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En 1950, a partir de varios relatos que habían sido publicados en prensa y seis poemas que conservan el lirismo de algunos pasajes de La muerte de Virgilio, Broch construyó Los inocentes, una novela desgarradora en la que, a través de sus personajes femeninos —la baronesa W., Zerline, Hildegard y Melitta— asistimos a la decadencia, la apatía y el desencuentro de la sociedad alemana de entreguerras que permitirá la ascensión del fascismo, y en la que ya no queda lugar para la inocencia.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
En 1950, a partir de varios relatos que habían sido publicados en prensa y seis poemas que conservan el lirismo de algunos pasajes de La muerte de Virgilio, Broch construyó Los inocentes, una novela desgarradora en la que, a través de sus personajes femeninos —la baronesa W., Zerline, Hildegard y Melitta— asistimos a la decadencia, la apatía y el desencuentro de la sociedad alemana de entreguerras que permitirá la ascensión del fascismo, y en la que ya no queda lugar para la inocencia.
Hermann Broch
Título original: Die Schuldlosen
Hermann Broch, 1950
Los discípulos del rabino Leví bar Chemjo, que hace muchos años vivía en el Este y fue muy famoso, fueron un día a ver a su maestro y le preguntaron:
—Rabí, ¿por qué el Señor, cuyo Nombre sea siempre alabado, alzó la voz al empezar la creación? Si Él hubiera hablado y traído a la vida con su voz la luz, las aguas, las estrellas, la tierra y a todos los seres que en ella se encuentran, habrían tenido que existir ya antes para escucharle y obedecerle. Pero no existía nada. Nada podía oírle ya que Él fue quien sacó todas las cosas a la luz al alzar su voz. Y ésta es nuestra pregunta.
El rabino Leví bar Chemjo arqueó las cejas y, contrariado, contestó:
—El lenguaje del Señor, glorioso como Su Nombre, es un lenguaje silencioso y Su silencio es Su lenguaje. Su ver es ceguera y Su ceguera es ver. Su hacer es no-hacer y Su no-hacer es hacer. Regresad a vuestros hogares y reflexionad sobre esto.
Se fueron turbados al comprobar que le habían disgustado, y regresaron unos días después muy indecisos:
—Perdónanos, rabí —comenzó tímidamente aquel que habían designado para que hablara—, tú nos dijiste que para el Señor, cuyo Nombre sea alabado, hacer y no-hacer eran una misma cosa. ¿Cómo es eso si Él mismo diferenció Su hacer de Su no-hacer al descansar el séptimo día? Y, ¿cómo pudo Él fatigarse y necesitar descanso, si con un simple aliento lo pudo crear todo? ¿Acaso la creación le supuso un esfuerzo tal que con Su propia voz se quiso llamar a Sí mismo?
Los demás asintieron con un gesto a estas palabras. Y como el rabino notara cuán ansiosos le observaban todos temiendo irritarle de nuevo, se tapó la boca con la mano para disimular una sonrisa:
—Permitidme que os conteste a mi vez con una pregunta. ¿Por qué Él, que se nos anunció con Su santo Nombre, tuvo a bien rodearse de ángeles? ¿Acaso para que le protegieran cuando Él no necesitaba de ninguna protección? ¿Por qué se rodeó de ángeles si se bastaba a Sí mismo? Ahora regresad a vuestras casas y reflexionad sobre esto.
Volvieron a sus hogares, extrañados por la pregunta que a guisa de respuesta les había formulado. Y, tras haber empleado media noche en sopesar los pros y los contras, regresaron por la mañana a casa de su maestro y le dijeron con alegría:
—Creemos haber comprendido tu pregunta y nos sentimos capaces de contestarla.
—Hablad, pues —respondió el rabino Leví bar Chemjo.
