Ítaca - Claire North - E-Book

Ítaca E-Book

Claire North

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Beschreibung

Hace diecisiete años, el rey Ulises navegó a la guerra con Troya, llevando consigo a todos los hombres en edad de luchar de la isla de Ítaca. Ninguno de ellos ha regresado, y las mujeres de Ítaca son quienes deben dirigir el reino. Penélope era apenas una mujer adulta cuando se casó con Ulises. Mientras él estuviera vivo, estaría a salvo. Pero ahora, años después, aumentan las especulaciones de que su marido está muerto y los pretendientes empiezan a llamar a su puerta. Ningún hombre es lo suficientemente fuerte como para reclamar el trono vacío de Ulises. Penélope sabe que un paso en falso puede llevar a una sangrienta guerra civil. Solo a través de la astucia, el ingenio y su círculo de sirvientas de confianza, puede mantener la frágil paz necesaria para que el reino sobreviva.   Esta es la historia de Penélope de Ítaca, la famosa esposa de Ulises, como nunca antes se había contado. Por encima de la isla, los dioses conducen las guerras de los hombres. Pero en Ítaca, son las mujeres abandonadas y sus diosas las que cambiarán el destino del mundo.

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ÍTACA

Claire North

Traducción: Constanza Fantin Bellocq

Título original: Ithaca

Edición original: Little, Brown Book Group Limited.

© 2022 Claire North

© 2022 Little, Brown Book Group Limited

© 2023 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2023 Vidis Histórica

www.vidishistorica.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-95-4

PERSONAJES

La familia de Odiseo

Penélope: esposa de Odiseo, reina de Ítaca

Odiseo: marido de Penélope, rey de Ítaca

Telémaco: hijo de Odiseo y Penélope

Laertes: padre de Odiseo

Anticlea: madre de Odiseo

Consejeros de Odiseo

Medón: anciano y bondadoso consejero

Egiptius: anciano consejero, menos bondadoso

Peisenor: antiguo guerrero de Odiseo

Pretendientes de Penélope y sus parientes

Antínoo: hijo de Eupites

Eupites: encargado de los muelles, padre de Antínoo

Eurímaco: hijo de Pólibus

Pólibus: encargado de los graneros

Anfínomo: guerrero de Grecia

Andremón: veterano de Troya

Minta: camarada y amigo de Andremón

Kenamón: un egipcio

Nisas: pretendiente de poco renombre

Criadas y plebeyos

Eos: doncella de Penélope, peinadora

Autónoe: criada de Penélope, encargada de la cocina

Melanto: criada de Penélope, leñadora

Melita: criada de Penélope, lavandera de túnicas

Fiobe: criada de Penélope, amistosa con todos

Leaneira: criada de Penélope, troyana

Euracleia: antigua nodriza de Odiseo

Dares: muchacho joven de Ítaca

Mujeres de Ítaca

Priene: guerrera del este

Teodora: huérfana de Ítaca

Anaitis: sacerdotisa de Artemisa

Ourania: espía de Penélope

Sémele: anciana viuda, madre de Mirene

Mirene: hija de Sémele

Micénicos

Electra: hija de Agamenón y Clitemnestra

Orestes: hijo de Agamenón y Clitemnestra

Clitemnestra: esposa de Agamenón, prima de Penélope

Agamenón: conquistador de Troya

Ifigenia: hija de Agamenón y Clitemnestra, sacrificada a la diosa Artemisa

Pílades: amigo, cuasi hermano de Orestes

Iasón: un soldado de Micenas

Egisto: amante de Clitemnestra

Espartanos

Icario: padre de Penélope

Policasta: esposa de Icario, madre adoptiva de Penélope

Tindáreo: padre de Clitemnestra y de Helena, hermana de Icario

Dioses y divinidades varias

Hera: diosa de madres y esposas

Atenea: diosa de la sabiduría y la guerra

Artemisa: diosa de la caza

Calipso: una ninfa

CAPÍTULO 1

Teodora no es la primera en avistar a los invasores, pero sí es la primera en correr.

Vienen del norte bajo la luna llena. No encienden lámparas en las cubiertas, pero se deslizan sobre el océano como lágrimas sobre un espejo. Son tres naves, que llevan unos treinta hombres cada una y rollos de cuerda en la proa para amarrar a los esclavos; los remos casi no tocan el mar, ya que el viento los empuja hacia la costa. No emiten gritos de guerra, no tocan tambores ni soplan trompetas de bronce o de hueso. Sus velas son sencillas y llevan remiendos, y si yo tuviera poderes sobre las estrellas les habría ordenado que brillaran más, pues esas naves sombrías que obstruyen el horizonte amenazan con eclipsar el cielo. Pero las estrellas no son de mi dominio, ni tampoco presto yo mucha atención a los menesteres de la gente común que vive en pueblos soñolientos junto al mar, salvo cuando existe algún tema importante que se ve amenazado por alguna mano artera… o cuando mi esposo se aleja demasiado de casa.

Es entonces cuando, sin intervención celestial alguna, Teodora acerca sus labios para besar a quien podría llegar a ser su amante y vislumbra algo extraño sobre el mar. Conoce bien a las pocas mujeres que pescan por las noches, pero sus proas no se asemejan en nada a las formas que ve por el rabillo del ojo.

Luego Dares, un joven tonto, más tonto que ella, la toma del mentón y la abraza con fuerza y su mano atrevida busca los pechos de Teodora, pero ella tiene otros asuntos en la cabeza.

Por encima de la aldea, una antorcha parpadea sobre los acantilados; la han levantado brevemente como guía nocturna para que los invasores sepan adónde ir. Ya ha cumplido su propósito y la figura que la enarboló se repliega por el camino de piedras, tierra adentro, hacia el sopor de la isla; no siente obligación alguna de quedarse y ser testigo de su obra. Le convendría a ese sujeto pasar inadvertido, salvo para sus aliados; es tarde y el día sofocante se ha apagado en una oscuridad fresca, somnolienta, ideal para roncar profusamente y dormir sin soñar. ¡Cuán poco sabe ese hombre!

En una cueva en lo alto de la costa, una reina andrajosa y sucia observa la noche, con las manos todavía pegajosas de sangre. Ve acercarse a los invasores, pero no cree que vengan a buscarla. Entonces grita, pero no para avisar a la aldea que está abajo, sino para llamar a su amante muerto.

En el este, un rey se retuerce, inquieto, en los brazos de Calipso, que lo acalla y le dice: Es solo un sueño, mi amor. Todo lo que hay más allá de estas costas es solo un sueño˝.

Hacia el sur, otra flota con velas negras permanece en calma, los remeros duermen bajo el cielo paciente, mientras que una princesa acaricia la frente sudada de su hermano.

Y en la playa, Teodora comienza a sospechar que las intenciones de Dares no son del todo puras y que deberían hablar de matrimonio si ese es el camino que tomarán las cosas. Lo empuja con ambas manos para separarse de él, pero él la abraza con fuerza. En ese breve movimiento de pies sobre la arena blanca, Dares levanta la mirada y por fin ve las naves, ve que se dirigen a esa pequeña cala y con lenta inteligencia exclama:

—¿Eh?

La madre de Dares es dueña de un olivar, dos esclavos y una vaca. Para los sabios de la isla, esas cosas en realidad pertenecen al padre de Dares; pero este nunca regresó de Troya, y con el correr de los años en los que Dares pasó de chiquillo a hombre, hasta los ancianos más quisquillosos dejaron de insistir sobre ese punto. Un día, poco después de cumplir sus quince años, Dares se dirigió a su madre y reflexionó:

—Tienes suerte de que te permita vivir conmigo.

Fue en ese momento cuando la madre perdió toda esperanza, si bien ella misma había creado ese monstruo. Él sabe pescar, no muy bien, sueña con convertirse en pirata y aún no ha saboreado el hambre del invierno.

