La dote de la novia - Diana Hamilton - E-Book
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La dote de la novia E-Book

Diana Hamilton

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Beschreibung

Jethro Cole se había enamorado de Alissa Brannan en el instante en que la conoció, pero ella parecía una mujer bastante esquiva y siempre había conseguido mantenerlo a distancia hasta que, por suerte, aquel día se presentó ante él con una propuesta ciertamente enrevesada... Alissa le ofrecía una generosa suma de dinero si aceptaba casarse con ella. De ese modo, podría cumplir la condición que su tío había incluido en su testamento y recuperaría la casa donde había pasado su infancia. Allie hizo mucho hincapié en que el matrimonio sería una situación meramente temporal. Lo que no sabía era que Jethro tenía sus propias ideas y estaba decidido a compartir su vida y su cama con ella para siempre.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Carol Hamilton Dyke

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La dote de la novia, n.º 1474 - mayo 2021

Título original: Bought: One Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-553-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

JETHRO Cole aseguró la escalera de aluminio sobre la baca. Luego, metió el cubo y los rodillos de limpiar ventanas en la parte de atrás de su vieja furgoneta. Cuando terminó, se secó el sudor de la frente con su bronceado antebrazo y se apartó un mechón de pelo negro que le tapaba la visión. Hacía tiempo que necesitaba un buen corte de pelo.

Respiró hondo, tratando de relajarse, después de terminar otra larga jornada de trabajo, subiendo y bajando escaleras para limpiar las ventanas de los demás, bajo el abrasador sol de julio. Por lo menos, estaba aprendiendo a hacer bien el trabajo y la gente ya no se quejaba de que había dejado manchas o de que las esquinas no estaban suficientemente limpias.

También se le habían insinuado un par de amas de casa aburridas, aunque él había fingido no entenderlas para que no se sintieran ofendidas y prescindieran de sus servicios en el futuro. Y en ese mismo instante, unas chicas le estaban silbando.

Se metió las manos en los bolsillos de sus viejos vaqueros para buscar la llave de contacto mientras observaba divertido a las dos adolescentes, que llevaban pantalones de cuero de imitación, tops minúsculos y peinados extravagantes.

–Siempre que quieras puedes ir a escudriñar la ventana de mi cuarto –dijo una, que tenía un piercing en la nariz, mientras la otra se reía. Ambas se fueron balanceándose sobre sus zapatos de tacón en dirección a High Street. Era evidente que iban en busca de toda diversión que la noche de Shrewsbury pudiera depararles.

Sus voluntarias correrías como limpiacristales le estaban descubriendo una faceta de la vida desconocida para él, que siempre había vivido en el ambiente de lo grandes negocios, un mundo educado y frío. Sus ojos de color ámbar sonrieron mientras se sentaba al volante y arrancaba el motor.

Estaba usando esa vieja furgoneta mientras su Jaguar XK8 estaba acumulando polvo en un garaje en la otra punta de la ciudad, y llevaba unos vaqueros y una camiseta que deberían llevar tiempo en el cubo de la basura mientras sus trajes de diseño estaban guardados en una maleta en el 182 de la calle Albert Terrace.

Llevaba allí mucho más tiempo del que había pensado estar en un principio. Había ido para hacer una visita corta a su antigua niñera, pero no había sido así.

Y se había quedado limpiando cristales, en vez de estar dirigiendo sus múltiples empresas repartidas por todo el mundo o descansando en una solitaria casa de campo durante un par de semanas como había sido su primera intención.

Pero en esa ocasión, al pararse a saludar a su antigua niñera, como cada vez que volvía a su región natal, había decidido cambiar de planes.

Y estaba muy contento de su decisión. Estaba disfrutando cada minuto de su nueva vida. Y aún disfrutaría más si consiguiera lo que andaba buscando o, al menos, se acercara a ello.

Estaba tan excitado como solía estarlo cuando estaba cerca de cerrar un trato fantástico. Algo que en sus treinta y cuatro años nunca había sentido asociado a una mujer.

Y eso que las mujeres se le daban muy bien.

Pero Alissa Brannan no era como las demás mujeres.

Tenía que admitir que no estaba progresando mucho en su propósito de conquistarla, pero ya lo conseguiría. Él siempre conseguía todo lo que se proponía.