Entonces se sentaron frente a él y, tomando la palabra el orador, explicó lo que ellos habían deducido:
—Puesto que, según tu explicación, ¡oh, rabí!, el silencio y la palabra, así como todo lo que se contrapone, tiene un mismo significado para el Señor, cuyo Nombre sea alabado, de forma que en Su silencio está Su palabra, así Él decidió que un discurso que nadie oyera carecería de sentido, como tampoco lo tendría un acto efectuado en el vacío, y tuvo a bien requerir a los ángeles a Su alrededor para que le escucharan y complementaran Sus santos atributos. Por tanto dirigió a ellos Su voz al ordenar la creación y los ángeles, que siguieron la poderosa obra, se sintieron tan cansados, que necesitaron descansar. Entonces descansó Él con ellos el séptimo día.
Se asustaron en gran manera al ver que en este punto el rabino bar Chemjo se echaba a reír; y sus ojos se hicieron más pequeños sobre su barba a causa de la risa.
—Así pues, ¿consideráis al Señor, cuyo Nombre sea alabado, como una especie de bufón ante Sus ángeles? ¿Cómo un prestidigitador de feria que hace juegos de manos con una varita mágica? Casi me inclino a creer que Él ha creado locos como vosotros, para poderse burlar de ellos igual que lo hago yo ahora; pues en verdad que Su seriedad es risa y Su risa es seriedad.
Se sintieron avergonzados, pero también contentos, al ver la hilaridad del rabino y le suplicaron:
—Ayúdanos un poco, rabí, a seguir adelante.
—Eso quiero —contestó el maestro— y voy a ayudaros sirviéndome de nuevo de una pregunta. ¿Por qué el Señor, el Santo de los Santos, empleó siete días en la creación cuando pudo llevarla a cabo en un instante?
Regresaron a sus hogares para celebrar consejo y cuando, al día siguiente, se presentaron ante el rabino, sabían ya que se encontraban cerca de la solución. El que siempre hablaba en nombre de todos dijo así:
—Tú nos has señalado el camino, rabí, pues nos hemos percatado de que el mundo creado por el Señor, cuyo Nombre sea alabado, se basa en el tiempo, y por tanto también la creación, puesto que ya pertenecía a lo creado, necesitaba un principio y un fin. Sin embargo, el tiempo tenía que existir ya para que hubiera un principio, y los ángeles tenían que estar ahí en el lapso que precedió a la creación para sostener el tiempo con sus alas y obligarlo a avanzar. Sin los ángeles, no hubiera existido ni siquiera la intemporalidad de Dios, en la cual, por Su santa decisión, se cobija el tiempo.
El rabino Leví bar Chemjo pareció satisfecho, y dijo:
—Ahora estáis en el camino acertado. Sin embargo, vuestra primera pregunta se refería a la voz del Señor que, en Su santidad, alzó al empezar la creación. ¿Qué podéis decirme sobre esto?
Los discípulos respondieron:
—Con supremo esfuerzo hemos llegado al punto que te acabamos de exponer. Pero no hemos llegado aún a esta última pregunta, primera que te planteamos. Con todo, puesto que de nuevo te has inclinado benévolo hacia nosotros, confiamos en que tú nos darás la respuesta.
—Lo voy a hacer —contestó el rabino—, y mi respuesta será breve.
Y habló de esta manera:
—En todas las cosas que Él, cuyo Nombre sea alabado, ha creado, o todavía ha de crear, existe una parte de Sus santos atributos, ¿cómo podría ser de otro modo? Pero ¿qué cosa es a la vez silencio y voz? Evidentemente, de todo cuanto yo conozco, es el tiempo el que reúne esta dualidad. Y aunque nos abarca y atraviesa, es para nosotros silencio y mudez. Sin embargo, al hacernos viejos, si tendemos el oído al pasado, oiremos un suave murmullo. Es el tiempo que acabamos de vivir. Y cuanto más escuchemos el pasado, más capaces seremos de oír la voz de los tiempos, el silencio del tiempo, que Él en Su santidad ha creado por Su propia voluntad y también a causa del tiempo mismo, a fin de que la creación se cumpliera en nosotros. Y cuanto más tiempo transcurra más poderosa será para nosotros la voz de los tiempos. Creceremos con esta voz, y al fin de los tiempos entenderemos su principio y oiremos el llamamiento de la creación, pues entonces percibiremos el silencio del Señor en la santificación de Su Nombre.
