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Ella necesitaba un héroe... él necesitaba que lo salvaran. La camarera Daisy Cusak se puso de parto durante sus horas de trabajo. Muerta de dolor, aceptó aquellos fuertes brazos que la ayudaron y le dieron seguridad. El piloto militar Alex Barone se convirtió en su salvador, la ayudó a dar a luz con dulzura y tranquilidad. Pero no eran sólo las hormonas las que la habían hecho creer que aquel hombre era un sueño hecho realidad... Alex también la deseaba, y tenía intención de tenerla antes de que se le acabara el permiso. Pero Daisy era mucho más peligrosa que cualquier misión en la que hubiera participado. Ella y su recién nacido estaban poniendo en peligro el corazón de Alex.
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Seitenzahl: 157
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Silhouette Books S.A.
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La bella y el ángel azul, n.º 1308 - julio 2016
Título original: Beauty & the Blue Angel
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8732-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Quién es quién
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Alex Barone:
La única vez que dejó que su corazón lo guiara, se lo rompieron. Su prometida lo abandonó el día de San Valentín, siguiendo la maldición de los Barone. Alex prefiere la vida rápida de los Ángeles Azules y volar por todo el mundo, y no está buscando ningún piquete que lo inmovilice.
Daisy Cusak:
En cuando le dijo a su ex novio que estaba embarazada, él la dejó tirada. Daisy está preparada para ser padre y madre de su bebé, y hará todo lo que sea necesario para ello. No está buscando el amor pasajero de ningún piloto.
Rita Barone:
La hermana de Alex, enfermera, ayudó a nacer a la hija de Daisy, sana y preciosa. Ahora está interesada en ayudar a otro Barone a llegar al altar.
Daisy Cusak hizo caso omiso a la oleada de dolor que le atravesó el cuerpo.
–Es sólo una punzada –susurró pasándose la palma de la mano por el abultado vientre–. Vamos, cariño, no le hagas esto a mamá, ¿de acuerdo?
Había tenido dolores intermitentes durante todo el día, pero había decidido ignorarlos. Los libros decían que no había de qué preocuparse hasta que las contracciones fueran fuertes y separadas sólo por unos minutos. Y ella tenía una cada hora y media aproximadamente, por lo que pensaba que no tenía de qué preocuparse.
Además, era viernes por la noche, el día perfecto para sacarse buenas propinas sirviendo cenas en el restaurante italiano Antonio´s. Y en aquellos momentos, las propinas significaban mucho.
A su alrededor se escuchaba el ruido de la cocina: sartenes, cocineros diciendo palabrotas, el ruido de los platos de porcelana al chocar unos con otros… Era en cierto modo una música, y los camareros y camareras, bailarines.
Daisy llevaba cuatro años haciendo aquel trabajo y era muy buena. Cierto que mucha gente no consideraría ser camarera como una carrera profesional, pero a ella no le importaba. Le encantaba su trabajo. Conocía gente nueva cada noche, tenía clientes fijos dispuestos a esperar media hora de más para sentarse en su zona, y era estupendo trabajar para sus jefes, los Conti.
Lejos de despedirla por haberse quedado embarazada, la familia Conti le estaba pidiendo continuamente que se sentara. Siempre había alguien cerca para ayudarla con las bandejas más pesadas y ya le habían asegurado que su puesto de trabajo la estaría esperando cuando regresara tras tomarse un tiempo para estar con el bebé.
–Ya lo verás –aseguró Daisy sonriéndole a su vientre–. Va a ser estupendo. Vamos a estar fenomenal.
–¿Va todo bien, Daisy?
–Claro –respondió girándose para encontrarse de frente con Joan, otra de las camareras–. Estupendamente.
La otra mujer la miró como si no acabara de creerla, y Daisy deseó para sus adentros mentir un poco mejor.
–¿Por qué no descansas un rato? –le sugirió Joan–. Yo cubriré tus mesas.
–No hace falta –aseguró Daisy con firmeza para convencer no sólo a Joan, sino también a ella misma–. Estoy bien. De verdad.
Su amiga la miró con el ceño fruncido.
–De acuerdo –dijo finalmente colocando dos platos de lasaña en la bandeja–. Pero te estaré vigilando.
Igual que el resto de la gente en Antonio´s, pensó Daisy. Agarró una jarra de café, empujó la puerta y entró en el comedor principal. Se respiraba una atmósfera de natural elegancia. Las mesas estaban cubiertas con inmaculados manteles de lino blanco, y las velas brillaban con todo su esplendor dentro de candelabros de globo. A través de unos altavoces se escuchaban los suaves acordes de un violín.
