La dieta de la muerte: soy anoréxica y esta es mi historia - Denisse Fuentes - E-Book

La dieta de la muerte: soy anoréxica y esta es mi historia E-Book

Denisse Fuentes

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Beschreibung

Al borde la muerte. Así estuvo Denisse Fuentes en varias oportunidades debido a una enfermedad que la acosa desde que era poco más que una niña: la anorexia. A lo largo de más de diez años se ha sometido a dietas para adelgazar y para engordar, tratamientos psiquiátricos y hospitalizaciones, en un proceso que ha puesto a prueba tanto la resistencia del vínculo familiar como su voluntad de continuar viviendo. La salida de ese verdadero infierno es muy difícil, pero comenzó cuando entregó su testimonio a un programa de televisión, y logró sensibilizar a todo el país.

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La dieta de la muerte

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La dieta de la muerte

«Soy anoréxica y esta es mi historia»

La dieta de la muerte. «Soy anoréxica y esta es mi historia»

Primera edición: septiembre de 2007

© Denisse Fuentes Estrada, 2007

Registro de Propiedad Intelectual Nº 165.147

© RIL® editores, 2007
Alférez Real 1464
cp 750-0960, Providencia Santiago de Chile
Tel. (56-2) 2238100 • Fax 2254269
[email protected] • www.rileditores.com

Composición: RIL® editores

Diseño de portada: M3ta-Group

Diagramación: Juan Carlos Loprete

Fotografías:
Archivo de la autora
RevistaCosmopolitan(fotógrafo: Álvaro de la Fuente)
Enrique Cabrolier
Derechos reservados.

Los editores hacen constar que este libro, escrito por su autora en pleno ejercicio de sus facultades y con el conocimiento de sus familiares más cercanos, contiene solo una parte de la historia de vida de Denisse Fuentes Estrada. Por tratarse de un testimonio cuyo tema central es la lucha de una joven contra las enfermedades anorexia y bulimia, la editorial ha descartado incluir en esta edición otros temas que, aunque pudieran ser igualmente impactantes en la vida de una adolescente, pertenecen a una índole diferente de problemas. [N. de los E.]

a mi hermano benjamín

Agradecimientos

Hay muchas personas a las que quiero agradecer por su apoyo y compañía.

Antes que nada, gracias a mi familia; también a mi psicóloga, por su cariño y comprensión, y a toda la gente que ha pedido por mí incansablemente, con una fe que nunca terminaré de agradecer.

A mi amiga Dani, que nunca, ni siquiera en las peores circunstancias, me ha abandonado. A todo el cuerpo médico y docente del Hospital de la Universidad de Chile, que se la ha jugado por mí y me ha entregado cariño y amor. A Sebastián Arriagada, una persona que se ha vuelto mi consejero y amigo. A RIL editores, por confiar en mi capacidad y ayudarme a publicar este libro. A Pablo, mi pololo, por acompañarme en esta etapa del camino. Gracias a todas aquellas personas que hicieron posible estas palabras, que no me dejaron renunciar y me dieron ánimo para terminar lo iniciado. Finalmente, lo más importante de todo: gracias a Dios, porque sin Él nada de esto hubiera sido posible.

Introducción

De la infancia al infierno

Mi nombre es Denisse Fuentes Estrada, tengo veintiún años y hoy me decidí a contar una historia. No cualquiera, sino mi propia historia, esa que escondí tanto tiempo por miedo y por vergüenza.

Todo lo que aquí revelaré es absolutamente cierto y ha sido parte de mi realidad durante todos los años que llevo vividos. Mi memoria está aquí: el sufrimiento, la ceguera, la negación, la enfermedad… Desde hace mucho tiempo padezco bulimia y anorexia.

Decidí compartir estas vivencias tan dolorosas y personales por varias razones. Una de ellas es que quiero que se sepa el horror que hay detrás de esta enfermedad, cómo transforma tu vida y la de tus seres queridos, la soledad y el abandono que se siente. Quiero decir con claridad que esto no es un juego; cuando entras, es tan difícil salir como de la peor de las drogas.

