La divina floresta - Giuseppe Bonaviri - E-Book

La divina floresta E-Book

Giuseppe Bonaviri

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Beschreibung

Un clásico moderno de la literatura italiana «Una novela espléndida, algo finalmente nuevo en nuestra literatura de hoy, algo pensado y al mismo tiempo lleno de libre invención». Italo CalvinoLa divina floresta (1969) es una sugestiva historia naturalis interpretada en clave lucreciana o, incluso, kiplinesca, y ambientada en una remota Sicilia en los albores de la creación. El protagonista es la vida misma o, mejor dicho, un ente vivo y pensante, primero indeterminado en su forma larvaria, que, tras una breve temporada vivida vegetativamente, toma la forma definitiva de un ave: un buitre filosófico que no tiene nada de la bajeza que su figura pudiera evocar, sino que, por el contrario, se nutre de la sabiduría clásica. El arco de su aventura —que lo empujará hasta la extenuación en busca de un mensaje más allá de los confines de la isla, más allá de los océanos y hacia la luna inalcanzable— no hace sino hablarnos de nuestra humana inquietud ante las incógnitas de la existencia. «Estoy realmente contento de este resultado, por ti y por la literatura italiana, que recupera lo que era su vocación específica en sus primeros siglos: literatura como "filosofía natural". Espero que la crítica comprenda que tu libro es diferente de los muchos que se publican, pero, aunque no lo comprenda de inmediato, no importa, tu libro es de los que quedan».Italo Calvino, carta a Giuseppe Bonaviri

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Edición en formato digital: junio de 2024

Título original: La divina foresta

En cubierta: © rawpixel

Diseño gráfico Gloria Gauger

© Sellerio Editore, 2008, Palermo

Publicado por acuerdo con Sellerio Editore S.r.L., junto con su agente subsidiario The Ella Sher Literary Agency

© De la traducción, Francisco Álvarez

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-68-1

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A Emanuele y a Pinuccia

 

«Porque en otro tiempo fui niño

y niña, arbusto y pájaro

y pez mudo del mar».

EMPÉDOCLES

I

Espero que mi historia no suscite risa o lástima, rica como es de acontecimientos que tuvieron inicio cuando yo no era alto ni bajo y el aire aún no se distinguía de la superficie de las aguas. A mi alrededor había vacío y un sueño impreciso, y yo, envuelto como estaba por la velocidad de un movimiento que no podía definir, me preguntaba: «¿Qué es? ¿Qué no es?». Y ese primer intento de dialogar con el mundo fue un punto en aquella noche negrísima.

Mientras aguardaba, acurrucado como dentro de una película, extrañas sombras me rodeaban por todos lados, por lo cual nada veía puramente en sí, sino que todas las cosas aparecían mezcladas con vapores, remolinos y oscuras fuerzas.

«¡Oh! ¡Oh!», grité.

Se alzó un eco refractante, cual campana súbitamente enloquecida, y yo sentí frío y a continuación calor mientras me movía en espiral dentro de aquella ilimitada materia generativa.

«Es inútil gritar», me dije.

Proyecté fuera de mí mismo lo que creo que eran unos tentáculos sensitivos, pero los retiré de inmediato para eludir las primeras impresiones.

Entre tanto me veía empujado más allá, acrecentado y dilatado en medio de un curioso agregado de partículas. Y, quién sabe cómo, volteando sobre mí mismo encontré un ángulo de oscilación visual consistente en un arabesco que devanaba en un retozar de estelas blancoscuras.

«¡Ja, ja, ja!», reí.

Fue entonces, al lograr mi propio movimiento, cuando comenzó mi historia, ultramundana en un primer momento y no sé cuán fatigosa o fácil, lenta o rapidísima.

No puedo decir que pudiera ver, tal y como se entiende comúnmente la experiencia sensible que ejercéis con vuestros péndulos ojos; se trataba, más bien, de no ver a mi alrededor vestigios de ejemplares semejantes a mí mismo, sino un ritmo que me confrontaba con aquel universo indefinidamente abierto, porque era indefinidamente escurridizo.