Daisy sonrió a los clientes mientras les ofrecía más café y tomaba nota de sus pedidos. Le hizo una mueca a un bebé que tendría aproximadamente un año y estaba sentado en una trona, muerto de risa porque se había tirado los espaguetis por encima de la cabeza. La mayoría de los camareros odiaba tener niños en las mesas de su zona. Normalmente suponía perder tiempo cuando los clientes se marchaban, porque tenían que limpiar completamente el desastre que los niños dejaban atrás antes de que se pudiera sentar nadie más. Y perder tiempo significaba perder dinero.
Pero a Daisy siempre le habían gustado mucho los niños. Incluso los más revoltosos.
Un grupo de hombres de aproximadamente treinta años siguieron a la recepcionista hacia la mesa del fondo de la zona de Daisy. Al pasar, la recepcionista le dirigió una mirada de disculpa mientras los acomodaba. Cuatro hombres solían ser cuatro comilones, y probablemente acabarían con las energías de Daisy. Pero mirándolo por el lado positivo, los grupos de hombres solían dejar también buenas propinas.
Daisy sintió otra punzada de dolor en la zona de los riñones, esta vez más aguda, y reaccionó poniéndose tensa.
«No, cariño, por favor. Ahora no», rogó para sus adentros.
Como si su bebé hubiera escuchado su plegaria, el dolor fue desvaneciéndose hasta convertirse en una molestia. Y eso sí podía soportarlo.
Sólo tenía que aguantar un par de horas más y sería libre para volver a casa.
Sólo tenía que aguantar un par de horas más y sería libre para volver a casa. Al menos eso era lo que Alex Barone no cesaba de repetirse.
Fue el último en sentarse, y lo hizo en la esquina del banco de cuero, como si estuviera preparado para salir corriendo. Cuando aquel pensamiento le cruzó por la cabeza, apretó los dientes y se apoyó contra el respaldo del asiento. No estaba dispuesto a sentirse culpable por entrar en aquel restaurante.
Aunque si hubiera sabido que sus amigos iban a elegir Antonio´s, tal vez no hubiera salido con ellos. No tenía sentido ponerse en el campo de tiro de un antiguo enemigo de la familia.
Como Barone, había crecido escuchando historias que convertían a la familia Conti en auténticos demonios. Pero si aquel era su infierno, no cabía duda de que lo habían convertido en un lugar muy agradable. La luz tenue, la música suave y los olores que salían de la cocina obligaron a Alex a gruñir de gusto.
Todas las mesas estaban ocupadas, y los camareros parecían tan ocupados como tropas de infantería en una contienda. Aquel pensamiento lo hizo sonreír. Llevaba demasiado tiempo en la vida militar.
Mientras sus amigos charlaban y reían, Alex dejó que su vista se deslizara de nuevo por el comedor, vigilando por si encontraba algún Conti. Pero ninguno de ellos lo conocía personalmente, así que tenía muy pocas posibilidades, por no decir ninguna, de que supieran que él era un Barone.
Así que intentaría relajarse, cenar y después marcharse sin más complicaciones.
Pero al instante siguiente, cualquier pensamiento de marcharse se borró de golpe de su cabeza.
Una mujer preciosa pareció surgir de la nada, colocándose justo al lado de Alex mientras les dedicaba a los comensales de la mesa una sonrisa lo suficientemente amplia como para iluminar todas las sombras del comedor.
–Hola, me llamo Daisy y esta noche seré su camarera.
Un instinto masculino puro obligó a Alex a estirarse para tener una visión más cercana de ella. Tenía el cabello largo y rizado, de color avellana, y lo llevaba recogido en el cuello con un prendedor plateado. Los ojos no eran ni verdes ni azules, sino una deliciosa combinación de ambos tonos, y su piel pálida tenía un aspecto suave y delicado. Su voz encerraba un tono de humor que despertó el interés de Alex… hasta que su abultado vientre se hizo visible cuando ella cambió de posición.
Embarazada.
Alex sintió una punzada de desilusión, y deslizó automáticamente la mirada hacia su mano. No tenía anillo de casada, ni tampoco había ninguna marca en el dedo que indicara que lo hubiera llevado alguna vez.
Frunció el ceño. ¿No estaba casada? ¿Qué clase de idiota dejaría marchar a una mujer así, especialmente si estaba esperando un hijo suyo?
–Hola, Daisy –dijo uno de sus amigos soltando un silbido de aprobación–. Yo soy Mike Hannigan.
Alex le dirigió una mirada de reproche, pero la mujer no pareció molestarse en absoluto.
–¿Queréis empezar con algún aperitivo? –preguntó Daisy entregándoles la carta.
–Cerveza para todos –aseguró Nick Santee mientras ella asentía con la cabeza y tomaba nota en un cuaderno.
–¿Es tu número de teléfono? –se aventuró a decir Tim Hawkins.
Ella sonrió, y la amplitud de aquella sonrisa le golpeó a Alex como un puñetazo inesperado. Aquella era una mujer potente, incluso dada su condición.
