Ir a clase con Foucault - José Luis Moreno Pestaña - E-Book

Ir a clase con Foucault E-Book

José Luis Moreno Pestaña

0,0

Beschreibung

Entra en el anfiteatro, rápido, precipitado para llegar a su silla. Aparta las grabadoras, para hacer hueco en la superficie de la mesa, y coloca sus papeles. Se quita la chaqueta, enciende la lámpara y se sienta. Alza la mirada, sus gafas devuelven el brillo de la luz, y arranca. El sonido de su voz, fuerte, eficaz, iluminadora, que llega a través de altavoces a las más de quinientas personas apiñadas en la sala, marca el inicio de una nueva lección de sus cursos en el Collège de France. De la mano de José Luis Moreno Pestaña, junto a investigadores de gran prestigio y expertos reconocidos a nivel internacional en el pensamiento de Michel Foucault, el presente libro no solo nos traslada a los cursos que impartió entre 1970 y 1984 uno de los intelectuales que cambió el siglo xx. Tampoco es solo un análisis de cada uno de los temas que trató en ellos y una formidable exposición de sus investigaciones. Fundamentalmente, Ir a clase con Foucault supone una invitación abierta para que cada uno de nosotros acojamos a Foucault para llevarlo al aula con nosotros, una tentación para que vayamos siempre a todas partes con Foucault."

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 625

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Siglo XXI / Filosofía y pensamiento

José Luis Moreno Pestaña (ed.)

Ir a clase con Foucault

Entra en el anfiteatro, rápido, precipitado para llegar a su silla. Aparta las grabadoras, para hacer hueco en la superficie de la mesa, y coloca sus papeles. Se quita la chaqueta, enciende la lámpara y se sienta. Alza la mirada, sus gafas devuelven el brillo de la luz, y arranca. El sonido de su voz, fuerte, eficaz, iluminadora, que llega a través de altavoces a las más de quinientas personas apiñadas en la sala, marca el inicio de una nueva lección de sus cursos en el Collège de France.

De la mano de José Luis Moreno Pestaña, junto a investigadores de gran prestigio y expertos reconocidos a nivel internacional en el pensamiento de Michel Foucault, el presente libro no solo nos traslada a los cursos que impartió entre 1970 y 1984 uno de los intelectuales que cambió el siglo XX. Tampoco es únicamente un análisis de cada uno de los temas que trató en ellos y una formidable exposición de sus investigaciones. Fundamentalmente, Ir a clase con Foucault supone una invitación abierta para que cada uno de nosotros acojamos al pensador francés para llevarlo al aula con nosotros, una tentación para que vayamos siempre a todas partes con él.

Jorge Álvarez Yágüez, Antonio Campillo, Rodrigo Castro Orellana, Salvador Cayuela Sánchez, Lucía Gómez, Joaquín Fortanet, Emma Ingala Gómez, Francisco Jódar, Pablo López Álvarez, Pablo Lópiz Cantó, José Luis Moreno Pestaña, Amanda Núñez, Belén Quejigo, Nuria Sánchez Madrid, Francisco Vázquez García

José Luis Moreno Pestaña, profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Granada, es doctor en Filosofía y Sociología, y estudia los procesos de configuración histórica de la norma en filosofía, la violencia simbólica y laboral sobre el cuerpo y la renovación de la democracia contemporánea a través de procedimientos de la democracia antigua. Ha publicado los libros Foucault y la política (2011), La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil (2013), La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios (2016) y Retorno a Atenas. La democracia como principio antioligárquico (2019).

En 2020 ha sido galardonado con el II Premio Internacional de Pensamiento 2030 por su obra Los pocos y los mejores. Localización y crítica del fetichismo político.

Diseño de portada

RAG

Motivo de portada

Antonio Huelva Guerrero

Instagram: @sr.pomodoro

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© de los autores, 2021

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2021

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-2020-0

INTRODUCCIÓN

Ir a clase con Foucault

José Luis Moreno Pestaña[1]

El libro que presento estudia la publicación de los seminarios que Michel Foucault dictó en el Collège de France. Esos seminarios han dado lugar a una enorme producción académica, estimulada por la variedad de problemas tratados, la importancia de los mismos y por la inteligencia con la que se los trató. Sin duda, esa producción continuará y lo hará abriendo nuevos debates acerca de qué dijo Foucault entonces y qué hubiera podido decirnos si su mirada escrutase nuestro presente. Con estos trabajos contribuimos a esos debates pero lo hacemos dando un paso, si se quiere, lateral, intentando ampliar su público y sin que ello vaya en desdoro de la calidad de nuestra lectura. Estamos convencidos de que, con un esfuerzo específico de transmisión, podemos ir al aula con Foucault, en dos sentidos. En el primer sentido, reviviendo, hasta donde sea posible, qué dijo Foucault, en qué contexto político e intelectual, con qué sentido que comprendemos bien y con cuál que se nos escapa, a las personas que estuvieron escuchándole. En el segundo sentido, introduciendo las conferencias en nuestras aulas de hoy, pensando en cómo pueden recibirlas chicos y chicas que no estudian filosofía, mujeres y hombres que no son académicos pero que necesitan reflexionar sobre qué significa castigar y qué puede decir curar a quienes llamamos anormales, cómo se genera el racismo, o qué significa ser gobernados y gobernarnos como personas libres, cómo resistirnos a quien nos oprime desde el exterior y a lo que nos avasalla atormentando nuestra intimidad.

Para todo lo cual sirve ir al aula con Foucault. Intentando acompañar a quienes lo escucharon y rememorando el tiempo específico en el que nuestro filósofo enseñó. La enseñanza de Foucault en el Collège de France abarca un arco temporal extraordinariamente sensible durante el siglo XX. Este cubre desde el comienzo de la década de los setenta hasta el ecuador de la de los ochenta, cuando una temprana muerte acabó con su pasión de enseñar, investigar y escribir. Al comienzo de su periplo, la experimentación revolucionaria aún hervía en la Europa que continuó al 68, y específicamente en Francia. Los años setenta conocieron un hormigueo masivo de cuestionamientos de la actividad que consiste en imponer categorías a ciertas personas. Y, tras imponerlas, transformarlas en ejemplares sumisos de una acción educativa, de inserción, psiquiátrica o penitenciaria. Esos cuestionamientos abrieron procesos de reflexividad entre profesionales de la salud y del derecho, del trabajo social y de la educación, en suma: aquellos a los que se consideraba competentes cien­tífi­ca­mente fueron señalados, y se señalaron ellos mismos, como agentes políticos, como individuos que usaban un escudo del saber para imponer una perspectiva basada en un poder arbitrario. Foucault estará en el centro de todo ese proceso en el que le acompañarán interlocutores diversos: el marxismo, interesado por las ideologías; la sociología, que estudia la violencia simbólica en el aula; el liberalismo, que aborda el crimen con instrumentos económicos; la filosofía de la ciencia, que cuestiona la suficiencia entre los saberes. Los nombres de Louis Althusser y Edward P. Thompson, el de Pierre Bourdieu y Gary Becker, el de Paul Veyne y Paul Feyerabend pululan en los quiebros teóricos de estos cursos, a veces implícitamente invocados o referidos de soslayo, y en otros casos abordados de frente. En cualquier caso, acompañan a Foucault en su trabajo por descifrar cuánto de conocimiento existe en lo que detenta el poder de categorizarnos y de encauzarnos.