Un día grité: «¡Fuego!». Porque tuve la repentina sensación de un deslumbramiento. No sé si se trataba de fuego en realidad, pero lo cierto es que se presentaba ante mí un horizonte por momentos rojo y por momentos con desaforadas áreas de densa oscuridad.

Como no quería combinarme de un modo ecléctico con aquello que me rodeaba, me dije que debía seguir adelante, indiviso y primigenio. Seguí desplazándome, sin desparramarme fuera de mí mismo, en aquel mar informe, obstinado, e iba pasando por algunos túneles donde las sombras se aglomeraban, para luego quedar a merced del espacio habitual en el que se alzaban largas colas de meteoros que, en resumen, manchaban el horizonte visible escindiéndose y retroalimentándose.

Mientras tanto, yo quería que aquella oscura carrera terminase pronto, para salir del inmutable estado de ser abismal en el que me encontraba. Quería precisarme, definirme, absorbiendo, chupando e, iba a decir, lamiendo linfa, detritos cósmicos, potencial eléctrico disperso, etcétera.

Lo inevitable sucedió un día (¿de qué otra forma podría definir la enmarañada línea temporal por la que me estaba deslizando?).

Navegaba entre estratos —poco letificantes— de humo cuando, en una súbita parada, me sentí atrapado por una fuerza que parecía constituida por un número inmenso de fuerzas muy débiles.

«¿Quién se está conjugando conmigo?», me pregunté.

Creo que quería determinar qué estaba sucediendo, qué era lo que presionaba dentro de mi mónada, y me encerré en mi absorto goce cuando escuché: «¡Somos dos, por fin!».

No era un lenguaje demasiado claro, porque sonaba «pir, pur, pirpurpirpur», y mientras tanto algo se iba calentando en torno a mí admirablemente.

Pensándolo fríamente, no sé qué motivo de satisfacción y de alegría podría hallar en aquello, claro que había caído en un nuevo aspecto permanente de lo real.

—¿Quién eres? —pregunté tras superar el desconcierto inicial.

—¿Quién puede saberlo? Comienza nuestro prólogo.

Pronto brotó en mí algo así como un sentimiento de oposición a aquel estímulo externo, horroroso en un segundo momento, y al dejar de estar cegado por el anhelo furioso traté de liberarme de él con todas mis fuerzas para no darle mayor corporeidad a mi estructura, que consideraba definida e incorruptible.

—Basta ya —dije—. Déjame.

Pero nada. Fue en vano, porque al desemejarnos cada vez menos íbamos confluyendo en una naturaleza común.

—Oh, Grumina —se me ocurrió darle ese nombre.

Por fuerza tuve que quedarme con aquel coágulo de partículas cósmicas que penetraban en mí de un modo realmente abrumador, algo que se hizo manifiesto.

Nos metabolizábamos el uno con el otro, y era superfluo que yo adujera disculpas, quejas o ruegos llorones.

—Oh, Grumina —dije—. ¡Déjame!

Fue inútil. Así que traté de lograr una hilaridad cómplice en aquel inesperado destino que pronto nos convirtió en una unidad cogitativa intraducible.

Me acostumbré a la nueva situación.

Otro, en mi lugar, tal vez habría optado por el procedimiento contrario para anular esa desventura, o habría podido enumerar cumplidamente los lados buenos que había dejado en el pasado reciente, pero yo acepté el encuentro.

Algunos me dijeron —después— que eso se debió a mi escasa capacidad (por entonces, se sobreentiende) para la reflexión y a mi falta de cautela ante los encuentros accidentales y hostiles que comportaba aquel entorno primigenio, pero no sé si eso es cierto. Discutirlo sería improcedente.

Había a mi alrededor una extensión de gas que me impulsaba, con Grumina sobre mí, y entre ella y yo se producía un continuo enriquecimiento de moléculas y de extrañas combinaciones.

Y no éramos conscientes el uno del otro, bien concatenados, en busca únicamente de una zona más clara en la que ya no nos sintiéramos condenados a errabundas peregrinaciones, fuera de los relámpagos, truenos, tormentas y remolinos oscuro-luminosos.

