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La democracia ateniense de los siglos V y IV a. C. es el ejemplo más famoso y quizás el más perfecto de democracia directa. Cubriendo el período 403-322 a. C., Mogens Herman Hansen se centra en los últimos treinta años cruciales, que coincidieron con la carrera política de Demosthenes. Hansen distingue entre las siete instituciones políticas de la ciudad: la Asamblea, los nomothetai, el Tribunal Popular, las juntas de magistrados, el Consejo de los Quinientos, los Areópagos y los ho boulomenos. Analiza cómo los atenienses concibieron la libertad tanto como la capacidad de participar en el proceso de toma de decisiones como el derecho a vivir sin la opresión del estado u otros ciudadanos. Examina la democracia ateniense como sistema político y como ideología. Al describir el primero, distingue entre los tres principales órganos de toma de decisiones (la Asamblea, los Legisladores y los Tribunales del Pueblo), y los magistrados responsables de preparar la agenda de la legislatura y de llevar a la práctica sus decisiones. Al discutir la ideología democrática ateniense, el libro también hace una distinción importante entre los ideales de los demócratas mismos y los que les imputan los críticos de la democracia.
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La democracia ática in memoriam.
A modo de introducción
Andrés de Francisco
La gran democracia ateniense es hoy un sistema extraordinariamente bien conocido por los estudiosos y los eruditos. Sin embargo, la ingente cantidad de literatura especializada de extraordinaria calidad escrita en las últimas décadas, entre las que destaca sin duda este libro de Mogens H. Hansen que el lector tiene entre sus manos,[1] no ha impedido que el discurso político contemporáneo la ignore por completo. Denostada y temida durante siglos, hasta bien entrada la modernidad, luego respetada e incluso admirada a medida que se abre paso el ideal democrático moderno, la democracia ateniense es hoy la democracia mejor conocida de la Antigüedad y, a la vez, una gran olvidada.[2] Y ello pese a haber sido —durante su dilatada y dinámica historia— un extraordinario laboratorio de experimentación política y el escenario en el que se forjaron —en gran medida, contra ella— las líneas maestras del pensamiento político occidental. Incluso los que más deberían admirarla —los intelectuales de izquierdas, los demócratas— no la toman en serio como referencia ideológico-cultural y político-institucional. Tomarse en serio el maravilloso entramado de leyes, instituciones, prácticas, creencias y valores que fue la democracia ateniense de los siglos V y IV a. C. no significa pretender importarla o copiarla. Son demasiadas las diferencias entre el mundo griego antiguo y el nuestro como para pretender tal cosa. Tomársela en serio significa estudiarla a fondo, captar y apropiarse su esencia y tener presentes —con todas sus limitaciones— sus intuiciones más profundas, así como las intenciones subyacentes a su modus operandi.
I
Lejos de eso, lejos de despertar la admiración debida y un genuino interés, suele haber una cierta impaciencia por despacharse aquel régimen político. En auxilio de esa impaciencia acuden dos argumentos críticos muy usados, aunque de profundidad variable y en absoluto concluyentes.
Al primero de ellos lo llamaré «argumento de la complejidad». Dice más o menos lo siguiente: la democracia ateniense estaba muy bien, pero… en realidad era un sistema muy simple porque aquella sociedad de entre veinte y cuarenta mil ciudadanos era también muy simple. Nuestras modernas sociedades, por el contrario, son altamente complejas y, por tanto, sería inviable en la actualidad un sistema semejante al ateniense. El argumento parece sensato: las actuales poblaciones de millones de habitantes serían ingobernables mediante democracias participativas, directas y asamblearias. De acuerdo. Sin embargo, eso no basta para sacudirse aquel modelo de autogobierno popular. Por varias razones. Primero: como ya dije, admirar aquella república legendaria como modelo de democracia no significa pretender trasladarla tout court al mundo contemporáneo. Segundo: el libro de Hansen demuestra muchas cosas, pero una muy claramente: la democracia ateniense no tenía nada de simple. Resulta difícil, en efecto, asimilar la maraña de procedimientos de selección y filtro de magistrados, los complejos y minuciosos mecanismos de «frenos y contrapesos», de sorteo, rotación y accountability, la riqueza argumentativa de sus discursos, la densidad de su diplomacia y vida militar, la diferenciación social —por estatus y clase— de su población, ciudadana y no ciudadana, etc. Donde quiera que miremos, la ateniense no era una sociedad simple. Con su amplia población campesina, era a la vez una sociedad urbana y comercial. Por eso había una clara diferenciación entre campo (mesogea) y ciudad (asty); y hasta una zona costera también diferenciada llamada paralia, que albergaba el célebre puerto del Pireo y a gran parte de su proletariado. Era un Estado (además de una ciudad), esto es, una polis. Pero un Estado que administraba un imperio marítimo. Los atenienses eran reflexivos, dinámicos, creativos, osados, inquietos: eran —por utilizar el término de Tucídides— polypragmones. El término es tan plástico que habla por sí mismo.[3] La vida ateniense estaba impregnada de vida política, de palabra, retórica y deliberación. En su ágora y sus tribunales y su Asamblea había conflicto de intereses y pluralidad de opiniones y preferencias, pero también medios complejos de resolución del conflicto y de toma de decisiones. Hansen da buena cuenta de la enorme riqueza y complejidad del día a día de aquella polis casi inverosímil. Si hubo democracia no fue gracias a la baja complejidad de la sociedad ateniense y, por extensión, del mundo antiguo. Mutatis mutandis, si en el mundo contemporáneo hay poca democracia, o democracias de baja calidad, u oligarquías disfrazadas de democracia, no es debido a la alta complejidad del mundo contemporáneo. R. Dahl está en lo cierto al pensar que el tamaño, el pluralismo y el capitalismo industrial de la sociedad moderna hacen impensable rebasar el marco poliárquico de la democracia representativa. Pero él mismo reconoce que la descentralización y la propia pluralidad organizacional de la sociedad moderna abren espacios menos complejos —microespacios— donde podrían darse formas directas y participativas de autogobierno democrático.[4] Y, sin embargo, no se dan. La mayoría de las comunidades de vecinos —que son muy simples— se gobiernan muy autocráticamente, entre otras cosas, porque los vecinos prefieren no ir a las reuniones de la comunidad, y delegan o se ausentan. Otras muchas instituciones de la sociedad civil, desde los clubes a las iglesias pasando por los partidos políticos y otras asociaciones intermedias, se gobiernan autocrática u oligárquicamente, aunque su complejidad es menor que la de la Atenas clásica. La democracia es un sistema muy exigente que cansa, que consume tiempo y esfuerzo, y a menudo decepciona. Pero cansa al margen de la complejidad del sistema en cuestión. Asimismo, el capitalismo industrial —que sin duda añade complejidad al mundo moderno— abre también la posibilidad de ensayar modelos de democracia industrial y formas cooperativas de autogestión obrera. Y, sin embargo, la mayoría de las empresas se gobiernan autoritariamente con una clara jerarquía de mando inscrita en las relaciones de propiedad y en la estructura de clases del capitalismo. Puede admitirse que la sociedad ateniense era relativamente simple comparada con las sociedades contemporáneas. Puede incluso pensarse, como hizo Danilo Zolo en su momento, que la complejidad del mundo contemporáneo es tal que invita a buscar modelos postrepresentativos de democracia mejor adaptados a la sociedad del capitalismo globalizado.[5] Pero el argumento de la complejidad no vale o es de alcance limitado para entender la democracia ateniense. De una (supuesta) baja complejidad social, no se sigue la democracia, y mucho menos una democracia tan desarrollada como aquella. Esparta, sin ir más lejos, era una sociedad más simple —amén de cerrada— que la ateniense, y no era una democracia, sino una oligarquía. Y, a la inversa, muchos elementos de la democracia ática podrían ponerse en práctica en sociedades altamente complejas para hacerlas más democráticas. Pero no se ponen en práctica.
