La esposa de su hermano - Jennifer Lewis - E-Book

La esposa de su hermano E-Book

Jennifer Lewis

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Beschreibung

Era complicado Solo hizo falta un beso de la viuda de su hermano para despertar la llama en el corazón de A.J. Rahia y convencerlo para aceptar el trono. La tradición obligaba a que el príncipe convertido en productor de Hollywood se casara con la esposa de su hermano, pero… ¿podría aceptar como suyo el hijo que estaba en camino? Lani Rahia estaba atrapada entre dos hombres: su difunto esposo y el futuro rey. Si contaba la verdad sobre uno, ¿perdería al otro? Ya se había visto antes apresada en un matrimonio de conveniencia. Esta vez no aceptaría una farsa por su hijo. En vez de eso, quería el amor eterno de A.J…. o nada.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2011 Jennifer Lewis

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La esposa de su hermano, n.º 226 - julio 2024

Título original: The Prince’s Pregnant Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788468745664

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

–¿Qué quieres decir con que tengo que casarme con ella?

A.J. Rahia trató de hablar en voz baja. Los camareros pasaban ofreciendo champán y el murmullo de las conversaciones llegaba hasta sus oídos. La mujer en cuestión estaba a escasos metros, entre los asistentes al funeral.

Su madre tomó su mano entre las suyas.

–Es tu deber. Cuando un rey muere, uno de sus hermanos tiene que casarse con su viuda.

Las paredes del viejo palacio parecieron venírsele encima.

–Eso es ridículo. Estamos en el siglo XXI. Estoy seguro de que quiere casarse conmigo tanto como yo con ella.

Se resistió a darse la vuelta para mirar a la joven y menuda viuda a la que no había visto desde su boda, cinco años antes.

Su madre ladeó la cabeza.

–Es tan dulce como guapa –dijo suavemente.

–¡Mamá!

–No tengo más hijos.

A.J. se puso rígido. Algo había pasado en su nacimiento que había impedido a su madre tener más hijos. Otra carga de culpabilidad que sentía sobre los hombros cada vez que volvía a Rahiri.

Acababa de llegar para el funeral de su hermano, o como se llamaran aquellas ceremonias en las que no estaba el cuerpo presente, y ya le quemaba en el bolsillo el billete de regreso a Los Ángeles.

–Estoy seguro de que querrá esperar al menos un año antes de pensar en volver a casarse –dijo poniendo la mano en el hombro de su madre–. Entonces encontrarás el marido perfecto para ella.

–A un rey no se le elige. Un rey nace.

–Yo no nací rey. Hay quien piensa que nací para dirigir películas de grandes presupuestos y por eso me pagan tanto.

–Son tonterías y lo sabes –dijo su madre tomando su mano entre las suyas–. Vuelve a casa. Aquí está tu hogar y te necesitamos.

–¿Para gobernar el país? –preguntó ignorando la presión de su pecho–. Creo que no. ¿Y el primo Ainu? Siempre le ha gustado ocuparse de todo. Estará encantado.

–La familia Rahia ha gobernado Rahiri desde que se recuerda. Esa tradición no puede romperse.

–Los cambios pueden ser buenos –dijo él sin sonar tan convincente como esperaba–. Abajo lo antiguo, adelante con lo… –comenzó, pero se detuvo al ver lágrimas en los ojos de su madre–. Lo siento, ha sido desconsiderado por mi parte. No me refería a que la muerte de Vanu haya sido algo… algo…

«¿Bueno?».

Lo cierto era que había sido su primer pensamiento al enterarse de la noticia.

Por otra parte, si esperaban que él ocupara el lugar de su hermano, no era algo bueno.

–Lo sé, querido. No puedes evitar pensar en voz alta. Siempre has sido así, díscolo, un espíritu libre…

–Y completamente inadecuado para ser un monarca.

No era tan díscolo como sugería su reputación, pero aquella imagen podía jugar a su favor en aquel momento.

–Vamos a hablar con Lani.

La sonrisa de su madre no ocultó la férrea determinación que reflejaban sus ojos. A.J. miró a su alrededor. Con un poco de suerte, ninguno de los presentes tendría idea de las intenciones de su madre, especialmente, la viuda de su hermano.