Si no, no habría construido todo un imperio financiero, partiendo prácticamente de la nada. Además, el hecho de perseguir a una mujer le resultaba muy excitante, a él, a quien las mujeres habían perseguido desde que tenía poco más de veinte años y ya había conseguido su segundo millón.

Iba pensando en todo aquello mientras seguía conduciendo. La primera vez que había visto a Alissa Brannan había sido un año antes. Ella había desfilado en un pase de modelos de la primera colección de un diseñador italiano y él, Jethro, se había quedado completamente impresionado por la belleza de ella.

Si no hubiera ido acompañado por su pareja de entonces, habría hecho algún intento de acercarse a Alissa, pero tenía la costumbre de ser fiel a las mujeres con las que salía hasta que su relación se acabara. Así se lo dictaba su conciencia.

Aquella misma noche, su relación se terminó y, como de costumbre, él regaló a la chica una joya cara, y no hubo recriminaciones por ninguna de las dos partes.

Hizo las convenientes indagaciones acerca de Alissa Brannan, la nueva modelo, por la que estaban locos todos los diseñadores, y descubrió que vivía como una reclusa. No salía nunca a fiestas, si acaso a alguna función benéfica.

Así que se propuso hacerla cambiar de opinión y se prometió que conseguiría hacerla salir de su reclusión. Pero su trabajo apenas le había dejado tiempo para intentar nada.

Cualquier otra mujer se le habría olvidado en seguida y él habría seguido concentrado en sus negocios, pero Alissa lo había hechizado. No podía dejar de pensar en lo bella que era.

Y así en los últimos doce meses no se había visto con ninguna otra mujer, a pesar de las múltiples ofertas. Se había dicho a sí mismo que estaba demasiado ocupado viajando por todo el mundo de una sala de reuniones a otra y que era normal que a los treinta y cuatro años su apetito sexual comenzara a disminuir.

Pero al encontrársela de nuevo en esa vieja ciudad medieval, se había dado cuenta de que su apetito no había empezado a disminuir de ninguna de las maneras.

Atravesó una glorieta abarrotada y salió por una calle que conducía al popular mercado, situado en aquella parte de la ciudad. No podía quitarse de la cabeza a aquella mujer bella y esquiva que de alguna manera se había metido en su corazón.

Encontrársela había provocado que cambiara todos sus planes para la semana, ¿sería el destino?

Pensó unos segundos y desechó la idea. ¿El destino? No creía en ese concepto. Él era el que controlaba su propio destino. Su método para ello era agarrar la vida con las dos manos y agitarla hasta que quedara según su modelo preferido.

Entonces, ¿por qué lo ignoraría Alissa?

Sus cejas oscuras se unieron en una línea mientras aparcaba la furgoneta frente al número ciento ochenta y dos de Albert Terrace. Salió y, de mal humor, cerró la puerta de un golpe. Pero su enfado se desvaneció al descubrir a mami Briggs detrás del seto, regando los geranios que adornaban el sendero estrecho que atravesaba el jardín.

–Buenas noticias, señorito Jethro: Harry está recuperado y listo para trabajar –la anciana esbozó una sonrisa y se quedó mirando al hombre alto que siempre sería el señorito Jethro, incluso cuando cumpliera los noventa–. Y no sé cómo darte las gracias por haberte hecho cargo de todo. Harry estaba muy preocupado. Estaba seguro de que sus clientes se buscarían otra empresa de limpieza, ya que llevaban poco tiempo con él.

Harry había abierto el negocio hacía escasamente seis meses, cuando le habían despedido de la fábrica de la localidad. Y Harry no tenía intención de vivir del paro, no mientras fuera capaz de trabajar. Harry tenía su orgullo.

–No tenéis que darme las gracias –contestó, contemplando cómo la mujer regaba los últimos tiestos.

Una semana antes, no habría dicho lo mismo. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por mami Briggs, pero eso no significaba que la idea de estarse una semana limpiando ventanas lo encantara. Lo había hecho como un deber y el deber había tenido su recompensa, ya que había vuelto a ver a Alisa, o Allie, como le gustaba a ella que la llamaran.

