudad y no así lo mapuche, siempre restringido a la Feria Pinto, el Mercado Municipal o bien a las barriadas que pueblan su periferia.

Es curioso aquello. Mapuche era el territorio. Mapuche la lengua de sus habitantes. Mapuche también los dueños de aquel valle rebosante de aguadas, quilas, robles y temos centenarios a los pies del cerro Ñielol. Pero la ciudad insistía en rendir tributo a los extranjeros. Un tributo justo tal vez, pero desproporcionado. Y bastante deshonesto con la historia.

Los invito a dar una vuelta por Temuco. No necesitan viajar hasta allá, basta con abrir Google Street View. Son muchas sus calles que hasta hoy rinden homenaje a los colonos europeos. Una de ellas la céntrica avenida Alemania. ¿Y por qué no avenida Lienán en honor al lonko a quien el ministro Manuel Recabarren usurpó las tierras para construir el fuerte?

Sí, existe la avenida Caupolicán que cruza la ciudad de norte a sur y una modesta calle Lautaro que la recorre de oriente a poniente. También un pasaje Lienán allá lejos, en la salida norte. No es suficiente. Temuco, en pleno siglo XXI, sigue siendo aquella ciudad de colonos, calles y barrios con nombres europeos que nació de una tarea militar y que nunca ha dejado de ser una fortaleza.

Lo propio sucede con Bariloche, ciudad de postal y destino turístico top a nivel mundial según The New York Times. Pero su estética “suizandina” no logra ocultar una presencia mapuche de siglos hoy confinada a los barrios pobres del Alto. De allí era Rafael Nahuel, el joven baleado en 2017 por Prefectura Naval mientras participaba de una protesta por tierras en Villa Mascardi. Tenía 22 años y su crimen sigue impune.

Blanca y sin indios es la imagen de Furilofche ante el mundo. Curiosa paradoja. Tal vez por ello quien corona su centro cívico no es Inakayal, el lonko que plantó valiente resistencia al Ejército. Acá ese lugar de privilegio lo ocupa Julio Roca, responsable —dice la historia oficial— de “limpiar de toldos” la Patagonia. Su estatua, garabateada con consignas mapuche, es un recordatorio de aquel genocidio y de las memorias todavía en pugna.

Más de un siglo llevamos entrampados en ello.

Mucho del actual conflicto en las provincias del sur de Argentina y de Chile lo explica el contenido de este libro. Son valiosos antecedentes que hoy quedan a su disposición, todos debidamente contrastados como mandata el buen periodismo de investigación. Pero será usted, querido lector, querida lectora, quien deberá juzgar aquello.

En las páginas que siguen encontrarán las cifras y las múltiples formas en que se ejecutó el despojo en ambos lados de la cordillera. La repartija de tierras a los estancieros, el botín de guerra repartido a las fuerzas expedicionarias. El gran robo a un pueblo noble como el pan, condenado desde entonces a vivir en reservas infestadas de pobreza y a padecer injusticias a las que nadie ha puesto remedio pudiéndolo remediar.

También encontrarán la violencia rural desatada por colonos, bandoleros, policías rurales y buscavidas de la más diversa calaña en un país mapuche transformado en un verdadero Far West. Territorio donde una vida humana valía menos que un revólver y donde a veces se mataba solo para que la lluvia no enmoheciera los fusiles.

Pues bien, parafraseando al profesor Manuel Manquilef, lo que vais a leer a continuación son también unas cuantas verdades bien amargas. Mi ánimo, por supuesto, tampoco es ofender. Solo hacer algunas observaciones para que de ellas tomen las personas cultas y honradas lo útil.

Choele-Choel, octubre de 2021

ARGENTINAHACIA 1878

Mapa de Puelmapu un año antes de la expedición militar del general Julio Argentino Roca.

* Mapa Hesperidina de la República Argentina y de las Repúblicas de Uruguay, Paraguay y Chile. 1878. Gentileza del profesor Norberto Mollo, académico de la Universidad de Río Cuarto .

Lanzas contra fusilesLOS ÚLTIMOS SAMURÁI

*

Hay quienes opinan que el Füta Malon o gran levantamiento del año 1881 fue una especie de rito final, un adiós con honor a tres siglos de independencia en el Cono Sur de América. Aquella era una guerra que nuestros ancestros, en ambos lados de la cordillera, ya no podían ganar. Y lo sabían, especialmente las jefaturas del lado occidental tras el triunfo chileno frente a Perú y Bolivia en la Guerra del Pacífico.

Durante meses los lonkos habían seguido las noticias del norte en los periódicos de la Frontera. Una eficiente red de espías los mantenía al tanto de aquello que no se publicaba: compra de armamento, reclutamiento de tropas o llegada de pertrechos a los puertos, datos claves de inteligencia para sus comandancias.

La información llegaba hasta Angol vía telégrafo y pronto era retransmitida por hábiles y sigilosos mensajeros al interior de la selva mapuche. Lo cuento en el tomo uno de esta saga; es muy probable que el mismo 17 de enero de 1881 los jefes mapuche se hayan enterado de que el pabellón chileno ya flameaba en el centro histórico de Lima. Y que uno de los oficiales al mando era un viejo conocido: el general Cornelio Saavedra, impulsor desde la década de 1860 del plan de ocupación.

Pero Saavedra no sería el único jefe militar con trayectoria en Wallmapu que destacaba en la guerra del norte. Apenas declaradas las hostilidades con Perú y Bolivia, el gobierno designó ministro de Guerra y Marina al comandante en jefe del Ejército del Sur, general Basilio Urrutia Vásquez, oficial fogueado en las campañas contra los mapuche. Otro conocido nuestro era el coronel Pedro Lagos, quien se enfrentó a los weichafe de Kilapán en la batalla de Quechereguas (1867), siendo derrotado por el toqui y gran parte de su tropa aniquilada. Una década más tarde, el 7 de junio de 1880, Lagos lideraría a los soldados chilenos en la toma del Morro de Arica, uno de los episodios más heroicos de aquella guerra.

El general Gregorio Urrutia Venegas es otro ejemplo.

Urrutia, mano derecha de Saavedra en la década de 1870 y exgobernador de Lebu, tendría destacada participación en las célebres batallas de Chorrillos y Miraflores, el último obstáculo que los chilenos debieron sortear en su marcha sobre la capital peruana. Y así la lista de viejos conocidos suma y sigue.

La ocupación de Lima, el hito que marca el fin de la Guerra del Pacífico, ocurrió diez meses antes del gran levantamiento mapuche en Gulumapu. Debió ser una noticia devastadora para las jefaturas mapuche y sus guerreros; demostró a los lonkos que la superioridad militar winka ya no tenía contrapeso.

