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Lealtad o chantaje Era difícil escapar de la dinastía de una familia multimillonaria. Y eso era lo que Dominic Hardcastle pretendía hacer. Hasta que conoció a Bella Andrews, una empleada de su padre. Bella era una mujer intrigante y estaba dispuesta a arruinar a su padre, un hombre despiadado y desconocido para él. Así que Dominic se ofreció a guardar el secreto… a cambio de su compañía. Pasión argentina Descubrir si un vinicultor argentino era el hijo perdido de un millonario de Nueva York era una misión sencilla. Pero Susannah Clarke pronto aprendió que Amado Álvarez tenía sus propias reglas. Este le entregaría la muestra de ADN que ella quería… ¡si pasaba la noche con él! Aventura de escándalo La joven viuda Samantha Hardcastle estaba intentando encontrar a un hijo de su difunto marido para presentarlo a la familia. Sin embargo, Louis DuLac no respondía a sus llamadas ni a sus cartas ni estaba en casa cuando fue a buscarlo a Nueva Orleans. Louis nunca supo quién fue su padre y ahora una atractiva mujer quería que se hiciera las pruebas de ADN para ver si era hijo de Tarrant Hardcastle. Por él, no había ningún problema… siempre y cuando Samantha accediera a sus requerimientos.
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Seitenzahl: 522
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 58 - agosto 2022
© 2009 Jennifer Lewis
Lealtad o chantaje
Título original: Millionaire’s Secret Seduction
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2009 Jennifer Lewis
Pasión argentina
Título original: In the Argentine’s Bed
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2009 Jennifer Lewis
Aventura de escándalo
Título original: The Heir’s Scandalous Affair
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1141-141-7
Créditos
Índice
Lealtad o chantaje
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Pasión argentina
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Aventura de escándalo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
–¡Márchese antes de que llame a los guardias de seguridad!
La voz de la mujer retumbó en la amplia habitación. Dominic di Bari pestañeó a causa de la intensa luz que entraba por los ventanales.
Al parecer, ella no tenía ni idea de quién era él. Dio un paso adelante.
–He dicho…
–Ya he oído lo que ha dicho –contestó dirigiéndose hacia la silueta que estaba al otro lado de la habitación–. No creo que nos hayamos conocido antes.
–El seminario de formación en ventas es en la planta decimocuarta. Ésta es la decimoquinta –caminó hacia él y sus zapatos de tacón retumbaron en el suelo de mármol.
Él entornó los ojos, pero no pudo ver mucho. Ella llevaba una bata de laboratorio de color blanco. Sobre las mesas había ordenadores y equipos de alta tecnología. El suelo blanco de mármol intensificaba el brillo del sol que entraba por las ventanas.
–¿Esto es un laboratorio?
–No creo que eso sea asunto suyo.
–Hace una semana llegué a un acuerdo con ustedes –antes de que una extraña llamada de teléfono volviera su vida patas arriba.
–Le advertí que llamaría a seguridad –sacó un teléfono del bolsillo de su bata.
Él no pudo evitar fijarse en sus largas piernas. Ella marcó un número mientras daba golpecitos en el suelo con un pie.
Él es cruzó de brazos y contuvo una sonrisa. A juzgar por aquellas piernas, apostaría que bajo aquella bata había un cuerpo impresionante. El cabello castaño con reflejos dorados le acariciaba los hombros mientras ella sujetaba el teléfono contra su oreja.
–Sí, Sylvester, hay un intruso en la decimoquinta. Le he pedido que se vaya, pero no me hace caso –lo miró de manera hostil con sus ojos grises–. Gracias. Te lo agradezco –cerró el teléfono–. Un guardia de seguridad vendrá en pocos minutos. Es su oportunidad para marcharse con dignidad.
–La dignidad puede ser algo muy aburrido –se apoyó contra el marco de la puerta. Al ver que ella lo miraba con frialdad y alzaba la barbilla, le preguntó–: ¿Es investigadora?
–Resulta que soy la vicepresidenta del departamento de cosmética –frunció los labios.
–Interesante –así que Tarrant tenía mucha vista para las mujeres, incluyendo a aquellas que había elegido para dirigir su empresa. Aquella mujer no parecía mayor de veinticinco años. Evidentemente, unas buenas piernas eran más importantes que la experiencia. Algo apenas sorprendente, teniendo en cuenta lo que sabía sobre Tarrant Hardcastle, el cretino que, según habían demostrado las pruebas de ADN, resultaba ser su padre biológico.
Él oyó que un ascensor se abría a sus espaldas.
–Es él –ella lo señaló con el dedo.
No llevaba las uñas pintadas. ¿No debería llevarlas pintadas si de veras era la vicepresidenta del departamento de cosmética?
–El señor Hardcastle –el guardia de seguridad asintió al verlo.
Dominic sabía que debería corregirlo. Durante toda la vida había sido Dominic di Bari y no tenía intención de cambiarse de nombre para satisfacer a un hombre multimillonario que necesitaba un hijo.
Pero en aquel momento, ser el señor Hardcastle le resultaba útil.
–¿Cómo? –preguntó ella.
–Ya ha oído a este hombre –dijo Dominic–. Sylvester, ¿hay algún problema?
–La señorita Andrews mencionó que había un intruso.
–Creo que ha habido un error –Dominic habló despacio y puso una amplia sonrisa–. Me llamo Dominic –tendió la mano para saludarla.
Ella lo miró horrorizada. Después dio un paso adelante y le estrechó la mano.
–Bella Andrews. No tenía ni idea. Le pido disculpas. En este laboratorio trabajamos con materiales muy sensibles y no podemos permitir que entren extraños…
–Lo comprendo –ella tenía la piel suave y delicada, tal y como debía ser dada su profesión.
Tras estrechar su mano, ella se volvió hacia el guardia de seguridad.
–Gracias, Sylvester. Siento haberlo molestado.
Permanecieron en silencio mientras Sylvester salía de la habitación.
–¿Eres pariente del señor Tarrant? –preguntó ella, y se sonrojó.
–Soy su hijo –contestó con una fría sonrisa–. Vas a decirme que no sabías que tenía un hijo, ¿verdad?
–Yo, hum… –se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
–Mi padre me ha invitado para mostrarme cómo funciona la empresa –dio un paso hacia delante–. Repetiré mi pregunta, ¿esto es un laboratorio?
–Sí, es el laboratorio de desarrollo –él se fijó en cómo quitaba el polvo del monitor de un ordenador con sus delicados dedos–. Debo disculparme otra vez. Espero que te hayas dado cuenta de que intento proteger los intereses de la empresa.
–Lo comprendo. La fuente de la eterna juventud debe protegerse a toda costa.
Sus ojos ya se habían acostumbrado a la luz y él podía ver el final de la enorme habitación. Los fogones y los fregaderos estaban separados de los equipos informáticos y de otras máquinas. No se veían tubos de ensayo ni vasos de precipitados. Debían de estar guardados en los armarios que había en la pared del fondo.
–Deja que adivine, ¿en realidad tienes setenta y ocho años?
Un hoyuelo apareció en su mejilla.
–No tantos. Aunque hemos hecho grandes avances en productos antienvejecimiento. ¿Tienes experiencia en ese campo?
Ella metió las manos en los bolsillos de la bata y la prenda se quedó ceñida a su espalda.
–Me temo que no. Estoy aquí para aprender.
Para aprender todo lo posible sobre Tarrant Hardcastle y su malvado imperio, donde una semana antes era muy mal recibido.
Dominic todavía no había superado el hecho de haber perdido la posibilidad de adquirir la cadena de farmacias con la que contaba como inversión inmobiliaria para su cadena de tiendas de alimentación. Tarrant había ofrecido un precio menor y las había conseguido otra vez. Todo para que las tiendas permanecieran tapiadas, un mal que ocurría en las calles principales de al menos cincuenta pueblos de los Estados Unidos.