–Me imagino que te apetecerá tomar una taza de té. Lávate las manos mientras lo preparo –se dirigió a la casa y Jethro la siguió–. Harry se está dando una ducha. Tú puedes darte también una antes de la cena. He hecho pastel de carne y patatas. Siempre fue uno de tus platos favoritos.

Jethro fue a hacer lo que le habían dicho. Algunas cosas nunca cambiaban y la comida de las nodrizas era una de ellas. Jethro esbozó una sonrisa mientras se lavaba las manos en el baño que había al lado de la cocina. Desde allí, se escuchaba el acogedor sonido de la vajilla.

Aquella mujer se había casado con Harry Ford cuando ambos pasaban de los cincuenta, pero para él siempre sería mami Briggs, la mujer que le había cuidado y alimentado de niño. El único amor maternal que había recibido había sido el de ella, ya que su propia madre siempre había estado demasiado ocupada en divertirse y nunca había permitido que él o su hermana menor, Chloe, pudieran molestarla lo más mínimo.

Se secó las manos y la cara con la toalla. La tela raspaba un poco, ya que a mami Briggs no le gustaba usar suavizante. Luego, entró en la cocina, desprendiendo un fuerte olor a jabón.

–Tómate el té antes de que se enfríe y dime qué planes tienes –le ordenó la mujer–. Me siento culpable por haberte estropeado parte de las vacaciones, así que no me digas que te vuelves ya a tu casa. Trabajas demasiado.

Jethro sacó una silla de debajo de la mesa cuadrada de pino y se sentó. Estiró sus largas piernas y sonrió al contemplar el aspecto severo de la mujer. Pero después, la sonrisa se apagó en sus labios porque ella no sólo tenía aspecto severo, también parecía cansada, mayor, casi una anciana.

¿Sus planes? La recuperación de Harry de la gripe que había pillado en verano le había dejado libre y podía tomarse el merecido descanso que tanto le apetecía en su casita de Shrohshire, en la costa galesa. Pero, ¿le seguía apeteciendo realmente ese plan?

Porque lo cierto era que la recuperación de Harry también le dejaría todo el tiempo libre para concentrarse en la conquista de la esquiva Allie. El hombre concentró la mirada en su taza vacía. También tenía que ocuparse de mami Briggs y de Harry. Siempre había pensado que la nodriza era casi indestructible, pero no era verdad. Ya era hora de que pudiera tomarse la vida de manera más relajada, sin tener que preocuparse del dinero.

–Creo que me quedaré con vosotros otros dos días, si no os importa –la miró a los ojos mientras ella recogía su taza y volvía a llenarla–. Tengo en la cabeza un proyecto que me gustaría comentar con Harry.

Y tendría que hacerlo bien para que no pareciera caridad.

 

 

Allie pagó el taxi y se quedó parada durante un rato en la acera, mirando hacia el bloque de apartamentos donde vivía. Ella, que despreciaba tanto a los mentirosos, ¡acababa de decir la mentira más grande del mundo!

A pesar de la nubosidad que cubría Londres, sentía que la piel le ardía y notaba que sobre su labio superior habían aparecido gotitas de sudor. No sabía cómo iba a ser capaz de entrar en el edificio. Le temblaban las rodillas.

Pero consiguió hacerlo, aunque se puso muy nerviosa, casi histérica, cuando tardó en meter la llave en la cerradura casi dos minutos.

¡Eso le estaba pasando por haberle contado a su abogado aquella mentira!

Entró en su pequeño y austero salón, diciéndose a sí misma que tenía que calmarse cuanto antes. Tenía poco tiempo para convertir aquella mentira en realidad y ponerse histérica no iba a ayudarla en su propósito.

Se quitó los zapatos de tacón alto y se dirigió hacia el cuarto de baño, donde se deshizo el elegante moño de la nuca, sujeto con horquillas.

También se cambió el traje clásico que se había puesto para la cita por unos vaqueros viejos y una camiseta ancha. Entonces, comenzó a sentirse mejor, ya no parecía una super modelo, y eso la ayudó a calmarse.

Se quitó el maquillaje y trató de repasar objetivamente la cita que había tenido con el abogado de su tío, recientemente fallecido. Recordó la curiosidad que había suscitado en ella y su madre la cita con él.