Comprender las razones de la derrota mapuche frente a los ejércitos de Chile y Argentina no es trivial. ¿Por qué perdimos finalmente aquella larga y cruenta guerra? La respuesta no es sencilla, pero en este primer capítulo intentaremos profundizar en ella. Sin duda se trató de una suma de factores.

Uno de ellos fue la estructura social mapuche, descentralizada y atomizada en diversos liderazgos (algunos de ellos opuestos militarmente entre sí) frente a un mando político-militar winka unificado y alineado tras un objetivo claro y coherente: la expansión territorial de ambas repúblicas sobre el país mapuche independiente.

Por sobre sus diferencias —que las había y no pocas—, eran la élite política, económica y militar winka, tanto en Chile como Argentina, coincidía en el objetivo central de la guerra: arrebatar esos fértiles y extensos dominios al “salvaje”, al “indio”, al “bárbaro”, para consolidar así un proyecto de Estado e insertar su economía en los mercados globales.

Lo cierto es que más allá de la Confederación de Salinas Grandes, el fallido sueño del toqui Calfucura en las pampas, tal grado de coincidencia pareció no existir entre los liderazgos mapuche de uno y otro lado. Así al menos lo expone el historiador chileno Leonardo León en su artículo El ocaso de los lonkos y el caos social en Gulumapu (Araucanía) (2008). La sociedad mapuche, en su hora más trágica, estaba dividida y convulsionada:

Cuando a fines del siglo XIX se produjo la ocupación estatal de los territorios tribales de Argentina y Chile, los mapuche ya no estaban en condiciones de responder con la férrea unidad que mostraron sus antepasados; viejas guerras y antiguas rivalidades políticas, resentimientos profundos y desconfianzas mutuas, habían trazado fronteras internas entre las tribus que fue imposible superar [...] El colapso de los lonkos, causado por la invasión, fue seguido por el caos manifestado por un recrudecimiento de la violencia, las disputas internas y la división de las comunidades (León, 2008:174-175).

Lo cuento también en extenso en el tomo I; las disputas por el liderazgo político-militar mapuche, el game of lonkos entre los principales futalmapu y las eficientes estrategias de división —vía sesiones de tierras, pago de raciones, nombramientos militares, lo que fuera— impulsadas por winkas en ambos lados de la cordillera.

Todo ello complotó contra un pueblo que transformó su principal virtud contra la Corona —la orgullosa autonomía de cada jefatura, de cada lof, de cada clan territorial— en un fatal talón de Aquiles contra las repúblicas. Pero no solo ello explica nuestra derrota. Trata de una suma de factores que escapan a los acotados propósitos de esta obra de divulgación histórica. Será tarea de los académicos, en especial de los mapuche, escudriñar en ello.

Por mi parte solo me referiré al factor militar. Existen allí varias aristas dignas de estudio. Una de ellas fue el avance en el transporte de tropas y pertrechos, especialmente en lo referido al aprovechamiento de las vías marítimo-fluviales de Wallmapu. Hablamos de los ríos Negro, Neuquén y Limay en Puelmapu; y Biobío, Imperial y Toltén en Gulumapu, utilizados estratégicamente por los mandos militares de Argentina y Chile.

Hacia 1840 la tecnología de los barcos a vapor marcó un antes y un después en el auge de la navegación fluvial. Permitió a los winka el rápido traslado de grandes volúmenes de mercancías y personas a lugares distantes y de difícil acceso, así como tareas de exploración y de inteligencia frente a un oponente que carecía de fuerza naval.

Cornelio Saavedra utilizó los ríos de Gulumapu para su plan de invasión en la década de 1860. Las cuencas navegables de los ríos Toltén, Imperial y Lebu fueron claves para desplazar tropas y proveer los fuertes militares de pertrechos y víveres. También los ríos Vergara, Lumaco y Cholchol, posibles de navegar mediante balsas y lanchones. Ello fue así desde el día uno, como subraya el profesor de la Universidad de la Frontera, Jaime Flores.

La refundación de Angol [1862], uno de los hitos más importantes en el sometimiento de los mapuche, contempló la navegación por el río Vergara [afluente del Biobío] de lanchas cargadas de herramientas, pertrechos, cañones, víveres y hombres indispensables para dicha empresa militar, como queda descrito en el Diario Militar de la Ocupación de Angol. En verdad los mapuche se veían enfrentados a un arma que rompía las formas tradicionales en que se había desarrollado la guerra. El barco a vapor se constituía así en un artefacto que desequilibraría la balanza a favor de los chilenos y al cual no podían hacer frente (Flores, 2011:63).

En Puelmapu, desde las pioneras exploraciones de Basilio Villarino (1783) y Nicolás Descalzi (1833), el río Negro fue objeto de estudio y reconocimiento por parte de las fuerzas militares y navales trasandinas. Por ello no sorprendió que en 1867, cuando el Congreso promulgó la Ley 215 que ordenó el avance de la frontera hacia los ríos Negro y Neuquén, se previera además “invertir fondos en la adquisición de vapores adecuados”.

Casi de inmediato los argentinos avanzaron río arriba desde el puerto fluvial de Carmen de Patagones.

En 1869 el capitán Ceferino Ramírez, al mando del vapor Transporte —también llamado Choele Choel— realizó un viaje hasta la isla de Choele Choel. Allí quedaron varados y tuvieron que resistir los embates de Calfucura y sus guerreros, que les impedían el avance. En 1872, otro buque a vapor, al mando de Martín Guerrico, subió el río, registrando sus islas y su cauce.

En 1883, el vapor Río Negro logró un récord de navegación al alcanzar por el río Limay la confluencia del Collón Cura. Para esa misma época el general Conrado Villegas —en su campaña al Nahuel Huapi— intentó navegar el río Limay hasta el lago. Luego de varios intentos fallidos lo logró el teniente Eduardo O’Connor en la lancha Modesta Victoria.

Todos estos vapores cumplieron la misión de apoyar, por la cuenca de los ríos Negro y Limay, la campaña militar terrestre de Roca, Villegas y Palacios a partir de 1879. Misma función que cumplieron en Chile los vapores Maule, Maipú y Fósforo en el avance del ejército expedicionario de Saavedra, Pinto y Urrutia.

Lo propio sucedió con el ferrocarril.

En el lado argentino su llegada a Río Cuarto data de 1872. En palabras del militar y cronista Álvaro Barros, “significó la quiebra de la invencible resistencia que el desierto nos presenta”. Por sí solo, agrega, el ferrocarril resultó un “arma civilizadora”. Junto a los trenes llegan también los hilos del telégrafo y esto “es ya colonización en firme, es decir, la más efectiva de las conquistas porque los inmigrantes echan raíces en la tierra y el gaucho va transformándose en paisano”.

