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Un hombre regresa a su hogar después de muchos años, una ciudad desconocida que le espera con los brazos abiertos. En su viaje de regreso se superponen las imágenes del recuerdo con la realidad que lo rodea. A lo largo de una estancia de nueve días, la ciudad que vivió lo asaltará en forma de fantasmas, memorias a medio desvanecer y contrastes con el hombre que fue y el que es. El amor, el sexo, el recuerdo y la identidad se dan cita en este drama de profundas raíces filosóficas. Inolvidable como la infancia.-
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Augusto M. Torres
Novela
Saga
La casa de las hermanas
Copyright © 1995, 2022 Augusto M. Torres and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374221
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
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Para M., que me ayudó a
corregir, cortar y pulir
esta novela
La aglomeración de personas en la reducida cubierta, la rapidez con que le parecía haber efectuado el recorrido y la preocupación producida por sus maletas entre medias de unos viajeros que hacían el trayecto con las manos vacías, le impidieron disfrutar de las sensaciones que tanto había añorado, pero a medida que los pasajeros desembarcados se dispersaron, el barco desatracó para continuar su recorrido y se quedó solo en medio del pequeño muelle, comprendió que por fin había finalizado el viaje que tanto le había costado emprender, del cual había renegado en repetidas ocasiones durante su curso e incluso se había arrepentido de haberse lanzado a realizar, no por encontrarse próximo el punto de destino, sino por sentir una tranquilidad, un relajo y una paz casi olvidados, y mientras avanzaba envuelto en el monocorde zumbido del desajustado motor de un taxi, fue invadido por el cansancio acumulado, controlado por los nervios durante los últimos días y mezclado con las viejas sensaciones desde que divisó el barco, embarcó y quedó impregnado del particular olor, mezcla de mar, peces muertos, brea, madera podrida, grasa y gasoil, y permanecía en un estado de semiletargo, ante las imágenes que le llegaban a través de la ventanilla y el aire de la marcha que agitaba su pelo y terminaba de rizárselo, que le llevó a creer, más allá de compararlas con las que guardaba en la memoria y apreciar si eran iguales, se habían transformado o sólo sufrido pequeñas modificadiones, que estaba perdido en medio de otro de los pesados sueños que tantas veces había tenido durante los últimos meses y en cuyo transcurso, al atravesar una avenida cualquiera de una ciudad desconocida, advertíaunos detalles contradictorios que le hacían saber que por fin había vuelto a la isla.
La solemnidad de la avenida que atravesaba la parte más estrecha de la isla cortándola en dos mitades desproporcionadas, la peculiar forma del empedrado construido por una simétrica sucesión de arcos sin aparente principio ni final, las barrocas farolas que la jalonaban y los grandes castaños que la envolvían formando un amplísimo túnel natural, eran los mismos y además el tránsito de personas y vehículos seguían siendo mínimo y el conjunto tenía un aspecto tan inconfundible que, aunque las antiguas heladerías se hubiesen transformado en modernos bares, una de las más amplias manzanas hubiera sido demolida y permaneciese el solar rodeado por una valla donde se alzaban enormes cartelones anunciadores de los más heterogéneos productos en una mezcla de vivos colores, seductoras formas femeninas e incomprensibles textos, y la mayoría de los hoteles rodeados de amplios jardines hubiesen revocado las fachadas para disimular el aspecto de supervivientes de un pasado esplendor, la posibilidad del sueño quedó relegada ante la fuerza de una realidad evolucionada que se mostraba ante él, pero cuanto más perdido estaba en la confrontación de los detalles auténticos con los que habían llegado a formar parte de su persona al igual que la cicatriz de la mano derecha que no recordaba cómo se había hecho, el vehículo giró hacia la izquierda, se introdujo por una de las últimas calles perpendiculares anteriores a la playa y ante sus ojos apareció el hotel, donde por inexplicables razones siempre se alojaba, con la artística verja de hierro forjado alrededor del jardín, los cuatro pisos de ladrillo rojo con las características rotondas en las esquinas y las enredaderas que casi cubrían las fachadas, y no tardó en descubrir en la rotonda más lejana las ventanas de la habitación del segundo piso que había llegado a ser la suya, aunque la tercera noche consecutiva que durmió mal por el ruido de las olas contra la cercana escollera se levantó dispuesto a cambiarla, como recordaba con nitidez porque, en las épocas que frecuentaba la isla con regularidad, los dueños rememoraban el incidente cada vez que firmaba en el registro, y ahora aparecía con las persianas a medio levantar, las ventanas cerradas e iluminada por el sol poniente.
El motor del taxi dejó de producir su desagradable zumbido ante la entrada principal, una amplia arcada de hierro con el mismo diseño de la verja del jardín de cuyo centro pendía un cartel con el nombre del hotel y sostenía unas grandes puertas, siempre abiertas, apenas visibles, de cuya existencia se podía dudar, el chófer descendió para dirigirse al portaequipajes y, mientras él abría la portezuela en medio de un silencio sólo alterado por el roce de los pies del chófer sobre la gravilla al llevar las maletas al interior, notó que la brisa, tras acariciarle la cara con un casi imperceptible olor, movía las copas de los árboles y producía un murmullo al entrechocar las hojas, y una vez más la vio sonriente, agitando la mano, con el traje amarillo de villela, mientras él se alejaba en un taxi hasta desaparecer al girar hacia la derecha e internarse en la avenida, pero no con un aspecto fantasmal, como tantas veces se le había aparecido en sueños, sino con forma real, como si dos manzanas más allá hubiese recordado algo, hubiera ordenado al chófer volver y la hubiese encontrado en la misma posición, demasiado triste para moverse, pero de la misma manera que había creído que su ausencia sólo duraría algunas semanas, mientras se dirigía al interior del hotel, trataba de amortiguar el roce de los pies contra la gravilla y pagaba al chófer, le parecía que sólo habían transcurrido los habituales quince o veinte días de ausencia, pues al avanzar hacia la puerta observó que era idéntica a su recuerdo y las sillas, sombrillas y mesas del jardín permanecían en las mismas estratégicas posiciones de siempre, quizá algo rectificadas porque los árboles habían crecido, se habían transformado, eran diferentes, aunque al penetrar en el interior se dirigió hacia la izquierda de manera instintiva y allí no estaba el mostrador de recepción, sino una puerta cerrada, por lo cual echó una rápida ojeada para comprobar que el tramo final de la escalera era el mismo, seguía allí delante, dedujo que la obra realizada debía de haber sido mínima y la recepción sólo podía encontrarse al fondo del vestíbulo, bajo el hueco de la escalera, antes de llegar a los ascensores y la zona de servicio, donde en tiempos había un mal disimulado cubículo que alternaba las funciones de trastero, maletero y escondite del vigilante nocturno, un viejo que le asustó en más de una ocasión y a quien tuvo presente durante una época en que creía posible que ella aceptase pasar la noche, o al menos parte, en su habitación, que durante las horas más tranquilas utilizaba para dar unas cabezadas en un desvencijado sillón.