La anorexia es una enfermedad psicológica que trae gravísimas consecuencias físicas… No la cubren los planes de salud y mucha gente muere a diario por no recibir ayuda oportuna o por falta de recursos. Me gustaría aportar a la toma de conciencia y que mi testimonio sirva de algo a las personas que estén padeciendo en este momento lo mismo que yo.

Pero la razón más íntima y quizá la más importante, la que más me impulsa a contar mi verdad, a pesar de lo difícil que me resulta narrar estos hechos, es que no se sigan cometiendo los mismos errores y abusos que alguna vez se cometieron conmigo. Estoy convencida de que, para esto, mi mayor fortaleza es la voz sincera que podrá ser oída en este relato: la mía, la de una persona que sabe que su enfermedad no es cosa del pasado. En este mismo momento, mientras escribo estas líneas siento una batalla dentro de mí y quiero dar un testimonio real y vívido de cómo es el día a día luchando contra este enemigo poderoso. Quiero también entender… Necesito entender… Saber por qué, dónde empieza todo, cuáles son los hechos, las responsabilidades, las circunstancias que me empujaron sin piedad desde la infancia al infierno e hicieron que mi vida pendiera de un hilo, que la muerte fuera algo cotidiano, cercano y posible, a veces, hasta deseable… ¡Cómo pude pensar siquiera en hacer sufrir tanto a los que más amo! ¿Soy acaso culpable?, ¿existen culpas?, ¿soy una víctima?, ¿pude evitar tanto dolor?, ¿alguien pudo hacerlo?, ¿cómo?, ¿cuándo empezó todo?, ¿por qué a mí?, ¿dónde está el origen del mal que enfermó mi mente y mi cuerpo? Necesito encontrar estas respuestas. Quiero contar la verdad, sin mentir, sin mentirme. Quiero que lo sepan pero, más que nada, quiero entender, quiero sanar…

Mi vida sin anorexia ni vómitos

Tenía doce años, mi vida no era perfecta… pero ¿qué quiere decir «perfecta»? Yo no lo sabía… Trataba de vivir de la mejor manera lo que me tocaba afrontar: tristezas, alegrías, inseguridades y miedos. Del miedo me acuerdo bien: esa sensación de frío en la boca del estómago, ese cosquilleo que me avisaba que algo podía no estar bien. Pero tenía doce años y me faltaba mucho por aprender.

Era una niña gordita, de esas de cachetitos bien rosados que dan ganas de agarrar y no soltar, de tez blanca y pelo castaño claro, con la típica melena con chasquilla que hoy, siendo honesta, no me causaba ninguna gracia llevar. Era una hija obediente y dulce, siempre dispuesta a hacer lo correcto y muy cariñosa con mi entorno. La relación con mis compañeros era muy buena aunque siempre me sentí un poco apartada por ser «distinta». Es que nací con hemiparesia en el lado derecho de mi cuerpo (esta es una enfermedad que afecta la parte motriz). Nunca se supo claramente su origen; el diagnóstico más común era que se había producido un infarto durante el parto. Bueno, sólo Dios sabe qué pasó realmente en esos momentos, pero la cosa es que pasó. Al principio los pronósticos no eran muy alentadores y los médicos, con mis papás, fueron muy claros y directos: si no me sometía a una rehabilitación constante y severa, quedaría inválida, mi rostro sufriría secuelas y habría consecuencias que ni siquiera se podían prever. Fue duro, se venía algo gigantesco encima, algo que no esperaban ni sabían cómo enfrentar. Tenían dos opciones: vivir su pena y hacer algo al respecto o sumirse en el dolor y entregarme a lo que fuera. Ellos decidieron tomar el camino más largo, cansador y difícil. Soy hija de padres muy valientes. Desde entonces creo que mi fuerza y valentía, a la que me aferro en los momentos en que preferiría rendirme, vienen de ellos.

Los tratamientos eran extenuantes, intensos, dolorosos físicamente para mí, había que realizarlos como mínimo tres veces al día los primeros años. No sólo era difícil para la familia por la gran carga emocional, sino también porque eran tratamientos muy costosos. De todas formas, mis papás no dudaron un segundo y gastaron hasta lo que no tenían en mí. Si aparecía alguna nueva terapia que me daba una esperanza de recuperación, no escatimaban en gastos, lo que fuera necesario lo conseguían a como diera lugar.

