Hugenau o el realismo - Hermann Broch - E-Book

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Hermann Broch

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Beschreibung

Huguenau, cuyos antepasados muy probablemente se llamaban Hagenau antes de que el país alsaciano fuera ocupado por las tropas de Condé en el año 1692, tenía, desde todos los puntos de vista, el aspecto de un teutón burgués. Era bajo y rechoncho; llevaba gafas desde su juventud o, para ser más exactos, desde que estudió comercio en Schlettstadt, y, cuando estalló la guerra, época en que se aproximaba a los treinta años, de su rostro y también de su carácter había desaparecido todo rasgo juvenil. Sus negocios radicaban en la región de Baden y en Würtenberg; regentaba una filial de la empresa paterna (André Huguenau, textiles, Colmar, Alsacia), pero también trabajaba por su cuenta o como representante de fábricas alsacianas a cuyos productos daba él salida en dichos sectores. Entre los de su ramo tenía fama de ser un comerciante emprendedor, prudente y sólido.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Huguenau o el realismo

Hermann Broch

I

Huguenau, cuyos antepasados muy probablemente se llamaban Hagenau antes de que el país alsaciano fuera ocupado por las tropas de Condé en el año 1692, tenía, desde todos los puntos de vista, el aspecto de un teutón burgués. Era bajo y rechoncho; llevaba gafas desde su juventud o, para ser más exactos, desde que estudió comercio en Schlettstadt, y, cuando estalló la guerra, época en que se aproximaba a los treinta años, de su rostro y también de su carácter había desaparecido todo rasgo juvenil. Sus negocios radicaban en la región de Baden y en Würtenberg; regentaba una filial de la empresa paterna (André Huguenau, textiles, Colmar, Alsacia), pero también trabajaba por su cuenta o como representante de fábricas alsacianas a cuyos productos daba él salida en dichos sectores. Entre los de su ramo tenía fama de ser un comerciante emprendedor, prudente y sólido.

La verdad es que, gracias a su ética de comerciante, sentía mayor inclinación por los negocios ilícitos que por el oficio de las armas. No obstante, en 1917, y a pesar de que se hiciera caso omiso de su pronunciada miopía, aceptó sin rechistar lo que suele denominarse llamamiento a filas. Desde luego, durante el período de instrucción en Fulda, todavía realizó uno que otro negocio con tabaco, pero no tardó en cansarse. Y no solo porque el servicio militar le agotara tanto que quedase inhabilitado para otras cosas, sino porque resultaba sencillamente más agradable no tener nada en que pensar. Por otra parte, ello evocaba en él sus lejanos tiempos de escolar: el alumno Huguenau (Wilhelm) todavía recordaba la fiesta de despedida del instituto de Schlettstadt y las palabras con que el director había lanzado a aquellos jóvenes entonces entusiastas del comercio a enfrentarse con la vida, vida en la que hasta ahora se había defendido muy bien y que, por el momento, tenía que volver a abandonar en aras de un nuevo período de aprendizaje. De nuevo se encontraba sumido en una larga serie de obligaciones olvidadas a lo largo de tantos años, se le trataba como a un escolar, recibía reprimendas y, frente a los aseos y su atmósfera colectiva, adoptaba idéntica actitud que en los años escolares; también la manduca centraba de nuevo el interés, y las normas de respeto y el celo ambicioso en que se hallaba involucrado imprimían a todo un evidente sello de infantilismo. Además, se encontraba instalado en un edificio que había sido escuela y, antes de dormirse, podía ver ante sus ojos la doble hilera de bombillas con pantallas verdes y blancas y una pizarra que había quedado olvidada en el aula. Durante este período, las épocas de juventud y de guerra fueron convirtiéndose de modo confuso en una unidad indisoluble, e incluso cuando el batallón se dirigió por fin al frente entonando canciones infantiles y rodeado de llamativas banderitas, cuando en Colonia y en Lieja se acuartelaron de manera primitiva, el soldado de infantería Huguenau no logró apartar de su mente la impresión de estar participando en una excursión escolar.