Esos nombres no se afinan en un idéntico diapasón político. Y hay razones para ello. Preguntarse qué es dominar supone examinar quién detenta una garantía para ser obedecido sin discusión. En nuestra época, y también en la de Foucault, esa garantía es científica y gracias a ella jerarquizamos cotidianamente a las personas: cualificando un examen, una demanda de ayuda social, un peritaje psiquiátrico o un expediente penitenciario. Las ideologías de la Modernidad se han amparado en esos saberes pero también los han denunciado. Foucault dialogará con los vectores de esas ideologías que se interesaron por el poder. Y así lo vemos envuelto en debates fraternos con el marxismo y el liberalismo, tanto como lo leemos realizando observaciones cáusticas acerca de aquellos que utilizan las galas científicas para explotar brutalmente a otros seres humanos o gobernarlos despóticamente. Foucault no fue nunca un hombre de partido, sino un filósofo que se enfrentó a cara descubierta con todo aquel que consideró que tenía algo que decir de inteligente. A veces lo encontraremos criticando acerbamente a Jeremy Bentham, el padre filosófico del utilitarismo, y convertirlo en paradigma de un poder insidioso y opresivo. En ocasiones reivindicará que nos preguntemos qué utilidad tiene castigar cuando sabemos que el crimen seguirá persistiendo y cualquiera sabe que esa perspectiva, que Foucault considera inteligente, tiene uno de sus principios en Bentham. Esa actitud se repite con otros pensadores e igual que Foucault piensa a veces contra Bentham y a veces con, también lo hará, y cuánto, con Marx e incluso con Hayek. Los amantes de las sectas siempre tendrán un Foucault que blandir contra sus enemigos… ¡pero a costa de olvidar todo cuanto Foucault podría ayudarles a ellos mismos a ajustar cuentas con sus propias certidumbres! Ir a clase con Foucault fue escuchar a un filósofo, nunca a un profeta sectario. En mi opinión igual que hizo él con sus interlocutores, podemos leer al Foucault de algunos seminarios contra el Foucault de otros seminarios. Quien entre en estos cursos encontrará una ingente cultura, enorme información histórica, una sensibilidad íntimamente unida a los aplastados por la violencia, pero jamás encontrará nada que le induzca a formar disciplinadamente tras una bandería. Los y las amantes de alguna sufrirán bastante en algún momento, justo cuando creían verse confirmados con regocijo. Les va a venir bien; nos viene a todos y a todas bien.

Vamos, sin embargo, a lo más importante: ¿qué es lo que se escuchaba cuando se entraba en el aula donde daba clase Foucault? Es muy importante retenerlo porque puede inspirarnos para pensar sobre qué vale la pena llevar a Foucault a nuestras aulas.

Foucault es un filósofo y habla de filosofía. Pero para Foucault hacer filosofía no fue solo leer libros de filosofía o pretender encontrar las claves de nuestro tiempo en el pensamiento de algún filósofo. Desde su primer seminario, Foucault se distanció de una práctica de la filosofía que se resiste muchísimo a dejar de ser dominante, algo que sin duda le sorprendería bastante. Esa práctica consiste en separar la filosofía de la no filosofía y en considerar que la primera nunca ha sido del todo bien explorada. Por tanto, ser filósofo o filósofa consiste en explorar ininterrumpidamente el canon consagrado, sumergirse en lo que Louis Althusser (1969: 16) llamaba una rumia inagotable de los referentes clásicos, una ordenación permanente de los autores y los debates; y entretanto, la realidad, aquella que dio sentido a los autores admirados y la que reclama nuestro esfuerzo mientras rumiamos la tradición, pasa desapercibida.

Quien introduzca a Foucault en el aula no va a toparse con una historia de la filosofía, aunque también encontrará reflexiones sobre la filosofía clásica griega y romana, y sobre Nietzsche o Hegel. Encontrará una filosofía que sabe que se encuentra por todos lados y en ninguno, en las biografías y en los escritos, jamás encerrada exclusivamente en las obras señaladas como filosóficas (Merleau-Pon­ty, 1960: 147-148). La fórmula procede de Maurice Merleau-Pon­ty, un predecesor de Foucault en el Collège de France y seguramente un referente discreto pero constante en su trayectoria. La filosofía emerge también en la actividad reflexiva sobre materiales que no son estrictamente filosóficos o sobre los que el gremio filosófico no se vuelca habitualmente. Entre esos materiales se encontrarán tragedias, informes médicos sobre la sexualidad rural en el siglo XIX, referencias de actualidad al comunismo soviético y descripciones de la actitud de Diógenes el Cínico. Y con las tragedias pensaremos los tribunales de justicia –los griegos y los nuestros–; con los informes médicos, cuál es la distancia por la que uno será un enfermo o un sinvergüenza –y será corregido con recetas médicas o con golpizas de escarmiento–; con el comunismo, la gestión de las comunidades religiosas –las cristianas y las sostenidas en las modernas profecías políticas–; y con Diógenes, qué significa resistir no por medio de palabras, sino a través de prácticas, de maneras de ser, de ese lenguaje que se expresa con la posición de nuestro cuerpo y la firmeza de nuestra mirada. Foucault nos invita a encontrar estímulos intelectuales en procesos que nos pasan desapercibidos y en ese sentido es un enorme acicate para la filosofía. A menudo se oye que nuestro tiempo no es para la filosofía. Foucault considera que no existen tiempos mejores que otros; en todos ellos cabe detenerse y pensar: no quiero seguir haciendo lo que hago, necesito explorar por qué pienso como pienso, no pienso aguantar que me traten como me tratan. Cada vez que alguien hace uno de esos gestos anuda una comunidad de resistencia en la que emerge la filosofía.

He dicho una comunidad y he intentado decir bien. Es una comunidad virtual, que nos resulta ajena en mucho, pero cercana en algunos problemas esenciales. En esa comunidad se encontrará a Pericles discutiendo en la asamblea de Atenas, a los filósofos estoicos afirmándose contra la tonta crueldad del destino político, a las personas que fueron laminadas por la maquinaria totalitaria del fascismo o el estalinismo o por la estúpida y burocrática maquinaria de una seudociencia psiquiátrica: Foucault los escucha con atención, intenta tratar con justicia sus razones, pero también se pregunta si son todavía nuestras o, en cualquier caso, tienen algo que enseñarnos para las nuestras. Conversar con esa comunidad, ampliarla con interlocutores nuevos, ya estén vivos, ya los revivamos sumergiéndonos en sus afanes y sus argumentos, es uno de los ejercicios que más atrapan en estos cursos del Collège de France. Y cabe preguntarse si existe mejor manera de encarnar la filosofía.

He hablado de qué se encontraron quienes fueron al aula con Foucault. Paso ahora al otro sentido importante de la cuestión, el de ir hoy al aula con él. Por supuesto, hay que leer a Foucault, dejarse llevar por su estilo, a veces arrollador, a veces morosamente analítico, en ocasiones ambas cosas, y estas contribuciones ni quieren ni pueden sustituir la lectura. Pero si se conserva en mente la idea que di hace un momento, ir a clase con Foucault puede ayudar a algo más que a desentrañar la escritura con la que estos cursos guardan la memoria de su palabra.

