Juventud y cine - Alejandro Ventura - E-Book

Juventud y cine E-Book

Alejandro Ventura

0,0

Beschreibung

En los últimos sesenta años, los cambios en las actitudes de los jóvenes han sido muy marcados. En todos los casos, siempre es el hecho de "ser joven" el hilo conductor que singulariza esos cambios. Este libro se propone reconstruir este fenómeno complejo a través del análisis de diversas películas, algunas de ellas emblemáticas: Rebel Without a Cause (Rebelde sin causa) para la irrupción juvenil en los años cincuenta; Easy Rider (Busco mi destino) para dar cuenta de la rebeldía contracultural de los sesenta; A Clockwork Orange (La naranja mecánica) como propuesta distópica que sepulta esta rebeldía en los setenta; My Own Private Idaho (Mi mundo privado) para la representación de la apatía juvenil de los ochenta; Trainspotting para el cinismo de los noventa y finalmente Matrix para referirnos a la opacidad y la incertidumbre virtual del nuevo milenio.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 562

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Juventud y cine

De los jóvenes rebeldes a los jóvenes virtuales

Este libro es una adaptación de la tesis doctoral, dirigida por el Dr. Xavier Pérez, leída en la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) en abril de 2018 y cuya calificación fue excelentecum laude.

©Alejandro Ventura

© De la imagen de cubierta: Cristina Bausero

Cubierta: Juan Pablo Venditti

Corrección: Carmen de Celis

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2019

Primera edición: septiembre, 2019

Preimpresión: Moelmo SCP

www.moelmo.com

eISBN:978-84-16737-67-3

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares delcopyrightestá prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

Con la colaboración de:

Índice

Prólogo. Juventud en marcha

Introducción

1. Un nuevo marco categorial sobre la juventud

2. Los años cincuenta: la irrupción del sujeto juvenil

3. La rebeldía contracultural de los sesenta

4.Los años setenta

5. La apatía y el desencanto posmodernos de los ochenta

6. El conformismo cínico de los noventa

7. La opacidad juvenil en el nuevo milenio

Epílogo

Bibliografía

Filmografía

Índice ampliado

Prólogo Juventud en marcha

Tal vez el cine inventó a la juventud. Y si no lo hizo, vehiculó radicalmente su crecimiento exponencial, facilitó el vértigo de sus metamorfosis. Es indudable que Jim Stark, el rebelde sin causa que encarnó James Dean en un film mítico de Nicholas Ray, fue modelado a partir de cierto estereotipo de joven de clase media que buscaba espacios de reconocimiento inéditos en la América conservadora de los años cincuenta. Pero es todavía más seguro que fue el protagonista de aquella gran película quien mejor acabó modelando la conducta y la gestualidad de sus coetáneos. Esa labor performativa del cine (no tanto mero espejo como «agente provocador») ha acompañado la construcción del imaginario juvenil contemporáneo, en sus aceleradas dialécticas generacionales. Por eso, es baldío abordar el cine como un simple ilustrador de la juventud, y es más justo apreciar su función creadora en el desarrollo histórico de aquélla. Desde el estallido pionero del filme de Ray (un punto de partida objetivamente clave para esta investigación), la juventud y el cine han ido transformando sus relatos y sus figuraciones. Cuando, en las primeras páginas de la investigación que recoge este libro, Alejandro Ventura habla de una serie de películas que han sido «emblemáticas para los jóvenes», hace evidente este activo papel del cine en la constitución de los imaginarios.

Abordar la dialéctica que se desprende de las relaciones entre juventud y cine exige antes que nada un sólido marco teórico. Alejandro Ventura plantea con gran sabiduría, al inicio del libro, una sintética categorización de los elementos sustantivos que participan en la construcción de las identidades juveniles. Su teoría identifica, entre otras categorías, un mecanismo universal (la adaptación como gran reto del crecimiento del individuo en el complejo entramado social) y unas respuestas particulares (rebelde, conformista, autodestructiva) que, en sus específicas manifestaciones históricas, constituyen el poso figurativo de las diferentes posiciones del sujeto joven a los requerimientos sociales. Cuando el cine ha diagnosticado y sedimentado dichos comportamientos en función de las décadas (activismo, apatía, cinismo, autodestrucción, etcétera), lo ha hecho siempre, inevitablemente, desde su propio lenguaje específico. De ahí nace la absoluta convicción del autor de este libro de que es la estética fílmica —el análisis textual, la comparativa entre obras, a veces incluso plano a plano— el instrumento necesario para entender hasta qué punto el cine modela los imaginarios juveniles e incide poderosamente en las receptivas sensibilidades de su público. El constante abordaje de la puesta en escena en los filmes escogidos es la clave fundamental para entender la operación metodológica que aquí se propone.

Valor añadido de estas páginas es la casi provocativa elaboración de dicho corpus filmográfico. Hemos dado demasiadas veces por sentadas cuáles son las películas canónicas en el binomio juventud-cine. Alejandro Ventura recoge muchas de ellas, por supuesto (Easy Rider, American Graffiti, Rumble Fish, Trainspotting...), e incluye los ecos míticos de algunos indiscutibles referentes musicales (Quadrophenia, VelvetGoldmine, Last Days, Syd and Nancy...). Pero despliega gratamente su discurso hacia obras mucho menos analizadas desde la perspectiva estricta de la juventud (A Clockwork Orange, Taxi Driver, Wild at Heart, Matrix, The Social Network...), a las que ilumina novedosamente. Aunque no tenga la pretensión totalitaria de edificar un nuevo canon, la filmografía que concita permite repensar de manera renovadora la compleja historia del binomio que da título al libro.

En la misma medida que la juventud ha dialogado siempre con las generaciones que la precedían, también el trabajo de Alejandro Ventura invita, así mismo, a observar el diálogo formal entre obras de épocas diversas (véase la audaz y deslumbrante comparativa entre diversas escenas de Easy Rider y My Own Private Idaho) y explora, por otro lado, las tensiones diacrónicas que se producen cuando ciertos estallidos colectivos del anhelo juvenil son abordados con años de distancia y desde estéticas diversas a las que inicialmente incitaron: por ejemplo, es altamente revelador el epígrafe «Godard y el Mayo francés», y la continuación alternativa que suscita el abordaje de dos filmes a su vez tan contrastados como Milou en mai y The Dreamers. Que otras dos películas tan alejadas en género, estilo y época como Hair y The HurtLocker alimenten un apasionante diálogo interfílmico en torno a la postura generacional ante dos guerras recientes, resulta una demostración palpable de la fecundidad de un método que constituye, a su vez, un valioso punto de referencia para futuros trabajos.

Y es que, por su coherente anclaje en la dimensión histórica de los procesos de adaptación que la juventud contemporánea ha afrontado y seguirá afrontando en estrecha complicidad con el cine, no existe final de trayecto en la labor aquí desarrollada. Útil, pedagógica, sugerente, abierta y siempre rigurosa, ésta es también, para fortuna de todos los que quieran compartirla, una investigación en marcha.

Xavier Pérez

Universitat Pompeu Fabra

Introducción

La juventud es una categoría no sólo sociológica sino también histórica, esto es: no siempre existió una juventud tal como hoy la identificamos. En algunas épocas y en algunas formaciones sociales, fue difícil distinguir la juventud como un sujeto real. De la infancia, sin mediar períodos de transición, se pasaba directamente a la vida adulta.

La emergencia de la juventud se debe a un desarrollo histórico de la sociedad, la cultura, los poderes, los saberes y las representaciones ideológicas. Pero esta emergencia también responde a un desarrollo de la conflictividad de los individuos, de las tensiones que atraviesan sus formas de sentir, pensar, relacionarse y vivir. Y esto es lo que permite hablar de una historia de la juventud.

A mediados del siglo xx, cuando la sociedad y la cultura se consolidaron como fenómenos de masas, la juventud quedó establecida como un grupo social particular, como una categoría cultural específica, como una etapa evolutiva especial en el desarrollo de la personalidad del individuo. Y es a partir de este período que podremos estudiar a la juventud y sus diferentes modos de configurarse como sujeto social a partir de su representación artística a través del cine.

