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Tres tunantes trovadores.
Ligones empedernidos, vividores, canaperos profesionales, incurables románticos, pertinaces estafadores de la telefonía española, críticos resentidos...
Personajes tiernos, despreciables, íntegros o tramposos desfilan sin solución de continuidad ante la mirada irónica de Norman Roy, Amando de Miguel y Antonio Íñiguez; todos traspasados por un agudo sentido del humor.
Se cruzan, como en la vida misma, ficción y realidad, sin que no siempre sepamos distinguirlas ni delimitar su frontera; esa difusa línea que atraviesan nuestros tres tunantes trovadores para poner boca abajo las convenciones y radiografiar con estremecedora precisión las grandezas y miserias de la condición humana.
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IMPERTINENCIAS
Ensayos, relatos y retratos de
El presente file puede ser utilizado exclusivamente
para finalidades de carácter personal
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Primera edición eBook: noviembre 2014
Edizioni Pragmata
www.edizionipragmata.it
Título: Impertinencias
Autores:
Índice
Prólogo
Miguel Rojo
Introducción
1 Memorias del verdadero Sancho Panza
Amando de Miguel
2 La primera noche que dormí contigo
Antonio Íñiguez
3 ¿Por qué te quiero tanto, Seve?
Norman Roy
4 Dos paletos en Moscú
Norman Roy
5 Juzgado de Obstrucción Nº 1
Norman Roy
6 Ella no sabe que me gusta
Antonio Íñiguez
7 El vividor
Amando de Miguel
8 El Príncipe de la Ironía
Antonio Íñiguez
9 Cola Cao Instant
Norman Roy
10 Lazarillos contemporáneos
Norman Roy
11 Venecia sin ti
Norman Roy
12 Padre mío
Antonio Íñiguez
13 Oda al crítico
Antonio Íñiguez
14 ¡Luchad!
Norman Roy
15 El hombre que atracaba farmacias a punta de piropo
Norman Roy
16 Victimistas y sus cuitas
Antonio Íñiguez
17 Las mielgas
Amando de Miguel
18 Adolfo Corazón de León
Norman Roy
19 En tren
Norman Roy
20 El Caballero de la Alegre Figura
Antonio Íñiguez
Prólogo
Cuando la verdad no tiene dónde esconderse
Decía Alejandro Casona, o al menos eso cuentan, que las novelas solo son capaces de escribirlas quienes no pudieron vivirlas. Sucede todo lo contrario con este ramillete de relatos, ensayos, o escritos que, si se me permite, desparraman realidad sobre el papel. En cada uno de ellos se advierte que hay alguien detrás que sabe de lo que habla, aunque poco importa quién sea este cuando lo que de verdad cuenta la historia es lo que en realidad importa. En cada una de estas pequeñas joyas alguien se desnuda, sin importarle el qué dirán, sin pudor. Porque cuando las frases salen de las entrañas, la verdad se convierte en una fugitiva huidiza que, por mucho que lo intente, no puede esconderse. No encontrará la verdad en estas páginas graneros abandonados en el Sur de Texas donde ocultarse; tampoco umbrías alcantarillas en los suburbios de San Francisco. Intentará hacerlo ante sus propias narices, querido lector, en las calles de Madrid, en un tren camino de Zaragoza, en la playa de San Lorenzo de Gijón o, como mucho, en algún avión destino a Venecia o a Moscú. Quizás en alguna línea de internet conectada con un servidor malagueño. No nos engañemos, puede que acabe, como sucede también en una de estas historias, ante una magistrada implacable, en un juzgado. Porque cuando la verdad no encuentra refugio y queda expuesta a la vista de todo el mundo, al mismo tiempo que interesa, hace daño. Quizá en alguna de esas ocasiones pueda írsele la mano y que la cosa acabe en crimen y, más tarde, en condena.
Este libro escupe verdades a la cara, muchas de ellas incómodas. Pero lo hace desde la vivencia personal, desde la experiencia propia. Lo hace con conocimiento de causa, mucho humor y cierto desencanto con la sociedad en la que nos hemos convertido. Por cierto, ¿qué habrá visto Norman Roy, ese Oscar Wilde moderno cuyo prestigio traspasa fronteras, en dos escritores como Amando de Miguel y Antonio Íñiguez, a quienes aún les queda tanto por demostrar? En ocasiones, la fortuna se alía con los más vulnerables y les permite unir sus nombres a algún padrino que, de la mano, les conduce hasta el éxito vital o, como sucederá seguramente en este caso, al literario. Porque el afilado verbo de Norman Roy planea sobre todo este libro, impregnándolo de un aura de genio del que se benefician el resto de los textos. Es como si todo el conjunto hubiese sido tocado por una varita mágica. Aunque claro, eso son solo opiniones personales. Será usted, intrépido lector, quien tenga que pasar las páginas y someterlas a su veredicto.
