Cines de verano - Augusto M. Torres - E-Book

Cines de verano E-Book

Augusto M. Torres

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Escritas desde las tripas en mitad del confinamiento de inicios de la pandemia del Covid-19, estas memorias desbordan amor por la vida y por el cine por los cuatro costados. En ella, el autor nos lleva de la mano por sus primeros escarceos con el séptimo arte hasta la pulsión que lo llevó a producir películas capitales como Arrebato, y su relación de amor y odio con una industria que le ha dado todo al tiempo que se lo ha quitado. Imprescindible.-

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Augusto M. Torres

Cines de verano

 

Saga

Cines de verano

 

Copyright © 2023 Augusto M. Torres and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374924

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

CINES DE VERANO

—¿Por qué hemos ido al cine? El cine es una cosa a prohibir en una sociedad bien organizada, porque aparte de que te deja idiota, te devuelve a la realidad hecho una piltrafa.

Paco ni se molestó en contestarle.

—¿Vamos al café?

—No, no puedo ver el café ahora. Tengo la cabeza llena de piscinas, de señoritas fenomenales, de billetes de cinco dólares, de padres millonarios y de costureras encantadoras. No... Damos una vuelta y nos vamos a dormir.

LOS ILUSOS (1958)Rafael Azcona

Descubrí las películas de pequeño, a finales de un verano, en un cine al aire libre de un perdido pueblo de pescadores del Mediterráneo. Entre dos magníficas playas, una despoblada con aguas palúdicas, la otra con tres abandonados nidos de ametralladora, restos de la reciente guerra, refugio de vagabundos y extrañas parejas, sólo había un pequeño pueblo, una pensión, un hotel, algunas casitas y dos cines al aire libre con cambio diario de película y público fiel.

Han pasado muchos, demasiados, años y la situación ha variado por completo. El pequeño pueblo ha sido engullido por un disparatado conjunto de múltiples, altos y grandes rascacielos, siempre abarrotados, en verano e invierno. Nada queda de aquello, ni de las aguas palúdicas, ni de la pensión, ni del hotel, ni de los nidos de ametralladora, ni de los cines al aire libre, ni del público fiel.

Durante aquel final de verano me acostumbré a ver una película distinta cada día en uno de los dos cines de verano de aquel pueblo de pescadores, acompañada de un inevitable y viejo NODO. Lo peor no fue concluir las vacaciones, regresar a Madrid y volver al colegio, sino acabar con la costumbre de ir por las tardes, al anochecer, al cine de verano. No por tener que estudiar, sino por haber dejado el cine de ser un amplio espacio al aire libre, con bancos de madera o sillas, más o menos ocupadas, frente a una gran pared encalada, con un proyector ronroneante en la espalda, para convertirse en un sitio cerrado, mal ventilado y lleno de espectadores, que podían estar enfermos y contagiar la tuberculosas. De un día a otro las películas, el cine, se convirtieron en algo inalcanzable, de lo que sólo podía disfrutar en fechas señaladas, cumpleaños, santos y aniversarios.

Estoy seguro de que si no es por esta prohibición, el cine y las películas nunca me habrían interesado tanto. Comencé a guardar cuanto caía en mis manos relacionado con ellas, tanto anuncios y críticas de periódicos, como cromos y pequeños carteles. Mínimo y triste sustitutivo. En cuanto aprendí a escribir, empecé a hacerlo sobre las pocas que veía, inaugurando una pasión que, con el tiempo, me llevó a hacerlo en las dos revistas especializadas de los sesenta, Film Ideal, de derechas, y Nuestro Cine, lo poco de izquierdas que se podía ser, más tarde en Cuadernos hispanoamericanos y Cuadernos para el diálogo, finalmente en El País, nuevo diario de incierta vida, que no tardó en destacar, y por último en Claves.

Mientras descubría que las películas no aparecían en las pantallas de los cines por generación espontánea, sino que eran fruto del complejo trabajo de un amplio grupo de profesionales, no encabezado por actores, sino por productores, guionistas y directores, y comenzaba a hacer mis pinitos como el último de ellos. Para seguir avanzando, o retrocediendo, en una dirección que no me ha llevado, ni quería que me llevase, a ningún sitio, pero casi siempre haciendo lo que quería, me parecía mejor, y así me ha ido.

Encerrado entre cuatro paredes con mi ordenador, durante inacabables semanas del fatídico bisiesto 2020, para evitar posibles contagios, viendo películas por televisión, triste sustituta del cine, me ha dado por escribir esta peculiar trayectoria profesional. Cómo pasé de aficionado a aprendiz, de script a ayudante, de productor y director de cortometrajes a producir Arrebato, que con los años se ha hecho famosa. Al tiempo que dirigía una película comercial, que tuvo cierto éxito, una personal, que pasó con más pena que gloria, para acabar convertido en un peculiar guionista, productor y director de películas tan personales como de corta y estrecha vida.

Cabezas cortadas (1970)

En un castillo de cualquier parte del tercer mundo, Díaz (Francisco Rabal), una especie de rey sin amor y sin corona, tiene recuerdos delirantes. Un pastor (Pierre Clementi) provoca miedo y fascinación en Díaz, que realiza un viaje a través del sueño, esclaviza indios, trabajadores y campesinos. Díaz proviene de El Dorado, un país latinoamericano donde tiene gran poder político. En el castillo, Díaz tiene nuevas visiones, que le advierten de que sus víctimas amenazan destruirlo. En las cercanías del castillo, el pastor no cesa de realizar milagros para el pueblo. El delirio de Díaz crece a medida que descubre que no tiene ningún poder. Díaz se lava los pies en la sangre de sus víctimas, oye música y tiene nuevas visiones. Descubre a una campesina (Emma Cohen) que para él es el símbolo de la pureza. Díaz acepta la idea de la muerte. Sabe que tarde o temprano el pastor acabará matándolo. En su castillo Díaz organiza una ceremonia que parece su funeral. El pastor mata a Díaz y libera a la campesina.

 

Director y guionista: Glauber Rocha. Fotografía: Jaime Deu Casas. Decorados: Fabián Puigcerver. Intérpretes: Francisco Rabal, Pierre Clementi, Marta May, Rosa María Penna, Emma Cohen, Luis Ciges, Víctor Israel, Telesforo Sánchez. Producción: Ricardo Muñoz Suay, J. A. Pérez Giner, Pere I. Fages y Juan Palomeras para Profilmes (Barcelona) / Filmscontacto (Barcelona) / Mapa Films (Río de Janeiro). Color. Duración: 90’. España, Brasil.