En los sesenta últimos años, los cambios en las actitudes y las conductas típicas de los jóvenes han sido muy marcados. El tránsito desde un conformismo casi automático (en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado) a una rebeldía casi natural (en los sesenta), para volver a las escenas de apatía y desencanto (en los ochenta), o al cinismo (en los noventa), hasta llegar a la opacidad y la incertidumbre del mundo virtual actual, alentó a que algunos teóricos sociales, siguiendo la huella de Pierre Bourdieu, discutieran seriamente la posibilidad de atribuir algo distintivo a la juventud, reafirmando aquella tan citada máxima de este autor de que «la juventud sólo es una palabra».1 Ante la aparente volatilidad del fenómeno, y como forma de evitar caer en sentencias apocalípticas de este tipo, se hace entonces imprescindible establecer un marco categorial que permita analizar la posibilidad de que, aunque las formas de expresarse la conflictividad juvenil sean disímiles, en última instancia siempre puedan estar determinadas por una matriz común: el hecho de «ser» joven. Un nuevo marco que permita homogeneizar mientras simultáneamente contemple la heterogeneidad. Y todo ello no sólo debe hacerse evitando las confusiones semánticas descriptivas del fenómeno juvenil (por ejemplo, entre subculturas, contraculturas y tribus urbanas), sino que también debe responder a las cuestiones sobre la heterogeneidad (la existencia de «varias» juventudes) y al proceso de transición al mundo adulto (como comprender, por ejemplo, el pasaje de la rebeldía a la integración sistémica sin caer en interpretaciones naturalistas de tipo evolucionista). El marco categorial que utilizamos aparece desarrollado en el primer capítulo.

A fines de los sesenta, la rebeldía contracultural expresada por los hippies llegaba a su cenit en el festival de Woodstock. Entonces comenzaron a notarse los signos de su agotamiento e insuficiencia. La paz y el amor al prójimo, el ascetismo bucólico y hedonista, la liberación sexual y los viajes psicodélicos demostraban ser inefectivos como antídotos contra una sociedad de consumo que, subrepticiamente, se infiltraba entre sus relaciones, penetrando entre los intersticios de una conflictividad juvenil nunca resuelta. Para aquellos jóvenes que más claramente visualizaron esta situación, pero que ya no podían volver atrás, el camino de la autodestrucción aparecía como la única salida posible. Era preferible «quemarse que apagarse lentamente».2 Sin embargo, una generación después, sería evidente que ni siquiera la muerte, ensayada tal vez como último camino de redención, estaría a salvo de los mecanismos de cooptación sistémica de la contracultura: «Os compraremos vuestros insultos, nos pondremos vuestras zamarras asquerosas y sobre ellos crearemos otro imperio».3 Esta lúcida profecía de un millonario californiano, arrostrada a propósito de las revueltas sesentistas, es útil para esclarecer las perspectivas que adoptaría una industria cultural que refinaba su estrategia de marketing para el mercado juvenil. No sólo había llegado la hora de los yuppies, sino que la muerte de los ídolos resultó finalmente una buena mercancía. Es posible, y necesario, reconstruir este proceso de transformaciones sumamente complejas.

El cine, como manifestación artística de primer orden del último siglo, nos proporciona la herramienta idónea para procesar dicha reconstrucción. De lo que se trata es de buscar —a partir de la focalización en la conflictividad y los cambios actitudinales de la juventud expresados a través del marco categorial utilizado— su articulación con el cine como manifestación artística y comunicacional, a través del análisis exhaustivo de una serie de películas emblemáticas para los jóvenes, abordándolas desde el punto de vista del lenguaje y la estética cinematográfica.

Esta reconstrucción histórica de la juventud a través del cine implicará el repaso de películas claves, tales como Rebel Without a Cause (Rebelde sin causa, 1955), de Nicholas Ray, correspondiente a los años de irrupción juvenil en la década de los cincuenta; Easy Rider (Buscomidestino, 1969), de Dennis Hopper, película que, junto a otro conjunto muy numeroso y valioso, será determinante para dar cuenta de la rebeldía juvenil de los años sesenta; A Clockwork Orange (La naranjamecánica, 1971), de Stanley Kubrick, para los comienzos de los setenta, como ejemplo paradigmático de propuesta distópica que sepulta la rebeldía sesentista; My Own Private Idaho (Mi mundo privado, 1991), de Gus Van Sant, para la representación del desencanto y la apatía juveniles de los ochenta; Trainspotting (1996), de Danny Boyle, para el cinismo de los noventa, y finalmente The Matrix (Matrix, 1999), de los hermanos Wachowski, y Elephant (2003), del mismo Gus Van Sant, para referirnos a la opacidad y la incertidumbre virtual del nuevo milenio.

En el curso de este proceso de reconstrucción aparecerán figuras míticas del pasado que sirvieron de referencia a millones de jóvenes del mundo entero, tales como James Dean (Rebel Without a Cause), Jim Morrison (The Doors, de Oliver Stone, y When You’re Strange, de Tom DiCillo), Sid Vicious (Sid and Nancy, de Alex Cox), David Bowie e Iggy Pop (Velvet Goldmine, de Todd Haynes) o Kurt Cobain (Last Days, de Gus Van Sant).

Esta articulación entre juventud y cine implicará evaluar en cada caso cómo la estética cinematográfica funciona como dispositivo expresivo de determinado mecanismo de adaptación (categoría central de nuestras categorías para comprender el fenómeno juvenil y que desarrollaremos en el primer capítulo). Un buen ejemplo de esto último y aplicado al concepto de los mundos contrapuestos (jóvenes/adultos), típico de los años sesenta, es analizar el comienzo de The Graduate (El graduado, 1967), de Mike Nichols. En dicho filme, Benjamin (Dustin Hoffman), joven recién graduado, ha llegado a su casa y se encuentra solo en su cuarto, ensimismado en sus tribulaciones respecto a su futuro. De frente a la cámara, con una pecera al fondo del cuadro, donde un buzo en miniatura funciona como el alter ego metonímico de su soledad y enclaustramiento, su rostro está iluminado de forma tal que la mitad del mismo permanece completamente en sombras. En la habitación sólo se escuchan las burbujas de aire de la pecera. De imprevisto, esa quietud absoluta se rompe por la entrada intempestiva del padre, que comienza a hablarle al joven mientras acciona de golpe el interruptor e ilumina la habitación. El rostro del joven queda ahora completamente iluminado. La luz funciona aquí como un recurso estético que el filme utiliza para expresar la contraposición de esos dos mundos (el del joven y el del adulto), los cuales son a su vez, como veremos en detalle más adelante, la expresión de dos mecanismos de adaptación sustancialmente diferentes (el rebelde y el conformista). El espacio que Benjamin intenta mantener fuera del alcance del mundo adulto es literalmente invadido con la irrupción de esa «luz parental».

Por otra parte, nuestra propuesta implicará una aplicación particular del denominado «cine comparado», que denominaremos diálogo interfílmico; esto es, el diálogo, más o menos explícito, que establecen entre sí muchas de las películas antes citadas, como forma de dar cuenta de las respuestas que van dando las diferentes generaciones a aquellas actitudes juveniles consideradas perimidas u obsoletas de las generaciones anteriores. Así, analizaremos detalladamente cómo, por ejemplo, My Own Private Idaho interpela críticamente a los rebeldes años sesenta de Easy Rider a través de un diálogo cinematográfico muy refinado en cada una de sus escenas. O cómo Trainspotting lo hace, a su vez, no sólo con A Clockwork Orange, sino también con el nihilismo autodestructivo del punk de mediados de los setenta representado por Sid and Nancy.

Este diálogo interfílmico no será analizado exclusivamente desde el punto de vista conceptual o argumental (en cuanto al surgimiento de nuevos comportamientos juveniles), sino, y fundamentalmente, a partir de cómo se procesan dichas transformaciones también desde el punto de vista del lenguaje y la estética cinematográfica (como forma de expresión de dichos cambios conceptuales): ritmos y climas diferentes a partir de modificaciones estructurales de los guiones, los movimientos de cámara, la actuación, un uso diferente de la luz y el tipo de montaje serán determinantes para precisar el objeto de estudio.