El segundo argumento en contra de la democracia ateniense es el argumento de la esclavitud. «Sí —viene a decirse—, aquel sistema era muy interesante, pero… los atenienses tenían esclavos». En realidad, este argumento tiene dos variantes, una con más enjundia que la otra. En la primera variante, la esclavitud se utiliza para la descalificación moral. Aquel régimen podía ser muy avanzado en muchas cosas, de acuerdo, pero tenía esclavos, y la esclavitud es algo deleznable. La democrática sociedad ateniense era, pues, una sociedad esclavista y, en cuanto tal, no tiene mucho que enseñar a las sociedades modernas, las cuales han entendido que todos los seres humanos hemos nacido iguales y tenemos los mismos derechos. A mi entender esta es la variante con menos enjundia del argumento de la esclavitud, aunque muy utilizada, al menos en la conversación informal.
La esclavitud es efectivamente deleznable. No hay dignidad humana sin libertad. Dicho esto, la variante anterior tiene poca enjundia por varias razones. Primera y fundamental: no es ni puede ser una crítica contra la democracia antigua, porque todo el mundo antiguo —al margen del régimen— era un mundo o un modo de producción esclavista. En las monarquías, en las tiranías, en las oligarquías, en las democracias…, en todos los regímenes del mundo antiguo había esclavos. Por lo tanto, ese factor, al ser una constante transversal, no dice nada sobre la democracia per se. Entender aquella democracia exige, precisamente, dejar en suspenso la esclavitud, esto es, aplicar el principio analítico básico del ceteris paribus y centrarse en las diferencias entre la democracia y el resto de los regímenes políticos, sobre todo, la oligarquía. Es lo que hace Aristóteles en la Política, y creo que habría que seguir su ejemplo. Pero, además, esta variante del argumento de la esclavitud deja traslucir, de forma autocomplaciente, un discutible aire de superioridad moral del mundo moderno con respecto al mundo antiguo. Sin duda, la idea de los derechos fundamentales del hombre, como programa universalizable de garantías de libertad personal, es un avance moral. Sin embargo, pese a la abolición formal de la esclavitud, el mundo contemporáneo está muy lejos de haber materializado ese programa de universalización de los derechos. Está muy lejos, y podría argumentarse que está alejándose día a día. Aparte de que todavía hay esclavos en el sentido pleno del término,[6] (1) a los gobiernos representativos modernos les costó mucho abolir la esclavitud.[7] Más aún, la Declaración de Independencia estadounidense de 1776 y la Constitución de 1787/9, cuyos modernos valores e ideales seguimos admirando hoy en día, son documentos que se firmaron cuando en la joven América había una amplia población de esclavos negros carentes de los derechos inalienables que el Creador parecía haber otorgado a todos los hombres en condiciones de igualdad (y —añadamos— las mujeres no tenían derecho político alguno, pues no pudieron votar hasta 1920). Además, (2) hay formas de esclavitud camufladas detrás de muchas relaciones sociales aunque en ellas nadie sea contractualmente propiedad de nadie. Sin miedo a exagerar, hay mucha «esclavitud» de facto en el mundo del trabajo del capitalismo contemporáneo: recordemos que Adam Smith decía que los obreros industriales eran los ilotas del mundo moderno. Ello se debe a que ese mundo del trabajo está lleno de vulnerabilidad, precariedad y dependencia. Y eso hace que la gente no sea realmente libre, que no pueda «vivir como quiere», que es lo que de verdad significa ser libre, y no esclavo. El mundo contemporáneo enarbola la bandera de los derechos humanos, pero la libertad real, que exige medios materiales, está muy desigualmente repartida y en muchos casos —demasiados— es tan escasa y pálida que los individuos más vulnerables, lejos del vivere libero, tienen que conformarse con sobrevivir en el duro reino de la necesidad (Marx decía —creo que con bastante razón— que la libertad empieza allí donde acaba aquel reino de la necesidad). Por si lo anterior fuera poco, la democracia ateniense hizo más que ningún régimen antiguo por dignificar la vida de (la mayoría de) sus esclavos. Hansen explica, por ejemplo, que los esclavos participaban en el comercio y los oficios junto con los ciudadanos y los metecos, y a menudo en pie de igualdad, recibiendo el mismo salario (tres dracmas diarios a finales del siglo V), y podían asistir a muchas ceremonias (incluido el teatro). Había una buena cantidad de esclavos públicos (demosioi), que recibían un subsidio público, y había incluso una minoría privilegiada de esclavos que podían ser banqueros, capataces en los talleres o administradores de confianza de las posesiones de sus amos; si bien la mayoría de los esclavos atenienses eran oiketai, es decir, esclavos domésticos. Los críticos de la democracia ateniense protestaban porque creían que hasta los animales gozaban allí de gran libertad: «y así también los caballos y los asnos —escribe Platón— se acostumbran a andar con toda libertad y solemnidad, atropellando a quien les salga al paso, si no se hace a un lado; y del mismo modo todo lo demás se halla pletórico de libertad».[8] Sin duda, la eleutheria (libertad) democrática se extendía más allá de los meros derechos de ciudadanía, que eran efectivamente el coto privado de los varones atenienses nacidos libres.
La otra variante del argumento de la esclavitud, como decía, tiene más enjundia. Viene a decir que la esclavitud fue una condición (socioeconómica) necesaria para el funcionamiento de aquella democracia, porque liberaba del trabajo a sus ciudadanos y les permitía participar en política y entregarse a la vita activa. Es indudable la importancia productiva del trabajo esclavo y su peso en el régimen de explotación del trabajo en el mundo antiguo, incluida la Atenas clásica,[9] si bien hay controversias respecto de su extensión en un sector fundamental de la economía ateniense, a saber, la agricultura.[10] Ahora bien, la pregunta crucial para nosotros no es sobre el peso económico relativo de la esclavitud, sino sobre si la democracia radical ateniense era parasitaria de dicha institución. Una respuesta afirmativa rotunda es imposible por la sencilla razón de que la base social de la democracia ática era justamente el mundo del trabajo libre: en su gran mayoría los ciudadanos atenienses tenían que trabajar para vivir, ya como trabajadores autónomos, ya como asalariados. Fueron estos últimos —los muchos pobres libres: los eleutheroi kaiaporoi—[11] los que dieron al régimen su perfil más distintivo: la democracia ateniense fue lo que fue porque sacó a la vida productiva (el bios poietikos) de su tradicional esfera subcivil de sometimiento y la integró en la praxis, es decir, emancipó políticamente el mundo del trabajo y le confirió la dignidad cívica de la que carecía en cualquier otro régimen del mundo antiguo. Es verdad que muchos ciudadanos tenían al menos un esclavo doméstico (aunque no está claro que todos los hoplitas dispusieran de uno como escudero y ni desde luego que los subhoplitas tuvieran esclavos en absoluto),[12] lo que facilitaba la participación del amo en política, pero de no haber sido por la remuneración pública, los aporoi jamás habrían inundado la Asamblea popular ni ocupado las magistraturas, con lo que el régimen habría sido bien distinto, tal vez, una oligarquía con igualdad formal de derechos políticos, una oligarkia isonomos, como habrían preferido Tucídides y Aristóteles. Con respecto a la agricultura hay diversas opiniones, pero yo me inclino por la de Jones, que reduce su importancia,[13] añadiendo a sus argumentos el que desarrolla Aristóteles para justificar su propuesta de una mesocracia de base campesina como alternativa a la democracia radical ateniense. El argumento de Aristóteles, en efecto, favorece al campesinado —como sostén ciudadano de su constitución mixta— por dos razones: porque los campesinos, siendo propietarios, no tienen razones para caer en la envidia democrática de lo ajeno y —más importante para nuestro razonamiento— porque el trabajo en el agro los mantiene demasiado ocupados como para acudir en masa a la Asamblea e inundarla como hacían los misthotoi en la Atenas democrática gracias a la remuneración.[14] Si el trabajo esclavo agrícola fuera tan extenso, los campesinos habrían tenido más libertad y el argumento aristotélico no tendría sentido. En definitiva, no puede afirmarse que la esclavitud fuera una condición sine qua non de la democracia, aunque en muchos casos facilitara la participación política de los ciudadanos. Quizá con la excepción del trabajo esclavo en las minas de plata de Laurión, el trabajo esclavo —en la industria, en el comercio— podría haberse sustituido por trabajo asalariado libre o meteco, y la estructura del régimen se habría mantenido inalterada.