Una tarde su compañía fue conducida a la posición de combate. Era una línea de construcciones atrincheradas, a las que era necesario acercarse a través de largas galerías protegidas. En los refugios reinaba una suciedad sin parangón: el suelo se hallaba cubierto de salivazos, secos o recientes, entreverados de tabaco; en las paredes se veían innumerables chorretones de orina, y resultaba imposible averiguar si hedía a cadáver o a defecación. Huguenau estaba demasiado cansado para hacerse realmente cargo de lo que veía u olía. No obstante, mientras corrían al trote en fila de a uno a través de las trincheras, lo más probable es que todos ellos se sintieran desposeídos de la protección que ofrecían la camaradería y la solidaridad y, aunque se hubieran vuelto insensibles a la total falta de higiene y no echaran de menos el elemento civilizado con que el hombre intenta defenderse del olor a muerte y a putrefacción, y aunque la superación del asco sea siempre el primer peldaño para ascender al heroísmo —de donde se desprende una extraña relación con el amor—, y aunque el pánico se había convertido para muchos durante los largos años de la guerra en la atmósfera normal e instalaran sus petates entre bromas y juramentos, ninguno de ellos ignoraba sin embargo que había sido empujado —como hombre solitario con vida y muerte solitarias— hasta aquel absurdo, un absurdo que ellos no podían comprender sino, a lo sumo, calificar de guerra de mierda.

Por aquel entonces, los distintos Estados Mayores habían comunicado que en el sector de Flandes reinaba una calma absoluta. La compañía a la que relevaron también les aseguró que no pasaba nada. Pese a ello, así que anocheció comenzó un fuego cruzado de artillería lo suficientemente inquietante como para acabar con el sueño de los recién llegados. Huguenau, sentado en una especie de catre y con dolor de vientre, tardó un buen rato en darse cuenta de que todas sus articulaciones crujían y temblaban. A los demás no les iban mejor las cosas. Había quien sollozaba. En cambio, los veteranos, como es lógico, se reían: ya se acostumbrarían, aquello solamente era una broma que todas las noches se gastaban entre sí las baterías y no significaba nada; y, sin preocuparse más de aquellos gallinas, rompieron a roncar en pocos minutos.

A Huguenau le entraron ganas de protestar: todo aquello iba contra las convenciones. Se sentía atrapado y se encontraba tan mal que, necesitando tomar el aire, en cuanto sus rodillas dejaron de temblar se deslizó sobre sus piernas entumecidas hasta la entrada del refugio, se acurrucó sobre una caja y clavó su mirada vacía en el cielo, que parecía cuajado de fuegos artificiales. La imagen de un hombre volando entre nubes anaranjadas con la mano levantada se le aparecía una y otra vez. Entonces se acordó de Colmar y de una vez en que todos los de su clase fueron a visitar el museo, donde les aburrieron con numerosas explicaciones, pero, ante un cuadro, situado en el centro, como en un altar, él había sentido miedo: era una Crucifixión y a él no le gustaban las crucifixiones. Un par de años atrás había tenido que matar un domingo en Nüremberg entre dos visitas a sendos clientes y decidió visitar la cámara de las torturas. ¡Qué interesante había sido! También allí había muchísimos cuadros. En uno se veía a un hombre que, atado a una especie de camastro, esperaba, según rezaba la explicación, sufrir el suplicio de la rueda por haber matado a puñaladas en Sajonia a un pastor. Sobre el funcionamiento de la rueda podía uno informarse contemplando los restantes objetos de la exposición. El hombre tenía aspecto de buena persona y tan inimaginable resultaba que hubiera acribillado a cuchilladas a un pastor y que por ello estuviera condenado al suplicio de la rueda, como que uno tuviera que permanecer a la expectativa, rodeado de hedor de cadáveres y sentado en un catre. Seguro que aquel hombre también tenía dolor de vientre y que, al estar encadenado, tendría que ensuciarse encima. Huguenau escupió y dijo «!», en francés.

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