Los discípulos quedaron, confusos, en silencio. Pero como el rabino no volvió a hablar, sino que permaneció sentado con los ojos cerrados, se marcharon calladamente.
Mil novecientos trece. ¿Por qué tienes que hacer poesía?
Para descubrir otra vez mi juventud.
* * *
Un padre y un hijo siguen juntos su camino
desde hace muchos años: Estoy muy cansado
dice el hijo de pronto, ¿a dónde nos lleva todo esto?
Desde el comienzo todo es cada vez más sombrío,
nos amenazan tempestades y a nuestro alrededor
anuncian su peligro fantasmas, multitudes y demonios.
El padre contesta: El progreso avanza
hacia el más hermoso de los caminos, y ¡quién se atreve a turbarlo!
Tú lo entorpeces con tus dudas y con tu mirada cobarde,
¡cierra ya los ojos y avanza con fe ciega!
El hijo responde: El frío me invade,
¿acaso no has sentido nunca una pena profunda?
¡Oh, date cuenta!, cabalgamos en sombras.
¡Oh, date cuenta!, nuestro progreso no es más que una huella,
el suelo se hunde bajo nuestros pies y nos arrastra,
damos vueltas sobre un torbellino como plumas sin peso.
Nuestros pasos son engaño y les falta un espacio.
El padre contesta: ¿Acaso el avanzar del hombre
no le lleva siempre a espacios infinitos?
El progreso conduce a un mundo sin fronteras,
tú en cambio lo confundes con fantasmas.
Maldito progreso, dice el hijo, maldito regalo,
él mismo nos cierra el espacio,
sin dejar que nadie avance,
y el hombre sin espacio es un ser ingrávido.
Éste es el nuevo rostro del mundo:
El alma no necesita progreso,
pero sí en cambio precisa gravidez.
El padre sigue avanzando e inclina la cabeza:
«Un polvo reaccionario cubre a mi hijo».
* * *
¡Oh, primavera otoñal!
Nunca hubo primavera más hermosa
que aquella primavera de otoño.
Floreció la tranquilidad más amorosa,
aquella que existe antes de la tempestad.
El pasado surgió de nuevo
y también la disciplina.
Hasta el dios Marte sonreía.
* * *
De todos los sufrimientos que los hombres se infligen entre sí,
no es la guerra el peor mal,
es sólo el más absurdo
y padre de todas las cosas.
Y el mundo de los hombres
ha heredado de la guerra la insensatez,
que está incrustada inextirpable en su carne.
Dolor, ¡oh, dolor!
La insensatez no es más que falta de imaginación,
ridiculiza lo abstracto, habla absurdamente de cosas santas,
del suelo y del honor de la patria,
de mujeres y niños a los que hay que defender.
Pero si se halla ante lo concreto, entonces enmudece
y es incapaz de imaginar los rostros,
los cuerpos y los miembros desgarrados de los hombres,
así como el hambre que en mujeres y niños ella misma ha despertado.
Así es la insensatez, merecedora de la piedad de Dios,
la insensatez de los filósofos y de los poetas,
que hablan, sin saber, de espíritus sangrantes, de bocas babeantes,
y de la santidad de la guerra.
Pero deben evitar las banderas ondeantes de las barricadas,
pues allí acecha la verborrea abstracta,
la falta de responsabilidad sangrienta y sanguinaria.
Dolor, ¡oh, dolor!
* * *
En el espacio al que no podía darse este nombre,
porque era la sede de todos los ángeles y de todos los santos,
allí habitó una vez el alma.
Y no necesitaba suelo ni firmamento ni progreso,
pues sus pasos eran el infinito, sostenido desde lo alto,
sumergidos en la maraña de lo eternamente perfecto.
Pero cuando el infinito llamó al espíritu,
tuvo éste que volver al espacio de lo real
y conquistarlo y admitir altura, anchura y profundidad
como formas ineludibles del ser.
