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En el año 1888 el señor Von Pasenow tenía setenta años y había personas que, al verlo acercarse por las calles de Berlín, experimentaban una extraña e inexplicable sensación de desagrado, y llegaban incluso a afirmar, en su desagrado, que debía tratarse de un viejo malvado. Pequeño pero de correctas proporciones, ni esmirriado, ni gordinflón: estaba muy bien proporcionado, y la chistera con que solía cubrirse en Berlín no resultaba en absoluto ridícula. Llevaba la barba a lo káiser Guillermo I, aunque más corta, y en sus mejillas no se veía rastro de la blanca pelusa que daba al monarca su aspecto campechano; incluso su cabello, casi sin claros, mostraba solo algunas hebras blancas; a pesar de sus setenta años había conservado el rubio de su juventud, aquel rubio rojizo que recuerda la paja enmohecida y que en realidad no sienta bien a un hombre viejo, al que uno prefiere imaginar con cabello más digno.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
HERMANN BROCH
HERMANN BROCH O EL PACIFISTA IRÓNICO
Como una piel contraída por la invasión súbita del frío exterior ante el sobresalto interior, Viena despertó estremecida —pero crepuscularmente lúcida— ante el impacto atronador, y gaseado, de la Primera Guerra europea. El siglo xx iniciaba en su caso el paradigma del principio y el fin de una era que en su espacio urbano e intelectual materializaba las líneas de T. S. Eliot: «In my Beginnig is my End, in my End is my Beginning».
Viena había capitalizado la ensoñación patricia europea, concentrada en el ámbito centroriental del Viejo Continente: once nacionalidades, etnias variadas y confesiones religiosas de difícil o quimérica convivencia. Bajo el imperio, o la inercia latente de un poder con la sola fuerza de su declive, la armonía de un mundo con tres ciudades imperiales (Praga y Budapest además de las que asumía una titularidad hipotecada) no era sino el presentimiento de su desintegración.
Roto, o transformado si se prefiere, el mundo no era ya el mítico y paterno-familiar del nombre de Francisco José —sesenta y ocho años de mando, con bastón, y no de mando los últimos—; las nuevas realidades iban a imponerse. Para el vienés, esa figura que concentra avances científicos, preocupación minuciosa por el lenguaje y conciencia de la crisis que en los cambios mismos de su espacio se manifiesta, el latido de la alarma supone un llamamiento irrenunciable a la reflexión.
Las ambiciones de poder y sus resabios iban a redibujar con sus tropelías, o a restablecer con sus reivindicaciones, un mapa que seguiría quebrando y recosiendo a lo largo del siglo xx las costuras de unas fronteras tan lábiles como lo requirieran la tensión y el tesón —o el empecinamiento— de sus identidades.
Hermann Broch —un «autor a pesar suyo» (Dichter wider Willen), como lo definió su amiga Hannah Arendt— vivió práctica y literariamente como ingeniero y hombre de empresa hasta pasar a su vocación artística, el clima humanístico de Viena, pero también la vanidad de sus varias correcciones oficiales, el exceso de ornamentación como disfraz de su vacío. En su ensayo sobre «Hofmannsthal y su tiempo» (incluido en Poesía e investigación, Barcelona, Barral, 1974), traza un diagnóstico preciso y elocuente al respecto. El sentido crítico que revelan las páginas en torno al gran poeta y su ciudad, escritas hacia el final de su vida en Estados Unidos, presidía ya las líneas de su trilogía Los sonámbulos. De 1888 a 1918, y al frágil amparo del Romanticismo, sitúa en la Prusia finisecular, y en las conflictivas zonas industriales de Alemania, el teatro de unas circunstancias y personajes representativos de un común escenario germánico. No descuida algún paraíso provisional contemplativo, y aun abismático, para mostrar el lado de sombra que gravita en sus desapoderados protagonistas, y les confiere un relieve superior que ellos mismos ignoran.
La especulación a propósito de paisajes mentales (que parecen ávidos de hablar al alma) y el registro de las realidades de un capitalismo sin contemplaciones, con progresos tan evidentes como sus crímenes, conforman esta trilogía. Hermann Broch, vienés, sensible, auscultador de los vientos del espíritu, dialoga narrativamente con el lector, y lo sitúa en una Alemania predominante y aglutinadora que por su experiencia empresarial conocía bien. Los sonámbulos conforman una reflexión ejemplar para comprender, más allá de las geografías estrictas del texto, el devenir de una Europa que, después de 1945 —con Dachau y Auschwitz y Coventry y Dresde—, parece, sobre todo, una promesa incumplida.