Aparte de los tratamientos con nutricionistas, terapeutas y kinesiólogos —todo ese montón de médicos que conformaban el staff que me atendía—, estaban los remedios, férulas, plantillas... Bueno, hoy en día todo ese esfuerzo es lo que me tiene en pie, caminando y con mi rostro intacto. Solo en mi mano derecha, que fue la más afectada, quedaron pequeños rastros de la enfermedad: tiene menos fuerza, menos sensibilidad y es ultra flexible. En todo caso, llega a ser divertido cómo se flexiona, pero bueno... acepto eso como algo más gracioso que traumático, la verdad.

El cuento es que así crecí toda mi niñez entre médicos, terapias especiales y cuidados extremos para no tener lesiones. Recuerdo que siempre, sin fallar un día, después del colegio iba donde mis famosos tíos Roberto y Cristina: kinesiólogos y terapeutas ya eran parte de mi familia, había crecido con ellos.

Desde siempre en mi colegio supieron mi problema, pero mis compañeros nunca me discriminaron, era más bien yo la que me discriminaba. Creo que tenía tanto miedo de que lo hicieran los demás que decidía apartarme antes de sufrir cualquier situación que me lastimara. Era y soy una persona muy sensible.

Tenía una amiga, la Nati, que siempre fue incondicional. Era de las pocas compañeras que entendía lo duro que era para mí sobrellevar la vida. La verdad es que con mis papás no lo conversaba, creía que no era justo para ellos sumarles más preocupaciones. Ya tenían suficiente con afrontar los problemas que les acarreaba y no quería que se sintieran culpables ni nada parecido. Prefería callar y tratar de ser una buena niña; ser dócil y aceptar. Ahora que lo pienso, quizás era yo la que se sentía culpable viendo su angustia y sus esfuerzos económicos que, naturalmente, traían consecuencias para toda la familia.

La Nati siempre estaba allí, apoyándome en todo, inspirándome a luchar, a no ponerme límites. Ella era muy dulce, nos parecíamos mucho, decían que éramos como pan y mantequilla. Nunca nos separábamos y yo recibía su constante apoyo. Fue un pilar importante en mi niñez y muchas veces, aún sin saberlo, ella evitó que me derrumbara.

Como yo era un poco rellenita y me encantaba comer papas fritas y dulces, constantemente me tenían que poner a dieta. Una y otra vez. Dietas que yo no acataba mucho. Es que las tentaciones son muy grandes para los niños y si a eso le sumamos que era particularmente golosa…

Todo el tiempo tenía que visitar nutricionistas y pesarme para mí era un martirio. Sabía que no podía subir de peso a causa de mi enfermedad y eso me angustiaba. Este sentimiento actuaba en mi contra, pues me llevaba a sentir más tentación por aquello que no debía comer.

Hay médicos que saben comunicarse, ser empáticos y bondadosos con sus pacientes y otros que no, que están muy lejos de ejercer su profesión con amor y comprensión por el prójimo. A mí, lamentablemente, me tocaron de la segunda especie: torpes y crueles. ¿Sabrán el daño que pueden llegar a causar sus palabras? Todas las semanas recibía un reto «cariñoso» del doctor de turno que, cuando verificaba que mi peso continuaba igual, me trataba como a una guatona tonta y porfiada que no era capaz de cumplir con mi deber y que defraudaba a todo el mundo. ¡Pero yo tenía doce años! Sentía mucha vergüenza e impotencia y llegaba a la conclusión de que no merecía el cuidado y la atención que todos ponían en mí.

Bueno... así conocí los cumpleaños con productos light y sin poder comer lo que quisiera como los otros niños, tampoco podía jugar a los mismos juegos que ellos y me sentía un poco rara. Sin embargo, la Nati siempre se encargaba de inventar algo entretenido para nosotras, donde yo no tuviera presente mis limitaciones. Y era tan divertido que al final terminaban todos jugando junto a nosotras. Además, mi amiga siempre se las ingeniaba para darme algo rico de contrabando. Me gustaban mucho los dulces de plátano, así que siempre trataba de agarrar todos los que pudiera y me los pasaba por debajo de la mesa. Bueno, tampoco eran tantos, ella también me cuidaba, pero para mí lo que me diera era suficiente, un tesoro, pues de ese modo no solo comía mis dulces sino que no me sentía tan diferente de los demás.