El oscuro escondite se había transformado en una moderna recepción, aunque no por seguir las directrices de la moda, sino por ser diferente, sin desentonar, de los restos de la primitiva ordenación, teléfonos de distintos colores, llamativos anuncios turísticos del país y grandes discos metálicos con llaves situados en simétricas celdillas rodeaban a una joven graciosa y de fríos ademanes que le saludó por el apellido, lo cual le asombró máspor ser denominado de esta forma en un lugar donde siempre le habían conocido por el nombre precedido de un sonoro don que por haber empleado con habilidad un viejo truco del oficio, y le dijo que tenía la reserva en orden, estaba preparada la habitación solicitada y sería conducido hasta ella cuando firmase en el registro de entrada, pero una vez formalizados los trámites ante la forzada sonrisa de la recepcionista, cuando se disponía a seguir al botones, hubo un instante en que pensó escapar del anodino diálogo protocolario para preguntarle por los antiguos dueños, aquel matrimonio con dos hijos mayores al cual estaba acostumbrado a ver como parte fundamental del hotel y que llegaron a tratarle como a un lejano pariente de distinta clase social con quien nunca se llega a tener demasiada confianza, lo cual no impedía que le hicieran amables preguntas sobre el trabajo, comentasen los sucesos acaecidos en la isla durante su ausencia e incluso en la etapa final, en momentos considerados oportunos para demostrarle una mayor confianza, dando a sus voces un tono que nunca logró saber si era de misterio, picardía o simple curiosidad, dada la discreción que envolvían sus actos, hacer alguna observación sobre las señoritas, según esta especial denominación sólo empleada por aquella familia y además siempre en plural, pero prefirió dejarle creer que sus reacciones eran lentas, ante la seguridad de que ni le prestaría más atención a las preguntas de la que imponía la corrección a la cual obligaba su puesto, ni habría oído hablar de ellos, ni se tomaría la molestia de buscarle información entre el resto del personal, y se limitó a darle las gracias.
Mientras seguía al botones que jugaba con la llave de la habitación, comprobó que permanecían inalterables tanto el ascensor con el peculiar enrejado del hueco de la escalera, los tonos claros de las ricas maderas del camarín y los ruidos producidos al cerrarse las puertas, ponerse en marcha, deslizarse entre piso y piso y, el más característico, detenerse en la segunda planta con una leve oscilación, como el pasillo que discurría entre medias de puertas que daban a las diferentes habitaciones, iluminado por la tenue luz de unos apliques y tapizado por una alfombra donde se hundían los pies, y tuvo la seguridad de que habrían pintado, renovado algunos muebles o remozado el cuarto de baño, pero en conjunto la habitación permanecería tal como la recordaba, con una gran cama situada en el centro del irregular exágono que constituía su planta, la cabecera junto a la pared más grande, de forma que acostado tenía enfrente las dos amplias ventanas simétricas desde las cuales veía respectivamente la escollera y labahía, a la derecha la mesa y las sillas donde tantas horas había pasado echando cuentas, revisando pedidos, comprobando facturas, y a la izquierda la puerta de comunicación con el mínimo vestíbulo donde había un perchero y las puertas que daban al cuarto de baño, el pasillo y la habitación, para seguir con un armario de tres cuerpos con un gran espejo en el central situado entre la puerta y la ventana de la izquierda, además de la cómoda butaca entre las ventanas, las mesillas de noche y los diferentes puntos de luz, una gran araña donde había visto reflectarse las luces de la bahía durante las noches en que no podía conciliar el sueño, las lámparas situadas en la mesa y las mesillas y un aplique sobre la cabecera que tenía propensión a torcerse, tal como la había dejado cuando el último día cerró las maletas, llamó para que subieran a recogerlas y de manera refleja echó una última ojeada para comprobar si se dejaba algo.
Una vez que hubo abierto con la llave objeto de sus juegos, rechazó el ofrecimiento para precederle, le dio una leve propina y esperó que se alejase por el pasillo antes de echar una mirada al cuarto de baño, atravesar la diminuta antecámara y ver que había variado el color de las paredes, el techo, las ventanas y las puertas, así como la tapicería del nuevo sillón, las cortinas y las colchas, que la gran cama había sido sustituida por dos más pequeñas situadas en el mismo lugar, la mesa se había convertido en un escritorio de reducidas dimensiones entre las ventanas, el armario había dejado paso a uno empotrado sin espejo y el sillón de orejas, donde tantas veces había leído después de comer cuando hacía demasiado calor y la mayoría de la gente dormía la siesta, había sido reemplazado por un incómodo silloncito que ocupaba el lugar de la mesa, lo cual le impulsó, lleno de una sorda indignación, hacia el teléfono, ahora entre ambas camas sobre la mesilla, para decirle a la estereotipada recepcionista que aquélla no era la habitación reservada, que exigía cambiarla por una de otro piso, diferente orientación y sin la menor relación con aquélla, pero mientras una torpe telefonista tardaba en darle la comunicación comprendió que iba a estar de acuerdo y darle a elegir entre las libres y cualquier otro hotel, y le pareció que sería mejor pedirle que enviase a alguien, pero no para ayudarle a traer los viejos muebles, sino para situar los nuevos en el sitio de los antiguos y, por lo menos, tratar de continuar como antes, aunque tras unos segundos de dudas la idea le pareció ridícula porque comprendió que la sonriente muchacha le proporcionaría cuanto le pidiera, salvo que le hablase en el mismo tono de los antiguos propietarios, que era lo que en realidad quería, para convencerle de que aquellos pequeños detalles, que comprendía que más que incomodarle le hubiesen sorprendido desagradablemente, nada significaban, se habían hecho imprescindibles para adecuar la habitación a las exigencias de la vida moderna y lo único importante era que él hubiese vuelto, el hotel siguiera existiendo y desde la ventana de la habitación se contemplase la misma espléndida vista.
