La caza del genio del crimen - Elaine Shannon - E-Book

La caza del genio del crimen E-Book

Elaine Shannon

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Beschreibung

Paul LeRoux nació en Zimbabue y se crio en Sudáfrica. Tras sus primeros trabajos como empresario pionero en la seguridad informática, se lanzó de cabeza al lado oscuro, utilizando su extraordinario talento para desarrollar un nuevo modelo de negocio en el crimen organizado. Por el camino, creó un grupo de mercenarios compuesto por antiguos francotiradores de EE.UU. y de la OTAN para llevar a cabo asesinatos por su propio placer y beneficio. El imperio criminal que construyó fue el Cártel 4.0, utilizando la economía digital y las herramientas de la nueva era. Los negocios de LeRoux, conectados virtualmente a través de su propia web oscura, se extendían desde el Sudeste asiático hacia Oriente Medio y África hasta llegar a Brasil; generaron cientos de millones de dólares en venta de armas, drogas, productos químicos, bombas, tecnología de misiles y asesinatos. Negociaba con países al margen de la ley —Irán y Corea del Norte—, además de la Triada china, los piratas somalíes, la mafia serbia, moteros proscritos, funcionarios africanos y asiáticos corruptos y golpistas. Inicialmente, LeRoux aparecía como una imagen fantasma en los radares de las fuerzas de la seguridad y de los servicios de inteligencia, una presencia inexplicable en mitad de un sinfín de negocios criminales. Pero llamó la atención de un pequeño grupo de agentes: el Grupo 960, de la División de Operaciones Especiales de la DEA, había llevado a cabo algunas de las operaciones más complejas y peligrosas en la historia de la agencia. Utilizaron métodos poco ortodoxos y confidentes infiltrados para acceder al círculo de confianza de LeRoux y capturarlo. Durante cinco años, Elaine Shannon se sumergió en el turbio mundo de LeRoux. Obtuvo acceso exclusivo a los principales protagonistas, incluyendo agentes secretos que miraban a LeRoux a los ojos todos los días., todo eso reunido en una sola persona. Nos sitúa en la misma habitación que esas personas durante sus encuentros cara a cara. " La caza del genio del crimen de Elaine Shannon nos descubre un mundo global de crimen y política que muy poca gente conoce y, mucho menos, entiende. Nos desvela los nuevos métodos criminales pero también los nuevos personajes que solo pueden existir en los tiempos modernos siendo tan eficaces con la armas como con los ordenadores. ". Mark Bowden, autor de Black Hawk derribado. "Una obra maestra de la investigación. Es sin duda la visión más completa que existe sobre una operación muy compleja y de alto nivel de la DEA. Es una mirada fascinante sobre un sindicato del crimen organizado internacional y de su carismático y letal capo de nueva generación que ha usado internet como un arma a la hora de construir un imperio criminal de nuevo cuño. Paul Leroux es asesino a sangre fría calculador y uno de los criminales más aterradores e intrigantes sobre los que he leído. Una prueba de las habilidades de Shannon como escritora es que este libro se lee como un thriller de esos que no puedes soltar. Meticulosamente documentado y con acceso exclusivo a casi todos los personajes clave de ambos lados de la ley, este es el trabajo definitivo sobre el ascenso y caída de un ser maligno como Paul Leroux, además de ser una saga criminal que te deja con la boca abierta. Shannon lleva al lector dentro de la historia de manera que parece que estás en el mismo cuarto, en la misma caza y en el medio de la acción de toda la operación de la DEA a la caza global del rey del crimen del siglo XXI. Es un sobresaliente trabajo de investigación por una maestra del periodismo". Don Winslow, escritor superventas del New York Times, autor de El cártel, El poder del perro y La frontera

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La caza del genio del crimen. La verdadera historia de cómo la DEA acabó con Paul LeRoux y su misterioso imperio criminal

Título original: Hunting LeRoux. The Inside Story of the DEA Takedown of a Criminal Genius and His Empire

© 2019, Michael Mann Books LLC

© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© Traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imagen de cubierta: Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-482-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Citas

Prólogo de Michael Mann

Introducción: figura maligna

Capítulo 1. 25 de septiembre de 2013

Capítulo 2. La ley de Murphy

Capítulo 3. Nacido en Rodesia

Capítulo 4. Nube negra

Capítulo 5. ¡Magia!

Capítulo 6. Ciudad invisible

Capítulo 7. Pac-Man y Ironman

Capítulo 8. «Olvídate de los cumpleaños»

Capítulo 9. Deslumbrar a Leroux

Capítulo 10. «No quiero subir al avión»

Capítulo 11. Reina por un día

Capítulo 12. Todas las piezas del tablero

Capítulo 13. A la caza de Rambo

Capítulo 14. Cosas de ninja

Capítulo 15. Arrasar con todo

Nota a los lectores

Notas

Agradecimientos

Encarte fotográfico

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para mi marido, Dan Morgan, y nuestro hijo, Andrew Shannon Morgan, mi tierra y mi cielo; para mi hermano Edward Hogan Shannon, fuerza de la naturaleza; y para mi hermano Michael Willard Shannon y mi sobrino Michael Willard Shannon II, que están en el firmamento.

Citas

 

 

 

 

 

He asistido al misterio inconcebible de un alma que no conocía la mesura ni la fe ni el miedo y que sin embargo luchaba a ciegas consigo misma.

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

 

 

Debes hacer del horror tu amigo. El horror y el terror moral son tus aliados. De lo contrario, se convierten en enemigos temibles. (…) Hay que ser capaz de matar sin sentimentalismos… sin pasión… sin juzgar… ¡sin juzgar! Porque es el juzgar lo que nos derrota.

John Milius y Francis Ford Coppola, Apocalypse Now

 

 

Todas las entidades no gubernamentales, tanto las malignas como las benéficas, se están beneficiando enormemente de dos fenómenos interconectados. El primero es el crecimiento asombroso a escala global del libre flujo de información, bienes, servicios y personas. Cada vez es más común, aunque parezca increíble, que puedas estar en cualquier parte del mundo, comprar algo y que te lo entreguen en un plazo de tres días. El segundo fenómeno es el advenimiento de la llamada Era Digital, que te permite, teniendo un superordenador, disponer de acceso inmediato a información sobre prácticamente cualquier cosa desde el punto del mundo donde te encuentres. Las posibilidades que esto está generando han sido tremendamente beneficiosas para la mayoría de la humanidad, pero las entidades dañinas pueden aprovecharse de ello en la misma medida.

Uno de los resultados que estamos viendo desplegarse ante nosotros en la actualidad es que las entidades no gubernamentales, tanto las benéficas como las malignas, pueden acumular poder, influencia y capacidad de actuación, y llegar adonde antes solo llegaban los estados nacionales.

 

Teniente general Michael K. Nagata, jefe del Directorio de Planificación de Operaciones Estratégicas del Centro Nacional de Lucha Antiterrorista y veterano de las Fuerzas Especiales del ejército de Estados Unidos.

PRÓLOGO de Michael Mann

 

 

 

SENTADOS EN UN GULFSTREAM II, MIRAMOS FIJAMENTE A UN ANTIGUO FRANCOTIRADOR de la OTAN, musculoso y atiborrado de esteroides. Va esposado y mira por la ventanilla mientras el avión despega de Monrovia, Liberia. Su cara de hastío se desdibuja hasta convertirse en una mueca de autocompasión porque sabe que su destino es una prisión de Estados Unidos en la que va a pasar una larguísima temporada. Resulta paradójico, aunque él no haya comentado nada al respecto. Él y su compañero, Tim Vamvakias, expolicía militar del ejército estadounidense, llegaron en avión desde Phuket, Tailandia, con intención de matar a un capitán de barco libio, traficante de drogas y confidente de la policía, y al agente de la DEA para el que trabajaba. El «confidente libio» acababa de detenerle. Los objetivos formaban parte de una celada para atraparlos, igual que los coordinadores que les habían facilitado las fotografías de vigilancia ficticias de los objetivos, el registro diario de sus movimientos y el lugar más idóneo para llevar a cabo el ataque, y que el mercenario francés a cargo del transporte en África Occidental y el individuo que les había proporcionado las pistolas del calibre 22 con silenciador y los subfusiles Heckler & Kock MP7.