Al focalizarnos en el análisis, por ejemplo, de una película como Trainspotting, necesariamente surgirán los típicos tópicos con los que suele asociarse la conflictividad juvenil desde la perspectiva de las ciencias sociales: sexualidad y relaciones afectivas, familia, violencia, drogas, educación, trabajo, uso del tiempo libre, etcétera. Nos detendremos en ellos y evaluaremos cómo los presenta esta película no sólo en contraposición a la cultura de la institucionalidad dominante, sino también en referencia a otras manifestaciones del pasado. Pero también constataremos y evaluaremos cómo lo hace desde un punto de vista estilístico muy preciso, a partir de una estructura narrativa no lineal y con el uso frenético de un movimiento de cámara como el travelling y un montaje fragmentado que es puro vértigo a lo largo de todo el metraje. En Trainspotting, el tempo cinematográfico se contrapone absolutamente a los largos planos secuencia y los «tiempos muertos» del cine minimalista de los ochenta —por ejemplo, de un Jarmusch—, cuyo ascetismo funcionaba en un sentido totalmente opuesto, pues eran una forma de expresión sofisticada de otro tipo de comportamiento juvenil en el que lo predominante era el deambular de personajes sin rumbo. Y es que los estilos cinematográficos para representar ambos mecanismos conformistas —el apático y el cínico— debían ser diferentes. Por eso, se vuelve imprescindible detenerse en un análisis estético riguroso y pormenorizado de los filmes bajo el prisma del marco teórico antes esbozado.

Finalmente, el enfoque analítico propuesto será primordialmente diacrónico; esto es, para poder estudiar los cambios de comportamiento de los jóvenes a través del tiempo y sus diferentes representaciones fílmicas, es imprescindible concentrarnos en un contexto sociohistórico determinado, evaluando cómo dicha representación va interpelando aquella otra producida en ese mismo contexto, pero en una época anterior.4

Nos referiremos así a una periodización5 por décadas, concentrándonos primordialmente en la producción fílmica del mundo anglosajón. Una excepción relevante se producirá al analizar el Mayo francés como instancia política culminante de la rebeldía contracultural de los años sesenta. En este caso, el foco de atención se trasladará al cine de Jean-Luc Godard —como representante destacado de la Nouvelle Vague—, así como a los abordajes posteriores al 68 de Louis Malle (Milou enmai, 1990) y Bernardo Bertolucci (The Dreamers, 2003).

En síntesis, ésta es la dinámica que buscamos construir con nuestra particular aproximación y articulación entre la juventud y el cine: forma y contenido no deberán escindirse en ningún momento del proceso analítico que pretendemos desarrollar. De esta manera, se puede concebir que nuestro enfoque está en las antípodas no sólo del arte como mero instrumento para la ilustración de tesis sociohistóricas, sino también del mero afán formalista cuya (des)historización, en este caso, no repararía en las diferentes formas de manifestarse la conflictividad juvenil a través del tiempo. A tales fines, esto implicará no sólo la conformación de una selección filmográfica muy específica, sino también la aproximación a la misma, y el análisis de los filmes propuestos —al realizarse desde una particular visión sobre la juventud— necesariamente evaluará aspectos conceptuales y estilísticos que pueden ser sustancialmente diferentes a los de otros abordajes (por ejemplo, a los desarrollados por la fenomenología del realismo, la Escuela de Francfort, la teoría del autor, el postestructuralismo, el psicoanálisis, la semiótica, el análisis textual, la teoría feminista, los estudios culturales y postcoloniales, etcétera).

Al final de este extenso recorrido humanista-cinematográfico —el cual pretende ser comprensivo y no meramente descriptivo o taxonómico—, esperamos haber podido alcanzar un nivel de conocimiento plausible ante un fenómeno complejo que, como el juvenil, siempre se presenta como básicamente heterogéneo y evasivo.

1. Bourdieu, P., «La juventud sólo es una palabra», en Cuestiones de sociología, Istmo, Madrid, 2000, pp. 142-153.

2. En el final de su carta-testamento de abril de 1994, Kurt Cobain, líder de Nirvana, reproduce esta línea de la canción «Hey Hey, My My (Into the Black)» del disco Rust Never Sleeps de Neil Young.

3. Guillot, E., Historia del Rock, La Máscara, Madrid, 1997, p. 18.

4. Para poder evaluar esta interpelación, es imprescindible mantener «excluidas» del análisis otras variables que puedan incidir en la conflictividad juvenil (por ejemplo, sexo, género, clase social, raza, etnia, etcétera), enfocándonos en un tipo juvenil que se emparentaría con el acrónimo WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant).

5. Para una revalorización del concepto de periodización, véase Jameson, F., El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós, Barcelona, 1995, pp. 15-22.

1. Un nuevo marco categorial sobre la juventud

Las interpretaciones clásicas sobre el fenómeno juvenil se pueden agrupar en tres grandes bloques, en función de qué variable de estructuración sistémica (sociedad, cultura o personalidad) se haya utilizado en su elaboración. Así tendremos: la juventud como «problema social» y etapa de moratoria socioeconómica, la juventud como «campo de disputa generacional» en la lucha por la hegemonía cultural, y la juventud como «sujeto de normalización» y etapa de búsqueda de una identidad personal.

Estos tres grandes marcos teóricos son útiles y necesarios en la medida que, con mayor o menor rigurosidad, describen el fenómeno juvenil. Estos enfoques, parcialmente aplicados a contextos sociales y momentos históricos acotados, ofrecen descripciones más o menos representativas (cuantitativamente) y penetrantes (en términos cualitativos) de la juventud. Sin embargo, dichos enfoques no permiten comprender la cuestión juvenil (su sustrato de conflictividad) en toda su amplitud y profundidad.6

Si como sostuvieron Adorno y Horkheimer, la fecundidad de una teoría sociológica se evalúa por la capacidad que tiene para asimilar las relaciones entre individuo y sociedad,7 una nueva teoría de la juventud no escapará a ese desafío.

Nosotros vamos a definir la juventud como una formación intersubjetiva en la cual se extrema la tensión del conflicto inherente al doble proceso de socialización e individuación. Asumimos que la sociedad y el individuo se constituyen de forma recíproca sobre el trasfondo de una historia que se materializa como sistema en la época moderna.

El proceso de individuación cuenta con una base biológica (o somática). De todos modos, al referirnos al conflicto del individuo, asumiremos que éste no es anterior a las relaciones sociales, desde las cuales se socializa su personalidad. También acordamos que esas relaciones sociales, entre las que se preconfigura la individualidad, surgen en un proceso históricamente determinado.

En síntesis, las categorías que utilizaremos a lo largo de este trabajo para intentar comprender la variabilidad actitudinal del fenómeno juvenil, junto a su dinámica conflictiva, intentan captar y concretar esta articulación de individuo y sociedad en su realidad esencial y en su movimiento aparente. Por su orden, estas categorías son las siguientes: potencial creativo, sistema internalizado, bloqueo externo, mecanismos de proyección y adaptación, y aparatos de adaptación.

1.1. El potencial creativo

Respecto del potencial creativo, en principio diremos que todos y cada uno de los individuos poseen la potencialidad de crear. Así reconocemos, explícitamente, una cualidad humana universal. Esto aleja toda perspectiva de identificar la creatividad con la genialidad o la mera originalidad. Nuestra perspectiva sobre la creatividad habrá de des-sublimar el virtuosismo del «genio», llevándolo al plano terrenal y fáctico de la existencia cotidiana: allí, lo quimérico de la creatividad se conjuga día a día en la autenticidad radical del «querer ser uno mismo», con plenitud, y en la continuidad de toda una biografía. A su vez, cuando otorgamos a la creatividad humana un carácter potencial, estamos planteando su posibilidad y no una realización plenamente garantizada.