LLUÍS IZQUIERDO
Barcelona, Sant Vicenq de Montalt,
marzo de 2006
En el año 1888 el señor Von Pasenow tenía setenta años y había personas que, al verlo acercarse por las calles de Berlín, experimentaban una extraña e inexplicable sensación de desagrado, y llegaban incluso a afirmar, en su desagrado, que debía tratarse de un viejo malvado. Pequeño pero de correctas proporciones, ni esmirriado, ni gordinflón: estaba muy bien proporcionado, y la chistera con que solía cubrirse en Berlín no resultaba en absoluto ridícula. Llevaba la barba a lo káiser Guillermo I, aunque más corta, y en sus mejillas no se veía rastro de la blanca pelusa que daba al monarca su aspecto campechano; incluso su cabello, casi sin claros, mostraba solo algunas hebras blancas; a pesar de sus setenta años había conservado el rubio de su juventud, aquel rubio rojizo que recuerda la paja enmohecida y que en realidad no sienta bien a un hombre viejo, al que uno prefiere imaginar con cabello más digno. Pero el señor Von Pasenow estaba acostumbrado al color de su cabello, y tampoco el monóculo le parecía en modo alguno demasiado juvenil. Cuando se miraba en el espejo, reconocía de nuevo aquel rostro que ya le miraba desde allí cincuenta años atrás. Y aunque el señor Von Pasenow no estaba en este aspecto descontento de sí mismo, hay no obstante personas a las que les desagrada el aspecto de este anciano y que tampoco comprenden que haya existido una mujer que lo haya mirado con ojos anhelantes, que lo haya abrazado con deseo, y le atribuyen como mucho algunas criadas polacas de su hacienda, a las que se habrá podido acercar con esta agresividad algo histérica y sin embargo imperiosa que es a menudo propia de los hombres bajitos. Fuera esto cierto o no, era en cualquier caso la opinión de sus dos hijos, y se comprende que él no la haya compartido. La opinión de los hijos es, por otra parte, con frecuencia subjetiva, y sería fácil acusarlos de injusticia y parcialidad, pese a la sensación un poco desagradable que uno mismo experimentaba al ver al señor Von Pasenow, un raro desagrado que va todavía en aumento cuando el señor Von Pasenow ha pasado ya y uno lo sigue casualmente con la mirada. Quizá se debe a que entonces resulta completamente incierta la edad de este hombre, porque no se mueve de un modo senil, ni como un joven, ni como un hombre en la plenitud de la vida. Y dado que la incertidumbre engendra desagrado, no es imposible que alguno de los transeúntes considere indecorosa esta forma de moverse, y tampoco es extraño que la califique después de arrogante y vulgar, de levemente bravucona y pretenciosamente correcta. Es, claro está, cuestión de temperamento; pero uno puede imaginar fácilmente que un joven cegado por el odio sienta deseos de retroceder a toda prisa para meterle al hombre que anda así un bastón entre las piernas, hacerlo caer de algún modo, romperle las piernas, para destruir para siempre esta forma de andar. Pero él camina a pasos rápidos y en línea recta, lleva la cabeza alta, como suelen llevarla los hombres bajos, y, como también él se mantiene muy erguido, saca un poco la barriguita, casi podría decirse que la lleva ante él, y que con ella transporta a toda su persona hacia alguna parte, un feo regalo que nadie desea. Solo que, dado que con una comparación no se aclara todavía nada, estos insultos quedan sin fundamento, y quizá uno se avergüenza de ellos, hasta que descubre el bastón junto a las piernas. El bastón avanza rítmicamente, se eleva casi hasta la altura de las rodillas, se detiene en el suelo con un golpecito seco y vuelve a elevarse, y los pies andan a su lado. Y también estos se elevan más de lo normal, la punta del pie se adelanta un poco más de lo debido, como si quisiera en su desprecio por los que vienen en dirección contraria mostrarles la suela del zapato, y el tacón se clava en el asfalto con un golpecito seco. Así avanzan piernas y bastón unas junto al otro, y así surge la idea de que ese hombre, si hubiera nacido caballo, se habría convertido en caballo de andadura; pero lo más horrible y desagradable de todo esto es que se trata de un modo de andar sobre tres piernas, un trípode que se ha puesto en movimiento. Y es terrible la idea de que ese andar voluntarioso sobre tres piernas tiene que ser tan falso como esa rectilineidad y ese avanzar impetuoso: ¡dirigido a la nada! Porque nadie que se proponga algo serio anda de este modo, y aunque uno piensa forzosamente durante unos segundos en un usurero que se dirige a las casas de los pobres para el cobro implacable de las deudas, advierte enseguida que esta imagen es demasiado pobre y demasiado terrena, horrorizado al descubrir que así renquea el diablo, un perro, que cojea sobre tres patas, al descubrir que es una forma rectilínea de andar en zigzag… basta; todo esto se le puede ocurrir a uno, si analiza el paso del señor Von Pasenow con amoroso odio. Pero en definitiva puede intentarse lo mismo con la mayoría de los hombres. Siempre se encuentra algo. Y aunque el señor Von Pasenow no llevaba una vida agitada, sino que por el contrario dedicaba mucho tiempo al cumplimiento de obligaciones decorativas y similares, como corresponde a una fortuna sólida y segura, sin embargo —y esto respondía también a su modo de ser— estaba siempre ocupado, y no era propio de él andar vagabundeando. Y si venía dos veces al año a Berlín, tenía mucho que hacer. Ahora se dirigía a casa de su hijo menor, el primer teniente Joachim von Pasenow.
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