En Gulumapu el ferrocarril cruzó la frontera del Biobío en la misma década, llegando a Angol en 1873. A partir de entonces las tropas chilenas se encontraban a una noche de viaje desde Santiago y a escasas horas del puerto de Talcahuano. El avance del ferrocarril central y sus ramales fue imparable, llegando a Temuco en 1893. El hito lo constituyó la inauguración del Viaducto del Malleco en octubre de 1890, monumental obra de ingeniería enclavada en el corazón del territorio wenteche.

Todos estos avances en los medios de transporte y las comunicaciones desequilibraron la balanza de la guerra. Pero hay una tercera arista en el factor militar que tuvo tanta o más relevancia que la navegación fluvial o el ferrocarril. Me refiero a la tecnología de las armas de fuego. Sus sorprendentes avances en el siglo XIX modificaron para siempre el arte de la guerra.

En Wallmapu y en todo el mundo.

El Tercio de Arauco

Es cierto, durante la Colonia los mapuche resultaron guerreros temibles para los soldados hispanos. Esto llevó a los gobernadores de Chile a poner en marcha a comienzos del siglo XVII, con autorización de la Corona, el primer ejército permanente en todo el continente: el Tercio de Arauco, reconocido entre los historiadores españoles como “el ejército más antiguo de América”.

El Tercio de Arauco era el símil local de los Tercios Españoles, legendarios soldados que barrieron de los campos europeos a los enemigos de la dinastía Habsburgo de la cual descendían los monarcas hispanos. Los Tercios habían servido victoriosamente en Portugal, las Azores y el norte de África. Y el sur de Chile fue su única, leyeron bien, su única destinación en todo el continente americano.

Sucede que la conquista de Wallmapu se había vuelto para los gobernadores hispanos una empresa casi suicida. Durante varias décadas, desde la llegada de Pedro de Valdivia, los jefes españoles cayeron uno detrás de otro enfrentando a los mapuche.

Fue la suerte que corrió el propio fundador de Chile en la batalla de Tucapel (1553) a manos del toqui Lautaro y también el gobernador Martín García Óñez de Loyola en la batalla de Curalaba (1598). Este último era nada menos que sobrino-nieto de San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. La devolución de su cráneo por parte de los mapuche figuraría como una de las peticiones hispanas en el histórico parlamento de Quilín de 1641, aquel celebrado en las cercanías de la actual Perquenco.

Tras la victoria mapuche de Curalaba —“desastre” le llama curiosamente la historia de Chile—, vino la debacle española: un devastador levantamiento liderado por el toqui Pelantaro y su lugarteniente Anganamón destruyó en el lapso de dos años las siete ciudades al sur del río Biobío. Entre ellas estaban Angol, La Imperial, Villarrica, Osorno y Valdivia.

Ello bien pudo marcar el fin de la Conquista de Chile.

No fue así. Madrid, atendiendo la gravedad de lo sucedido, decidió entonces enviar a Chile a un hombre considerado clave: el militar y conquistador Alonso de Ribera. Se trataba de un veterano de mil batallas, un soldado “temerario” y “autoritario” según lo describe el historiador Diego Barros Arana.

Natural de Úbeda, sumaba más de veinte años de combates a sus espaldas en Europa, incluida la guerra de Flandes, Italia y tres campañas en Francia que lo hicieron merecedor de comandar un Tercio Español de dos mil quinientos hombres. Ya lo subrayé antes; hablamos de lo mejor de la infantería y caballería hispana en aquel entonces.

Ribera, flamante nuevo Gobernador y Capitán General, arribó a Concepción —la capital militar de Chile— en febrero del año 1601. Nada más llegar vio que todo era un desastre.

Cuentan los historiadores que quedó espantado por los soldados a su disposición, apenas mil doscientos hombres mal armados y peor entrenados, “milicia ciega sin determinación, insuficiente para ganar”, según le comentó en una carta al mismísimo rey Felipe III. De allí que lo primero que se propuso fue profesionalizar el ejército y disciplinarlo al estilo europeo.

Hasta antes de su llegada no existía tal cosa en América.

Pasa que la conquista del mal llamado “Nuevo Mundo” se fundamentó en iniciativas particulares donde los monarcas, a través de capitulaciones con los adelantados, se aseguraban parte de las ganancias (el quinto real) y la soberanía de las tierras.

Estos últimos, por su parte, recibían encomiendas, pero debían aportar todos los medios materiales y humanos. La Corona, como podrán advertir, ganaba mucho y arriesgaba poco. Esto hacía que cada adelantado eligiera la estrategia militar y las tácticas a emplear por sus tropas como mejor le pareciese.

Durante toda la conquista de América la falta de auténticos soldados en las expediciones y la mescolanza de tácticas no supuso en verdad mayor problema. Tampoco la indisciplina crónica de las tropas. A los hispanos les bastó la superioridad tecnológica, la bravura de sus capitanes y también las enfermedades que portaban, desconocidas en esta parte del mundo. Así cayeron dos poderosos imperios prehispánicos, los aztecas de México y los monarcas incas del Perú.

El caso mapuche fue totalmente diferente. En Wallmapu se requería de un ejército de verdad y no uno compuesto por vecinos y encomenderos, todos obligados a servir en una guerra imposible abandonando por largos meses familias y sembradíos en el valle central. En Madrid eran conscientes de aquello. Y por eso enviaron a uno de sus mejores hombres.

Ribera rápidamente puso manos a la obra.

Sus primeras medidas fueron solicitar más soldados al Perú, levantar una cadena de fuertes en el río Biobío y especializar el abastecimiento y la logística con personal adecuado para dicha tarea. Profesionalizar, obviamente, costaba dinero. Lo obtuvo en 1604 del Virreinato del Perú a través del Real Situado. Además, de manera excepcional, se le permitió reclutar veteranos de las guerras europeas para servir bajo su mando en Chile.

Así nació el Tercio de Arauco.

El resultado fue un ejército profesional, remunerado que, si bien permitió a Ribera contener por un tiempo en la frontera los constantes alzamientos mapuche, nunca lograría el objetivo principal de la Corona, que era someter a nuestros ancestros y refundar las siete ciudades españolas destruidas tras Curalaba.

Todo lo contrario. En su segundo mandato como gobernador a Ribera le correspondería implementar la llamada “guerra defensiva” propuesta al rey Felipe III por el padre Luis de Valdivia. Esta estrategia —se cuenta ejecutada a regañadientes por Ribera— fue la antesala de la capitulación española de Quilín en 1641.

Para los interesados en profundizar en este fascinante periodo histórico, la obra del maestre de campo Alonso González de Nájera, Desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile, constituye una verdadera joya. Es el mayor testimonio de aquella época en el relato de uno de sus protagonistas principales. Nájera llegó a Chile junto al gobernador Ribera en 1601 y luchó por siete años en la frontera mapuche. Incluso fue enviado a España en 1607 para convencer a la Corona de enviar nuevos refuerzos militares.