Existe una dificultad cierta en lo que refiere a la visualización del potencial creativo, a las posibilidades de su captación empírica. Debido al carácter inconsciente del conflicto profundo, las fuerzas básicas que lo configuran permanecen ocultas detrás de comportamientos, acciones, discursos, expresiones simbólicas y relaciones intersubjetivas. Es entonces cuando su aprehensión más se dificulta. El potencial creativo del individuo se encuentra bloqueado y ejerce su fuerza a un nivel profundo de la vida psíquica. Su reconocimiento no puede ser inmediato ni empíricamente contrastable y, en lo que respecta a la subjetividad interior, a su aprehensión por parte del propio individuo, resulta ser engañosa.

Sin olvidar que la creatividad es una cualidad potencial, distintiva de la actividad humana, diremos ahora que toda actividad creativa se sustentará en el propio cuerpo del individuo, en su específica capacidad somática de abrirse, interior y exteriormente, hacia el medio ambiente natural y social, dando impulso a un conjunto dinámico de capacidades subjetivas: sensibilidad, inteligencia, imaginación, expresividad y voluntad son las dimensiones en que habitualmente se reconocen esas capacidades. En términos estrictamente psíquicos, esta conformación biológica del organismo humano sería la base material del potencial creativo.8

Entonces, la actividad asumiría su forma creativa en múltiples dimensiones. De manera simultánea y holística, el individuo participaría en la transformación del ambiente físico-natural y de las relaciones sociales en que sus competencias se movilizan (intersubjetividad cotidiana, cultura y sociedad). Consecuentemente, también habría de transformar sus competencias subjetivas (sensibles, cognitivas, motivacionales). De esta manera, la actividad creativa fundamenta un desarrollo pleno de la subjetividad, el cual se presenta como un proyecto abierto que pretende tener validez para autorrealizarse. Vale decir, la intención del sujeto puede ser argumentada, comprendida y criticada en la cogestión de un nuevo contexto de relaciones sociales: su sentido es determinado por el individuo en un redireccionamiento social del conjunto de sus competencias subjetivas. Así, en la actividad creativa del sujeto tenemos presente un movimiento continuo entre individuo y sociedad: la intención subjetiva del individuo se valida a través de una acción que modifica la realidad objetiva, a la vez que se integra en un proceso de interacción social.

1.1.1. De modelo de acción a potencial intrapsíquico

Esa capacidad universal de la actividad humana, la creatividad, al no poder realizarse en una instancia histórica particular, queda reducida a una potencialidad intrapsíquica. La apertura, el despliegue y el desarrollo de esta forma de actividad quedan históricamente mediatizados desde el momento en que los seres humanos vivimos de un modo limitado nuestras relaciones con la naturaleza, con la sociedad y con nuestra propia individualidad. No podemos aprehender y desplegar nuestra capacidad creativa y, prácticamente, ni siquiera somos conscientes de la misma. Cuando pretendemos estar desarrollándonos (en referencia al medio social o natural inmediato), no lo hacemos sobre la base de esa capacidad superadora de la mera autoconservación; por eso, tarde o temprano terminamos por percatarnos del carácter ilusorio de nuestro pretendido desarrollo. En estos casos, las angustias más desgarradoras (o el nerviosismo con que solemos reírnos de nosotros mismos) se hacen cargo de la desilusión.

Siendo esto así, el uso del término «potencial» en nuestra categoría básica adquiere su plena justificación, pues hace referencia a lo efectivamente bloqueado en el conflicto actual del individuo. El concepto de potencial creativo asume lo potencial como una fuerza real, como una fuerza preformativa del carácter humano. No se complace con el mero posibilismo de la creatividad, sino que la asume en su fuerza determinante del conflicto individual y, a través de éste, la descubre en las formas de una conflictividad que se expresa socialmente. Este potencial creativo, que por sus bases y por lo que abarca resulta diferente para cada persona, sólo se realizaría en un determinado marco de relaciones sociales: un marco social que tendría como finalidad fundamental el desarrollo universal de esa potencialidad individual del ser humano. Así, queda establecido un vínculo entre el potencial creativo y el contexto social en que el individuo actúa conflictivamente. No se trata sólo de un vínculo negativo, de una limitación para su desarrollo. Existe también otro tipo de influencia.

Una investigación antropológica de largo aliento podría dar cuenta de un «crecimiento absoluto del potencial creativo» del ser humano, relacionando con ese crecimiento ciertas modificaciones evolutivas e incluso fisiológicas de la especie.

En esta dirección, el ser humano, en su carácter genérico, aparece dotado de una «fuerza especial» (una fuerza propia de la especie) que lo habilita a actuar de un modo particular, un modo en el que nunca ha actuado ser alguno. O sea, el ser humano puede relacionarse con el mundo (percibir, representar, operar) como ningún otro ser se ha relacionado. A esa «fuerza especial», que engloba el conjunto de las capacidades vitales de la especie, la distinguimos como una potencialidad creativa que evoluciona absolutamente en términos antropológicos.

De todas formas, sin necesidad de remontarnos tan atrás en el tiempo, es posible considerar un «crecimiento relativo del potencial creativo». Este crecimiento ya no tendrá características antropológicas, sino que se referirá a un incremento de los estímulos sociales sobre el potencial creativo individual. En esta dirección se ubicará el crecimiento de las fuerzas productivas (con sus correspondientes avances tecnológicos), así como las modificaciones de las relaciones sociales tendientes a una profundización y un desarrollo de los procesos de individuación.

En este plano, la evolución humana se vuelve algo histórico y social, una eventualidad cultural. Esa dinámica de crecimiento y cambio social, que va socavando permanentemente la validez normativa de un orden primitivo de integración social, opera como una variación en las circunstancias de los conflictos humanos. De hecho, tendencialmente, produce un desplazamiento de aquella «fuerza especial», de aquella potencialidad antropológica, hacia la interioridad subjetiva del individuo.

Lo que venimos diciendo podemos ilustrarlo con la emergencia de la juventud como categoría social. En virtud de la complejidad que ha adquirido la división social del trabajo —constituyéndose como un sector poblacional para el cual queda disponible un tiempo de reflexión crítica, de individuación altamente conflictiva, de interacción social flexibilizada, de resistencia y de autonomía virtual frente al sistema—, la emergencia de la juventud podría considerarse una condensación de múltiples estímulos al potencial creativo.

Pero este crecimiento relativo y estos estímulos no han de confundirse con un desarrollo real del potencial creativo del ser humano: sólo ilustran su paradójica existencia. Ya vimos que, en lo que se refiere a una auténtica creatividad, este desarrollo sólo puede satisfacerse en una multiplicidad de dimensiones, en las que, de momento, predominan las distintas formas del bloqueo sistémico.

1.2. Las dos dimensiones del bloqueo: interno y externo

Cuando intenta desarrollarse, el potencial creativo inherente a todo individuo es asediado y dominado por una fuerza superior que lo bloquea. Esa fuerza tiene un origen social e histórico: la densidad del sistema social se multiplica con su movimiento en el devenir de la historia, aplicándose sobre el individuo con toda su intensidad. Las tradiciones, las ideologías, las instituciones políticas y económicas, y la vida cotidiana con sus instancias sistémicas de interacción determinan las formas de ese bloqueo.

Que las competencias subjetivas del individuo no se desarrollen creativamente no significa que dejen de desarrollarse en cualquier sentido. Por cierto, la socialización (y los aprendizajes evolutivos que implica) impone un proceso de desarrollo para las mismas, el cual no se encuentra libre de conflictos. Este desarrollo, basado en formas de interacción social, incluye una dirección intencional: los aprendizajes se hacen efectivos sobre la base de unos presupuestos normativos que apuntan a la reproducción del orden social: «Nuestras actividades desembocarían en un caos si no nos atuviésemos a reglas que definen ciertos tipos de comportamientos como apropiados en determinados contextos, y otros como inapropiados [...] Las normas que seguimos en nuestras acciones le dan al mundo social su carácter ordenado y predecible».9

En nuestro concepto de bloqueo hemos considerado las formas que adopta la sociedad capitalista para regular y ordenar la conducta individual. Este orden no es puramente exterior al individuo; también está internalizado. El bloqueo opera en dos planos que se refieren simultáneamente al individuo: el externo y el interno. Sólo así asegura su predominio sobre el potencial creativo individual. En definitiva, no sólo estamos instalados en el «vientre de la bestia»,10 sino que, además, ella está dentro de nosotros.