–Quizá te haya dejado algo en herencia –le había dicho su madre, Laura. Nunca nombraba a su cuñado. Siempre se evitaba nombrar a Fabian en su casa desde que ocurriera aquello varios años antes–. Puede que, finalmente, se sintiera culpable –había añadido sin mucha convicción.

–¡Sí, y los cerdos pueden volar! –había dicho Allie, mirando en los azules ojos de su madre, que ella había heredado–. Conociéndolo, es capaz de haberme dejado una excavadora para que haga mi tumba con ella.

Así que, así de extrañada ante la cita con el abogado de su tío, había dejado la pequeña casa que Laura compartía con su hermana Fran en Shrewsbury para tomar un tren en dirección a Londres. Allí, se quedaría en su modesto apartamento y aprovecharía para ver al abogado de su tío y a su agente.

Se pasó todo el viaje pensando en la depresión de su madre, que comenzaba a preocuparla, y repasando sus gastos.

Un año antes, había estado a punto de dejar su carrera de modelo, que parecía no conducirla a ninguna parte, cuando de repente la suerte había llamado a su puerta. Desde aquel día, se había esforzado por ahorrar y ya tenía suficiente dinero para pagar la entrada de una casa en el campo para que vivieran Fran y Laura.

Era una casa lo suficientemente cercana a la localidad para que Fran pudiera ir a trabajar todos los días. Tenía un jardín grande para que Laura disfrutara de la pasión por las plantas que había desarrollado en los años que habían pasado en Studley, donde había transformado el abandonado jardín de la casa en un paraíso. Su madre nunca sería feliz en una ciudad, necesitaba espacios abiertos y el canto de los pájaros para estar contenta.

Así que, contando con el dinero que le pagaban por sesión, y a los veintidós años todavía tenía por delante muchas, podría pedir un préstamo al banco y dejarle el dinero para la casa a su madre. Odiaba ver a su madre haciendo de señora de la limpieza para sacarse algún dinero. Así que había decidido ayudarla económicamente.

Y por eso se había tomado aquel descanso antes de volver a las pasarelas de moda internacionales y a las sesiones de estudio. Aparte de recuperar fuerzas después de un año de trabajo ininterrumpido, sabía que necesitaría tiempo para convencer a su madre de que aceptara su dinero. La noche anterior, después de que Fran se fuera a dormir, había hablado con ella del tema por primera vez.

–Me niego a que te gastes tu dinero en mí. Eres muy amable, tesoro, pero no puedo permitirlo –los ojos de Laura estaban cubiertos por una humedad que en aquellos últimos tiempos casi nunca desaparecía, pero Allie insistió.

–Será una buena inversión. Una casa lo es. Y en cuanto al préstamo, ¿en qué otra cosa me puedo gastar yo el dinero si no es en ti?

Aparte del alquiler de su pequeño apartamento y algo de ropa adecuada para sus apariciones en público, necesitaba poco. A diferencia de la mayoría de sus compañeras, no salía mucho y no estaba interesada en grandes vacaciones ni en coches caros.

–Sólo quise hacerme modelo para ganar dinero deprisa y poder hacer esto por ti. Durante años, pensé que el dinero no iba a llegar nunca, pero ahora que ha llegado, no esperaba que te pusieras tan testaruda conmigo. Sé lo feliz que eras en Studley y que, incluso después de que papá muriera, habrías vuelto allí. No puedo devolverte Studley, aunque me gustaría poder hacerlo, pero puedo regalarte una casa de campo. ¡Eso sí, serás tú quien tendrá que poner las rosas alrededor de la entrada!

Lamentó haber mencionado Studley al ver que la boca de su madre comenzaba a temblar. Laura había sentido devoción por aquel lugar. Y todavía la sentía. Todos sus recuerdos felices estaban allí.

De manera que todo el tiempo estuvo pensando en su madre, preocupada por la tristeza que la embargaba y tratando de descubrir la mejor manera de proponerle de nuevo que aceptara lo que ella podía ofrecerle, hasta que el abogado se sentó a su lado.

–Su recién fallecido tío, Fabian Brannan, dejó todas sus propiedades al gobierno, aparte de la casa conocida como Studley Manor, con su contenido, que se la ha dejado a usted.