Con el propósito de dejar constancia de la crítica situación que se vivía en Chile, y convencer al Consejo de Indias y al Rey de enviar socorros, redactó y presentó algunas consideraciones que luego se transformarían en los puntos quinto y sexto de su famoso libro.

El bravo capitán, veterano de Flandes e Italia, se deleita describiendo la superioridad de los guerreros mapuche, su genio militar, astucia a toda prueba y tácticas siempre cambiantes. “Debe ser la guerra de más reputación cuando los enemigos con quien se tiene son los más reputados por valientes y belicosos”, escribe Nájera al Rey.

También concluye que la única solución es “exterminar” a los mapuche en una campaña bélica rápida y eficaz —que él prepara en todos sus detalles— y luego “vender” en calidad de esclavos en otras posesiones coloniales a quienes quedasen con vida. Fue un plan rápidamente desechado por la Corona. El horno no estaba para bollos debió concluir sabiamente el monarca.

Una caballería imbatible

El mito dice que fue Lautaro quien tras aprender del ejército español enseñó a los mapuche el arte de la guerra. Lo cierto es que nuestros ancestros no eran ningunos neófitos en cuestiones militares. Mucho antes que a los europeos, los weichafe ya habían detenido a un poderoso ejército invasor, el de los incas, devastado en sucesivas campañas en la frontera del río Maule.

Tal vez por eso los antiguos llamaron we inka a los invasores europeos, origen de la actual denominación winka. En lengua mapuche su significado es “nuevo inka” y por siglos fue la forma en que nuestros ancestros denominaron a los españoles y chilenos en Wallmapu.

Todavía se usa. Mi abuelo Alberto llamaba así a todos los chilenos, sin distinción, incluidos sus amigotes del pueblo. Para él todos eran extranjeros en nuestra tierra. Las cosas como son, subrayaba siempre. En nuestros días el concepto ha mutado en adjetivo calificativo. Negativo, por cierto. “Ladrón”, “usurpador”, algunas de sus actuales interpretaciones. Para mí, fiel a las enseñanzas del abuelo, siempre significará extranjero. Así lo uso en todos mis textos, aclaro desde ya.

No, no fue Lautaro quien enseñó a guerrear a los mapuche. Y tampoco fue quien inventó la guerra de guerrillas.

Desde antiguo los mapuche habían aprovechado su escarpada geografía llena de bosques, ciénagas, grandes ríos y montañas para su táctica militar favorita, la emboscada. Lo que sí podemos atribuir a Lautaro fue su perfeccionamiento, sumando a la guerra de guerrillas las tácticas convencionales españolas. Ello permitió a los mapuche adaptarse a cualquier escenario de batalla.

Es con Lautaro que se aprenden, copian y perfeccionan las tácticas militares europeas. Los mapuche rápidamente aprenden a movilizarse en escuadrones, de forma ordenada, con jefaturas transmitiendo órdenes con sonidos, destacando entre los guerreros la utilización de picas, lanzas y arcabuces tal como lo hacía lo mejor de la infantería española en Europa, los Tercios. Sumen a ello la temprana incorporación del caballo como arma de guerra y la adopción de novedosas tácticas de caballería. El resultado no podía ser otro: un enemigo tan temible como formidable.

Existía además otro factor que favorecía esta superioridad de las tropas mapuche: los escasos avances en la tecnología militar de sus oponentes. Pasa que entre el siglo XVI y fines del siglo XVIII, periodo coincidente con la guerra de Arauco, la evolución de las armas de fuego había sido mínima en el mundo, apenas progresos en la precisión y el alcance de cañones y mosquetes.

El arma típica de infantería fue por siglos el mosquetón de chispa y ánima lisa, aquel que se cargaba por la boca del cañón mediante una baqueta. Era un engorroso y lento sistema que rara vez permitía más de dos tiros por minuto. Su ánima lisa los hacía además tan imprecisos que acertar a un blanco implicaba una verdadera proeza.

Esta demora entre las cargas permitía a los guerreros mapuche atacar a los soldados españoles y ultimarlos en el cuerpo a cuerpo. La bocanada de humo indicaba el momento propicio para el ataque. De allí viene la expresión irse al humo, dicho coloquial propio de Argentina y que hace referencia a la persona en extremo directa o a quien se lanza atropelladamente en busca de algo. Su origen se vincula a la forma mapuche de guerrear en los malones por la pampa trasandina.

Esto explica el tipo de batallas que caracterizaron las guerras de independencia en nuestro continente, desde la rebelión de las trece colonias en 1780 a las guerras del Cono Sur a partir de 1810: ejércitos formados en el campo de batalla y descargas cerradas de infantería, todo a muy corta distancia, única forma en que los rudimentarios mosquetes podían ser efectivos. Y luego sangrientas cargas de bayoneta y lanzas antes de entrar en escena la más antigua, devastadora y prestigiosa de todas las armas, la caballería.

Y si algo aprendieron los guerreros mapuche fue a montar a caballo. Incorporada en las primeras décadas de guerra con los conquistadores, la caballería era un arma que nuestros ancestros habían transformado en un verdadero arte militar.

“El tiempo los volvió incontestablemente los mejores jinetes del país y hasta se burlaban de la caballería chilena... Sus caballos están tan bien adiestrados que avanzan en fila, sin detenerse ni separarse unos de otros y sin necesidad de llevarlos amarrados”, cuenta el naturalista francés Claudio Gay en su memorable libro póstumo Usos y costumbres de los araucanos (2018).

Jinetes formidables en caballos fuertes y disciplinados capaces de “tragarse las leguas sin mayor esfuerzo”, nuestra caballería fue un arma que sorprendió incluso a los capitanes españoles. Sus cualidades las reconoce el coronel Francisco del Campo en 1601, tras concluir diversas campañas en Valdivia, Osorno y Villarrica. El veterano hombre de armas logró sobrevivir para contarlo.

Cuenta Del Campo en carta al gobernador que en uno de los tantos combates que libró se presentaron nada menos que mil guerreros mapuche a caballo, “los mejores que he visto en mi vida y bien armados”. Y detallando más adelante su poder militar, agrega: “Los indios que vinieron fueron de Angol, Guadaba, Purén, Imperial, Villarrica y Valdivia; y aseguro a V.S. que yo he visto mucha caballería y muy buena, que más lindos caballos, ni más ligeros, ni de mejores tallas no he visto nunca, que confiados en esto se atreven a tanto... Estos indios andan tan desvergonzados y libres que no hay ninguno que no nos venga a provocar”.

Los mapuche, queda claro, se habían transformado, gracias al caballo, en enemigos imbatibles. Y en ambos lados de los Andes.