El padre de Teodora tenía dieciséis años cuando se casó con la que sería su madre y a los diecisiete partió para Troya. Dejó atrás su arco, que se consideraba un arma para cobardes, algunas vasijas y una chalina que su madre le había tejido. El invierno anterior Teodora había cazado un lince tan hambriento como ella; ensartó en la mandíbula desafiante del animal el cuchillo que normalmente utilizaba para destripar pescado. Tiene pocos reparos cuando hay que tomar decisiones rápidas ante una amenaza de muerte.

—¡Invasores! —le grita primero a Dares, que todavía no la ha soltado, y luego, cuando él finalmente la libera, va a la aldea de más arriba y a la noche soñolienta; corre hacia las chozas bajas de barro y hacia su hogar, como tratando de atrapar el eco de su propia voz—. ¡Invasores! ¡Nos atacan!

Es bien sabido que cuando una esposa afligida mira hacia el mar en busca de la nave de su marido y atisba una vela con hilos dorados, el tiempo frena su carroza a paso de tortuga y cada minuto de espera se convierte en una hora de agonía. Sin embargo, cuando los piratas llegan a la costa, pareciera que a sus naves les crecen las alas de Hermes y vuelan, vuelan a través del agua, rodeando los macizos pilares de piedra donde los cangrejos se escabullen de costado, con sus ojos negros y sus caparazones anaranjados, impulsadas por remos implacables, hasta que encallan la proa en la arena suave. Ya los hombres saltan desde las cubiertas, esgrimen hachas y escudos de bronce y pieles de animales, las caras pintadas con pigmentos y cenizas. Ya arremeten desde la orilla, no como soldados sino como lobos; rodean y amenazan a sus presas, aúllan y muestran los dientes bajo la luz suave de la luna.

Teodora ha llegado a la aldea antes que ellos. Fenera es un sitio de casitas cuadradas emplazadas por encima de un arroyo que se abre paso entre dos acantilados de roca oscura y se derrama vertiginosamente en una ensenada. Cuando llueve mucho en invierno, las paredes de deshacen y se desploman y hay que reparar los techos constantemente. Allí secan pescado, recolectan mejillones, se ocupan de sus cabras y cotillean sobre sus vecinos. Veneran a Poseidón, que les da protección cuando empujan sus endebles barcos hacia la bahía, y a quien —si algo sé sobre ese viejo cabrón— le importan un bledo las magras ofrendas de grano y vino que derraman sobre su altar.

Esa es, al menos, la imagen que Fenera quiere mostrar, pero si miráis más de cerca, descubriréis objetos que brillan debajo de los rústicos suelos de madera y muchas manos diestras que saben hacer más que remendar una red para atrapar peces.

—¡Invasores! ¡Invasores! —grita Teodora.

Y poco a poco se descorren los trapos desteñidos de unas pocas puertas desvencijadas; algunos ojos parpadean en la tenue oscuridad y comienzan a sonar gritos de alarma. Luego, suenan otras voces más ancianas y respetables cuando otros ojos vislumbran cómo los hombres se lanzan sobre sus orillas; las manos se extienden para recoger los objetos más valiosos y, como hormigas que salen de un hormiguero caliente, la gente huye.

Demasiado tarde.

Demasiado tarde para muchos…, demasiado tarde.

Lo único bueno es que los hombres que muestran los dientes y esgrimen escudos no quieren matar a los más jóvenes ni a los más fuertes. Les basta con atemorizarlos y acobardarlos hasta el sometimiento, golpearlos y atarlos con cuerdas para llevarlos a algún sitio y venderlos. Los dos esclavos de la casa de Dares miran a sus nuevos captores con ojos cansados, porque ya han pasado por todo eso antes, cuando los capturaron los valientes hombres de Ítaca. La triste desesperanza que muestran al verse rodeados por espadas y escudos decepciona a sus atacantes, que esperaban al menos que se arrastraran ante ellos, humillados, pero la situación mejora cuando los invasores oyen los llantos y lamentos de los amos y las damas de Fenera. Estos quedan ahora reducidos al nivel de los criados a quienes antes dominaban, y sus antiguos esclavos chasquean la lengua con desaprobación y les dicen: "Haced lo que hacemos nosotros, decid lo que decimos nosotros; aprenderéis, ya aprenderéis".

Teodora se detiene para buscar su único objeto de valor, el arco que usa para matar conejos. Nada más. No tiene nada tan precioso como su propia vida, así que corre, corre, corre hacia las montañas, corre como Atalanta resucitada, se aferra a la rama de un árbol moribundo que sobresale de un promontorio y trepa por las rocas, por debajo del follaje hacia la ruidosa oscuridad mientras abajo su casa comienza a arder. Oye pasos a sus espaldas, sonoros, pesados, sobre el sendero; mira por encima del hombro y ve una antorcha y una sombra; tropieza con una raíz traicionera y la sujetan antes de que caiga. Unas manos la sostienen, la miran unos ojos seniles que parpadean. Un dedo se mueve hacia los labios. Alguien saca a Teodora del sendero y con rapidez la arrastra a un lugar oscuro, a un matorral sombrío, donde se esconde una mujer con pelo como nubes de otoño, piel como arena de verano; tiene un hacha en la mano y un cuchillo de caza en el cinturón. Quizás, con esas herramientas, podría dar batalla, tal vez podría clavarle la hoja en el cuello al hombre que las persigue, pero ¿de qué serviría? De nada, esa noche. De nada en absoluto. Entonces se ocultan, se envuelven mutuamente en sus miradas que gritan: “¡Silencio, silencio, silencio!”, hasta que desaparecen los pasos del enemigo.

La anciana que mantiene a Teodora a salvo se llama Sémele y es devota de Artemisa, que no es merecedora de sus rezos. Abajo, en la aldea, Dares es menos prudente. Criado con historias de los guerreros de Odiseo, como todos los muchachos, ha aprendido algo de lanzas y espadas. En cuanto el techo de paja comienza a arder, busca la espada bajo el catre en la casa de su madre, avanza cuatro pasos desde la puerta humeante, empuñando el mango con ambas manos, ve a un atacante ilirio vestido con llamas y sangre, se planta en posición y logra esquivar el primer golpe. Eso sorprende a todos, incluso a Dares; y ante el siguiente ataque, gira el cuerpo y golpea la espada con tanta fuerza contra el extremo de la lanza que la madera se raja y se astilla. Sin embargo, su júbilo ante esa acción no dura, pues su asesino saca un cuchillo del cinturón, gira hacia el siguiente ataque de Dares, se mete debajo de su guardia y le abre el vientre de lado a lado.

Diré esto a favor del pirata: tuvo la cortesía de clavar su hoja en el corazón de Dares en lugar de dejarlo desangrarse hasta morir. El chico no merecía una muerte tan limpia, pero tampoco, supongo, había vivido lo suficiente como para merecer que la muerte se lo llevara.

CAPÍTULO 2

El amanecer, con sus dedos rosados, se abre camino lentamente por la espalda de Ítaca como un amante torpe que busca a tientas debajo de unas faldas largas. La luz del día debería haber sido carmesí, como la sangre que teñía el mar a los pies de Fenera, y haber rodeado toda la isla, como los tiburones. En el horizonte, hasta a los ojos de los dioses les resulta difícil ver cómo las tres velas desaparecen por el este con su botín de animales, granos y esclavos. Estarán lejos, muy lejos, antes de que las naves de Ítaca icen sus velas.

Hablemos brevemente de Ítaca.