¿Tarrant sabía que había fastidiado a su propio hijo? ¿Lo habría hecho a propósito como una demostración de poder?
A Dominic le hervía la sangre al pensar en ello. Pero de un modo u otro, se desquitaría.
Bella Andrews recogió los papeles que estaban esparcidos por la encimera y los metió en un cajón. Respiraba de forma acelerada y parecía nerviosa.
Y quizá debería estarlo. Su actitud prepotente y su manera de fruncir los labios con desaprobación provocaban que él sintiera ganas de darle una dulce venganza.
Tenía que librarse de él. Y por fortuna no había mirado los archivos que ella estaba leyendo. El equipo de investigación estaba en una conferencia en Ginebra y ella había aprovechado para fisgonear, pero el hijo del jefe había estado a punto de pillarla con las manos en la masa.
«¿Tarrant Hardcastle tiene un hijo?».
–Aquí es donde el equipo de químicos experimenta con fórmulas nuevas y mejora las actuales. Tenemos un protocolo estricto y cada producto es probado a fondo antes de salir al mercado.
–¿En animales? –preguntó él arqueando una ceja.
Una pregunta curiosa. A pesar de su traje elegante, aquel hombre alto y de aspecto peligroso parecía capaz de comerse un animal crudo y no de preocuparse por su bienestar.
–Cuando llegué al equipo eliminamos la experimentación con animales. No es necesario para nuestros productos. Ahora trabajamos en una nueva línea de cosméticos antiedad. De hecho, nuestro primer producto saldrá dentro de unos días. Tarrant espera tener asegurada la distribución a nivel mundial para finales de año.
–No dudo que lo conseguirá –algo en su tono de voz provocó que ella levantara la vista y él la miró fijamente con sus ojos negros–. ¿Te gusta trabajar para Hardcastle Enterprises?
–Por supuesto, ¿por qué? –su tono resultó un poco chillón. A veces le sucedía eso cuando mentía.
Y había algo en aquel hombre que la ponía nerviosa. No era su aspecto de modelo. Ella estaba acostumbrada a eso. Tarrant Hardcastle siempre contrataba a empleados atractivos.
Tampoco era la figura alta y de anchas espaldas que se apoyaba sobre el mostrador de mármol.
Había algo en su expresión que hacía que pareciera capaz de leer su pensamiento. Una posibilidad que provocaba que a Bella se le formara un nudo en el estómago.
–Pura curiosidad.
Su expresión de satisfacción sugería que había adivinado sus pensamientos traicioneros.
–¿Qué te gustaría ver? –preguntó ella, con un nudo en la garganta.
–Hasta el momento sólo he visto el interior de los despachos y de las salas de conferencias. Me gustaría ver el laboratorio y… –ladeó la cabeza y entornó los ojos. ¿Estaba riéndose de ella?–. Si pudieras dedicarme un rato de tu ocupada agenda, me gustaría ver los puntos de venta.
Por supuesto que tenía tiempo. El resto de sus planes era algo irrelevante si el hijo de su jefe la necesitaba. ¿No podía encontrar a otra persona para eso? Era evidente que se estaba burlando de ella. Puesto que ella lo había ofendido al intentar echarlo del laboratorio, él había decidido jugar con ella. Cierta irritación se apoderó de ella, junto con algo más que no fue capaz de identificar.
Bella cruzó la habitación consciente de que él la seguía.
–Esto es un microscopio de fotones –le mostró su herramienta más preciada–. Estamos trabajando con unas partículas capaces de reflejar la luz para crear una ilusión óptica de suavidad.
Él la miró a los ojos y dijo:
–Nanotecnología.
–Sí. Hemos descubierto que, si manipulamos los fotones por capas, podemos crear importantes efectos con colores y superficies.
–Fascinante –pasó el dedo pulgar por encima de un microscopio y ella notó una extraña sensación en el vientre–. ¿Y habéis creado un producto comercializable?
–Veo que comprendes el negocio. Nuestro mayor reto no era encontrar algo que funcionara, sino algo comercializable. La gente no compraría un pastel de polvo blanco sólo porque le dijeran que es un pintalabios de color rojo que nunca se corre. Hemos creado un producto que llamamos ReNew, porque hace que la piel dañada parezca nueva.
–¿Eres química? –la miró de arriba abajo y ella se sonrojó.
–Soy licenciada en Química y en Empresariales. Mi trabajo aquí es dirigir al equipo –«y recuperar el legado que le robaron a mi padre».
Tarrant Hardcastle nunca confiaría en el padre de Bella, ni siquiera aunque su trabajo hubiera proporcionado millones a la empresa. Ellos no tenían ni idea de que ella era su hija. Si Tarrant lo descubría, probablemente la despediría.
Ella tenía que sacar del laboratorio a aquel nuevo miembro de la familia Hardcastle. Y pronto. La habían sorprendido en medio de su investigación extraoficial y no quería que el hijo de Tarrant sacara ningún tipo de conclusión.
Ella comenzó a desabrocharse la bata de laboratorio.
–Querías ver las zonas públicas. ¿Quieres que empecemos por la tienda?
Él parecía distraído mirando cómo se desabrochaba. Cuando la miró a la cara, sus ojos estaban más oscuros que nunca.
–Claro –contestó en tono suave y provocador.
La siguió hasta que llegaron a la puerta del laboratorio. Ella notó su mirada clavada en su cuerpo en todo momento. La falda de color rojo oscuro y la blusa que llevaba las había elegido para complacer a su jefe, Tarrant Hardcastle, un amante de las prendas caras y femeninas. Esforzarse para tener un buen aspecto era una parte de los requisitos de su trabajo, y al parecer lo había conseguido, porque percibía que Dominic Hardcastle le daba su aprobación.
Colgó la bata de laboratorio detrás de la puerta, permitió que él saliera primero y cerró la puerta tras ella.
«¡Uf!».
El tour no requería un gran desplazamiento puesto que Tarrant había construido todo su imperio bajo el tejado abuhardillado de un antiguo hotel que tenía vistas a la zona sur de Central Park. En el edificio se encontraban las oficinas corporativas, los auditorios, las salas de conferencias, el laboratorio, una galería de arte privada, tres plantas con tiendas y un restaurante de lujo en la planta superior.
Al salir del ascensor percibieron el aroma de los perfumes que se encontraban en la planta baja. Los productos de Hardcastle se encontraban entre los de las marcas famosas como Chanel o Dior en las tiendas de cosméticos. Bella observó cómo Dominic se movía con naturalidad entre los mostradores llenos de pintalabios de setenta dólares y pociones milagrosas que renovaban la piel.
Su manera de hablar con los demás vendedores demostraba que conocía bien el negocio. También revelaba un desconocimiento total acerca de los cosméticos, ¿o lo fingía para conseguir que las despampanantes dependientas se rieran y se sonrojaran con sus bromas? Incluso permitió que una chica de cabello oscuro lo rociara con la última fragancia de Calvin Klein. Bella tuvo que contenerse para no poner una mueca.
–¿Por qué vas tan deprisa? –la agarró del brazo cuando ella trataba de continuar.
–Queda mucho por ver –dijo ella, y se soltó.
–Sin duda. ¿Puedes culparme por querer detenerme a disfrutar de las vistas? –preguntó arqueando una ceja. A pesar de que estaba mirándole el rostro, ella tenía la sensación de que estaba evaluando su cuerpo.
–Son casi las siete y supongo que al menos querrás ver las colecciones de alta costura para mujer.
–En realidad no –continuó él–. Estaba pensando en otra cosa.
–¿En qué, exactamente? –preguntó ella.