Hansen llega a decir, con mucha razón, que el trabajo de las mujeres cumplió una función económica mayor que la esclavitud respecto a liberar a los hombres para la vida política. La exclusión de las mujeres atenienses de la plena ciudadanía —pero no del mundo del trabajo en el oikos, gran parte del cual era productivo y no meramente reproductivo— es la base principal de la crítica feminista a la democracia antigua. En realidad, es una modalidad del argumento de la esclavitud (también con su variante moral y su variante socioeconómica), y juntos tienen más importancia que por separado. Pero nuevamente: (a) el mundo antiguo, independientemente del régimen político, fue un mundo patriarcal; (b) la función económica del trabajo de la mujer no hizo prescindible el misthos (la paga política). Otra cosa es que la condición de la mujer ateniense (más la de clase media y alta que la de clase baja) fuera objetivamente de sometimiento y reclusión en el oikos y el gineceo aun kyrios masculino, aunque la guerra y también la evolución de la sociedad ateniense fue aumentando su esfera de libertad personal,[15] hasta incluso desesperar a los críticos de la democracia,[16] sin olvidar la destacada función pública que siempre tuvieron las mujeres en el culto religioso.
En definitiva, ceteris paribus, lo específico de la democracia ateniense es el conjunto de innovaciones institucionales que permitieron que los muchos pobres libres gobernaran: demokratia no era otra cosa que el autogobierno popular de un demos ampliado al proletariado (masculino) antiguo. Y ese conjunto de innovaciones, a mi juicio, no han perdido interés para todo proyecto de emancipación social. Una sociedad emancipada —de hombres y mujeres libres e iguales— tiene que ser una sociedad profundamente democrática, sin privilegios autoperpetuados ni élites enquistadas en la estructura del poder social y político. Algo en lo que, con todas sus consecuencias, Atenas fue paradigmática.
II
Para entender ese original legado democrático ateniense es preciso entender que los regímenes políticos —con sus instituciones, sus prácticas, sus hábitos, con su ideología y su cultura política— no son regalos del cielo, sino construcciones humanas. En esa medida, los regímenes políticos no solo responden a, y reflejan, la estructura y dinámica de la sociedad, sus correlaciones de fuerzas, sus conflictos y fracturas, su distribución de intereses, sus coyunturas. Además, en cuanto que construcciones humanas intencionales, tienen una arquitectura funcional, es decir, sus instituciones, sus procedimientos de decisión, sus mecanismos de accountability, sus divisiones de poderes, etc., tienen consecuencias deliberadamente buscadas (y otras tantas no intencionadas), consecuencias beneficiosas para determinados grupos y no tanto para otros. Cumplen, pues, funciones específicas.[17] Este enfoque sociológico funcional de la política es el que practicaban los pensadores griegos, con Platón y Aristóteles a la cabeza, pero también los oradores y los historiadores. Explicaban los regímenes sociológicamente —con especial referencia a la distribución de la propiedad y la riqueza— y analizaban sus instituciones y prácticas por sus consecuencias, funcionalmente. ¿A qué intereses y fuerzas sociales respondía la democracia ateniense? ¿Qué consecuencias tenía —y buscaba— su diseño institucional? Estas son las preguntas claves para entender la originalidad de la democracia ateniense antigua. En realidad, son las preguntas claves para entender cualquier régimen político, antiguo y moderno.
Pues bien, ante todo, el diseño institucional de la democracia ateniense pretendía evitar una cosa: la oligarquía, es decir, que dominara el Estado una facción de minoría, y una muy concreta, a saber, la de los pocos ricos (y nobles). En realidad, es el objetivo contrario al que presidió la forja del constitucionalismo moderno y su gobierno representativo: evitar la hegemonía de la facción de mayoría, esto es, la de los muchos pobres, y preservar —pese al sufragio universal— el poder de los selected few.[18] Pónganse Lospapeles federalistas, el gran documento del constitucionalismo moderno,frente a la democracia ateniense y lo que obtendremos —en aspectos decisivos— es su negativo. Por cada mecanismo contramayoritario propuesto por Madison, Hamilton o Jay —el veto presidencial, el bicameralismo, el gran tamaño de los distritos electorales, el nombramiento indirecto de los senadores, la reeligibilidad de los representantes—[19] encontramos uno o varios mecanismos contraminoritarios de la democracia ática: el sorteo, la rotación obligatoria, la brevedad de mandatos, la publicidad y transparencia en la toma de decisiones, la masiva popularidad de los tribunales de justicia, la remuneración política…
En realidad, no hay continuidad entre la democracia antigua y la moderna; antes bien, hay ruptura deliberada y consciente. Tal vez no haya documento más claro de esa ruptura que el Federalista, en el que Madison establece una tajante diferencia entre república y democracia pura, esto es, entre gobierno representativo y ese otro sistema reo de las perversas facciones en el que los ciudadanos «se congregan y administran el gobierno en persona».[20] La moderna democracia representativa, antes bien, procede de otras fuentes, por un lado, del sistema de representación estamental de la Baja Edad Media y, por el otro, de la tradición de las constituciones mixtas que, pasando por el historiador Polibio, se remonta a Platón y Aristóteles, es decir, a los críticos de la democracia radical ateniense. No extraña, pues, que, como explica Hansen, la tradición de la democracia ateniense fuera una bella durmiente durante el largo periodo que media entre la Antigüedad y la Ilustración europea, más con dos características específicas:
No durmió solo durante cien años, sino durante casi dos mil, y no se despertó gracias al beso de un príncipe enamorado. Cuando despertó de su sueño, fue temida por príncipes, detestada por los filósofos y considerada imposible por los políticos. Siempre se vio a la democracia como el gobierno revolucionario de la chusma desgarrado por las facciones.[21]
Otra cosa es la tradición griega clásica. Esta pervivió, y filtró críticamente la visión de la misma democracia ática. En efecto, desde el Medievo hasta principios del siglo XIX, las fuentes principales son los libros III-VI de la Política de Aristóteles (recuperada hacia 1250), los Diálogos de Platón, el libro VI de las Historias de Polibio y, finalmente, las Vidas de Plutarco.[22] El currículum clasicista de los hacedores del mundo moderno —los radicales ingleses, los Jefferson, los Hamilton y los Madison, los revolucionarios franceses, desde Sièyes y Brissot hasta el mismo Robespierre— era fundamental y forjó sus ideas sobre el buen gobierno y la buena sociedad, pero era un currículum en el que la democracia se entendía polibianamente como oclocracia, y la república ideal, como constitución mixta. Para esta tradición las repúblicas de referencia eran Roma (sobre todo, la Roma del siglo y medio posterior a la expulsión de los reyes) y luego, a partir del Renacimiento, también la serenísima república de Venecia. No Atenas, que era considerada una forma pura y, por lo tanto, despótica de gobierno de mayoría. Cuando la tradición republicana miraba al mundo griego, prefería a Esparta y las leyes de Licurgo. Y cuando ocasionalmente centra la atención en Atenas, es para elogiar las reformas de Solón, no las de Clístenes (pese a Heródoto) y mucho menos las de Pericles y Efialtes.[23] En la selectiva preferencia por Solón coinciden los grandes ilustrados franceses y americanos: Rousseau, Montesquieu, Adams, Jefferson y Hamilton, por señalados ejemplos. Dejando a un lado la Ilustración alemana (que, influida por Winckelmann, siempre marcó su preferencia por Grecia frente a Roma, y por la Atenas del periodo clásico frente a la soloniana) habría que esperar al siglo XIX, y sobre todo a la gran obra de G. Grote —History of Greece,de 1847— para reordenar la cronología de la democracia ateniense, fijar en las reformas de Clístenes de 508 a. C. la fecha de su nacimiento y desplazar el interés desde Solón hasta Pericles e incluso Demóstenes, según las necesidades de cada momento.[24] Para ello, entre otras cosas, fue necesario que el liberalismo del siglo XIX perdiera el miedo a la democracia —cosa en la que Tocqueville tuvo mucho que ver— y la convirtiera en objeto de alabanza. Frente a esta tradición liberal que veía en Pericles —de la mano de Tucídides— el campeón de la libertad democrática, la tradición marxista —no menos decimonónica— volvería al Aristóteles de la Política y a su análisis de la democracia en términos de clase, riqueza y propiedad. En cualquiera de sus versiones, liberal o marxista, la democracia antigua fue rehabilitada desde entonces, y a menudo convertida en herramienta de la pugna ideológica. Así, por ejemplo, cuando el gran Moses Finley, desde la Universidad de Cambridge en los años ochenta del siglo pasado, reivindica la democracia antigua frente a la moderna, lo hace además para confrontar y contrarrestar los argumentos de «elitistas democráticos» como Lipset o Morris Jones, y cuestionar la ley de hierro de las oligarquías de R. Mitchels.[25] Y cuando Ste. Croix —frente a Finley y Max Weber— prefiere el concepto de clase al de estatus como la clave de bóveda de su interpretación del mundo antiguo, lo hace fundamentalmente por razones epistémicas, pero es insoslayable el trasfondo político de su elección. En el libro de la democracia antigua siempre se encontrarán páginas no escritas, pero sí leídas, desde, sobre y para nuestro propio tiempo.