A pesar de que ser un desconocido para quienes no fueron al cine a finales de los años sesenta o sean estudiosos, Glauber Rocha (Vitoria de Conquista, Bahía, 1938; Río de Janeiro, Brasil, 1981) es uno de los grandes del cine latinoamericano. Tanto por ser uno de los principales teóricos del movimiento renovador Cinema Nôvo, uno de los más importantes que aparecen a principios de la década de los sesenta a imitación de la Nouvelle Vague francesa, como por haber realizado la trilogía integrada por Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o diabo na terra do sol, 1963), Tierra en trance (Terra em transe, 1966) y Antonio das Mortes (O dragão da maldade contra o santo guerreiro, 1969), donde mezcla con habilidad el espíritu revolucionario latinoamericano con el europeo de mayo de 1968.

Crítico de cine en varias publicaciones, Glauber Rocha hace algunos cortometrajes, sustituye al realizador Luiz Paulino dos Santos a mitad del rodaje de la irregular Barravento (1961), que acaba y firma hasta hacer de ella su primer largometraje, y publica el libro Revisão critica do cinema brasileiro (1963). Colaboré en la edición pirata española Revisión crítica del cine brasileño (Editorial Fundamentos, 1971) con la fotografía de la portada, que hice a Rocha durante el rodaje de Cabezas cortadas, y en justo castigo a mi infidelidad, el editor Juan Serraller, con su habitual tacañería, no me pagó un duro.

En el Festival de Cannes de 1966, Manuel Pérez Estremera y yo conocimos a Glauber Rocha. Competía con Tierra en trance, personal análisis de la situación política que lleva a Brasil al golpe de estado de 1964, realizada con excesivo barroquismo. Nos interesó, como todo lo relacionado con una dictadura, pero pasó sin pena, ni gloria. Nosotros íbamos como enviados de una de las revistas especializadas rivales de los años sesenta, Nuestro Cine, todo lo de izquierdas que podía ser una publicación en esa época, frente a la derechista Film Ideal, cuyo nombre estaba sacado de una encíclica del papa Pío XII, le hicimos una entrevista y comenzó una peculiar amistad que se prolongó hasta su temprana muerte.

Por aquellos años Rocha dividía su tiempo entre Río de Janeiro, largas estancias en París y asistencia a los principales festivales de cine. En primer lugar Cannes, donde se dio a conocer con Dios y el diablo en la tierra del sol, volvió con Tierra en trance y acabó por ganar el premio de dirección con Antonio das Mortes, gracias a un jurado presidido por el famoso director de teatro y cine Luchino Visconti. Luego Venecia, donde volvimos a vernos repetidas ocasiones, en la época en que yo era asiduo a festivales como única forma de estar al corriente del cine que se hacía en el mundo, más allá de las largas manos de la censura del general Franco.

Al día siguiente de finalizar la Mostra de Venecia de 1967, Glauber Rocha me pidió que le acompañase a ver a Luis Buñuel, uno de sus directores más admirados, con quien compartía la soberanía del cine Latinoamericano, que acababa de ganar el León de Orocon Belle de jour (1966), una de sus peores películas, su mayor éxito y su consagración internacional. Había quedado con él para desayunar en el Hotel Cipriani, donde se alojaba, situado en la tranquila isla de San Giorgio, en la laguna veneciana, frente a la plaza de San Marcos, y quería que inmortalizase el encuentro con mi cámara. A pesar de que mis relaciones con Buñuel no eran buenas, confiaba en que hubiese olvidado nuestro incidente, no dudé en aceptar la invitación y embarqué con Rocha, muy de mañana, en un motoscafo con destino a la cercana isla.

Unos meses antes, en enero de 1967, gracias a la mediación de Ricardo Muñoz Suay, había conocido a Luis Buñuel, en unión de Vicente Molina Foix, Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Pérez Estremera, en su apartamento del piso 21, de la madrileña Torre de Madrid. Venía de París, donde había terminado el montaje de Belle de jour, estuvo encantador y durante casi dos horas hablamos de sus películas y de su vida. La única condición que puso para el encuentro, que por supuesto cumplimos, fue no grabar la conversación.

Tras la agradable charla, los cuatro nos reunimos en una cafetería para reconstruirla, luego Molina Foix le dio forma definitiva y añadió algunas notas. Lo hicimos con el mayor respeto y eficacia posibles. La entrevista se publicó completa en el número 63, de junio de 1967, en Nuestro Cine, y extractada en el número 191, también de junio de 1967, en Cahiers du Cinèma. A Buñuel no le gustó la transcripción que habíamos hecho, se quejó a Muñoz Suay e incluso mandó una larga carta desacreditándonos, que se publicó en el número 65, de septiembre de 1967, de Nuestro Cine. Con amabilidad venía a decir que, debido a su sordera, no se había enterado de que pensábamos publicar sus palabras, no le parecía bien que lo hubiésemos hecho y además las habíamos tergiversado.

Aquella mañana en la isla de San Giorgio, en el Hotel Cipriani, Luis Buñuel no se acordaba de mí, ni mucho menos del incidente, ni de que nos habíamos conocido aquel día, y sólo se lo recordé de pasada. Mientras tanto había finalizado Belle de jour y la había rechazado el comité de selección del Festival de Cannes por muy francesa y de Bunuel, sin ñ, con n, como siempre han escrito los franceses, que fuese. Acababa de ganar el León de Oro en la Mostra de Venecia, gracias a un jurado en que, frente a tres olvidados teóricos cinematográficos, había tres escritores de peso, el mexicano Carlos Fuentes, el español Juan Goytisolo y la norteamericana Susan Sontag, y estaba a punto de convertirle, al fin, en un director conocido.

La realidad era que Buñuel tampoco se acordaba de Rocha, decía ser admirador de Dios y el diablo en la tierra del sol, conocía su situación en el cine Latinoamericano, pero no recordaba que se conocían. Desde hacía años Rocha era amigo de Juan Luis, el hijo mayor de Buñuel, que había trabajado como ayudante de dirección de su padre en varias películas. Durante el rodaje de la inacabada, divertida y genial Simón del desierto (1965), Rocha estaba en México y dijo a Juan Luis que le llevase para conocer a su padre. Aquel día se rodaba la escena final, que por falta de dinero sustituye a la media película restante, nunca realizada, donde un grupo de jóvenes baila en un club nocturno. Juan Luis hizo las presentaciones, Buñuel no se enteró de que era Glauber Rocha y después de saludarlo, lo eligió como figurante. Buñuel no recordaba el incidente. Según el propio Rocha aparece durante unos segundos bailando en esa escena. He visto la película repetidas veces, lo he buscado entre los enloquecidos bailarines y nunca lo he encontrado.