Colgó el teléfono intrigado por las posibilidades de desahogo que hubiese supuesto la conversación, echó una nueva ojeada a la habitación para captar nuevos detalles y descubrió dos feos, desproporcionados y pesados ceniceros sobre la mesilla de noche y el escritorio, trató de ocultarlos en el cajón de la mesilla y en los del escritorio y acabó abandonándolos sobre una de las mesas, y después de atravesar el diminuto vestíbulo entró en el cuarto de baño, que se conservaba tal como recordaba, los mismos azulejos blancos llenaban las tres cuartas partes de la pared con un remate superior azul, la pequeña ventana semientornada cuyo cristal chapuceramente pintado de blanco había sido sustituido por otro esmerilado mucho más adecuado, la bañera sustentada sobre cuatro garras de un animal salvaje con las curvas al aire, el bidet y el retrete también parecían los mismos, aunque éste último estuviese cruzado por un precinto de celofán que garantizaba la desinfección, el lavabo era muy diferente, pero incluso tenía el mismo color amarillento del resto, y el amplio espacio vacío del centro le daba mayor antigüedad que unos grifos similares a los originales o unas toallas del mismo color azul de la tira del remate de los azulejos, para volver al dormitorio, cerrar las puertas que debía atravesar y al abrir la ventana recordar el final de aquella perdida carta, que tal vez por casualidad fue a parar a sus manos, escrita con la letra segura, impersonal y fácil de leer que las caracterizaba, que leyó hasta que el papel adquirió un tono amarillento y acabó por deshacerse, fechada el día que marcó el final de la etapa en que cada uno le contaba a los otros dos la mayor parte de sus intimidades, dirigida de una a otra en un tono reposado, aunque afectado por los recientes acontecimientos, y donde después de narrar los sucesos que la habían provocado pasaba a desear que el causante de sus males reconociera su error, volviese a la isla para revivir cada una de las acciones realizadas aquella aciaga tarde impulsado por la soledad a que le había conducido su incorregible, peculiar y molesta manera de ser, porque volver a contemplar la bahía desde esta habitación suponía que aquellas palabras se habían cumplido de forma inexorable, tanto si se tomaban como una amenaza, una maldicióno una premonición, dado que impulsado por unos motivos similares a los expuestos en aquellas líneas había vuelto bastante después de lo previsible para recorrer la isla solo y recapacitar sobre los posibles errores que le habían llevado a su actual situación.
Al abrir la ventana de la derecha encontró una resistencia que le hizo recordar que siempre había planteado dificultades al estar la madera hinchada por la acción de la lluvia que la azotaba, antes de llegar a sus ojos la olvidada visión de las olas rompiendo contra los acantilados envuelta en un ruido que subrayaba su violencia, transportaba una sensación de paz y un peculiar olor a mar, pero al abrir la de la izquierda, la imagen de la bahía con las farolas de la carretera que bordeaba la playa encendidas, cuando todavía había suficiente claridad, tardó un buen rato en superponerse a la que conservaba de una playa semidesierta, mínimamente poblada por pequeñas casas que integraban una línea curva simétrica a la del mar y la irregular carretera que la separaba de él, permaneció petrificado mirando la diferente realidad integrada por una cadena de resplandecientes edificios de grandes proporciones que se extendía de un extremo a otro, cuyo único punto en común con la que recordaba era la línea del mar y las farolas que iluminaban una carretera mucho más amplia, bien construida y con un asfaltado perfecto, por una playa plagada de toldos, agrupaciones de palmeras, y una profusión de cafés, restaurantes y heladerías con amplias terrazas situadas en la parte baja de los grandes edificios donde abigarrados grupos de personas bebían, comían y escuchaban unas orquestinas, cuyos agudos sones llegaban hasta sus oídos impulsados por el viento, pero unos repetidos golpes en la puerta, dados por el mozo que traía las maletas, le sacaron del asombro producido por aquella amplia visión muy alejada de la información obtenida a través de artículos de prensa, fotografías de revistas ilustradas y reportajes de televisión, pues no había evolucionado desde el primitivo pueblo de pescadores que, por sus excepcionales condiciones meteorológicas, siempre contó con una población flotante inglesa hasta convertirse en una modernizada zona de vacaciones, sino que no se parecía nada a aquel lugar que llegó a conocer de forma muy personal y al cual le ataban unos lazos sentimentales que de repente le parecía que nunca habían existido, y después de indicarle que dejase las maletas sobre una cama, depositar unas monedas en la mano que le tendía con disimulo y rogarle que se llevara los ceniceros, comenzó a deshacer las maletas cuando el cansancio volvió a caer sobre él y tuvo que dejar la operación a medias, las puertas del armario abiertas, los trajes sobre la butaca, los zapatos por el suelo, sólo pudo quitarse la americana, aflojarse la corbata, descalzarse y tumbarse sobre la cama vacía para quedarse dormido.
Una vez más volvió a soñar con las imágenes que le perseguían desde aquella tarde a finales de invierno cuando al volver del trabajo, dar la vuelta a la esquina donde finalizaba su calle y ver a lo lejos la triste figura de su manzana, su casa y sus balcones, sin ninguna razón especial decidió realizar el viaje que siempre había querido volver a hacer, pero nunca se había atrevido a repetir, desde el lejano lugar donde por un cúmulo de circunstancias había terminado instalado hasta la isla paradisíaca en que había pasado los mejores momentos de su vida, que estaban a medio camino entre la narración cinematográfica tradicional y la conferencia con diapositivas por su concisión, frialdad y moderación, a través de las cuales descubría, una vez que llegaba a la isla, penetraba en el hotel y era conducido hasta su intacta habitación, al abrir la ventana de la derecha que durante su ausencia el continente había basculado, la tierra se había elevado y el mar se había retirado y ante él aparecía una gran extensión de fina arena, una especie de desierto limitado por las dos estribaciones de las montañas a cuyo lejano final parecía divisarse el mar, momento en el cual la frialdad que caracterizaba el relato dejaba paso a una desgarradora tristeza nacida del enfrentamiento con esa diapositiva final donde la bahía estaba anegada de arena y el mar se había retirado hasta constituir la línea del horizonte, y se había convertido en su sueño más característico, se movía entre una alentadora esperanza y una negra pesadilla, aunque inevitablemente le llenaba los ojos de lágrimas, le producía un nudo en la garganta y le desencadenaba un triste llanto, pero esta vez el despertar fue una suave transición en que el nudo en la garganta se convirtió en sequedad de boca, las lágrimas en gotas de sudor, el mirar por la ventana en estar tumbado sobre una cama de una habitación desconocida, silenciosa y oscura, que durante unos minutos le resultó imposible reconocer y saber cómo había ido a parar allí, y poco a poco salió del aturdimiento en que se encontraba, la tenue luz que entraba por las ventanas le desveló que las sombras correspondían a un armario con las puertas y los cajones abiertos, una cama gemela a la suya con las maletas encima, el ruido del mar envuelto en su olor que llegaba hasta su cara le descubrió donde estaba, el cansancio provocado por el viaje y el abatimiento por la visión de la bahía que le había llevado a dormirse a horas poco habituales en él, y cierta sensación de tranquilidad le recordaba las razones que le habían impulsado desde su ciudad extranjera hasta esta isla que había comenzado a adquirir extrañas formas en sus recuerdos.