Decía hace poco en una entrevista el escritor Benjamín Prado - quién sabe si aún poseído por las musas que habitan en el caserón asturiano de Verines, donde una veintena de autores se habían reunido para hablar de la vigencia de la literatura breve - que él entiende la literatura como una conversación y que leer es escuchar por escrito. Quizás esté en lo cierto, porque tal y como podrá comprobarse al final de este volumen, cuando sea la contraportada lo que quede ante sus ojos, se habrán ustedes hartado de escuchar. Y de ser cierta esa teoría, les pasará como a cualquier lector, que se quedarán con las ganas de responder, de intervenir, de discutir con su interlocutor - oculto al otro lado de las páginas - o de salir a la calle y sumarse a los que habitan las barricadas del inconformismo.
No es la primera vez que Amando de Miguel dice aquello que nadie había dicho antes, armado de razón y de datos en casi todas las ocasiones, quizás con propósito de polemizar en otras. ¿Sería de verdad el padre Feijoo, tan ligado a Oviedo, el primero en bañarse en la playa de San Lorenzo? Tampoco la primera que Antonio Íñiguez relata sus experiencias en ese mundo frío de la avaricia, tal y como hizo en la novela que le dedicó a Norman Roy. ¿Serán las compañías de telecomunicaciones, una vez fusionadas todas, el auténtico gobierno mundial? Es Norman Roy, que en este libro se estrena al uso de la pluma, el que, por el contrario, es capaz de aportar ideas frescas que abundan en esas mismas incertidumbres que tratan de desentrañar sus compañeros de viaje. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Dónde está la explicación a la realidad que nos rodea? Los tres tienen una respuesta clara, aunque en ocasiones, como todo mortal, se aparten de ella en tiempos de duda, como se aparta todo aquel que teme estar acercándose demasiado a la verdad. De los tres, quizás sea Roy el que más se parezca a Ícaro en su búsqueda de la misma y quizás sea por eso por lo que sus frases sean las más arriesgadas, las más certeras a la hora de encontrar las soluciones.
No se preocupen. Tal y como dije antes, poco importa cuál de los tres sea el que firme al final del último párrafo, porque todo lo que va a leer a partir de ahora tardará en borrarse de su memoria. Relájense, abran el libro por el principio o por cualquier página al azar si lo prefieren. Dejen que las historias se sucedan ante sus ojos y saquen sus propias conclusiones pero, sobre todo, no se fíen. Nunca se sabe cuándo alguien puede estar ocultándole la verdad ante sus propias narices.
Miguel Rojo Martínez
Periodista de El Comercio
Gijón, a 5 de octubre de 2014
Introducción
Tres tunantes trovadores
Ligones empedernidos, vividores, canaperos profesionales, incurables románticos, pertinaces estafadores de la telefonía española, críticos resentidos...
Personajes tiernos, despreciables, íntegros o tramposos desfilan sin solución de continuidad ante la mirada irónica de Norman Roy, Amando de Miguel y Antonio Íñiguez; todos traspasados por un agudo sentido del humor.
Se cruzan, como en la vida misma, ficción y realidad, sin que no siempre sepamos distinguirlas ni delimitar su frontera; esa difusa línea que atraviesan nuestros tres tunantes trovadores para poner boca abajo las convenciones y radiografiar con estremecedora precisión las grandezas y miserias de la condición humana.
Prepárense a disfrutar de deliciosas horas de lectura a la sombra de estos héroes y villanos que tan familiares nos resultan. A unos desearíamos verlos aparecer a nuestro lado; a otros, hacerlos desaparecer.
A sus autores, gracias por hacernos sonreír.