Hablamos de las primeras películas mexicanas de Buñuel, que a Rocha le gustaban y Buñuel consideraba malas. Del poco dinero que había ganado Buñuel antes de sus últimas películas francesas. De los dos cortes de censura de Belle de jour —los planos de una misa negra en una pequeña capilla del castillo y aquellos otros en que el mayordomo da instrucciones para la ceremonia al personaje encarnado por Catherine Deneuve—. De la rapidez de Buñuel para rodar. Del proyecto de Buñuel de hacer una película sobre la vida cotidiana de Cristo, que nunca llegó a hacer, pero del que quedan restos en La Vía Láctea (La voie lactée, 1969), su siguiente trabajo. De las últimas producciones del Cinema Nôvo. Y del rumor de que el arzobispo de Venecia quería escribir algo contra Belle de jour, lo que encantaba a Buñuel tras lo bien que le vinieron las declaraciones vaticanas contra Viridiana (1961).

En mayo de 1968, en Francia, debido a los incidentes revolucionarios, el Festival de Cannes se clausuró de forma anormal, violenta y anticipada. Cuando se proyectaba Peppermint frappé (1967), de Carlos Saura, en el Palacio del Festival, Jean-Luc Godard y François Truffaut tiraron de las cortinas, hasta tapar un primer plano de Geraldine Chaplin, parar la proyección y el festival. Con motivo del cincuentenario de mayo de 1968 se ha recordado esta anécdota, pero distorsionada. Según la falsa nueva versión eran Carlos Saura y Geraldine Chaplin quienes tiraban de las cortinas.

No se sabía qué podía pasar. En Francia se habían interrumpido las comunicaciones por ferrocarril, los aeropuertos estaban cerrados y al parecer quedaba poca gasolina en las estaciones de servicio. La dirección del Festival puso a disposición de los periodistas acreditados unos autobuses para llevarnos hasta Ventimiglia, en la frontera con Italia. Después de darle algunas vueltas, Manolo Pérez Estremera y yo tomamos uno de esos autobuses y, desde allí, en tren, llegamos a Turín. Gracias a unos amigos de la revista especializada Ombre rosse —peculiar título, con connotaciones izquierdistas, que tiene en Italia el western famoso La diligencia (Stagecoach, 1939), de John Ford—, que nos dejaban un apartamento, pasamos unos agradables días en una de las ciudades más bellas de Italia, antes de empalmar con el Festival de Pésaro.

Lo malo era que el apartamento, más bien un viejo piso destartalado, situado en una de las zonas más antiguas y bonitas del centro de Turín, estaba plagado de cucarachas. Antes de acostarnos debíamos combatirlas para que nos dejasen en paz y no se metieran en nuestras camas. Mientras Manolo sacudía una repugnante cortina de la que, literalmente, llovían cucarachas, yo las mataba a escobazos hasta llenar el cubo de la basura, o viceversa, a veces yo sacudía la cortina y las mataba Manolo. Así no correteaban por las camas y podíamos dormir con tranquilidad y sin sobresaltos.

Como se veía venir, el Festival de Pésaro, donde hubo las primeras cargas de policías contra cineastas, fue una merienda de negros peor que la de Cannes, como contaré más adelante. Mientras tanto Glauber Rocha preparada y rodaba en Brasil Antonio das Mortes. Tras las aventuras festivaleras francesa e italiana, en septiembre no me animé a ir a la Mostra de Venecia. Vueltas las aguas a su cauce, nos encontrarnos en el Festival de Cannes de 1969, se estrechó nuestra amistad y mientras le hacía una nueva entrevista sobre la que llegaría a ser la más famosa y mejor de sus películas, que apareció en el número 86, de junio de 1969, de Nuestro Cine, Rocha comenzó a hablar de un nuevo proyecto, una película rodada en España.

Una coproducción entre Mapa Films, su compañía brasileña, y Filmscontacto, la productora de Jacinto Esteva, que había impulsado la denominada Escuela de Barcelona y que, a través de Ricardo Muñoz Suay, intentaba hacer un despegue internacional con coproducciones, dirigidas por el italiano Marco Ferreri, el húngaro Miklòs Jancsò o los brasileños Glauber Rocha y Carlos Diegues, que nunca llegaron a rodarse, a pesar de existir guiones y proyectos de todas, por el fracaso de la primera.

La persecución de que Glauber Rocha era objeto en Brasil, que contada por él parecía imaginaria, y el premio obtenido por Antonio das Mortes en el Festival de Cannes, le hicieron abandonar su país, instalarse en París y considerar las ofertas de trabajo. Decía que nunca trabajaría en Europa en una producción europea, entre otras razones por no saber contar una historia de amor en plano-contraplano, apostillaba con modestia, pero podía hacerlo en África, Portugal o España, como acabó por hacer, que no sin razón consideraba más cercanas de África que de Europa.

Sin embargo, se equivocó, y su temprano exilio europeo marcó el anticipado principio del fin de su carrera. El éxito alcanzado con la trilogía brasileña en Europa, en los circuitos de exhibición en versión original subtitulada, denominados con pedantería de Arte y Ensayo, le llevó al Congo a rodar Der leone have sept cabeças (1970) y a España a hacer Cabezas cortadas (1970), pero resultaron inferiores a la trilogía, no fueron buenas. En ambas se nota que se encuentra fuera de su ambiente, trata temas menos personales, y tienen una excesiva influencia del cine de Jean-Luc Godard, con su gusto por la improvisación y rodar sin guión. Uno de los cineastas con mayor poder de seducción, sobre los de su generación y las inmediatamente posteriores, y que ha causado más estragos de la historia del cine.

En 1969, en la Mostra de Venecia, los acuerdos para hacer Cabezas cortadas estaban avanzados y Glauber Rocha nos propuso a Manolo Pérez Estremera y a mí colaborar en el guión. Como iba a ser su peculiar versión latinoamericana de Macbeth, de William Shakespeare, donde el protagonista sería un dictador latinoamericano exiliado en España, compré una edición de bolsillo en italiano, todavía la conservo, que leí en Bergamo, mientras asistía al peculiar Festival de cine que se celebraba poco después en esa hermosa ciudad medieval. De regreso a Madrid, comprobé que no había prisa, pasaban los meses y no había noticias de Rocha, ni de su película.

A principios de 1970 se materializó la posibilidad de colaborar en Cabezas cortadas, pero de manera diferente. Glauber Rocha había escrito el guión en solitario. A Manolo Pérez Estremera y a mí nos ofreció trabajar en el rodaje como técnicos con unos sueldos míseros, hasta el extremo de que las dietas eran superiores, como segundo ayudante de dirección y script respectivamente. Aceptamos desilusionados, entre otras razones por no tener nada mejor, ni peor, que hacer.

Con el tiempo Manolo llegó a ser un buen ayudante de dirección, pero yo cada vez estoy más convencido de que en un rodaje sólo se puede ser director, o productor, los demás trabajos no me interesan. Estuve a punto de rechazar la oferta, a pesar de la tentación que suponía trabajar con el mítico Glauber Rocha, nunca había sido script, es un trabajo de cierta responsabilidad y temía no hacerlo bien. Tanto Ricardo Muñoz Suay como Rocha me convencieron de que no iba a ser una película convencional y Muñoz Suay, para darme mayor seguridad, me encargó llevar un diario de rodaje.