Tras considerar que debía de haber dormido un par de horas, pues desde la cama podía ver una luna rojiza de enormes proporciones que se elevaba al otro lado de la bahía, hizo un gran esfuerzo contra un cuerpo que le animaba a dar media vuelta y seguir durmiendo y consiguió incorporarse, ponerse de pie y llegar hasta la ventana de la izquierda para ver, sin que el recuerdo de la bahía silenciosa, vacía y mal iluminada, que había conocido se superpusiese a la realidad que llegaba a sus sentidos, como si hubiera dormido en la isla donde creía estar y se despertase en la que realmente estaba, que la agitación en las terrazas se concentraba alrededor de las orquestinas cuyas melodías seguía trayendo el viento de forma discontinua, y mientras se quitaba la camisa empapada en sudor fue hacia el interruptor de la luz, pero no lo encontró donde se había dirigido de manera refleja y tras una búsqueda infructuosa acabó conectando la lámpara de la mesilla, que dio una iluminación tenue que se mezclaba bien con la que entraba por la ventana procedente de la luna, y por primera vez se sintió invadido por esa sensación de comodidad que da estar en sitios conocidos, para llegar sin tropiezos hasta el cuarto de baño, maniobrar los grifos de la bañera hasta conseguir la temperatura deseada y desnudarse mientras la habitación era invadida por el ruido de los considerables chorros, para acabar fijándose, casi en el momento de meterse en el agua, en el reflejo que le devolvía el espejo situado encima del lavabo y ver sobre la habitual imagen de su rostro caracterizada por grandes ojeras, tres arrugas que cruzaban la frente y otras dos menos marcadas que llegaban desde los extremos de la nariz hasta las comisuras de la boca formando arcos simétricos, sobre una piel algo ajada y un cabello surcado por tantas canas que el resultado final parecía más claro que oscuro, al casi olvidado joven que allí mismo había sido, donde ni aparecían las arrugas, las canas y la piel envejecida, ni mucho menos esa sensación de espectador, de haber dejado de ser parte de la vida activa para dedicarse a la contemplativa.
Avanzó por la avenida, que a aquella hora sólo era recorrida por los que iban a cenar a los viejos hoteles de la zona o los que salían a dar un paseo antes de acostarse o tomar un último refresco en alguno de los establecimientos especializados, en direccióna un amplio mirador situado en la confluencia de ésta con la carretera de la playa y construido a un nivel algo superior para indicar al posible observador que desde allí la vista era mejor y, mientras se sentaba en uno de los bancos que en tiempos había visto bajar de una polvorienta carreta tirada por dos viejos y babeantes bueyes, en el momento en que la marea debía de alcanzar el punto máximo, tuvo plena conciencia de lo que significaba volver a ver romper las olas contra aquellos acantilados como si los sucesos que le habían mantenido alejado no hubiesen ocurrido y permaneciera sentado en el banco hipnotizado por el mar en la misma posición que había estado la última vez, y pudo comprobar que nada de lo que abarcaba su mirada desde aquel punto, tanto la moderna barandilla de hierro, que había envejecido más que cualquier otro elemento, como las gotas de agua arrastradas por el viento, que de vez en cuando mojaban su cara, había experimentado variaciones durante aquellos años que le parecía que no habían transcurrido, mientras se pasaba la lengua por los labios para apreciar el sabor salado, pero habían hecho de él otra persona que, a pesar de que le resultase imposible saber en qué consistía la diferencia, muy poco tenía que ver con aquélla de diversos pensamientos, intenciones y preocupaciones, que había estado sentada en el mismo banco con la mirada perdida en la espuma que las olas producían al romper contra la escollera.
A su espalda se extendía la vieja avenida como si fuese una amplísima bóveda construida por las ramas de los grandes castaños e iluminada por las farolas donde los hoteles, con la suntuosidad de los jardines que los rodeaban y las decadentes fachadas que los caracterizaban, daban al conjunto más que un aire de reliquia de un antiguo esplendor milagrosamente conservado, un tono de vuelta al pasado roto por unas tiendas, unos automóviles y unos viandantes que tenían una rabiosa actualidad, a su derecha estaban los acantilados que no variarían hasta que se produjese otro cataclismo geológico de similares características al que originó la isla o, como más apropiadamente decían los nativos, la separó del resto del continente, que marcaban el final de la bahía y configuraban el resto de la isla por aquella parte, y delante un mar cuya contemplación le producía una sensación de soledad, que no recordaba haber experimentado jamás, en lugar de los habituales signos de borrachera, pero en cuanto giraba la cabeza a la izquierda el panorama variaba, aunque durante algunos kilómetros continuaba la playa con su pronunciada curva, porque las casas de uno o dos pisos rodeadas por un exiguo jardín que se prolongaban de forma decreciente hasta el otro extremo de la bahía y constituían una de las características del lugar, pasados los cien o doscientos primeros metros, en que conservaban con dificultad la forma primitiva y salvo algún caso aislado transformado en un recinto de difícil denominación donde se despachaban alimentos y bebidas de baja calidad, habían sido sustituidas no por otras más grandes, diferentes o mejor hechas que cubriesen los numerosos huecos que siempre hubo entre ellas, por aquéllas que con el simple transcurrir del tiempo se hubiesen construido e incluso por las que ocupaban una segunda o tercera fila, como pensaba que habría ocurrido por el auge experimentado en aquella parte de la isla, sino por unas enormes moles de hormigón sin posible referencia a la topografía del lugar, ni a lo que antes había existido, que se extendían a lo largo de la playa, poblaban el otro extremo que había conocido vacío y también se habían introducido hasta el interior para construir una especie de auténtica ciudad, donde antes sólo había una playa salvaje, que se perdía hacia el interior entre medias de polvorientos cultivos y tristes caminos muy de tarde en tarde transitados por solitarios campesinos, inmutables bajo amplios sombreros de paja y montados sobre famélicos borricos.
Se levantó atraído por la luz, el ajetreo y el bullicio de aquella parte de la playa y al atravesar la zona de las casas de una o dos plantas comprobó que eran las mismas que conocía, con fachadas encaladas, pequeñas terrazas delanteras de una altura algo superior a la de la calle donde todavía quedaba algún viejo sillón de mimbre en que los propietarios pasaban la tarde contemplando el ir y venir de los viandantes, rodeadas de unas simbólicas tapias de baja altura construidas con ladrillos estrechos ordenados según geométricos, curiosos y primitivos dibujos, e incluso pudo ver el interior de una a través de la ventana del comedor, gracias a una luz que permanecía encendida, y creyó que se conservaba igual que cuando pasaba ante ella día tras día sin concederle la menor importancia, sin distinguirla de las demás, sin saber que alguna vez se detendría a contemplarla como si se tratase de una aparición, pero a medida que se alejaba de la avenida y se acercaba a los nuevos edificios, los cambios introducidos en las casas eran mayores y no sólo se notaba que los actuales propietarios habían hecho reformas para adecuarlas a sus necesidades y lo único conseguido era deshacer el equilibrio exterior y quizá también el interior, dejando al margen si habían logrado sus propósitos, sino también que algunas se habían convertido en establecimientos públicos de dudoso aspecto, pésimo gusto y discutible reputación, como demostraban ciertos anuncios de bebidas alcohólicas visibles sobre las fachadas, la profusión de aerodinámicas sillas y mesas en el jardín y la terraza, aunque muchas parecían desocupadas, las puertas cerradas y las luces apagadas, de forma que se detuvo delante de una donde unos niños jugaban en el jardín, un señor mayor leía el diario sentando en la terraza y a través de un gran ventanal era posible ver cómo en el interior se movían otras personas de edad indefinida, al ser la única de las observadas que le parecía que seguía igual en los detalles externos y los pocos internos que podía ver, pues en la fachada, según una moda de la época, se podía leer el nombre con el cual la denominaban escrito en letras góticas sobre un fondo azul realizado en mosaicos y también en cuanto ese nombre le resultaba vagamente familiar, y cruzó la calle para echar un vistazo a los niños que se peleaban ante la puerta, las personas que se movían en el interior y la que leía en la terraza, y averiguar si a través de aquellos rostros distorsionados por el tiempo le era posible descubrir a alguna de las múltiples personas con las cuales convivía durante las temporadas que frecuentaba la isla.