El bloqueo interno se conforma al internalizarse la normatividad axiológica. Esta normatividad se sostiene en una serie de valores ideológicos, pautas culturales, normas sociales y reglas de conducta. En su conjunto, la normatividad axiológica internalizada define modos y concepciones de vida que caracterizan desde la infancia «un modo de actuar, de pensar y de sentir». Por lo tanto, el bloqueo interno no se reduce a una pura regulación moral, aunque también se aplique en ello.

Entendida en el sentido más amplio, la normatividad axiológica internalizada proviene de los aparatos ideológicos de dominación: instituciones religiosas, estado, familia, sistema educativo, medios de comunicación, industria cultural, etcétera. En última instancia, su axiología responde a las necesidades sistémicas de la economía y la política: los núcleos estructurales del orden de autoconservación.

Aunque es impuesta por el sistema capitalista, la normatividad axiológica es vivida por el individuo como si fuera propia. Más adelante veremos la manera, y a través de qué mecanismos, se da este proceso tan paradójico. Por ahora, sólo agregamos que a esta dimensión del bloqueo interior al individuo la denominaremos sistema internalizado, y que el mismo establece una personalidad internalizada. Las expectativas del sujeto sobre la validez de la normatividad axiológica se habrían forjado por la vía de una imposición sancionadora: silenciamientos y nominaciones, premios y castigos, límites y estímulos, miedo y fascinación. Que la norma adquiera su valor deviene de la efectividad que habría demostrado a la hora de regular situaciones de interacción vivenciadas por el individuo durante el proceso de socialización. Por lo demás, la validez de la normatividad axiológica no depende de que el individuo la realice prácticamente: esto es, que satisfaga las exigencias de valor que aquélla le prescribe. De esto se derivan esas situaciones en las que los sujetos motivan sus acciones a partir de valores y pautas culturales que no pueden hacer efectivos; dirigen y evalúan sus acciones sin alcanzar los resultados que los valores todavía les prometen: en su interioridad responden a la normatividad axiológica internalizada, siguen las pautas, no pueden realizarlas socialmente y, sin embargo, para ellos, éstas no pierden validez. Recapitulando: con relación al bloqueo interno se nos presenta, por un lado, la normatividad axiológica; por otro, el proceso de socialización mediante el cual esa normatividad se internaliza; finalmente, como resultante, una personalidad sistémicamente constituida.

Por su parte, el bloqueo externo opera sobre el potencial creativo a través del enfrentamiento que el individuo protagoniza con un mundo basado en la explotación, la opresión, la alienación y la cosificación. Un mundo donde la violencia, la miseria, el hambre, la contaminación y la destrucción ambiental conviven con objetos e imágenes que controlan y dirigen los destinos de las personas. Se trata, en suma, de la dinámica peculiar de los sistemas económico, político, ideológico y cultural, cuya consolidación más reciente es la sociedad digital de consumo avanzado, una sociedad dual, polarizada entre incluidos y excluidos.

La producción capitalista11 conforma una premisa de la lógica sistémica con que se reproduce la sociedad. En este modo de producción, la realización del trabajo se socializa generando una masa inmensa de riquezas. Pero la apropiación de éstas sólo se lleva a cabo de forma privada. Sobre esta contradicción de base, el capitalismo permitió la liberación y la confluencia de enormes fuerzas sociales en el proceso de producción de riquezas; aunque, con las relaciones sociales asentadas sobre la salarización del trabajo y la propiedad privada de los medios de producción, el carácter social de esas fuerzas productivas se hizo irreconocible.

En la sociedad de mercado, todas las relaciones y actividades se asimilan en la forma mercancía que asume el intercambio social. Esta forma esconde, recubre y desfigura el hecho de que sean individuos y grupos sociales quienes establecen entre sí los vínculos de producción e intercambio. En esa opacidad de lo social sólo resulta visible la circulación de mercancías. El tránsito de las cosas se sobrepone al trato entre las personas. Entonces, decimos que las relaciones sociales se cosifican, porque ya solamente a través de cosas (y como tales) pueden los individuos vincularse entre sí. Los individuos y los grupos sociales no pueden menos que fetichizar los productos mercantiles. Dejan de reconocer en ellos cualquier cualidad humana. Las mercancías terminan por aparecer como objetos divinos, modernos tótems, amuletos o maleficios, objetos de superstición. Este poder que se atribuye a las mercancías —en particular al dinero, mercancía por antonomasia, equivalente universal de todas ellas— ya no puede reconocerse como el resultado de una actividad humana.

El bloqueo externo no se agota en ese aspecto económico del desarrollo social. Desde esa contradicción de base —la explotación privada del trabajo socialmente producido— se desarrolla una dinámica política, ideológica, social y cultural que confluye en asegurar el mantenimiento del sistema capitalista de producción y la distribución de la riqueza. En la actualidad, la forma que asume es la de la sociedad dual, polarizada entre excluidos e incluidos.

Por cierto, que la sociedad capitalista se encuentre diferenciada y estratificada es una condición para la división del trabajo socialmente realizado. Pero, a su vez, esta división jerárquica del trabajo tiende a reforzar la estratificación del conjunto de la sociedad: la requiere y la justifica en todas las esferas de actividad. En general, esta división, separación, especialización, jerarquización y estratificación clasista del trabajo social comporta para el individuo una de las más fuertes experiencias del bloqueo externo.

Hay un aspecto de la división social del trabajo que cobra un carácter mortífero para el individuo: se trata de la separación del trabajo intelectual y manual. Esta división se presenta en el interior de los diferentes procesos de trabajo (muy a menudo, el trabajo intelectual está incorporado de manera tecnológica en los instrumentos, dispensando al trabajador de cualquier desarrollo en esa dirección). Pero también aparece en la delimitación de esferas fuertemente diferenciadas en la estructura global de la sociedad: por un lado, las esferas culturales especializadas en la racionalización intelectual de los saberes (la ciencia, la tecnología, el derecho, la administración, la moral, el arte, etcétera); por otro, la rutina del trabajo físico en la industria, el agro o las empresas de servicios.

Las formas del bloqueo externo, recicladas imaginariamente o ajustadas funcionalmente, encuentran entonces en la sociedad de consumo12 su modalidad más tardía de desarrollo. Sociedad de masas que concentra un desarrollo tecnológico y un inmenso conjunto de fuerzas productivas capaces de reciclar la riqueza incesantemente. Sociedad urbana altamente industrializada y contaminada; regulada por el consumismo desenfrenado y anárquico; controlada policíaca y burocráticamente; integrada telemáticamente con medios de comunicación cosmopolitas capaces de amplificar y extender sus imágenes y símbolos por todo el orbe simultáneamente. Sociedad dual, esquizofrénicamente integradora y excluyente, violentamente aisladora de los individuos, explotadora y opresora, polarizada y polarizadora, aunque siempre dispuesta a amortiguar las distancias sociales. A esta sociedad de consumo le corresponde una cultura de masas que penetra y atraviesa los diferentes estratos y las diferentes clases de la sociedad. La industria cultural de masas procede homogeneizando y estandarizando una identidad social que se refleja en los valores de consumo, a la par de heterogeneizar y especificar en los diferentes objetos y símbolos (soportes de ese valor) los modos de realización de una aparente identidad personal. Diferenciación y multiplicidad: siempre sobre la línea media del desarrollo cultural global. Una línea medianera trazada entre el polo del estereotipo más craso y lo más refinado de la hauteculture. Un espacio de recuperación mesocrático en el que se fusionan los motivos del conservadurismo cultural aristocrático, incluso el más recalcitrante, y los impulsos utópicos de los movimientos contraculturales. Si algo distingue a esta cultura de masas (este híbrido cultural) de las anteriores culturas clásicas y populares es su tendencia a la mediocridad. Se trata de una mediocridad prêt-à-porter, que asimila los contenidos semánticos más rupturistas y más aperturistas en el incesante torbellino de la circulación semiológica.