Con Foucault aterrizaremos en algo que siempre está de actualidad: cuáles son las normas desde las que castigamos, cómo se apli­can las medidas con las que castigamos, qué efectos tienen nuestros instrumentos de castigo independientemente de lo que esperamos de ellos. En fin, cuánto somos capaces de confesarnos que nuestros efectos y nuestras intenciones no se acompasan. Porque a veces soportamos reunir razonamientos humanitarios con prácticas que los desmienten y, sin embargo, no cambiar un barniz de las segundas. Y dejando así que nos conduzcan donde no queríamos ir, sin que renunciemos a seguir hablando como si nuestros objetivos hubieran salido incólumes de la prueba de la práctica. Foucault cuestionó la pretensión de juzgar a los demás desde una presunta objetividad, algo que localizó en la Antigüedad clásica, en el momento en que la verdad quiso separarse, como si pudiese, del poder. Mas sobre todo se interesó por los efectos de encerrar a todo el mundo pretendiendo reinsertarlo. Los y las profesionales de la psicología, del derecho, del trabajo social encontrarán en estos cursos mucho de lo que meditar en una sociedad, la nuestra, en la que cada voz que se alza ante el crimen suele demandar más castigos, más duros y con menos precauciones ante los derechos de quienes los soportan. El impacto de comparar este tiempo punitivo con los años en los que Foucault se explicaba produce vértigo. Entonces, los presos reclamaban derechos, valientes trabajadoras sociales –entonces llamadas asistentes sociales– consideraban que su honor profesional estribaba en no transigir con el maltrato carcelario; juristas, médicos y médicas, enfermeros y enfermeras amparaban también tales denuncias y una generación de profesionales en todos esos campos se formaron con el objetivo de reformular sus profesiones y desprenderlas de todo cuanto las ataba a prácticas infames –prácticas infames que, como señalé, conviven con proclamas humanitarias (Moreno Pestaña, 2012)–. Foucault no conoció la retención semicar­celaria de las personas migrantes, ya que entonces el Estado francés las reclamaba para introducirlas como mano de obra en la producción. Tampoco la creación de centros de confinamiento de refugiados, al margen de normas mínimas de decencia, para arrojar en ellos a quienes huyen de guerras americanas y europeas. Cabría imaginarse su espanto tanto como su interés ante esta nueva modalidad del ser humano completamente desprotegido, pero ahora ya no sometido a prácticas totalitarias de delimitación del enemigo racial o de clase, sino semiabandonado, acosado y mal cuidado, por sociedades opulentas que se reclaman del humanismo y de la democracia.

En el aula, habitualmente, hablamos mucho de traumas, trastornos y enfermedades, y a menudo los convertimos en criterio de validación de una experiencia. Si introducimos a Foucault en el aula, aventuro que experimentaremos un pequeño terremoto. Por un lado, comprobaremos que para él los saberes psicológicos, aquellos que certifican nuestros traumas, trastornos y enfermedades, pasan con problemas los criterios que identifican a los verdaderos saberes. La medicina seria caracteriza una enfermedad y la diferencia de otras enfermedades. La imitación de la medicina actualiza una pose diagnóstica, imita una retórica clasificatoria, exhibe atropelladamente estadísticas y logra acomodarse en los dispositivos públicos donde se castiga, se evalúa y se clasifica. Lo primero puede servir para curar o, en malas manos, para manipular. Lo segundo solo sirve como emblema de algo que tiene poco que ver con el saber. Desgraciadamente, por una recepción ridícula, Foucault ha pasado a la historia como alguien que identificaba siempre a todo saber con el poder grosero y, como él explicó alguna vez, para lanzar tales banalidades no le hacía falta tanto esfuerzo.

Foucault no se limita a descalificar tales saberes, también intenta pensar el lugar en el que se incrustan. Y lo hacen allí donde las redes de integración social no funcionan bien. Si una familia desfallece, si los títulos escolares no permiten el acceso al mercado de trabajo, si la prisión genera seres endurecidos para el encierro y no para la reinserción, allí habrá un terapeuta que indague sobre las carencias psicológicas y no sobre las relaciones de poder o las formas de reproducción de la desigualdad en las que se dislocan las biografías humanas. Foucault fue muy duro con una parte de los saberes psiquiátricos y los llamó saberes ubuescos, en recuerdo de Ubú, personaje grotesco elaborado por el dramaturgo Alfred Jarry. Mas no es solo un crítico, también es alguien informado y atento al matiz. Quienes lo lean con cuidado lo verán considerar con atención las bases neurológicas de la enfermedad mental y proponer hipótesis creativas sobre si es posible o no una ciencia de las enfermedades mentales que no evite los problemas culturales pero que se alce por encima de la imitación grotesca de los signos de cientificidad de la mejor medicina.

Foucault publicó el primer volumen de la Historia de la sexualidad –titulado La voluntad de saber– en 1976. En mi opinión, el programa de investigación que allí se esbozaba congeniaba bien con la relación fraterna con el marxismo que mantuvo en la primera mitad de la década de los setenta. Y, sin embargo, Foucault no continuó ese camino o lo hizo desde claves nuevas. Foucault fue un filósofo crítico de las jerarquías basadas en el saber, aunque a menudo consideró su trabajo como un complemento del marxismo. Algo se tuerce en esa propuesta y puede advertirlo quien lea los trabajos consagrados al racismo, la seguridad y el liberalismo. En ese conjunto de cursos, Foucault se pregunta cómo puede gobernarse sin convertir a las personas en puntos de aplicación disciplinaria de las decisiones estatales. Gobernar significa incluir la libertad en los propósitos del poder, y esa libertad exige la creación de umbrales a propósito de la intervención administrativa de la burocracia. Al incluirlos en el aula, esos cursos tendrán un efecto doble. El primer efecto consistirá en ofrecernos un retrato incisivo acerca de cómo nos consideramos hoy. Nos vemos espontáneamente como personas con recursos, que deben hacerse valer allí donde actuamos, que necesitan ser responsables de cómo gastan en cada interacción y hacer un balance contable de aquello de lo que disponen, de cuánto merecen por ello y cuánto están obteniendo. Esos seres humanos aún eran raros entonces, mientras hoy abundan. El segundo efecto es que ese discurso, convertido en una ortodoxia, se ha transformado en algo banalmente opresivo y tendemos a pedir a la producción de bienes públicos –normalmente organizada por el Estado– que nos permita descansar de la experiencia humana sometida al perpetuo balance contable.

Otra cuestión importantísima es la memoria del totalitarismo. Foucault recordó que el nazismo y el estalinismo convirtieron a sus enemigos en objeto de una lucha dirigida desde el Estado. Podemos especular que Foucault se asombraría de la conversión de un nuevo objeto de la lucha a muerte: el enemigo de la civilización. Y por civilización se entienden cosas muy diversas: el que practica religiones que no son las permisibles, el enemigo del mercado o de las categorías que se considera que van de suyo para el sujeto que se pretende convertir en hegemónico. Podemos especular también que Foucault se asombraría de quienes, pretendiendo resistirse al poder, solo saben localizar traidores, aislarlos, acosarlos, buscar la muerte académica o civil. Nuestro filósofo, que conoció de joven las células militantes del estalinismo francés, sabía muy bien que los grupos de oposición no se encuentran inmunizados contra lo peor del poder. Es más, amparados a menudo en un ambiente de control cuasimonacal, lo reproducen de manera atrevidamente agresiva. Ir al aula con Foucault, hoy, es recordar cómo la emancipación se transforma en su contrario y cómo movimientos surgidos de la racionalidad ilustrada pueden revivir formas sectarias de anulación del individuo en favor de los objetivos colectivos. Militante solidario de los perseguidos tras el Telón de Acero, Foucault nos ayuda a no olvidar la tragedia del socialismo real. Sin esa remembranza nadie puede abordar con seriedad el combate contra nuestro capitalismo real. Nuestros enemigos no nos hacen ni buenos ni inteligentes. Por malos y ridículos que sean ello no nos evita, al combatirlos, el convertirnos en algo peor y más idiota que lo que rechazamos.

A final de los ochenta Foucault dio un giro hacia la Antigüedad griega y romana, coherente con lo que iban a ser los dos últimos volúmenes de la Historia de la sexualidad. Fueron los últimos publicados en vida por el filósofo, al que hoy sumamos un cuarto volumen de dicha serie. En los cursos vemos perfilarse un material mucho más amplio que el que finalmente dio a imprenta. Es verdad, por lo demás, que el contacto con el mundo clásico inaugura esta serie de cursos en el Collège de France. Y no es por azar que haya emergido un cierto clasicismo foucaultiano, pues este nos enseña que aún son nuestras ciertas preguntas que se plantearon los pensadores griegos y romanos, por mucho que nuestras respuestas sean forzosamente diferentes. La lectura de estos cursos invita al lector y a la lectora a grandes desplazamientos históricos, los cuales no están guiados por la exhibición erudita o la simple curiosidad del turista cultural. Foucault nos ayuda a conectar nuestro presente con procesos a menudo remotos, cuya forma se ha desplazado a lo largo del tiempo.