Lo condujo hasta el otro extremo de la habitación, clavándole las uñas en la mano.

–Lani, querida, ¿te acuerdas de A.J., el hermano pequeño de Vanu?

Los ojos de la joven brillaron asustados.

–Sí, claro que sí –balbuceó–. Es un placer volver a verte –dijo forzando una sonrisa.

Lo sabía y estaba horrorizada.

A.J. extendió la mano y le estrechó la suya. Le temblaban los dedos. Menuda y delgada, llevaba el tradicional vestido azul de luto, cubierto en parte por su larga melena. Recordaba el extraño color de sus ojos, marrón dorado como el caparazón de las tortugas, pero no su expresión atormentada.

–Mi más sentido pésame.

Apartó la mirada de su rostro, siguiendo la costumbre rahiriana. Además, era lo más aconsejable teniendo en cuenta la extraordinaria belleza de Lani Rahia. Sus rasgos finos y delicados eran el resultado de la mezcla entre su origen estadounidense y rahiriano. Su piel brillaba como la leche y la miel. Su melena espesa y lustrosa era castaña, pero cuando recibía la luz del sol brillaba como el oro de veinticuatro quilates.

Podía adivinar por qué su hermano, ¿o había sido su madre?, había elegido a Lani como reina a pesar de su origen humilde.

Pero él no tenía ninguna intención de convertirse en su rey.

 

 

Lani apartó la mano rápidamente y se la secó en el vestido. Aquel saludo era el preámbulo de una intimidad que le revolvía el estómago. Se esperaba que se casara con aquel hombre simplemente porque era el hermano menor de su marido.

Al menos, había tenido la delicadeza de no mirarla directamente a los ojos como la mayoría de los estadounidenses hubiera considerado normal. Se sentía muy débil para sostener la mirada de nadie. Él no era estadounidense, pero llevaba viviendo en Los Ángeles durante todo el tiempo que ella llevaba en palacio.

Reparó en que era más alto y más fuerte que su hermano. A pesar de que apenas lo había mirado a la cara unos segundos, por su expresión le había parecido agradable.

Pero sabía muy bien que las apariencias podían engañar.

–La pérdida de Vanu ha sido una terrible sorpresa.

Aquella voz profunda quedó suspendida en el aire. Lani tardó unos segundos en salir de sus pensamientos y darse cuenta de que le estaba hablando.

–Ah, sí, terrible. Salió una noche para reflexionar, según dijo, y ya no volvió.

Había esperado acostada, temblando de miedo, a que volviera y acabara lo que había empezado. Había dicho que lo haría con aquel tono cruel de su voz y un brillo frío en los ojos. Las horas habían ido pasando lentamente mientras ella había estado esperando a que se cumpliera su destino.

–Debe de ser muy duro no saber lo que ocurrió.

Oyó compasión en la voz de A.J. ¿Qué clase de nombre era A.J.? Ni siquiera conocía su verdadero nombre. Nadie lo utilizaba para dirigirse a él.

–Todavía no sabemos lo que ocurrió –dijo la suegra de Lani, secándose los ojos con un pañuelo–. Pero después de noventa días… –añadió conteniendo un sollozo–. Hay que nombrar un sucesor.

Lani se puso tensa. Según la tradición rahiriana, el sucesor la tomaría como esposa. Probablemente el sentido de aquella tradición era proteger a los hijos de las viudas y evitar enfrentamientos por la sucesión entre los hijos y los hermanos del difunto rey. Pero ella no tenía hijos.

–Noventa días… Para eso queda al menos un mes. ¿Quién sería el sucesor si el rey no tuviera hermanos? –preguntó A.J. a su madre.

La mujer se secó los ojos.

–Imposible. El rey siempre tiene hermanos. Parir muchos hijos es una bendición rahiriana.

Lani miró a A.J., que parecía angustiado.

–Mamá, tranquilízate por favor. Ya buscaremos una solución, no te preocupes.

