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Tenía que estar a las órdenes del conde. Cuando Kate Foster decidió abrir su negocio en la casa que tenía su familia en mitad de la campiña francesa, imaginaba que aquello sería como regresar a sus idílicas vacaciones infantiles. Pero no tardó en enterarse de que el resto de propiedades de la zona pertenecían ahora al sofisticado conde Guy de Villeneuve, por el que en otro tiempo ella se había sentido muy atraída... Guy estaba empeñado en impedir que Kate se estableciera en sus tierras... hasta que descubrió que la chiquilla con la que había flirteado hacía tantos años se había convertido en una mujer de carácter. Resultaba cada vez más difícil resistirse a la atracción sexual que había entre ellos. La idea de Guy era la de convertirla en su amante fuera como fuera...
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Seitenzahl: 213
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Susan Stephens
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La amante del conde francés, n.º 1465 - marzo 2018
Título original: The French Count’s Mistress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-202-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
PERO, mademoiselle… Monsieur le Comte está en una reunión. No puede ver a nadie.
–A mí sí –dijo Kate Foster muy segura de sí misma, dejando atrás a la criada, para entrar en aquella sala inmensa, que parecía no haber cambiado nada durante los años.
Justo antes de divisar a su presa, Kate pensó que ella sí que había cambiado. Ya no se dejaba intimidar como cuando era niña, quizá debido a su éxito en los negocios. Había un grupo de hombres sentados alrededor de la mesa que había en la sala, los cuales se pusieron de pie mientras la veían aproximarse, pero solo uno de ellos suscitaba su interés.
–¿Kate? –exclamó él con suavidad.
Al oír aquella voz, tuvo que concentrarse para mantener la mirada fija. Había olvidado lo alto e impresionante que era. Guy de Villeneuve no solo era guapo, sino que parecía estar hecho de un material perfecto. Tenía la piel bronceada, su pelo de ébano parecía más exuberante, sus pestañas más largas, sus cejas más expresivas y sus labios… Kate tuvo que mirar para otro lado al darse cuenta de que ella también estaba siendo evaluada por aquellos ojos grises, que eran un recordatorio de lo que le esperaba a cualquiera que se dejase llevar por los encantos del conde de Villeneuve. Sin embargo, ella recordaba que sus puntos fuertes eran su voluntad de hierro y su inteligencia, que escondía bajo una apariencia elegante y muy sensual.
Kate buscó otros blancos en los que fijar su mirada para esquivar a la persona que la esperaba al otro lado de la sala. Incluso aunque la cortesía la hubiera obligado a aceptar la intrusión de Kate, ella sabía que bajo su mirada de halcón se filtraban muy diversas emociones.
–Conde Guy de Villeneuve –dijo ella con frialdad intencionada.
El conde la miró extrañado por lo formal de su entrada pero, por lo que a Kate concernía, habían pasado diez años desde su último encuentro y aquello no era ninguna visita social. Ella había seguido su carrera de cerca como para saber que la belleza y el encanto de las mujeres no tenían nada que hacer cuando se trataba de negocios. Mientras miraba aquellos ojos grises, recordó que a él siempre se le había dado muy bien leer su mente. En ese instante, Kate se encontraba en un juego que le resultaba familiar, en el que él siempre solía llevar ventaja. Un juego en el que provocar a la jovencita que iba de visita a la finca de su familia constituía una diversión anual para el joven conde. Pero habían pasado diez años, en los que ella se había forjado y perdido una carrera, y en aquel momento, se encontraba en lo más alto de otra distinta. Diez años en los que había aprendido a tratar con hombres como él.
–Kate, ha pasado mucho tiempo. ¿En qué puedo ayudarte?
Kate mantuvo una distancia de seguridad y echó su larga melena rubia hacia atrás, contenta porque entonces sí que conocía las reglas del juego. Pero lo que quería de Guy en ese momento era distinto, y tenía que darse prisa.
–¿Kate? –preguntó él de nuevo. Entonces ella observó que la calidez de sus ojos había dejado paso a algo más frío, y se preguntó si habría sido buena idea acudir directamente a él. Su voz profunda era muy seductora, y era evidente que en esos diez años su cuerpo atlético había mejorado considerablemente.
–Lamento la intrusión, Monsieur le Comte, pero debo hablar con usted.
–¿De qué? –preguntó, mientras indicaba a los demás que se sentaran de nuevo.
–Es algo de lo que me gustaría hablar en privado –dijo acercándose a él.