Es completamente retrógrada, un lugar miserable. Que apoye mis pies dorados sobre ese pobre suelo o acaricie con mi voz los oídos de sus madres marchitas por la sal son atenciones divinas que Ítaca no merece. Pero, claro, su áridadesgracia hace que los demás dioses casi no le presten atención; por lo tanto, la triste verdad es que yo, Hera, madre de Olimpo, que enloqueció a Hércules y convirtió en piedra a la realeza vanidosa, puedo, al menos algunas veces, trabajar aquí sin la censura de mis parientes.

Olvidad los cantos de Apolo o las presumidas declaraciones de la arrogante Atenea. En sus poemas solo se glorifican a ellos mismos. Escuchad mi voz: yo, que he sido despojada del honor, del poder y del fuego que deberían ser míos; yo, que no tengo nada para perder que no me hayan quitado ya los poetas solo yo os contaré la verdad. Yo, que puedo correr el velo del tiempo, os contaré las historias que solo las mujeres pueden contar. Acompañadme, entonces, hasta las islas del oeste, al palacio de Odiseo, y escuchad.

La isla de Ítaca protege la boca acuosa de Grecia como un diente partido; es poco más que un rasguño en el mar. Un par de piernas humanas fuertes podrían caminarla en un día, si soportaran avanzar con dificultad por el acechante bosque de árboles que parecen crecer solo lo necesario para su sombría supervivencia, o si pudieran caminar sobre las rocas afiladas que emergen de la tierra como dedos de cadáveres. Ciertamente, la isla se destaca solo porque algún idiota pensó que sería un lugar ideal para construir lo que sus burdos habitantes consideran una “ciudad” (siempre que se considere digna de ese nombre a una desganada colina con casas torcidas al borde del mar) y por encima de esa ciudad construir un supuesto “palacio”.

Desde esta colonia de termitas, los reyes de Ítaca extienden sus dominios a lo largo de las islas del oeste, que son mucho más agradables que esta roca miserable. Pero aunque los habitantes de Hiria, Paxoí, Léucade, Cefalonia, Citera y Zacinto viven bajo el dominio de Ítaca y pueden cultivar olivos y vides en sus costas, comer cebada en abundancia y hasta criar alguna vaca de vez en cuando, todos los pueblos de este pequeño dominio son, en última instancia, uno más inculto que el otro; solo se diferencian por sus absurdas pretensiones. Ni los grandes príncipes de Micenas y Esparta, Atenas o Corinto, ni los poetas que viajan de puerta en puerta han tenido muchos motivos para hablar sobre Ítaca y sus islas, salvo utilizarlas como blanco de alguna broma sobre cabras… Hasta este momento. Hasta Odiseo.

Dirijámonos entonces a Ítaca, en aquel final de verano cuando las hojas comienzan a secarse y las nubes del océano se ciernen, poderosas, sobre la isla, sin molestarse por el pequeño pueblo que habita debajo de ellas. Es la mañana siguiente a la luna llena, y en la ciudad a los pies del palacio de Odiseo, a algunas horas de marcha con los pies descalzos sobre el terreno duro, se cantan las primeras plegarias en el templo de Atenea. Es una construcción torcida de madera; achaparrada, parece temer que la derribe una tormenta, pero contiene algunas notables piezas saqueadas de oro y plata que solo los lugareños encuentran magníficas. Yo no paso ni cerca de un sitio tan aburrido; no sea que mi hijastra muestre su cara de engreída y vanidosa o peoraún, que le susurre a mi esposo que me vio caminando por el mundo de los hombres. Atenea es una mojigata; alejémonos de su templo deprisa.

El mercado se extiende desde los muelles hasta las puertas del palacio. Aquí se puede comerciar con leña, piedras, cueros, cabras, ovejas, cerdos, patos —hasta en ocasiones con caballos o vacas—, cuentas, bronce, ámbar, plata,hojalata, cuerdas, arcilla, lino, tinturas y pigmentos, pieles de animales tanto comunes como raros, frutas, hortalizas y, por supuesto, pescado. Muchísimo pescado. Las islas del oeste, todas, apestan a pescado. Cuando regrese al Olimpo tendré que bañarme en ambrosía para quitarme el hedor antes de que alguna ninfa chismosa detecte el tufillo a mi paso.

En Ítaca abundan las casas, desde los hogares humildes de los artesanos que casi no pueden mantener un esclavo hasta las grandiosas residencias con patios de los hombres importantes que preferirían estar al otro lado del mar, en Cefalonia, donde la caza es mejor y, si te metes tierra adentro, por unos minutos pierdes el olor a pescado y lo cambias por olor a estiércol, lo que constituye una especie de alivio. Hay dos herreros que, tras años de rivalidad, comprendieron por fin que era mejor acordar los precios en lugar de competir. Hay una curtiduría y un sitio que alguna vez fue un burdel, pero se vio forzado a dedicarse al tejido y teñido de telas cuando gran parte de su clientela izó velas hacia la guerra, y como las naves que volvían de Troya no traían itacenses victoriosos, han tejido y teñido hasta el día de hoy. Han pasado casi dieciocho años desde que los hombres de Ítaca partieron a Troya, y a pesar de que desde la caída de esa ciudad muchos barcos han pasado por el puerto, no han sido suficientes para que un burdel volviera a ser más rentable que aprender a teñir con maestría.

Por encima de todo ello, el palacio de Odiseo. Durante un tiempo fue el palacio de Laertes, y no tengo dudas de que el anciano quería que fuera conocido por ese glorioso nombre y que tuviera su legado esculpido en la piedra: un argonauta, nada menos, un hombre que alguna vez navegó, bajo mi bandera, a buscar el vellocino de oro, antes de que ese pedazo de mierda de Jasónme traicionara. Pero Laertes envejeció antes de que todos los hombres de Grecia partieran a Troya. En consecuencia, el hijo eclipsó a su padre, aparecieron nuevas pinturas rojas y negras en los pasillos, figuras con ojos grandes y en tonos de ocre. Odiseo con su arco. Odiseo en la batalla. Odiseo con la armadura del derrotado Aquiles. Odiseo con las patas de un buey y los hombros de Atlas. En los dieciocho años que pasaron desde que el rey de Ítaca fue visto por última vez en la isla, su físico pequeño, mediocre y demasiado peludo fue creciendo en estatura y en higiene personal, aunque no sea más que a ojos del poeta.

Los poetas os contarán muchas cosas sobre los héroes de Troya. En algunos detalles son precisos; en otros, como siempre, mienten. Mienten para agradar a sus amos. Mienten sin saber lo que hacen, porque el arte del poeta está en hacer que quien escucha esas viejas canciones sienta que las cantan solo para él; lo viejo se vuelve nuevo. Mientras que yo solo canto para mi propio placer y puedo afirmar que lo que vosotros pensáis que sabéis sobre los últimos héroes de Grecia es no saber absolutamente nada.

Seguidme por los salones del palacio de Odiseo, seguidme para escuchar las historias que los poetas de los reyes ambiciosos no os cuentan.

Aun a la luz del amanecer reflejada suavemente y con la blancura perfecta que rebota desde el mar, el gran salón es un pozo sombrío de iniquidad. El tufo a hombre, a escupitajos de vino, a huesos masticados, a flatulencias y bilis mezclados con sudor… debo detenerme en la puerta para cubrirme la nariz. Las criadas ya están en acción, haciendo lo posible para lavar la pestilencia del banquete de la noche anterior, llevar los platos a la cocina, quemar hierbas dulces para aclarar el aire fétido. Su trabajo se ve interrumpido por unos cuantos hombres que roncan como cerdos bajo la mesa, con las manos extendidas hacia las cenizas del fuego, como si hubieran soñado con hielo.

Estos homínidos que roncan, estos lúmpenes, no son más que una horda de pretendientes, que entran y salen por las puertas de Odiseo como las mareas, comen en sus banquetes y manosean las faldas de las criadas. Dos años atrás eran unos veinte, cincuenta en la última vuelta del sol y hoy son cerca de cien los hombres que llegan a Ítaca con un solo propósito: ganarse la mano de la solitaria y afligida reina de Odiseo.