El hombre sentado frente a Dennis Gögel, el asesino a sueldo, en ese avión Gulfstream es Taj, un superagente encubierto del Grupo 960, la hermética élite de la DEA. Taj y el jefe del grupo, Lou Milione, han actuado como señuelos. Otros dos mercenarios igual de peligrosos que Gögel y Vamvakias han sido detenidos al mismo tiempo en Tallin, Estonia, y otro equipo de sicarios —entre ellos su cabecilla, Joseph Rambo Hunter, un instructor de tiro del ejército americano, ya retirado— está siendo detenido en ese mismo momento en Phuket. Nos hallamos inmersos en una compleja operación que ha sincronizado cinco emboscadas, con la participación de cuerpos policiales de tres países, para efectuar las detenciones simultáneamente a fin de que los equipos de LeRoux no pudieran alertarse entre sí.

El libro de Elaine Shannon Hunting LeRoux nos traslada a algunas de las zonas más conflictivas del planeta en compañía de individuos peligrosos. El suspense latido a latido, segundo a segundo, de las cinco redadas impregna numerosos pasajes del libro. Pocas obras de ficción ofrecen el grado de tensión, realismo y conocimiento de las nuevas facetas del crimen organizado que nos presenta Shannon. No hay nada que se le parezca. Su autenticidad se basa en el conocimiento que tiene la autora de las organizaciones delictivas y de la actuación policial tanto en el ámbito federal como en el internacional, así como en la confianza de sus fuentes, a las que tiene acceso en exclusiva.

Es, sencillamente, mejor que la mayoría de las novelas policiacas de ficción. Shannon tiene la habilidad mágica de escribir inmersa en el caudal de acontecimientos reales y de hacerles cobrar vida. El lector sabe que todo lo que cuenta es verídico, y que está ahí.

Al leer parte del manuscrito hace casi dos años, sentí que nunca nadie me había trasladado con esa inmediatez y esa minuciosidad al interior de un imperio delictivo y al día a día de su mortífero e inteligentísimo capo. La atmósfera de peligro y alerta constante es palpable. Es como si estuviéramos atrapados en una serie documental titulada Vida de los ricos y los malvados.

El libro nos sumerge asimismo en el día a día de Tom Cindric y Eric Stouch, los dos agentes del Grupo 960 de la DEA que pusieron en marcha y protagonizaron la investigación principal contra LeRoux. A través de sus páginas, acompañamos a esos dos grandes cazadores de la élite policial en su tránsito por continentes y zonas horarias, países peligrosos y moteles de mala muerte.

La principal revelación de esta saga policiaca apegada a la realidad es Paul Calder LeRoux, y la transformación que él propició. LeRoux es un genio de la informática que mutó en capo del crimen organizado y cometió, de paso, numerosos asesinatos a sangre fría. Revolucionó el funcionamiento de la delincuencia organizada internacional al deconstruir los mecanismos convencionales sobre los que operaban incluso los carteles de tráfico de drogas y armas más sofisticados. Estos seguían aún modelos de negocio verticales, «sobre el terreno», lo que a menudo limitaba su capacidad de actuación a lugares físicos bien acotados. A ojos de LeRoux, su infraestructura y sus jerarquías de personal los hacían vulnerables, visibles y obsoletos. LeRoux desmontó este modelo y creó algo completamente distinto. Sus empresas delictivas —unidas por una red oscura de su propia invención— se asemejaban mucho a una start up puntera de Silicon Valley: utilizaban la gig economy (la economía del trabajo esporádico deslocalizado), se deshacían sin miramientos de cualquier idea fallida, demostraban una capacidad de ascenso vertiginosa y presentaban una curva de crecimiento semejante a un palo de hockey.

Los sucesores de LeRoux, lo mismo que él, trafican con sistemas armamentísticos avanzados, drogas a toneladas y exóticos materiales fisibles, además de dedicarse al blanqueo de dinero. Corrompen pequeños países que luchan por salir adelante y los convierten en estados fallidos a fin de asegurarse centros de transporte y de que actúen como proveedores en conflictos regionales. Paul Calder LeRoux fue el gran innovador y el arquitecto de este nuevo mundo.

El Grupo 960 comprendió muy pronto que LeRoux era el Elon Musk, el Jeff Bezos de la delincuencia organizada internacional: su «nuevo ahora» y su futuro inmediato.

Muchas personas que han conocido personalmente a LeRoux le describen como un sociópata rodeado por un aura de genialidad y perversión.

Como dramaturgo, lo que me atrae de Hunting LeRoux es esa cualidad adicional, quizás incluso más fascinante que sus revelaciones. Me refiero a su inmediatez. Estamos ahí. Nos trasladamos a ese escenario porque la gente confía en Elaine Shannon. En los círculos de los servicios de inteligencia y los mandos policiales tiene fama de ser una periodista sumamente respetada que no se arredra y que va allá donde esté la historia, sin traicionar nunca a sus fuentes y dando siempre en el clavo. Su confianza en ella, en su franqueza y en la perspicacia de sus opiniones —sin olvidarnos de su ironía y su encanto— es lo que da a este libro esa atmósfera única y esa sensación de estar viéndolo todo en primer plano.

Los agentes que dirigieron la investigación —Cindric y Stouch—, sus jefes —Lou Milione y Derek Maltz— y Taj —el agente encubierto de la DEA—, hicieron partícipe a Shannon de sus experiencias personales, sus diarios, informes, documentos, sentimientos, intuiciones, sospechas y temores y, en ocasiones, también de sus triunfos. Sus puntos de vista forman, entretejidos, la trama cautivadora de este relato.

Y lo mismo puede decirse del punto de vista de Jack, el hombre al que LeRoux llama su «niño bonito». A través de sus ojos, nos introducimos en la casa que LeRoux tenía en Manila, esos dos áticos de lujo inquietantemente vacíos. Observamos la gestualidad de ese individuo de cabello rubio y ciento sesenta kilos y asistimos a sus estallidos y sus arrebatos frenéticos. Nos sentimos halagados por su discurso cautivador y percibimos la amenaza de su mirada, penetrante como una resonancia magnética. En medio del calor y la humedad, el peligro desprende un tufo especial.

Jack montó la infraestructura y la milicia de LeRoux en Somalia, le ayudaba a mover dinero y a comprar pisos francos de lujo. Se alió con los agentes Cindric y Stouch y se convirtió en su topo; les informaba y grababa subrepticiamente a LeRoux con enorme riesgo para su vida. Porque LeRoux no solo había creado escuadrones de sicarios, sino que había empezado a apretar el gatillo él mismo.

La imagen de LeRoux que aparece en la portada de este libro es un fotograma de un vídeo que grabó Jack mediante un pequeño dispositivo que llevaba oculto entre la ropa.

El supervisor de Cindric y Stouch era el agente especial Lou Milione, uno de los fundadores del Grupo 960 de la División de Operaciones Especiales que dirigía Derek Maltz. Milione y su mano derecha, Wim Brown, han capturado a algunas de las figuras más inaccesibles y tortuosas de la delincuencia organizada. Entre ellas, el traficante de armas Viktor Bout —el Mercader de la Muerte—, Monzer Al Kassar o el magnate afgano de la heroína Haji Juma Khan. Pese a su absoluta discreción, el Grupo 960 es un peso pesado de las fuerzas policiales.

En Hunting LeRoux, Shannon nos hace meternos en la piel de esas personas y ver a través de sus ojos. Estamos ante una epopeya policíaca fascinante.

 

 

Michael Mann es un aclamado director, guionista y productor cinematográfico nominado en cuatro ocasiones a los premios Óscar. En su filmografía destacan títulos como Ladrón, Hunter, El último mohicano, Heat, El dilema, Alí, Collateral, Corrupción en Miami, Enemigos públicos o Blackhat. Es el productor de las películas El aviador —de Martin Scorsese— y Hancock, de las series de televisión Corrupción en Miami, La historia del crimen, Luck y Witness, y de la miniserie Camarena: la guerra de las drogas, ganadora de un premio Emmy y basada en el libro de Elaine Shannon Los señores de la droga (1988) en torno al asesinato en México del agente de la DEA Enrique Camarena.

INTRODUCCIÓN: FIGURA MALIGNA

 

 

 

PARA ENTENDER LA RELEVANCIA DE PAUL CALDER LEROUX, EL CREADOR DEL PRIMER imperio delictivo multinacional de la Era de la Innovación, hay que empezar por el otro extremo de la escala evolutiva.