–Como puedes ver, estoy en una reunión. Mi secretaria…
–Esto no puede esperar –dijo con voz firme mientras se preparaba para enfrentarse a él. Pero era imposible no percibir sus pensamientos en aquella mirada, y se sintió aliviada cuando él se dio la vuelta durante unos instantes para estudiar unos documentos que tenía sobre la mesa.
–Si hubieras pedido cita, todo sería mucho más fácil –dijo con voz serena y fuego en la mirada.
Aquel tono desafiante provocó en Kate una mayor osadía y sus ojos verde esmeralda brillaron con más intensidad.
–Llamé antes de salir de Inglaterra para pedir una cita, y su secretaria me dijo que tenía la agenda completa el resto del mes.
–¿Dejó usted su nombre, mademoiselle? –preguntó de forma provocativa.
–Por supuesto que sí –dijo ella, indignada porque la considerara tan inepta. Aunque, de pronto, se dio cuenta de que no tenía por qué conocerla en absoluto y dejó de lado su vena combativa, más propia de la juventud. Guy de Villeneuve solo conocía a la niña que un día fue, no a la mujer en que se había convertido–. Le dejé dicho a su secretaria que le informara de que Kate Foster había llamado –prosiguió satisfecha por el tono de su voz y por la cara que puso Guy al darse cuenta de que alguien de su personal había hecho algo mal. Pero era demasiado sutil para mostrar su disconformidad en público.
–Bueno, Kate Foster –dijo pronunciando cada sílaba con ironía–, no puedo pedirles a estos caballeros que se marchen hasta no saber de lo que quieres hablar.
Kate elevó una ceja cuando sus miradas se encontraron, pero la suya descendió ligeramente para fijarse en la mandíbula de Guy, rodeada por la barba incipiente. Observó sus labios y retiró la mirada con rapidez, no sin antes percibir la ligera sonrisa despiadada que asomaba a su boca.
La excitó y, al tiempo, la preocupó el hecho de que él aún fuese capaz de leer sus respuestas.
–He venido para hablar de La Petite Maison –dijo mientras, por el rabillo del ojo, podía ver cómo los demás hombres se relajaban.
El conde la miró intensamente antes de girarse para dirigirse a los demás.
–Caballeros, discúlpenme. Seguiremos con la reunión mañana por la mañana, a las nueve.
Kate pensó que había ganado el primer asalto y se relajó mientras esperaba a que la sala quedase vacía, elevando la barbilla en actitud desafiante mientras los hombres pasaban por su lado y miraban con interés a la mujer que había osado alterar la agenda del conde de Villeneuve.
–¿No te sientas? –preguntó el conde cuando se hubo cerrado la puerta.
Kate observó las dos sillas que había frente a una chimenea esculpida de un único bloque de mármol de Carrara, y luego volvió a mirar al hombre que se alzaba junto a ella. Aceptar la invitación significaría aceptar su hospitalidad, más que enzarzarse en una discusión legal, lo que con seguridad ocurriría.
–Prefiero quedarme de pie, si no te importa.
–Como quieras –convino él y, como notando su inquietud, permaneció donde estaba. Lo suficientemente lejos para no tocarse pero cerca para que ella pudiera apreciar su deliciosa fragancia de frutas–. Kate, ¿se passe? ¿Te habías olvidado de mí?
Kate se puso roja al ver su mirada. ¿Cómo podía olvidarlo?
–¿Has venido porque me echabas de menos? –preguntó él con satisfacción.
Los nervios que sentía eran prueba evidente de aquello, pero eso le sirvió a Kate de advertencia.
–No he venido para recordar viejos tiempos –negó con firmeza–. Quiero hablar del presente.
–Yo también –dijo él con suavidad. Luego, giró sobre sus talones y se dirigió hacia un escritorio de madera de cerezo tras el que se alzaba un enorme ventanal arqueado–. ¿No quieres venir y sentarte? –preguntó mientras señalaba a una silla que había frente a su confortable sillón de cuero.
Kate pensó que su mirada era como un lazo que la arrastraba por la sala mientras se resistía para no moverse.
–Acércate –insistió él como si estuviera tratando con una yegua salvaje–, acércate y dime qué es lo que pasa, Kate. Cualquiera que sea el problema, seguro que podemos encontrarle solución.
Su tranquilidad la estaba volviendo loca. Su control inflexible siempre sacaba lo peor de ella. Pero, por más que se convencía a sí misma de lo mucho que había cambiado durante los años, le hablaba con la misma furia que adoptaba cuando era una adolescente.