Pasó el brazo por la espalda de su madre y le acarició el hombro. Lani sintió ternura al ver aquel gesto.

–Gracias, cariño –dijo su madre sonriendo a A.J.–. ¿Por qué no te llevas a Lani a la galería para descansar? Estoy segura de que estará agotada después del funeral y de tener que hablar con tanta gente.

A.J. miró a Lani. Ella tragó saliva. Prefería estar allí con aquel montón de desconocidos que a solas con su futuro esposo.

¿De veras iba a tener que pasar por aquello?

–¿Te gustaría…? –comenzó él, ofreciéndole el brazo.

Lani contuvo el impulso de retroceder y levantó los dedos hacia los de él. Su antebrazo era musculoso, no delgado como el de su marido, su difunto marido. Se estremeció al tocarlo.

Él carraspeó.

–Si nos disculpas… –dijo dirigiéndose a su madre.

–Claro.

Su madre sonrió, satisfecha de que sus planes estuvieran tomando forma.

Lani trató de mantener una expresión neutral mientras avanzaban lentamente por la sala. ¿Esperaba toda aquella gente que se casara con ese hombre? ¿Esperaban que se comprometiera sin estar enterrado su marido?

Bueno, lo cierto era que no había sido enterrado porque no habían hallado ni su cuerpo ni su barco.

–Disculpa a mi madre –murmuró A.J. al salir a un pasillo frío y solitario.

Su voz resonó en el suelo blanco de piedra. A.J. apartó el brazo y ella dejó caer el suyo a un lado.

–Está haciendo lo que cree que es mejor.

Ella lo miró, tratando de adivinar sus sentimientos.

–¿Crees que es lo mejor? –preguntó A.J. mirándola ceñudo, con sus ojos marrón oscuro.

–No lo sé –contestó ella susurrando–. No tengo experiencia en estos asuntos.

Ni en desafiar mil años de tradiciones monárquicas en presencia de un príncipe rahiriano. Si era como su hermano, le transmitiría su descontento de la manera más severa posible.

–Eres una mujer adulta. ¿Crees que es natural casarse con un perfecto desconocido?

Su pregunta la incomodó.

–A Vanu solo lo vi tres veces antes de casarme.

–Deja que lo adivine: mi madre lo arregló todo –dijo él arqueando una ceja.

Lani asintió. Sentía calor en la espalda y deseaba irse corriendo a su habitación para llorar.

Y no por la supuesta muerte de su esposo, sino por ella y por el dilema al que se enfrentaba: otro matrimonio infeliz o la deshonra si lo rechazaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se los cubrió con la mano.

–Por favor, no llores –le pidió A.J.–. Vamos a sentarnos al porche. A los dos nos vendrá bien un poco de aire fresco.

La galería por la que caminaban estaba abierta a los jardines, como casi todas las habitaciones del palacio. Los estores de madera y los techos altos protegían de las lluvias tropicales, pero los pájaros y los lagartos paseaban libremente por las columnas.

El ambiente era opresivo, sofocante por la expectación.

A.J. Rahia era alto, de más de metro ochenta, y Lania apenas le llegaba por los hombros. Sus pasos pequeños, limitados por la longitud de su falda, hacían que tuviera que apresurarse para seguir su ritmo al caminar. Él se dio cuenta y se detuvo a esperarla.

Llevaba un traje oscuro de estilo americano con el que debía de estar pasando calor en aquella humedad tropical.

–¿Te apetece un refresco?

Lani bajó la mirada. Quería que lo interpretara como un gesto de cortesía.

–No, gracias. Escucha, no es nada personal. Estoy seguro de que eres una buena mujer. Tengo mi vida en Estados Unidos. Dirijo películas…

–Lo sé –lo interrumpió ella–. Tu madre está muy orgullosa. No se pierde ninguna de tus películas de la saga El buscador de dragones.

–¿Estás bromeando?

–En absoluto. El año pasado hizo montar una sala de proyección en el antiguo salón de banquetes.

–No tenía ni idea –dijo A.J. sorprendido.

–Es una gran fan. Le encanta el actor protagonista. Le parece muy guapo.