No reconoció a nadie y continuó el paseo intentando recordar qué había en aquel lugar donde ahora se levantaba un gran edificio, una mole de unos quince pisos, que constituía la separación entre lo que se podría denominar la parte antigua y la moderna, pero no supo si había un solar con abundante vegetación donde de día correteaban niños desarrapados, al atardecer los perros llegaban a ensamblarse tras carreras, ladridos y lameteos, y en las noches calurosas los grillos organizaban espectaculares conciertos, y en ciertas fechas señaladas se instalaba una pequeña verbena con un rudimentario tiro al blanco que ofrecía como premio estropajosas muñecas con trajes de chillones colores, una churrería que producía un maloliente olor a aceite frito, unas barcas en que una noche cierta muchacha demasiado impulsiva, o quizá desesperada, estuvo a punto de perder la vida y unos coches de choque que eran el eje vital alrededor del cual se instalaba el tinglado, o había una casa bastante mayor que las otras con dos cuerpos o torres de tres o cuatro pisos unidos por una especie de puente central de menor altura con una puerta, una gran terraza donde al atardecer solían celebrarse reuniones en que chicos y chicas de las casas de los alrededores bailaban al ritmo marcado por uno de los primeros tocadiscos portátiles, bebían una limonada hecha con pedazos de frutas y una mínima parte de alcohol y raramente se besuqueaban, a las cuales recordaba haber asistido en más de una ocasión acompañado de alguna de ellas, las dos o incluso solo, y un amplio porche acaparado por los padres y personas de más edad que con la excusa de hablar, leer o tomar un refresco, se dedicaban a vigilar a los jóvenes para que no se propasasen o quizá disfrutar con la presencia de alguno de su particular agrado, en la medida que sus recuerdos eran confusos, estaba aturdido por el viaje y no había nada que pudiera darle una pista, y avanzó algunas manzanas más en medio de un bullicio y un ajetreo mucho mayores de lo que había advertido desde la ventana de su habitación, quizá porque la mayoría de la gente había vuelto a salir para dar un último paseo o sentarse en las terrazas de las heladerías a tomar una última consumición, y acabar ocupando, tras algunas indecisiones, una mesa de segunda fila de uno de los múltiples cafés, en un lugar que era un oasis de paz en comparación con otros, pero al estar situado en un nivel superior hacía posible que las personas que transitaban por ambas aceras no le impidiesen ver la playa con la reluciente línea blanca de espuma producida por las olas al romper que destacaba sobre la masa negra del mar.
Acunados por una pequeña orquestina emplazada sobre un estrado e integrada por un profesor que tocaba un piano vertical como si fuese una protuberancia suya, otro que accionaba un violonchelo que abultaba más que él y dos que manejaban sendos violines como muñecos mecánicos que funcionaban al unísono, los cuatro vestidos con trajes oscuros demasiado relucientes, camisas que trataban de disimular los deshilachados cuellos y puños y unas peculiares corbatas, a medio camino entre la pajarita y el lazo, que daban el tono profesional al atuendo, con una edad media cercana a los sesenta años, se extendía a trajes e instrumentos y homogeneizaba el conjunto, y apenas concediéndose unos minutos de descanso entre pieza y pieza interpretaban unos ritmos que no resultaba fácil saber si eran su particular versión de las canciones de moda o composiciones originales de alguno de los miembros que trataban de acercarse a los más recientes éxitos foráneos, quizá del que con cierto optimismo podía denominarse primer violín y de vez en cuando, en los momentos más difíciles de interpretar o donde era necesario una mayor conjunción, se levantaba de la silla y con el arco convertido en eventual batuta dirigía a sus compañeros y se paseaba nervioso de un extremo a otro del entarimado más interesado en la gente que les rodeaba que en los sonidos emanados de los instrumentos, como si lo que hiciese fuera estirar las piernas, aunque sólo eran semipliagios, personales interpretaciones o mezclas mal realizadas de las partes más pegadizas de viejas canciones, pero daban la sensación de que si, a petición de un grupo de nostálgicos turistas vieneses, pudieran interpretar un vals, la situación variaría, la sonorización resultaría adecuada y lograrían una interpretación de altura sin posible comparación con las que noche tras noche se veían obligados a hacer impulsados más por los disparatados gustos de! dueño del local, que por una demanda real del público.
Cuando se ocuparon la mayoría de las mesas, se apagaron las tímidas luces que alumbraban la orquestina, la música cesó, los profesores parecieron evaporarse, unos focos inundaron de luz la terraza y, mientras las conversaciones languidecían, un grupo de dinámicos camareros con vistosos uniformes rojos y blancos plagados de botones dorados comenzó a moverse con simétrica habilidad alrededor de mesas y sillas llevando en la mano derecha grandes bandejas abarrotadas de vasos y botellas, pero transcurridos unos minutos y dado que ni acudieron a atenderle, ni hicieron el menor caso a sus señales, ni repartieron las consumiciones de las bandejas, se dio cuenta de que no se trataba de una peculiar manera de servir, sino que formaban un extraño cuerpo de baile integrado por una selección del personal con especiales dotes para la danza, pues no resultaba difícil advertir que no eran profesionales, sino que tenían la obligación de distraer a la clientela cuando al efectuarse un cambio de turno, las cocinas, la barra y el servicio de mesas permanecían inactivos, como comprobó al descubrir que las botellas y vasos que llevaban sobre las bandejas eran de madera y estaban adheridos a ellas, y debido al continuo movimiento a que les obligaba la coreografía, más cercana a torpes espectáculos circenses que a elaborados ballets modernos, parecían más de los que eran y resultaban insuficientes para atender las peticiones de la masa silenciosa que llenaba la terraza envuelta en una nube azulada producto de diversas clases de tabaco en combustión, hacía posible oír el roce de los pies de los presuntos bailarines sobre las baldosas y que al final irrumpieran en unos tímidos aplausos arrancados por algún discreto jefe de claque, mientras los componentes de este insólito espectáculo eran sustituidos por otros más numerosos que se esparcieron entre las mesas para rellenar los impresos de las comandas, las luces perdían intensidad y los músicos reaparecían para continuar su peculiar repertorio.