A finales de febrero de 1970, llegué a Barcelona cargado con mi Lettera 32. La primera de la media docena de máquinas de escribir portátiles Olivetti que utilicé hasta que veinticinco años después, gracias a la obsesión de Rafael Azcona por los ordenadores, me pasé a ellos. Comencé a enterarme de interesantes noticias que desconocía e iban a influir de forma directa sobre el rodaje.

Semanas antes, Rocha había llegado a Barcelona, cansado, tras rodar Der leone have sept cabeças en el Congo y finalizarlaen París. No se encontraba bien, fue al médico y le diagnosticó una hernia de diafragma. Debido a la cual, durante el rodaje estuvo de mal humor y sólo se alimentó, en una zona donde se come muy bien, de purés y carnes blancas sin grasas.

Como Rocha había pensado desde el principio, el protagonista era Francisco Rabal. Un día, en la Mostra de Venecia de 1967, Rocha se acercó a él para proponerle hacer una película y Rabal no le hizo el menor caso hasta que se enteró de quien era. A sus cuarenta y tres años, por primera vez Rabal aceptó aparecer en una película sin su habitual peluquín, mostrando su calvicie. Lo que acarrearía no pocos problemas. Sin embargo, no consiguió a Sara Montiel como protagonista. Nadie contaba nada al respecto, pero daba la impresión de que, por ambas partes, habían pesado los problemas que hubo durante el rodaje de Tuset Street (1967). El musical con estética de la Escuela de Barcelona, en principio al servicio de la estrella, ideado por Ricardo Muñoz Suay, que, por enfrentamientos con el director Jorge Grau, finalizó y firmó Luis Marquina, y fue un fracaso comercial y crítico. En sus insustanciales memorias Vivir es un placer (Plaza & Janés, 2000), Sara Montiel se refiere al conflictivo rodaje de Tuset Street, pero ni siquiera nombra a Glauber Rocha.

Hubiese sido una curiosa experiencia trabajar con Sara Montiel, pero a la vista de los múltiples incidentes ocurridos durante el rodaje de Cabezas cortadas, sin duda hubiera terminado mal, muy mal, o quizá ni siquiera hubiese acabado. Rocha no se lamentaba, pero al desconocer a las actrices españolas, para economizar eligió a las desconocidas que le presentaron los productores. Por un lado Marta May, carente de encanto, que sustituyó a la insustituible Sara Montiel, y por otro Emma Cohen, bellísima joven “de buena familia”, protegida de la Escuela de Barcelona y con pretensiones de ser actriz, que a Rocha le gustaba y originó algún incidente.

Desde el punto de vista financiero el proyecto, que, por motivos de censura, se llamaba Macbeth 70, era arriesgado, dado que sólo lo respaldaba el nombre de Glauber Rocha. Lo único positivo era que, frente a lo que temían los productores, más por la fama revolucionaria de Rocha que por los problemas que pudiera plantear su inconsistente guión, el proyecto fue aceptado en el acto por la censura y además lo declaró de Interés Especial. Según la legislación vigente, suponía una subvención oficial que podía oscilar entre el 25 y el 50% del coste total de la película. Como también ocurrió en 1970 con la genial Tristana, de Luis Buñuel, el gobierno del general Franco estaba interesado en que trabajasen en España directores extranjeros famosos, siempre que las películas no planteasen problemas. En principio la cifra global que se barajaba era de cien mil dólares de la época, y el coste definitivo debió de ser de unos cinco millones de pesetas, no el real, sino el siempre ampliado presentado al Ministerio de Información y Turismo, del que dependía el cine.

Desde el punto de vista profesional el proyecto era un disparate. Cómo en algún momento llegó a decir Glauber Rocha, Cabezas cortadas debía haberse rodado en 16 m/m, con poco dinero y un grupo de amigos. Sin embargo, se rodó con una extraña mezcla de actores profesionales, Francisco Rabal y Pierre Clementi, poco conocidos, Marta May y Luis Ciges, y no-profesionales Rosa María Penna, la mujer de Rocha, y Emma Cohen. Lo mismo ocurría con los técnicos, frente a un equipo de producción tan profesional como poco eficaz y el director de fotografía Jaime Deu Casas, que ocasionó problemas por haberse desarrollado su trabajo casi en exclusiva en el resbaladizo terreno del spaghetti-western, el decorador era el desconocido Fabián Puigcerver, que llegó a ser famoso en el teatro catalán de la Transición, y el equipo de dirección éramos amigos del director, con poca o nula experiencia, integrado por Manel Esteban, Manolo Pérez Estremera y yo. Sin olvidar al montador brasileño Eduardo Escorel, que a fin de cuentas fue quien hizo la película con Rocha sobre los inconexos fragmentos rodados.

El 1 de marzo de 1970 comenzó el rodaje de Cabezas cortadas en la Biblioteca Central de la Diputación, Antiguo Hospital de la Santa Cruz, en pleno Barrio Gótico de Barcelona, por ser domingo y estar cerrada al público. Se rodaron las escenas del despacho del dictador Díaz, largas conversaciones por teléfono en torno a las que terminó por girar la película. Quedó desvelada la forma de rodar de Rocha. Hacía largos planos-secuencia, donde el guión sólo era un punto de partida y el resto pura improvisación. Este método no planteaba problemas cuando trabajaba con un gran actor, como Rabal, pero acarreaba dificultades cuando era un actor irregular, que se encontraba perdido sin un texto al que agarrarse.

Al principio de cada escena, Rocha sólo tenía una idea aproximada de lo que quería y durante largos ensayos, que en buena parte seguía mirando por el visor de la monumental cámara Mitchel con que rodaba, en los que incorporaba cuantos elementos fortuitos pudieran ocurrir, no tardaba en encontrar la forma que buscaba. Luego rodaba el plano a gran velocidad, sin el menor incidente, con pocas tomas, una buena y otra de seguridad. El primer día, tras doce horas de rodaje, sin el menor percance, se consiguieron veintitrés minutos útiles. Todo un récord.

El 3 de marzo, el equipo se trasladó a un peculiar Hotel de la bahía de Rosas, en Gerona, y al día siguiente continuó el rodaje en el cercano San Pedro de Roda. Monasterio del siglo XI abandonado, situado en lo alto de una montaña batida por la tramontana, uno de los vientos más fuertes y característicos de la región. Esto, unido al mal tiempo, y a diferentes fallos de producción, originó variados problemas, que algunos días impidieron el rodaje. El frío y el mal tiempo agravaron la enfermedad de Rocha, su mal humor y las ganas de finalizar cuanto antes. Por ello, tras rodar algunas escenas en los alrededores, como en la catedral de Castelló de Ampurias, el 19 de marzo, el equipo en lugar de viajar a La Mancha para finalizar el rodaje, como estaba previsto, se trasladó al cercano Cadaqués. Lo que faltaba se rodó en los alrededores, Port-Lligat, junto a la mansión de Salvador Dalí, a quien Glauber Rocha mandó algunos mensajes informales, que no tuvieron respuesta, y el cabo de Creus.