Cuando cayó el último gran capo de la cocaína, no lo hizo precisamente con elegancia.

Huyendo de la infantería de Marina mexicana, Joaquín el Chapo Guzmán salió de una alcantarilla maloliente y, pensando que así no llamaría la atención, le robó a una abuela un Ford Focus de color rojo chillón. Los agentes de la policía federal mexicana, vestidos de negro de los pies a la cabeza, le interceptaron en cuestión de minutos y le tuvieron encerrado en un motel apestoso que alquilaba habitaciones por horas, hasta que un helicóptero del gobierno le llevó de vuelta a la cárcel de la que había escapado a través de un túnel seis meses antes.

El Chapo, detenido el 8 de enero de 2016, era una de las últimas reliquias de la primera fase o gran oleada de la invasión de la cocaína —la era Corrupción en Miami, podríamos llamarla—, cuando los grandes capos de la droga daban la nota luciendo pistolas y hebillas con diamantes incrustados y rodeándose de coches deportivos, cadáveres, camionetas, todoterrenos, concesionarios de automóviles, putas, caballos, hoteles, discotecas, equipos de fútbol, cadenas de televisión, zoológicos, barcos y más cadáveres. Los más famosos y legendarios se traicionaron entre sí y se liaron a tiros, hasta que casi todos ellos estuvieron muertos o en prisión.

La Fase Dos comenzó en los primeros años del siglo xxi. El mercado negro mundial de las drogas ilegales se había convertido en una industria madura y de grandes proporciones que, según se estimaba, generaba 400 000 millones de dólares de beneficios al año (que seguramente eran muchos más), superando así los beneficios conjuntos del comercio clandestino de armas, personas y diamantes. Respondiendo a las atractivas oportunidades de negocio que ofrecía tanto el lado oscuro como el lado visible de la economía, el submundo se globalizó. A medida que los traficantes se militarizaban y las milicias se criminalizaban, todos ellos fueron a encontrarse en un cenagal sin fronteras. Los carteles colombianos se aliaron con las mafias libanesas y con los agentes de Hezbolá en Sudamérica, África y Europa. Las FARC, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, una guerrilla marxista, se dedicaron a la producción de cocaína a escala industrial. La DEA calculaba que, a principios de los años 2000, más de la mitad de la cocaína mundial procedía de dicha organización. Aparecieron mafias mexicanas en Nigeria y China. La mafia serbia colocó a sus traficantes de armas en los cinco continentes. La rusa, por su parte, lavaba dinero, traficaba, sobornaba, intimidaba y lanzaba ciberataques con ánimo de lucro. El movimiento insurgente de los talibanes se fundó con dinero procedente de los grandes señores de la heroína de Afganistán.

Los hombres y mujeres que dirigían el crimen organizado a nivel internacional evolucionaron para adaptarse a la era de la globalización. Eran lo bastante discretos y astutos como para no hacerse la guerra entre sí. Estaban ahí para ganar dinero, no para acaparar titulares. Con ese fin, hicieron suyas las herramientas de la Era Digital: dispositivos móviles encriptados, teléfonos satélite, almacenamiento en la nube, la red oscura… Eran fervientes capitalistas que rendían culto a un solo dios: el dinero. Bebían alcohol, jugaban, se iban de putas, violaban y blasfemaban. La ideología radical los dejaba fríos, salvo como medio para desestabilizar gobiernos que amenazaran su impunidad. Invertían estratégicamente en el caos porque el principal peligro para su existencia no eran sus rivales, ni el ejército ni la policía, sino la paz. Pagaban a bandas armadas para controlar territorios, carreteras, puertos, ríos, cruces fronterizos y aeródromos. Nunca prestaban su cara al conflicto, pero eran el capital escondido en la trastienda, y era su dinero el que mantenía el caos.

Por sofisticada que fuera su infraestructura, durante la Fase Dos casi todas las organizaciones delictivas seguían funcionando conforme a un modelo industrial de crimen organizado. Tenían que controlar directamente el suministro y supervisar todos los pasos de la producción, «de la huerta al consumidor». Ello suponía cantidades ingentes de personal e instalaciones para cultivar, cosechar, refinar, transportar, reprocesar, producir, almacenar, traficar, defenderse mediante seguridad interna y contraespionaje, distribuir, recaudar dinero y blanquear capitales. Gente a porrillo. Coordinación por un tubo. Montones de infraestructuras legales e ilegales, todas ellas susceptibles de ser descubiertas y atacadas por adversarios y fuerzas policiales.

Ahora ha surgido la Fase Tres —el modelo de crimen organizado multinacional del futuro— yz todo está cambiando. Esa ha sido la gran innovación de Paul Calder LeRoux, el introductor de los principios empresariales del siglo XXI, en el lado oscuro de la economía global.

Nacido en la turbulenta colonia de Rodesia, LeRoux tiene una personalidad complicada y una inteligencia rayana en el genio. Con su imponente corpachón de ciento sesenta kilos de peso, su frente en forma de yunque y unos ojos casi negros que brillan como cigarrillos encendidos, es entrar en un sitio y adueñarse de la situación, proyectando la dignidad amenazadora de un monarca medieval dotado de poder absoluto, de un magnate sin escrúpulos de la Edad de Oro de la industria o de un antihéroe wagneriano. Sus maneras recuerdan a las del coronel Kurtz, el boina verde transmutado en señor de la guerra al que daba vida Marlon Brando en Apocaylpse Now, la película de Francis Ford Coppola sobre la guerra de Vietnam. LeRoux desprende la misma tensión, la agitación interna que desprendía Brando en el papel de Kurtz al pasarse la mano por la cabeza pálida y afeitada, al girar el cuello y sonreír cuando no había nada de lo que reírse. Son temperamentos seductores y carismáticos que, tras sopesar el bien y el mal, se han decantado por este último alegando que es una opción más honorable que la hipocresía. «No hay nada que deteste más que el hedor de la mentira», le dice Brando/Kurtz a su interlocutor, jactándose de haberse rodeado de soldados que tienen «moral y que al mismo tiempo son capaces de servirse de sus instintos para matar sin sentimentalismos… sin pasión… ¡sin juzgar! Porque es el juzgar lo que nos derrota». Para Kurtz, claro está, era una cuestión de poder. La ausencia de juicio equivalía a la ausencia de razón y de remordimientos. Era una locura, pero ¿quién tiene más poder que un loco?

LeRoux comprendía a la perfección la utilidad del miedo. Demostrando un talante parecido, se jactaba de haber comprado una isla cerca de la costa filipina porque «todo villano necesita su propia isla». La contraseña de su portátil era Hitler. Buscaba alianzas con maleantes a los que admiraba: narcotraficantes colombianos, oligarcas rusos, piratas somalíes, la mafia serbia o las tríadas chinas. Se rodeaba de sicarios tan despiadados como los esbirros de Kurtz.

Durante años, el director ejecutivo del imperio de LeRoux fue un inglés llamado Dave Smith, un sádico alcoholizado y aficionado a fumar metanfetamina que, según LeRoux, «disfruta torturando a animales y matando y torturando gente. Evidentemente, es muy violento, justo el tipo de persona que necesitaba». LeRoux pidió a Smith que contratara a más hombres como él: individuos que «disfrutaran matando, torturando y dando palizas».

El Kurtz de Brando decoraba su casa con cráneos humanos. LeRoux actualizó el concepto: almacenaba en su portátil fotografías digitales de cadáveres ensangrentados, gente a la que había ordenado matar. En el solitario esplendor de su ático sin apenas muebles, se afanaba obsesivamente por acumular dólares, euros, rands, rublos, dírhams y rupias traficando con sustancias químicas, drogas, oro, madera y armas. Sus clientes, decía con orgullo, eran «señores de la guerra, criminales, básicamente cualquiera que tenga dinero».

La avaricia y la crueldad son tan antiguas como el género humano. Lo revolucionario de LeRoux es su combinación única de brillantez intelectual y falta de conciencia, dos características que le permitieron desarrollar un estilo empresarial fuera de lo corriente. Es el innovador supremo de la delincuencia organizada internacional. Lo que Netflix a Blockbuster; lo que Spotify a Tower Records.