–En comida.
–Oh –ella se quitó una pelusa blanca de la blusa para no fijarse en su mirada hambrienta–. ¿Ésa es tu especialidad como minorista?
–Así es, pero estaba pensando en cenar.
Ella pestañeó deprisa. ¿Esperaba que cenara con él? Tenía que regresar al laboratorio y guardar los archivos.
–Creo que estás en deuda conmigo, ¿no crees? Intentaste echarme del edificio.
Ladeó la cabeza y posó la mirada sobre su boca. La misma boca que había llamado a seguridad para echar al hijo del jefe.
Ella tragó saliva.
–He oído que The Moon es el sitio ideal.
–Oh, sí. Es de cinco estrellas –murmuró ella. Había leído sobre el local, pero nunca había estado en él. Quedaba fuera de su rango de precios.
–Tarr… Mi padre me dijo que cenara allí. A su cuenta –algo en su manera de pronunciar la palabra «padre» hizo que ella se pusiera alerta–. Sería un placer que me acompañaras.
La expresión de su rostro parecía sincera y la mirada de sus ojos oscuros mostraba ternura.
Ella pestañeó mientras dudaba entre aceptar la invitación o buscar una excusa para rechazarla.
–Hum, cielos –miró el reloj mientras buscaba una escapatoria–. Por supuesto, me encantaría –dijo forzando una sonrisa.
Caminar junto a él por las tiendas fue una experiencia interesante. Todas las mujeres se volvían para mirar a Dominic y, al poco tiempo, Bella comenzó a sentirse como un bolso barato colgado del brazo de un modelo vestido de alta costura.
–The Moon está en la planta superior –dijo ella, presionando el botón del ascensor–. ¿Vives en Nueva York?
–En Miami. Pero puede que me mude aquí. Últimamente tengo muchos negocios aquí. Y Tarr… Mi padre quiere que me quede cerca de las oficinas.
Una vez más, la palabra padre parecía forzada. Y eso la intrigaba. Ella sabía que Tarrant tenía una hija, pero nunca había oído que tuviera un hijo.
–No quiero curiosear, pero no sabía que Tarrant tuviera un hijo.
–Mi padre tuvo una aventura amorosa con mi madre en los años setenta. Se conocieron en la pista de baile de Studio 54.
–La discoteca de moda –ella había oído que Tarrant tenía fama de juerguista.
–En aquel entonces a él no le interesaba la paternidad –apretó los dientes–, pero parece que últimamente ha cambiado de opinión.
Se hizo un fuerte silencio.
Ping. El sonido de las puertas al abrirse era posiblemente el mejor sonido que ella había escuchado en todo el año.
¿Aquel extraño acababa de admitir que era el hijo no deseado de Tarrant Hardcastle? Aquella íntima confesión le provoco una sensación extraña.
El restaurante estaba lleno. Desde que había abierto dos años atrás, las reservas había que hacerlas con al menos seis meses de antelación.
–Dominic Hardcastle.
–Bienvenido, señor. Los acomodaré en la mesa del señor Hardcastle –el maître sonrió y lo guió a la mesa mientras Dominic lo felicitaba por el éxito del restaurante.
La decoración era minimalista. En el centro de cada mesa había un jarrón con una hoja de plátano.
Dominic sacó una silla de metal y ayudó a Bella a sentarse. Por supuesto, también tenía que ser un perfecto caballero.
Ella se colocó la servilleta.
–Imagino que es demasiado pronto para que salga la luna. El techo se recoge para poder ver el cielo.
Dominic levantó la vista.
–No puedo decir que sea una lástima. No sé si quiero preocuparme por la posibilidad de que un búho baje para compartir mi solomillo de carne –su sonrisa reveló una dentadura perfecta.
–Oh, no tienes que preocuparte por eso. Ni por los mosquitos. Hay una capa curva de plástico muy fino que evita la entrada de intrusos. Si te fijas bien, verás las uniones del plástico con las columnas.
Dominic miró al techo sin disimular su fascinación.
–Impresionante. Tarrant Hardcastle es un genio, independientemente de lo que puedas añadir sobre él –abrió la servilleta–. ¿Te apetece que pidamos champán?
El comentario sobre Tarrant la dejó sin habla durante un instante. ¿Estaba poniéndola a prueba?
–Claro, el champán suena bien.
–Tendrás que aconsejarme sobre qué comida pedir. El nuevo aquí soy yo.
Era una lástima que ella no tuviera ni idea de lo que había en el menú.
–Todo está muy bueno. Por eso la gente está dispuesta a vender su alma para conseguir una mesa.
El camarero les entregó una hoja de plátano con las especialidades escritas a mano.
Dominic la miró un instante y comenzó a reír.
–Me da pena el chico que esté con el Sharpie.
–¿Sharpie? Probablemente esté moliendo pigmentos para hacer la tinta y afilando las plumas de ganso para escribir –no pudo evitar reírse.
Dominic tenía tres hoyuelos. Uno en cada mejilla y otro en la barbilla. Y no era que a ella le gustaran los hoyuelos ni nada.
Pidieron vieiras a la plancha y codorniz asada para ella y ostras y steak tartare para él.
Dominic levantó la copa.
–Un brindis. Por la mujer más encantadora de Hardcastle Enterprises.
Ella entornó los ojos y trató de no sonrojarse.
–Con esos halagos irás donde quieras –dijo ella, y levantó la copa.
«Eso es lo que esperaba». Dominic bebió un sorbo de champán.
Había algo en aquella mujer que no sabía qué era. Tener la capacidad de descubrir la personalidad de la gente era lo que le había permitido que su empresa creciera tan deprisa y con tanto éxito.
Bella Andrews no se mostraba tal y como era en realidad. Sí, había salido con el hijo del jefe, pero él había tratado de tranquilizarla comentando que su relación con Tarrant no era nada emocionante.
Ella no se había relajado ni una pizca. Y eso lo intrigaba.
Sus labios rosados se apoyaron en la copa de champán mientras bebía. Ni un poco de lápiz de labios.
–Me sorprende que no uses maquillaje, teniendo en cuenta el puesto que tienes –se reclinó en la silla para observar mejor el efecto de su comentario sobre el bello rostro de Bella.
Ella pestañeó.
–Dicen que uno debe mantenerse alejado de su propio producto.
–Un buen consejo para los traficantes de drogas. ¿Tus productos crean dependencia? –él tenía sensación de que observar sus labios podía convertirse en algo adictivo.
–Espero que sí. Donde más beneficio sacamos es en los productos que ya tenemos.
–¿Hardcastle va a expandir sus puntos de venta? –pregunto él con naturalidad, tratando de evitar preguntar: «¿Para qué diablos quiere Tarrant cincuenta y tres tiendas en bancarrota?».
–No que yo sepa. Nuestros productos se venden mejor en los centros comerciales elegantes y en los salones de belleza. El precio es demasiado elevado para las tiendas normales. Sé que Tarrant quiere encontrar más puntos de venta en China.
–¿Es que aquí faltan tiendas elegantes?
Ella se encogió de hombros.
–No lo sé. No entra dentro de mi área de conocimiento.
–¿Y cuál es?
–Tarr… Quiero decir, tu padre me contrató para desarrollar nuevos productos. Le gusta estar a la última.
–¿Y cómo te encontró?
Ella se humedeció los labios y él sintió una ola de calor en la entrepierna.
–Hum, resulta que yo lo encontré a él.
–¿Y cómo lo convenciste para invertir en investigación? Los microscopios de fotones no deben de ser baratos –se inclinó hacia delante cuando el camarero sirvió el plato de Bella–. Debes de ser muy convincente.