III
Los demócratas atenienses eran muy conscientes del enorme poder que tiene la minoría rica para poner la ley y la política —con los enormes recursos del aparato del Estado— a su servicio. E hicieron todo lo posible por impedírselo. Así, impusieron el sorteo para la selección de magistrados en lugar de la elección, porque sabían que detrás de la elección existe la posibilidad de tejer redes clientelares que consolidan nichos de poder en torno a aquellos que pueden prebendar lealtades expresadas en el voto. Y extendieron el sorteo a la administración de justicia —a los dikasteria— porque entendían que esa era la mejor manera de evitar la corrupción de los jueces. El sorteo de jurados —así como su extraordinaria multitud— hacía prácticamente imposible que nadie pudiera corromper, o siquiera influir en, el proceso judicial. Así también, con las mismas consecuencias contraminoritarias y antioligárquicas, impusieron la rotación en los cargos como mecanismo de división diacrónica del poder, para evitar nuevamente su concentración en pocas manos y la formación de élites autoperpetuadas: el aristotélico «gobernar y ser gobernado por turno» fue así un principio básico de libertad política del pueblo ateniense. Asimismo, impusieron rigurosísimos mecanismos de rendición de cuentas a los cargos públicos, porque sabían que la opacidad y la falta de vigilancia fomentan la corrupción y facilitan la combinación de intereses plutocráticos y su confluencia en el Estado. Además, la transparencia y la publicidad eran rasgos casi obsesivamente buscados por la democracia ática. Apenas había debates a puerta cerrada. Cualquiera podía asomarse a los debates del Consejo de los Quinientos y la gran Asamblea —verdadero centro neurálgico de la democracia— tenía un quorum de seis mil ciudadanos y reinaba en ella el principio de isegoria, igualdad de derecho a la palabra. Y todo —decretos, sentencias, leyes— se publicaba y se exponía a la vista del ciudadano corriente. La opacidad y la falta de control institucional solo pueden favorecer a las minorías privilegiadas. De igual modo, para evitar la concentración de poder político, fomentaron la participación de los muchos pobres libres mediante la famosa paga (misthos): para ser jurado (dikastes) por un día o por asistir a la Asamblea o por ser miembro de la boule. Gracias a ello, la democracia ateniense fue, sin duda, la más participativa de la historia, porque los derechos políticos se desvincularon de la propiedad y la riqueza, y dejaron de ser meros derechos formales de participación para convertirse en derechos reales de libertad. Y por las mismas razones antioligárquicas la democracia ática cargó el peso fiscal del Estado sobre las espaldas de los ricos y así, en efecto, el principal impuesto —la eisphora— y las liturgias recaían exclusivamente sobre la minoría opulenta. Y también por dichas razones contraminoritarias, combatieron el profesionalismo. La democracia ateniense era básicamente una democracia de amateurs, como no podía ser de otra forma dada la amplia aplicación del sorteo y la rotación y la brevedad de mandatos. La idea subyacente era clara: si el proceso de toma de decisiones —legislativas, ejecutivas o judiciales— se hace depender del conocimiento experto, este pronto se alza por encima de la ciudadanía en su conjunto y surge una élite de profesionales —una tecnocracia— que acaba controlando los resortes del poder público. La opción por el amateurismo fue una opción política, y el pueblo ateniense, que literalmente ocupaba el Estado, sabía del coste de oportunidad en términos de eficiencia que podía estar pagando por ello. Por eso hubo una subclase profesionalizada de secretarios y subsecretarios remunerados (algunos esclavos), que mantenía en funcionamiento la maquinaria de la administración pública, pero que estaba al servicio de los magistrados públicos, amateurs y sorteados para su breve y no repetible mandato. Por eso también hubo cosas —como el mando militar— que no se dejaban al sorteo, porque la guerra, que era central en la vida ateniense, exigía —más que la maquinaria del Estado o la administración de justicia— cualidades y conocimientos específicos que el azar no garantizaba. Los strategoi, pues, eran elegidos, no sorteados.
Si comparamos aquella democracia con cualquier gobierno representativo contemporáneo, vemos que aquí las clases ricas gozan de una cuota desproporcionada de poder y privilegio. Los parlamentos —por acción u omisión— sobrerrepresentan los moneyed interests de las élites económicas frente a las clases subalternas, de los acreedores frente a los deudores, de los propietarios frente a los no propietarios, del capital frente a los trabajadores. Vemos también que el imperio de la ley tiene sesgos elitistas y alcanza más a unos ciudadanos que a otros, fundamentalmente, en función de los recursos económicos del acusado. Las cárceles modernas están llenas de pobres mientras los ricos eluden la acción de la justicia —o la amortiguan— con facilidad. A diferencia de la hacienda democrática ateniense, el fisco moderno grava mucho más a las clases populares que a las minorías opulentas, como prueban las estadísticas recaudatorias y las vergonzantes bolsas de fraude fiscal. En el gobierno representativo moderno, en general, el espíritu del capitalismo ha avanzado mucho más que el espíritu de la democracia, y por ello las élites profesionalizadas que dirigen el Estado moderno y ejercen la hegemonía en la sociedad civil son otros tantos agentes de reproducción de un orden social basado en la desigualdad de riqueza, poder y oportunidad. No es casual que los mecanismos de control del poder, tan originalmente característicos de la democracia ateniense, tengan mucha menor fuerza y desarrollo institucional en nuestras democracias parlamentarias contemporáneas.
IV
¿Qué podemos aprender de la democracia ática? De sus tres grandes instituciones —Asamblea, Consejo y Tribunales de justicia— sin duda la que más predicamento ha tenido es la Asamblea. Cuando en la actualidad se discute la necesidad de aumentar la calidad democrática de nuestros sistemas parlamentarios, se suele pensar en aumentar la participación ciudadana mediante algún modelo de teledemocracia, de democracia digital, de asociacionismo de barrio o de referéndum. Todas estas propuestas son bien interesantes, pero creo que hay que tomarlas cum grano salis, puessi algo ha quedado probado es que la abundante experimentación con las nuevas tecnologías de la comunicación ha fracasado en cuanto a crear verdaderas esferas públicas deliberativas en el sentido habermasiano del término. Y las nuevas redes sociales parecen más encaminadas a reforzar identidades y estilos de vida que a potenciar el intercambio comunicativo y reflexivo de ideas.[26]
Es verdad que la admirable ekklesia ateniense era participativa y multitudinaria, pero no debe olvidarse que estaba integrada en un complejo entramado institucional que la acotaba y ordenaba. Si esa asamblea no hubiera estado tan circunscrita y embedded, habría sucumbido a las dinámicas internas que acaban en la monopolización del poder por parte de las élites. Una asamblea es el terreno mejor abonado para el surgimiento de lo que Harrington denominó una aristocracia natural: los más capaces, los más listos, los más oportunistas, los más tenaces terminan quedándose con la palabra y la capacidad de decisión. Cualquiera que haya estado en las asambleas estudiantiles universitarias o en las asambleas del 15-M sabe de lo que hablo. Incluso la gran ekklesia ateniense, pese a su integración en el complejo entramado institucional que era la democracia ática, es el ámbito donde surgen los grandes liderazgos, es el espacio en el que prosperan los sicofantes y los demagogoi, es el foco de la crítica platónica a la mala retórica,[27] y cuando Aristóteles acusa a la democracia radical ateniense porque en ella impera el decreto —y no la ley— y el pueblo se convierte en monarkos, está pensando sobre todo en su multitudinaria asamblea.[28] No hace falta denostar aquella democracia para reconocer, como bien hace Hansen, que los atenienses no pudieron impedir del todo la existencia de élites profesionalizadas, ni cierta colonización de la política por parte de la riqueza. En concreto, sobre todo en el siglo IV a. C., la élite dominante de rhetores —los Demóstenes, los Esquines— la formaban hombres ricos de entrada o que se hicieron ricos gracias a la política. Asimismo, hubo una clara división entre líderes y seguidores, los primeros activamente participativos en la Asamblea, mientras que los segundos se conformaban con escuchar y votar propuestas, participando más pasivamente. Ahora bien, muy conscientes de los peligros que esa fractura implicaba, los atenienses tomaron todo tipo de medidas prudenciales y punitivas.