–Me temo que hablando no solucionaremos el problema.
–¿Y qué es lo que te satisfaría? –preguntó con brillo en los ojos, que mostraban lo mucho que disfrutaba con su desesperación.
Kate se alarmó al imaginar la respuesta a aquella pregunta. Guy de Villeneuve tenía treinta y muchos años y ocupaba la portada del Time con regularidad monótona. Ella, pese a su éxito comercial, solo tenía veintiséis años, era esclava del trabajo y no tenía tiempo para el romance, exceptuando las fantasías que su activa imaginación recreaba en su mente, como era el caso.
–Ahora que estás aquí, no hay nada de malo en relajarse –continuó él con calma–. ¿Quieres acercarte más? No muerdo.
A Kate le resultaba imposible leer su pensamiento. Había perdido práctica en esos diez años.
Pero no conseguiría ponerla nerviosa ni hacerle olvidar el motivo de su visita. Caminó hacia él con la cabeza bien alta y un paso firme de bailarina, que casi ocultaba la cojera que le había quedado tras el accidente que por poco le costó la vida.
–Podrías empezar por explicar por qué La Petite Maison está tan descuidada –dijo con frialdad.
–Ah, eso –dijo él con aire distraído.
–Sí, eso –coincidió Kate–. ¿Y bien? ¿Cuál es la explicación? He estado pagando a la oficina de la finca Villeneuve durante casi seis meses. Supuse que ese dinero sería suficiente para cubrir los gastos de mantenimiento de la casa hasta que yo pudiera venir para hacerme cargo.
–¡Oh, par pitie, Kate! –dijo él con elegancia–. Todos los arrendatarios sabían que, tan pronto como devolviera la finca a su propósito original, las casas de campo habrían de desaparecer.
–Pues yo no fui informada –dijo Kate mientras se sentaba en la silla–. Teniendo en cuenta las circunstancias, ¿no crees que tu comportamiento haya sido un poco despótico?
–Lamento el descuido –dijo encogiéndose de hombros–. Cuando Madame Broadbent murió, no recibí noticias de lo que pensaba hacer con La Petite Maison. No había razón por la que te la hubiera dejado a ti. Sin un comunicado formal, hice la única suposición posible.
–¿Cuál? –lo interrumpió Kate. No entendía lo que le estaba pasando, siempre permanecía tranquila cuando había dificultades en los negocios. Y La Petite Maison representaba una dificultad, ya que había dejado que sus otros asuntos tuvieran preferencia.
Las cartas del abogado de tía Alice coincidieron con el cierre de un trato con el que su agencia de viajes por Internet abriría varias sedes en Japón, así que no prestó atención a los documentos de Francia.
–Deduje que los herederos de Madame Broadbent simplemente querían mantener la casa de campo en buen estado. Por favor, déjame acabar –insistió el conde al ver cómo la agitación de Kate amenazaba con explotar–. Como eso no encajaba en mis planes, ordené al encargado de la finca que devolviera todo el dinero. Habrá habido algún problemilla con el banco.
–No puedes dejarlo así –insistió Kate pasándose una mano por el pelo–. No quiero tu dinero. Quiero que todo lo que pagué sea invertido en la casa.
–No puedo hacer eso.
–¿No puedes, o no quieres? –preguntó ella nerviosa.
–Ah, Kate –dijo tras inclinarse sobre el escritorio para mirarla–. Siempre fuiste tan impulsiva.
–Eso no es una respuesta –le advirtió, tratando de no fijarse en sus ojos, embellecidos por las negras pestañas. Su mirada la desarmaba a la hora de hablar de negocios, pero los efectos que provocaba en sus sentidos no eran nada catastróficos–. Si te niegas a hacer nada, devuélveme el dinero y yo me las arreglaré.
–Muy bien –coincidió él, para sorpresa de Kate–, mañana tendrás todo el dinero en tu cuenta, pero la casa vuelve a mí –añadió cuando Kate ya se había relajado–. Aceptarás mi oferta.
–¿Chantaje? –dijo ella mientras se ponía en pie.
–¡T’exagere! –exclamó dando un golpe en la mesa con el puño. Luego se levantó y la miró con reprobación–. Prefiero llamarlo un acuerdo amigable –concluyó en voz baja.
–Muy beneficioso para ti –observó Kate con delicadeza, puesto que se enfrentaba a alguien más peligroso de lo que recordaba–, y difícilmente amigable, ya que no quiero tomar parte en él.