La improvisación de Rocha se disparaba hasta convertir el guión en un lejano antecedente de lo que rodaba, siguiendo las discutibles enseñanzas de su maestro Jean-Luc Godard. Tanto por su interés en incorporar cuantos elementos fortuitos se cruzasen en su camino, la figuración de gitanos que llegaba algunos días de Figueras acabó por tener más importancia de la pensada, como por sus problemas con algunos actores, que hicieron que Pierre Clementi y Luis Ciges terminasen antes de lo previsto, las imposiciones de su mujer Rosa María Penna, que se sentía aislada al no hablar castellano, y los celos que Emma Cohen despertaba en ella. Sin olvidar su mala salud, su alimentación a base de papillas y comidas sin grasa, mientras el resto del equipo nos dábamos grandes comilonas en uno de las regiones españolas donde mejor se come, que le obligaron a adelantar el rodaje.

El escritor Gabriel García Márquez, que en aquellos años vivía en Barcelona, y el productor y director Pere Portabella, que, por razones de censura, se llamaba Pedro, fueron de visita. El rodaje siguió su curso acelerado, finalizó el 29 de marzo, veinticuatro días hábiles desde que comenzó, se rodaron sólo quince por mal tiempo y con un total de dos horas y media de película útiles. En teoría un récord, pero estos contratiempos pesaron como una losa sobre el resultado hasta hundirlo.

Al cabo de los años mis recuerdos del rodaje de Cabezas cortadas son peculiares y variados. En la nebulosa del tiempo pasado aparecen los relacionados con la región, al ser la única vez que he estado varias semanas en el Ampurdan, comarca sobre la que tanto he leído en los libros de mi admirado Josep Pla, donde se come tan bien y hay sitios tan bellos como el inaccesible puerto de Cadaqués. Luego están los profesionales, al ser la única vez que he sido script, trabajo de gran complejidad en una película convencional, pero en Cabezas cortadas desaparecía al estar rodada en planos-secuencia, sin problemas de raccord, y convertirse en el preámbulo de mi primer cortometraje y mi primer libro.

Entre mis recuerdos destacan las ilusiones que me hice cuando Glauber Rocha me habló de la posibilidad de colaborar con él, y la desilusión que supuso ser script en un perdido monasterio en ruinas en la cima de un monte de difícil acceso, batido por una fuerte tramontana, entre intenso frío y con grandes madrugones. Unido al poco, o ningún caso, que nos hizo a los amigos durante el rodaje, debido a sus problemas estomacales y al extraño carácter de su mujer. Permanecía la mayor parte del tiempo encerrado en la habitación del Hotel, no era fácil verlo fuera de las habituales jornadas de trabajo y nunca venía a las comidas del equipo. Sin olvidar lo mal que nos pagaban, de manera que el dinero se nos iba en las excelentes comilonas que nos dábamos a primeras horas de la tarde, al acabar el aburrido y extenuante rodaje. Dos o tres días después de comenzar el rodaje, suprimí las cenas para sobrevivir, dedicar ese rato a escribir el diario y acostarme pronto para compensar los madrugones.

Por otro lado Cabezas cortadas tuvo influencia sobre mi vida profesional. Quizá fue simple casualidad, pero me dio el empujón necesario para lanzarme a las dos actividades que más me gustan, escribir y dirigir, que al cabo de los años resultaron incompatibles. Mientras escribir y publicar se convirtió durante muchos años en algo habitual, de fácil alcance, lo de dirigir rozaba lo imposible. Los libros de uno u otro tipo, en especial los relacionados con el cine, se sucedían, mientras sólo he rodado un largometraje comercial, El pecador impecable (1987), otro semi comercial, Las películas de mi padre (2006), otro en exceso personal, El sabor salado de las lágrimas (2012) y los peculiares documentales Juan Marsé hable de Juan Marsé (2013), La décadence (2015) y Pinocho / Pinocchio (2019).

Meses después de acabar el rodaje de Cabezas cortadas, produje y dirigí El fuego (1970), el inicial de mis ocho primeros cortometrajes. Dado que, como creía y sigo creyendo, en diez minutos, la duración standard de los cortometrajes, marcada por la del sempiterno NO-DO al que sustituían, sólo puede contarse un chiste, y por lo general mal, es una película no-narrativa, con estructura simétrica. Está articulado en torno a una escena central, rodada en exteriores, en pleno campo, entre San Lorenzo de El Escorial y Robledo de Chavela, en los alrededores de Madrid, donde volvería a rodar nueve años después algunos planos de Frac, mi episodio de Cuentos eróticos (1979). En esta escena central, rodada en un sólo plano según la peculiar técnica de Rocha, intervienen seis atractivas jóvenes, una de ellas es Emma Cohen. El resto de la película son una introducción y un prólogo, además de seis escenas, cada una con una de las jóvenes. Por supuesto cada una está rodada en un único plano, según las enseñanzas del maestro Glauber Rocha.

Gracias a Cabezas cortadas publiqué el primero de mis cuarenta y un libros, diez novelas que no ha leído nadie y treintaiún libros sobre cine que, en especial en los años noventa, se vendieron bien. El peculiar editor Jorge Herralde, o Jorge de Herralde, como le gustaba llamarse en los primeros años de actividad profesional, acababa de fundar la prestigiosa editorial Anagrama. En ella había una colección de ensayos, denominada Cuadernos Anagrama, de pequeño formato, menor de lo que poco después se llamaría de bolsillo, con unas cubiertas de un espantoso color ¿marrón? y un papel malo, casi de estraza.

En aquellos tiempos muchas películas estaban prohibidas y el resto cortadas, los libros de cine se vendían bien y los nuevos editores de la época, a pesar de que el cine sólo les interesaba por motivos comerciales, publicaron algunos libros interesantes. Incluso llegaron a hacer un catálogo conjunto bajo un divertido lema que, más o menos, rezaba “Dado que no podemos ver cine, leámoslo”. En esa colección de diminutos y feos libros marrones, el siempre amable guionista, actor y realizador Joaquín Jordá dirigía la “Serie: Cine”. Cuando le conté que, por indicación de Ricardo Muñoz Suay, había escrito un diario de rodaje de Cabezas cortadas, me propuso hacer uno de los horribles libritos y, como es lógico, acepté.

Los problemas comenzaron cuando Joaquín Jordá leyó mi diario de rodaje. Me dijo que le había divertido, describía bien lo que era un rodaje, en general, y lo que debía de haber sido aquel, en concreto, pero era impublicable. No por motivos de censura, que eran los habituales en la época para que un libro saliera a la luz, sino por ser demasiado personales la mayoría de las cosas que contaba y no podían publicarse. Me quedé frustrado, pero Jordá encontró la solución.