Efectivamente, Foucault nos invita a marchar desde el siglo VII a. n. e. hasta lo que fue su presente inmediato. Y el bagaje griego y romano nos interpela por dos razones. Por un lado, y precisamente a propósito de nuestros trastornos, traumas y enfermedades, nos invita a adoptar otro punto de vista. El que tenemos es el de las clasifi­caciones psicológicas, las cuales nos legitiman a demandar derechos, cuidados o, si las rechazamos, a batallar contra ellas –a menudo en defensa de otras clasificaciones distintas y en ocasiones por ninguna, simplemente se reivindica la originalidad de una condición que otros desean reducir a la enfermedad–. La filosofía griega impelía a aprender a gobernar nuestro interior en el mismo momento en que participamos en el gobierno de nuestra ciudad. Puede ser la ciudad política concreta o puede ser la ciudad que nos reúne virtualmente con otros seres humanos, independientemente de las divisiones de póleis, imperios y culturas. Foucault caracterizó ese ejercicio como el de una estética de la existencia, en un sentido muy preciso: un idéntico estilo de vivir define a quien administra con sabiduría sus pasiones y a quien se entrega –como ciudadano, magistrado, funcionario o emperador– a la actividad colectiva con los otros. Elegir nuestra intimidad es adoptar nuestro ser político, y ello por cuestiones básicamente concretas. Debemos gestionar los tiempos en que nos dedicamos a nosotros y ver cómo nos permiten dedicarnos a los demás, sabemos que quien se comporta tiránicamente consigo mismo lo hará con el otro, ya sea en juegos sexuales o prácticas regladas políticamente. Foucault nos ayuda a pensar, en conversaciones que, al hilo del análisis, convocan a Platón y a Marco Aurelio, cómo podríamos articular de otro modo nuestra relación con nosotros mismos. Pero no para engolfarnos en la intimidad, sino precisamente para aprender que ella queda constituida por nuestra experiencia política y contribuye a que esta cambie o se mantenga.

La segunda razón por la que Foucault lector de los griegos nos interpela es invitándonos a pensar la libertad política tanto a nivel colectivo como individual. Está ligado con lo anterior, aunque refiriéndose a una dimensión más directamente vinculada con el tejido político. No basta, nos dice Foucault, con disfrutar de una democracia para poder hablar con claridad y sin miedo. Tampoco se justifica, incluso si soportamos una tiranía, que no pre­paremos nuestra intimidad con arreglo a principios de libertad política, esos que impedirán que nos confundamos con nuestro entorno, que nos rebajemos a la servidumbre que intenta imponernos. Los cursos dedicados a la parresia, la franqueza, se convertirán en clásicos de la psicología política. Foucault nos ayuda a cartografiar las fuerzas que permiten o impiden la intimidad democrática, pues no basta con abolir las cadenas constitucionales para que se eliminen las que encogen y ruborizan nuestro cuerpo o imponen que nuestra lengua se active para atacar sin criterio y se congele cuando le convenía desatarse ante un espectáculo innoble.

Termino. Recuperar el diálogo que Foucault entabló en el aula, engarzar en aquella conversación para entablar nuevos intercambios en las nuestras. En acuerdo o en desacuerdo con él, la lectura de Foucault proporciona siempre lucidez personal e impulso para la libertad colectiva. Nos hemos propuesto anudar ese diálogo complejo convencidos y convencidas de que, con él, nuestras aulas y nuestra esfera pública serán más intensas y más ricas.

BIBLIOGRAFÍA

ALTHUSSER, L. (1969), Lénine et la philosophie, París, Maspero.

MERLEAU-PONTY, M. (1960), «Partout et nulle part», Éloge de la philosophie, París, Gallimard.

MORENO PESTAÑA, J. L. (2012), «Jacques Donzelot’s The Policing of Families (1977) in Context», R. Duschinsky y L. A. Rocha (eds.), Foucault, the Family and Politics, Londres, Palgrave Macmillan.

[1] Mi aportación a este libro se ha realizado en el marco del proyecto financiado por la Agencia Estatal de Investigación «Desacuerdo en actitudes. Normatividad, desacuerdo y polarización afectiva» (PID2019-109764RB-100) y de la Unidad de Excelencia FiloLab-UGR.

I. UNA HISTORIA DEL SABER SIN PODER

Lecciones sobre la voluntad de saber (1970-1971)

José Luis Moreno Pestaña

El primero de los cursos de Foucault en el Collège de France es inaugural en dos sentidos. Por un lado, nuestro autor (nacido en 1926) está llegando al ecuador de sus cuarenta años y disfruta del re­conocimiento de una institución académica de elite[1]. Los cursos del Collège de France exigen de un profesor que presente anualmente una investigación original y que con esta imparta veintiséis horas de enseñanza. A ese curso puede asistir libremente quien lo desee y por tanto no se requieren ni matrículas ni exámenes ni notas. Son cursos donde un gran investigador o investigadora comunican sus trabajos sin coacciones académicas. Sin duda, el curso que vamos a leer consolida la personalidad intelectual de Foucault y le confirma los rasgos que más sobresalen de ella. Antes había producido una obra de gran envergadura. Pero es ahora cuando en su trabajo se van a anudar, de manera absolutamente indisociable, la creación intelectual y la atención a la actualidad política, la erudición y la sensibilidad al contexto, el oficio de filósofo y, si se quiere, el de periodista o, al menos, la práctica del ciudadano comprometido. Quien se acerque al conjunto de los cursos del propio Foucault, podrá comprobarlo.

Por otro lado, es inaugural en un segundo sentido. En buena me­dida, este es un curso sobre el nacimiento de la justicia penal. Cuando se explica se está desarrollando en Francia el Groupe d’Informa­tion sur les Prisons(Grupo de Información sobre las Prisiones). En mayo de 1970 el gobierno francés disuelve una organización de extrema izquierda denominada Gauche Proletarienne (Izquierda Proletaria). Teóricamente se trataba de una organización de obediencia maoísta y, por tanto, partidaria del dirigente del Estado chino. Sin embargo, si se mira más de cerca, la visión que se tenía entre sus militantes de la realidad de la China comunista se encontraba distorsionada. Aunque existía una corriente marxista-leninista ortodoxa, otra buena parte de la organización se encontraba cercana al pensamiento y a la práctica anarquista. Entre sus prioridades se encontraba la crítica del sistema judicial y penitenciario francés y así, entre 1970 y 1972 se van a suceder denuncias sea de procesos penales sea de las condiciones de vida en las prisiones. Dos grandes filósofos se van a distinguir en el apoyo a estas acciones. Uno será Jean-Paul Sartre y el otro Michel Foucault. Un simple vistazo del conjunto de las contribuciones de nuestro volumen confirmará que el interés de Foucault no fue flor de un día, sino que le llevará a escribir Vigilar y castigar, una de sus obras más importantes, y, por supuesto, a dedicarle al problema penal una atención sostenida durante otros cursos del Collège de France. Cuando en Lecciones sobre la voluntad de saber leamos a su autor hablar de las ordalías (o desafíos del mundo griego arcaico), del tribunal de Edipo o de la separación del saber y el poder debemos esforzarnos por componer esas lecciones con la práctica política de aquellos años: Foucault repartiendo cuestionarios entre los detenidos y sus familias para conocer sus modos de vida, Foucault dando forma a denuncias que llegaban desde dentro de las prisiones, Foucault discutiendo con jóvenes militantes acerca de qué significa castigar y reinsertar. No estamos ante una persona que pasa sus horas entre libros y congresos de filosofía, sino ante quien se reúne con quienes sufren y padecen condiciones de vida crueles derivadas del propio encarcelamiento o el de sus próximos; de hecho, si de profesionales se trata, Foucault se encuentra rodeado de gentes que no ejercen la filosofía, aunque se interesen por ella: asistentes y asistentas sociales –en la época se empezaba a hablar ya de trabajo social y no de asistencia social–, enfermeros y enfermeras penitenciarios o juristas (Moreno Pestaña, 2009).