En resumen, ya no nos bastaba aquel movimiento de traslación sin sentido y, para mantenerse sobre mí, Grumina a veces me arañaba (no puedo decirlo de otra manera para que me entendáis vosotros, que no tenéis tonos de sentimiento, sino bazo, ano, testículos…) no sé en qué parte, aunque ciertamente me generaba un deleite de fantasía y una fuga de imágenes.

Y así seguimos, en esa adición de sumandos imaginativos, surcando el universo con suma tranquilidad, sin que nuestra exploración se convirtiera en un inaccesible enigma, y de ese modo abandonamos aquel caos en el que no había principio ni fin, y fuimos a parar a un lugar de un amarillo sereno y difuso.

Grumina me preguntó:

—Fermenzio, ¿dónde estamos?

Respondí con un ruido difícil de transcribir, y pensé más bien en reducir nuestras vibraciones ondulatorias con un preciso mecanismo de frenado.

—Qué lugar tan extraño —habló Grumina de nuevo.

A mí no me lo parecía. Distinguí una zona azul, inmersa en montículos luminosos de materia impalpable, y por todas partes había calma, un balanceo constante y un aire tórrido.

—¿Qué hacemos? —preguntó mi compañera.

Esa cháchara continua me incomodaba enormemente, sobre todo cuando me planteaba cuestiones misteriosas.

No respondí.

Debajo de mí había una especie de pozo que se ensanchaba circunscribiendo unas tierras que, en un estrato de materia roja, seguían su propio movimiento rotatorio, soñoliento; alrededor había restos de meteoros, humo, peste y ardor de ojos.

—Prrr… —masculló Grumina para mostrar su asombro, que creo que era cierto.

Ese sonido suyo, similar al del aire saliendo de un agujero, no me desagradaba, pero le presté poca atención, distraído como estaba ante aquel lugar bañado por una cándida textura de luz.

Y quizás fue entonces cuando pasamos de nuestro universo fantástico a nuestro universo razonado, y eso para mí —ahora— es una verdad incuestionable que nace de la pura lógica, aunque en aquella época esas cosas no me interesaban lo más mínimo.

Un sonido hilarante y un aire de indescriptible dulzura se propagaban en derredor, sobre todo en aquel atisbo de sol y en aquellas tierras rodantes, fuera del citado caos.

¡Oh, sueño divino que me tomaste!

II

Cuando me desperté estaba atontado. Me estiré y bostecé varias veces.

«¿Qué estoy haciendo?», me pregunté.

Mi compañera vigilaba dentro de mí como puro concepto, todo ojos. Para hacer que despertara por completo de mi plúmbeo sueño me cosquilleó la cola; o sea, el pseudópodo posterior inerte que batía en el polvo cósmico.

—Pequeño Fermenzio, ¿sigues dormido?

¡Uf, qué fastidio escuchar esa vocecita estridente, retumbante como un pedo que salta en el aire!

—Mira, Fermenzio.

Muchas cosas habían cambiado a mi alrededor.

Os lo explicaré en pocas palabras. En el centro de la escena había un sol y, en torno a él, en una alegre miríada de círculos, unas tierras, pequeñas y grandes, que seguían su propio camino, mitad en sombra y mitad rosado, en órbitas elípticas.

—Volvamos atrás —dije, turbado por tan perfecta alegría de mundos.

—Eh, no —contestó Grumina, cosquilleándome de nuevo—. ¡Vamos allá!

Y aunque titubeé seguimos adelante. Mi compañera me dijo, con su habitual refunfuño, que ya era hora de que nos distinguiéramos buscando una nueva aventura.

Algo así como un viento nos impulsaba, y era agradable formar en el cielo pequeñas estelas que se desvanecían enseguida.

Sin saberlo, esparcimos en torno a nosotros nuestra semilla infausta, sórdida y pestilente que, aunque lo desconocíamos, iba a ser para todos.

Atraídos por unos bucles de gravitación dispersos, llegamos sin el menor esfuerzo a una tierra (que después se convirtió en mi morada) cubierta por un vasto mar y por bosques infinitos en una mutabilidad de acantilados y montañas.