Hablamos de la posibilidad de publicar como complemento, y para hacer más inteligible el diario, el breve guión de Cabezas cortadas. A Rocha le pareció bien la idea, no puso ninguna objeción y nos lo cedió a cambio de nada, o mejor dicho, se lo regaló a Jorge Herralde. De acuerdo con Joaquín Jordá, decidí escribir una introducción al cine de Glauber Rocha, incluir dos artículos suyos sobre el Cinema Nôvo, publicados en la revista especializada francesa Positif, y un resumen de sus principales entrevistas. Así lo hice y así se publicó poco después el feo librito marrón, el número catorce de la colección Cuadernos Anagrama, cuyos derechos cedí a Herralde por diez mil pesetas, una pequeña fortuna para mí, más de lo que había ganado como script. No creo que se vendiera bien, nunca lo he sabido por la costumbre de Herralde de no mandar liquidaciones a los autores. Hace años que está descatalogado tras desaparecer la colección, pero los admiradores de Rocha lo encuentran de segunda mano y a veces me lo traen para que se lo dedique. Todavía conservo un par de ejemplares, como joyas.

Al principio pensé aprovechar la ocasión que me brindaba Las películas de mi vida (Espasa Calpe, 2000) para publicar el diario de rodaje completo de Cabezas cortadas, o al menos las partes más divertidas, las que no pudieron aparecer en su momento, pero seguía siendo imposible por los mismos motivos. Por desgracia han muerto varios de los implicados, desde Glauber Rocha hasta Francisco Rabal, Pierre Clementi, Emma Cohen y Luis Ciges, sin olvidar a Ricardo Muñoz Suay y J. A. Pérez Giner, pero otros siguen haciendo cine y no les divertiría, o me demandarían, que contara, al cabo de los años, algunos de sus pecados de juventud.

Volví a ver a Rocha en el Festival de Cannes de 1970. Estaba furioso contra Favre Le Bret, director del Festival, por rechazar Der leone have sept cabeças (1970), que había rodado en el Congo. Sus molestias estomacales habían desaparecido, seguía con el montaje de Cabezas cortadas y se mostraba escurridizo. Sólo hablé con él en contadas ocasiones, pero su fama seguía incólume, como dio a entender al contarme que United Artists le había ofrecido cien mil dólares por dirigir una película. No aceptó, a pesar de que, en su opinión, sería fácil de cumplir, sólo tendría que rodar en plano-contraplano el guión que le dieran.

Después de dos meses de montaje con Eduardo Escorel, Cabezas cortadas estaba finalizada y a primeros de junio de 1970 se hizo el primer pase privado en Barcelona. Las noticias que llegaban eran una mezcla de opiniones para todos los gustos. La más contundente era la del coproductor y director Jacinto Esteva, decía que era una de las peores películas que había visto en su vida. Fue invitada al Festival Internacional de Cine de San Sebastián. En aquella época se celebraba a finales de junio y principios de julio. Fechas que años después se cambiaron a mediados o finales de septiembre para que el Festival de Cannes no le quitara las películas, se decía, pero desde entonces se las quita la Mostra de Venecia.

El 7 de julio, festividad de san Fermín, a las cinco de la tarde, como las corridas de toros, fue la primera proyección pública de Cabezas cortadas en el Festival de San Sebastián. Con la excusa de que estaba preparando su próxima película en Chile, que nunca llegó a hacer, Glauber Rocha no estuvo presente, pero sí Francisco Rabal, Marta May, Emma Cohen y Luis Ciges. Al público no le gustó, se sintió engañado y estafado, y la sesión estuvo a punto de degenerar en batalla campal. Fue aplaudida la frase de Díaz, tomada de William Shakespeare y origen del título de El ruido y la furia, una de las grandes novelas de William Faulkner, “Esta es una historia sin pies, ni cabeza, llena de ruido y furia contada por un idiota y que nada significa”. Cabezas cortadas fue otra de las producciones españolas destrozadas en el Festival de San Sebastián, razón por la cual durante años los productores no querían llevar sus películas. Era mucho lo que podían perder y poco lo que podían ganar, incluso la Concha de Oro, a la hora de rentabilizarla, tiene un valor relativo.

A la crítica oficial, los críticos de los principales diarios, en su mayoría censores y gacetilleros metidos a críticos para tener un escuálido sobresueldo, no gustó Cabezas cortadas. Dos días después en la entonces denominada La Vanguardia Española, su crítico, que daba la casualidad que tenía las mismas iniciales que yo, escribió “Todo en la película se reduce a incoherentes y casi indescifrables alegorías que luego se encargan de explicarnos unas voces en off a fin de que no nos quede duda alguna sobre la intención del señor Rocha. Pero a fuerza de absurdos, estos simbolismos no entretienen, ni emocionan, ni convencen. Sólo producen asco, nauseas, aburrimiento”. Mientras la crítica independiente, la de las revistas especializadas de corta tirada, se quedó perpleja, no sabía qué decir y defendió a su ídolo diciendo que Cabezas cortadas marcaba el comienzo de una nueva etapa.

Como comprobé en la Mostra de Venecia de 1970, donde fue admitida a concurso Der leone have sept cabeças, que cifra su máximo atractivo en que cada una de las palabras de su título es de un idioma distinto, la nueva etapa de la carrera de Glauber Rocha la marcaba esta producción, rodada poco antes, y no Cabezas cortadas. Volví a ver a Rocha, me quedé tan desconcertado como el resto de la crítica por la película y seguí vampirizado por su mito. Publiqué una buena crítica en el número 102, de octubre de 1970, de Nuestro Cine, uno de los últimos, junto con su escuálido e incomprensible guión, que había conseguido, una vez más gracias a su generosidad, esta vez para José Ángel Ezcurra, el extraño editor de la revista.

Insisto en que José Ángel Ezcurra, al que nunca tuve el placer de conocer, era extraño. Tras publicarse, a principios de 1971, el número 106 de Nuestro Cine, varios colaboradores habituales intentamos comprársela por lo que nos debía, que era bastante, y algo más, que era poco, pero se negó, prefirió dejarla morir antes de verla en nuestras manos. Nos pidió un millón de pesetas de entonces por la cabecera, que poco valía, unas mesas, unas sillas y una máquina de escribir, que valían menos. Como es lógico, y con cierto dolor, no aceptamos, la revista desapareció y perdimos el dinero adeudado.