El hombre la miró, colocándose las gafas sobre la nariz.

–Hay, sin embargo, una condición –añadió, encogiéndose de hombros imperceptiblemente–. Según el testamento, la casa pasará a ser suya en caso de que estuviera casada en el momento de su muerte o en el caso de que contrajera matrimonio durante el mes siguiente.

Allie lo miró fijamente a los ojos, sorprendida. Notó un nudo en el estómago y sintió ganas de chillar.

Al oír la primera parte del testamento, ella había sentido un arrebato de alegría. Fabian, finalmente, se había enmendado. Les había regalado Studley Manor, la maravillosa y antigua casa donde había pasado los primeros quince años de su vida, el lugar donde a su madre la encantaría poder volver, donde estaban sus recuerdos más preciados.

Laura sería muy feliz allí, después de tantos años tristes, repletos de trabajos pesados. Volvería a reencontrarse con un pasado lleno de felicidad y recuperaría su alegría y su paz interior, trabajando en el maravilloso jardín que ella misma había creado.

Pero la condición que Fabian imponía hacía que todo aquello se volviera imposible. Él sabía, porque ella se lo había dicho de manera inequívoca, que nunca se casaría, que nunca confiaría su felicidad y seguridad a ningún hombre.

La condición en el testamento demostraba el rencor de Fabian, su mala intención a pesar de los años y, por un momento, conoció el sabor del odio. Luego, trató de respirar, de sacar el aire helado de sus pulmones y decirse que Fabian no se reiría de ellas. No estaba dispuesta a permitírselo. Y entonces, fue cuando mintió descaradamente.

–No veo ningún problema. Mi prometido y yo íbamos a casarnos a finales de año, pero no hay ninguna razón por la que no podamos adelantar la fecha para cumplir la condición.

Allie lo miró fríamente y vio que él había reparado en su mano sin anillo.

–No suelo llevar puesto el anillo. Es demasiado valioso. Me da miedo perderlo o que me lo roben –se levantó y se quitó una mota invisible de la falda–. Así que tenemos un mes para casarnos, ¿no es así?

–En realidad, un poco menos –el abogado se levantó a su vez mientras fijaba la vista en el documento que tenía en la mesa–. Su tío murió hace una semana, como sabe. Así que le quedan tres semanas… uno o dos días más, si contamos un mes de treinta y un días. Traté de convencerlo para que no pusiera tal condición, pero fue imposible.

–Fabian era un hombre testarudo –admitió ella.

Y se fue. Nada más llegar a la calle, vio el alcance real de la estupidez que acababa de cometer.

Ella también tenía unos recuerdos preciosos de los años en Studley, pero debería haber salido de aquel despacho nada más enterarse de la condición.

Pero su madre seguía deseando regresar a esa casa y sería maravilloso si hubiera podido agarrar el documento que le acababan de leer y eliminar aquella maldita última condición.

Pero, ¿cómo? ¿Y cómo esperaba hacer realidad su supuesto matrimonio?

Fue a la cocina y se hizo un café fuerte, que bebió a pequeños sorbos con el ceño fruncido.

Muchos hombres habían tratado de salir con ella en el pasado, pero ninguno le había interesado especialmente. No quería verse envuelta en un compromiso que luego se convirtiera en una trampa. No le gustaba el sexo casual y no tenía intención de tener una relación seria, así que, ¿cuál era la solución?

No se enorgullecía del físico que había heredado de su madre, lo veía simplemente como un talento, como el que es inteligente para los negocios o tiene un talento especial para la decoración. Si lo usaba convenientemente y trabajaba duro, podía dar a su madre parte de la felicidad que había perdido.

Pero, ¿no podría usarlo para conseguirse un marido?

Dejó la taza sobre la mesa y comenzó a caminar de un lado a otro de la pequeña habitación con cara pensativa. Tenía que haber un modo. Se pondría sus mejores galas y saldría a fiestas, elegiría a un soltero y…

Allie se detuvo bruscamente. No era ninguna estúpida, así que, ¿por qué se estaba comportando como si lo fuera?