Los ojos pintados de Odiseo pueden vigilar desde las paredes, pero está muerto, ¡está muerto!, exclaman los pretendientes. Han pasado dieciocho años desde que partió de Ítaca en su nave, ocho desde la caída de Troya, siete desde que fue visto en la isla de Eolo… ¡Se ha ahogado, seguro que se ahogó! Nadie puede ser tan mal navegante. Ven, llorosa reina, ven: es momento de que elijas un nuevo hombre. Es momento de elegir un nuevo rey.

Los conozco a todos, esos aspirantes a príncipes, acurrucados hombro con hombro como perros. Antínoo, hijo de Eupites, con su cabello oscuro encerado y aceitado en un jopo peinado hacia atrás, tan rígido que no lo mueven ni la lluvia ni el sudor. Lleva la opulencia de su padre en la túnica con bordes carmesí que fue comprada a un hombre desdentado de Creta, y en la profusión de cuentas y oro que se cuelga despreocupadamente del cuello como diciendo: “¿Qué? ¿Estas baratijas viejas? Las encontré detrás de una ánfora de vino, como suele suceder, como suele suceder”. Antínoo tenía cinco años cuando Odiseo partió a la guerra, y ese día permaneció en el muelle, chillando y pataleando pues no entendía por qué no podía ser soldado. Ahora Aquiles ha muerto, Ajax y Héctor se pudren en el polvo y Antínoo no hace más preguntas.

Quien resopla y dormita a su lado es Eurímaco, cuyo padre, Pólibus, para evitar ir a la guerra, navegó hasta las islas del oeste por “asuntos urgentes” que le tomaron diez urgentes años, y cuya niñera lo ha malcriado en exceso y le ha hecho creer que es descendiente de Hércules. Cualquier imbécil desciende de Hércules hoy en día, es casi un requisito para entrar en sociedad. Quizás son los reflejos del sol en el pelo de Eurímaco lo que hace que parezca una sórdida divinidad, pero aunque es un hombre joven, ya tiene entradas en la frente y su melena rubia es cada vez más débil. Solo su estatura exagerada y su delgadez distraen de este hecho; mira el mundo desde arriba con sorpresa perenne, como si le asombrara ver que sigue girando bajo sus pies enormes.

¿Quién más se destaca aquí?Anfínomo, hijo de un rey, a quien le enseñaron que el honor lo es todo y quien sospecha, tal vez, que no es honorable, pero no sabe bien qué hacer al respecto. Su padre fue prolífico en hijos, todos muchachos con cara de calabaza, que casi nunca peleaban entre ellos y tocaban música que sonaba como gemidos del Can Cerbero. Ahora están todos muertos, tres de ellos a manos de troyanos, salvo Anfínomo, que hará lo que debe hacer.

Andremón, que no duerme, pero observa a las criadas con un ojo abierto desde donde yace sobre sus brazos cruzados. ¿Ha sido la sal o la arena lo que ha secado su piel de tal manera que al pasar las uñas por su espalda suenan como hueso sobre cuero? ¿Ha sido el riguroso sol de Troyael que destiñó y bruñó su pelo? ¿Acostumbrará a lanzar el disco por las mañanas y por las noches para mantener el contorno del pecho, del mentón, de los hombros, de los brazos? ¿O acaso fue bendecido por Ares y Afrodita para que los hombres se estremecieran y las mujeres se desvanecieran a su paso?

Os contaré un secreto: no está bendecido y esos brazos no están así por casualidad.

Esos son los hombres importantes. Contemplémoslos como si fueran un sarpullido —con la esperanza de que no se propague— y luego sigamos adelante.

Alrededor de esos aspirantes somnolientos está la otra parte de la historia: la parte de la que los poetas no hablan, salvo para mentir. Las criadas del palacio son numerosas, pues el palacio es en sí mismo una pequeña industria. No hay monarca de Ítaca que se atreva a depender de los vientos favorables o de la riqueza de la tierra para obtener ingresos regulares gracias a los cultivos; por eso las mujeres, en cambio, crían patos, gansos, cerdos y cabras, pescan en una pequeña cala donde solo concurren mujeres, desprenden los mejillones que se encuentran bajo las rocas negras y se ocupan de los olivares y de los campos de cebada, rudimentarios y resistentes como las bocas que se los comerán; y de noche, cuando por fin se duermen los últimos pretendientes, ellas se acuestan y sueñan sueños que solo les pertenecen a ellas. Escuchad…, escuchad. Espiemos detrás de esos rostros frescos recién lavados, adentrémonos en el alma de una criada que pasa.

“… hilar lana, un trabajo sencillo, mis pies darían cualquier cosa por un trabajo sencillo…”.

“Antínoo me miró anoche, me pregunto si piensa que…”.

“¡Tengo que contárselo a Melanto!, tengo que contárselo, gritará y llorará de risa, será divertidísimo, ¿dónde está Melanto? ¡Tengo que contárselo ahora mismo!”.

Pero aquí, escuchad aquí. Una voz susurra, desafinada.

“Muerte a los griegos”, palpita en el corazón de una de ellas, cuya cabellera le cae como sangre coagulada sobre el cuello; mira al suelo. “Muerte a todos los griegos”.

Sobre estas mujeres de Ítaca —estas mujeres y niñas esclavizadas y vendidas, estas hijas oprimidas— tengo mucho más para contar. Soy la diosa de las reinas, de las esposas y las mujeres; mis tareas son ingratas, aunque las hago de todas maneras. Pero, desgraciadamente, los sucesos que requieren nuestra atención ya están ocurriendo, así que debemos mirar hacia el norte.

Por el camino áspero y sinuoso que baja por el valle hasta lo que a regañadientes llamaremos ciudad, se acerca Teodora. Ha dejado de correr, ahora pone un pie delante de otro y cuenta los pasos; avanza sin destino alguno, con la cabeza hacia delante, torciéndose los tobillos, y la gente se apresura a abrirle camino. Lleva un arco sin flechas y una anciana camina a su lado. La llegada de ambas solo hará las cosas más difíciles, pero yo nunca fui de esquivar los problemas.

Cerca de la puerta del palacio, un hombre llamado Medón se prepara para sus rondas por el mercado. Es oficialmente la voz de Ítaca, un enviado del palacio para pregonar las resoluciones del rey. El rey de Ítaca falta de su hogar desde hace dieciocho años y ciertamente el hombre no puede anunciar los decretos de una reina, por lo que últimamente pregona muy poco y solo espera que todos capten la idea y se percaten de lo que es bueno para ellos. En los últimos tiempos su optimismo sobre este punto se está debilitando. Con su barriga redonda y blanda debajo de una cara redonda y lánguida, es uno de los pocos hombres de la isla que tiene más de veinticinco años. Quizássea esta curiosidad lo que hace que Teodora frene su paso al acercársele, tambaleándose un poco debido al calor y al peso de la noche de horror, y se detenga por completo delante de él. Lo mira directamente a los ojos como buscando un indicio de que todo eso no es más que un sueño que anida en su pupila y simplemente anuncia:

—Han venido los piratas.

CAPÍTULO 3

En una habitación construida para recibir la luz de la mañana, inclinada y suspendida de un lado del palacio como si fuera una vieja verruga colgante, tres ancianos, un muchacho a punto de ser hombre y tres mujeres se hallan congregados solo para descubrir el horrible día que le espera a Ítaca; los tres hombres y el muchacho se sienten los más importantes del grupo. De pie alrededor de una mesa de madera de tejo con incrustaciones de carey, discuten.

A uno ya lo conocemos, Medón, que ha estado despierto desde antes del amanecer y ya está cansado de ese día. Los otros tres se llaman Peisenor, Egiptius y Telémaco.