–Le dije que no tenía elección. El mercado está cambiando. Mediante la nanotecnología se consigue un tipo de cosmético completamente diferente. El maquillaje de siempre se volverá obsoleto cuando la gente descubra nuestros productos capaces de refractar la luz.
–A lo mejor deberíais llegar más lejos e inventar algo que proporcione una capa de invisibilidad.
Ella palideció y frunció el ceño.
Dominic sintió que se le aceleraba el corazón.
–¿Es en lo que estás trabajando?
Ella soltó una risita forzada.
–Por supuesto que no –miró la vieira que tenía en el tenedor y se la llevó a la boca.
Al parecer, ella estaba haciendo algo que no debía. La pregunta era si Tarrant estaba implicado en ello o no.
Dominic agarró otra ostra y miró a Bella mientras la introducía en su boca y se la tragaba.
Ella no pestañeó, pero separó los labios. Miró a otro lado y agarró su vaso de agua.
–Eres muy joven para tener un puesto de tanta responsabilidad –él bebió un sorbo de champán–. Debes de ser inteligente.
«Quizá demasiado inteligente para el bien de la empresa».
–Oh, no lo sé –se encogió de hombros y la blusa de seda que llevaba acarició sus senos al moverse.
–Tú tampoco eres tonto –pinchó otra vieira con el tenedor–. Te oí hablando con los dependientes de las tiendas sobre tu negocio. Para no haberte criado en el imperio de los Hardcastle parece que lo has hecho muy bien.
–No me ha ido mal.
Bella observó cómo se comía otra ostra.
Tal y como había pensado en el laboratorio, a aquel hombre le gustaba la comida cruda. Debía de disfrutar viviendo al límite. Y tenía la sensación de que si Dominic Hardcastle encontrara la oportunidad, se la comería viva. Él era el enemigo. El padre de Dominic destruyó a su padre. Si él se enteraba de lo que ella tramaba, la masticaría para escupirla después.
Ella respiró hondo y se comió la última vieira.
Le parecía curioso que la mirada de un hombre pudiera hacer que se sintiera mujer.
Quizá había pasado demasiado tiempo en el laboratorio rodeada de científicos que se excitaban al ver fotones y no seres humanos.
–¿Cómo te introdujiste en este negocio? –preguntó ella, tratando de olvidar cómo se calentaba su piel al sentir la mirada de Dominic.
–Por necesidad –se llevó otra ostra a los labios y la miró fijamente–. Empecé vendiendo cosas en el parque cuando tenía ocho años. Ya ves, tenía un padre muy vago y tenía que ayudar a mi madre.
Se metió la ostra en la boca y se la tragó.
–Conmovedor –bebió un sorbo de champán para no fijarse en el movimiento de la nuez de Dominic al tragar.
–Sí. Entonces me mordió el insecto del capitalismo. A los quince años convencí a mi madre para que me diera el dinero que iba a pagar para que fuera a un colegio católico y me permitiera ir a la escuela pública. Imaginaba que con ese dinero podría conseguir suficiente como para ir a la universidad y comenzar mi propio negocio.
–¿Y te lo dio?
–No le hizo mucha gracia, pero nunca se ha arrepentido.
–¿Y por qué te ha buscado Tarrant después de tantos años?
–Seguro que sabes que tiene un cáncer terminal de próstata. Le han dado unos meses de vida y está buscando a alguien para entregarle el cetro.
Por supuesto que lo sabía. Todo el mundo lo sabía. El dilema de quién heredaría su imperio había sido portada de los periódicos desde que salió a la luz la historia de su enfermedad.
–¿Pero no tiene una hija? –preguntó ella.
–Sí. Fiona. Pero es muy joven. ¿A lo mejor piensa que no tiene demasiada experiencia?
–¿O a lo mejor quiere un heredero varón?
–Nunca ha estado interesado en él. Después de negar su paternidad durante treinta y dos años, de pronto ha decidido acogerme en su regazo.
–¿De veras negó su paternidad?
–Sí.
Ella no podía imaginar cómo sería tener un padre que negara la existencia de su hijo. Sus padres siempre habían sido sus mejores amigos.
Le dolía mucho que su padre hubiera fallecido. Y que su madre estuviera… –respiró hondo para contener una peligrosa emoción.
–¿Y tu madre lo intentó llevar a juicio?
–Lo intentó. Quería enviarme a un colegio decente. Esperaba conseguir dinero para que nos mudáramos a un vecindario mejor o para pagarme una escuela privada. Los abogados de Tarrant consiguieron que no se celebrara el juicio.
–¿Y cómo lo consiguieron?
Él apretó los dientes.
–Fue antes de que se hicieran pruebas de ADN. Se tomaron a broma la idea de que un pez gordo como Tarrant Hardcastle hubiera tonteado con una chica corriente de Brooklyn, y el juez lo creyó.
Bella suspiró despacio.
–Yo estaría muy enfadada.
–Sí –dijo él, y se bebió el resto de champán que quedaba en su copa–. Menos mal que tengo cosas mejores por las que preocuparme, ¿no?
–Dicen que la mejor venganza es vivir bien.
–Entonces, supongo que los dos nos estamos vengando de alguien –esbozó una sonrisa.
El camarero dejó los platos de comida sobre la mesa y colocó otra botella de champán en la cubitera de hielo.
«Si supieras».
Vivir bien no significaba nada si quedaba una llama blanca de rabia en tu interior. El padre de Bella había estado a punto de cumplir su sueño. Tras años de aguantar las risas insidiosas de los colegas, había conseguido manipular partículas hasta alterar las propiedades de su superficie.
Incluso su fantasía de crear la capa de la invisibilidad ya no era motivo de burla.
Entonces, Tarrant Hardcastle lo había presionado para que vendiera el trabajo de toda su vida por una miseria. Tras desvanecerse sus sueños, él había sufrido una enfermedad del corazón y había fallecido a los pocos meses.
Bella sintió una fuerte presión en el pecho. No le desearía esa muerte a nadie, ni siquiera a Tarrant Hardcastle. Pero recuperaría el trabajo de su padre y convertiría su sueño en realidad.
Se lo debía a él.
Cuando una sombra cubrió la mesa, ella volvió a la realidad.
–¡Dominic! –dos llamativas mujeres se acercaron a él por cada lado. Una pelirroja con un modelito verde apretado se agachó para besarlo en la mejilla mientras que otra mujer de tez negra con un vestido color crema le agarró la mano–. No nos habías dicho que venías a la ciudad. Tendremos que castigarte –su acento parecía francés.
Dominic dejó el tenedor, se puso en pie y besó a ambas mujeres en las mejillas.
Bella sintió que una ola de irritación la invadía por dentro.
–Bella, me gustaría presentarte a dos de mis mejores clientes.
Las mujeres le tendieron las manos y ella se las estrechó, fijándose en que su manicura era perfecta. Sus nombres le resultaban familiares y pensó que debían de ser dos antiguas modelos. De pronto, pensó que la falda y la blusa que ella llevaba eran tan poco glamurosas como su bata de laboratorio. ¿Y se le había ocurrido pensar que Dominic Hardcastle podía sentirse atraído por ella?
Se retiró un mechón de pelo de la frente y dijo:
–Encantada de conoceros. Dominic me ha pedido que le enseñe Hardcastle Enterprises. Y quería probar el restaurante –se sonrojó al percatarse de que era patético tener que explicar por qué un hombre como Dominic estaba con alguien como ella en un restaurante caro.
–Bella es un genio –Dominic rodeaba a ambas mujeres por la cintura–. Ella está a cargo de la investigación en cosméticos. Conseguirá que toda la gente del mundo sea bella.
Bella se sonrojó aún más. Al parecer él también sentía la necesidad de disculpar su sencillez.
–¿Os apetece acompañarnos? –dijo ella, suponiendo que Dominic preferiría estar con esas mujeres antes que con ella.