De forma característica, elevaron los costes de la propia libertad política haciendo a cada miembro de la asamblea personalmente responsable de sus propuestas, de modo tal que cualquier ateniense se arriesgaba a ser denunciado por proponer mociones inconstitucionales o perjudiciales para la polis.[29] Estas denuncias —graphe paranomon o graphe nomon,según los casos—podían acabar en severas condenas para el proponente. Incluso la institución del ostracismo (solo se han registrado quince casos) se ha entendido como un mecanismo de autorregulación que permitía al pueblo intervenir en los conflictos entre las élites, cuando dichos conflictos amenazaban la estabilidad de la democracia.[30] Así pues, la democracia ateniense no pudo impedir que su asamblea viera surgir líderes y demagogoi profesionales, algunos bien pagados, ni pudo erradicar a los sicofantes, pero desde luego hizo de la política una «profesión» de alto riesgo.
Además, Atenas limitó seriamente las competencias de la ekklesia en las reformas que siguieron a las reacciones oligárquicas de 411 y 404 a. C.: Hansen da buena cuenta de esta evolución institucional en el siglo IV. Pero seguramente la principal restricción de la Asamblea ateniense procedía del Consejo de los Quinientos (boule) que era el órgano encargado de marcar la agenda de la Asamblea mediante sus célebres probouleumata. El Gran Consejo ateniense —institución no menos central para la democracia ateniense que la asamblea o los dikasteria— era empero cosa muy distinta de la asamblea: no solo estaba seleccionado por sorteo y sometido a rigurosa rotación, sino que era el órgano que nutría la mayoría de las magistraturas atenienses. Si el ateniense de a pie ocupaba el Estado, lo hacía a través del Consejo. Y si el ateniense de a pie era un ciudadano políticamente competente e informado, era por su paso por el Consejo o por beneficiarse del saber de algún antiguo consejero. Más importante aún, la boule era no solo un consejo muy representativo de la diversidad ateniense;[31] era también, dada la reducida dimensión de sus pritanías, un órgano deliberativo. A mi entender, las propuestas más interesantes de profundización democrática en la literatura contemporánea responden más a la filosofía deliberativa del consejo que a la demagógica de la asamblea. Me refiero a las propuestas en línea con la idea lanzada en su día por Robert Dahl del minipopulus:
Supongamos que un país democrático avanzado crease un minipopulus de alrededor de mil ciudadanos escogidos al azar en el demos total, cuya tarea consistiría en deliberar, tal vez durante un año, sobre una cuestión en particular y luego dar a conocer su veredicto. […] Los juicios del minipopulus «representarían» los del demos; su veredicto sería el veredicto del propio demos, si este estuviese en condiciones de aprovechar los mejores conocimientos disponibles para resolver qué políticas pueden con más probabilidad llevarlo hacia los fines que persigue.[32]
Sin menospreciar las propuestas de los referenda posibilitados por la moderna tecnología telemática y el fomento de espacios de participación como los llamados presupuestos participativos, estas propuestas están encaminadas a fomentar la calidad más que la cantidad de la participación en el sentido de lo que desde la década de 1980[33] se conoce como democracia deliberativa. Los minipueblos o minipúblicos no solo pueden ser representativos de amplias poblaciones (si los paneles son plurales y están randomizados), sino que permiten el intercambio de opiniones, la ilustración de las preferencias mediante información experta externa y, en consecuencia, favorecen la decisión racional. La prueba fehaciente de este potencial son las célebres encuestas deliberativas de James Fishkin,[34] que han demostrado a las claras que la deliberación genera endógenamente creencias nuevas y modifica preferencias a la luz de razones y evidencias.[35] Las democracias contemporáneas adolecen de falta de participación del pueblo en la toma de decisiones (por eso son democracias indirectas), pero adolecen también de una falta de microespacios representativos bien diseñados para la discusión racional, vinculantes o consultivos, en los que el ciudadano común, además de votar en elecciones periódicas, pudiera participar de forma controlada y rotativa, e influir en la toma de decisiones, como hacía el ateniense en los siglos V y IV a. C. Esa participación no es cosa baladí, pues, mientras no se dé, seguramente siga valiendo para las democracias modernas lo que J.-J. Rousseau escribió sobre los ingleses en el siglo XVIII, a saber: que solo eran libres el día que elegían a los miembros del parlamento.[36]
Además de la idea fundamental de la deliberación y la centralidad de la palabra, hay otras ideas básicas de aquella democracia sobre las que convendría tomar buena nota. Una es la de la dispersión o no acumulabilidad del poder, que en Atenas fue prácticamente una obsesión y fue sustanciada mediante diversos mecanismos: el sorteo, la rotación, la no reelegibilidad inmediata y la brevedad de mandatos. Todos estos mecanismos —que brillan por su ausencia en nuestras democracias— apuntaban en la misma dirección antielitista y antimonopolista, y eran extraordinariamente eficaces no solo para potenciar la participación, sino para hacerla igualitaria.
La otra gran idea es la del control y la vigilancia. Las abundantes y variadas euthynai o rendiciones de cuentas eran sin duda una de las señas de identidad de la democracia ática. Ningún magistrado, ningún rhetor, escapaba al control público. Y, como ya se dijo más arriba, la publicidad era siempre el espacio de la deliberación y la toma de decisiones. El ojo vigilante del demos estaba siempre abierto. Es importante señalar que todos los mecanismos, tanto de dispersión como de control del poder, practicados por los atenienses, presuponían una cultura política en la que el ciudadano tuviera una clara inclinación a la vita activa, es decir, a la participación y al compromiso con la cosa pública. Y en esto, nuevamente, el pueblo de Atenas fue extraordinario: en fuerte contraste con el ciudadano del mundo moderno, el ateniense era verdadero homo politicus.
Curiosamente, la tradición republicana, principalmente elitista y demofóbica, ha tomado de aquella democracia radical buen número de sus principios: la importancia de la deliberación, el principio de dispersión del poder, sobre todo, a través de la rotación,[37] la importancia crítica del control y la vigilancia (los commonwealthmen ingleses decían justamente que la vigilancia eterna era el precio de la libertad),[38] y, por supuesto, el ideal de la vita activa civilis. Es verdad que el sorteo va perdiendo peso progresivamente a lo largo de los siglos en favor del elitista principio de la elección, así como la idea del consentimiento termina sustituyendo a la de la ocupación de cargos. B. Manin escribió un libro magnífico para contarnos ese doble proceso que se consuma a finales del siglo XVIII.[39] Pero la idea de la dispersión del poder sigue siendo un principio básico del constitucionalismo moderno, de factura republicana. De modo que la influencia de la vieja democracia ateniense es mayor de la que cabría suponer dada la aversión antipopulista que ha suscitado su facción de mayoría. ¿Qué es lo que principalmente rechaza el republicanismo, desde Platón y Aristóteles hasta los Founding Fathers estadounidenses? Digámoslo claramente: su carácter de clase. El hecho, esto es, de que fueran los muchos pobres libres —las clases subalternas, los misthotoi, los que trabajaban por sus manos a cambio de un jornal, el proletariado— los que gobernaban. De ahí la insistencia de Aristóteles en ligar propiedad y virtud, habida cuenta de que sin virtud no hay república que valga. Los pobres, dicho de otro modo, carentes de propiedad, están obligados a vivir una vida de dependencia y alienación: viven para otros y no para ellos. Son alieni iuris, y se envilecen en el bios phaulós, en esa vida desordenada y caprichosa ligada a la libertad democrática sin freno.[40] Por eso —sigue Aristóteles— lo mejor es devolverlos a una digna vida privada —la idioteia—, pero expulsándolos previamente de la praxis, del bios praktikos. De ahí también que el principal foco de la crítica institucional de Aristóteles fueran el sorteo y la remuneración política (no «el gobernar y ser gobernado por turno», que lo considera una virtud republicana), porque eran sin duda las instituciones que más favorecían ese poder de las clases subalternas.