He aquí algunas de las cosas que dicen:

—¡Malditos piratas, malditos piratas! Hubo un tiempo, sabes, hubo un tiempo en que… ¡Malditos piratas!

—Gracias por tan buena valoración estratégica, Peisenor.

—Atacaron Léucade hace un mes. Luna llena, ilirios… ¡bárbaros del norte! Si son del mismo clan, entonces…

—Si aún tuviéramos nuestra flota…

—No la tenemos.

—Podríamos traer naves de Zacinto…

—¿Y dejar desprotegidos a los campesinos justo antes de la cosecha?

—¿Puedo preguntar algo?

—¡Ahora no, Telémaco!

En Ítaca hay solamente dos clases de hombres: los que eran demasiado viejos o demasiado jóvenes para pelear cuando Odiseo se marchó a la guerra. (Técnicamente, existe una tercera categoría: la de los cobardes, los esclavos y aquellos que no pudieron pagar por una espada, pero ¿a quién le importan? Ni a los poetas, ni a los dioses). Entre estos dos grupos etarios queda el hueco donde deberían estar los mejores hombres de Ítaca. Los padres y los futuros padres de una nueva generación no regresaron, por lo que es algo extraordinario encontrar un nativo mayor de treinta y menor de sesenta y cinco. No hay maridos para las esposas y en las islas del oeste son más numerosas las viudas que los templos.

Consideremos entonces a estos hombres, que eran muy viejos para ir a la guerra, y a un muchachito que cuando era poco más que un bebé se salvó por un pelo de morir bajo un arado por culpa de una de las ocurrencias más idiotas de su padre.

Egiptius podría haber servido a Odiseo en Troya, pero era un grano tan molesto en el trasero de aquel rey, un bobalicón tan carente de humor, que el astuto general le adjudicó otras tareas en casa, lo que dejó intacta la dignidad de todos y mucho más motivada a la tripulación apretada en la estrecha cubierta de la nave. Es alto y encorvado como un sauce y su cabeza calva está coronada por una constelación de lunares, con marcas finas que fluyen como ríos donde se unen los huesos debajo de la piel curtida por el sol.

—Quizás sea el momento de pensar en mercenarios.

—No puedes fiarte de un mercenario. Están de tu lado hasta que se aburren y luego te saquean el tesoro.

Peisenor, peludo como un jabalí, chato como las colinas bajas donde se crio. Perdió la mano izquierda saqueando para Laertes y no puede sostener un escudo; en privado se lamenta amargamente de ser un hombre incompleto, y en los últimos años ha hecho todo lo posible para recordarle al mundo que, en efecto, es un guerrero y un héroe sin lugar a dudas.

—¿Qué tesoro? —Medón siente que su proceso de envejecimiento se acelera cada vez que pasa tiempo en esa habitación.

—Disculpad…

—Un momento, Telémaco. Mirad, uno de cada dos reyes de Grecia ha vuelto de Troya con riquezas de saqueos. Dicen que cuando regresó Agamenón, tardaron cinco días en descargar su tesoro personal; ¡cinco días! Cuentan que Menelao se baña en una tina de oro.

—Menelao no se ha dado un baño en su vida.

—No se dio prisa para volver de la guerra, ¿verdad? He oído que él y su hermano izaron velas hacia el sur y que tienen oro de Egipto en su botín. He oído que los cretenses están furiosos.

—Mientras que a nosotros nos alcanzan las riquezas para que nos saqueen, pero no para defendernos.

—¡Disculpad!

Telémaco. Dieciocho años, tiene derecho a estar allí por ser el hijo de Odiseo, aunque eso representa una bendición a medias. Su pelo no es majestuosamente dorado como el de su padre (que en realidad es de un castaño grisáceo, pero, ay, los poetas, ¡los poetas!), y quizás tiene algo de su abuela náyade en su palidez, y una frescura en sus rasgos pecosos que ni con horas de práctica de espada y escudo puede endurecerse. Sí, claro, algún día sus hombros se ensancharán y sus muslos serán como garrotes de gigante, pero por el momento es todavía un muchacho que se esfuerza por tener un poco de barba, que tata de hablar con voz más grave de lo que la tiene, y que cada vez que se nota encorvado, se recuerda que debe ponerse derecho. Atenea dice que tiene gran potencial y Hermes, cuya sangre fluye por los vástagos de esta casa, informa que solo quiere bajar a la Tierra para darle a Telémaco un abrazo grande y tierno. Pero mi hermano Hades, que tiene más sensatez para estas cosas, mira hacia la bruma y murmura: “Algunas familias nunca logran encontrar el norte”.

Odiseo es un pésimo marino. No veo ninguna señal de que su hijo haya nacido con un mejor sentido de la orientación.

—Seguro que podemos entrenar a nuestros hombres, quiero decir, tenemos algunos hombres, tenemos…

—Eso no funcionará, Telémaco.

—Pero yo…

Telémaco casi nunca termina sus enunciados. Cuando lo presentan a alguien, es como “el hijo de Odiseo, Telémaco”. El nombre de su padre va siempre por delante y parece como si esta peculiaridad lingüística hubiera infectado la manera de hablar de Telémaco, pues le resulta difícil terminar cualquier frase significativa que incluya información sobre él mismo. La fama de su padre crea tantos problemas como soluciones, porque al ser hijo de un héroe, Telémaco necesita por naturaleza hacerse al mar y convertirse también él en un héroe para que Odiseo no lo eclipse, como lo hizo este con su propio progenitor. No obstante, para zarpar, lo más prudente es tener el apoyo de un ejército. Es mucho más fácil ser un héroe cuando se tiene gente que remiende las velas y se encargue de la cocina, y dado que los guerreros de Ítaca no han regresado y —a decir verdad— todos han muerto menos uno, nos encontramos ante un desafío logístico.

—Existe una respuesta obvia… —susurra Egiptius.

—Ya empezamos —suspira Medón.

—Eurímaco o Antínoo…

—Un matrimonio local provocará la ira en el continente. ¿Qué opináis de los pretendientes de Corinto, o quizá de Tebas? O… ¿cómo se llama el de Colchis? Ese parece agradable.

—Hay un egipcio esperando fuera, ¿os lo podéis creer? —Peisenor no ha visto a un egipcio en su vida, pero seguro que no lo aprueba—. De todas formas, huele bien.

—¡Mi padre no ha muerto! —Telémaco ha dicho esto tantas veces que para quien lo escucha pasa tan inadvertido como el ruido de las cigarras en los campos, de manera que no le prestan atención.

—¡No, no, no! Un matrimonio con un extranjero provocaría una guerra civil, las islas no lo tolerarán; tendríamos que pedir ayuda en Micenas, o peor aún, a Menelao. ¿Os lo imagináis, soldados espartanos en suelo itacense? Sería tan…

—Cásate con el hombre equivocado y Menelao aparecerá de todos modos.

—¡Mi padre no ha muerto!

Telémaco ha gritado. Telémaco nunca grita. Odiseo nunca gritaba, excepto la vez en que les gritó a sus hombres que lo llevaran con las sirenas, pero esas fueron circunstancias excepcionales. Nadie reprende al hijo por incumplir con el protocolo o por su falta de decoro, pero por un momento, hasta las mujeres levantan la vista, mudas, con ojos sorprendidos, atentas. Ah, ¿acaso habíais olvidado que había mujeres allí, en esa erudita asamblea? También lo harán los poetas cuando canten esta canción.

—Mi padre no está muerto —repite Telémaco, más sereno, en voz más baja; se aferra al borde de la mesa y agacha la cabeza—. Que mi madre vuelva a casarse es imposible. Es sacrílego.

Los ancianos miran para otro lado.