Dominic dejó de sonreír y la miró arqueando una ceja.
–¡No podemos, cariño! –la pelirroja aprovechó la oportunidad para besarlo de nuevo en la mejilla–. Íbamos de camino a la fiesta de esta noche.
–Se dedican a organizar eventos –explicó Dominic–. Les encanta servir mis productos y fingir que han pagado una fortuna por ellos.
La chica con el vestido color crema se inclinó hacia él.
–No le digas a nadie cuánto cobras por el paté de champiñones. La anfitriona se vuelve loca por él. Cree que lo compramos en París por onzas.
–Será nuestro secreto que la media libra cuesta dos cincuenta –dijo Dominic–. De todos modos, dudo que alguno de vuestros clientes vaya a entrar en una tienda. Tienen empleados para ese tipo de cosas.
Las dos mujeres se rieron echando la cabeza hacia atrás. Bella bebió un trago de champán. Ella había visto las tiendas de Dominic en algún sitio. ¿Se llamaban Trader Dan’s? Pero nunca había entrado en ninguna.
–¡Tenemos que irnos! –dijeron las chicas a la vez. Después lo besaron en ambas mejillas, y después otra vez en la primera. Tres besos cada una.
Bella consiguió mantener su cara de póquer.
–Tienes pintalabios en las mejillas –dijo ella, mientras las diosas se dirigían hacia la puerta.
Dominic se encogió de hombros.
–Gajes del oficio. Estoy seguro de que tú sabes cuál es la mejor manera de limpiarlo.
–La mayonesa fresca funcionaría, pero puede cerrarte los poros. Si fuera tú utilizaría la servilleta.
Dominic se frotó el rostro con la servilleta de tela.
–¿Mejor?
–Mucho mejor. Nunca había visto a alguien dar tres besos. Es un lío.
–Así lo hacen en algunas partes de Europa. Allí es como darse la mano. Uno se acostumbra.
–Seguro. Bueno, yo también debo marcharme –se puso en pie–. Ha sido estupendo –tragó saliva–. Me refiero a la comida.
Él entornó los ojos ligeramente.
Ella pestañeó.
–Y la compañía, por supuesto. Encantada de conocerte.
–Si me abandonas aquí, me sentiré ofendido –dijo él, poniéndose en pie y agarrándola de la mano.
–Me temo que tengo que tomar un tren –trató de soltarse, pero él la sujetó con más fuerza–. Tengo que ir a visitar a mi madre.
Él la miró fijamente.
–La familia es importante.
–Sí. Bueno, será mejor que me vaya –trató de retirar la mano otra vez, pero él no la soltó.
–No permitiré que te vayas sin despedirte de la manera tradicional europea. Eso sería la gota que colmó el vaso.
«Respira hondo y termina con esto», pensó ella inclinándose hacia delante. Cuando él agachó la cabeza para besarla en la mejilla, ella percibió el aroma cálido de su piel. Ella dio un beso al aire cerca de su oreja y se estremeció.
¿De veras iba a besarla en ambas mejillas? Un rápido movimiento de su cabeza confirmó su sospecha. Ella contuvo el aliento mientras él la besaba en la otra mejilla y sintió que el deseo se instalaba en su interior.
Estaba a punto de dar un paso atrás cuando recordó que las otras chicas lo habían besado tres veces. Movió la cabeza hacia la mejilla que había besado primero y se preparó para percibir de nuevo su aroma masculino. Estaba a punto de salir de allí.
Entonces, algo salió mal, muy mal.
Ella nunca supo cómo había pasado, sólo que la boca de Dominic chocó con la suya.
Despacio. De una manera suave, cálida y devastadora.
Sus labios parecieron fusionarse. Sus lenguas se rozaron provocando una chispa de energía.
Dominic llevó la mano a la espalda de Bella y la atrajo hacia sí, de forma que sus labios se unieron con más fuerza.
Ella se estremeció y cerró los ojos, pero en lugar de oscuridad su cerebro percibió luces de colores.
La confusión hizo que necesitara agarrarse a algo y por eso sus manos terminaron aferradas a la chaqueta de Dominic.
Entonces, todo terminó.
Ella dio un paso atrás tratando de recuperar la respiración y pestañeando al ver la fuerte luz del restaurante.
Sentía los labios hinchados y el corazón acelerado.
Dominic también parecía ligeramente afectado.
Ella comprobó que los botones de su blusa, ansiosa por ver si continuaban abrochados sobre sus senos ardientes. Todo estaba en su lugar.
Se tocó el cabello y forzó una risita.
–Cielos, el beso continental es peligroso.
Se amonestó en silencio por parecer un idiota. Probablemente él se despedía así de las mujeres a menudo.
–Bueno, bueno, bueno –Dominic la miró fijamente–. Estás llena de sorpresas.
Ella se sonrojó. ¿Creía él que había sido su culpa? ¿Podía verle los pezones erectos a través de la blusa? Se resistió para no bajar la mirada.
–Prefiero un simple apretón de manos –tartamudeó ella.
–Yo no –dijo él con humor en la mirada–. Podría acostumbrarme a despedidas así. Quizá será mejor que te acompañe al piso de abajo para que podamos despedirnos otra vez.
Ella agarró el bolso que había dejado en el suelo.
–Por favor, no te molestes. Quédate a tomar el postre y el café.
Bella necesitaba escapar de aquel hombre. Recientes investigaciones científicas le habían demostrado que en las condiciones adecuadas podía suceder cualquier tipo de cosa extraña. Cosas impredecibles.
Cosas peligrosas.
Quizá, bajo las condiciones adecuadas, la penetrante mirada de Dominic podía provocar que su ropa desapareciera.
Sus ojos se habían vuelto completamente negros. Y el deseo irradiaba de ellos igual que el calor irradia del asfalto.
–¡Gracias otra vez! –ella se aclaró la garganta. Dominic no se había movido ni una pizca–. ¡He de irme!
Salió corriendo por la puerta del comedor y llamó al ascensor.
Sentía que le ardía el cuerpo y como si una corriente eléctrica recorriera su interior.
Tragó saliva y nada más entrar en el ascensor se apoyó contra la pared.
Dominic Hardcastle.
Ella cerró los ojos y trató de recuperar el control.
Se había besado con el hijo del jefe.
¿Suponía un juego para él? ¿Una venganza por la forma en que le había ordenado que saliera del laboratorio?
¿Había dicho que iba a quedarse? ¿Tendría que verlo todos los días?
No estaba segura de que pudiera soportar la mirada de aquellos ojos negros otra vez.
Tarrant Hardcastle tenía fama de castigador y sin duda su hijo había heredado sus genes. El ADN que les permitía utilizar a la gente, exprimirlos y dejarlos de lado. Ella se abrazó al sentir un escalofrío.
Cuando el ascensor llegó a la planta baja, ella no se bajó, sino que presionó el botón para ir a la decimoquinta.
De vuelta al laboratorio para encontrar lo que estaba buscando y salir de allí cuanto antes. Para asegurarse los derechos de la investigación de su padre y la oportunidad de continuar con su legado, antes de que Tarrant Hardcastle y su malvado hijo seductor destruyeran su oportunidad para siempre.
Dominic permaneció en el restaurante durante media hora más. Se tomó una porción de tarta Sacher, unos profiteroles con salsa de chocolate y un pedazo de tarta de queso con frambuesas frescas.
También, tres tazas de café solo.
Pero nada de ello consiguió llenar el extraño vacío que sentía.
¿Qué diablos le había hecho aquella mujer?
El camarero rechazó el intento que hizo para pagar la cuenta. «Gracias, papá». Se las arregló para no reírse en voz alta.