Uno de los camareros le preguntó qué deseaba en un ingés sintácticamente correcto y con un fuerte acento, pero divertido por la confusión le contestó en un italiano indescifrable que quería una leche merengada, en parte de manera intuitiva porque era lo que tomaba cuando se sentaba en las heladerías de la avenida y en parte de forma mimética porque era un idioma que hablaba de la misma manera que el camarero el inglés, y tomó nota del pedido cuando temía que no le hubiese entendido o hubieran dejado de elaborarla, le contestó disculpándose en un italiano más correcto que el suyo y poco después le trajo una pequeña bandeja con una copa de leche merengada, un plato, una cucharilla, un vaso de agua y un ticket que, bajo el pomposo nombre del establecimiento, indicaba un elevado precio que incluía la consumición y la música, por lo cual tomó la copa entre las manos, olfateó la canela que la coronaba y después de respirar, como si iniciase un complicado rito, pasó la mirada de la estela de luz que producía la luna sobre el mar a la blanca línea de las olas en la playa para finalizar en la porción de helado que tenía en la cucharilla, pero una vez que pasó el fuerte gusto a canela notó el de una mezcla de agua clorada con algún jarabe que nada tenía que ver con el dulce sabor que identificaba con aquel mar, aquella luna, aquel lugar, y aunque su primera reacción fue llamar al camarero para decirle en el idioma que compartían que más les valía dejarse de pamplinas, servir los buenos refrescos que caracterizaban a la isla y no cobrar tan abusivos precios, mientras le buscaba con la mirada se dio cuenta de que los tiempos habían variado y lo único que podía interesar a los clientes de aquel local eran la orquestina de viejos profesores y la teatralidad de los impecables camareros que bailaban y hablaban diferentes idiomas, aunque pensó que si en la época que frecuentaba la isla hubiese habido un sitio como aquél, las largas disquisiciones sobre la calidad de la leche merengada que se servía en las diversas heladerías de la avenida hubiese sido relegada, como quizá ocurría en la actualidad, por charlas sobre la sonoridad de las distintas orquestinas y enconadas discusiones sobre la personalidad del coreógrafo, aunque el nombre le venía grande, que decidía en qué dirección debían hacer los volantines los falsos camareros.
Durante el desarrollo del espectáculo en una de las mesas cercanas se habían sentado un matrimonio mayor, una muchacha y una niña que hablaban en un idioma en el que creyó percibir un cierto matiz balcánico, pero le resultaba incalificable debido al ruido ambiental y la personal forma de emplearlo, y pasó a interesarse por los lazos familiares que unían a la niña con los otros tres, pues mientras era evidente la larga relación matrimonial que existía entre los mayores y el carácter de hija suya de la muchacha, los diez o doce años de la niña la hacían demasiado mayor para ser hija de la joven y demasiado pequeña para ser ladistanciada hija pequeña del matrimonio, pues cuando la niña se movía inquieta en la silla tras acabarse un refresco, se levantaba para volverse a sentar o corría entre las mesas, ni en el hombre, ni en la mujer se notaba el menor gesto de nerviosismo, impaciencia o cansancio, propios del desvelo por las diabluras a que le autorizaba su calidad de benjamín y el exceso de mimo prodigado por unos padres que la veían como su última descendiente y unos hermanos mayores que la trataban como hija más que como hermana, pero tampoco le prestaba atención la muchacha, y cuando comenzaba a cansarse de su fracaso como investigador en un juego cuyo máximo aliciente eran el peculiar encanto de la niña y la indiscutible belleza de la joven, estuvo atento al desarrollo de la acción, desde el principio supo qué iba a ocurrir y no pudo impedirlo, vio cómo la niña en sus correrías se acercaba a su mesa, le daba un fuerte impulso en un rápido viraje del cuerpo y hacía que el vaso cayese, el agua se derramara sobre el mantel y una buen parte llegase a pocos centímetros de su pantalón salpicándole ligeramente, pero no pudo prever que la muchacha se levantara como impulsada por un muelle, se dirigiese hacia él de forma natural, con lo cual la investigación quedaba cerrada, y le diera todo tipo de explicaciones, mientras alternativamente señalaba a su hija que permanecía inmóvil, sin saber qué hacer, asustada por las posibles repersuciones de su acción, y a sus padres que desde la mesa también se excusaban con cara de circunstancias en el mismo idioma, hasta que se percató de que el contenido del vaso no le había caído encima, lo cual le llevó a bajar el tono de las disculpas, tomar a la niña por un brazo para arrastrarla a su lado y despedirse alargándole la mano, pero sobrepasado por la velocidad de los acontecimientos sólo pudo rozarla al tiempo que hacía vanos esfuerzos por ponerse de pie y hacer una leve inclinación de cabeza, para volverse a sentar y rehacerse la calma.
Mientras pensaba que la celeridad con que la madre había acudido a remediar el desastre provocado por la hija y la cara de susto de ésta no concordaban con la aparente tranquilidad del grupo familiar, la orquestina dejó de tocar, los violinistas guardaron los instrumentos en los viejos estuches y los otros dos profesores comenzaron a enfundar los útiles de trabajo en sendos guardapolvos de color grisáceo y extraña forma, el del violonchelo introduciéndolo en una funda y el del piano cubriéndolo hasta convertirlo en un objeto difícilmente identificable, para descender del estrado entre tenues aplausos, los dos primeros con los estuches colgando de una mano, el tercero manejandocon maestría un artefacto que casi abultaba más que él y el último con las partituras de los cuatro bajo el brazo, y alejarse hacia el interior del local para depositar la carga en lugar seguro y cambiarse de traje, al tiempo que la intensidad de la luz decrecía, los camareros se desplazaban entre las mesas para solicitar a los clientes que abonaran el importe de las consumiciones y una riada de personas comenzaba a dirigirse hacia la carretera de la playa, primero las de una mesa lejana, después las de varias más cercanas y también los vecinos extranjeros que se acercaron para volverle a pedir disculpas en aquel ininteligible idioma entre corteses inclinaciones de cabeza, por lo cual la terraza no tardó en mostrar considerables claros, aunque el apagado de las luces sin previo aviso para volverse a encender cuatro o cinco segundos después, provocó primero un momentáneo desconcierto y después voces de satisfacción entre los que habían dudado si era un corte repentino en el suministro de energía eléctrica o la acostumbrada señal de que iban a cerrar en breve, resultó ser una medida contraproducente que frenó el ritmo de salida y obstaculizó el trabajo de los camareros que empezaban a recoger los restos de las consumiciones y los manteles, pero hizo que cuando se acercó el camarero que le había atendido aprovechó para pagarle, acción que fue subrayada por ambas partes por un sonoro «buenas noches» que no supo si marcaba el final de la comedia, era una norma de la casa o producto del revuelo final, levantarse e irse del local.