Tras un instante, las mujeres hacen lo mismo; aunque tampoco es que sus miradas fueran demasiado importantes. Son una decoración en la escena. Si los poetas llegan a mencionarlas, será con el mismo aliento con que hablarán de un jarrón hermoso o un bonito escudo; son un detalle que añade cierta atmósfera al suceso. Tal vez porque lo perciben, las tres mujeres se han dispuesto como una imagen de recato. Autónoe, de pelo castaño y el rostro rígido como una estrella de mar seca, frágil y hermosa, no se presta a la mirada de los hombres. Está ocupada en afinar una lira. Ha estado intentando afinarla durante media hora y no parece lograrlo. A su lado, Eos, más baja y regordeta de caderas, la cara pequeña como una uva y pecas en la piel, peina unas hebras finas de lana cruda con la misma dedicación con la que peina el cabello de su ama. Puede hacer todo esto con los ojos cerrados, pero con los oídos abiertos, siempre los oídos abiertos.

La última mujer debería, tal vez, estar tejiendo en el telar cuadrado con el que a menudo se la ve en público, pero no. Ese es un lugar privado, para asuntos serios, por lo tanto, está sentada con las manos sobre el regazo, el mentón erguido, un poquito alejada de la mesa de los hombres; escucha con tanta energía que podría asustar a Ajax (que siempre les tuvo más miedo a las mujeres que a la muerte), pero aparta la mirada para no desconcertar demasiado al consejo con la intensidad de su atención.

Ella es Penélope, esposa de Odiseo, la señora de la casa, la reina de Ítaca y un manantial de congoja y conflicto, según afirman muchos hombres. A su entender, esa es una acusación injusta, pero aclararlo requeriría mucho más aire del que pueden ofrecer los pulmones de un mortal.

Su piel es más oscura de lo que se considera adecuado para una reina griega y tiene el pelo negro como el mar de medianoche; pero se la retratará como rubia, porque es más conveniente, y los poetas no mencionarán las ojeras que rodean sus ojos cansados. A pesar de ser reina, Penélope no se sienta a la mesa, no sería correcto. Ella es la esposa obediente de un rey desaparecido, y aunque casi todos saben que el pesado trabajo del consejo es algo demasiado complicado para su linda cabecita, es agradable ver a una mujer que se toma su trabajo en serio.

Penélope escucha con las manos en el regazo mientras su consejo discute.

—Telémaco, sabemos que amas a tu padre…

—¡No hay cadáver!, ¡no han encontrado su cadáver! Odiseo vive hasta que aparezca un cadáver…

—Y sería maravilloso que estuviera con vida, es verdad, pero el hecho es que el resto de Grecia está convencido de que no lo está, ¡y el resto de Grecia está perdiendo la paciencia! Las islas occidentales necesitan un rey…

Si siente interés por lo que esos hombres opinan de su marido, o de su falta de marido o de proyectos para conseguir otro marido o de lo que sea políticamente pertinente ese día, Penélope no lo demuestra. Parece estar fascinada por las espirales negras de los frescos pintados en lo alto de la pared, como si acabara de darse cuenta de que una ola pintada podría ser también una nube y de cómo las imperfecciones del ojo del artista pueden darle carácter al objeto pintado.

A sus pies, Autónoe toca una cuerda; plong… Está desafinada.

Eos convierte la lana en hilos las puntas de sus dedos casi no se mueven en esa danza de araña trabajadora.

Finalmente, Egiptius dice:

—Quizás si tuviéramos algo del oro de Odiseo…

—¿Qué oro?

Egiptius mira fugazmente a Penélope. Es natural que los hombres sabios de Ítaca manejen las finanzas del palacio y tomen las grandes decisiones, como deben hacer los hombres. No obstante, ni los astutos matemáticos de Hitita ni la peculiar manera de rayar arcilla o papiros con estilete que los forasteros llaman “escritura” han llegado todavía a las costas de Grecia. Por esa razón, perdura la sospecha —no fundamentada, no probada— de que hay algo más en el manejo fiscal de Ítaca de lo que estos académicos pueden percibir. Penélope protesta por su pobreza, sin embargo, sigue alimentando a los pretendientes con un banquete cada noche, como corresponde a una anfitriona; ¿cómo es posible?

¿Cómo es posible, realmente? Egiptius se lo pregunta, como muchos otros que golpean a la puerta de Penélope. ¿Cómo es posible?

—¿Por qué no entrenamos a nuestros hombres? —Telémaco se esfuerza por no hacer pucheros, y por un instante, los hombres mayores se mueven, incómodos, tratando de decidir si perder tiempo dando lugar a su pregunta—. Tenemos milicias en Léucade, en Cefalonia. ¿Por qué no en Ítaca?

—No creas que a los soldados de Léucade les fue bien —murmura Medón, con cara sombría—. Cuando los piratas los atacaron en luna llena, la mitad de la milicia estaba borracha y la otra mitad, en el rincón más alejado de la isla.

—Eran incompetentes. Nosotros no seremos incompetentes. —Telémaco parece muy seguro de eso, lo que es más bien optimista, si se toman en cuenta los últimos dieciocho años.

Es Penélope la que le responde. Es aceptable porque no habla como reina, cosa que sería burda, sino como madre.

—Aun si hubiera suficientes hombres en Ítaca, ¿quién los comandaría? ¿Tú, Telémaco? Si consigues reunir cien espadas en Ítaca, leales a tu nombre, cualquiera podría pensar que serías capaz de utilizar esas espadas en contra de los pretendientes y reclamar el trono de tu padre. Antínoo y Eurímaco son hijos de hombres poderosos. Anfínomo y los pretendientes de otros lugares pueden traer mercenarios desde Pilos o Calidón. En cuanto te perciban como amenaza, al mando de un grupo de hombres, harán a un lado sus diferencias y se aliarán en tu contra, y así unidos podrían vencerte con facilidad. Sería mejor matarte por precaución antes de llegar a eso. Nos evitaría las complicaciones.

—Pero esto no tiene nada que ver con ellos. Se trata de defender nuestro hogar.

—Todo tiene que ver con ellos —suspira ella—. Y aunque no sea así, lo que importa es que ellos creen que lo tiene.

Telémaco, como todos los seres mortales y también los inmortales, detesta que le digan que está equivocado. No lo soporta y por un breve instante frunce la cara como si fuera a tragarse sus propias facciones para escupirlas después con sangre y bilis; pero no es tan estúpido, por lo que se recompone, resiste el impulso de devorarse a sí mismo, hace una pausa, reflexiona y dice:

—Perfecto. Juntaremos a todos los soldados. Anfínomo comprende cómo son las cosas y Eurímaco no es obstinado. Si tanto quieren adueñarse de Ítaca, tendrán que defenderla.

—Eso presupone que ninguno de ellos está detrás de los ataques.

—Son demonios del norte, ilirios.

—Es un viaje demasiado largo desde el sur para que nos ataquen los ilirios. Es muy audaz. Y Medón tiene razón. ¿Cómo pudieron arreglárselas para atacar Léucade, navegar de vuelta a su casa, abastecerse y volver a Ítaca con luna llena? ¿Y por qué atacaron Fenera, un caserío sin importancia, habiendo llegado tan lejos? Debemos considerar las repercusiones.

Es cierto que las habrá, pero Telémaco no es un muchacho de repercusiones.

—Madre, yo puedo defender Ítaca. Yo soy capaz de hacerlo.

—Por supuesto que lo eres —miente ella—. Pero hasta que puedas conseguir cien hombres en secreto, buscarlos por todas las islas y traerlos hasta aquí o encontrar la manera de evitar que nuestros huéspedes se agrupen para hacerte frente, creo que necesitaremos un enfoque más sutil.

El suspiro de Telémaco es audible y pasa sin comentarios. Ha aprendido a suspirar imitando a Euracleia, amada nodriza de Odiseo, que resopla y jadea y nunca está conforme con nada. De todas las cosas que Penélope lamenta, haber permitido que su hijo haya adoptado ese hábito es una de las que está al principio de la lista.