Siempre que conversábamos del tema con la Nati, se mostraba comprensiva y me alegraba el corazón. Yo le decía que me sentía bien tal como era, que no entendía porqué tanta dieta y tanto enojo. Ella, después de subirme el ánimo, siempre terminaba diciéndome que, fuera como fuera, gordita o rellenita, mis cachetitos eran únicos y creía que los médicos deseaban unos iguales y se enojaban por la envidia que sentían. Al final, reíamos a carcajadas, mientras ella seguía elogiando mis rosaditas y rellenitas mejillas.

Es verdad que había razones médicas claras que indicaban que debía adelgazar, ya que la hemiparesia combinada con el sobrepeso podía traerme consecuencias graves, como cojera u otros desbalances severos. Pero hay muchas formas en que los médicos —si quieren ayudarte de verdad— pueden ganarse la simpatía y el compromiso de los pacientes, sobre todo cuando se trata de niños. En cambio, hay otras que son sencillamente malvadas.

El maltrato y la descalificación a los que me sometían por mi sobrepeso eran constantes. Quizá creían que siendo duros o más drásticos iba a seguir mejor sus dietas, pero yo era pequeña y me angustiaba, me gustaban las golosinas y los dulces, solo que para mí estaban prohibidos. Recuerdo, de manera muy vívida, una frase que un nutriólogo me decía, con voz golpeada, como si fuera una sentencia: «¡Tú, no puedes ni oler los dulces, no puedes ni olerlos!», recalcaba. Hasta el día de hoy siento el tono de sus palabras. Yo no decía nada, solo acataba, asentía con la cabeza y percibía el sufrimiento de mis papás y también el miedo de que alguno de los diagnósticos amenazantes se hiciera realidad.

Ahora entiendo que quizá por eso, muchas veces apoyaron esa dureza con la que me trataban. Creían que era una forma de cuidarme. Pero no los culpo, nadie les enseñó cómo ser papás y, en su afán de que no ocurriera lo peor, hubo veces en que también ellos fueron muy crueles.

Unas extrañas vacaciones

Había sido un fin de año muy ajetreado, con la Nati nos habíamos preocupado de las presentaciones finales del curso. Yo era la presidenta y me sentía muy orgullosa de mi cargo, quería hacerlo bien, así que nos juntábamos durante tardes enteras ideando una y mil formas de sorprender a nuestros compañeros. Como casi todos los años, me había ganado el premio al esfuerzo. Me enorgullecía obtenerlo, casi siempre era por el área deportiva. La Nati solía decirme que los iba a dejar a todos chicos e iba a ser la futura atleta de Chile: yo me reía mucho de sus gracias. Me daba especial satisfacción ver la alegría en el rostro de mis papás, era lo mejor que me podía pasar. De alguna forma sabía que era mi deber retribuirles todo lo que hacían por mí, aunque también sentía que nunca lo encontraban suficiente.

Esas vacaciones casi no vi a la Nati: ella se fue con su familia a principios del verano y yo en febrero con la mía. Recuerdo que ese enero no terminaba nunca sin la Nati, con un calor insoportable, estaba aburrida y además ansiosa… Pronto partiríamos con mi familia a unas vacaciones muy entretenidas: primero a Guatemala y después a Costa Rica.

Mi papá viajaba a menudo a Costa Rica por asuntos de trabajo, pero yo era la primera vez que iba. Tenía ansias de conocer ese país, en mi casa se hablaba mucho de él, de sus verdes, de sus playas… Esa era la parte que más me gustaba, porque yo era como pez, veía una piscina o el mar, y enseguida estaba lista, con mi traje de baño, blanca como la leche, encremada de pies a cabeza, y aun así, terminaba roja como jaiba.