Así fue cómo el saber se transformó en progreso,
bañado en sangre, en torturas y en obligaciones.
Y su nuevo comienzo, confuso, herético, embrujado,
desgarrado en sus creencias por la barbarie,
torturado sin compasión por los infiernos
y sin embargo ampliamente humano
estaba abierto al conocimiento y a la investigación
y en las imágenes del mundo descubrió un nuevo infinito.
Es el mismo juego de otros tiempos:
el infinito, casi poseído por el espíritu,
escapa hacia espacios extraños
hasta el borde del conocimiento,
allí donde la palabra enmudece y los sueños se hielan,
donde el sonido se apaga y la misma imagen se esfuma.
La medida no es allí medida ni vale ningún juramento
es la maleza de los sin destino,
una proliferación monstruosa
que confunde la lejanía con lo cercano,
un burbujeo de caldera embrujada
que confunde el calor con el frío.
Y surge un nuevo espacio, sin espacio ni medida,
el espacio del nuevo tiempo,
que se abre otra vez a las torturas —¡oh, cuánto sufre el corazón!—,
que se abre otra vez a las guerras —¡oh, pecados y más pecados!—,
a fin de que el alma del hombre resucite.
* * *
Ésta es la gran época de la juventud burguesa
que sólo piensa en el dinero, en el amor y cosas semejantes,
mientras pretende renunciar a todo lo demás
uniendo su mundo a otros mundos mediante simples problemas de celos.
Dios es un requisito que se usa en poesía,
y la política, en otros tiempos virtud de príncipes,
no es más que vileza para aquel que hojea el periódico,
pues la considera un pecado del pueblo,
y esto le libra de obligaciones.
Así se creó mil novecientos trece,
con un ruido exento de alma y con gestos de ópera,
y sin embargo lucía el suave y hermoso arco iris de siempre,
aliento del rito del amor y eco de grandes fiestas de antaño,
cuellos almidonados, corpiños, encajes,
¡oh encanto de las faldas acampanadas!,
¡última y dulce despedida del barroco!
* * *
Hasta lo que sobrevive en el tiempo y carece de color
adquiere, al despedirse, el suave tinte de la melancolía,
¡oh, tristeza del pasado!,
¡oh, Europa, oh, milenios de Occidente!
La vida estructurada de Roma y la sabia libertad de Inglaterra
se ven desde ahora amenazadas y puestas en contradicción,
y surge de nuevo el pasado,
el apacible orden de los símbolos de la tierra,
en los cuales —¡oh, iglesia poderosa!—
se refleja y se expande el infinito,
imagen del universo en reposo de triple acorde
dentro de sus lentas soluciones y armonías.
Y ésta fue precisamente la dignidad de Europa,
impulso controlado, presentimiento del todo,
que mira hacia arriba siguiendo las líneas progresivas de una música
—¡oh, cristiandad de Sebastián Bach!—
y que como el ojo de este mundo
se impregna de cuanto en el otro existe,
de forma que se cumplan
tanto los lazos de allá arriba como los de aquí abajo.
Y el acontecer que sigue el orden tradicional, y la libertad,
se extienden de símbolo en símbolo
hasta el sol más escondido del universo occidental,
Y se evidencia de pronto que nada cambia,
que las imágenes carecen de conexión, inmutables en su rapidez,
que apenas hay símbolos,
y que el finito y el infinito a la vez
amenazan la atrayente disonancia.
El triple acorde, tradición en la que ya no se puede vivir,
se vuelve ridículo e insoportable;
el Elíseo y el Tártaro se precipitan uno en otro
y ya no se pueden distinguir.
Adiós, Europa. La bella tradición ha terminado.
* * *
Din-don, gloria.
Nos vamos a la guerra
sin saber por qué,
pero quizá resulte divertido
yacer en la tumba
junto a los cuerpos de los hombres.
La amada queda callada en casa
y llora amargamente,
pero el soldado se burla heroico
de las lágrimas de mujer,
cuando ante el enemigo
estalla el cañón
con din-don gloria.
Aleluya, aleluya.
Nos vamos a la guerra.
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