¿Dónde había estado Tarrant Hardcastle mientras su madre trataba de administrar la comida con un presupuesto de veinte dólares semanales?
Le encantaría ver a Tarrant Hardcastle arrodillado frente a ella y pidiéndole perdón.
El resentimiento se apoderó de él, junto al deseo que le había encendido aquella científica.
Bella Andrews era una de las protegidas de Tarrant. Era curioso cómo todos los empleados de aquel lugar eran inteligentes y atractivos. Era un poco espeluznante. ¿Serían clones de Las mujeres perfectas?
Al verse reflejado en la pared recubierta de acero que había junto al ascensor, pensó: «Encajas perfectamente».
El traje oscuro que llevaba y los rasgos marcados que había heredado de su padre hacían que se integrara perfectamente en el ambiente.
Soltó una carcajada y se metió en el ascensor vacío. ¿Su padre confiaba en que se quedara?
De ninguna manera.
Pero tampoco se marcharía con las manos vacías.
Su intención era presionar el botón de la planta baja, pero sus dedos desobedecieron y apretaron el de la planta decimoquinta.
Sin duda, el laboratorio estaría cerrado por la noche.
Se abrió el ascensor y él salió.
La puerta del laboratorio estaba cerrada, pero al mover la manija se abrió.
La habitación no estaba tan iluminada como la vez anterior. Las lámparas del techo estaban apagadas y la luz de la luna entraba por los ventanales.
Él sabía que no debía estar allí, pero no era culpa suya que no hubieran cerrado con llave.
Un rayo de luz al final de la habitación llamó su atención. Se oía un sonido mecánico y rítmico que él no podía descifrar.
La respuesta se hizo evidente cuando miró a través de la rendija de la puerta entreabierta.
Era el sonido de una fotocopiadora.
Y Bella.
Se había quitado los zapatos y estaba de puntillas metiendo hojas de papel en la máquina. El rayo de luz que producía la máquina iluminaba su cuerpo.
Él permaneció en la puerta mirando en silencio.
Bella agarró las copias, las dobló y las metió en un maletín de cuero que había junto a la fotocopiadora.
Se llevaba las copias a casa.
Ella sacó los originales de la máquina y desapareció por una puerta que estaba al otro lado de la habitación. Él oyó que abría un archivador de metal.
Miró el reloj. Eran las diez y veintiocho.
¿Qué diablos estaba ella haciendo allí, fotocopiando documentos a esas horas de la noche?
Bella salió de nuevo. Estaba mirando otro archivo y su cabello castaño le ocultaba el rostro. Se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, sacó una hoja y la leyó con detenimiento.
Entonces, algo hizo que levantara la vista.
–¡Ahh! –se sobresaltó y dejó caer las hojas. Los papeles quedaron esparcidos por el suelo.
Dominic abrió la puerta del todo.
–Siento haberte asustado.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–Mirarte.
–¿Por qué?
–Tu imagen era atractiva.
–No deberías estar aquí a estas horas de la noche.
–¿Y quién lo dice? Es la empresa de mi padre, ¿no es así? –se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos–. Creo que eres tú la que no debería estar aquí.
–¿Por qué no debería estar aquí? –soltó ella, antes de agacharse para recoger los papeles–. Se han desordenado.
–Deja que te ayude –él quería ver los papeles. Agarró el más cercano y vio que estaba lleno de fórmulas.
Ella se lo quitó de la mano. Sus dedos rozaron la palma de la mano de Dominic y él se puso tenso al recordar el beso que habían compartido.
–¿Qué son esos papeles? –él agarró otro papel. No era capaz de comprender nada. La química no era algo que dominara.
–Investigaciones. Lectura para el tren.
–¿El tren que va a Georgia a medianoche? Saliste corriendo para pillar el tren hace una hora.
–Lo perdí. Regresé para matar el tiempo.
–Estamos a más de diez manzanas de Grand Central.
–Tenía mucho tiempo –lo fulminó con la mirada.
–No te creo.
Su expresión de asombro sólo incrementó la sensación que tenía él de que ella era culpable de algo.
Decidió presionarla. Quizá sólo para ver cómo reaccionaba.
–Creo que estás robando secretos.
–¿Y qué hago con ellos? –soltó Bella.
–Todavía no lo sé –él se cruzó de brazos. Le intrigaba que alguien se arriesgara a colocarse en el lado equivocado respecto a Tarrant Hardcastle.
Ella se agachó para recoger más papeles.
–Sólo hago mi trabajo.
–Entonces, ¿no te importa que mire los papeles que llevas en el maletín? Al fin y al cabo soy un Hardcastle.
Ella sabía que aquellas hojas serían indescifrables para él.
–No estoy robando nada –dijo ella, pestañeando.
–Demuéstralo.
Ella comenzó a respirar de forma agitada. Él veía que su pecho subía y bajaba bajo su blusa de seda. Entró en el cuarto de la fotocopiadora y preguntó:
–¿Dónde están los archivadores?
–¿Por qué haces esto? –preguntó ella con voz temblorosa.
¿Y por qué lo hacía? Desde luego no podía pedirle a nadie que actuara con moralidad cuando se enfrentara a Tarrant Hardcastle, ya que teniendo en cuenta su pasado él sería el primero en unirse a ellos para luchar contra él.
Quizá fuera la manera dominante en que ella había tratado de echarlo del laboratorio y el hecho de que hubiera llamado a seguridad. Ya había pasado demasiado tiempo como si fuera un extraño como para agradecer que siguieran tratándolo como tal.
Lo que estaba claro era que no estaba motivado para proteger los intereses de su querido padre por un deseo filial.
Se acercó al archivador y leyó en voz alta lo que ponía en el cajón que estaba abierto.
–Adquisiciones –hojeó algunas carpetas y vio que una de ellas estaba llena de documentos de otra empresa. Negociaciones para la venta de ciertos estudios de investigación–. ¿Tarrant compra estudios científicos?
–Sí. Hacerlos resulta muy caro.
–Entonces, ¿para qué te necesita?
–Un cambio de estrategia. Quiere dejar de comprar estudios externos y adelantarse a la competencia invirtiendo en la investigación de nuevas tecnologías.
–Y tú estás vendiendo esas investigaciones al mejor postor.
Ella empalideció.
–¡Por supuesto que no!
–Entonces, ¿qué diablos estás haciendo? –por un lado confiaba en que le diera una buena explicación.
Ella movió la mano para colocarse un mechón de pelo detrás de la oreja. Él tuvo que esforzarse para no fijarse en si el movimiento de su brazo provocaba que su blusa marcara sus senos redondeados.
–Estoy buscando algo –contestó.
Quería decir algo más, pero le temblaron los labios.
Dominic deseó besarla. Retiró la mirada de sus labios y la posó en sus ojos grises.
Bella pestañeó.
–Tarrant robó los estudios de investigación que había hecho mi padre. Quiero recuperarlos –alzó la barbilla.
Él dio un paso adelante. Le gustaba acercarse a la gente cuando estaban bajo presión. Algo muy sutil le indicaba si estaban diciendo la verdad. El olor de sus feromonas, quizá.
–¿Quién era tu padre?
–Bela Soros.
–¿Bella, como tú?
–En Hungría, su país de origen, es nombre de chico. Trabajó toda su vida desarrollando fórmulas para revolucionar la manera en que percibimos las cosas. Lo sacrificó todo y se entregó de lleno a ello. Estaba muy cerca de cumplir su sueño cuando Tarrant Hardcastle lo presionó para que vendiera su trabajo por una migaja. Ahora está muerto. ¡Y eso no puede ser!
–¿Tarrant le robó el trabajo o se lo compró? –Dominic entornó los ojos.
–Él le pagó una miseria.
–¿Cuánto?