Esta es seguramente la lección final que la democracia antigua tiene que ofrecer al mundo contemporáneo. Es, a saber, que los regímenes políticos tienen un fundamento social, que arraigan en su estructura económica y responden en gran medida a los intereses de clase y propiedad inscritos en esa estructura. Si queremos democracias auténticas, es insoslayable pensarlas también desde esta perspectiva sociológica, y tomar buena nota de los mecanismos institucionales antioligárquicos que la tradición democrática antigua, con Atenas a la cabeza, pone a nuestra disposición.
V
Este libro de Hansen, La democracia ateniense en la época de Demóstenes, es un libro académico en el más estricto sentido de la palabra. No es un ensayo, ni un acercamiento personal, ni una reflexión más o menos profunda. Es un estudio científico —riguroso, sistemático, minucioso— animado por una única vocación: la búsqueda de la verdad. El pensamiento posmoderno rampante no cree en la verdad, pero al científico sui generis, como Hansen, le obsesiona. De ahí la escrupulosa atención a las fuentes, a la evidencia empírica, a los hechos. De ahí también la honestidad y la humildad que destila cada página del libro. El voluntario sometimiento al dictado de los hechos es uno de los rasgos que más engrandecen a la ciencia, pero es un rasgo de humildad. Y porque el científico se humilla ante los hechos, se impone la disciplina necesaria para buscar, reunir, analizar y comparar los datos disponibles. Un trabajo arduo y paciente. Pero quizá engrandezca más a la ciencia la honestidad del científico para no hacer decir a los hechos más de lo que realmente dicen, para no distorsionarlos y hacerlos jugar en favor de la propia argumentación; y para callar —también— cuando la evidencia no avala una afirmación positiva. Ambas virtudes —humildad y honestidad— son los pilares de la ética científica, pero solo son posibles si el científico tiene una única pasión y un único interés: la verdad. Sin ese amor al conocimiento, es imposible la ciencia. A mi entender, Hansen —que ha dedicado la vida a la democracia ateniense antigua y es uno de los grandes especialistas mundiales en la materia— tiene ese interés y esa pasión. Por eso este libro puede considerarse un clásico contemporáneo imprescindible. Quien verdaderamente quiera saber —hasta donde la evidencia historiográfica permite— cómo funcionaba la democracia ateniense, particularmente la del siglo IV a. C., obtendrá una enorme recompensa de la lectura y el estudio de esta obra modélica. Y disfrutará también acompañando a Hansen en sus controversias con otros estudiosos. Al fin y al cabo, en la historiografía, como en la ciencia en general, nada está decidido definitivamente: siempre pueden surgir nuevas fuentes y evidencias y, además, las ya existentes siempre admiten interpretaciones más o menos divergentes. Así, aparte de la rigurosa descripción del funcionamiento institucional de la democracia ática, cuya minuciosidad a veces da al lector la sensación de presencia plena, aparte de analizar sus presupuestos ideológicos, demográficos y económicos, Hansen hace aportaciones propias a la interpretación de aquella polis incomparable. Para empezar, es probablemente el historiador que más ha insistido en el carácter dinámico evolutivo de aquel régimen, es decir, y sobre todo, en las diferencias y discontinuidades entre la democracia del siglo IV a. C. en la época de Demóstenes, cuando ya Atenas había perdido su grandeza imperial, y la de Pericles en el siglo V a. C. Hansen aporta pruebas de su desarrollo constitucional en un sentido más «liberal» sin que perdiera su esencia democrática, incluso a veces profundizándola. Y hace aportaciones conceptuales de gran importancia, como inter alia su análisis de la igualdad y la libertad, acentuando los fundamentos «modernos» de la ideología subyacente a la democracia antigua. Un libro imprescindible, para aprender y para pensar.
[1]En la compañía de, entre otras, estas otras grandes aportaciones: A. Rosenberg (2006), Democracia y lucha de clases en la Antigüedad, Barcelona: El Viejo Topo; Claude Mossé (1987), Historia de una democracia: Atenas, Madrid: Akal; M. I. Finley (1985), Democracy Ancient and Modern, Londres: The Hogarth Press; A. H. M. Jones (1957), Athenian Democracy, Oxford: Blackwell; F. R. Adrados (1975), La democracia ateniense, Madrid: Alianza; G. E. M. Ste. Croix (1988), La lucha de clases en el mundo griego antiguo, Barcelona: Crítica; D. Cohen (1995), Law, Violence, and Community in Classical Athens, Cambridge: Cambridge Univ. Press; M. Gagarin y D. Cohen (eds.) (2005), The Cambridge Companion to Ancient Greek Law, Cambridge: Cambridge Univ. Press; A. M. Lanni (2006), Law and Justice in the Courts of Classical Athens, Cambridge: Cambridge Univ. Press; M. Ostwald, From Popular Sovereignty to the Sovereignty of Law: Law, Society, and Politics in Fifth-Century Athens, Berkeley: Univ. Calif. Press; L. Ober (2008), Democracy and Knowledge: Learning and Innovation in Classical Athens, Princeton, NJ: Princeton Univ. Press; P.J. Rodhes (1985), The Athenian Boule, Oxford: Clarendon; R. K. Sinclair (1988), Democracy and Participation in Athens, Cambridge: Cambridge Univ. Press. Una buena revisión de la literatura es J. Ober (2008), «What the Ancient Greeks Can Tell Us About Democracy», Ann. Rev. Polit. Sci. 2008, 11, pp. 67-91, p. 70.
[2]Por ello se agradecen los libros como el reciente de J. L. Moreno Pestaña (2019), Retorno a Atenas, Madrid: Siglo XXI.
[3]Poly (= muchos); pragma (= acción, hecho, negocio, tarea, empresa). Polypragmon es alguien activo, emprendedor y despierto. Sobre la Polypragmosyne, cfr. el estudio clásico de V. Ehrenberg, «Polypragmosyne: a Study in Greek Politics»,Journal of Historical Studies 67 (1947).
[4]Cfr. R. Dahl y E. R. Tufte (1973), Size and Democracy, Stanford, Calif.: Stanford Univ. Press.
[5]D. Zolo (1992), Democracy and Complexity, Cambridge: Polity Press.
[6]Bales estima que en el mundo hay en torno a veintisiete millones de esclavos, aunque no necesariamente reciban ese nombre (en algunas zonas de la India se denomina «trabajadores vinculados» a trabajadores sin libertad para abandonar el puesto de trabajo): cfr. Kevin Bales (2005), Understanding Global Slavery. A Reader, Los Ángeles: University of California Press.
[7]La corona española no abolió la esclavitud en Cuba hasta 1886.
[8]Platón, República, p. 563c.
[9]Cfr. G. E. M. Ste. Croix (1988), op. cit., pp. 170-171. El argumento de Ste. Croix, como el de la mayoría de los estudiosos, es indirecto y deductivo, pues todos reconocen la escasez de fuentes para saldar el problema de la esclavitud. Viene a decir que la mano de obra esclava era el principal foco de la explotación, dada la protección que la democracia brindaba a las clases pobres y la libertad de que gozaban los metecos.
[10]Cfr. G. E. M. Ste. Croix (1988), ibid., pp. 160-177, y apéndice ii. Para una visión contraria a la anterior, cfr. A. H. M. Jones (1957), op. cit., pp. 10-14.