Nos queda por decir que el bloqueo externo es histórico. En nuestra perspectiva, su conformación depende de la fase de acumulación capitalista a la que nos estemos refiriendo. En este sentido, también el conflicto esencial del individuo asume un carácter histórico. Hemos de tener presente que, al variar los patrones de acumulación capitalista, se modifica la lógica de reproducción del sistema, variando con ello el tipo y las características del enfrentamiento entre el individuo y el mundo. De ahí que la conflictividad individual se modifique generación tras generación. El conflicto profundo, si mantuviésemos constante su intensidad para cada individuo, no es igual para cada generación. Para interpretar la conflictividad de la juventud debemos conjugar esas variaciones en términos de una modificación histórica del conflicto individual.

1.3. De la angustia profunda a la adaptación

El conflicto profundo provoca una angustia latente en el individuo, que se ve imposibilitado de desarrollar su potencial creativo. Las modalidades manifiestas de esa angustia son múltiples. A menudo, la angustia se expresa en una suerte de obsesión ante el vacío, la muerte, el carácter inauténtico de lo experimentado. Puede suscitar un sentimiento de indiferencia total, de encierro claustrofóbico o su opuesto, un sentimiento de separación, de extrañamiento frente al todo, de ajenidad. También puede manifestarse en la incertidumbre del sujeto para quien el mundo de los objetos, su espacialidad, muestra una apariencia caótica y falta de sentido. Incertidumbre que también puede referirse a la experiencia del tiempo, vivido en su enigmática heterogeneidad o como una suerte de disgregación sin historia, sin pasado y sin futuro. En general, la angustia asume la perplejidad y el desamparo ante lo desconocido, dispara un sentimiento de malestar en el cuerpo, una tremenda ansiedad, una exasperación o irritación constante, un paradójico sentimiento de ausencia en medio de un tiempo y un espacio discontinuamente abiertos, o continuamente cerrados.

La idea de angustia concita siempre la común experiencia del miedo, la desesperación, la impotencia y la insignificancia: es el sentimiento de lo tremendo, de la presencia irrebasable de «la bestia», tal como fue descrita desde los tiempos del Antiguo Testamento. Moloch, Leviatán, Mefistófeles, Moby Dick, Nosferatu son encarnaciones simbólicas de unas fuerzas inhibitorias, obstaculizantes, paralizadoras del desarrollo del sujeto. La angustia profunda es una angustia de insignificancia: depende de la incapacidad de dar sentido a la propia existencia.

En términos existencialistas se entiende por angustia una actitud del hombre frente a su situación en el mundo. Para esta corriente del pensamiento, la raíz de la angustia sería la dudosa posibilidad de la existencia, la inquietud ante el modo injustificado que adopta el «ser-en-el-mundo». No es un miedo determinado lo que dispara la angustia, sino la mera posibilidad de existir. La apertura de la existencia hacia un futuro incierto provoca ese sentimiento de amenaza inminente. En última instancia, la mera reflexión sobre la condición humana es suficiente para provocar la angustia. En el «poder-ser» heideggeriano se refleja una modalidad del «ser-ahí» (Dasein) que constituye la existencia como algo originariamente abierto, pero que, sin embargo, sólo puede cargarse como un peso insostenible: esta pesada carga sería lo que se anuncia en la angustia.

El corolario existencialista sobre esa condición no puede ser otro que el del «ser relativamente a la muerte»: aceptación de la muerte como posibilidad ineluctable, como certeza indeterminada de la existencia. Esa condición indeterminada, el destino del ser, es lo que distingue la angustia existencialista de cualquier miedo concreto, puntual, circunscrito. En definitiva, esta perspectiva sobre la angustia se reduce a reconocer un conflicto entre la existencia dada de hecho, humanamente siempre limitada, y una indeterminación del deber ser, absoluto y eterno.

Para el psicoanálisis, en cambio, la angustia es la respuesta a una situación traumática provocada por un aflujo de estímulos cuya intensidad es tan fuerte que no tiene posibilidad de descarga. Prototipo de esa situación es la temprana impresión del acto de nacer. Allí se condensa la experiencia de indefensión del individuo tras su abandono del útero materno, la pérdida del sentimiento jubiloso de unión y paz, esa suprema simbiosis con el mundo. El individuo, rememorando esa experiencia, reacciona ante toda situación de impotencia, lo que es siempre una reacción ante el peligro de lo desconocido. La angustia opera allí como señal de alarma que se dispara automáticamente para anticipar el trauma y defender el yo individual.

Así, indeterminadas entre la rememoración traumática del nacer y la presencia inevitable de la muerte, todas las concepciones de la angustia reflejan el sentimiento de impotencia de un individuo aislado de su contexto social. Pero en tal indeterminación, estos conceptos de angustia revelan un contenido ideológico conservador. En una perspectiva metateórica, dejan su lugar a una conciliación resignada con el mundo. La angustia existencialista o psicoanalítica se determina a posteriori, con una imposición teleológica: el destino de la angustia es la adecuación del individuo a lo real, la aceptación de una existencia arbitraria. Por ser mortal o meramente por haber nacido, el individuo nunca podrá superar sus limitaciones reales. En el primer caso es el destino preestablecido el que da la nota: el ser limitado es para morir. En el segundo caso es el origen traumático: el yo ha de reconocer su herida narcisista.

Nuestro concepto sobre la angustia profunda del individuo pretende superar esta indeterminación y sus consecuencias. No es en los extremos de la experiencia vital, el nacimiento o la muerte, en los que tal angustia se origina. Ésta responde a la dinámica de un conflicto individual que se procesa en la oposición de sus dos fuerzas básicas: el potencial creativo y el bloqueo impuesto al mismo por la sociedad. La impotencia para desarrollarse en la dirección del potencial creativo debida a la compulsiva imposición de ese bloqueo es, en esencia, lo que aparece expresado en el sentimiento de angustia. Aquí no cuenta ninguna indeterminación. Es un bloqueo histórico y sistémico el responsable de tal experiencia angustiante: la presencia de la «bestia» no es otra cosa que la presencia inexorable del sistema. En lo exterior, estamos ante ella, y ella nos habita interiormente.

Las formas en que la angustia se expresa varían en los distintos momentos históricos, así como en los distintos momentos biográficos. Varían los contenidos simbólicos de sus exteriorizaciones, y también la intensidad con que se vive dicha angustia. Los contenidos, las formas y las intensidades se modifican porque la dinámica del conflicto apunta siempre a tratar de evitarla. ¿En qué consiste esa dinámica conflictiva que tiene como finalidad exorcizar la angustia, apaciguarla, olvidarla? ¿Cómo se procesa? ¿Cuáles son sus resultados?

1.3.1. Los mecanismos de proyección

En este momento se hace necesario un proceso de abstracción para que podamos comprender cómo se articulan nuestras categorías básicas. Para esto nos ayudará la representación gráfica de un modelo de fuerzas análogo a los utilizados por las ciencias físicas.13 Allí, el conflicto profundo entre el potencial creativo y el bloqueo (interno y externo) puede ser entendido como la contraposición dinámica de dos fuerzas de sentidos opuestos e intensidades desiguales. Que la fuerza «representante» del sistema —la fuerza que provoca el bloqueo— sea más intensa que la del potencial creativo traduce en este símil físico la prevalencia, tanto objetiva como subjetiva, del sistema capitalista sobre el individuo. El vector que representa el bloqueo sistémico será pronunciadamente más extenso en nuestro símil. Entonces nos preguntamos: ¿es posible que el conflicto esencial potencial creativo/bloqueo emerja «tal cual es», descarnadamente, «a flor de piel», en el individuo? No descartamos tal posibilidad. Pero, en ese caso, ¿sobreviviría el ser humano bajo los efectos de una fuerza aplastante que lo oprime y lo reduce a la condición de un «átomo insignificante», imposibilitado de desarrollar su potencial creativo? Si así ocurriese, el individuo se vería enfrentado a su propia debilidad y a su inexpresividad, lo que le conduciría inevitablemente a la parálisis, al congelamiento y, finalmente, a la autodestrucción. En esas condiciones, de alcanzar niveles masivos esa «parálisis individual», la sociedad capitalista correría el riesgo de ver cuestionada su propia reproducción.