–No lo sé. Espero descubrirlo en estos archivos. Tarrant lo intimidó para que lo hiciera después de oírlo hablar en una conferencia. Mi padre le dijo que no una y otra vez… –respiró hondo.
–Pero Tarrant Hardcastle no admite un «no» por respuesta.
Ella no dijo nada.
–¿Cómo sabes que no fue mucho dinero?
–Porque no queda nada. Debería haber sido suficiente como para cubrir una buena jubilación. Mi padre siempre tuvo un buen trabajo como docente o investigador, y vivíamos bien. Ahora mi madre no tiene nada y corre el peligro de perder la casa.
«Eso ya lo he oído antes», pensó Dominic con lástima. A Tarrant Hardcastle no le importaba nada la gente que utilizaba. Una vez terminaba de trabajar con ellos, podían quedarse en la calle, que a él no le importaba.
–¿Y tú no ganas un buen sueldo?
–Sí. Es bueno.
–¿Quizá eso sea suficiente venganza?
Bella inclinó la cabeza. Sus ojos se oscurecieron.
–Mi madre sacrificó muchas cosas para que mi padre pudiera centrarse en su trabajo. Ha sido muy duro para ella, muy duro… –al ver que le temblaba el labio inferior se lo mordió.
–¿Y cómo piensas conseguir dinero de Tarrant una vez que ya ha comprado los resultados de la investigación?
–No sólo se trata de dinero. También del legado de mi padre. Demostraré que Tarrant forzó a mi padre a vender contra su voluntad y los tribunales devolverán su trabajo a mi familia.
–¿Vas a demandar a Hardcastle Enterprises?
Ella lo miró a los ojos sin pestañear.
–Sí. Sé que un juez haría lo correcto.
–Me parece que confías demasiado en el sistema legal y que no sabes mucho acerca de la falta de piedad que puede mostrar Tarrant. ¿Has encontrado lo que necesitas?
Ella tragó saliva.
–Todavía no. ¿Vas a hacer que me despidan?
–¿Yo? Oh, sí, el hijo y heredero. No sé que diablos voy a hacer contigo.
«Besarte otra vez, a lo mejor».
–Sé que estoy cerca. He revisado casi todos los archivos. Probablemente lo encuentre esta noche, y después no tendrás que volver a verme nunca más.
–¿Crees que debería dejar que te salgas con la tuya? –preguntó él.
–Si crees en la justicia… –lo miró de forma retadora.
–Soy un hombre de negocios. Creo en los beneficios.
Sería demasiado fácil unirse a ella en contra de Tarrant Hardcastle. Si no fuera por su olfato para los negocios, su propia madre seguiría luchando.
Aun así, el engaño de Bella lo intrigaba.
–¿Has trabajado aquí durante un año entero para llegar a este punto?
Ella se humedeció los labios y él sintió cómo el deseo se apoderaba de su entrepierna.
–Los archivos solían guardarse en un lugar oculto. Trasladarlos aquí llevó varios meses.
–No has contestado a mi pregunta. ¿Aceptaste este puesto, trabajaste todo este tiempo y cobraste el dinero de Tarrant para poder obtener pruebas para demandarlo?
–He realizado mi trabajo de acuerdo con mis capacidades.
–Al parecer has hecho un gran trabajo. Tarrant cree que eres brillante.
–Hemos hecho grandes progresos –dijo ella, enderezando los hombros.
–Tienes mucha sangre fría. ¿Cómo puedes reunirte con el hombre al que piensas demandar?
–No es algo personal. Es cuestión de negocios.
«Sin duda». Dominic no podía acusarla de nada. Él había ido allí con su propio plan: recuperar algo que Tarrant le había robado, aunque técnicamente lo hubiera comprado.
Se apoyó en el marco de la puerta y la miró.
–¿A lo mejor podemos hacer un trato?
A Bella se le aceleró el corazón.
¿Era idiota?
Debía haberse inventado algo. Una mentira para despistarlo. Pero le había dicho la verdad y él podía contárselo todo a su padre, y Tarrant podría prepararse para el enfrentamiento legal.
–¿Qué quieres decir?
–Yo me comprometo a que no te despidan y tú te comprometes a… –ladeó la cabeza y entornó sus ojos oscuros.
Ella sintió que sus pezones se ponían erectos y rozaban contra la tela de su sujetador. Tragó saliva.
–¿Qué? –preguntó.
La risa de Dominic cortó el ambiente de tensión que había en la habitación.
–Me he fijado que Tarrant sólo contrata mujeres guapas. ¿Por qué?
–Le preocupa la imagen de la empresa.
Dominic se cruzó de brazos.
–¿Le gusta que todo el mundo encaje en la estética de la empresa?
Su mirada penetrante hizo que ella fuera consciente de su sencillo corte de pelo y de su cuerpo ligeramente entrado en carnes.
–No estoy segura de por qué hizo una excepción en mi caso.
–Créeme. No hizo ninguna excepción –un hoyuelo apareció en su mejilla derecha–. Supongo que consigue lo que pide cuando contrata gente en función de su aspecto en lugar de por su reputación –frunció el ceño–. ¿De dónde viene el nombre de Andrews? ¿Estás casada?
–¡No! ¿Crees que te habría besado si estuviera casada?
–No tengo ni idea de lo que habrías hecho, cariño. Especialmente desde que hemos establecido que estás aquí de manera fraudulenta.
–Andrews es el nombre de soltera de mi madre. Mi nombre es Bella Soros, casi el mismo que el de mi padre. Tarrant no me habría contratado si lo hubiera sabido.
–¿Cómo sabes que no habría estado encantado con que tú terminaras el trabajo de tu padre?
–Mi madre habló con Tarrant cuando mi padre enfermó. Le preguntó si mi padre podía venir a trabajar aquí. Ella estaba convencida de que estar entre sus herramientas y los tubos de ensayo le daría fuerza para recuperarse. Tarrant le dijo que se largara.
–Parece que hablamos de mi padre.
Algo en su expresión hizo que ella sintiera una pizca de esperanza.
–¿Lo comprendes?
–Por supuesto. Lo comprendo. Pero no digo que lo apruebe –arqueó una ceja.
Todo lo que ella necesitaba eran unos días más. Desde que habían llegado los archivos había aprovechado para repasarlos cada vez que se quedaba sola. Únicamente le quedaban dos cajones por revisar. Había fotocopiado al menos mil páginas de las investigaciones que había hecho su padre para poder demostrar cuán extensa era la propiedad intelectual que Tarrant le había robado. Sólo le quedaba encontrar la cifra que le había pagado.
–Pero guardarás mi secreto –dijo susurrando.
–Como te he dicho antes, podemos hacer un trato –posó la mirada en sus labios y la deslizó hasta su cuello.
Ella sintió que una ola de calor la invadía por dentro.
«Quiere acostarse contigo».
Ella podía verlo en su expresión.
¿Quizá fuera uno de esos hombres que tienen que conquistar a todas las mujeres que se cruzan en su camino? Se rumoreaba que Tarrant Hardcastle era uno de esos hombres, aunque su enfermedad terminal y su joven y bella tercera esposa, habían puesto fin a su comportamiento mujeriego.
Bella llevaba un año trabajando allí y sonriendo al hombre que había destruido a su padre, a quien había matado a su padre. Pero ella tenía sus motivos. Sin duda podía dar un paso más para salvar todo lo que su madre tanto apreciaba.
La tensión se apoderó de ella. Había llegado demasiado lejos como para perderlo todo. Si pudiera conseguir que él permaneciera callado durante unos días, podría conseguir su objetivo.
«Hazlo».
Ella dio un paso adelante, inclinó el rostro hacia arriba y contuvo la respiración mientras le ofrecía sus labios.
Él arqueó una ceja.
¿Lo había interpretado mal?