1 - Memorias del verdadero Sancho Panza
Amando de Miguel
Me ha costado la hijuela reivindicar el nombre de mi famoso antepasado, pero al fin lo he conseguido. Por tanto, ahora puedo llamarme Sancho Panza con todos los pronunciamientos legales. No en vano soy descendiente directo del auténtico protagonista de la novela de Cervantes. Don Miguel la llamó “historia” y la escribió en clave para que no se la tachara la Inquisición o, peor aún, la enemiga de Lope de Vega y sus acólitos. No la quiso titular “Historia de Sancho Panza y de su señor don Quijote” porque eso habría sido una descortesía para los usos de la época. Pero no me cabe duda de que mi tatarabuelo fue el verdadero protagonista y el inspirador de la obra. En el título se deslizó el epíteto de “ingenioso”. Es evidente que don Quijote no tenía nada de ingenioso y sí su escudero. Por lo menos, Sancho acumula más parlamentos en el texto cervantino y, además, los más sensatos. No se corresponden con su condición oficial de analfabeto.
He tenido el placer de repasar el testamento que dictó mi antepasado ante notario. El documento - que conservo en casa - sirve para aclarar algunas dudas, vacilaciones y misterios del texto de Cervantes. Aun así, tampoco es un escrito llano. Se nota que su autor estaba ya en las últimas y confundía ciertas cosas.
La historia central de la obra se la contó Sancho Panza a Cervantes. El lance no era para descubrirlo, por lo que don Miguel inventó el artificio de Cide Hamete Benengeli. Al menos dio a entender que alguien le había comunicado el argumento. Esa sinceridad le honra.
No es verdad que don Alonso Quijano tuviera tantos libros como recoge el donoso escrutinio del cura y el barbero. Habría necesitado una fortuna que no tenía para hacerse con ellos. En realidad Don Miguel se refería a los de su biblioteca en Esquivias. Seguramente unos cuantos pertenecieran al cura del lugar, pues había competido con don Miguel en “justas” o concursos literarios. Se odiaban.
Cervantes nunca estuvo en la Mancha; solo de paso para Andalucía. En la obra se describe muy someramente un territorio que no se corresponde con la realidad. La Mancha era y es una región seca. En toda la obra llueve una vez, circunstancia necesaria para la historia del yelmo de Mambrino. No es creíble que Sancho diera detalles del paisaje de su comarca. Cervantes bonitamente los inventó. Echó mano de su estro literario, que era verdaderamente inspirado.
El gran disgusto en la vida de Cervantes fue la publicación del falso Quijote de Avellaneda, meses antes de enviar a la imprenta la segunda parte de la obra. El testamento de mi abuelo no deja lugar a dudas: el tal Avellaneda fue el seudónimo del cura Pedro Pérez, quien tenía tal ojeriza contra don Quijote y Sancho que los puso a caer de un burro en su obra falsaria. El odio se dirigía también contra Cervantes por ser descendiente de judíos conversos. La prueba de que don Miguel conoció la identidad de Avellaneda es que en la segunda parte del verdadero Quijote apenas aparece el taimado cura. Seguramente eliminó todo cuanto pudo las referencias al personaje, estando ya el texto en galeras.
Mi antepasado sostiene que don Quijote no estaba loco. Nunca lo vio ni muy alegre ni muy compungido. Solo desvariaba a lomos de Rocinante. En cuanto ponía pie a tierra, don Alonso razonaba muy cuerdamente.
Más que demencia hay en la obra disimulo y fingimiento. En tales artes mi antepasado y homónimo fue un auténtico maestro. Él, y no don Quijote, podría pasar por ser la verdadera encarnación del carácter español.
Se entenderá ahora por qué me siento tan orgulloso de pertenecer a la genealogía de los Panza después de tantas generaciones. Debo decir también que realmente se llamaban los Zancas, como se desliza en algún pasaje de la genial novela. No llama la atención porque muchos personajes ostentan más de un nombre. Era cosa común en aquel tiempo, especialmente en el caso de quienes tenían antecedentes judíos o moriscos.
Insisto en que mi tatarabuelo fue realmente Cide Hamete Berengeli. El nombre arábigo fue una treta más de fingimiento. Aunque Sancho Panza presumía de cristiano viejo, Cervantes fue muy consciente de su ascendencia morisca. A la narración central que le contó mi tatarabuelo, Don Miguel le añadió algunos cuentecillos de pastores idealizados que ya tenía escritos. Francamente no encajan en el argumento principal. En ellos no aparece la figura de mi tatarabuelo.