Para LeRoux, el dinero solo es un medio de anotarse puntos. Viste con ese estilo un tanto irónico y desaliñado del multimillonario de Silicon Valley: chinos viejos y polos de colores básicos, visibles desde el espacio exterior. Se atiborra de pizzas baratas y Big Macs, y sus amantes son desechables, intercambiables. Para LeRoux, el sexo es una golosina, una barrita energética o un liberador de estrés.

En los negocios, es enérgico y expeditivo. Ha acumulado una fortuna que ya quisieran para sí algunos empresarios de Silicon Valley. Desde 2004, cuando comenzó a descollar en el este de Asia como un joven empresario fundador de un nuevo tipo de comercio electrónico, ha edificado un emporio delictivo que se extiende desde Manila y Hong Kong a Texas y Río de Janeiro, pasando por Jerusalén y Dubái. En 2012 tenía más dos mil empleados. Su primera empresa generó al menos tres millones de pedidos valorados en cerca de trescientos millones de dólares en total1. Más recientemente, ha desarrollado numerosas fuentes de ingresos sin cuantificar gracias a diversas empresas legales e ilegales.

Y sin embargo, como es típico del estilo de Silicon Valley, sus negocios tienen poca o ninguna infraestructura. No quiere tener órganos de administración, instalaciones o medios de producción permanentes. Ni séquito ni cohorte ni pandilla. Se sirve de la uberización de la economía para proveer a sus clientes de mercenarios contratados y trabajadores temporales. Les da órdenes por correo electrónico o mensaje de texto en su propio sistema cifrado, enviándoles a remotos rincones del mundo a confiscar bienes, sobornar a funcionarios y negociar acuerdos comerciales. Sus colaboradores esporádicos nunca saben dónde está en un momento dado ni qué aspecto tiene. La lealtad —el elemento aglutinador de las mafias, las tríadas chinas y los carteles— no figura en su vocabulario. En cuanto alguien no le sirve, lo abandona o, si le molesta, le hace ejecutar. Llama «marginales» a sus subordinados filipinos, africanos e israelíes, como si fueran seres infrahumanos y prescindibles.

Durante las fases uno y dos, las organizaciones delictivas tendían a ser lineales, lógicas y vinculadas a la geografía física. LeRoux es el primer jefe mafioso que opera en la esfera del ciberespacio puro y duro. Navega entre clientes, proveedores, técnicos e intermediarios, reuniéndose con ellos allí donde los cables de fibra óptica y las conexiones vía satélite lo permiten. Su extraordinaria capacidad intelectual le permite compatibilizar múltiples proyectos y acordarse de todo, sin que la conciencia o los remordimientos pongan freno a sus ambiciones.

Su estilo empresarial podría compararse con el del sudafricano Elon Musk o el de Jeff Bezos, fundador de Amazon, dos de los hombres más ricos del mundo. Al igual que Musk, que oscila frenéticamente entre directorios de empresas, PayPal, el espacio exterior, los coches eléctricos y autónomos y la construcción de túneles, el cerebro de LeRoux salta sin esfuerzo de los casinos online al comercio electrónico de medicamentos, pasando por la venta de armas de corto alcance a la tecnología de misiles y el tráfico de metanfetamina norcoreana.

Y como Bezos, que creó la Tienda Total, el hipermercado online que aspiraba a vender cualquier cosa que uno pudiera desear, LeRoux se propuso crear un Amazon del armamento con un centro de distribución ultraeficiente situado en un complejo de nueva planta, autosuficiente y dotado de un grueso arsenal, en los páramos de Somalia.

Cabe aplicar a LeRoux la mayoría de los conceptos en boga de la cultura empresarial del siglo xxi: desprecio por la tradición, disrupción, lean management, alcance global y escalabilidad inmediata. Sabe cómo localizar y aprovechar nichos vacantes, alterar mercados, viajar ligero de equipaje, moverse deprisa y mantenerse ágil.

Ha conseguido mantener sus negocios en la clandestinidad creando su propia red oscura, virtualmente impenetrable. No es un hacker. Nunca se ha molestado en penetrar sistemas informáticos institucionales o empresariales, aunque podría haberle pillado el truco sin mucho esfuerzo. Para él, los ordenadores son herramientas, como un bolígrafo o un abrelatas. Usaba un viejo Dell que configuró él mismo. Estaba convencido de que nadie podría hackearlo, y no se fiaba del todo de los modelos más recientes. Los hackers, por lo general, no matan a nadie. LeRoux sí, personalmente y por poderes.

Durante años, LeRoux fue un fantasma que aparecía y desaparecía en los radares de la DEA, la CIA y las Naciones Unidas, y que sin embargo logró evitar convertirse en blanco de las fuerzas policiales que luchaban contra el terrorismo y la delincuencia internacional. Pasó casi desapercibido incluso cuando empezó a traficar con Irán y Corea del Norte. Los sistemas de vigilancia del gobierno estadounidense y sus aliados estaban diseñados para detectar redes delictivas convencionales, dotadas de jerarquías predecibles y evidentes. Los agentes de la DEA que empezaron a perseguir a LeRoux a principios de 2012 veían únicamente una figura espectral, mucho más misteriosa y esquiva que cualquier capo mafioso al que se hubieran enfrentado hasta entonces. «Estaba creando toda una nueva industria que trascendía el concepto de traficante de drogas o armas y que empezaba a convertirse en algo original», afirmaba Lou Milione, jefe de la unidad que le siguió la pista. «Con la capacidad de adaptación económica que demostraba, habría llegado un punto en que, si nadie le quitaba de en medio, se habría hecho cada vez más fuerte y poderoso, y sabe Dios en qué se habría metido. Y no le habría importado lo más mínimo».

La cacería comenzó con un soplo que recibieron dos de los mejores agentes de Milione, Tom Cindric y Eric Stouch, compañeros desde hacía años, que en ese momento se dedicaban a seguir el rastro del narcotráfico internacional en África.

Cindric, Stouch y sus compañeros del Grupo 960, una unidad secreta de la División de Operaciones Especiales, se cuentan entre los investigadores policiales más audaces y creativos de la administración estadounidense. Milione fue actor en su juventud y llegó a hacer películas y a participar en importantes producciones off Broadway. Dentro de la DEA era famoso por haber capturado a Monzer Al Kassar, el Príncipe de Marbella al que la revista New Yorker dedicó un amplio reportaje. El sirio Al Kassar, el traficante de armas por antonomasia, tuvo como clientes a sucesivas generaciones de terroristas e insurgentes, desde Abú Abbas, líder del Frente de Liberación de Palestina y cerebro del secuestro del crucero Achille Lauro en 1985, al dictador iraquí Sadam Husein. Milione y sus agentes fueron asimismo los responsables de la detención de Haji Juma Khan, uno de los mandamases del cartel afgano de la heroína. Y en 2008 llevaron a cabo con éxito una operación espectacular para capturar al traficante de armas ruso Viktor Bout, el llamado Mercader de la Muerte, en el que está inspirada la película El señor de la guerra.

Milione escogía con sumo cuidado a agentes listos, curiosos, capaces de mentir y engañar, dinámicos, emprendedores, irreverentes y que no fueran lo que aparentaban ser. Agentes que rendían culto a la ley, pero a los que no les importaba quebrantar las normas. Cindric y Stouch personificaban estas características. Su búsqueda de LeRoux, cuya crónica aparece por vez primera en estas páginas, es al mismo tiempo reveladora e inquietante. Gracias a que tenían una imaginación intrépida, colaboradores altamente especializados, una pizca de suerte y mucha fe en su intuición —cualidades que no pueden aprenderse ni enseñarse—, consiguieron reclutar a uno de los colaboradores íntimos de LeRoux e introducirse así en su mundo clandestino.

La capacidad de intuir lo que está más allá del horizonte no es necesariamente un don. Cuanto más se internaban en la madriguera del conejo, más horrendo era lo que descubrían y peores sus presentimientos.

«Paul es lo que se nos viene encima», decía Cindric. «Va unos pasos por delante de todo el mundo. Y no estamos preparados para eso».

CAPÍTULO 1 25 DE SEPTIEMBRE DE 2013

 

 

 

EL GIGANTÓN RUBIO LLORABA DESCONSOLADO. GRUESOS LAGRIMONES MOJABANLAS bermudas de color azul turquesa con flores y las chanclas con las que intentaba pasar desapercibido.