–Claro –respondió Daisy llevándose la mano al vientre–. Es uno, ocho, tres, cinco, cuatro… embarazada.
Luego se dio la vuelta y se marchó a buscar la bebida. Mientras los chicos reían y se burlaban de Tim por su sistema para ligar, Alex se giró en el asiento para seguirla con la vista por el comedor. Tenía un modo de caminar que le gustaba. La sonrisa de su rostro había aparecido sólo una vez, cuando ella bromeó y se llevó una mano al vientre, como si quisiera confortar al niño que llevaba dentro.
¿Pero quién la confortaría a ella?, se preguntó Alex.
A medida que avanzaba la noche, su interés no hizo más que crecer. Cuando llevó la jarra de cerveza y cuatro vasos, él se levantó del banco para ayudarla con la bandeja.
–Estoy bien, gracias.
–Nunca he dicho lo contrario, señora.
Ella levantó la vista, y Alex decidió que tenía los ojos más azules que verdes.
–Daisy. Sólo Daisy.
Él asintió con la cabeza y se quedó de pie sujetando la bandeja llena de bebidas y mirando aquellos ojos misteriosos que parecían atraerlo más y más profundamente cada segundo que transcurría.
–Yo soy Alex.
–Bueno, gracias por la ayuda, Alex –respondió ella aspirando con fuerza el aire antes de volver a exhalarlo.
–No hay de qué.
Alex descargó las cervezas, le devolvió la bandeja vacía y se quedó de pie en el pasillo viéndola marcharse.
–Oye, Barone –lo llamó su amigo Nick.
–¿Sí? –respondió él a toda prisa esperando que nadie más hubiera oído su apellido.
–¿Vas a sentarte a tomar la cerveza o quieres ir a la cocina para ayudarla también allí? –preguntó Nick soltando una carcajada.
Avergonzado porque lo hubieran sorprendido fantaseando con una mujer embarazada, Alex compuso una mueca y volvió a sentarse. Agarró su jarra y le dio un sorbo a su cerveza helada con la esperanza de que le enfriara el fuego interior.
Pero no podía evitar seguir mirándola. Seguro que estaba cansada. Y sin embargo, no parecía que fuera a quedarse sin energía. Era más fuerte de lo que su frágil anatomía indicaba. Levantaba bandejas pesadas con facilidad y tenía un paso tan presuroso que Alex estaba seguro de que, si hubiera caminado todo ese tiempo en línea recta, ya habría llegado a Cleveland.
–Vamos, Barone –murmuró Nick inclinándose hacia delante–. Contrólate. Boston está lleno de mujeres guapas. ¿Por qué tienes que quedarte embobado con una que está claramente pillada?
–¿Quién está embobado? –protestó Alex, recordando que ella no estaba pillada.
Al menos no por un hombre que la quisiera lo suficiente como para casarse con ella.
Alex observó a los hombres que estaban en la mesa. Hombres a los que conocía desde hacía años. Eran como él, pilotos de la marina, hombres con los que se había entrenado, con los que había estudiado y volado. Había entre ellos un lazo que era comparable al familiar.
Y sin embargo, en aquellos momentos, le hubiera gustado mandarlos a todos a la Antártida.
Cuando la camarera dejó la cuenta en el extremo de la mesa, Alex la agarró rápidamente y las yemas de sus dedos rozaron los suyos. Ella se echó hacia atrás a toda prisa, como si hubiera sentido la misma descarga eléctrica que él. Aquello era muy extraño. Estaba embarazada, por el amor de Dios. Muy embarazada.
–¿Estáis embarcados, chicos? –preguntó Daisy tratando de mantener la mirada apartada del hombre que estaba sentado en el extremo de la mesa.
Sus amigos parecían de trato fácil. Eran simpáticos, encantadores y aduladores, como la mayoría de los marinos a los que había servido en Antonio´s. Y ella los había tratado como hacía con todos sus clientes: con cordialidad educada y nada más.
Desde el día en que Jeff se marchó por la puerta, dejándo atrás no sólo a ella sino también a su hijo aún no nacido, Daisy no había vuelto a mirar a ningún hombre. Hasta aquella noche. El tal Alex, con aquel pelo de ébano, los ojos oscuros y los pómulos pronunciados, era diferente. Daisy lo supo desde el momento en que él la miró. Y aquella sensación no había hecho más que aumentar durante la última hora y media.
Había sentido su mirada clavada en ella durante la mayor parte de la noche, y no quería ni pensar en las sensaciones que aquellos ojos oscuros y penetrantes habían engendrado en su interior.
Las hormonas.
Aquella tenía que ser la razón.
Tenía las hormonas completamente disparadas a causa del bebé.
–No –respondió Alex mirándola fijamente–. De hecho, estamos de permiso.