Por fin ese enero interminable llegaba a su fin y empezaban todos los preparativos para el viaje. La Nati llegó la noche anterior a mi partida, así que, entre maletas abiertas e idas y venidas por toda la casa, me contó todo lo que pudo de su viaje y me deseó mucha suerte con el mío. A mi regreso, lo primero que haríamos sería juntarnos para intercambiar fotos, contar anécdotas y reencontrarnos. Finalmente, llegó la fecha prevista. Recuerdo que la noche anterior no pegué un ojo, lo único que quería era que avanzara el reloj, es que estaba tan contenta e ilusionada con estas vacaciones…

Llegamos a Guatemala. Tuvimos que esperar unos minutos para hacer conexión con el avión que nos llevaría a Antigua, la ciudad que pretendíamos visitar. Ya había oscurecido cuando arribamos, pero igual se podía adivinar la belleza del lugar y mis ojitos se esforzaban por verlo todo.

Nos alojamos en un lugar precioso que había sido un monasterio y estaba refaccionado como hotel; dejamos las maletas, nos instalamos y partimos a comer. Recorrimos varios restaurantes hasta que uno, con unos candelabros muy bonitos, nos enamoró a todos: tan solo con una mirada nos dimos cuenta de que no había que buscar más. Entramos.

Recién cuando llegó el mesero, con un acento muy particular y divertido, preguntándonos qué se nos ofrecía, yo recordé que —como siempre— estaba a dieta. No me hice muchas ilusiones con los platos que incluía el menú… Mi papá, adivinándome el pensamiento, sugirió que ese día por lo menos suspendiera la dieta, pero mamá se opuso. El doctor había sido enfático en la consulta: de ninguna manera podía suspender mi régimen. No había excepciones. Como yo no quería causar una discusión entre ellos, acaté la decisión sin chistar, obligada a comer solo lo que me permitieran.

Igual logré pasarla bien; mi mamá, mi hermana Carola y yo no parábamos de reírnos… Mi papá era una persona muy divertida y esa noche, particularmente, no dejaba de contar gracias… Se notaba que disfrutaba al vernos tan alegres. Así pasó el tiempo y no nos dimos cuenta, cuando nos acordamos ya era tardísimo y empezábamos a mostrar los primeros signos de cansancio. El viaje había sido agotador y como solamente estaríamos un par de días en Antigua, había que aprovechar al máximo el tiempo. El día siguiente iba a ser ajetreado y necesitaríamos levantarnos temprano, así que decidimos volver al hotel.

Antes de que mis papás nos fueran a dar las buenas noches, ya había caído dormida, pensando en cuántas cosas tendría para contarle a la Nati a mi regreso. Todo era tan hermoso; a ella le gustaban mucho las manualidades y en Antigua se caracterizaban por tener una artesanía hermosa.

Recorrimos cuanto lugar encontramos, los pies ya casi no nos respondían de tanto caminar, pero no nos importaba. Cada vez que creíamos que no dábamos más, aparecía de la nada otro monumento o algún objeto que cautivaba nuestras miradas y de inmediato olvidábamos el cansancio.

Así pasaron los días previstos y partimos a Ciudad de Guatemala, allí íbamos a descansar una noche y, a la mañana siguiente, tomaríamos el avión a Costa Rica.

El hotel era precioso, aunque totalmente diferente al de Antigua. Era tan moderno que a veces llegaba a molestar: solo con apretar un botón parecía que ya estaba todo hecho.

Después de instalarnos fuimos a uno de los mil restaurantes del propio hotel. Hacía días que mi papá estaba con ganas de comer pastas, pero ni mamá ni mi hermana accedían mucho a su petición. Yo, claro, habría estado encantada, mi comida favorita eran las pastas, pero sabía que en mi dieta no cabían esas cosas, así que me abstuve de opinar. Igual —debo confesar— no perdía la esperanza de que se hiciera la excepción y pudiera compartir un rico plato con mi familia.

Entramos al restaurante, la carta rebosaba de distintos tipos de tallarines, raviolis, lasañas, todos con diferentes salsas y preparaciones que me hacían agua la boca. Me puse un poco ansiosa, si accedían a mi deseo podría comer alguna de esas delicias. ¡Dios mío, no sabía por cuál decidirme! Los sentimientos eran encontrados: excitación ante la posibilidad de tener este premio pero también miedo y nerviosismo, porque si no era posible, si mis padres no accedían, no estaba segura de poder contener las lágrimas, y eso les arruinaría la noche… No, no quería ser injusta, no quería ser mala, egoísta, desconsiderada… Empecé a transpirar.