Ningún hombre en su sano juicio se casaría con tanta prisa… y, además, ella no quería que el matrimonio fuese real, claro. Sería una boda falsa, que serviría sólo para reclamar la herencia y se rompería tan pronto como arreglara las escrituras para pedir el divorcio dos años después.

No habría sexo ni ataduras… No le pediría nada, no le daría nada. Ningún hombre aceptaría esas condiciones. Tenía muy poco tiempo y nada que ofrecer, excepto… la muchacha se detuvo y sus ojos se agrandaron al descubrir la solución.

¡Excepto dinero!

¡Podía comprar un marido por un mes!

Tenía la cantidad que había ahorrado con la intención de comprar a su madre y a Fran la casa de campo. Si Studley iba a ser de ella, no tendrían que comprar ninguna casa.

Y conocía al hombre que aceptaría su proposición.

Bien vestido, resultaría más que presentable… era el tipo de hombre que despertaba sueños entre las mujeres. Así que la mayoría de la gente no se sorprendería de que se casara con él y el abogado no sospecharía que sería una boda falsa.

Allie sabía que era un hombre de temperamento amable y cariñoso. Además, era una persona necesitada y estaría encantado de poder tener la oportunidad de ganar una generosa cantidad de aquella manera.

La verdad era que se lo habían presentado hacía escasamente una semana, y, además, había dejado bastante claro su interés en ella. Pero ella lo había rechazado fría y educadamente, con la facilidad que da la práctica. Tendría que hacerle ver que no iba a obtener nada de ella.

Podría hacerlo. Claro que podría. No habría ningún problema.

Cruzó la habitación, agarró el teléfono y canceló la cita que tenía con su agente. Luego, fue a su habitación y comenzó a hacer su equipaje.

Jethro Cole, el fuerte limpiador de ventanas, era, sin duda, el hombre adecuado para ese matrimonio.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

NO PUEDO estar segura de ello –dijo mami Briggs al tiempo que llevaba la bandeja con café hacia el salón de estar–, pero creo, aparte de que Harry se haya tragado su orgullo y te haya admitido como socio, tu estancia aquí tiene mucho que ver con esa chica tan guapa que ha venido a darte las gracias por ayudar a su madre.

Jethro dobló el periódico con un gesto de impaciencia. Lo cierto era que no sabía por qué demonios seguiría allí sin ningún motivo de fuerza. Y tampoco tenía ganas de discutir sobre ello.

Repasó los ocho días anteriores. Volvió a su primer día, a lo que se suponía que iba a ser una corta visita, antes de encontrarse a Harry en la cama, según él su lecho de muerte, totalmente deprimido porque su clientela lo iba a abandonar y su furgoneta estaba en el taller, ya que tenía el embrague estropeado. ¿Cómo iba a poder subirse a una escalera, si apenas podía tenerse en pie?

Mami Briggs nunca se había sacado el carné, así que Jethro había ido por la vieja furgoneta, que estaba en un garaje a pocos metros de la casa. Mientras regresaba a casa, había visto que una mujer bien vestida se había caído en la acera. Era la madre de Allie, como había descubierto más tarde.

La recogió y la llevó a su casa. La mujer, que le había asegurado que jamás se había desmayado anteriormente, le suplicó que se quedara a tomar un té hasta que llegara su hermana del trabajo.

La mujer, Laura Brannan, incluso entonces él no había reparado en la coincidencia del apellido, se había mostrado muy amable, aunque su fragilidad, su palidez y tristeza le habían dejado algo preocupado. Antes de salir, habló con su hermana aparte para darle un consejo.

–No quiero parecer alarmista, pero creo que debería convencerla para que se haga un chequeo médico.

–Puedo intentarlo, pero no dejará de trabajar. Si hubiera estudiado una profesión, en vez de abandonarse en manos de un hombre inútil, no tendría ahora que ir por ahí limpiando casas por el día y despachos por la noche y no estaría tan agotada.

La hermana, Fran, odiaba a los hombres, evidentemente. Él se había despedido de ella y había olvidado el incidente por completo. Pero al día siguiente, cuando estaba subido en la escalera, limpiando las ventanas de mami Briggs, la mujer a la que llevaba doce meses sin ver había ido a verlo para acompañar a su madre, que quería agradecerle la ayuda que la había prestado aquel día.