–¿Sois de Boston? –preguntó ella.
Se dijo a sí misma que sólo estaba tratando de ser educada, como lo sería con cualquier otro cliente, pero ni ella misma se lo creía.
Había algo en aquel hombre que…
–Yo crecí aquí –le estaba diciendo él.
Otro de los hombres dijo algo, pero su voz era como un murmullo en los oídos de Daisy. Lo único que podía escuchar, lo único que veía, era a aquel hombre observándola a través de los ojos más oscuros y más cálidos que había visto en su vida.
–¿Tienes familia aquí?
–Sí, vengo de una gran familia –respondió él mientras una sonrisa lenta se le dibujaba en las comisuras de los labios–. Soy el quinto de ocho hermanos.
–Ocho –susurró Daisy dejando caer la mano sobre el vientre–. Eso está muy bien.
–No lo estaba cuando yo era niño –reconoció Alex–. Había demasiada gente peleándose por el mando de la televisión y las galletas.
Daisy sonrió al dibujar mentalmente la escena de una casa llena de niños riendo felices. Y luego, con tristeza, la borró. Aquello era algo que ella no había conocido, y ahora también su hijo crecería solo.
Pero no. No estaría solo. Su hijo siempre la tendría a ella.
Los amigos de Alex se levantaron y se dirigieron hacia la puerta del restaurante. Él los vio marchar, asintió con la cabeza y sacó unos cuantos billetes de la cartera.
–Quédate con el cambio –le dijo tras tenderle la cuenta y el dinero.
–Gracias. Yo…
Se iba a marchar. Era lo mejor, pensó Daisy, y sin embargo se sentía extrañamente reacia a dejarlo partir.
–¿Qué estás haciendo en mi restaurante?
Daisy se dio la vuelta para observar con asombro cómo Salvatore Conti, su jefe, salía como una exhalación de la cocina ondeando un trapo de cocina como si fuera un torero enloquecido citando al toro.
–Maldita sea.
Alex se puso rígido y se preparó para una pelea. Le hubiera gustado salir de Antonio´s sin incidentes, pero parecía que Sal tenía otros planes.
El hombre avanzó hacia él sin dejar de gritar, indiferente a la fascinación curiosa que había despertado en los clientes y en sus empleados. Sal Conti tenía sesenta y dos años, pero le sobraba energía. Sus ojos marrones desprendían chispas, y tenía las mejillas rojas de furia.
–¿Qué estás haciendo aquí? –lo increpó Sal–. ¿Espiar? ¿A eso es a lo que han llegado los Barone?
De acuerdo. Muy bien. Alex no quería montar una escena, pero que lo asparan si iba a quedarse allí parado mientras insultaban a su familia.
–¿Espiar? –repitió sin moverse del sitio–. ¿Sois todos los Conti igual de paranoicos o se trata sólo de ti?
–¿Paranoico? –exclamó Sal agitando furiosamente el trapo–. ¿Y tú te atreves a hablar de paranoia, después de lo que tu familia le ha hecho a la mía?
–¿Nosotros? Sabes perfectamente que los Conti estabais detrás del desastre del helado.
–Eso es ridículo –aseguró Sal.
–Y ya que estamos en ello –añadió Alex clavando los ojos en la mirada entornada del otro hombre–, sigo pensando que tu familia es además responsable del incendio.
–Eso es una calumnia –respondió Sal mirando a los clientes que estaban alrededor–. Todos lo habéis oído. Eso es una calumnia. La policía exoneró a los Conti de toda culpa. Es una sucia mentira que los Barone van pregonando para dañar nuestra imagen.
–Lo creas o no, no nos dedicamos a pensar en vosotros –aseguró Alex con una risa cínica–. Además, ya hacéis vosotros mismos un buen trabajo manchando vuestra imagen.
–Los Conti no hemos hecho nada –repitió Sal agitando el trapo hacia el cielo estrellado que se ocultaba tras el techo–. Está escrito en las estrellas. Estáis malditos.
Malditos. Mala fortuna. Todo aquel asunto de la maldición italiana llevaba años rondando a las dos familias, y Alex ya estaba cansado del tema.
–La mala fortuna no existe –dijo.
–Sal… –susurró Daisy acercándose a su jefe y agarrándolo del brazo.
–Mantente alejada de esto, Daisy –murmuró Alex tomándola a su vez del brazo para colocarla a su lado.
–Déjala en paz –exclamó el hombre con rabia cuando se dio cuenta de su movimiento–. Es una buena chica y no necesita ningún Barone en su vida.
–Estás loco, ¿lo sabías? –contraatacó Alex.
Aunque, qué demonios, lo mismo se podía decir de él. Allí estaba, manteniendo una disputa con un hombre que le doblaba la edad. Alex se pasó la mano por la cara y trató de tragarse lo que le quedaba de rabia en su interior.