–Puede que cambies de opinión cuando oigas lo que tengo que decirte.
–Lo dudo –contestó intentando controlarse.
–¿Ni siquiera vas a escuchar mi oferta?
Kate se estiró antes de contestar y, aun así, seguía siendo bastante más alto que ella. Además, parecía que disfrutaba viéndola en esa posición.
–Guy, no me trates con condescendencia. Soy una mujer adulta y tengo mis propios negocios.
–Vaya, creí que habías olvidado cómo pronunciar mi nombre –bromeó.
Su voz era tan deliciosa y provocativa a la vez, que Kate tuvo que hacer un esfuerzo por concentrarse en el propósito de su visita.
Quizá era el timbre de su voz, o el tono, pero Kate se dio cuenta de que algo primitivo golpeaba sus sentidos. Y, si en ocasiones pasadas se había considerado inmune al machismo, Guy, conde de Villeneuve, le demostró que estaba equivocada.
–No cambies de tema –dijo Kate con rapidez–. Sabes para que he venido, y no se trata de un viaje por el recuerdo –añadió justo antes de que sus miradas se encontraran.
–Creo que deberíamos poner las cartas sobre la mesa con calma –dijo él.
–No cambiaré de idea.
–Como quieras –dijo el conde, y se volvió a sentar–, pero lo que tengas que decir hazlo rápido. Tengo muchas cosas que hacer.
Le dirigió a Kate una mirada menos tolerante y ella observó cómo, con una de sus manos, parecía querer aplastar el filo de un abrecartas. Entonces Kate se preguntó si sería tan molesta para él como él para ella. Una cosa estaba clara: pronto perdería la paciencia con ella. Parecía que, incluso la cortesía de Guy de Villeneuve tenía sus límites.
–¿Y bien? –preguntó él–, ¿te sientas, o prefieres quedarte ahí mirando?
Mientras se sentaba en el borde de la silla, Kate pensó que la brusquedad de su voz era más seductora que su encanto. Mientras se alisaba la falda de muselina de color aguamarina, vio cómo Guy tomaba una carpeta de una pila que tenía enfrente. Pero sus ojos, al igual que sus pensamientos, pronto empezaron a divagar.
Diez años antes era una adolescente desgarbada enamorada de un aristócrata francés y, en ese momento, estaba sentada frente al mismo hombre convertida en mujer de negocios gracias al éxito de su agencia de viajes en Internet. Pero eso no servía de nada cuando su corazón latía con tanta fuerza. El temor y el deseo inundaron sus sueños adolescentes. Y era sorprendente cómo, años después, el conde seguía despertando en ella los mismos sentimientos, solo que esta vez era peor. Ya no era una chiquilla inocente, sino una mujer de éxito con necesidades. Y, en su carrera hacia el éxito, no había habido tiempo de saciar esas necesidades; y, mientras miraba embobada aquel cuerpo atlético, se dio cuenta de que tampoco había existido tentación posible, hasta aquel momento.
–¿Lista, Kate?
Entonces volvió en sí, molesta por aquella distracción. Estaba allí para quejarse, no para enumerar sus cualidades como amante. Mientras, con los dedos, se aseguraba de que su blusa estaba abrochada, se maldijo por no haberse puesto uno de sus trajes de Armani. Al ver el mal estado de la casa, actuó sin pensar y se subió a su Jeep alquilado para ir a ver al león en su guarida. Pero aquel atuendo tan apropiado para la campiña francesa era totalmente embarazoso al verse frente a un hombre como Guy de Villeneuve. Era demasiado insinuante y enviaba señales equivocadas a juzgar por las reacciones del conde, que parecía considerarla más provocativa que decidida.
Kate se quedó en blanco cuando el conde le dirigió una mirada inquisitiva y sus labios seductores se curvaron, anticipando una sonrisa. Observó con atención sus hombros desnudos y luego bajó la mirada hacia el pecho, que se hinchaba con cada inspiración. Ella recordó entonces que la falda era casi transparente, así que la arrebujó contra las piernas con rapidez. Y cuando el conde pareció dirigir su atención hacia los documentos dijo:
–Ten cuidado, sería una pena estropear una falda tan bonita.
Para cualquiera que no lo conociera, aquel cumplido habría parecido inocente, pero Kate recordaba bien que sus sentidos estaban siempre alerta y no se le escapaba nada.
–C’est très jolie –murmuró él, antes de elevar la mirada–. Muy de tu estilo.