Hora es ya de reivindicar la grandeza literaria de mi famoso antepasado. Me he empeñado en ello y no me detendré hasta conseguirlo. Los Zancas siempre fuimos muy tozudos. Algún día veré reconocida mi tesis: el bueno de Sancho Panza es el autor primero del Quijote. Es, además, el verdadero símbolo del pueblo español de todos los tiempos. Se comprenderá lo orgulloso que me siento de mi distinguida estirpe. No me importa que se levanten polémicas y que me tachen de mixtificador. Está todo previsto. Peor lo pasó el primigenio Sancho Panza. Hoy habría sido considerado un delincuente por abandonar el hogar y trabajar en la economía sumergida.
2 - La primera noche que dormí contigo
Antonio Íñiguez
La primera noche que dormí contigo sonaban los violines de la Cavalleria de Mascagni y entre sus acordes sentía el latido de tu corazón junto al mío. Pensé que te quería pero, sobre todo, creí que me amabas, que me habías elegido y que fuera el mundo esperaba; esperaba y esperaba, ansioso - ¡en vano! -, su turno. Entonces me sentí importante: ingenuo, eufórico e importante. Supe que me habías convertido en un triunfador y que me habías redimido de todas mis derrotas. Me asomé a la ventana, y miré al universo como el amante invicto que nunca fui, pero con un extraño y justo orgullo.
La primera noche que dormí contigo sonaban los violines y con cada caricia se agitaba tanto mi espíritu que creí que era un buen momento para morir, para saldar con el pasado las derrotas, las amarguras y los adioses. Dudaba si era cierto y si eras tú, pero eran tus besos sobre mis labios, tus manos sobre mi piel y tus abrazos estremeciéndome. Sanabas milagrosamente mis heridas como si derramases sobre mí el grial del amor. Comprendí que naciste, exististe y sentiste siempre conmigo, como un solo cuerpo y un solo espíritu, y que sólo el amor nos había revelado nuestro pequeño secreto con su liturgia sencilla y prodigiosa.
La primera noche que dormí contigo me apretabas suavemente con tu mano y trazabas con tus dedos el camino nuevo. En tus ojos brillaba la luz del futuro y con tus besos confirmabas las dulces promesas de antaño, mientras escribías sobre mi piel que me quedase junto a ti, que no me marchase y que estuviese tranquilo, que todo había acabado y que había llegado finalmente a mi destino. Y aunque llorábamos, ya no era el llanto de antes, sino lágrimas que desfilaban hacia nuestros labios para apagar la sed que nunca más nos consumiría.
La primera noche que dormimos juntos no fue la primera que soñé contigo. Pero sigue apretando suavemente mi mano como entonces, aunque duerma; mientras sueño que me asomo a la ventana, seguro e invencible, a saludar al mundo que espera, en vano, su turno.
3 - ¿Por qué te quiero tanto, Seve?
Norman Roy
En abril de 1983 yo era un prometedor futbolista juvenil enamorado de una chica de Soria como un colegial - literalmente enamorado y colegial -, con una peligrosa y estimulante rebeldía que no he aparcado jamás, pero también con algunos dogmas ingenuos ya expiados que impulsan a un bisoño aprendiz a creer que puede cambiar el mundo cuando ni siquiera sabe quién es, y ni siquiera se pregunta si es él quien debe cambiar.
Cuando llegaba a clase por la mañana, nuestro profesor de química me hacia salir a la tarima a relatar el partido del fin de semana. Y, si había marcado al menos dos goles, la hazaña contaba para nota. ‘Un punto más en el examen, Roy, si marcas el próximo sábado otros dos goles’ Aquel santo varón con un parche en el ojo izquierdo, que tampoco hacía gran cosa con el bueno para evitar que copiásemos en sus exámenes, pretendía a toda costa aprobar incluso a los alumnos más torpes que, como yo, no estábamos hechos para las ciencias, el razonamiento deductivo o el esfuerzo intelectual de ningún tipo.
- Te destacan hoy en el Heraldo de Aragón y dicen que van a convocarte con la selección aragonesa.
- ¿Y si marco tres goles con la selección nos dará aprobado general y podré besar a su hija?
- ¡Atención, queridos alumnos, Roy ha desayunado esta mañana un payaso, vuelva usted a su sitio!