Da cuenta de ello en sus memorias el ingeniero militar inglés Francis Bond Head. En 1825 fue nombrado gerente en Argentina de la Río de la Plata Mining Company y realizó dos célebres viajes de exploración minera desde Buenos Aires hasta la cordillera de los Andes, cruzando la parte norte del Wallmapu trasandino.

Sus impresiones aparecen en el libro Las Pampas y los Andes, todo un clásico de la literatura de viajeros, publicado por primera vez en 1918. Cuenta el militar respecto de los jinetes “pampas” o “araucanos”:

Los indios de quienes más oí fueron los que habitan las vastas y desconocidas llanuras de las Pampas, todos jinetes o, más bien, que pasan la vida a caballo. El arma principal es una lanza de dieciocho pies de largo; la manejan con gran destreza y pueden imprimirle un movimiento vibratorio que a menudo ha hecho saltar la espada de la mano de sus adversarios europeos [...] Son de admirar mucho como nación militar y su sistema de pelear es más noble y perfecto en su índole que el de cualquier nación del mundo. El país entero provee pasto para sus caballos y donde se les antoje parar no tienen más que carnear algunas yeguas [...] los gauchos, que también cabalgan lindamente, todos declaran que es imposible seguir al indio, pues sus caballos son superiores a los de los cristianos y también tienen tal modo de apurarlos con alaridos y un movimiento especial del cuerpo, que aun si cambiaran caballos los indios los batirían. Todos los gauchos parecían temer muchísimo las lanzas indias. Decían que algunos cargan sin freno y en pelo, y en algunos casos se cuelgan casi bajo la barriga del caballo (Head, 1918:37).

Una admiración similar manifiesta el célebre científico inglés Charles Darwin en su libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo (1839). Darwin tenía veintidós años cuando se le ofreció un puesto de naturalista a bordo del HMS Beagle cuya misión, bajo el mando del capitán Robert Fitz-Roy, era realizar un viaje de exploración alrededor del mundo.

La expedición duró cinco años y visitó Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Perú, las Islas Galápagos, Tahití, Nueva Zelanda, Australia y otros países e islas de paso. También la costa oriental de Wallmapu donde Darwin fue testigo de las campañas de Juan Manuel de Rosas contra los mapuche y de las hazañas de estos últimos para burlar a la muerte.

Cuando las tropas llegaron por vez primera a Choele-Choel, encontraron allí a una tribu de indios y dieron muerte a veinte o treinta. El cacique escapó de un modo que sorprendió a todo el mundo. Los indios principales poseen siempre uno o dos caballos escogidos, que tienen siempre a mano para un caso de apuro. El cacique saltó a uno de esos caballos de reserva, un espléndido caballo blanco, llevando consigo a su hijo aún de corta edad. El corcel iba sin riendas ni montura. Para evitar las balas el indio montó su caballo como lo hacen sus compatriotas, es decir, con un brazo en torno al cuello del animal y tan solo una pierna sobre el lomo. Suspendido así a un lado se le vió acariciar la cabeza del noble bruto y hablarle. Los atacantes se encarnizaron en su persecución; el comandante cambió tres veces de caballo, pero fue en vano. El viejo indio y su hijo lograron escapar y, en consecuencia, conservar su libertad. ¡Qué magnífico espectáculo debía de ser ese, qué bello tema para un pintor: el cuerpo bronceado del anciano sosteniendo en brazos a su hijo colgando de su blanco corcel, escapando así a la persecución de sus enemigos! (Darwin, 1839:142).

Tales acrobacias, usuales de ver en los viejos westerns de Hollywood protagonizados por navajos, cheyenes y comanches, lejos están de ser solo ocurrencias del viajero inglés. El historiador José Bengoa también da cuenta de ellas en su libro Mapuche, colonos y Estado nacional (2014). Allí describe las habilidades de los jinetes mapuche-wenteche y cómo estas sorprendían al ejército expedicionario del sur.

En alguna parte leí o me contaron que cuando se paraban a descansar los soldados chilenos les pedían a los arribanos, conocidos como diestros jinetes, que hicieran sus demostraciones. Venían corriendo al galope tendido y se tiraban al suelo, quedando tiesos como muertos. Galopaban agarrados al caballo de tal modo por el costado contrario a quienes los observaban, que parecía que los animales anduvieran solos, sin jinetes. Se subían y bajaban de los caballos por la cabeza, por la cola y hacían cientos de piruetas que fascinaban a los soldados criollos. Era un tiempo de caballos, se admiraban los animales diestros y los buenos jinetes. Los mapuche quedaron en la historia popular chilena como los mejores (Bengoa, 2014:65).

Agrega que más tarde, ya en el siglo XX, gran parte de las pruebas del Cuadro Verde de Carabineros de Chile —el equipo de demostraciones ecuestres de la institución policial— provendrían de las proezas de los jinetes mapuche, míticas desde la Colonia.

El francés Claudio Gay cuenta que tales ejercicios, por su espectacularidad y disfrute a la vista, fueron incluso tempranamente integrados al protocolo de los parlamentos, las juntas diplomáticas. En ellas los mejores jinetes de cada parcialidad o lof asombraban al gobernador español y sus soldados.

La llegada del gobernador era recibida con aclamaciones de la multitud. Se dirigía luego hacia la morada que le habían preparado, pasando en medio de las dos filas de caciques con las lanzas alzadas que hacían retumbar el aire con sus ya, ya, ya. Sus capitanes y conas se quedaban atrás, dando gritos, alzando sus lanzas y haciéndolas chocar entre sí. Luego comenzaban las evoluciones militares en esas especies de torneos que ejecutaban con igual elegancia que habilidad; invitaban a competir a los chilenos que, aunque eran excelentes jinetes, no podían imitar estos ejercicios, ni mucho menos desplegar esa elegante postura y ese sostén que han hecho de estos indios unos cabalgadores de primer orden (Gay, 2018:109).

Pero no solo el Cuadro Verde de Carabineros de Chile se nutre hoy en día de esta rica historia. También lo hace la Escuadra Ecuestre Internacional Palmas de Peñaflor, la misma que en 2012 llegó a presentarse en el Castillo de Windsor en Londres, en honor a la reina Isabel II. En su espectáculo incluye pruebas ecuestres propias de nuestra caballería, con jinetes vestidos y armados con lanzas, a la usanza de aquella época.

Otro ejemplo lo constituye la doma india, método de amanse de caballos basado en la cultura ecuestre de los mapuche de la pampa trasandina. Popular hasta nuestros días entre los gauchos, destaca por lograr un fuerte vínculo de confianza y lealtad con el animal al respetar el domador su personalidad, carácter e imitar su lenguaje corporal. Se trata de un método único entre los pueblos originarios de América y sin influencia foránea conocida.