Dennis Gögel, un alemán que había sido francotirador del ejército, acababa de llegar a Monrovia, la capital de Liberia, para cumplir un encargo que le había encomendado su jefe, Paul Calder LeRoux, un empresario excéntrico que se había hecho rico vendiendo medicamentos por Internet.

LeRoux pretendía expandir su esfera de actuación introduciéndose en negocios de importancia geopolítica: cocaína colombiana, metanfetamina norcoreana, armamento avanzado, especulación relacionada con la guerra en general y contrabando para burlar las sanciones comerciales contra Irán. Para ajustar cuentas, había reclutado un equipo de mercenarios entre las filas cada vez más numerosas de exmilitares americanos y europeos que habían combatido en Afganistán e Irak y participado en misiones de paz de la OTAN. La mayoría de estos veteranos se reincorporaban a la vida civil sin muchas dificultades, pero unos cuantos, como Gögel, seguían siendo Niños Perdidos adictos a la aventura en busca del País de Nunca Jamás. LeRoux, asumiendo de mil amores el papel de Capitán Garfio, los había instalado en un piso franco de la bulliciosa localidad turística de Phuket, en Tailandia, y financiaba sus juergas rebosantes de adrenalina. Lo único que tenían que hacer a cambio era eliminar de cuando en cuando a alguien que suponía una amenaza o un obstáculo para LeRoux.

Gögel era el mejor tirador del equipo, de ahí que se le asignaran los encargos más difíciles: los «trabajos bonificados», como los llamaban, porque LeRoux pagaba una prima por ellos. El trabajo en Monrovia, el primero que Gögel hacía para LeRoux, consistía en matar a un agente de la DEA llamado Joey Casich que estaba destinado en la embajada estadounidense y a su informante, un capitán y contrabandista profesional de nacionalidad libia al que se conocía como Zaman; Sammy para sus amigos colombianos. LeRoux se quejaba de que Casich y Sammy se estaban entrometiendo en sus asuntos y en los de sus nuevos socios, un cartel colombiano que estaba montando una ruta de tráfico de cocaína entre Sudamérica y África Occidental y de allí a Europa.

El lugarteniente de LeRoux, Joseph Hunter, un exsargento e instructor de tiro del ejército de Estados Unidos, había recibido fotografías de Casich y Sammy y un informe detallado de su rutina cotidiana. Las fotos mostraban a Casich y Sammy reuniéndose en diversos lugares de Monrovia. Hunter, que se enorgullecía de su eficiencia y su sangre fría como sicario mayor de LeRoux, colgó las fotografías en una pared del piso franco que ocupaban los mercenarios y les dijo a Gögel y a su colega Tim Vamvakias, un expolicía militar estadounidense, que memorizaran aquellas caras e idearan un plan de ataque.

Los mercenarios concluyeron que Sammy no sería muy difícil de localizar. Era un tipo joven y un poco chulo, de piel morena, ojos negros y sonrisa malévola, que se vestía en plan macarra de la Costa Oeste, con camiseta negra, pantalones militares también negros y gafas de sol Oakley.

Reconocer al agente americano sería más difícil. Pálido y de edad madura, estatura y peso medios, vestía chaqueta imper­meable, polo y pantalones chinos y se parecía a todos los ejecutivos en viaje de negocios que transitaban por cualquier aeropuerto u hotel del mundo. Su aspecto anodino no era cosa del azar. Como sabían los jugadores de ambos bandos, la primera norma para viajar anónimamente era confundirse con el entorno. Para un agente de la DEA, eso equivalía a llevar pantalones de colores discretos, cómodos y holgados para caminar desahogadamente, o por si había que echar abajo una puerta, trepar por una pared o saltar por una ventana; calzado que permitiera correr, sencillo, nada de colores chillones; y camisa y chaqueta en tonos pardos y con bolsillos suficientes para guardar el arma, la placa, las esposas y dos o tres teléfonos móviles (un agente debía tener al menos un teléfono por cada una de las identidades que asumía). Nada de pantalones cortos: eso quedaba para el gimnasio. Y los trajes eran para fiestas de graduación, bodas, juicios de divorcio y funerales.

Durante los cuatro vuelos que tuvo que tomar para ir de Phuket a Monrovia, Gögel hizo caso omiso de la recomendación de Hunter de no llamar la atención y del refrán que solía usar su abuela: Man soll das Fell des Bären nicht verteilen, bevor er erlegt ist, «No vendas la piel del oso antes de haberlo matado». Su llamativo atuendo playero era su manera de celebrar que Vamvakias y él estaban a punto de embolsarse 80 000 dólares de prima por aquel trabajo que esperaba fuera el primero de muchos. LeRoux y los colombianos tenían muchos enemigos. Si liquidaban a unos cuantos, se harían ricos.

—Yo me divierto, la verdad —le dijo Gögel a Hunter cuando estaban planeando el ataque—. Me encanta dedicarme a esto. Estoy muy contento con mi trabajo ahora mismo.

Las cosas, sin embargo, no habían salido como esperaba el joven alemán. Ahora, esposado al asiento de un jet, retorcía inútilmente los brazos inflados de esteroides. El avión esperaba en la pista con los motores al ralentí mientras el piloto y el copiloto marcaban el rumbo con destino a un pequeño aeródromo privado de White Plains, Nueva York. Desde allí, Gögel sería trasladado a un juzgado federal de Manhattan.

Las esposas le permitían llevarse la mano a los labios. De cuando en cuando, besaba un trozo de papel en el que tenía anotado el número de móvil de una chica rusa a la que había conocido en Phuket. Debía de estar loco por ella, porque el lamento agudo que acompañaba a aquel gesto no parecía muy propio de un tipo tan grandullón. Lo lógico sería pensar que, después de haber pasado años mirando al género humano a través de una mira telescópica, sus impulsos románticos habrían quedado hechos trizas. Pero el amor es así de extraño.

Vamvakias estaba esposado al fondo del jet, casi desmayado. A sus cuarenta y un años, aquel tipo flaco, originario de San Bernardino (California), llevaba más tiempo que Gögel en el oficio. Como declararía posteriormente ante el tribunal, había pasado trece años de servicio en el ejército, ocho de ellos como adiestrador de perros especializados en detección de explosivos y miembro de un equipo de intervención rápida de la policía militar. Nunca había ido en misión a una zona de guerra, pero tras retirarse en 2004 había trabajado como contratista del ejército especializado en el manejo de perros artificieros en Doha (Catar) y Kandahar (Afganistán). La última vez le despidieron por mentir sobre su diabetes. Su salud se estaba deteriorando y presentía que esta vez no iba a tener suerte.

El más joven de los dos no paraba quieto. Se movía y hacía muecas. Contribuía a ello el hecho de que Taj, un agente de la DEA de treinta y cuatro años y mirada intensa, se hubiera sentado frente a él y le explicara, no sin cierta amabilidad, que sería el encargado de atenderle durante el viaje. Al abrocharse el cinturón, Taj sonrió a la asistente de vuelo y le dijo que le diera al surfero otra Pepsi y que no, no podía hacer nada por aliviar la incomodidad del pasajero, por más pena que le diese. El guapo alemán acababa de cumplir veintisiete años y su vida tal y como la conocía había terminado. Le esperaban veinte años de prisión, más o menos, en una celda de siete metros cuadrados. Cuando saliera en libertad, sería un cincuentón pálido y fondón. (De hecho, tanto Gögel como Vamvakias se declararon culpables de conspiración para asesinar a un agente de policía y a un colaborador, así como de otros delitos graves, y fueron sentenciados a 240 meses de cárcel cada uno).

Taj no se compadecía de Gögel. En su opinión, pasar veinte años en el trullo era lo mínimo que se merecía aquel machote de mierda. Taj había vuelto hacía poco de Afganistán, donde había pasado cuatro años infiltrado creando una red de informantes dentro de las filas del movimiento talibán y del cartel de la heroína que lo financiaba. Había visitado a menudo zonas de guerra acompañando a tropas de operaciones especiales estadounidenses y aliadas, y había visto morir a muchos soldados, a chavales decentes, más jóvenes que él y que Gögel, desangrados por culpa de bombas muy parecidas a las que el jefe de Gögel, LeRoux, vendía a Irán para que acabaran en manos de terroristas. El agente miraba al detenido con una mezcla de fría rabia e irónica indiferencia. Habían estado en Afganistán al mismo tiempo y supuestamente del mismo lado. Pero Taj se preguntaba a cuántos civiles habría disparado el alemán solo para comprobar que su arma funcionaba.