A medida que se alejaba de la parte más ruidosa de la bahía en dirección hacia la avenida comenzó a llegar hasta sus oídos cada vez con mayor claridad el rumor del rítmico romper de las olas en la arena, pero pronto fue borrado por el bramido de un motor de explosión que se acercaba, lo cual le hizo volverse, salir del ensimismamiento que le producía el mar y darse cuenta de que se trataba de un camión municipal que avanzaba en dirección contraria esparciendo chorros de agua a presión por la parte inferior delantera, pero la visión del asfalto mojado y el olor del agua mezclada con el característico polvo de la isla y la arena de la playa, le trajo el recuerdo de una larga tarde de lluvia en la habitación del hotel porque cuando se hizo de noche, la tormenta cesó, las nubes empezaron a levantarse, la luna apareció y un agradable olor a ozono inundaba el ambiente, tomó una bicicleta y, con cuidado de bordear los charcos para evitar salpicaduras, salió a la avenida, torció hacia la derecha en dirección al embarcadero, sin saber dónde iba y con la esperanza de encontrarse con ella para arreglar la situación planteada horas antes, aunque una vez alcanzado un determinado ritmo en el pedaleo, envuelto en la tranquilidad, el aire fresco y el particular olor, comenzó a olvidarse del asunto, cuando llegó a la altura del viejo muelle no recordaba nada y se internó por las callejuelas del pueblo llenas de gente que también escapaba del enclaustramiento provocado por la fuerte lluvia, recorrió unas cuantas calles, volvió a la avenida para ir hacia la playa, torcer a la izquierda y avanzar por la carretera que circundaba la bahía, pero sólo recordaba que la había visto apoyada en la tapia de una de las casas que se conservaban intactas, quizá la misma que tenía ante los ojos, había dejado la bicicleta apoyada en un pedal, habían hablado durante un buen rato y, aunque le resultaba imposible saber qué había ocurrido antes y qué había pasado después, tenía una visión muy clara de ambos sentados sobre la húmeda tapia y en concreto de ella con una cara muy seria, el pelo con una extraña ondulación producido por un exceso de humedad, un peculiar traje amarillo que no era de verano, sino que abrigaba algo más, llevaba hasta él un ligero olor a naftalina y la sensación de que el verano acababa y la oscuridad, la lluvia y la tristeza habían comenzado a sustituir la luz, el calor y la alegría.
Mientras recorría en sentido inverso el mismo camino que había seguido un rato antes, ahora sólo iluminado por la luz de las farolas, pues los restaurantes, bares y heladerías estaban apagados, invadido por el bramido del camión cisterna que se alejaba, el cansancio le hizo recordar que había pasado la noche en un lujoso coche-cama similar a aquéllos en que siempre había realizado el penúltimo trayecto del viaje y había permanecido despierto demasiadas horas, a pesar de tener un compartimento en el centro del vagón donde apenas llegaban los ruidos de los ejes al atravesar a gran velocidad los cambios de vía a la entrada y salida de las estaciones, nervioso y perseguido por aquella pesadilla en la cual se veía llegar a la isla, instalarse en la habitación del hotel y al abrir la ventana descubrir que durante su ausencia el mar se había alejado y la bahía se había convertido en un pequeño desierto, y continuó andando envuelto en el olor producido por el agua del camión municipal que le devolvía olvidadas imágenes de los escasos días de lluvia de la isla, cuando los nativos permanecían encerrados en las casas confusos por el exótico fenómeno meteorológico, sin saber qué hacer y deprimidos por la distorsión de sus costumbres, y los momentos más tristes de su relación con aquella mujer cuando, tras el esfuerzo y el tiempo que les había costado estar juntos, descubrió que no estaba todo en ellos, había una realidad condicionadora de sus actos hasta elextremo de anular sus voluntades, a pesar de estar a su lado existía el frío y la desolación, la inmensa alegría que podía irradiar era producto de un cúmulo de circunstancias más que de ella misma, torció hacia la derecha para internarse bajo la gran cúpula vegetal que constituía la avenida, no tardó en ver la fachada del hotel iluminada por la luna y le pareció que el tiempo había dado marcha hacia detrás, los largos años de soledad sólo eran una pesadilla, de nuevo volvía cansado al hotel después de haberla dejado en su casa tras una larga despedida en la oscuridad del porche colmada de besos, caricias, suspiros, algunas lágrimas y pequeños jadeos, pero cuando acudió a abrirle, no el viejo cascarrabias que hacía las funciones de portero de noche, sino un joven diligente extrañado de sus repiqueteos en el timbre que le entregó la llave, le preguntó a qué hora deseaba el desayuno y le dio las buenas noches mientras cerraba la puerta del ascensor y pulsaba el botón del segundo piso, sin que por su parte mediara más que una leve disculpa por los repetidos timbrazos, un frío saludo y una tenue inclinación de cabeza, la realidad se abalanzó sobre él como en los contados días lluviosos de la isla y, como siempre le ocurría, descubrió que entre ella y su imaginación había una distancia insalvable.
Durante la noche se despertó varias veces porque volvió a tener el mismo sueño que le había perseguido durante los últimos días, aunque parecía que se hubiese sintetizado y en lugar de desarrollarse en el transcurso de una noche, se concentraba en una breve fracción de tiempo, tras un largo, incómodo y agotador viaje en tren llegaba en el barco hasta el muelle, el taxi le conducía al hotel, subía a la habitación precedido de un botones, abría la ventana y descubría, como en lo más profundo siempre había temido sin atreverse a reconocerlo, que el mar se había retirado varios kilómetros, pero a partir de este momento el sueño experimentaba una prolongación, producto de los incidentes anteriores a su descanso, y se encontraba en la heladería junto a la madre de la niña que había intentado tirarle el vaso de agua encima y, cuando se percataba de la turbación que le producía el fenómeno geológico, le decía que se tranquilizara, no se preocupase, que la primera impresión de todos los que habían estado ausentes algún tiempo era de extrañeza, gran sorpresa, susto, pero no tardaría en aceptarlo, reconocer su evidencia y no concederle mayor importancia, que se había establecido un servicio de autobuses que con comodidad, un horario regular y un módico precio, acercaba hasta el lejano mar en escasos minutos, y en aquel momento, no sabía si porque creía advertir en sus palabras un matiz irónico que le indignaba o por el asombro que le producía comprender el idioma en que hablaba, se despertaba sudoroso, intranquilo, con la boca reseca, y durante unos veinte minutos permanecía sin poderse dormir, para luego caer en un fuerte sopor y volver a soñar lo mismo como si fuese una cinta sin fin,pero cada vez que se despertaba se encontraba más nervioso, cansado y le parecía que tardaba más en dormirse, hasta que el amanecer cayó en un profundo sueño que sólo fue roto varias horas después por un rayo de luz que se filtraba a través de la ventana y comenzó a despertarse a medida que le hacía atravesar una gama de estados intermedios donde recuperaba el tacto, el oído, el olfato, el gusto y por último la vista, gracias a una sucesiva acumulación de agradables sensaciones nacidas de la textura de las sábanas, unos ruidos muy determinados, el olor de la habitación, un vacío en el estómago producto de demasiadas horas sin probar bocado, los extraños dibujos animados constituidos por las manchas de luz proyectadas en el techo como en el interior de una cámara oscura, que le hacían recordar que había vuelto, había sabido vencer múltiples dificultades y, después de haber transcurrido tantos años que le parecía milagroso, volvía a estar en aquella habitación, envuelto en olor a mar, despertándose perezosamente.