Lo sé: hay quienes sostienen, pese a su nombre, que la doma india sería propia de los gauchos. Es otra creencia muy extendida en Argentina, que del gaucho los mapuche adoptaron tanto sus habilidades ecuestres como aquella vestimenta tan característica: chiripá o pantalones amplios para cabalgar, makuñ (poncho) para abrigarse del frío, cinturón de faja de lana y otro de cuero adornado con monedas, botas de cuero de potro, pañuelo en el cuello, sombrero o boina, rebenque y su tradicional “facón”, cuchillo para defenderse, matar animales, cuerear, cortar leña, realizar artesanías, lo que fuera.

“¿Fue en verdad el gaucho maestro del indio araucano?”, se pregunta el historiador argentino Liborio Justo en su libro Pampas y lanzas (1962). Su respuesta no deja lugar a dudas:

Encaremos la realidad que generalmente escapa a quienes arremeten con todos los temas con igual suficiencia e incompetencia. El gaucho no solo nunca fue maestro del indio, a pesar de su carácter de ‘símbolo de la nacionalidad’, sino todo lo contrario: fue su discípulo. Martiniano Leguizamón, en La cuna del gaucho, ya lo dijo claramente: “El indio fue el maestro del gauderío y del gaucho en el manejo del lazo y las boleadoras”. Y es más, Dionisio Lastra aclara: “Del salvaje tomó el gaucho las boleadoras, el poncho, la chiripá, la bota de potro y probablemente el lazo, introducido en el Desierto por el sur de los Andes, desde las costas del Pacífico en donde las haciendas eran trabajadas a corral”. Todo esto lo ratifica Pedro Inchauspe donde escribe: “No olvidemos que el poncho y el chiripá, las boleadoras y el lazo, de acuerdo a sus antecedentes, son del más puro origen indio” (Justo, 2011:185).

Subraya Justo que el “indio araucano” no solamente fue maestro del gaucho, sino que también lo superaba en todos los aspectos que configuraban al hombre en las pampas. “El gaucho, escribe Sarmiento en su Facundo, estima sobre todas las cosas la fuerza física, la destreza en el manejo del caballo y además el valor físico. Y en todo esto lo superaba el indio araucano. Además, los indios tenían gran amor por sus familias, sentimiento de que carecía el gaucho. Mucho se ha hablado del horror de la vida de las cautivas cristianas entre los indios. Sin embargo, éstas en muchas circunstancias parecían haber preferido los indios que los gauchos como esposos”, subraya el historiador.

Esto ya lo reconocía el propio coronel Lucio Mansilla en su célebre excursión a los ranqueles de la pampa en 1870: “¡Qué triste y desconsolador es todo esto!”, se lamenta al caer en cuenta de la superior cultura y hábitos sociales de los rankülche frente a los gauchos. “Me parte el alma tener que decirlo pero para sacar de la ignorancia a nuestra orgullosa civilización, hay que obligarla a entablar comparaciones”, expresa.

Aclarado el punto volvamos a los caballos.

La importancia de ellos en la sociedad mapuche llevó a algunos estudiosos de comienzos del siglo XX a plantear incluso la existencia en las pampas de un complejo ecuestre, similar al observado en las tribus de las llanuras norteamericanas.

Si bien sobre ello no existe consenso académico, resultan innegables las transformaciones que la introducción del caballo produjo en la cultura e identidad de nuestro pueblo: en la vestimenta (aparición de la bota de potro y la chiripa), en el armamento (adopción de la lanza y boleadoras, en detrimento del arco y la flecha), en el comercio (arreo y crianza de animales, desarrollo de la orfebrería ecuestre, la cacería), en el transporte (los viajeros-nampulkafe, la vida en las tolderías de cuero), en la estructura social (surgimiento de castas de guerreros y de hombres ricos, ülmen) y, por supuesto, en la cosmovisión (ritos religiosos y funerarios).

Tal es parte del rico legado de nuestra cultura ecuestre, desconocido hoy para tantos y que por largos siglos fue pieza clave de un poderío económico y militar sorprendente.

Los caballos y sus acrobáticos jinetes. Y junto a ellos siempre el waiki, la temida lanza de coligüe (Chusquea culeou) o quila (Chusquea quila) de tres metros, endurecida al humo por más de un año. La lanza era un arma que los weichafe operaban con la destreza de un arte marcial. De allí tal vez el desprecio cultural que sentían por las armas de fuego utilizadas por los winka.

Orgullosos, altaneros y fieros, para ellos la bravura y el honor se demostraba en el combate cuerpo a cuerpo, no en el traicionero disparo a distancia. Era allí, sobre el campo de batalla, donde se probaba la real valentía de un combatiente.

“Compenetrados en esta idea, reprochan a los chilenos el uso del fusil diciendo que un arma que mata a distancia es buena solo para hombres cobardes y sin honor; no pocos jefes araucanos han provocado con fiereza en armas iguales a los jefes militares chilenos, mostrando una valentía digna de los tiempos heroicos”, relata Gay en su obra ya citada.

Era la vieja escuela militar mapuche, aquella que llevó al mismísimo Pedro de Valdivia a escribir en 1550 que “ha treinta años que sirvo a Vuestra Majestad y he peleado contra muchas naciones, nunca tal tesón de gente he visto jamás en el pelear”.

Winchester y Remington

Pero aquella legendaria tradición guerrera hacía mediados del siglo XIX tenía sus días contados. Pasa que la guerra en el mundo estaba cambiando, fruto principalmente de los grandes avances tecnológicos en las armas de fuego.

Modernos cañones, fusiles con más de kilómetro y medio de alcance, devastadoras ametralladoras y, por si no bastara, los populares y temidos Winchester y Remington del Ejército de los Estados Unidos, las armas que derrotaron a las tribus de las grandes llanuras en las Indian Wars de Norteamérica.

El equipamiento militar es un aspecto muy poco estudiado a la hora de analizar nuestras propias Guerras Indias del siglo XIX. Lo mismo su implicancia en la derrota mapuche frente a los bien equipados batallones argentinos y chilenos.

Lo adelantaba en el prólogo: resulta curioso constatar que no existen mayores estudios respecto de esta guerra, solo menciones al pasar de tal o cual armamento en servicio. Es a todas luces una guerra oculta, secreta, tal vez por la vergüenza que provoca.

En lo referido a la tecnología militar hay hitos que son claves. Uno de ellos fue la aparición en 1830 del fusil de percusión y su temprana incorporación a los ejércitos chileno y argentino. Este fusil redujo a un mínimo el fallo en los tiros a corta distancia, incluso en las adversas condiciones climáticas que caracterizan el sur del Biobío.