Sumidos en el silencio, nadie cruza su mirada con nadie más. La criada Autónoe parece estar a punto de reír y se las arregla para que parezca un inminente eructo que trata de tragar. Finalmente, Medón dice:

—¿Alguno de los pretendientes te ha dicho algo pertinente?

—¿Pertinente?

Las pestañas de Penélope no son como las de su prima Helena. No tiene habilidad para batirlas, pero ha visto a otras hacerlo; pone todo su empeño, y el resultado es un notorio fracaso.

—¿Te ofrecen apoyo, quizá…, o hablan de defensa?

—Todos dicen lo mismo. Que son hombres fuertes, que son valientes, que traerán paz a este reino, que serán el rey que Ítaca merece, etcétera. Los detalles… son flojos en los detalles. Los detalles no son algo que deba hablarse con una reina.

—El muchacho tiene razón.

Las miradas de asombro se dirigen hacia Peisenor, que desde el extremo de la mesa asiente con aire sombrío como si ya estuviese cubierto de sangre.

—Si no podemos pagar mercenarios… —¡Qué peso tiene la palabra “si”! ¡Con qué énfasis la pronuncia! Él tampoco sabe del todo cuál es la fuente de la riqueza de Penélope, pero a diferencia de los demás, ni siquiera ha oído hablar del concepto de contabilidad—. No tenemos otra salida. Necesitamos una milicia para defender a Ítaca, para defender el palacio y a la reina. Ha pasado mucho tiempo. Hablaré con Antínoo y Eurímaco y con sus padres. Con Anfínomo también. Si ellos están de acuerdo, los demás los seguirán. Encontraremos alguien a quien todos acepten como líder, alguien que no esté alineado con Telémaco ni con un pretendiente.

—Quiero participar —proclama Telémaco.

—De ninguna manera —replica Penélope.

—¡Madre! ¡Si amenazan nuestra tierra, la defenderé!

—Aun si milagrosamente Antínoo y Eurímaco deciden hacer a un lado su ambición por más de medio día para formar una milicia, ¿quién será parte de ella? No hay hombres en Ítaca. Hay muchachos criados sin padres y hay ancianos… Discúlpame por ser tan directa, Peisenor. Los ilirios podrán ser bárbaros, pero son guerreros. No pondré en riesgo tu vida…

—¡Mi vida! —exclama Telémaco; ha vuelto a levantar la voz. Su padre no lo habría hecho, pero, en fin, el chico ha sido criado por mujeres—. ¡Soy un hombre! ¡Soy el señor de esta casa! —Tiene suerte de que su voz no se quiebre en un chillido agudo cuando dice eso. Ha cambiado la voz más tarde de lo que esperaba, pero ahora ya está bien; tal vez hasta le crezca la barba pronto—. Soy el señor de esta casa —repite con algo menos de confianza—. ¡Y defenderé mi reino!

Los miembros del consejo se mueven, incómodos, y Penélope guarda silencio. Hay cosas de las que hablar, asuntos de mucho peso y urgencia, pero cada uno de ellos parece perdido en su propia profecía, mirando un futuro en el que nada termina bien para ninguno de ellos.

Por fin, Penélope se pone de pie como un cisne que se desenrosca tras su descanso y, por cortesía, los hombres dan un paso atrás y se inclinan ligeramente; al fin y al cabo, es la esposa de Odiseo.

—¿Hubo supervivientes en Fenera?

La pregunta los desconcierta, pero Peisenor responde:

—Pocos. Una chica vino al palacio, acompañada por una anciana.

—¿Una chica? Debería ir a verla.

—No es importante, es poco más que…

—Es una huésped en mi palacio —responde Penélope con más firmeza y aspereza de la que los hombres tal vez esperan—. Quiero que la atiendan. Eos… Autónoe.

Sus criadas recogen sus cosas y abandonan la habitación. Tras unos instantes, Telémaco asiente y con su porte más regio se marcha, supuestamente para tratar de aprender cómo afilar una lanza.

Los ancianos se quedan en el salón, mirándose las manos, hasta que por fin Medón, que siempre ha tenido buena cabeza para esas cuestiones, fulmina con la mirada a sus colegas y dice tajante:

—He tenido estornudos con más agallas que vosotros. —Y se marcha detrás de Penélope.

CAPÍTULO 4

Teodora está sentada y no come.

Frente a ella hay una anciana. Se llama Sémele, hija de Oinene, madre de Mirene. En las civilizadas tierras de Grecia no es costumbre que una mujer se presente nombrando a su madre. Pero Sémele no ha vivido nunca en otro lugar que no sea Ítaca, y no tiene tiempo para las modas de los sitios más sofisticados, donde los hombres no están muertos. No es tan anciana, peroaños de sol y de sal la hacen entornar los ojos continuamente y le han secado la piel, desteñido el pelo y dejado cicatrices en los nudillos y callosen los enormes pies planos con los que avanza a zancadas por entre las rocas de ese destruido paraje. Es conocida por muchos, pues no es de voz sumisa y suave ni deja que sus superiores decidan por ella; tampoco le preocupa encontrar otro marido ahora que la muerte del primero está casi garantizada. Cuando le preguntan por esto último, se encoge de hombros y dice:

—Mi esposo partió con Odiseo y si la reina está dispuesta a esperar, entonces yo también puedo hacer lo mismo.

Quienes la escuchan sospechan que en esa excusa hay más satisfacción que lealtad a la reina. Para los hombres es una cazadora. Alguien en Ítaca tiene que serlo. Para las mujeres es algo más.

Sémele observa que Teodora ha dejado intacta sobre la mesa de avena y miel; tiene la mirada baja y la mandíbula en tensión. No ha hablado desde que llegó al palacio de Odiseo.

—¿Teodora?

Teodora ve a una mujer de ojos oscuros de pie en la puerta y no sabe que está mirando a una reina. Sémele se pone de pie, lo que constituye una señal, pero ya es algo tarde para que Teodora haga lo mismo sin parecer una idiota, de manera que, como una idiota de otra clase, permanece sentada.

—¿Eres Teodora? —repite Penélope.

Ella asiente.

—Soy Penélope. Sémele, gracias por traerla hasta aquí. Por favor, siéntate. Sois mis invitadas. Habéis oído hablar de mi casa, de… mi hospitalidad. Por favor, podéis quedaros tanto como lo deseéis.

Teodora trata de encontrar las palabras. Las únicas que brotan son las únicas que le quedan para decir:

—Vinieron los piratas.

—¿Eranilirios?

—Estaba oscuro.

Un mantra que se repite y que esconde muchas cosas: la escena, las pérdidas, el dolor. Pero Teodora ha sido criada para que las cosas se hagan, por lo que frunce ligeramente el entrecejo y agrega:

—Sus escudos eran redondos. —Tiene algo importante que añadir, algo que le falta decir…, pero se le escapa.

—¿Dónde desembarcaron? Hay una bahía en Fenera, si mal no recuerdo. Buena para cuando hay mal tiempo. A veces los mercaderes se refugian allí para no pagar la tarifa del puerto, ¿no es así? No me enfadaré. Solo necesito saberlo.

—Sí. En Fenera; encallaron directamente en la orilla.

—¿Viste alguna señal? ¿Alguien que los haya guiado por las aguas poco profundas?

¿Qué recordaba? ¿Vio un resplandor o una antorcha desde los acantilados? Cierra los ojos, en su memoria hay algo, no hay nada; Dares hurga en su túnica, Dares vive, todas esas imágenes se vuelven una, el tiempo fluye como arcilla mojada.

Penélope le toma la mano. Teodora está a punto de retirarla ante ese contacto fresco e inusitado.

—¿Tienes familia?