COORDENADAS FILOSÓFICAS DEL CURSO. OTRA PRÁCTICA DE LA FILOSOFÍA

Además, veamos en qué otro sentido es inaugural este curso. En su interior se nos ofrece un estudio sobre el nacimiento de la práctica filosófica y, de algún modo, se nos invita a renovarla, a practicar la filosofía de otro modo. Evidentemente, había filósofos para quienes Foucault no era tal, sino un historiador. A Foucault le llamaba la atención el afán por publicar de los intelectuales consagrados, lo que les impedía conocer el mundo. Hay que publicar menos y frotarse más con la realidad, venía a decirle a un interlocutor californiano a mitad de la década de los setenta (Wade, 2019: 40). En cualquier caso, lejos de huir ante ese no hacer filosofía –como se debe–, el autor se reivindica: hago filosofía pero de otra manera o lo que vosotros llamáis filosofía no me interesa como tal. Y en este curso os voy a mostrar qué filosofía hacéis vosotros y cómo merece la pena prestar atención a otras modalidades de practicarla.

Esta nueva práctica de la filosofía se encuentra articulada con el compromiso político y no es exclusiva de Foucault. Sabemos que otros filósofos próximos reivindicaron propuestas similares. Los editores del curso nos hablan de la influencia de la historia de la filosofía practicada por Gilles Deleuze en una obra publicada en 1969 y titulada Diferencia y repetición y de la herencia de Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Pero pueden añadirse otras obras que nos ayudan a comprender un asunto capital: al interrogarse sobre cómo practicar la filosofía, Foucault se sitúa en el centro de una inquietud generacional. Esta consiste en interrogarse si filosofar consiste en meditar sobre el canon de la filosofía. En eso este curso es absolutamente clave porque recoge problemas importantísimos, no para la filosofía, sino para cualquiera: ¿qué es una tradición cultural?, ¿có­mo llega hasta nosotros y nosotras?, ¿qué significa repetir sus pautas?, ¿no olvidamos algo que viaja silenciosamente con ella y que nos impide saber que cabe pensar de otra manera?

Foucault, inmediatamente se verá, nos anima a salir de la repetición monótona de esa tradición. Y después de este curso lo dirán a su manera dos pensadores que, como Deleuze, fueron cercanos a Foucault, aunque a veces la proximidad se articulaba en conflictos agudos. Jacques Derrida (1972: XIV-XV) publicó la obra Márgenes de la filosofía donde analiza, en un tono crítico, que la filosofía era incapaz de hacer otra cosa que ocuparse de ella misma en un sentido muy particular. Por supuesto que los filósofos reconocen que existen saberes externos, mas siempre se las arreglan para introducirlos en su propia lógica a partir de dos procedimientos. El primero consiste en poner a tales prácticas por debajo de la filosofía. Derrida nos dice: la filosofía establece jerarquías que colocan a las demás prácticas en su sitio y este siempre es subordinado. Diciendo, por ejemplo, cuál es el lugar adecuado de la poesía y cómo para comprender bien un poema necesitamos una buena disquisición filosófica sobre, por ejemplo, qué es la verdad literaria. El segundo procedimiento consiste en señalar a cada práctica –por ejemplo, especifico, la pedagógica– que, aunque no lo sepa, se realiza desde supuestos filosóficos muy importantes; tanto que, de no comprenderlos, ni siquiera se comprende a sí misma. De ese modo se encuentra, por así decirlo, envuelta en filosofía y debe acudir al filósofo de guardia para recibir de él las lecciones necesarias.

Influido explícitamente por Derrida, y tiendo a pensar que también, aunque más silenciosamente, por Foucault, se encontraba Louis Althusser, filósofo marxista que fue un maestro muy estimado por ambos. Althusser pronunció en 1975 una conferencia en Granada titulada «La transformación de la filosofía» donde explicaba que la filosofía tradicional se ejercía explotando a las prácticas que le eran exteriores, extrañas a la filosofía. En la tradición marxista explotar significa utilizar la contribución de otra persona sin reconocerla y sin hacerla cabalmente partícipe de los beneficios que ha producido. ¿Y cómo sucede eso en la relación entre práctica y filosofía? Pues hay que descomponer esa práctica hasta dar de ella la imagen que mejor cuadre con mi perspectiva. Por ejemplo, en la práctica política me interesan los discursos de cada agente y me olvido de los intereses materiales que hay detrás de los mismos; incluso de cómo esos agentes los practican utilizando la fuerza, la coacción o la violencia. La filosofía considera inesenciales esos intereses y presume que el meollo de lo político se encuentra en cuál es la forma de gobierno más racional –asunto sobre el que la filosofía se ha especializado en establecer argumentos–. Sobre los conflictos de intereses, una vez barridos debajo de la alfombra, la filosofía cierra su boca ver­gonzan­te­mente. Una vez que se ha descompuesto la práctica toca recomponerla, armarla de nuevo a partir de aquello que nos interesa conservar. Ese imperialismo filosófico ayuda a sacar plusvalías de otros discursos, por ejemplo el político, siempre para rubricar la necesidad de la filosofía. Además, la filosofía tradicional se quitaba de encima un problema enorme, verdaderamente angustioso y que Foucault tocará en este curso de manera brillante: cuánto puede enseñar la política acerca de las opciones filosóficas, esto es, cuánto podían dar­le lecciones las prácticas políticas a la filosofía. Pues a lo mejor la filosofía tiene por detrás a la política, aunque considera de mal gusto que se sepa y hace todo lo posible porque se ignore (Althusser, 1975).

Nos encontramos entonces con dos ejes de comprensión del curso de Foucault. En un eje se conecta con la lucha contra el poder de castigar, suponiendo que está claro quién es delincuente y quién detenta la justicia, como si eso pudiese aseverarse sin esconder los propios intereses. En el otro eje se discute la pretensión de la filosofía de no tener nada que aprender de su exterior, de todo lo que se encuentra detrás del modo en que se manifiestan los filósofos. Al­thusser ponía un ejemplo que tenía su pizca de gracia escatológica. La filosofía pretendía algo similar a lo que el escritor François Mauriac atribuía a las personas ilustres: estas carecían de trasero. La filosofía, pues, no tenía ningún trasero y no sabía nada de lo social ni de la política. Todo en ella era búsqueda de la verdad por el camino de encadenamientos lógicos argumentados.

Con verdadero talento de artista, Foucault va a abrochar ambos ejes. Nos ofrecerá una historia de cómo surge la filosofía pura –perdóneseme la expresión: sin culo– y a la vez cómo ese acontecimiento se encuentra vinculado con el mito de que se puede juzgar y condenar con pureza, sin que eso sirva para satisfacer las necesidades mezquinas del juez y de sus intereses. Comencemos por la filosofía.

LA FILOSOFÍA COMO COMENTARIO INAGOTABLE Y LOS SABERES DEL TRASERO

Foucault nos propone una historia acerca de cómo la filosofía se presenta ajena al poder y al conflicto, y convierte a Aristóteles en su protagonista. De entrada porque fue el filósofo de Estagira quien expulsó a los sofistas de la filosofía. Procede, antes de seguir, una aclaración. La denominación sofista recubre a filósofos muy diferentes, con opiniones políticas incompatibles –algunos partidarios de la de­mocracia, otros cínicos defensores de las peores oligarquías–. En la lección del 6 de enero de 1971, en el sentido que refiere Foucault, el de la tradición inaugurada por Aristóteles, se trata de seudofilósofos porque se encuentran fuera de la verdad (Foucault, 2015: 39-60). Por supuesto, es difícil incluir a algunos denominados sofistas dentro de ese patrón, basta con ver las positivas cualidades con las que los retratan sus críticos –por ejemplo, la imagen de profundidad intelectual e interés humano que Platón nos proporciona del «sofista» Protágoras.