–¿Devi Anderson, guapo? –dijo A.J., y soltó una carcajada–. Nada podría sorprenderme más, excepto el tener que casarme contigo.

Lani tragó saliva y se atusó la melena, con la mirada fija en el suelo. ¿Debería disculparse por ser una carga? No, no era culpa suya.

Tal vez él no se lo tomara bien. Aunque no se parecía en nada a su hermano, eso no quería decir que no tuviera el mismo carácter retorcido.

–Lo siento, debería dejar de mencionarlo –dijo él frunciendo el ceño, y se dio la vuelta–. Es solo que es tan… ridículo. Además, el martes tengo que estar de vuelta para una reunión con un inversor.

Una pequeña llama de esperanza prendió en el corazón de Lani. No parecía pensar en quedarse y casarse con ella. Era evidente que no lo deseaba. Debería sentirse ofendida, pero lo cierto era que se sentía aliviada.

Llegaron al porche que miraba hacia los bosques del valle de Haialia y se sentaron en unas butacas separadas por una mesa de madera tallada.

–¿Qué crees que le ha pasado a Vanu? –preguntó A.J. mirándola.

Ella se encogió ante su mirada inquisidora.

–Uno de los barcos desapareció del muelle de palacio. Era un pequeño yate con el que salía a navegar de vez en cuando. Hay quien dice que salió a navegar. Aquella noche había tormenta.

Lani tragó saliva. Su cabeza se llenó de imágenes de Vanu desapareciendo en la oscuridad del mar.

–Si había tormenta, el barco pudo soltarse. Ocurre a menudo. Además, el muelle del palacio no está bien resguardado –dijo A.J., y miró hacia el valle.

–Lo sé, pero la isla no es tan grande y lo han estado buscando durante semanas –repuso Lani, y se mordió el labio.

–¿Por qué saldría en mitad de la tormenta? –dijo A.J. clavando los ojos en ella.

Le ardían las mejillas. Nadie podía saber la verdad. Su matrimonio había sido un infierno y no quería que se supiera.

Se lo debía a su suegra, que la había recibido como a una hija y que adoraba a su primogénito.

–Creo que estaba inquieto, que no podía dormir –dijo fijando la vista en el horizonte–. Solía pasear por los jardines durante la noche. No dormía demasiado.

–Sí, de niño también le pasaba. A veces daba la impresión de que nunca dormía.

El extraño tono de voz de A.J. le hizo mirarlo. Tenía fruncido el ceño. Debía extrañar a Vanu, el hermano mayor al que nunca volvería a ver. Su rostro era atractivo, con mejillas marcadas y un hoyuelo en la barbilla. Su boca, ancha y agradable. Era muy diferente al semblante enjuto y huesudo de Vanu.

Se había casado con Vanu porque se había visto obligada a hacerlo. ¿Qué chica de pueblo, hija de una lavandera, rechazaría la oportunidad de convertirse en reina?

En aquel entonces, no había encontrado una buena respuesta.

–¿Cómo está mi madre? –preguntó A.J. ceñudo.

–Muy mal –contestó Lani retorciendo las manos–. Llora mucho y ella no es así.

–Es terrible perder a un hijo –comentó A.J., pasándose la mano por la boca–. Al menos te tiene a ti. Sé que te adora.

Lani sonrió.

–Es muy amable conmigo. Todo el mundo lo ha sido.

Bueno, excepto Vanu.

–Supongo que, si me marcho de vuelta a Los Ángeles, te convertirás en reina.

Lani dio un respingo en el asiento.

–¿Yo? No puedo. No soy de sangre azul.

–Puede que no seas de sangre azul, pero por si no te has dado cuenta, ya eres reina.

Un brillo divertido asomó a sus ojos.

–Técnicamente hablando sí, pero en realidad no. Soy tan solo una chica de pueblo.

–Pensé que habías nacido en Nueva Jersey –comentó A.J. alzando una ceja.

–Mis padres se divorciaron cuando tenía siete años y mi madre volvió a Rahiri.

La gente la había criticado por haber nacido en el extranjero y por el hecho de que fuera medio estadounidense.