Poco antes del despegue, Taj, que vestía un chaquetón azul marino con las siglas DEA impresas en grandes letras amarillas, se inclinó hacia Gögel, clavó en él unos ojos que parecían agujas al rojo vivo y le soltó:

—¿Me reconoces?

Gögel le miró fijamente y meneó la cabeza.

Luego sus ojos se dilataron. «¡Qué cojones! ¿Sammy el Libio? ¿Es policía?». Fue entonces cuando empezó a sollozar. Acababa de darse cuenta de que todo aquello había sido una trampa, puro teatro, una estratagema para atraparlos. Y él había picado el anzuelo. Taj era el hombre al que había ido a matar a Monrovia. Se miraron el uno al otro a través de un abismo insalvable.

Taj había disfrutado de ciertas ventajas de las que carecía su objetivo. Gögel había tenido una infancia triste pero convencional. La de Taj era todo lo contrario: aunque arropada siempre por el cariño incondicional de su familia, se había visto asediada por una sociedad al borde del estallido. Nacido en Kabul en 1979, meses antes de la irrupción de los tanques soviéticos, pasó sus primeros diez años de vida entre el fuego cruzado de los combatientes muyahidines y las tropas soviéticas que ocupaban Kabul. Había pasado muchas noches acurrucado junto a su familia en el húmedo agujero que cavaron debajo de la mesa del comedor para protegerse de las bombas. A diario estallaban bombas en los alrededores de su casa y su escuela. Un tío suyo que era médico falleció al caer un cohete en el hospital en el que trabajaba atendiendo a los heridos. A sus abuelos y a otro tío los mataron a tiros y punta de bayoneta los soldados soviéticos que saquearon sus tierras.

En febrero de 1989, durante los últimos días de la ocupación soviética, la policía secreta del régimen comunista se propuso matar a su padre, un ingeniero que trabajaba en la sección de relaciones institucionales de la embajada de Estados Unidos. Ya antes había sufrido torturas, acusado de ser un espía. Un amigo que trabajaba en los servicios secretos les advirtió a su esposa y a él que debían marcharse inmediatamente del país. Se vieron obligados a tomar una decisión terrible. Enviaron a Taj, que entonces tenía diez años, y a sus dos hermanas adolescentes con un contrabandista que prometió llevarlos a Pakistán por el paso de Khyber. Ellos arroparon al bebé y subieron a un camión conducido por otro contrabandista. Dividieron la familia confiando en que, si los paraban y acababan muertos a tiros, sus hijos mayores sobrevivieran.

Taj dejó su infancia en las laderas heladas de las montañas del Hindu Kush, por encima de Tora Bora. Su padre le había dicho que ahora él era el hombre de la casa y que tenía que llevar a sus hermanas mayores a lugar seguro, cruzando los traicioneros pasos de montaña. Taj sabía que las vírgenes alcanzaban un precio muy alto en los bazares. Sabía también lo que tenía que hacer: vigilar, esconderse, no dormir nunca y mantenerse siempre en marcha. Milagrosamente, la familia volvió a reunirse en Peshawar. Tras pasar un par de años dando tumbos, recalaron en una abigarrada localidad californiana llena de taquerías, restaurantes chinos y salones de tatuaje. Su padre encontró trabajo como ingeniero en una petrolera americana, pero andaban justos de dinero. Taj tenía dos o tres trabajos para pagarse los libros, el calzado, los estudios y sus caprichos. Llegó a la edad adulta reverenciando al dios de Mahoma, a Abraham y a Jesucristo, la Constitución de Estados Unidos, la ética del trabajo y el sistema educativo americanos, a Willie Nelson y las Harley-Davidson, no necesariamente en ese orden.

Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, se empeñó en enrolarse en los marines, pero desistió ante las súplicas llorosas de su madre («¡No más guerras!»). Cursó un máster en justicia penal e ingresó en la DEA porque prometieron destinarle a las calles en lugar de sentarlo detrás de una mesa y ponerle a traducir y redactar informes. Tenía alergia a los despachos. Ya en su primera semana en la DEA comenzó a trabajar como agente encubierto haciéndose pasar por un camello de difuso origen mediterráneo que vendía heroína y cristal. Con el tiempo, se especializó en interpretar el papel de agente de un cartel mexicano a pesar de que no hablaba ni una palabra de español, como no fuera el spanglish que había aprendido escuchando a sus amigos del instituto.

Para encarnar a Sammy el Libio ni siquiera tuvo que fingir el acento árabe, solo posar para unas fotos con pinta de macarra con dinero. Había descubierto que lo importante no era lo bien que hablara el idioma, sino la actitud. Con tal de que se comportara como un perdonavidas y se jactara del dinero que iban a ganar sus socios y él, nadie le preguntaría por sus orígenes familiares.

En 2009 regresó a su país natal con la misión de infiltrarse en el movimiento talibán y en el cartel de la heroína que le servía de apoyo. Los prósperos campos de amapola afganos habían convertido lo que debería haber sido un conflicto temporal en un atolladero permanente que se autofinanciaba. Taj, que podía reclutar informantes en farsi, darí y pastún, decidió emplear su don de lenguas y gentes en aliviar, hasta donde estaba en su mano, el sufrimiento de los afganos de a pie: de esos críos que vivían en la calle con un frío atroz, mendigando comida y monedas entre campos de minas, cementerios y albañales. Ya fuera por altruismo o por la mala conciencia del superviviente, el caso es que sabía que él mismo podía haber acabado en esa situación de no haber sido por un increíble golpe de suerte.

Como sucede siempre en las guerras, el plan de la DEA para desmantelar el cartel, acortar el conflicto y allanar el terreno hacia la estabilidad y la reconstrucción del país se vino abajo al primer envite. Dentro de la administración estadounidense, atajar el tráfico de heroína solo era prioritario para los agentes de la DEA. La heroína financiaba a los dos bandos de la guerra. Figuras destacadas de la élite política afgana, supuestamente prooccidentales, sacaban una buena tajada del narcotráfico. Los comandantes del ejército de Estados Unidos y la OTAN temían que atacar la producción de heroína provocara una reacción adversa. Los insurgentes talibanes tenían en la heroína su principal fuente de financiación para conseguir armas y apoyo logístico. Osama Bin Laden y sus seguidores no vendían directamente heroína —por lo menos hasta donde sabía la DEA—, pero Bin Laden contaba con la protección de los talibanes y las autoridades pakistaníes, que se beneficiaban del floreciente mercado del narcotráfico en el sur de Asia. Además de averiguar cómo funcionaba el tráfico de drogas, Taj y sus compañeros se centraron, mediante la labor de sus informantes y las escuchas telefónicas, en ayudar a las tropas estadounidenses y aliadas a localizar artefactos explosivos y alijos de armas, en impedir emboscadas y atentados, y en señalar el paradero de objetivos de especial interés. A instancias de los comandantes de operaciones especiales norteamericanos, Taj mandó informantes al otro lado de la frontera, a la región de Waziristán, al norte de Pakistán, para localizar a varios rehenes, entre ellos el soldado estadounidense Bowe Bergdahl, a una turista también estadounidense llamada Caitlan Coleman, a su marido, de nacionalidad canadiense, y a sus hijos, nacidos en cautiverio. Los informantes regresaron con las coordenadas de GPS de los complejos donde insurgentes afganos vinculados a los talibanes mantenían prisioneros a los rehenes.

En 2012, tras pasar cuatro años en zona de guerra, Taj fue trasladado a la División de Operaciones Especiales de la DEA y Milione le seleccionó para el Grupo 960. Era el mejor trabajo de la DEA, si a uno no le importaba vivir siempre con la maleta a cuestas. El equipo de Milione tenía autorización para ir a cualquier parte del mundo a desmantelar redes de tráfico de drogas, armas y blanqueo de dinero que desempeñaban un papel esencial en el funcionamiento de grupos terroristas y regímenes corruptos u hostiles.