Dicho lo cual, al parecer de Foucault, ¿dónde se encontrarían entonces los sofistas? Ocupados de los conflictos en el discurso y de cómo de esa manera se articulan con el gobierno de los sujetos, esto es, con las relaciones políticas. Para los sofistas el poder y el discurso no se encontraban separados. Para ellos resultaba evidente que cuando argumentamos tenemos algo que ocultamos, nuestro trasero, y resulta relevante para lo que decimos.

Para la filosofía que inaugura Aristóteles, el poder y el discurso verdadero, el filosófico, se encontraban separados. De hecho, esa filosofía se constituye desterrando perpetuamente a los sofistas del paraíso filosófico, del mismo modo que desgaja el poder del discurso racional. En la filosofía solo hay espacio para una verdad no contaminada, de lo contrario no merece la pena ni que se la considere. Dicho lo cual podría concluirse que la filosofía funciona como la ciencia. Una vez que se conquista la verdad poco hay que decir, salvo reconocerla, aprenderla y dirimir cómo se aplica a nuestra existencia. Pero ¿por qué demonios se pasan entonces el tiempo los filósofos leyendo y comentando a sus ancestros? Resulta difícil de explicar, pero será posible hacerlo gracias a una enorme jugada aristotélica. Los filósofos se encuentran en la verdad, pero nunca de manera completa, íntegra. Junto a la luz que desprenden se habilita una zona de sombra y oscuridad. Solo cabe, por tanto, recorrer cada vez las obras y dedicarnos a ver si estamos de acuerdo o no con lo que señalan de ella otros intérpretes.

Eso sí: es un comentario de los textos, en los cuales la verdad refulge con su sombra. Porque si considerásemos que comprender a un autor exige volcarse en su biografía, interrogar sus intereses de clase o sus prejuicios de género nos encontraríamos dentro del campo de los sofistas: introduciríamos la política, la dominación y las pasiones como constitutivas del discurso. Le concederíamos a la historia, la sociología o el feminismo –verdaderos saberes del trasero– el privilegio de que le enseñen a la filosofía qué papel desempeña, a menudo sin saberlo. Y eso sería acabar con la jerarquía que coloca, tal como explicó críticamente Derrida, a la filosofía por encima de cualquier otra práctica.

LA FILOSOFÍA COMO COMBATE

Ante esta situación cabe ampliar el área de la filosofía y dar­les entrada a los excluidos, por ejemplo a los sofistas, tal vez leyéndolos con más cuidado y demostrando que también ellos se encuentran en la verdad, aunque, como cualquier pensador, no en toda la verdad. Es la línea que seguirá Althusser (2016: 57), por ejemplo, otorgándole ciudadanía filosófica a Protágoras, aunque como filósofo materialista. Foucault (2015: 61-73) en la lección del 13 de enero de 1971, rechaza ese procedimiento de introducir a los sofistas de matute, un poco de manera vergonzante, dándole a al­guno de ellos el perdón, sin cambiar un ápice de la manera de filosofar.

¿Cuál sería esa nueva manera de practicar la filosofía? La dominante, la iniciada por Aristóteles, se interesa por el significado de los discursos filosóficos. La manera sofística insistía en que se dice algo por parte de alguien en unas determinadas condiciones. Para comprender una filosofía debemos estudiar lo que se dice, quién lo dice, dónde y cuándo lo dice: en ese momento, las costuras del discurso filosófico presuntamente racional saltan por todas partes. Foucault no dice que se trata de abandonar la filosofía en favor de la sociología del conocimiento, esto es, de las condiciones de cómo se producen los discursos y qué efectos tienen dentro de una coyuntura social compleja. Sin embargo, resulta difícil pensar qué otra cosa puede querer decir. Por supuesto, eso no elimina la necesidad de comprender qué significa lo que sostiene cada filósofo. Pero en esa comprensión tenemos que tener claves que no se encuentran solo en los libros. Aristóteles se imagina que el saber se encuentra al margen del poder. Foucault, inspirándose en los sofistas, vuelve a introducir el segundo en la base del primero.

Se trata, por tanto, de dos procedimientos frente a frente. En uno el enunciado se considera que nos muestra la realidad, aunque, como señalé, no lo haga nunca sin problemas, con cegueras y distorsiones –precisar dónde es la tarea a la que se entregan los comentaristas–. Es el modelo de la historia de la filosofía estándar. La alternativa sofista a este modelo es la de un discurso situado en un conflicto donde lo que se dice busca imponerse a otros decires, donde los filósofos no son sujetos que se disuelven en la verdad, sino que pugnan en combates –teóricos, políticos, etcétera.

¿Cómo comprender este segundo modelo? Creo que ayuda bastante las propuestas cercanas, aunque no idénticas, de Louis Althusser (2015: 109-127). Este hablará de que la filosofía siempre incluye actos de guerra teóricos, donde se intenta derrotar a contendientes intelectuales y a través de esa pelea teórica se manifiesta una guerra de tendencias: la filosofía idealista –la que pretende que todo es interior a ella– se enfrenta a la materialista. El marxista francés escribirá esto en una obra no publicada, de corte similar a la conferencia de Granada, y escrita en 1976. La cuestión no es si un enunciado es verdadero, sino si se ajusta a las exigencias siempre coyunturales de un conflicto. En términos de la lección del 6 de enero de 1971 (Foucault, 2015: 39-60), los discursos son acontecimientos generadores de símbolos, los cuales pueden utilizarse en conflictos diversos y para objetivos relativamente imprevistos por quienes los han utilizado anteriormente. Althusser (2015: 125-126) compara el trabajo filosófico con el de alguien que ajusta herramientas para un fin que pueden o no haber tenido antes, en cuyo caso necesitamos introducir siempre ciertas innovaciones.

Prestemos atención a un punto. Aristóteles, siempre según la versión foucaultiana, estableció una práctica de la filosofía, la del comentario cuidadoso de un texto, que se ha reproducido durante siglos, de hecho aún se sigue enseñando y practicando. Incluso existen, por paradójico que resulte, quienes leen la obra de Foucault como si pudieran comprenderla sin comprender su biografía, sus conflictos filosóficos o su coyuntura política. Precisamente esta paradoja debe hacernos reflexionar. La práctica del comentario filosófico eterno ha acabado atrapando al propio Foucault, quien tanto hizo para liberarse de ella. Esto nos da una idea de hasta qué punto resulta innovador el planteamiento de Foucault y cómo conmueve la práctica tradicional de la filosofía. De hecho no comprenderemos bien Lecciones sobre la voluntad de saber, sin intentar situar a su autor en los frentes que he destacado muy someramente: Foucault proponiendo otra práctica de la filosofía frente a quienes lo acusan de no ser un filósofo –porque los filósofos no se ocupan de los problemas que él se ocupa, sino… de lo que han dicho otros filósofos– leyendo la Antigüedad Clásica para incidir en la actualidad penal o discutiendo con gendarmes y guardias en movilizaciones de solidaridad con los presos. Por supuesto, esto no quiere decir que el curso se reduzca a esas coordenadas. La prueba es que solo Foucault supo ofrecernos una lectura filosófica tan intensa de tales contextos. Y eso quiere decir que hay algo estupendamente singular y original que nos habla de las cualidades intelectuales de Foucault. Otros, en idéntico contexto, fueron incapaces de proponer una lectura tan estimulante. Mas sin poner sus enunciados en esas coordenadas de lucha, al mo­do en que según él lo hacían los antiguos sofistas, no acabamos de captar en qué piensa Foucault al dictar estas lecciones.