Su respuesta llegó cuando él la besó de manera ardiente, sujetándola por la cintura y atrayéndola hacia sí.
Dominic no olía a la colonia de lujo que vendían en el piso de abajo. Su aroma era salvaje y feroz, el aroma del deseo puro.
Le acarició los dientes con la lengua y ella se estremeció de placer. Bella se puso de puntillas para continuar el beso. Le temblaban las piernas de la tensión y por el deseo que la invadía por dentro.
Él se retiró primero. Ella se sonrojó y dio un paso atrás.
–Cielos. He de irme. El tren –pronunció mientras agarraba el maletín.
–No tan deprisa, princesa. Está muy oscuro. Pediré un taxi.
–Prefiero caminar.
–Entonces, te acompañaré.
Dominic la guió fuera del laboratorio con la mano en su espalda. Ninguno mencionó una palabra en el ascensor.
«¿A lo mejor podemos hacer un trato?».
Ella había pensado que su intención era negociar a través del sexo.
Dominic contuvo una sonrisa. ¿Hasta dónde habría llegado ella si él la hubiera presionado un poco?
No parecía el tipo de mujer que entrega su cuerpo por una simple promesa. Una promesa que él ni siquiera le había ofrecido.
Y vaya cuerpo.
Era delgada, pero no demasiado. Tenía las piernas largas y esbeltas, la cintura estrecha, las caderas muy femeninas y los pechos redondeados.
Él no podía retirar la vista de su trasero, fijándose en cómo la tela de su falda lo acariciaba con cada movimiento al salir del ascensor.
Ella se despidió del guardia de seguridad que estaba en la recepción. Dominic la agarró del brazo y salieron a la calle oscura.
–Entonces, ¿no dirás nada? –susurró ella.
–No he prometido nada –dijo él, agarrándola con más fuerza al ver que ella trataba de liberarse–. Creo que estamos a punto de llegar a un acuerdo que nos servirá a los dos.
Ella continuó caminando con decisión y sus pisadas resonaban sobre el pavimento.
–¿A qué hora es tu tren?
–A las once y veinte –dijo ella, sin volverse para mirarlo.
–¿Vives en Westchester?
–Es allí donde está la casa de mi madre.
–La casa que está a punto de perder.
–Es una casa bonita, no muy grande y nada elegante, pero tal y como están los impuestos hoy día… –respiró hondo–. Tiene un jardín precioso en el que ha invertido el trabajo de veinte años. Me mataría ver que tuviera que abandonarlo.
Dominic la miró.
–Creo que se necesitaría algo más que eso para matarte.
–No me conoces –dijo ella, mirándolo de manera acusadora.
–Cierto –frunció el ceño–. ¿Tarrant es un jefe duro?
–En realidad no. Me permite que lleve el laboratorio como yo quiero.
–Confía en ti.
–Sí, supongo que sí.
–Supongo que todos los hombres somos idiotas a veces.
Dominic subió los escalones de mármol del bar de puros El Cubano en la Quinta Avenida. Era posible que a Tarrant Hardcastle sólo le quedaran unos meses de vida, pero a él le gustaba salir y que lo vieran. Pasaba gran parte del día en la butaca personal que tenía en aquel lugar destinado a los ricos y caprichosos.
Sin preguntárselo, Tarrant le había conseguido a Dominic una tarjeta de socio de aquel lugar y, a pesar de que él nunca había fumado, allí había un humidificador de puros de madera pulida con el nombre de Dominic grabado en una placa dorada.
Dominic Hardcastle.
Al ver su nombre reluciendo entre los nombres de los chicos malos de Hollywood y los peces gordos de Capitol Hill, Dominic sintió un nudo en el estómago provocado por una mezcla de sentimientos.
–Buenos días, señor Hardcastle. ¿Puedo traerle algo para beber?
Dominic negó con la cabeza mirando al camarero. No necesitaba alcohol. Su cabeza no había parado de dar vueltas desde la noche anterior, cuando una científica con labios rosados y un oscuro objetivo lo había descolocado.
Él había vuelto a besarla en Grand Central. Rápido y de manera ardiente. Después, ella había corrido hasta su andén y lo había dejado allí, muerto de deseo.
Dominic se pasó la mano por el cabello tratando de relajarse.
–¡Dominic! –Tarrant Hardcastle levantaba los brazos como si estuviera dándole la bienvenida a un hijo pródigo.
Dominic se acercó a él apretando los dientes. No era el hijo pródigo. Era el hijo trabajador y formal al que, en cuanto se había descuidado, le habían cambiado las normas.
–Me alegro de verte, hijo mío.
Tarrant agarró las manos de Dominic. El hombre que solía aparecer en las portadas de varias revistas parecía más delgado. Recientemente había dejado que su pelo se volviera gris, y eso hacía que aparentara los sesenta y siete años que tenía.
–¿Estás seguro de que no puedo tentarte con uno de esos magníficos habanos? –movió un gran puro delante de Dominic. El estupendo sistema de ventilación evitó que el humo permaneciera en el ambiente.
Dominic negó con la cabeza y sonrió de manera indulgente.
–Bien, bien. No quieres pillar la gran C como tu padre –Tarrant le dio un golpecito en el brazo.
Dominic se sentó en la butaca de cuero. Desde los grandes ventanales se veían las copas de los árboles de Centra Park.
–Así que has visto el laboratorio, ¿no? ¿Y qué opinas?
–Impresionante.
–Esa Bella Andrews es impresionante. Podía haber trabajado en cualquier sitio con un currículum en investigación como el suyo. Pero no, quería venir a Hardcastle. Vino a verme, ¿sabías? –sonrió–. Una chica estupenda.
–Sí. Es inteligente –«una lástima que esté planeando sacarte los cuartos».
Aunque por mucho dinero que ella pidiera no sería más que calderilla para Tarrant.
–No puedo decirte lo mucho que significa para mí tenerte aquí –Tarrant cubrió los dedos de Dominic con los suyos–. Siento que haya hecho falta que me pusiera enfermo para que recobrara el juicio. Cuando uno se encuentra en cierta posición hay cierta tendencia a que todo el mundo quiera meter mano en sus bolsillos, como si tuvieran derecho sobre el dinero que tanto te costó ganar. Eso hizo que me pusiera a la defensiva y acabara alejándome de la gente que debería haberme importado más.
La emoción que denotaba su voz hizo que Dominic levantara la vista. Las lágrimas hacían que a Tarrant le brillaran sus ojos de color azul verdoso.
Dominic tragó saliva. De pequeño había deseado tener un padre. Otros niños tenían padres que al menos los visitaban los fines de semana o les enviaban regalos por su cumpleaños.
Él no.
Durante años había abierto el buzón en busca de una tarjeta de felicitación. Había imaginado a su padre presenciando su ceremonia de primera comunión, o los partidos de la final de la liga infantil. Pero nunca sucedió.
Su madre le había dicho cómo se llamaba su padre, después de que él hubiera reunido el valor suficiente para preguntárselo. El día que vio un artículo sobre Tarrant Hardcastle en el periódico, se quedó mirando la imagen de su rostro e imaginando los motivos por los que su padre no había ido a buscarlo. Él comenzó a guardar los recortes de prensa para reunir información e imágenes del padre que tanto anhelaba tener.
A los quince años, albergando una mezcla de resentimiento y dolor por las falsas esperanzas que se había creado, acusó a su madre de haber ocultado la existencia de su padre y ella le contó que lo había denunciado por haber rechazado la paternidad y le mostró los papeles del juicio.
Dominic quemó todos los recortes que tenía sobre él y, desde entonces, evitó todo lo que tuviera que ver con Tarrant Hardcastle.
Después, cuando ya era un hombre adulto y no necesitaba un padre, Tarrant apareció.