En la misma década aparecen los primeros fusiles de cerrojo con cargador interno y de los cuales el más famoso llegaría a ser el alemán Mauser 98. Hasta nuestros días los fusiles de cerrojo son las armas favoritas de los francotiradores militares alrededor del mundo. A mediados del siglo XIX, la introducción de la bala y el cañón rayado o estriado, perfeccionado en 1849 por el capitán francés Claude-Étienne Minié, resultó una verdadera revolución en los ejércitos de Europa, Norteamérica y Asia; aumentó hasta en quinientos metros la precisión de los disparos.

El fusil Minié, como fue llamado en honor al oficial francés, resultaría clave en la Guerra Civil de Estados Unidos y sobre todo en la Guerra Boshin de Japón, aquella que marcó el fin de su viejo orden feudal. Su llegada a Chile se produjo el año 1866 y de inmediato pasó a formar parte del arsenal del ejército de Frontera comandado por Cornelio Saavedra.

El militar se aprestaba por entonces a fundar su línea de ocho fuertes sobre el río Malleco: Cancura, Huequén, Lolenco, Chiguaihue, Mariluán, Collipulli, Peralco y Curaco. Estos abarcaban desde el primer cordón de los Andes a la cordillera de Nahuelbuta en la costa. Un verdadero “cerco” de cañones y fusiles sobre los mapuche de la actual provincia de Malleco.

Estanislao del Canto, general chileno, héroe de la revolución de 1891 y que prestó servicios junto a Saavedra siendo un joven oficial, relata en su libro Memorias militares la llegada de los fusiles Minié a la Frontera.

A mediados del mes de diciembre de 1866 habían llegado por tierra a Talcahuano los nuevos fusiles franceses, llamados Carabina Minié, para reemplazar al fusil de pistón y de ánima lisa que hasta entonces teníamos. Como los fusiles llegaron primero a Concepción donde yo me encontraba destacado, tuve ocasión de examinar dicha carabina que era rayada y con bayoneta o sable, y aún hacer con ella algunos disparos […] resultó que el fusil era magnífico, un arma inmejorable (Del Canto, 2004:25).

No tardaría Del Canto en pasar de las prácticas de tiro a las incursiones con su fusil al interior del territorio mapuche.

Un episodio en particular quedaría grabado en su memoria. Aconteció el año 1867 y tuvo como protagonista a su batallón, el Séptimo de Línea, acuartelado en Angol y encargado de enviar divisiones armadas para subyugar a los mapuche rebeldes. Lo cuenta también en su libro, en detalle:

El 15 de julio de 1867 hicimos una internación que duró cuatro días por las orillas del río Huequén. La división tenía por objeto reducir al cacique Huechún que era el osado que venía hasta cerca de Angol y cometía las mayores depravaciones. Acompañaba a la división el señor Manuel Bunster y varios otros. Íbamos en grupos de seis a ocho personas cuando llegamos a la casa del cacique y notamos que los moradores huían y trataban de internarse a un pequeño bosque. Entonces el señor Bunster me dijo: “Vamos a ver. Ayudante Canto, cace aquel indio”. Yo me desmonté y le dije que era preciso pegarle en la cabeza y disparado el tiro cayó en el acto. Corrimos hacia él y cuando llegamos notamos que seis u ocho mujeres y una cantidad de niños estaban rodeando al cacique y lloraban amargamente. El cuadro me fue muy enternecedor porque yo había causado aquella verdadera desgracia. Como se tenía la orden de llevar prisioneros, hombres, mujeres y niños, me dirigí al señor comandante para suplicarle dejara libre a esa gente y tuvo a bien acceder a mi petición (Del Canto, 2004:26).

Catorce años estuvo el oficial en la Frontera, participando bajo el mando de Saavedra y más tarde del general José Manuel Pinto de campañas que no duda en calificar de “inhumanas y rudas”, evocando los días en que partían al interior de las selvas y reductos mapuche mientras sus jefes les daban fósforos a soldados y oficiales, obligándolos a prender fuego a las rucas, a los bosques y a devastar todos los sembradíos.

“Más de una vez —comenta el oficial en sus memorias— ante aquella crueldad e injusticia inaudita estuve tentado a pasarme al lado de los araucanos y hacerme solidario con ellos en su defensa de la tierra y de sus derechos que nosotros les íbamos a arrebatar”.

No fueron solo palabras de buena crianza.

Tras un duro artículo publicado en el periódico La Patria y dirigido contra el general José Manuel Pinto, su jefe directo y responsable de la llamada guerra de exterminio contra los mapuche, Del Canto terminó destinado a la Baja Frontera, la actual provincia de Arauco.

Allí tuvo a su cargo delinear el pueblo de Cañete, siendo el primer gobernador de dicho departamento. Mismo cargo ejercería en el puerto de Lebu, donde además fundó el periódico El Araucano. También participó activamente en la fundación de los fuertes de Contulmo, Purén y Lumaco.

Años más tarde destacaría como uno de los oficiales chilenos más prestigiosos en la Guerra del Pacífico y como comandante en jefe del Ejército Constitucional que derrotó al presidente Balmaceda en la guerra civil de 1891. Su nombre incluso circularía como eventual candidato presidencial en las contiendas políticas de fines del siglo XIX.

Pero no nos perdamos; volvamos al análisis de la superioridad militar chileno-argentina sobre los guerreros mapuche.

En 1869, en plenas campañas del general José Manuel Pinto, miles de carabinas Minié llegaron a reforzar a las tropas apostadas en los fuertes de Malleco. Así lo detalla la Memoria del ministro de Guerra Francisco Echaurren presentada al Congreso Nacional el 26 de julio del mismo año:

El Gobierno, estimando los importantes servicios que presta el ejército al país [y con motivo de las frecuentes expediciones al interior de la Araucanía], ha tratado de atender a sus necesidades en cuanto lo permiten los medios. Habiéndose recibido las 12.000 carabinas Minié que durante muchos meses estuvieron detenidas en Río Janeiro, se procedió a armar con ellas a los cuerpos del ejército. El Ministerio confía en que no pasará mucho tiempo sin que tengamos a nuestra disposición un armamento conforme a los últimos sistemas.

Y mucho tiempo no pasó para ello.

El historiador chileno José Bengoa, en su monumental Historia del pueblo mapuche (1983), da cuenta del otro hecho técnico-militar de gran trascendencia para las campañas y acontecido en el verano de 1871: el cambio realizado por la Caballería de la carabina Minié a la de repetición Spencer. Ello, a su juicio, cambió para siempre el curso de la guerra.

Así lo pudo comprobar el millar de guerreros al mando de Epuleo, hermano del toqui Kilapán, que el 25 de enero de aquel año atacó el fuerte y poblado de Collipulli, sin éxito.