UN RELATO HISTÓRICO

Hasta ahora se ha hablado del desafío a la práctica tradicional de la filosofía, pero falta visualizar la otra línea de fuerza que estructuraba este curso y que, como señalé, era la discusión de la justicia penal. Foucault va a presentárnosla a través de una narración histórica muy particular acerca del nacimiento de la democracia griega clásica. Su tesis es que el nacimiento de una penalidad objetivista –que pretende decir la verdad absoluta sobre un hecho considerado delictivo– conoce un proceso homólogo al de la expulsión de los sofistas de la filosofía. En este caso lo que se expulsan son las prácticas aristocráticas de conflicto.

Foucault recoge mucho de la Escuela de París de estudios clásicos, nucleada alrededor del legado del erudito Louis Gernet quien fue un gran estudioso de la penalidad ateniense. La lectura foucaultiana de la tragedia de Sófocles Edipo rey también es muy deudora de los trabajos de Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, dos discípulos y continuadores de Gernet. Además, se daba el caso de que ambos eran personas implicadas políticamente, el primero en la renovación del Partido Comunista Francés –y ello a través de sus estudios sobre la democracia ateniense– y el segundo con el Groupe d’Information sur les Prisons. La Grecia clásica funcionaba como un acicate para pensar el presente y comprometerse críticamente en su transformación. Foucault se introduce, pues, dentro de una corriente importante entre sus contemporáneos.

La idea de una justicia objetiva, en manos humanas, recorre un larguísimo camino. En el mundo homérico, la verdad aún se expresaba en el conflicto a través de las denominadas ordalías. El ritual judicial funcionaba como sigue: los individuos se enfrentan por un juramento o imprecación y de ese modo se exponen a la cólera de los dioses, la cual dictaminará quién lleva razón. Foucault subraya que el sujeto se ofrece como testigo de su verdad. Entre nosotros, y eso se estabilizará ya en la Grecia democrática, nos remitimos a una noción objetiva de la verdad, donde suponemos que constatamos los hechos con fidelidad. Fijémonos en que ello se parece mucho al modelo de verdad que defendía Aristóteles: una verdad referida a los hechos, expresada en oraciones donde se transparentan las cosas. Y reparemos también en que las luchas homéricas, donde los individuos se exponían al dictado de los dioses ofreciéndose en el combate, tienen enormes semejanzas con los sofistas que consideraban los enunciados como armas de guerra. La verdad objetiva en la filosofía se corresponde con la verdad jurídica mientras la guerra de símbolos sofista tiene un claro paralelismo como las pugnas nobiliarias de la Ilíada.

Nos falta saber cómo se impuso la verdad jurídica, pues podemos suponer que Aristóteles, en el nivel del discurso, es deudor de un desarrollo sociopolítico anterior. Foucault nos lo explica con todo lujo de detalles y así nos muestra cómo ejercitar una práctica de la filosofía que no se concentra en el comentario eterno de los autores. Los conflictos sociales en la sociedad antigua comienzan a promover el alzamiento de leyes codificadas por escrito. El conflicto entre los individuos, las ordalías, deja paso a leyes escritas sobre las que comienzan a asentarse cambios institucionales tendentes a la democracia. Junto a la ley escrita se extiende la idea de una justicia igual para todos o isonomía.

La escritura impone patrones de juicio precisos donde se trata de prever el alcance de los daños y las responsabilidades. Y ciertas ideas comienzan a gravitar juntas. Se puede establecer la verdad jurídica, esta surge de patrones objetivos de medida y sobre todo ello se levanta el poder político soberano. Un poder fundado así se asienta en la verdad y en el escrutinio desapasionado y por ello está alejado del poder y del deseo. La extensión de la escritura, y su conjunto gravitacional de verdad, medida y soberanía, se nos ilustran en varias escenas históricas. En una de ellas se nos muestra que los griegos se entregan a procesos de colonización y con ello a la necesidad de inventar casi de cero estructuras políticas. Las clases humildes necesitan reglas jurídicas precisas con las que protegerse de las estrategias expoliadoras de los ricos. Otra escena tiene que ver con una enorme transformación del arte de la guerra. Con la revolución hoplita se promueven dos procesos. El primero es la integración del ciudadano medio en la milicia, lo cual vuelve imposible excluirlo del gobierno de la ciudad. El segundo es que comienza a desarrollarse un artesanado para fabricar armamento. Este no solo cambia la estructura social, sino que hace partícipe a estos trabajadores de la defensa de la ciudad. La aristocracia detentaba una legitimidad debida a su monopolio del arte de la guerra. Ahora empieza así a entrar en decadencia. Será una parte de las elites aliada con el artesanado y el campesinado la que imponga los procesos democráticos que caracterizaron al siglo VI y al V a. n. e. En fin, entre otros elementos, Foucault destaca la aparición de la moneda, signo por excelencia de la medida. La moneda acompaña las reformas fiscales en favor de los pobres y acrecienta la sumisión de la realidad a mensuración: de lo que se posee, de lo que se necesita, de lo que se reparte. Gracias a la moneda se regulan los conflictos sociales, con dos consecuencias. En un sentido, controlando el poder de la vieja aristocracia agrícola, sometida ahora a la alianza entre los campesinos y los artesanos con la nueva aristocracia manufacturera. En otro sentido, calmando el conflicto de clases e impidiendo un choque frontal entre los dominantes y los dominados. Foucault, que en esa época defiende posiciones de izquierda muy radicales, registra dos estrategias de apaciguamiento. Una es la que conduce Solón en Atenas: se integra a las clases bajas en el poder político sin tocar la estructura económica. Otra es la impulsada por el tirano Cípselo en Corinto, donde hubo redistribución fiscal sin ceder un ápice de poder político.

Y con esas escenas históricas (legislación escrita, revolución hoplita y transformación monetaria) se produce un cambio religioso. La explicación es la siguiente. Entre los héroes homéricos se producían ritos de ablución. Con estos los sujetos cruzaban fronteras entre territorios y momentos. Quien había cometido un crimen, por ejemplo en la guerra, realizaba sus purificaciones rituales para realizar una ofrenda a los dioses. La lógica era respetar los distintos espacios y mostrar que se conocía que cada uno de ellos exigía comportamientos diferentes. Foucault realiza una sutil interpretación política y psicológica. Al realizar las abluciones el individuo no se purificaba, precisamente porque no tenía ninguna mancha interna. Simplemente el individuo que guerreaba introducía una discontinuidad cuando oraba.

Las transformaciones democráticas tienen efectos en la religión. Ya no son los individuos los que se comunican con los dioses y les proponen testimonio de reconocimiento –así al realizar un rito de purificación–. Los rituales se codifican –como las leyes– y se ponen al alcance de todos. Los dioses ya no se relacionan de manera distintiva con las familias aristocráticas, sino que la relación con los dioses se administra colectivamente a través del aparato de Estado. De ese modo, los delitos cambian y con ellos la noción de impureza. Antes, decía, se trataba de no confundir los momentos. Ahora el crimen se convierte en un estigma permanente, que marca al individuo y que amenaza a toda la ciudad. El criminal contiene una mancha y debe excluírsele de la ciudad. La verdad no tolera la impureza de un acto criminal.

Recapitulemos. Resulta que la evolución del mundo clásico impone la idea de una justicia objetiva, vinculada a la posibilidad de codificar las violaciones de la ley. El poder comienza entonces a basar su soberanía en la verdad. Verdad en dos sentidos: porque el poder establece condiciones para saber qué es justo y qué no, y porque el poder es legítimo en la medida en que obra justamente. El poder regula la verdad y saca su lustre de esa verdad que, por otra parte, ha regulado. En ese proceso se amplifican constantes instancias de nivelación de las diferencias: en la lucha militar, en la redistribución fiscal, en la partición democrática del poder político, etc. El mundo, podríamos decir, comienza a ser sometido a constante medida. Y para un poder que codifica lo justo y lo injusto, y que se legitima en lo permitido, no existe nada más perverso que quienes desarrollan actos degradantes. Con ello se ofende a los dioses que protegen a la ciudad y que son celebrados por esta en rituales públicos.