Finalmente, luego de algunas miradas cruzadas e incomodidad y gestos que pretendían disimular la tensión, cosas que por mi corta edad podía intuir pero no comprender como ahora, mis papás, por fin, decidieron permitirme ese «recreo» en mi estricta dieta: «Solo por este almuerzo», me dijeron muy serios. Casi me levanto de la silla y me pongo a bailar. Me sentía como una condenada a muerte a la que hubieran indultado a último momento. No podía más de la felicidad y con el corazón todavía acelerado, inmediatamente empecé a estudiar el menú con todo detalle…

Vi de reojo cómo mi familia sonreía al verme tan concentrada. ¡Todo parecía exquisito! ¿Cuál de los platos escogería? Cuando creía que serían los tallarines, recapacitaba y me inclinaba por los sorrentinos; cuando me tentaban los gnocci, volvía a los tallarines dilatando lo más posible el momento de la decisión y gozando de antemano… ¡Tenía que aprovechar esta oportunidad de sentirme libre y normal! Finalmente, elegí una lasaña. Mientras esperaba que la sirvieran, los minutos se me hacían eternos. ¿Cuánto hacía que no comía algo rico? ¿Meses, años…? ¡Ya no soportaba ni siquiera ver el brócoli, el pavo, ni nada que se le pareciera!

Solo de ver la comida cuando llegó a la mesa, la alegría me desbordó. Empezamos a comer… Todo marchaba bien hasta que de pronto mis papás dijeron: «Basta, Denisse, está bueno, no conviene que te excedas». Aún me quedaba la mitad del plato… ¡de mi plato! En ese momento sentí algo extraño. Con las ganas de llorar, se mezclaba una sensación de rabia y de violencia que no podía controlar, el corazón me latía muy rápido… Empecé a temblar. Siempre fui una niña introvertida, mi única confidente era la Nati, pero ella no estaba ahí, estaba a miles de kilómetros de distancia… Nunca, jamás, me había sentido así.

No entendía lo que me pasaba, solo intuía que era algo malo, una sensación que me llegaba a causar dolor en el pecho y una tensión horrible. Algo estaba claro: si seguía allí, frente a mis padres y mi hermana, iba a ponerme en evidencia, así que, como pude, sin hacer escándalo y tratando de disimular mi malestar, dije que estaba exhausta, que el viaje me había agotado y que quería ir a dormir un rato a la habitación.

Mis papás notaron algo extraño y me preguntaron pero yo insistí —controlándome como pude— en que era solo cansancio acumulado. Subí a la habitación conteniendo la respiración, sentía que iba a estallar, el corazón me salía por la garganta y lo escuchaba latir en mi cabeza… Cuando estuve sola rompí en llanto. No sabía por qué pero me miraba al espejo y lloraba. Si ahora tuviera que describir este sentimiento lo haría como una mezcla exacta entre pena, rabia e impotencia y sobre todas estas emociones, miedo. No me explicaba por qué pero estaba muy asustada. No sabía qué me pasaba y por lo mismo no me imaginaba cómo enfrentarlo.

De repente, en medio de esta desolación y angustia, escuché que la chapa de la puerta de la habitación se movía… Salté como un resorte y en un solo movimiento me metí en la cama y me hice la dormida.

Era la Carola, que venía a buscar su bikini. Mi hermana no era como yo, tenía un cuerpo muy bonito, sano y delgado. Siempre la molestaban por todos los admiradores que la rondaban. La Carola se hacía la enojada aunque, en el fondo, le gustaba que los chicos anduvieran detrás de ella y la encontraran linda, simpática, inteligente: ¿cómo no iba a gustarle?