–Pareces tener más educación que el promedio de las chicas de pueblo.

Su mirada penetrante le provocó un nudo en el estómago.

–Aquí tenemos buenos colegios. Tu padre se preocupó de que así fuera. Muchos de nuestros profesores disfrutaron de becas para estudiar en el extranjero y trajeron de vuelta sus conocimientos a Rahiri.

–Tu padre es profesor de universidad, ¿verdad?

–Sí, de Geología. Me animó a estudiar e iba a empezar Historia, pero tuve que dejarlo para convertirme en reina.

A Vanu no le gustaba verla con libros. Decía que una bonita cabeza debía estar completamente vacía.

–Deberías retomar los estudios. ¿Por qué no? –preguntó él, y se encogió de hombros–. Yo nunca tuve paciencia para estudiar. Me siento más cómodo en un plató.

–¿Eres feliz en Los Ángeles?

–Mucho. No echo de menos Rahiri.

–Tu madre te echa de menos.

–Lo sé y por eso va tanto con la excusa de ir de compras a Rodeo Drive –dijo sonriendo–. Me gusta que vaya a visitarme y creo que sus compras son las que mantienen a flote la economía de Estados Unidos.

–¿Es este tu primer viaje a Rahiri desde la boda?

–Sí. Quizá debería sentirme mal, pero lo cierto es que creo que no encajo aquí.

Se pasó la mano por su pelo negro y se acomodó en la butaca. Su cuerpo musculoso se adivinaba debajo del traje oscuro.

A Lani le sorprendía que no hubiera vuelto ni una vez de visita. ¿Y esperaban que se convirtiera en rey? Probablemente eso nunca pasaría, lo que significaba que iba a librarse de ser su esposa.

Respiró hondo. Cuanto antes se fuera, mejor.

–Aun así, esto es muy bonito –dijo él mirando al horizonte, al cielo azul y dorado que asomaba tras las colinas del bosque tropical–. Se me había olvidado lo bonito que era.

 

 

La insistencia de su madre para convencerlo de que se quedara continuó durante los siguientes días.

–Cariño, aquí tienes unas estrellas de coco.

Después de tres días de funerales y comilonas, no estaba seguro de poder tragar nada más.

–No, gracias, mamá. ¿Te he contado ya que mi avión sale mañana a las seis de la mañana?

–¿Cómo? –dijo horrorizada–. No puedes irte. Apenas has tenido tiempo para conocer a Lani.

A.J. miró a su alrededor para asegurarse de que la mujer en cuestión no estuviera cerca.

–He pasado horas y horas con ella. Es un encanto.

–Y será una buena reina contigo como rey.

Su madre se cruzó de brazos y sus pulseras de oro tintinearon.

–No es posible.

–No solo es posible, es inevitable. Aunque una tragedia os ha unido, Lani y tú estáis destinados a estar juntos.

–Estoy destinado a empezar la postproducción de una película en tres semanas. Y después, si conseguimos la financiación necesaria, estaré ocupado con la quinta parte de El buscador de dragones.

Su madre sacudió una mano, haciendo sonar sus pulseras.

–¿Y eso qué más da? Rahiri solo hay uno y tú eres su dirigente.

–Cuentan conmigo en Hollywood. Hay mucho en juego.

–Precisamente, mis sentimientos –dijo ella inclinándose hacia delante–. Todos contamos contigo.

A.J. sintió tensión en la espalda. Nadie había contado allí con él para nada. No era el heredero ni el elegido y, de repente, todo había cambiado, aunque él seguía siendo la misma persona.

Su madre lo tomó del brazo.

–Aquí viene Lani. No le digas que te vas. No vas a irte.

A.J. se soltó.

–Claro que me iré. Pero seré amable con Lani hasta que me vaya.

Sonrió al ver entrar a la atractiva viuda en la habitación. Su vestido con bordados dorados brilló a la luz de las velas. Llevaba unos pendientes de oro y un rubí en el cuello. Parecía adornada para un sacrificio.