Sus agentes entraban a menudo en conflicto directo con la CIA. El objetivo de la DEA era detener a contrabandistas de drogas y armas, pero a veces la CIA se veía en la necesidad de contratar a esas mismas personas y mantenerlas en activo a fin de obtener información. Podía hacerlo porque sus operaciones se desarrollaban en el extranjero, en secreto y fuera de la legalidad. Los agentes de la DEA, en cambio, se regían por leyes, normas y procedimientos con los que John Adams y Wyatt Earp podrían haberse identificado. Todo el mundo tenía derecho a un juicio justo. Nada de drones, ni de interrogatorios y cárceles secretas, ni de torturas, escuchas ilegales, juicios clandestinos, ejecuciones sumarias o asesinatos selectivos.

Wim Brown, mano derecha de Milione, dirigía el equipo para África del Grupo 960 cuando la DEA comenzó a investigar la organización de LeRoux. En plena investigación fue trasladado a Nairobi. Era un tipo de pelo cano, campechano e ingenioso, que no se alteraba por nada, como no fuera por Washington, que le sacaba de sus casillas. A las órdenes de Milione y Brown estaban los dos agentes asignados al caso LeRoux: Cindric, enérgico, hablador, simpático e impulsivo; y Stouch, reflexivo, meticuloso, racional y absolutamente de fiar. Cindric funcionaba en modo gran angular. Stouch, por su parte, ponía el zoom.

Taj se encargaba de las labores de apoyo. Para capturar a Gögel y Vamvakias, primero se hizo pasar por Sammy el Libio y luego actuó como escolta y custodio de Gögel. No estaba tan fuerte como el alemán —nadie en el contingente de la DEA lo estaba—, pero había estado en el frente, en lugares que muchos soldados no ven ni de lejos, y no iba a permitir que aquel macarra le amargara el día intentando escapar.

Gögel procedía de la apacible localidad alemana de Stadthagen, a una hora en coche de Hannover. Su madre murió de asma cuando él tenía tres años y su padre le dejó al cuidado de sus abuelos2. En 2007, a los dieciocho años y tras graduarse en la escuela de comercio, se alistó en el ejército alemán y descubrió que tenía una puntería excelente. Se convirtió en francotirador de la división Panzergrenadier, el equivalente a los Rangers del ejército estadounidense, y estuvo dos veces de misión en Kosovo. En 2010 se licenció con honores.

Los exmilitares con experiencia en electrónica y telecomunicaciones podían encontrar trabajo en empresas privadas, en el campo de la informática, o en cuerpos policiales. Los aviadores se hacían pilotos comerciales o ingenieros de vuelo. Pero en Europa occidental no había mucha demanda de francotiradores y Gögel derivó hacia lo que los exmilitares de las fuerzas especiales denominan «el Facebook mercenario» de los veteranos americanos y europeos en paro. No era una página de Facebook, literalmente, pero cumplía la misma función para los excombatientes que, al dejar el ejército, se encontraban desempleados y sin saber hacia dónde tirar y cuyo número se había multiplicado tras las intervenciones de Estados Unidos y la OTAN en Kosovo, Bosnia-Hergezovina, Irak y Afganistán. Hombres inquietos y amantes de la acción procedentes de muy distintos países coincidían en el frente o en unidades de recogida de información y centros de mando. Tras abandonar el servicio activo, muchos de ellos aceptaban trabajos en empresas de seguridad encargadas de proteger a diplomáticos, funcionarios de Naciones Unidas, mandatarios extranjeros, empresarios y cooperantes en zonas de conflicto. Los teléfonos inteligentes y las aplicaciones de mensajería instantánea como WhatsApp, Wickr, ProtonMail y Signal facilitaban el que estos exmilitares mantuvieran el contacto e intercambiaran información acerca de posibles oportunidades de trabajo.

Tras trabajar una temporada como guardia de seguridad en una cadena de televisión de Kabul, Gögel se trasladó al golfo Pérsico y al océano Índico, donde cumplió esa misma función en barcos mercantes que transitaban por las aguas infestadas de piratas de Somalia. Los largos días y las largas noches que pasó a bordo de cargueros le permitieron dedicarse a su actividad favorita, el culturismo. Usaba las maromas de los barcos para entrenarse, hacía decenas de flexiones sobre los nudillos y con los dedos de los pies apoyados en equilibrio sobre cubos, y se atiborraba de esteroides.

A principios de 2013 contactó con Hunter, un estadounidense de carácter más bien hosco, originario de Kentucky, que se hacía llamar Rambo. Con su calva reluciente, sus pómulos marcados y sus bíceps descomunales, Hunter era, en efecto, una especie de Rambo. Como afirmaría posteriormente Gögel en la solicitud de clemencia que presentó ante el tribunal que le procesó en Nueva York, se dejó encandilar por las fanfarronadas de Hunter, que presumía —falazmente, casi siempre— de haber participado en operaciones especiales y decía llevar una vida ascética consagrada a perfeccionar su cuerpo y su mente. Hunter aseguraba, además, estar al mando de lo que Gögel definió como «un grupo de seguridad especializado en la protección y escolta de clientes de perfil alto». Gögel se aferró a él, como confesaría posteriormente, «no solo como mentor sino como figura paterna, cosa que no había tenido hasta entonces. Hunter parecía ofrecerme todo lo que yo había soñado, proyección profesional y una familia. Parecía que por fin iba a encarrilar mi vida».

Pero Gögel malinterpretó las intenciones de Hunter. El americano no quería ejercer de papá de nadie. Se dedicaba a contratar mercenarios para LeRoux, que le había encargado buscar «tipos capaces y que no le hagan ascos al trabajo sucio»3. O sea, asesinos a sueldo. Lo que LeRoux entendía por «capaces» dependía de la tarea. Los filipinos e israelíes que trabajaban en los centros de atención al cliente de su negocio de venta online de productos farmacéuticos tenían que ser limpios, educados, discretos y hábiles a la hora de procesar pedidos mediante tarjeta de crédito.

Para su equipo de seguridad, LeRoux quería veteranos del ejército de Estados Unidos y la OTAN en excelente forma física, disciplinados y dispuestos a cumplir órdenes sin rechistar. No estaba contento con dos de los matones que había contratado Hunter como sicarios: Adam Samia y Carl David Stillwell, dos civiles en baja forma física que vivían en Roxboro, Carolina del Norte, y se dedicaban a coleccionar armas y a fantasear con convertirse en soldados de fortuna. A principios de 2012 llevaron a cabo un golpe por encargo de LeRoux: el asesinato de una joven llamada Catherine Lee que había trabajado como agente inmobiliaria para LeRoux buscando fincas caras que él compraba a través de testaferros. LeRoux sospechaba que Lee le birlaba dinero y ordenó su muerte. Samia y Stillwell hicieron una chapuza y dejaron un rastro de pruebas tan llamativo como una avenida de Las Vegas a medianoche. Si en el momento en que Gögel partió hacia Monrovia nadie había relacionado aún a LeRoux con el asesinato de Catherine Lee fue porque LeRoux pagó ingentes cantidades de dinero a una larga lista de policías y funcionarios filipinos.

LeRoux dejó claro a Hunter que la siguiente remesa de mercenarios debía estar compuesta por pistoleros veteranos dispuestos a matar a desconocidos a razón de 25 000 dólares por cabeza. La lista de personas a las que deseaba quitar del medio iba en aumento y no quería más errores que permitieran a policías y funcionarios corruptos asiáticos y africanos sacarle más dinero. No quería, por otro lado, que sus sicarios fueran demasiado listos, porque podían replicarle o incluso negarse a aceptar ciertos encargos. Y no estaba dispuesto a permitir que nadie le cuestionara. No quería a su alrededor gente que tuviera criterio propio. Ya se encargaba él de pensar por todos.

Gögel cumplía todos esos requisitos. Era un semidiós bello, duro como el mármol, obediente, con ganas de pasárselo bien, no muy listo y, al parecer, completamente amoral. Los alicientes que llevaba aparejado el trabajo le entusiasmaban: un piso en la isla de Phuket, playas de arena blanquísima, euros a montones, todo el éxtasis que quisiera, un gimnasio en el que cultivar sus abdominales y entrada libre a clubes de alterne donde chicas y travestis se trepaban a su cuerpo como si fuera un mástil de baile. LeRoux y Hunter habían situado adrede la base del equipo de mercenarios cerca de Patong Beach, en Phuket, la capital mundial del turismo sexual, un lupanar a gran escala donde todos los días es carnaval: cláxones, malos olores, luces de neón cegadoras, música a todo volumen, chupitos de tequila, el club Suzy Wong, el XTC y muchos más.