EL TIRANO EDIPO

Dentro de una extensa ola de conflictos de clase comenzó a destacarse una figura de significado ambivalente: la del tirano. El término tirano tiene hoy un sentido denigratorio que no tenía al comienzo de su existencia. Los tiranos solían ser individuos con capacidades extraordinarias, surgidos en los combates contra la aristocracia. Los caracterizaba no formar parte de la nobleza guerrera tradicional y, por tanto, de usurpar un prestigio tradicionalmente reservados a in­dividuos procedentes de una cierta clase social. Además los tiranos suelen adoptar medidas de redistribución favorables a las clases humildes, como muestra el nombrado Cípselo de Corinto o Pisístrato en Atenas. Con el tirano, el saber gobernar aún se encuentra unido a una subjetividad extraordinaria, a un deseo subjetivo. Hay algo desmedido en la personalidad apabullante del tirano.

Poco a poco, la tiranía comenzó a adquirir los rasgos sombríos por los que la conocemos. Los tiranos, por extraordinarios que fuesen, no podían evitar que su exceso de poder les nublase su saber, su violencia perturbase el ejercicio del gobierno. El emblema de todo ello se encuentra en una reflexión ateniense sobre la tiranía. La obra fue escrita por un dirigente político, con cargos que iban desde la recaudación fiscal del imperio ateniense (la Liga de Delos) hasta el ejercicio del poder militar. Los atenienses elegían anualmente un colegio de estrategos que conducía los ejércitos y en él se sentó este poeta, filósofo y dirigente militar llamado Sófocles. La pieza que escribió la conocemos como Edipo rey, pero su autor la titula Edipo tirano. En ocasiones, los griegos utilizaban tyrannos en lugar de basileus, la palabra griega que traducimos por rey. Mas como puso de manifiesto el helenista Bernard Knox (1957: 53-54) en un libro clásico, Sófocles usa el término para designar un dirigente que accede al poder de manera extraordinaria y que también lo ejerce así. Es un tirano, no un rey cualquiera al uso.

El tirano accedía al poder en circunstancias críticas y de hecho se caracterizaba por salvar a su pueblo con sus cualidades providenciales. Pero su tipo de poder tendía al exceso y se convertía en incoherente con los ideales de justicia y de medida (Rodríguez Adrados, 2007: 95), precisamente aquellos que habían servido, como se ha visto, para combatir a los próceres más o menos representativos de la nobleza homérica.

En cualquier caso, una tragedia no se deja leer fácilmente, y esta aún menos. No resulta sencillo saber a quién se refiere exactamente Edipo: puede referirse a los dirigentes del pueblo que se imponen a las leyes, quizá el dirigente democrático Pericles acusado por sus críticos de ser una especie de monarca –ya que tenía enorme influencia dentro de la democracia–. Tal vez se refiera a la misma Atenas. Sófocles sabía bien que la democrática polis tenía un rostro autoritario y potencialmente desquiciado. Al fin y al cabo él había participado en las exacciones fiscales a los aliados y en la dirección de la guerra (Knox, 1957: 64-65, 101-102). Detrás del tirano Edipo se insinúa el envés sombrío de la razón democrática. En la última lección del curso, la del 17 de marzo de 1971, Foucault (2015: 179-195) nos explica que el tirano ocupa un lugar intermedio entre el sabio y el poder popular. El primero representa a los creadores de leyes fundamentales pero que no ejercen el poder. El ejemplo es Solón, quien tras establecer las leyes abandonó Atenas para que los ciudadanos aprendiesen a gobernarse por sí mismos. El poder popular, todo lo contrario, es aquel que disuelve las leyes en el fragor de la voluntad democrática, a menudo conmovido por el discurso demagógico. Entre medias se encuentra el tirano. Su componente revolucionario lo acerca del pueblo y lo vuelve temible, mientras que puede realizar un gobierno prudente si sigue los consejos del sabio.

PUREZA Y VERDAD OBJETIVA

Foucault va a seguir en parte tales interpretaciones –Edipo es una imagen de la tiranía democrática griega– pero proporcionándoles un sesgo muy particular. Aparecen, sobre todo, en dos conferencias pronunciadas en 1972 en las norteamericanas universidades de Búfalo y Cornell. Su lectura tiene dos claves, una en la que se muestra la impureza del crimen y otra, conectado con ella, donde se defiende un saber objetivo. Edipo mató a su padre Layo sin saberlo y con ello acarrea la desgracia de la peste que se abate sobre Tebas. Llegó a ser tirano salvando a su ciudad de la Esfinge, pero también después de una carnicería (precisamente la de su padre y la de sus acompañantes). Edipo se nos muestra como un gobernante querido por su pueblo e incluso democrático, en el sentido en que investiga el crimen públicamente, recordando en su proceder a las fórmulas empleadas en los jurados de la Atenas democrática. Pero el suyo es un poder al que le falta la pureza, pues ha infringido la norma fundamental. Todo lo cual se denota en su conducta donde a veces se comporta como el amo de Tebas y no ya como el dirigente democrático. Edipo se encuentra atrapado por una enorme inestabilidad, como los tiranos: a la vez gobernante justo, pero secretamente corroído por un acceso ilegítimo al poder.

El debate sobre la peste tebana nos introduce en el aspecto epistemológico de la obra sofóclea. Edipo comienza haciendo frente a la noticia de la peste que procede de Apolo y del ciego Tiresias, su enviado: la epidemia que azota a Tebas procede de la muerte de Layo, su legítimo rey. Ambos dicen la verdad, pero Edipo reacciona, como el hombre ilustrado que es, desconfiando de los saberes enunciados sin demostración. Abre entonces una investigación judicial con la que seguramente el espectador reconocería fragmentos de las fórmulas de la administración judicial ateniense: el coro tiene todas las trazas de los tribunales populares de la democracia (Knox, 1957: 86-87). La tragedia juega con los significados y va sugiriendo unos y otros a medida que avanza la trama. Conforme transcurre la investigación se nos ofrece la dificultad de los reyes para acceder a la verdad. Los procedimientos de investigación, abiertos por el mismo Edipo, continúan su curso, y acabarán confirmando lo enunciado por Apolo y Tiresias. Pero de un modo muy distinto: a través del testimonio de dos personajes humildes, uno de Tebas y otro de Corinto, que contando lo que han visto con sus propios ojos resuelven el enigma de la obra. Ni en dioses –que dicen la verdad sin argumentos– ni en reyes –que se complican con sus problemas palaciegos– está el supremo salvador. Solo en personas que ven y que pueden hablar.

Saber objetivo, saber de hombres sin cualidades extraordinarias. La ciudad accede a la verdad gracias a las leyes y Edipo, quien las puso en funcionamiento, acaba sucumbiendo ante ellas. Es el poder de la verdad de los cualquiera. Al concluir con ello la pieza, Sófocles realiza la apología epistemológica de la democracia. El pueblo tiene un saber sin poder. Idéntico saber que el que reivindicaba Aristóteles para la filosofía y frente a los sofistas.

Acontecimientos

Orden político

Orden de la filosofía

Dimensiones

(Edipo rey)

(Aristóteles contra los sofistas)

Saber

Saber al alcance de cualquiera, ajeno a los personajes con poder

La filosofía como significado sin referencia al exterior

Pureza

Exclusión del tirano como poder ilegítimo manchado

Exclusión del sofista: el saber sin poder