Fui a la selección aragonesa, alcanzamos las semifinales del Campeonato de España, no besé a su hija, pero nos concedió aprobado general, no por mi capacidad goleadora, sino por su natural bonhomía. Los sacerdotes de Jesuitas me felicitaban por los pasillos y, a menudo, muchos se acercaban al campo de hierba del colegio - orgullo de las divisiones juveniles del fútbol maño -, a jalear mis goles. Eran los mismos a quienes había martilleado con diez años de constante indisciplina y subversión, las mismas agitadas sotanas que me perseguían inútilmente por los pasillos después de mi enésimo despropósito. Quienes me instruyeron con paciencia, afecto y rigor, brindándome La Buena Educación que otros resentidos desmintieron en sus rencorosos y cinematográficos ajustes de cuentas. Quienes con infinita indulgencia me enseñaron el camino del amor y del perdón.
Esos tipos extraños y célibes también nos animaban a pensar, y en nuestros corazones no arraigaba el gregarismo, sino la idea de abrirnos paso en este mundo forjando personalidades férreas y autónomas. No he recibido en mi vida bofetadas más certeras y oportunas que las cuatro o cinco que me dispensaron diestramente hombres de DIOS.
Pero la vida con 16 años sólo brinda dulces incertidumbres y, más allá de un guantazo, soñaba con besos, con goles, con pastel de cabracho y con cambiar el mundo. Nada más y nada menos. Y aunque era un orgulloso estudiante que había creado con un amigo un club de ‘irreductibles solteros’, fui sancionado a perpetuidad con toda justicia por mi colega, cuando me enamoré de aquella chica de Soria...
La chica de Soria tenía una acogedora casita de campo en Almarza, y allí, en los Campos de Soria y de Castilla fue donde comprendí, con la monumental empanada de mis dieciséis años, lo que le sucede a un desmañado adolescente cuando se cruza con una mujer hermosa, se tumba con ella las noches de primavera junto a un río pequeño, puede escuchar apoyado en su pecho simultáneamente el latido del corazón y el rumor del agua, contempla la estela de las estrellas iluminar un cabello rubio o temblar en el arroyo, ama y es amado... hasta que un jabalí verrugoso jode todo el invento y hay que salir por patas. Pero hasta entonces, como tanto pregonaba Pangloss a Cándido, ‘No hay efecto sin causa, todo es perfecto’.
Y en abril de 1983, en un bar de Almarza, después de una mañana inolvidable, vi a Seve sonreír desde el telediario, después de embocar un chip prodigioso en el hoyo 18 de Augusta. Alguien puede pensar que admiro a un ganador con el temple majestuoso de un hombre inspirado. Agua. Fue su reacción. Sonrió y apretó levemente los labios. Con calma, pero con indescifrable pasión. También apretó el puño y lo agitó un instante. Era una emoción largo tiempo contenida. Sólo toda la vida. Estrechó la mano de su compañero de partido y cruzó unas palabras de cortesía. Y entonces, ya clausurados los protocolos, se abrazó, se abrazó a su caddie como sólo entonces puede y debe uno abrazarse.
Solo sé que yo estaba enamorado, y todo me parecía extraordinario. El corazón se vuelve más ancho, cabe de todo. Confunde. Despista. Pero lo de Seve no.
En verano, cuando todos los días eran perfectos, como ahora, pero sin hijos de puta sobrevolando nuestras cabezas, recibí una oferta para jugar en el equipo juvenil del Fútbol Club Barcelona. Pero yo estaba enamorado. Y siempre pensé que nunca dejaban de pasar trenes. En diciembre no tenía novia ni equipo.
Pero Seve volvió a ganar en 1984, en 1985, en 1986. Y quizá, toda su formidable existencia se resume otra vez en un golpe, ahora definitivo, soberbio, inmortal. Un segundo que no puedo dejar de imaginar, inspirador e irrepetible. Seve, en el green del hoyo 18 de Saint Andrews, debe embocar un putt ganador al menos a cinco metros de distancia del hoyo. Se prepara lentamente con toda la ceremonia propia del golf. El silencio es absoluto. Golpea. La bola se desliza lentamente hacia la bandera, y amaga con detenerse una milésima de segundo, flirtea en el borde del hoyo y... No, no es la victoria. Es nuevamente el gesto de Ballesteros. Ahora ya no exhibe la sonrisa satisfecha y serena del Masters del 83, sino que ríe abiertamente, impetuoso y eufórico. Y blande el puño derecho como una bandera de insultante libertad, agita el brazo al aire celebrando la vida, su propia vida. Una vez, y otra, y otra... Contagia. Es una felicidad definitiva y contagiosa. Ballesteros, él mismo, es la celebración de la propia vida, una voluntad e [...]