Aquel comentario confundió a Kate por un momento. Luego se dio cuenta de que, al igual que ella tenía sus recuerdos, él pensaría siempre en ella como la chiquilla que visitaba la finca de su familia para pasar las vacaciones en la casa de campo de su tía. El atuendo informal que llevaba en ese momento se parecía a aquellos con los que su tía solía vestirla durante su estancia. A Kate le encantaba ponerse esos vestidos de colores porque era como entrar en un mundo diferente, válvula de escape de su vida en casa, era como si pudiera ser otra persona, al menos durante el verano. Cuando, al regresar a Francia, compró en el mercadillo el vestido que llevaba puesto, no se le ocurrió pensar en lo parecidos que eran. Se dio cuenta, entonces, de que aquello formaba parte importante de la fantasía que ansiaba recrear y que aquel hombre tan poderoso sentado frente a ella parecía empeñado en derrumbar.
–No tengo todo el día, Kate –la instó.
Kate se dio cuenta, por el tono de su voz, de que aun la consideraba como a una niña pequeña. Todos esos años intentando hacerse un hueco en el competitivo mundo de los negocios fueron borrados de un plumazo por culpa de la ropa de mercadillo.
–¿Kate? –dijo él con tono más grave–. Lo siento, Kate, pero insisto.
Ella se dio cuenta de que su credibilidad iba a desaparecer por completo. Guy de Villeneuve pasaba con suma facilidad de ser un depredador sexual a ser un hombre de negocios, y ella debería adaptarse a eso o rendirse.
–No voy a venderte la casa de campo –dijo finalmente–. Voy a vivir en ella.
El conde no pareció inmutarse y, simplemente, tomó una carpeta que tenía enfrente.
–¿Y bien? –preguntó Kate–. ¿No tienes nada que decir?
–Hay algunas cosas que deberías saber sobre La Petite Maison –dijo él mientras sacaba unos documentos de la carpeta.
–No estoy de acuerdo –dijo con firmeza–. Para mí es simple. La casa era de mi tía y ahora es mía.
–Sé que la casa a la que te refieres estaba en la finca de tu tía, pero hasta hoy no…
–No tenías ni idea…
–De a quién se la había legado –comentó él mientras hojeaba los documentos. Después se los pasó a ella.
–Antes de que lea esto –dijo ella mirándolo fijamente–, me gustaría saber qué ha sido del dinero que pagué durante estos meses. No puedo creer que no haya ningún registro.
–Estoy al tanto de todos los pagos sobre La Petite Maison, pero en esas transacciones no figura más que el nombre de una compañía –dijo él, mientras extraía unas hojas más y se las pasaba.
A Kate se le contrajo el estómago. Ni siquiera él sabía que Freedom Holidays era su compañía. Pero eso no justificaba el estado de la casa. Fingió interés en los documentos al sentir la mirada del conde sobre ella. Pero, al instante, su cabeza se llenó de imágenes eróticas que poco tenían que ver con el propósito de su visita.
–Pero, si todos estos pagos están en orden, ¿cómo se explica el mal estado de la casa? –preguntó ella. Luego, lanzó los documentos sobre la mesa para evitar mirarlo a él directamente.
–La Petite Maison, al igual que las otras casas de la finca, se rige por unos convenios muy antiguos. Además está arrendada. Por consiguiente, no necesito justificar mis acciones. El hecho de que yo elija…
–¿Tú elijas? –lo interrumpió Kate, aunque sabía que actuaba honorablemente.
–Certainement –confirmó él.
–¿Es que nadie más que tú tiene autoridad?
–¿A quién crees que pertenece el terreno en el que están las casas de campo, Kate?
–A ti –exclamó ella, preguntándose por qué demonios no se había dado cuenta de eso antes.
–Correcto –dijo él apoyando la barbilla sobre sus manos.
Kate sabía que él esperaba ver cuál sería su respuesta sabiendo que tenía todos los ases en la manga, pero eso no la intimidó.
–No he encontrado ningún registro de que mi tía pagara nada por terreno alquilado –contraatacó ella con la mirada fija–. Y he examinado todos los documentos a conciencia.
–Todos menos las escrituras de la casa, me temo –respondió él con la mirada puesta en su cara.
–Bueno, sí –dijo, intentando salir del paso–. Eso se lo dejé a mi abogado, y me dijo que… –se detuvo con voz temblorosa.