Ella niega en silencio.

—Debes quedarte aquí —murmura Penélope—. Eres mi invitada. ¿Lo entiendes?

Teodora asiente y contempla esos dedos pulcros entrelazados con los suyos. Se esfuerza para no ceder al impulso de llevárselos a la nariz para comprobar si huelen a flores.

—Estas son mis criadas, Eos y Autónoe. Ellas te atenderán. Si necesitas algo, no tienes más que pedirlo.

Vuelve a asentir con la cabeza que le pesa sobre el cuello. Luego, una pregunta que parece espontánea pero que ha estado creciendo y creciendo dentro de ella desde que la primera nave llegó a Ítaca.

—¿Los traerás de vuelta? Los ilirios… se llevaron… se llevaron gente… ¿Los traerás a casa?

—Lo intentaré.

—¿Lo intentarás?

—Será difícil. Ítaca no es rica. Los tiempos han sido… No sabemos adónde se los han llevado los ilirios. Puedo pedirles a mis contactos que los busquen en los mercados de esclavos, pero… será complicado. ¿Lo entiendes?

Teodora siente todavía el humo en la boca. Tiene los dientes manchados de tizne. Mira a la reina directamente a los ojos y en su interior gruñe un lobo.

—Entonces, ¿qué sentido tiene que seas reina?

Eos abre la boca para replicar: “Oye, niña desagradecida, no seas…”.

Pero Penélope la acalla, sin soltar la mano de Teodora. La vieja Sémele observa desde el otro extremo de la mesa, curiosa, paciente. Durante unos instantes, Penélope considera la pregunta, la examina desde todos los ángulos, la macera bajo la lengua y deja que penetre en cada rincón de su mente. Luego, responde.

—Es una muy buena pregunta, para la cual no creo tener respuesta. Sémele, ¿podemos hablar, por favor?

Sémele se levanta al mismo tiempo que Penélope y la sigue hasta la puerta, sin hacer una reverencia y con la frente bien alta como para darle un golpe con la cabeza a cualquier criada que interrumpa su paso. Penélope se asoma al pasillo gris, silencioso, mira hacia la izquierda y hacia la derecha. Las paredes del palacio son delgadas.

—¿Eran ilirios? ¿Estás segura?

Sémele niega con la cabeza.

—Llevaban pieles y hachas, pero también tenían espadas cortas, armas griegas. No pude oír su idioma. Además, ¿Fenera? ¿Pasan delante de Hiria, luego de Léucade y se dirigen a Fenera?

—Es… preocupante —murmura Penélope—. Pensé que teníamos más tiempo para prepararnos. ¿Has hablado con las demás?

Un asentimiento rápido y enérgico, como todo lo que haceSémele.

—Nos reunimos en la arboleda cerca del templo de Artemis. Cada semana acuden más, pero no hay líder…

—Estoy trabajando en eso. Corre la voz con discreción, pero también con prisa. Los hombres hablan de preparar una milicia.

Si estuviera en su granja, Sémele escupiría con fuerza. Pero por estar en un palacio, retiene la saliva en la boca antes de que se le escape.

—¿De muchachos y ancianos?

Penélope se sacude la idea de encima como si fuera una avispa que le molesta.

—Es una estupidez, una locura. Pero creo que no podré disuadirlos. Esta muchacha, Teodora, tiene un arco. ¿Sabe usarlo?

—No lo sé. La chica fue lista, huyó en lugar de pelear.

—Háblale, fíjate si puedes incorporarla.

Sémele asiente y vuelve a la habitación. Teodora tiene la mirada fija en imágenes que solo ella puede ver: de su vida, de la perdición y luego —como alguien que ha visto las nieblas del infierno y ha bebido las aguas grises del río del olvido— vuelve a mirar la nada misma.

CAPÍTULO 5

Medón, el de las grandes orejas, espera en la sombra junto a la puerta del corral de los animales, cuando aparece Penélope. Algunas personas saben apoyarse despreocupadamente contra una pared, relajadas como un gato, y parecen decir: “Vaya, ¿es a mí a quien buscabas? ¡Qué suerte la tuya!”. Medón no es una de ellas. Es tan elegante como un pedo; tal vez eso era lo que a Odiseo le gustaba de él. Tiene sesenta y ocho años, pero en el momento del reclutamiento para la guerra, Odiseo observó a ese esférico compatriota con cara de higo y declaró:

—Mi buen Medón, ¡el tiempo te ha hecho entrar en carnes!

Si bien el comentario exasperó ligeramente a Medón, sintió un gran alivio al verse liberado de viajar a Troya. Desde entonces, y con gran astucia, según quién le pregunte la edad, se añade entre cuatro y nueve años. Usa la túnica suelta y colgada sobre un hombro. Pareciera que esas ropas, al igual que su persona, se fueran hundiendo cada vez más y más, y no les queda claro a los observadores si eso se debe a la pereza o a una afectación muy estudiada para mejorar su aura de marchita sabiduría. Quizás sea por ambas cosas, o quizás con el tiempo una se ha transformado en la otra. El pelo canoso está en franca retirada de la frente y de la coronilla y libra una batalla sobre el cráneo, donde un mechón desafiante se levanta como una almena en ruinas. Le falta el meñique de la mano izquierda, que él atribuye a una herida de guerra, cuando en realidad se debe a una infección causada por una espina cuando era niño.

Medón se separa de la pared cuando Penélope —acompañada por Eos y Autónoe— se aproxima al corral de las ovejas que serán sacrificadas.

—¿La chica está bien? —pregunta.

Penélope le echa una mirada al anciano, se le acerca y asiente una sola vez, con los labios apretados. A lo largo de los años, el palacio de Odiseo ha sido construido de manera caótica a partir de la primera estructura, un robusto salón de madera y barro, donde la gente podía resguardarse de las tormentas y de la violencia de sus vecinos. Luego pasó a tener una cocina y un pozo de agua, lo que derivó en un salón con cocina y en una planta superior, unos camastros elevados para dificultarles el acceso a ratas y cucarachas. Más tarde se agregaron sótanos para el pescado seco y el vino excavados en la colina que nace en la ciudad misma; tesoros escondidos cuya abundancia o escasez son tema de varias disputas; también habitaciones para los huéspedes, dormitorios de esclavos, letrinas resguardadas del viento, jardines, olivos, habitaciones construidas alrededor de los olivos, pilas de agua fresca para lavar, una fragua para trabajar metal, muros y huertas de verduras y hierbas tanto amargas como medicinales. Para alivio de Penélope, muchos de sus pretendientes no quieren pernoctar allí y prefieren alojarse más lejos, en la ciudad. Aducen que no quieren ser una carga; pero las criadas susurran que es porque un hombre culpable les teme más a los pasillos angostos y a los rincones oscuros que un hombre honorable.

Medón también odia los pasillos porque no se sabe quién puede estar escuchando; por ello elige espacios exteriores donde es más difícil para el público escuchar una conversación privada. Empieza a caminar junto a Penélope, como si, por supuesto, nada le gustara más que inspeccionar las hediondas bocas de las ovejas. Es una oportunidad perfecta para una charla trivial.

—Bien; primero Léucade y ahora Fenera.

Penélope levanta una ceja, algo que ha logrado hacer estupendamente después de pasar horas frente al polvoriento espejo de bronce con la intención de imitar a su prima, Clitemnestra, la esposa de Agamenón, que manejaba la arrogancia imperial de una manera que la reina de Ítaca no ha logrado dominar. Es una de las muy pocas cualidades magníficas de Clitemnestra que Penélope logra copiar.

—¿Tienes algo que decir que no pueda ser dicho en el consejo? —pregunta ella mientras recorren el lugar entre zumbidos de moscas y olor a ovejas; Autónoe y Eos permanecen a una distancia respetuosa cerca del comedero.