Se le encogió el estómago al pensar en lo dispuesta que parecía estar a seguir adelante con los estúpidos planes de su madre. ¿No tenía amor propio? ¿No tenía algo que decir sobre el futuro marido que le habían elegido?

–Hola, Lani.

–Hola, A.J.

Inclinó la cabeza deferente, lo que le molestó todavía más. Le gustaban las mujeres con carácter, con fuego.

–Ven conmigo.

Le ofreció el brazo y la acompañó fuera de la habitación, lejos de la mirada ansiosa de su madre.

Ignoró la punzada de calor que el roce con su piel le produjo. No era posible que se sintiera atraído por aquella mujer que acababa de dejar los brazos de otro hombre.

Salieron por una enorme puerta a un patio lleno de macetas con palmeras.

–Eres encantadora.

–Yo… yo…

–¿No puedes decir lo que piensas? –preguntó él, sorprendiéndola.

Ella lo miró con sus ojos de color miel. Parecía asustada.

–Lo siento –dijo, y se mordió el labio.

Una sensación de calor en la entrepierna enfureció a A.J. Solo porque fuera guapa no significaba que pudiera ser una buena esposa. Quizá se merecía que la casaran con un desconocido.

Una cortina de cabellos dorados cayó hacia delante cuando ella inclinó la cabeza. No tenía ningún interés en acariciar aquel pelo ni en sentirlo sobre su pecho mientras la oía jadear de deseo. Eso nunca pasaría.

Frunció el ceño y se dio media vuelta.

–Me voy mañana, así que puedes hacer lo que quieras, hermana.

–¿Cómo?

A.J. se giró para mirarla.

–Ya me has oído. Mi papel en esta farsa ha terminado. Tú y yo no tenemos nada en común y no tengo ninguna intención de que sacrifiquemos nuestras vidas para cumplir una tradición rahiriana. Voy a volver a mi vida.

Ella parpadeó. Se había quedado sin palabras. Aquello era una sorpresa.

–No te gusto –dijo sonrojándose.

Aquellas palabras lo hicieron sentirse culpable. Después de todo, ella no había hecho nada malo. Se había esforzado por comportarse como una dulce rahiriana. Era una lástima que no soportara a las dulces rahirianas.

El rubí brilló en la base de su cuello. Estaba engarzado en oro y probablemente lo habían llevado antes que ella muchos otros chivos expiatorios. Sintió lástima y desprecio hacia aquellas mujeres, dispuestas a entregar sus vidas al servicio de un hombre, a un país al que no le importaba si vivían o morían.

Se quedó mirándola y ladeó la cabeza.

–Eres muy… considerada.

–No, no lo soy –dijo precipitadamente–. Quiero decir que lo he intentado, pero…

Una vez más, se quedó sin palabras. El rubor de sus mejillas daba la equivocada impresión de que estaba excitada. Sus labios, abiertos para protestar, eran gruesos y sensuales. La expresión de sus ojos, centelleantes de miedo, podía ser fácilmente confundida con ansia. El deseo se desató en él como una tormenta tropical, mezclándose con la furia que le provocaba aquella situación.

Quería que aquella mujer reaccionara, aunque fuera solo por una vez. Quería oírle pronunciar palabras malsonantes, sufrir su ira e incluso sentir que su pequeña mano le abofeteaba. Quizá así no se sintiera tan culpable.

Seguro que tenía un lado oscuro. Todo el mundo lo tenía.

Dio un paso adelante, la tomó entre sus brazos y fundió su boca con la suya.

Por un instante, Lani se quedó de piedra. Él se preparó para su reacción.

Entonces, ella lo rodeó con los brazos y su cuerpo se amoldó al suyo. Sus labios se relajaron y los abrió, dando la bienvenida a su beso. Clavó los dedos en los músculos de su espalda y tiró de él hasta que sus senos quedaron oprimidos contra su pecho.

La sorpresa y la excitación lo embargaron. Lani le estaba devolviendo el beso y respiraba entre jadeos. Sus latidos se acompasaron a un ritmo febril. Un gemido escapó de la garganta de Lani al estrecharse contra ella. El deseo le provocó una feroz excitación.

Aquella no era la respuesta que esperaba.