Aparte de ofrecer diversiones a mansalva para distraer al tipo de jóvenes sin compromiso que buscaba LeRoux, en Phuket era fácil que un grupo de esa índole pasara desapercibido. No era un punto de reunión tradicional de mafiosos. Había gente y coches por doquier, y turistas de juerga por las calles a todas horas. De noche, las carreteras de la playa se llenaban de estudiantes, soldados y marineros de permiso, y de jóvenes profesionales que, tras escapar de sus oficinas, iban hasta allí a mezclarse con putas, drag queens, disyóqueis, gogós, bármanes, mujeres que escenificaban espectáculos sexuales con otras mujeres o con serpientes, masajistas, camareras, más putas, y mujeres que disparaban pelotas de pimpón y dardos con la vagina.

Ese día en particular, sin embargo —el 25 de septiembre de 2013—, había en Phuket un grupo de extranjeros que no buscaba diversión en los clubes.

Cindric, Stouch y Milione estaban allí para efectuar detenciones. Llevaban siguiéndoles la pista a Paul LeRoux y a sus secuaces desde diciembre de 2011 y habían señalado el 25 de septiembre como Día de Derribo. Su intención era desmantelar el núcleo más peligroso de la organización de LeRoux, es decir, su escuadrón de mercenarios y su equipo de contrabandistas de drogas y armas.

El grado de dificultad de la operación era extremo. Cualquier cuerpo de policía convencional la habría considerado una locura. Para empezar, el equipo de seguridad de LeRoux, formado por cinco sicarios, operaba a escala global. Sus miembros estaban entrenados para detectar y eludir la vigilancia.

Para incriminar a dos de ellos —Gögel y Vamvakias— y efectuar detenciones, Cindric y Stouch idearon la compleja estratagema que se desarrolló en Liberia.

Para crear la escenografía necesaria, Milione, haciéndose pasar por un agente de la CIA llamado Casich, y Taj, en el papel de Sammy el Libio, se infiltraron en Monrovia. Hubo que elaborar correos electrónicos verosímiles y un informe de vigilancia pormenorizado para simular que un cartel colombiano espiaba a Casich y Sammy, los «objetivos» del plan de asesinato. Los agentes encubiertos escenificaron encuentros clandestinos en clubes nocturnos de Monrovia y fueron fotografiados con iPhones de baja resolución. Hubo que comprar trajes y disfraces y generar pruebas documentales falsas: billetes de avión, habitaciones de hotel, alquiler de coches y otros medios logísticos. Para detener a los sicarios y sacarlos del país bajo custodia de la DEA, fue necesario informar a las autoridades liberianas. Todo ello bajo la presión constante de saber que un solo error o un chivatazo podía dar al traste con toda la operación.

La operación, ardua de por sí, tenía además cinco flancos, lo que quintuplicaba su dificultad. Había que montar una segunda emboscada en Tallin (Estonia) para detener a otros dos sicarios de LeRoux —Soborski y Filter—, enviados allí para llevar a cabo otra misión ficticia. Y había que detener a otros seis en tres ubicaciones distintas de Phuket (Tailandia).

Por si eso fuera poco, era necesario sorprender y reducir a todos los objetivos, y todas las detenciones debían efectuarse simultáneamente para que no pudieran alertarse unos a otros mandándose un simple mensaje de texto. O, si eran listos, para que no se telefonearan o escribieran a una hora acordada previamente. La clave del éxito estaba en el silencio. Había que preparar minuciosamente la operación para que el Día D todo funcionara como un reloj. Nada —ni las complicaciones con las autoridades locales ni las condiciones meteorológicas— podía retrasar las redadas.

La operación en Estonia requirió una escenografía y una logística similares a las de Monrovia. Las tres redadas llevadas a cabo en Phuket —con ayuda de un equipo de fuerzas especiales de la policía tailandesa y una unidad de élite de la policía secreta— tenían como objetivo detener a Hunter y a otros cinco individuos a los que se había identificado previamente, mediante mensajes y reuniones clandestinas, como cabecillas de una rama del imperio de LeRoux que traficaba con metanfetamina procedente de Corea del Norte, cocaína sudamericana y pequeñas armas de diversos países.

El Día de Derribo era una de las operaciones más audaces y ambiciosas que habían emprendido nunca las fuerzas policiales estadounidenses. Para Cindric, Stouch y Milione, sin embargo, era pura rutina: una operación más del Grupo 960, tan estresante como otra cualquiera. Eran conscientes de que si en cualquiera de los tres teatros de operaciones alguien metía la pata (si un funcionario local corrupto o incompetente se iba de la lengua; o si un agente de la CIA celoso o un diplomático estresado cometían un desliz), todo el plan se desplomaría y se haría añicos como una bola de discoteca. No habría sido la primera vez. ¿Y quién podía asegurar que no volvería a ocurrir?

Milione, Cindric y Stouch no veían otra forma de proceder. Milione les dijo a los dos agentes que «previeran tantas contingencias como fuera posible» al preparar las detenciones. «Cada paso del plan tenía que esta coreografiado, como un baile». En cuanto dieran la señal de salida, ya no habría marcha atrás.

Las detenciones entrañaban, además, un peligro manifiesto no solo para los agentes de la DEA, sino para sus colaboradores de los cuerpos de policía locales y para los civiles que pudieran verse sorprendidos por ellas. Los cinco sicarios de LeRoux eran tiradores expertos. Los otros cinco sospechosos —los contrabandistas— eran delincuentes profesionales que llevaban décadas sobreviviendo en las calles y se habían convertido en objetivos de importancia geoestratégica tras montar una red de contrabando que movía toneladas de metanfetamina casi pura producida industrialmente por un proveedor norcoreano que parecía contar con la protección del régimen dictatorial de Kim Jong-un. Esta red proporcionaba millones de dólares a un estado hostil, ansioso de capital líquido y sometido a fuertes sanciones internacionales, que intentaba desarrollar armas nucleares y misiles balísticos con alcance suficiente para llegar a territorio estadounidense. El objetivo inmediato era privar de efectivo a Corea del Norte. Pero, aparte de eso, los agentes de la DEA tenían un plan a más largo plazo. Pensaban que, si conseguían introducirse en el tráfico norcoreano de metanfetamina, podían recabar información valiosísima sobre los medios por los que Corea del Norte conseguía eludir los controles internacionales y recaudar dinero para financiar su programa armamentístico.

Los contrabandistas de LeRoux tenían, además, otros planes en marcha. Desentrañar estos planes proporcionaría a las autoridades pistas de gran interés sobre el tráfico de armas de corto alcance en países y regiones inestables. Estaban haciendo tratos con funcionarios del ejército chino que se ofrecían a venderles SAM, misiles antiaéreos codiciados por terroristas de todas partes; con traficantes de armas y mercenarios sudafricanos blancos; y con una banda de traficantes de armas serbios a los que apodaban «los criminales de guerra».

Al principio de la operación, con ayuda de tres informantes infiltrados de la DEA, Cindric y Stouch hicieron creer a Hunter que LeRoux quería que Casich y Sammy fueran asesinados en Monrovia. Estos infiltrados —de los que hablaremos más adelante— eran tres «representantes de un cartel colombiano» que se hacían llamar Diego, Geraldo y Georges, y un piloto de avionetas francés que les fue presentado a los mercenarios como su enlace con LeRoux, factótum y proveedor de armas ytransporte. Hunter asignó el trabajo de Monrovia a Gögel y Vamvakias. Les dijo que planearan con exactitud cómo iban a llevarlo a cabo, con la máxima discreción y sin dejar pistas que vincularan a LeRoux con los asesinatos. Les proporcionó, además, el «informe de vigilancia de los colombianos» que él creía que procedía de LeRoux y de sus socios del cartel, y que de hecho habían elaborado los propios agentes de la DEA ilustrándolo con fotografías de Milione y Taj.

Gögel y Vamvakias idearon un plan tan brutal y sanguinario como los videojuegos a los que eran aficionados, debatiéndolo en diversas conversaciones que quedaron recogidas por las cámaras y micrófonos ocultos de la DEA.