Atravesando un líquido pútrido aeriforme que en parte se intrincaba, desapareciendo y reapareciendo como la luz de una bengala, fuimos bajando cada vez más hasta ir a parar a las proximidades de un relieve de montañas que decidí llamar Camuti, para diferenciarlo de los demás relieves, y allí, en el fondo del valle, vi por primera vez un torrente que fluía con una suave deformación de las aguas.

—Creo que aquí podríamos estar bien —le dije a mi compañera.

Había una grieta, justo a nuestros pies, y vi hierba colgante, alcaparras y musgo que invadían los salientes pétreos.

—Me detendré aquí —comenté.

Grumina, aunque parezca raro, obedeció.

Nos arrastramos por un sendero de arcilla aún blanda y, temerosos de todos aquellos elementos naturales que crecían por doquier con un sinfín de colores, nos refugiamos detrás de la roca.

No se estaba mal allí. Me despertaba con Grumina encima de mí y, por inaudita que fuera nuestra situación, no me cansaba de mirar hacia fuera para seguir todo lo que ocurría.

Y al hacerlo, en una sucesión de integraciones fantásticas, entré en conflicto con mis propios deseos.

Allá abajo, en el precipicio, se abría una cueva, llena de sombras, y más arriba había una pendiente cubierta en gran parte por guijarros y por extraños árboles inmóviles.

Sin embargo, os confieso que me habitué a ordenar y a visualizar mejor aquel mundo circundante, y me di cuenta de que me veía agitado, ante cualquier acontecimiento externo, por un ritmo cíclico.

—¿Qué me pasa? —me pregunté.

Regresé a mi negro ombligo musgoso. Cuando notaba que los colores se reducían, se dilataban y fenecían en un fuego desvaído me decía:

—Son variaciones temporales bellas y buenas.

Me vi inmerso en un juego de conjeturas.

—¿Tú qué piensas, Grumina? —preguntaba de vez en cuando.

No me respondía, seguía atenta a cabalgarme (una forma de decirlo para correlacionarme con vosotros) y, cabalgando y cabalgando, me modelaba de mil formas diferentes y me transformaba en un sistema viviente como nunca antes había sido. Arrastrándose junto a mí entre el musgo me llenaba de una ligerísima llovizna de partículas.

—Déjame, déjame —le decía.

Mientras tanto, yo pretendía revertir aquel proceso de metamorfosis que quise llamar tiempo (y que otros pueden llamar fallo, ruina, llamamiento desesperado, composición, descomposición, etcétera) y hubiera deseado —creo— que vivir no fuera mayormente perecer. Por eso quería volver al caparazón de lo viejo conocido.

Al verme absorto, Grumina me preguntó:

—¿Qué haces?

Temiendo que no pudiera comprenderme, respondí:

—Miro. Nada más.

Ella sonrió y trató de cabalgarme de nuevo, pero inmediatamente se retrajo sobre sí misma, no sin antes volver ambigua su risa. Entre tanto, fuera, desde lo ínfimo hasta lo sumo del aire, cayó la tarde.

No era como ahora, que mengua la luz y en los bosques los pájaros aminoran su canto, sino que entonces subía por el barranco una bruma que se mezclaba con un molesto revoloteo de algo que nunca supe definir. El torrente estaba allí, fluyendo constantemente, pero su curso se reducía a pequeños términos en los que abundaba sobremanera un brillo gris.

—¿Qué está pasando? —me preguntó mi compañera, que ya debía de estar experimentado un juego interior que la alejaba, ya casi se hallaba fuera de mí, en una evanescencia de formas muy pequeñas.

—Mejor así —comenté—. De ese modo puedo pensar tranquilamente.

Vi que todas las cosas vivientes se desplegaban en una dirección, casi desviada, ensanchada, distorsionada por un sistema de fuerzas en expansión. Tuve la impresión de que también dentro de mí sucedía algo parecido, quién sabe si estaba absorbiendo más bruma o si me había fundido con el ombligo de Grumina, a la que llamé repetidamente; entre tanto, ningún sonido llegaba desde el valle ni desde los montes que lo dominaban.