Lo que evita esta situación intolerable para el individuo y peligrosa para el sistema es la puesta en funcionamiento de un mecanismo psicológico profundo. A este proceso intrapsíquico lo denominaremos mecanismo de proyección. No se trata aquí de la idea manejada por la psicología académica sobre la traslación de impulsos desde un sujeto receptor hacia su medio ambiente: el desplazamiento de un hecho neurológico o psicológico hacia un objeto del mundo exterior. Tampoco nos referimos a aquellos procesos psicológicos que el psicoanálisis ha denominado con los términos de «transferencia» (la actitud que asimila a una persona como si se tratara de otra proyectada: la maestra por la madre), «identificación» (la asimilación con un personaje ficticio en el cual el individuo se proyecta a sí mismo: el héroe del filme, el líder del grupo musical), o la misma «proyección» (la atribución a otro, objeto o persona, de ciertas intenciones, deseos o actitudes incontestadas para uno mismo: lo que proyecta el homofóbico en el homosexual). Freud ha presentado la «proyección», fundamentalmente, como un caso normal de defensa del «Yo», cuando las características inconscientes e incontrolables de los procesos psicológicos (afectos) se desplazan hacia el mundo exterior (son «arrojados fuera») para encarnarse en la construcción de una realidad suprasensible: aquello que el «Yo» no puede saber, aquello que el «Yo» no quiere ser. En todo caso, nuestro concepto no responde a ese proceso de defensa.

Tal como nosotros los concebimos, los mecanismos de proyección se refieren a la defensa simultánea del sistema internalizado y de la unidad personalizada del conflicto individual. En un nivel intrapsíquico son siempre un «mecanismo»: instrumentalmente, las fuerzas internalizadas del sistema defienden al individuo de una angustiante desintegración ocultándole la debilidad de su potencial creativo. Mientras tanto, el término «proyección» pretende dar la idea de un juego complejo de fuerzas motivacionales e iluminaciones imaginarias.

En nuestro símil físico, tal mecanismo intrapsíquico se podría ilustrar con un trazado discontinuo de los vectores a los efectos de representar la virtualidad de un equilibrio entre las fuerzas en oposición. De hecho, a partir del sistema internalizado se proyecta una fuerza virtual en la dirección del potencial creativo, cuyo sentido puede ser «a favor» (+) o «en contra» (–) de este último.

En el caso de que la proyección se produzca en el mismo sentido virtual del potencial creativo (+), el individuo «siente» y «vive» un desarrollo ilusorio, una suerte de «crecimiento» en su vida cotidiana que, por tratarse de una mera proyección, será «seudocreativo». Incluso, dependiendo de la intensidad de la fuerza proyectada, el individuo puede llegar a convencerse de estar cuestionando el sistema, de estar rebelándose contra él, cuando, en última instancia, es éste el responsable por esa fuerza proyectada. Por regla general, este tipo de mecanismo es el que opera en la juventud del artista vanguardista, el militante político contestatario o el activista contracultural.

Por el contrario, si la proyección está dirigida en un sentido virtual opuesto al del potencial creativo (–) y es lo suficientemente intensa, entonces puede llegar a provocarse una «seudonegación» de ese potencial. Así, en lugar del cuestionamiento al sistema, el individuo se «siente» una parte indisoluble del mismo, llegando a estar «mimetizado» con él («la lógica del rebaño»). La aplicación total y absoluta al desempeño de un rol sistémico prevalece en estos casos sobre cualquier cuestionamiento individual o social de la propia existencia.

Finalmente, habría un tercer tipo de mecanismo: el de la proyección nula (Ø). Ésta corresponde a una situación en la cual el conflicto profundo aparece «a flor de piel», sin ninguna mediación proyectiva. Para el caso, el individuo se presenta como un «autista social», con bruscos cambios en su comportamiento, alternando. sin ninguna motivación aparente, entre estados de actividad frenética y fuertes estados de apatía.14 En este caso, la inestabilidad emocional y volitiva del individuo se aproximaría bastante a la descrita anteriormente como «angustia del conflicto esencial».

Estos tipos de proyección, a pesar de contraponerse en la forma de operar, acaban teniendo el mismo objetivo: evitar la angustia que provoca en el individuo la impotencia en desarrollar su potencial creativo, debida al bloqueo que el sistema capitalista impone a ese desarrollo. De estas tres maneras —por desarrollo virtual, por mimesis sistémica o por disolución del agente—, la angustia profunda del individuo tiende a aplacarse (aunque, vaya paradoja, en este último caso, la reducción de la angustia implica que el sujeto esté siempre al borde de su aniquilamiento).

En todos los casos se trata de procesos psicológicos inconscientes que discurren con una cierta naturalidad en la vida interior del individuo. Pero tal naturalidad encierra una contradicción aparente. Al definir el sistema internalizado hacíamos mención a una paradoja: el individuo vive como propia la axiología impuesta por el sistema. Ahora esta paradoja queda resuelta. Es mediante los mecanismos de proyección que el sistema individualizado puede llegar a resultados virtualmente tan disímiles: el seudodesarrollo (en la proyección a favor del potencial creativo), la homogeneización sistémica con el conjunto social (proyección en contra del potencial creativo) o la disolución de cualquier motivación personal para la acción (proyección nula).

A través del mecanismo de proyección adoptado, el individuo no sólo encubre el origen de sus valores, normas y pautas de conducta, sino que, proyectándose a partir de éstos, logra también evitar la angustia profunda de su existencia bloqueada. Por eso, sería un error grave considerar la actividad práctica desarrollada por el individuo como un mero «producto del sistema». En una u otra modalidad, esa actividad práctica se corresponde con una profunda actividad intrapsíquica.

Con el concepto de mecanismo de proyección intentamos refutar todo paradigma determinista: sea que el determinismo se centre en lo económico, lo social, lo cultural o lo psicológico. De igual forma, con el concepto de mecanismo de proyección intentamos superar los límites de los actuales enfoques multidisciplinarios: el eclecticismo de éstos se debe a que no tienen en cuenta la particular unidad sistémica de individuo y sociedad ni los procesos de mediación psíquica (implicados por nosotros en la categoría de «proyección»). En ambos casos, la tendencia a presentar un individuo absolutamente pasivo e impotente frente a las fuerzas sistémicas es excesivamente caricaturesca.

Detrás de todo acto de conformidad sistémica habrá siempre un impulso activo del individuo de ajuste de su potencial creativo. También es válida la contraparte: detrás de cualquier acto rebelde puede mostrarse un valor sistémico fuertemente arraigado. El siglo xx, tan rico en contrastes individuales y sociales, en públicas ilusiones rebeldes y sucesivos desencantos privatistas, requiere de la articulación puntual de estas categorías para ser mínimamente comprendido. Con la reciente historia de la juventud sucede lo mismo.

1.3.2. Los mecanismos de adaptación

En el «mundo aparente», en la sociedad, en la vida cotidiana de los agentes sociales, esas proyecciones psíquicas inconscientes se traducen en distintas actitudes individuales empíricamente contrastables. Percepciones, deseos, pensamientos, criterios de evaluación, preferencias e inclinaciones prácticas que se relacionan con el contexto social aparecen con cierta regularidad mecánica en la conducta del individuo. Se trata, en este nivel, de la formación y puesta en práctica de mecanismos de adaptación del individuo al sistema.