[11]Aristóteles, Política, p. 1290b.
[12]Jones conjetura, tras varios convincentes razonamientos, que menos de un cuarto de la ciudadanía ateniense poseía uno o más esclavos domésticos (cfr. op. cit., p. 13).
[13]Ibid., pp. 13-14.
[14]Cfr. Aristóteles, Política, p. 1318b.
[15]Cfr. David Schaps (1979), Economic Rights of Women in Ancient Greece, Edimburgo: Edinburgh Univ. Press.
[16]Cfr. Michael H. Jameson, «Women and Democracy in Forth-century Athens», en F. W. Robinson (ed.) (2004), Ancient Greek Democracy: Readings and Sources, Oxford: Blackwell, pp. 281-292.
[17]Una aclaración metodológica importante. El que una institución sea diseñada intencionalmente para cumplir determinadas funciones no quiere decir que esa institución sea explicada funcionalmente. La llamada explicación funcional no tiene nada que ver con lo que aquí se está diciendo.
[18]Cfr. C. Beard (1943), Economic Origins of Jeffersonian Democracy, Nueva York: The Free Press.
[19]Cfr. R. Gargarella (1995), Nos los representantes, Buenos Aires: Miño y Dávila, esp. cap. 3.
[20]Hamilton, Madison y Jay (1961), The Federalist Papers, n.º 10, Londres: A Mentor Book, p. 81.
[21]Hansen (2005), The Tradition of Ancient Greek Democracy and its Importance for Modern Democracy, Copenhague: The Royal Danish Academy of Science and Letters, p. 7.
[22]Ibid., p. 8.
[23]Cfr. C. J. Richard (1994), The Founders and the Classics. Greece, Rome and the American Enlightment, Cambridge, Mass.: Harvard Univ. Press, esp. cap. 3.
[24]Cfr. Hansen (2005), op. cit., pp. 7-18.
[25]Cfr. M. Finley (1985), Democracy Ancient and Modern, Londres: The Howarth Press, cap. 1. J. Ober (2008), «What the Ancient Greeks Can Tell Us About Democracy», Ann. Rev. Polit. Sci. 2008, 11, pp. 67-91, p. 70.
[26]Cfr. Brian Loader (2012), «Digital Democracy», en B. Isakhan y S. Stockwell (eds.) (2012), The Edinburgh Companion to the History of Democracy, Edimburgo: Edinburgh Univ. Press, cap. 40. Véase también C. Sunstein (2003), República.com, Barcelona: Paidós.
[27]Cfr. Platón, Gorgias, pp. 503a, 515e, 517b y 518c-e.
[28]Cfr. Aristóteles, Política, p. 1292a.
[29]Cfr. J. Elster (1999), «Accountability in Athenian Politics», en A. Przeworski et al. (eds.) (1999), Democracy, Accountability, and Representation, Cambridge: Cambridge Univ. Press, pp. 253-278.
[30]Cfr. S. Forsdyke (2005), Exile, Ostracism, and Democracy: The Politics of Expulsion in Ancient Greece, Princeton, NJ: Princeton Univ. Press.
[31]Dado que el Consejo era un corte seccional representativo de la ciudadanía ateniense, y dada su rotación y la selección por sorteo, era especialmente invulnerable a la oligarquización.
[32]R. Dahl, (1992), La democracia y sus críticos, Barcelona: Paidós, p. 408.
[33]Fue Joseph Bessette quien acuñó el término en 1980. Cfr. J. M. Bessette (1980), «Deliberative Democracy: The Majority Principle in Republican Government», en R. A. Goldwin y W. A. Schambra (eds.) (1980), How Democratic is the Constitution?, Washington D. C.: American Enterprise Institute, pp. 102-116.
[34]Cfr. J. S. Fishkin (2009), When the People Speak, Oxford: Oxford Univ. Press, esp. cap. 4.
[35]Para interesantes modelos mixtos, cfr. Hansen (2005), op. cit., pp. 53-56.
[36]J.-J. Rousseau (1762), Del contrato social, Madrid: Alianza, p. 120. La cita completa es la siguiente: «El pueblo inglés se piensa libre; se equivoca mucho; solo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; en cuanto han sido elegidos, es esclavo, no es nada». Esta cita de Rousseau cobra tanto mayor interés cuanto que a la sazón el sistema parlamentario inglés era considerado un modelo de libertad política, también y principalmente en la Francia ilustrada de sus últimos monarcas absolutistas, como atestiguan los célebres elogios de Voltaire y Montesquieu.
[37]James Harrington —cuya influencia en el republicanismo moderno es innegable— convierte la rotación en el principio fundamental de la superestructura de toda república bien ordenada, así como hace de la igualdad económica (ley agraria) el principio central de su fundamento (foundation). Cfr. J. Harrington (2013), La República de Oceana, Madrid: CEPyC, p. 41.
[38]Cfr. P. Pettit (1997), Republicanism. A Theroy of Freedom and Government, Oxford: Clarendom Press, passim.
[39]B. Manin (1998), Los principios del gobierno representativo, Madrid: Alianza.
[40]Cfr. Aristóteles, Política, p. 1319a-b.
Prefacio a la
segunda edición
Esta edición revisada difiere de la edición de 1991 por la adición del capítulo 14 (pp. 501-543). En él resumo todas las nuevas y controvertidas ideas de los trece primeros capítulos que, por otro lado, se han reimprimido sin cambios. Siguiendo el método que empleé en las páginas 125-130 de mi The Athenian Assembly (Oxford, 1987), el nuevo capítulo 14 adopta la forma de ciento sesenta tesis breves, cada una de ellas anotada con referencias a estudiosos que han mantenido posiciones diferentes antes o después de la aparición en 1991 de la primera edición. Se ha revisado, lógicamente, la bibliografía original para incluir todos los nuevos libros y artículos citados en el capítulo 14.
La primera edición fue reseñada en las siguientes revistas: Ancient History Bulletin 6 (1992), pp. 172-176 (Robert Develin); Choice (1992), p. 548 (Samuel M. Burstein); The Classical Review 42 (1992), pp. 365-367 (Peter Rhodes); Times Literary Supplement (10 de abril de 1992) 10 (James Davidson); American Historical Review 98 (1993), p. 1578 (Richard Garner); Gnomon 65 (1993), pp. 677-681 (Martin Dreher); Göttingische gelehrte Anzeigen 245 (1993), pp. 160-187 (Martin Dreher); The Historian 55 (1993), pp. 540-541 (Craig Hanson); The Review of Politics 55 (1993), pp. 165-167 (Robert Vacca); Southern Humanities Review (1993), pp. 67-69 (Mario R. Mion); Tijdschrift voor Geschiedenis 106 (1993), pp. 406-407 (J. J. Flinterman); Revue historique de droit français et étranger (1993) 633 (Alberto Maffi); Historische Zeitschrift 259 (1994), pp. 159-162 (Karl-Joachim Hölkeskamp); Opuscula Atheniensia 20 (1994), pp. 272-276 (Lars Karlsson); Polis 2 (1992/4), pp. 159-170 (Stephen Todd).
Abreviaturas de las
fuentes clásicas
Agora XV
The Athenian Agora XV. Inscriptions. The Athenian Councillors, ed. B. D. Meritt y J. S. Traill (Princeton, NJ, 1974).
Agora XVII
The Athenian Agora XVII. Inscriptions. The Funerary Monuments, ed. D. W. Bradeen (Princeton, NJ, 1974).
Alc.
Alceo (nacido c. 620 a. C.), poeta lírico.
Alcid.
Alcidamante (siglo IV a. C.), sofista.
Andóc.
Andócides (c. 440-c. 390), rhetor.
Androc.
Androción (c. 410-c. 340), rhetor y atidógrafo.
Ant.
Antifonte (c. 480-411), rhetor y líder de la revolución en 411.
Ar.
Aristófanes (c. 445-c. 385), poeta de la comedia ática antigua.
Ac.
Los acarnienses (425).
Av.
Las aves (414)
Eccl.
Ekklesiazousai (393 o 392) [La asamblea de las mujeres].
Eq.
Los caballeros (424).
Lis.