Os podéis reír de mis extrañas desventuras, aunque os aseguro que son ciertas.

Sin embargo, me di cuenta de que todo se limitaba a una transformación informe, que como tal se mantuvo aun cuando desde los montes de Camuti llegó una blanca irradiación de cosas deshechas y el torrente se alzó sobre los juncos, sobre la hierba baja y blanda y sobre los tramos de ribera en los que crecían las primeras flores.

—¡Oh, Grumina! ¡Grumina! —exclamé.

Nadie respondió, ni había por entonces eco que difundiera la voz a través de un espacio muy amplio, y yo por primera vez sentí melancolía y la ausencia de ganas de pensar.

Fuera, el universo seguía expandiéndose del modo que os he dicho anteriormente, y noté incluso ciertas sensaciones que provocaban picazón en mis pseudópodos. Y entonces pensé que si lograba que mi pequeño universo se contrajera y que sus componentes convergieran en un centro volvería al pasado. En esos momentos se dibujó en mí una extraña maravilla, y sentí que oscilaba como un humano atrapado por el sueño, y aún no comprendía que estaba comenzando la sucesión de mis vicisitudes.

Solo mucho tiempo después entendí que yo nada podía contra el curso del mundo que incesantemente se ensanchaba, cambiaba y solo en cierta equivalencia de signos y colores se mantenía una parte de lo que yo había conocido.

III

No hubo concomitancia alguna entre el hallazgo de una planta de borraja y cualquier acto de voluntad. Simplemente ocurrió.

Me hallaba sobre unos salientes negros y puntiagudos, recubiertos ya por los primeros líquenes. Estaba concentrado en reunir humores para inflar hasta el límite justo algunas de las yemas que, sin darme siquiera tiempo, brotaban entre mis carnes, recubiertas de delgadas espinas. Me preguntaba cómo había cruzado un umbral para acceder a otro porque quería llegar a entender esa nueva esfera de mi existencia, pero no me era posible coordinar el pasado, porque estaba enredado en unas necesidades apremiantes.

Un día en el que por todas partes brotaba una quietud muy profunda escuché que alguien gritaba:

—¡Senapo! ¡Senapo!

Sobra decir que no me di la vuelta porque yo no sabía que esa voz se refería a mí. Estaba encorvado mirando mis yemas, contándolas más bien (una, dos, tres, cuatro…) con un meticuloso cálculo, cuando la misma voz repitió:

—¡Senapo! ¡Senapo!

Miré hacia el lugar del que procedía aquel sonido y vi la roca convertida toda ella en un extenuante desecho de plántulas y matorral con flores en racimo o dispersas en un recorrido descomunal, os lo aseguro, incluso hasta la garganta donde el torrente renovaba y multiplicaba sus aguas.

—¿Quién me llama? —pregunté perplejo.

Cerca había una flor de mayo (escuché después que así se llamaba) que se inclinaba hacia mí manteniendo un cauteloso equilibrio con la corola.

—¿Qué quieres? —pregunté.

—Oh, Senapo, Senapo —me llamó nuevamente.

Era un reclamo gozoso, no había variaciones en el timbre de voz, y más tarde comprendí que aquella tentativa de conversación no se debía a un descubrimiento pasional, sino al placer (quizás inaudito y estúpido) de sentirse vivos.

—Soy Flor de Mayo, ¿no lo sabes?

Me resultó un poco irritante, estaba poco predispuesto a mantener una conversación debido a mi labor interna de inflar los brotes. De modo que le dije:

—Vale, vale.

Es más, miré con aversión la irregular extensión de plantas y de flores que brotaban con más frecuencia en el monte de enfrente (el cual más tarde fue llamado Mineo), y tal vez me corroía un impúdico orgullo destructor al sentirme rodeado por un enjambre de formas inferiores, multiplicables y reducibles en serie, de las cuales yo me había convertido en una simple variación.

En resumidas cuentas, me adapté. Y no se estaba mal. Empezamos a conocernos; discretamente, claro está. Nos decíamos alguna cosa, nos imitábamos recíprocamente en ciertas ocasiones o hacíamos observaciones sobre lo que sucedía de forma imprevista, aunque yo siempre me mantenía un poco distante, quizás por mi vicio de pensar.