Se acercó a la cama y me movió un poco. Al no obtener reacción de mi parte, asumió que estaba dormida. Escuché con claridad cuando les dijo a mis papás, que ya habían subido a su habitación, que no se preocuparan porque llegaba a «echar humito». Ellos quedaron aparentemente tranquilos y me dejaron «dormir». Después de que se fue la Caro, traté de calmarme, pasó un buen rato hasta que logré tranquilizarme. Y sin darme cuenta ya era de noche…

Un par de horas más tarde, cuando me sentí algo mejor, me lavé, me vestí y como pude bajé al lobby, porque no quería preocuparlos más de la cuenta. Mis papás me recibieron con una sonrisa y me preguntaron si ya estaba mejor. Yo seguía como si tuviera un nudo en la garganta, no podía transmitirles lo que me estaba pasando, ¿cómo hacerlo, con qué palabras? Ni yo misma lo entendía… Les dije que estaba bien, que solo había sido un pequeño dolor de estómago; mis papás me dijeron que a lo mejor era que mi cuerpo se había acostumbrado a comer sano y que la pasta con su salsa me podría haber caído mal. Asentí: «Seguramente es eso». Ellos se pusieron felices de que les diera la razón: «Denisse, eso significa que vas a adelgazar, ¿no te pones contenta?». De inmediato contesté que sí, que por supuesto. «¿Es lo que todos queremos, cierto?». Pero esa pregunta, y tantas otras relacionadas con mi vida, me quedaron dando vueltas: ¿realmente me ponía feliz adelgazar?, ¿era eso lo que quería?, ¿dejaba así de ser el «patito feo» que sentía que era?, ¿no adelgazar era lo que me angustiaba y me llevaba a un estado que no podía controlar? Todas esas interrogantes me persiguieron durante semanas, no podía sacarlas de mi cabeza.

Pasó esa noche y tomamos el vuelo a San José, la capital de Costa Rica, desde allí haríamos conexión a Condovac, uno de los balnearios más lindos del país. Me sentía mucho mejor, así que durante el vuelo decidí que lo que me había ocurrido no tenía importancia, ¿por qué seguir preocupada del asunto? Era mejor olvidarlo y listo. Estaba segura de que ya en la playa no me acordaría de lo sucedido, quería disfrutar de mis vacaciones y, si seguía pensando en cosas feas, no lo iba a lograr. Recurrí a toda mi fortaleza, traté de convencerme, al igual que mis padres, de que ese episodio había sido solo por cansancio o indigestión, y me dije: «Denisse, demos vuelta la página y hagamos como si nada hubiera pasado».

Llegamos a Condovac, era un resort hermoso, donde te llevaban en carrito a todas partes. Me instalé y enseguida me puse el traje de baño, mi papá me acompañó y juntos nos dirigimos hacia una de las piscinas principales. Era gigante, tenía flores y una cascada a su alrededor, agua cristalina, parecía esas pinturas del paraíso… No podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Inmediatamente quise lanzarme y mi papá, como sabía que era pececito con pies, no me hizo esperar y se lanzó conmigo. Jugamos largo rato en el agua: él me lanzaba, se hacía el tiburón y yo escapaba muerta de risa, nadando por toda la piscina. Estos juegos, que ya eran clásicos entre nosotros, eran muy buenos para mi rehabilitación y él lo sabía. Por mi parte, si bien los disfrutaba mucho y sentía un enorme cariño por mi padre, hubiera preferido que jugáramos por jugar, sin la eterna nube de mi enfermedad sobre nuestras cabezas.

Mientras estábamos en la piscina llegaron mi mamá y Carola. Ellas nunca fueron muy asiduas a bañarse y decidieron tomar sol. A mi mamá no le gustaba el agua y a la Carola le interesaba más un bronceado perfecto que jugar en la piscina.

Así pasó el tiempo y, si bien es cierto que de vez en cuando pensaba en lo ocurrido días atrás, rápidamente trataba de bloquearlo de alguna manera. No me permitía pensar en eso, enseguida me ponía a hacer otra cosa y trataba de divertirme.

Ahora me doy cuenta de que había una tensión en esta conducta, creía que de solo pensar en ese… ¿malestar? (aún no sabía cómo llamarlo), de nuevo se apoderaría de mí sin saber de qué manera controlarlo. De hecho, las noches eran extrañas… Antes de dormir me entraban unas ganas de llorar que no podía contener. Para no llamar la atención me metía debajo de la almohada y así nadie me veía ni me escuchaba. No podía conciliar el sueño sin preguntarme por qué debía estar tan pendiente de bajar de peso y tan contenta si lo lograba.