El mito Glauber Rocha comenzó a derrumbarse cuando vi Cabezas cortadas en el Cine Palace, de Madrid, donde se estrenó. Larga, estrecha y acogedora sala, construida en los sótanos del lujoso Hotel homónimo, donde durante años estuvieron instalados los billares, a la que solía ir a menudo, entre otras razones, por verse bien desde las primeras filas. Después de tantos meses de convivencia con la película, de oír hablar de ella, de trabajar en ella, me había hecho una idea, más o menos ajustada, de lo que podría ser, pero, ante mi estupor, no se parecía nada, absolutamente nada, a lo que había imaginado. Entre Eduardo Escorel y Rocha habían destrozado en el montaje los planos-secuencia que me habían gustado en el rodaje.

Lo que vi no se parecía a lo imaginado y además no me gustó. Estaba más de acuerdo con la terrible crítica de La Vanguardia Española, que con lo que habían escrito mis compañeros de Nuestro Cine y otras revistas especializadas. Me indignó que Rocha no utilizara su discutible teoría de rodar una acción en cada plano, que yo había seguido al pie de la letra en mi cortometraje El fuego, y volvería a emplear en varios posteriores. Es posible que ante el material que tenía entre manos, producto de uno de los más caóticos rodajes que puedan imaginarse, optase por esa solución como única manera de convertir aquello en una película.

Buscando otra cosa entre mis papeles, como suele ocurrir, he encontrado el programa de mano que daban en el Cine Palace con Cabezas cortadas. Entre la ficha técnico-artística y una escueta biofilmografía de su autor, aparecen dos textos de Glauber Rocha, uno sin firmar, que es el resumen del argumento, que he utilizado al principio de este capítulo, y otro firmado y auto justificativo, originado por sus desastrosas proyecciones en el Festival de San Sebastián, quizá exigido por los productores, que da idea de lo que la película es, pero acabó de hundirla, que no me resisto a reproducir. Lo hago tal cual, sin respetar los puntos y aparte y quitando algunas incorrecciones de un texto escrito por un brasileño y corregido por un catalán.

“Cabezas cortadas no es un film con una narrativa tradicional. Puedo decir que es un film que está entre el teatro y la poesía. Lo importante en Cabezas cortadas no es el argumento, sino el valor plástico, sonoro o dramático de cada escena. El argumento tiene un comienzo y un final, pero para mí lo más importante es la puesta en escena de cada episodio. Es un film construido en “imágenes y sonidos”. Es un film que busca una comunicación con la sensibilidad del espectador, usando un lenguaje diferente al del cine tradicional. En este caso, el espectador debe aceptar el film como si leyese un poema, como si oyese una música o como si viese una exposición de pintura. En comparación con mis otros films, Cabezas cortadas está muy lejos de Dios y el diablo en la tierra del sol, Antonio das Mortes y El león de las siete cabezas, y más próximo a Terra en transe. Tal vez Cabezas cortadas puede ser definido como un film surrealista, pero también puede ser interpretado como una fábula. Actualmente el cine sólo tiene dos alternativas: o hacer films para divertir a las masas, utilizando unas técnicas académicas, o hacer films de polémica social y política investigando nuevas formas de expresión. Cabezas cortadas es un ejemplo del segundo caso. Para concluir no puedo considerar Cabezas cortadas como un film legítimo español. Hacer un verdadero cine español es tarea de cineastas españoles. Cabezas cortadas es, con todo, un film del tercer mundo que sólo la realidad tercermundista podría servir de inspiración para las imágenes, los sonidos y los personajes que están montados en hora y media de proyección”.

Todo esto hizo que la película fuese un fracaso y, de rebote, que mi primer libro, que terminó llamándose Glauber Rocha y “Cabezas cortadas”, no se vendiera. Sin embargo, el interés de Manuel Pérez Estremera y mío por la escritura y el cine, en especial por el latinoamericano, hizo que poco después nos embarcáramos en otra aventura editorial. Escribimos a medias Nuevo cine latinoamericano, tema candente, a partir de artículos previamente publicados en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, el 18 de febrero de 1970 firmamos un contrato con la editorial Edhasa y cobramos quince mil pesetas de anticipo, la mitad para cada uno.

Anticipando lo que luego ocurrió, en la cláusula del anticipo el contrato dice “cantidad que los autores se verían obligados a devolver al editor en el supuesto de que alguna causa ajena a ambos impidiese la publicación del libro”. Causa a la que, de forma también discreta, como era inevitable en uno de los peores momentos de la censura del general Franco, se hacía alusión en otra de las cláusulas, “inconvenientes que puedan producirse en el Gabinete de Orientación de Bibliografía del Ministerio de Información y Turismo”. El curioso nombre que llegó a tener la censura. Mientras corregíamos las primeras pruebas, como habían temido los editores, nos enteramos, con estupor, de que la censura lo había prohibido. Sin embargo, la editorial Edhasa tuvo el buen gusto y la delicadeza de no hacernos devolver un dinero que no era mucho, pero hacía tiempo que nos habíamos gastado.

Acabó por publicarlo dos años después, en 1973, y cortado, Jorge Herralde en una colección de cubierta azul de libros de cine, denominada Cinemateca Anagrama, de corta vida, que sólo duró los últimos años de la dictadura, y tampoco supimos nunca si se había vendido o no. Durante años Manuel Pérez Estremera creyó que yo me quedaba con las liquidaciones del libro y yo que era él quien se olvidada de repartirlas conmigo. Un día, al fin, hablamos del asunto, y descubrimos que Jorge Herralde durante varios años no nos las había mandado ni a uno, ni a otro, las reclamamos, nos contestó que nos las enviaría y hasta ahora. Sobre esto no escribe en Opiniones mohicanas (2001), su primer libro de autobombo publicado en la interesante editorial El Acantilado, cuyo único fallo son unas portadas donde juega con letras rojas sobre fondo negro, que los daltónicos no podemos leer.

Glauber Rocha no supo aprovechar el éxito europeo, pagó cara la experiencia, el prestigio adquirido a lo largo de los años sesenta con sus películas Dios y el diablo en la tierra del sol, Tierra en trance y Antonio das Mortes. Lo dilapidó de un golpe en 1970 con Der leone have sept cabeças y Cabezas cortadas. Ambas fueron desastres de público y crítica de los que nunca se recuperó.

Más tarde sólo hizo irregulares obras marginales, sin apenas distribución. Câncer (1972), rodada en 1968, en 16 m/m, su primera práctica con sonido directo, es una torpe visión del Brasil de finales de los sesenta, acabada cuatro años después en La Habana, cuando no encontraba financiación para ninguno de sus proyectos. Historia de Brasil (1974), largo documental realizado en Cuba, con producción italiana, sobre la historia de su país desde el siglo XVI hasta los años sesenta. Claro (1975), hecha en Roma, durante su exilio italiano, rodada en su mayor parte en el Foro Romano, es un confuso ensayo político más parecido a un happening. A idade da terra (1980), que marca su retorno a Brasil, es un fallido intento de recuperar su puesto en su cinematografía a través de un largo y caótico resumen de su más reciente historia.