Naturalmente, no hablábamos como comúnmente se entiende; es decir, como lo hacéis vosotros. Nosotros, claro está, nos comunicábamos de una forma más primitiva, tal vez por la pequeñez del espacio en el que estábamos confinados. Nuestras conversaciones eran un vago runrún o representaciones cambiantes de simples colores que solo un ojo ejercitado podía descifrar como es debido.

Flor de Mayo, desarrollando sus raíces, se había aproximado a mí.

—Buenos días, Senapo —me decía—. ¿Cómo estás hoy?

O me preguntaba:

—¿Por qué estás tan malhumorado? ¿No ves que ha florecido la roca?

Un día me confesó, meneando el receptáculo, que yo no me parecía a nadie. Ella no entendía a qué aspiraba, porque para los demás solo existía el gozo del presente.

La escuché con curiosidad, y al hacerlo me distraje de la seria hipocondría que desde hacía unos días me estaba provocando sufrimiento. Flor de Mayo me sonreía con un movimiento vibrante de sus pétalos.

—¿Por qué no respondes? —insistió—. ¿Estás descontento? Aquí nadie lo está.

—Oh, Flor de Mayo… —dije suspirando.

Aquella marea de plántulas estaba siempre igual, salvo cuando la movían los murmullos o el leve golpeteo de tallo contra tallo, naufragada en la luz, cansada de mirarse, ocupada en juguetonas vibraciones de hojas, y nada más. Era como la extensión de una realidad encerrada en una inmutable sustancia de humores y colores.

Y aquel día la hipocondría se agravó, sentía repugnancia de mí mismo por el lúgubre sonido de flauta con el que llegaba. Duró más que nunca y pensé en Grumina, que ya no estaba en mí y quién sabe hacia qué otras tierras emigraba, impulsada por el viento o por un ignoto maleficio.

Suspiré una vez, dos veces, para relajarme y miré hacia lo alto del cielo, donde se estaba gestando la primera canícula.

«Oh, oh, ¿qué me está sucediendo?», me pregunté.

No pasó mucho tiempo antes de que el sol se volviera ardiente y poco a poco nos fue secando, nos hizo silenciosos y nos ignoramos unos a otros; y ya no hubo ocio ni pasatiempo para aquellas flores y matas. La primera que tuvo una intuición fue una zarza, que desde lo alto de su espolón gritó:

—Si no nos conjugamos, pronto desapareceremos. Deberíamos ir pasando el polen de unos a otros.

Fue un gran problema. El ardor de aquel verano se extendía por doquier y era inútil que buscásemos agua hundiendo las raíces en la tierra, porque no había otra cosa que roca seca.

Por las dos vertientes del barranco subían y se dispersaban oscuros lamentos, y se veía por todas partes el tristísimo declive de corolas y el ennegrecimiento de hojas.

Así fue como se manifestó en mí, por primera vez, el complejo del choque fatal con el mundo circundante.

Flor de Mayo, sin alegría, me comentó:

—¿Quién iba a decírnoslo, Senapo?

Un día, mientras reflexionaba sobre el hecho de que todo lo que me rodeaba se había convertido en un símbolo y un adorno superfluo de un mundo en vías de extinción, oí un sonido muy lejano que pronto se hizo más nítido y que no era una forma engañosa, sino un verdadero flujo.

Algunas matas gritaron:

—¡Qué está pasando!

Aquel sonido cesaba en intervalos cortos y unas parietarias, mis vecinas, exclamaron:

—¡Qué puede ser!

Una ginesta (la única que había en aquella seca extensión de plantas) aseguró:

—El viento.

No era fuerte, pero bajaba desde los montes de Camuti en ráfagas continuas que aumentaban en número, y entre tanto nos mezclaba y llevaba nuestro polen de una terraza rocosa a otra, de grieta en grieta, y más allá hasta la garganta del torrente. Os lo juro, había un polvo amarillo que se arremolinaba incesantemente, primero en una dirección y después en otra, haciendo que la visual fuera muy cambiante durante un espacio muy amplio.