Lisístrata (411).
Nub.
Las nubes (423).
Pax
La paz (421).
Plut.
Pluto (388).
Ran.
Las ranas (405).
Thesm.
Thesmophoriazousai (411) [Las Tesmoforiantes].
Vesp.
Las avispas (422).
Arist.
Aristóteles (384-322), filósofo.
Ath. Pol.
Constitución de los atenienses, compuesta en el Liceo de Aristóteles c. 330; su propia implicación en la obra está en disputa.
Eth. Nic.
Ética a Nicómaco, 10 libros.
Hist. An.
Historia Animalium.
Oec.
Economía, 3 libros: tratado pseudónimo adscrito a Aristóteles.
Pol.
Política, 8 libros.
Probl.
Problemas.
Ret.
Retórica, 3 libros.
Ret. Alej.
Retórica para Alejandro, atribuida a Aristóteles pero probablemente compuesta por Anaxímenes de Lámpsaco (c. 380-c. 320).
At.
Ateneo (siglo II a. C.), sofista e historiador literario.
Clid.
Clidemo (c. 400-c. 350), atidógrafo.
Dem.
Demóstenes (384-322), rhetor.
Ep.
Cartas: 1-4 probablemente auténticas; 5-6 espurias.
Prooem.
Introducciones a los discursos simbouléticos [deliberativos (n. del T.)].
Din.
Dinarco (c. 360-c. 290), logógrafo.
Diod.
Diodoro de Sicilia (siglo I a. C.), autor de una historia del mundo en 40 libros.
Dióg. Laerc.
Diógenes Laercio (siglo II d. C.), autor de un compendio de vidas de filósofos en 10 libros.
Dion. Hal.
Dionisio de Halicarnaso (nacido c. 50 a. C.), autor de ensayos sobre Lisias, Dinarco y
Ant. Rom.
Antiquitates Romanae.
Dem.
Demóstenes.
DK
H. Diels y W. Kranz, Fragmente der Vorsokratiker I-III, 6.ª ed. (Berlín, 1952).
Esq.
Esquilo (c. 525-456), poeta trágico.
Supl.
Las suplicantes (¿463?).
Esquin.
Dinarco (c. 360-c. 290), logógrafo.Esquines (c. 390-322), rhetor
Etim. Magn.
Etimologicum Magnum: léxico bizantino del siglo XII d. C.
Eur.
Eurípides (c. 485-c. 406), poeta trágico.
Or.
Orestes (408).
Supl.
Las suplicantes (¿422?).
FGrHist.
Fragmente der griechischen Historiker, ed. F. Jacoby (véase la nota final).
Filóc.
Filócoro (c. 340-c. 260), atidógrafo.
Foc.
Focio (c. 820 d. C.-891), patriarca de Constantinopla y lexicógrafo.
frg.
Fragmento.
Harp.
Harpocración (siglo II d. C.), lexicógrafo.
Hdt.
Heródoto (¿c. 484-c. 425?), autor de la historia de las guerras persas en 9 libros.
Hell. Oxy.
Hellenica Oxyrhymchia: fragmentos (de papiro, encontrados en Oxirrinco) de un tratado histórico del siglo IV a. C.
Hes.
Hesiquio (siglo v d. C.), lexicógrafo.
Hip.
Hipérides (c. 390-322), rhetor.
Hom.
Homero (fecha incierta), poeta épico.
Il.
Ilíada.
Od.
Odisea.
hypoth.
Hypothesis: introducción (helenística) a la obra de un autor clásico.
I. Délos
Inscriptions de Délos, ed. F. Durrbach, P. Roussel y M. Launey (París, 1926-1937).
IG I3
Inscriptiones Graecae I, 3.ª ed., ed. D. M. Lewis (Berlín, 1981): inscripciones áticas hasta el arcontado de Euclides (403/2).
IG II2
Inscriptiones Graecae II, 2.ª ed., ed. K. Kirchner (Berlín, 1913-1940): inscripciones áticas posteriores al arcontado de Euclides (403/2).
Is.
Iseo (c. 420-c. 350), logógrafo.
Isóc.
Isócrates (436-338), autor de ensayos retóricos y panfletos políticos.
Jen.
Jenofonte (c. 425-c. 355), historiador y ensayista.
Apol.
Apología (de Sócrates).
Hell.
Hellenika, 7 libros: historia de Grecia 411-362.
Mem.
Memorabilia, 4 libros: recuerdos de Sócrates.
Oec.
Oikonomikus: tratado sobre cómo llevar una casa.
Vect.
Poroi: tratado sobre el ingreso público compuesto c. 355.
Lex. Cant.
Lexicon Cantabrigiense, notas lexicográficas sobre términos técnicos en los oradores áticos.
Lex. Patm.
Lexicon Patmense, notas lexicográficas sobre términos técnicos en Demóstenes.
Lex. Seg.
Diccionario bizantino de palabras áticas.
Licurg.
Licurgo (c. 390-324), rhetor.
Lis.
Lisias (c. 445-c. 380), logógrafo.
M&L
A Selection of Greek Historical Inscriptions to the End of the Fifth Century BC, ed. R. Meiggs y D. M. Lewis, 2.ª ed. (Oxford, 1988).
Men.
Menandro (342-c. 290), poeta de la nueva comedia ática.
P. Berol.
Papiros guardados en Berlín.
P. Oxy
Oxyrhynchus papyri: papiros encontrados en Oxirrinco (a unos ciento ochenta kilómetros al sur de El Cairo).
P. Ryl
Papiros de John Rylands (en Mánchester).
Paus.
Pausanias (c. 115 d. C.-c.180), autor de una descripción de Grecia en 10 libros.
Pínd.
Píndaro (518-438), poeta lírico.
Pít.
Odas Píticas.
Pl.
Platón (427-347), filósofo.
Ap.
Apología (de Sócrates).
Cri.
Critón.
Criti.
Critias.
Def.
Definitiones.
Ep. 7
Carta séptima.
Eutifr.
Eutifrón.
Fed.
Fedón.
Fedr.
Fedro.
Grg.
Gorgias.
Menex.
Menexeno.
Pol.
El político.
Prt.
Protágoras.
Rep.
La República, 10 libros.
Teet.
Teeteto.
Plut.
Plutarco (c. 45 d. C.-c. 125), autor de las vidas de grandes hombres y de ensayos morales (Moralia).
Alc.
Alcibíades.
Aríst.
Arístides.
Cim.
Cimón.
Dem.
Demóstenes.
Mor.
Moralia.
Nic.
Nicias.
Per.
Pericles.
Sol.
Solón.
Tem.
Temístocles.
Pól.
Pólux (siglo II d. C.), profesor de retórica en Atenas y autor de una obra sobre el vocabulario ático en 10 libros.
Polib.
Polibio (c. 200-c. 118), autor de una historia en 40 libros sobre el ascenso de Roma.
Ps. Jen.
Pseudo-Jenofonte.
Ath. Pol.
Constitución de Atenas: panfleto político anónimo compuesto por un ateniense en la década de 420 (el «Viejo Oligarca»).
schol.
Scholia [escolios]: notas helenísticas o bizantinas sobre autores, escritas en los márgenes del manuscrito o publicadas por separado.
SEG
Supplementum Epigraphicum Graecum, Leiden: publicación periódica anual sobre el progreso de la epigrafía griega.
SIG3
Sylloge Inscriptionum Graecarum I-IV, 3.ª ed., ed. W. Dittenberger (Berlín, 1914-1924).
Suda
Léxico bizantino del siglo X d. C.
Teofr.
Teofrasto (c. 370-c. 285), discípulo de Aristóteles y tras su muerte, cabeza de la escuela peripatética.
Car.
Caracteres: treinta breves esbozos de caracteres.
Teop.
Teopompo de Quíos (nacido c. 375 a. C.), autor de una historia del reino de Filipo II en 58 libros con digresiones sobre los demagogos atenienses.
Tod
A Selection of Greek Historical Inscriptions II. From 403 to 323 BC, ed. M. N. Tod (Oxford, 1948).
Tuc.
Tucídides (c. 460-c. 390), autor de una historia de la guerra del Peloponeso hasta 411 en 8 libros.