Al señor Jones le fue difícil explicarle que las leyes de propiedad sobre fincas antiguas en Francia podían ser un campo minado. Le pidió que hiciera un hueco para quedar y poder explicarle todo correctamente. Pero ella había estado muy ocupada haciendo planes para su nueva empresa.
–Fue un descuido por parte de tu abogado no mencionarlo –dijo él, casi victorioso.
–No –admitió Kate–. La culpa es mía. Él quería explicármelo con calma pero yo no tenía tiempo.
–Ah –dijo él, sugiriendo que debería haberse tomado las cosas con más calma–. ¿Algo más?
–Sí. No has explicado por qué no hay constancia de que tía Alice pagara por arrendamiento.
–A Madame Broadbent nunca se le pidió nada –dijo él con calma–. Siendo una de las más íntimas amigas de mi madre, no habría sido apropiado pedirle dinero.
–Pues parece que no tuviste ningún problema en aceptar el mío –dijo ella tras aquella revelación.
–Te devolverán todos los pagos con intereses.
–Pero no lo quiero. Quiero que sea invertido en la casa –insistió Kate.
–C’est imposible –dijo con aire de capitulación–. No habrá más casas independientes en mi finca.
–¿De qué estás hablando?
–Encontrarás mi oferta más que generosa –dijo poniéndose de pie, como si la reunión hubiese terminado–. Te aseguro que todos los demás han quedado satisfechos.
–¿Ah, sí?
–Oui, vraiment –dijo con voz seca. Aunque su mirada intensa se suavizó–. Vamos Katie, ¿para qué necesitas una segunda casa en Francia si estás tan ocupada?
–¡Mi nombre es Kate! –exclamó, horrorizada al oír el quiebro en su voz.
–Kate –rectificó él–. Como sea que quieras que te llamen, aún no me has contestado.
–¿Intentas decirme que todos, absolutamente todos los demás han aceptado este trato? –dijo, tras ponerse en pie, acentuando la última palabra para que sonara como una acusación.
–No intento decirte nada, Kate. Es un hecho. Lo que ofrezco no es un trato, sino una oferta.
Kate no supo qué decir, así que apretó los labios con impotencia mientras las imágenes de las vacaciones de su niñez pasaban por su mente. Vacaciones que, ingenuamente, pensó que podría recrear.
–No me lo creo –replicó testaruda.
–Créetelo –contestó él–. Los días en los que las casas de vacaciones formaban parte de la finca han pasado.
–Pero, ¿y los demás inquilinos, sus parientes? –preguntó, mientras recordaba a aquella gente que pasaba las vacaciones en la finca–. ¿Es que no te importan en absoluto?
–La gente a la que te refieres usaba las casas como segundas viviendas, casas de vacaciones –dijo pacientemente–. Y todos, sin excepción, estuvieron encantados de aceptar mi oferta.
–Pues yo no lo estoy –dijo Kate, apretando los puños con frustración.
–Aun no has oído mi oferta.
–No necesito hacerlo –aseguró, tratando de aceptar que no podía aferrarse al pasado a la fuerza.
–Ca suffit maintenant! Debes escuchar, Kate. Esta es ahora una finca de trabajo, no un cámping de vacaciones.
–Nunca fue un cámping –contestó ella–. Y creo recordar que hubo un tiempo en el que los visitantes eran bien recibidos por tu familia –concluyó. Pero iba perdiendo fuerza. Él había dejado claro que no había ninguna posibilidad. Era demasiado tarde.
–Puede que eso fuera cuando mi padre estaba vivo –reconoció él–. Pero la finca Villeneuve ahora está destinada a hacer dinero. Estos viñedos se convertirán en los más rentables del mundo.
–¡Dinero! –exclamó con furia–. ¿Es que solo te importan los beneficios y las pérdidas?
Siempre había sabido que, una vez que Guy de Villeneuve tomara las riendas, le sacaría todo el partido. Apartó la mirada al ver cómo comenzaba a sonreír.
–Siento que pienses así –dijo él con calma–. Sé que el dinero no lo es todo pero, ¿preferirías que la finca entrara en bancarrota? ¿Que las familias que llevan viviendo en el pueblo generaciones enteras se arruinaran? Porque es lo que iba a pasar. No he disfrutado tanto como te imaginas. Hubo que hacer sacrificios, pero no iba a permitir que la vida de las personas que dependen de mí se fuera al traste. Piensa lo que quieras de mí, Kate. Pero los tiempos han cambiado y yo con ellos. Y tú también deberías.