Ocurrió que en el referido combate con el mayor David Marzán, donde hubo tantas bajas mapuches, se usaron por primera vez estas armas. Al primer disparo de los soldados los mapuches salieron de sus escondites y se abalanzaron al cuerpo a cuerpo. La costumbre preveía que allí los soldados debían recargar; el pánico fue grande cuando vieron que no había recarga, sino disparo continuo. Esta arma cambió la guerra. Un grupo pequeño de soldados podía contener a una gran cantidad de mapuches premunidos de lanzas y boleadoras (Bengoa, 1983:246).

Otro avance clave de la época fueron los fusiles de retrocarga y de repetición, destacando entre ellos el fusil Remington Rolling Block, un arma excepcional capaz de disparar hasta siete tiros por minuto con un alcance máximo de dos mil metros.

Fabricado a mediados de 1860 por la empresa E. Remington and Sons de Nueva York, su aparición revolucionó toda la industria de armamentos a escala mundial. También resultaría clave en la etapa inicial del avance norteamericano hacia el oeste y su infame guerra contra las tribus.

Por su popularidad, el Remington no tardó en interesar a los ejércitos sudamericanos. En 1873 el ejército argentino incorporó a su arsenal los modelos 1866/71 y 74, haciendo desaparecer con ello el antiguo fusil a chispa o de pistón en servicio desde las guerras de independencia. El modelo 1866, procedente de Estados Unidos, tuvo su debut en la represión que aplastó el movimiento del caudillo entrerriano López Jordán.

Durante la mal llamada Campaña del Desierto (1879-1881, presidencia de Nicolás Avellaneda) el general Julio Argentino Roca reforzó a las tropas con diez mil fusiles Remington modelo 1879, bautizados en Argentina como Remington Patria, nombre que recibía todo material adquirido por el Estado para el ejército.

Sería el modelo reglamentario de la infantería hasta 1891, año en que fue reemplazado por los fusiles y carabinas Mauser. Por su parte, la artillería y la caballería usaban las tercerolas o carabinas conocidas como Remington Colí (‘corto’ en guaraní), de menor tamaño y peso, apropiadas para las actividades de ambos cuerpos.

Se trataba en verdad de un Remington con el cañón y la culata recortada, posible de usar por los soldados como un pistolón. Fue un arma célebre entre gauchos; así lo prueban sus referencias en la música folclórica trasandina.

Junto al Remington en Argentina fueron utilizados también los fusiles y carabinas Wernal modelo 1867. Eran de origen austríaco y similar cartucho. Estas dos armas fueron las que utilizaron las cinco divisiones del ejército de Roca durante el avance final sobre el Wallmapu oriental.

Esta superioridad no pasó desapercibida para los cronistas militares de la época. En 1878, en su célebre obra apologista de la guerra escrita a pedido del general Roca, La conquista de quince mil leguas, Estanislao Zeballos da cuenta de un escenario nada auspicioso para los guerreros mapuche:

El poder militar de los bárbaros está totalmente destruido porque el Remington les ha enseñado que un batallón de la República puede pasear la pampa entera, dejando el campo sembrado de cadáveres de los que osaran acometerlo. ¿Qué esperanza alentaría a los indios al persuadirse de que se avanza resueltamente sobre ellos con todo el poder militar del país? Nuestra convicción y el conocimiento que tenemos nos inducen a creer que los diez mil bárbaros que merodean en el fondo de la pampa van a deponer las armas a discreción en presencia del cerco de bayonetas que los oprimirá al este, al oeste y al centro. Ellos no aventurarán una batalla en que el Remington los diezmaría; y por otra parte, ¿qué pueden hacer mil chuzas [lanzas] que les quedan contra seis mil bocas de fuego, manejadas por un ejército regular? (Zeballos, 1986:412).

Pero a todos estos avances tecnológicos debemos sumar el arma que definió, sin lugar a duda, el resultado de ambas guerras: la temida ametralladora, invención del estadounidense Richard J. Gatling durante la Guerra Civil norteamericana.

Su primera versión, que data del año 1861, podía disparar doscientos tiros por minuto y era operada por cuatro soldados. Una década más tarde, hacia 1871, la ametralladora Gatling podía disparar, de forma segura, la devastadora cifra de cuatrocientas balas por minuto. Esta arma fue incorporada por Argentina y Chile a sus arsenales de guerra en la década de 1870.

Llegó a ser la ametralladora más usada por la artillería chilena en aquel tiempo y sus unidades eran fabricadas por la compañía inglesa Armstrong. Las Gatling adquiridas por Chile tenían calibre de 11 mm, una cadencia de cuatrocientos tiros por minuto y podían también usar municiones para fusiles Comblain.

Su configuración consistía en diez cañones montados en forma circular. Con ese diseño, mientras un cañón era disparado, los otros nueve estaban enfriándose. Los cañones giraban en torno a un eje central accionados manualmente por medio de una manivela. Los cartuchos eran alimentados desde un cargador montado en la parte superior.

Por su peso, la Gatling iba montada sobre una cureña y era arrastrada por mulas o caballos, tal como los cañones de artillería, o bien era cargada a lomo de mula y se montaba sobre un trípode. Las primeras se denominaban de campaña y las segundas, de montaña.

Tendrían activa participación en las campañas de la Guerra del Pacífico. Decretada la ocupación de Antofagasta, el gobierno chileno encargó a su ministro plenipotenciario en Europa, Alberto Blest Gana, la urgente adquisición de nuevas Gatling para equipar al Ejército. Las gestiones resultaron exitosas, y Chile compró en 1879 otras ocho ametralladoras, completando catorce en su arsenal.

Pero no solo eso. El listado de las adquisiciones chilenas en Europa y Estados Unidos incluyó además 62 cañones Krupp (24 de montaña y 38 de campaña), 12 cañones de montaña Armstrong, 39.000 fusiles (entre Comblain II, Beaumont, Gras y Snider) y 5.000 carabinas Winchester de repetición para las fuerzas de caballería y artillería.

La gestión para adquirir las populares Winchester recayó en Francisco Astaburuaga Cienfuegos, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Estados Unidos. Hablamos de un poderoso arsenal que causaría estragos entre las tropas peruanas y bolivianas en el norte. Y también en la selva de Wallmapu.

Lo subraya el historiador Rafael Mellafe, miembro de la Academia de Historia Militar y experto en la Guerra del Pacífico: “El armamento empleado por la infantería chilena en ese periodo era el más moderno que se podía adquirir en Europa, fusiles todos del mismo calibre, lo que simplificó el reparto de municiones. Lo mismo sucede con la artillería, todas piezas de última generación y de probada fiabilidad”.

Varias de aquellas piezas aún pueden verse empotradas como “recuerdos” en plazas públicas y miradores de ciudades como Angol, Mulchén, Collipulli y otras del sur de Chile.

El adiós a los guerreros