Huido de Brasil por motivos políticos, Glauber Rocha encontró refugio en Cuba donde durante largos meses montó con material de archivo Historia de Brasil, que nadie parece haber visto, pero seguía deslumbrado por Europa, París y Roma en especial, y siempre que podía viajaba hasta allí y vivía una temporada. Como en esa época, en plena dictadura del general Franco, a pesar de que parezca broma, el único vuelo directo que había con la revolucionaria Cuba del comandante Fidel Castro era Madrid-La Habana, Rocha pasaba por Madrid con regularidad, nos veíamos, me hablaba de sus cada vez más caóticos proyectos y yo le contaba los míos. Sin embargo, en cada viaje le encontraba más alejado de la realidad.

Como muchos intelectuales de izquierdas de la época, Rocha se refugió en las drogas. En alguno de sus pases por Madrid me pedía a mí, que después de verme obligado, por problemas de salud, a empapuzarme de drogas durante gran parte de mi juventud, nunca he querido saber nada de ellas, que le proporcionara algo para meterse en el cuerpo. Lo que me obligaba a ponerle en contacto con mis amigos aficionados a las drogas y que se mezclaran dos mundos en principio tan diferentes, pero su fama había sido tanta que la mayoría le recordaba. La última vez que lo vi no iba a la Habana, sino a un punto indeterminado de Latinoamérica donde había unos indios que tenían una droga que “te hacía despegar”. Estas eran sus palabras y le veo hacer con la mano el gesto de un avión que despega y se pierde entre las nubes.

Durante el verano de 1981, poco después de la muerte de Glauber Rocha, a los cuarenta y cinco años en una clínica de Río de Janeiro, José Luis Ruiz, fundador y durante años director del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, se puso en contacto conmigo. Iban a hacerle un homenaje, del 7 al 13 de diciembre, y querían que escribiese el breve libro que lo acompañaría. Acepté encantado, y no tardé en arrepentirme.

Volví a ver sus películas y no me gustaron. No habían resistido el paso del tiempo, eran producto de una época muy determinada. A pesar de que las cabezas que una atractiva Emma Cohen cortaba eran las jóvenes de Manel Esteban, Manolo Pérez Estremera y mía, Cabezas cortadas me trajo muchos recuerdos, pero me gustó menos que nunca. Escribí un libro informativo, como todos los míos, y crítico, que dejaba claro mi desencanto ante su obra. José Luis Ruiz me dijo que nunca había publicado un libro tan crítico sobre uno de sus homenajeados. Tal vez fuese cierto, y quizá por eso no me invitó al Festival, a participar en el homenaje a Glauber Rocha.

El hombre oculto (1970)

Un hombre (Carlos Otero), que permanece oculto en la buhardilla de su casa, dedicado a la fabricación manual de grandes rosarios de madera, desarrolla una vida familiar normal con su mujer (Yelena Samarina) y su hija (Carmen Maura), mientras sólo ve a una ciega (Julieta Serrano), con la que mantiene una extraña relación erótica, y a un amigo (Luis Ciges), que parece ser el amante de su mujer.

 

Director y guionista: Alfonso Ungría. Fotografía: Ramón Suárez. Decorados: Augusto M. Torres. Intérpretes: Carlos Otero, Yelena Samarina, Julieta Serrano, Luis Ciges, Carmen Maura, José María Nunes, Mario Gas. Producción: Luis Mamerto López-Tapia para Mota Films S.A. Duración: 89’. España.

Desde que descubrí, no sé cuándo, ni por qué, imagino que a base de ver películas y estar cada día más fascinado por ellas, que no las hacían los actores, como creía al principio, ni los productores, como pensé más tarde, sino los directores, quise ser director de cine. Lo que no comprendo es, dado que la literatura, las novelas, siempre me ha fascinado tanto, o más, que el cine, las películas, ¿por qué nunca se me ocurrió ser guionista?, ¿por qué he escrito tan pocos guiones?, ¿por qué la mayoría de las películas las he hecho sin guión o con dos o tres folios de notas? Hacer películas es difícil, siempre lo ha sido, hay que conseguir dinero, y escribir guiones es fácil, sólo son necesarios papel y lápiz. Otra cosa es que los guiones sean buenos y, como se verá más adelante, todavía más venderlos, que se conviertan en películas.

Nunca se me pasó por la cabeza ser guionista, ni cuando quería hacer películas, ni al presentarme a los exámenes de ingreso en diferentes especialidades de la Escuela Oficial de Cinematografía, ni mucho después, cuando me convencí de que lo del cine era complicado y carecía de la imprescindible capacidad de convicción. En repetidas ocasiones me ha dado un ataque y he comenzado a escribir una novela, pero sólo un par de veces, he leído una noticia en un diario, me ha parecido que era perfecta para hacer una película a partir de ella, me he sentado ante mi Lettera 32 y tiempo después había escrito un guión.

Acabé el bachillerato pronto, a los dieciséis años, sabía que existía el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, pero era un sitio tan cercano como inaccesible. Cercano por estar ligado a la Escuela de Ingeniería Industrial, donde mi padre era profesor de topografía, estudié varios cursos y, en un principio, se desarrollaban las clases. Inaccesible en cuanto había que tener veintiún años para ingresar y parecerme, incluso entonces, que ser director de cine en España es como ser matador de toros en Hollywood. Una locura, un imposible, aun más dentro del peculiar territorio de la industria cinematográfica nacional.

Quizá por ello cuando, durante Preuniversitario, curso de breve existencia, no duró dentro de los constantes cambios de planes de estudio que siempre ha habido en este país, que aparecía al final del bachillerato y antes de ir a la Universidad, vinieron al Instituto Ramiro de Maeztu, donde estudiaba, unos encuestadores para preguntarnos qué queríamos ser, con la idea de volver a entrevistarnos diez años después y ver quien había seguido su vocación, contesté, con meditada respuesta, que quería ser ingeniero de sonido. En la más característica línea de en medio.

Mi padre era ingeniero industrial y quería, no sé por qué, que yo fuese lo mismo, y yo deseaba ser director de cine y el sonido estaba ligado al cine. Además mi padre tenía varios compañeros que, en 1931, al finalizar la carrera, habían ido a Alemania a estudiar las nuevas técnicas sonoras. Desconocía las connotaciones políticas que tenía esa fecha, el 14 de abril, la proclamación de la II República, y ese país, donde Adolf Hitler había comenzado la imparable ascensión hacia el poder. Quizá por ello no hizo el menor intento de presentarme a alguno de ellos, ni tampoco se lo pedí. A veces hablaba de Eduardo García Maroto y, en especial, de Luis Marquina. Años después, conocí al primero, por otros conductos, cuando Ángel S. Harguindey, redactor jefe de El País Semanal, me encargó que le hiciese una entrevista, que publiqué en diferentes medios.