Pasado un buen rato de prolongada molicie, se levantó, se dirigió hacia la ventana de la izquierda, subió la persiana y durante unos segundos permaneció con los ojos cerrados, deslumbrado por la fuerza del sol, atravesados los párpados por un intenso resplandor amarillento, hasta que poco a poco pudo abrirlos y comprobar que no había variado el panorama, el mar se extendía como siempre hasta algunas decenas de metros de él y a sus pies, casi al alcance de la mano, entre el final del jardín del hotel y la carretera de la playa, estaba la olvidada casa que la emoción de la llegada y la oscuridad de la noche le habían impedido ver, con la verja de hierro forjado y el alto, cuidado y tupido seto que la aislaban de las posibles miradas curiosas, situada en la parte más alejada del mar para que desde el cuidado jardín, la entrada y ciertos ángulos de las calles colindantes pareciese una suntuosa mansión, pero desde detrás y arriba, exactamente desde los últimos pisos del hotel, adquiría unas proporciones más reales, quizá porque aquel punto de vista no fue tenido en cuenta por su arquitecto, lo cual no le quitaba mérito, sino reafirmaba la habilidad del creador del proyecto que, mediante unas simples variaciones en las proporciones del edificio, especialmente en lo referente a situación y dimensión de ventanas y puertas, había logrado que la casa, cuya altura no alcanzaba los dos pisos y se hallaba a medio camino entre el lujo de los hoteles y el aire modesto de las casas de la carretera de la playa, pareciese uno de esos palacetes de cuatro o cinco pisos que albergan treinta o cuarenta habitaciones y en otras épocas se podían encontrar en los más prósperos lugares turísticos del archipiélago, aunque hubiese resultado muy difícil llegar a estas falsas conclusiones si las dos terceras partes del terreno no hubieran estado cubiertas por unos artísticos jardines de claro estilo francés, sin duda diseñados por la misma mano que había concebido las falsas perspectivas de la casa, pero cuando eran observados con detenimiento hacían comprender que no habían sido creados para resaltar la casa sino, muy al contrario, que ésta había sido edificada, única y exclusivamente, para marcar la verdadera dimensión de aquéllos, como volvía a comprobar desde la que siempre había sido su privilegiada posición, aunque en lugar de haber sido víctima del paso del tiempo, el olvido y el abandono, y aparecer invadidos por unos hierbajos que habían destruido el original, se conservaban invariables, bien cuidados, igual que si durante aquellos años la mano del jardinero, de quien la dirigía y la pagaba hubiesen continuado siendo las mismas, de manera que al mirar la casa y sus jardines, o mejor los jardines y su casa, y luego elevar la vista hacia el mar, se podían dejar de ver las enormes edificaciones que transformaban la playa hasta convertirla en un lugar irreconocible y el elevado número de personas y vehículos que ocupaban una buena parte del campo visual.
En aquellos jardines concebidos según los principios de la simetría especular múltiple, compuestos por unos macizos rodeados por un encintado de boj de complejo dibujo e integrados por líneas aparentemente asimétricas también de boj y otros de más irregular trazado, por los menos maleables materiales empleados, donde dominaban diferentes tipos de flores cuyos colores armonizaban con arreglo a los mismos criterios empleados en el resto del proyecto, en cuyo centro había corrido una fuente que permanecía seca, pero hacía juego con las falsas perspectivas de la casa, el complicado dibujo de la verja y las leyes de simetría reguladoras del trazado del jardín, ni resonaba el ruidito del agua al recorrer los diversos vericuetos de la fuente hasta ir a parar al estanque donde se sustentaba, ni el de los abnegados jardineros en sus cuidados, ni mucho menos el de las bolas de croquet al ser lanzadas por el mazo, entrechocar o estrellarse con alguno de los arcos metálicos del itinerario, que muchas veces habían marcado un plácido amanecer, el final de una siesta o el principio de una observación más o menos larga según la hora en que hubiese quedado con alguna de ellas, la mayor o la pequeña, o ambas a la vez, en ir a buscarlas para dar un paseo descalzos por la orilla, llegar hasta los acantilados a contemplar la puesta del sol, recorrer el pequeño puerto para ver la llegadade los barcos de pesca, subir en el funicular hasta la mina de ocre o, en los escasos días en que llovía, participar en alguna de las copiosas meriendas donde corría un chocolate espeso, «a la española», como le gustaba puntualizar a la madre, en el cual se mojaba un amplio surtido de bollería, la variedad de churros especialidad de la isla, o si era jueves o domingo quizá llegarse hasta el viejo, destartalado y cómodo salón del teatro local para asistir a una sesión cinematográfica, pero en cualquier caso hacer alguna referencia al juego de croquet que contemplaba desde la ventana de la habitación y que para ellas resultaba inaccesible, exótico y prohibido en virtud de las diferencias sociales que existían entre ellas y los distinguidos jugadores que era posible que reaparecieran, al tiempo que el agua volviese a correr por la fuente, acompañados de las otras personas que no participaban en el juego y permanecían en una terraza, protegidas del sol por la sombra del edificio, sentadas en sillas blancas de jardín y entretenidas, como también lo estaba él, por los incidentes del juego, enfrascadas en la lectura de algún diario extranjero o tomando el té alrededor de una mesita, o algo más tarde, cuando el sol iniciaba su declive, las sombras invadían el jardín y de alguna manera debían imposibilitar el desarrollo del torneo, recorriendo los sinuosos caminos enmarcados por el boj, solas, con las manos a la espalda y la vista perdida en el seto que rodeaba el jardín, o por parejas, absorbidos por suaves conversaciones acompañadas de ampulosos movimientos de manos, largas pausas e incluso risas.