Estos mecanismos de adaptación aparecen en un nivel de mediación entre la proyección intrapsíquica y la correspondiente actividad práctica que les permite expresarse. De ahí que los mismos estén simultáneamente condicionados por el conflicto profundo del individuo y por las condiciones sociales e históricas en que éste se inserta o, dicho de otro modo, se pone en escena. Nuestro concepto de adaptación pretende dar cuenta de ese doble condicionamiento, pretende captar la forma del equilibrio de las tensiones psíquicas en el contradictorio entorno sistémico de la sociedad. Por ello es conveniente deslindarlo de las ideas comúnmente expresadas con el término «adaptación» en el ámbito de la sociología (Parsons, Merton) y la psicología (Piaget).15

El concepto parsoniano de adaptación no guarda relación alguna con el conflicto individual, al menos directamente. Para Parsons, la personalidad entra como un sistema cuya funcionalidad consiste en la consecución de metas y en la especificación de los ámbitos de acción acorde a una reducción de la contingencia de la acción. Así se aclara el lugar del individuo en este marco teórico: en cuanto «actor» intencional concreto, sólo le cabe combinar orientaciones de acción especificadas según la situación en que se encuentre. En cuanto «agente», sus posibilidades de modificar la realidad y las reglas de acción son prácticamente nulas.

En el caso de Piaget, la noción de adaptación resultante connota el carácter de una doble necesidad: lógica y biológico-natural. A su modo, Piaget cierra el camino abierto por Darwin en lo referente a la vinculación de las nociones de inteligencia y adaptación.

Pero en esta conceptualización la adaptación nunca es entendida como el resultado de un conflicto básico en la conformación de la individualidad. La concepción evolucionista y universalista del desarrollo de un sujeto autónomo no sólo imposibilita la asimilación de una conflictividad individual que se hace histórica y social, sino que oculta las fuentes profundas de la misma: el carácter limitante que para el individuo asumen los «esquemas cognitivos» al internalizarse en un proceso de socialización sistémica.

Inclusive cuando la concepción de Piaget reconoce que la sucesión evolutiva de las formas cognoscitivas del sujeto no puede darse al margen de una direccionalidad significante y de un marco de experiencia previa, tampoco allí el psicólogo evolutivo puede reconocer la fuerza que ejerce el bloqueo sistémico (internalizando su normatividad axiológica) sobre las formas de percepción de la realidad, los afectos, las actitudes y las conductas individuales. El concepto de «adaptación» de Piaget, aún relativizado en una dirección constructivista y en una perspectiva estructuralista de fuerte contenido genético, no escapa del fuerte biologicismo del que parte y del débil naturalismo al que arriba.

Separándonos de los paradigmas funcionalistas y biologicistas, insistimos en la perspectiva del conflicto individual, el cual determina el carácter activo de la conducta social. Los mecanismos de adaptación están dados en relación con los mecanismos de proyección y éstos se disparan biográficamente desde el conflicto profundo del individuo. La adaptación es un resultado de ese conflicto, expresado en la conducta social del individuo. Allí adquiere un carácter histórico y por eso no puede asumir el fatalismo de una necesidad, ni social ni biológica. De hecho, el carácter potencial de la creatividad humana relativiza desde sus orígenes la perspectiva de cualquier noción de adaptación al estilo big brother. Y por eso es que también discrepamos con la perspectiva freudomarxista de Adorno, para quien, en la época del capitalismo organizado de los monopolios, la era del «mundo totalmente socializado»:

El poder social apenas si necesita ya de las agencias mediadoras del yo y de la individualidad, circunstancia esta que se manifiesta precisamente como un crecimiento de la psicología del yo, mientras que en verdad la dinámica psicológica individual queda sustituida por la adaptación —en parte consciente, en parte regresiva— del individuo a la sociedad.16

Tal sustitución no puede darse nunca. Es conceptualmente erróneo, siquiera, pensarla; dado que, sin concebir la dinámica psicológica individual, ¿qué aspecto del mundo sería el totalmente socializado? Y sin embargo, como decíamos antes, en la cotidianidad sistémica del capitalismo no sólo se hace imposible el despliegue del potencial creativo individual, sino que el sistema internalizado debe ocultarlo y desfigurarlo, proyectándose sobre el mismo. En esto reside, precisamente, la dinámica psicológica individual en el marco histórico del sistema capitalista. Tales proyecciones, en la medida que se consolidan como un mecanismo psíquico, se asumen como la fuerza motivacional del individuo. El mecanismo de adaptación es el resultado de traducir a una práctica social los mecanismos de proyección. Tal traducción se garantiza en la transformación de los motivos inconscientes en actitudes intencionales simbólicamente estabilizadas.

Los mecanismos de adaptación utilizados por los individuos pueden ser agrupados en tres grandes bloques con sus respectivas variantes internas: rebelde, conformista y autodestructivo. Para cada caso dependerán del sentido de la proyección consolidada: a favor para el primero (+), en contra para el segundo (–) y nula en el último (Ø).

Cabe insistir en lo erróneo de considerar la actividad práctica desarrollada por el individuo como un mero producto del sistema. El caso del mecanismo autodestructivo puede ser paradigmático: es el individuo quien activamente se destruye a sí mismo, pero lo hace como expresión de una situación en la cual el sistema impone una absoluta «depauperación» e inestabilidad de los impulsos creativos individuales. El resultado de la dinámica psíquica es el «desequilibrio interior» en un punto cero y la correspondiente anulación de su actividad social como individuo.

En general, los mecanismos de adaptación, por la variedad de factores que integran el plano biográfico e histórico social, no aparecen nunca en forma «pura». Pueden aparecer combinados, si bien siempre habrá uno que sea predominante, y que, por ende, para el período histórico en cuestión, definirá el tipo y el carácter de la respuesta del individuo. Esto será así hasta que ese mecanismo entre en crisis y sea sustituido por otro.17

A su vez, es importante destacar que la intensidad que puede adoptar un mismo mecanismo de adaptación (producto de la intensidad variable de la proyección) dará lugar a la emergencia de subtipos adaptativos que son diferentes, esencialmente por una cuestión de grado y no por diferir en el modo de reproducción sistémica. Por ejemplo, dentro de un mismo mecanismo de adaptación conformista, podremos encontrar las variantes automáticas, apáticas o cínicas (que serán analizadas en detalle en los siguientes capítulos). El carácter innovador (o no) de estos subtipos (entre otros aspectos a evaluar) nos permitirá establecer un ordenamiento jerárquico cinematográfico en nuestro trabajo (y esto más allá de evaluar la calidad artística de los filmes), como única forma de interpretación plausible acerca de la relevancia (o no) de los diferentes comportamientos juveniles en un mismo período histórico.18 En la perspectiva de una representación social de los mecanismos de adaptación se presenta la necesidad de definir las formas en que dichos mecanismos se instrumentalizan, esto es, se configuran como relaciones sociales particulares. A partir del concepto de adaptación y sus diferentes tipos, estamos ahora en condiciones de introducir una nueva categoría: los aparatos de adaptación.

1.3.3. Los aparatos de adaptación

Los aparatos de adaptación no deben confundirse con los «aparatos ideológicos de dominación», tal como los definió Althusser.19 A pesar de que en algunos casos ambos pueden coincidir (partidos políticos, medios de comunicación de masas, etcétera), la función y el sentido de ambos es completamente diferente.

Los aparatos ideológicos de dominación adquieren formas institucionales públicas y privadas: empresas, institutos y laboratorios de ciencia y tecnología, institutos universitarios, academias de arte, los diferentes ámbitos de la industria cultural, los mass media, el sistema judicial y sus institutos de jurisprudencia, el sistema educativo en sus diferentes niveles, la familia, los clubes deportivos, las instituciones religiosas en toda su variedad, etcétera. En su funcionalidad, todos ellos realizan y promueven la hegemonía de las pautas dominantes de valor cultural. Para lograr tal hegemonía, deben reinterpretar y reformular las pautas culturales en relación con la realidad social de los sujetos de acción susceptibles de asimilarlas, con sus situaciones y sus correlaciones de fuerza, con las necesidades por ellos expresadas, y con la disponibilidad de satisfactores adecuados.

Para realizar todo esto, los distintos aparatos ideológicos diferencian, separan y complementan sus funciones: