Lealtad o chantaje - Jennifer Lewis - E-Book

Lealtad o chantaje E-Book

Jennifer Lewis

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Beschreibung

Era difícil escapar de la dinastía de una familia multimillonaria. Y eso era lo que Dominic Hardcastle pretendía hacer. Hasta que conoció a Bella Andrews, una empleada de su padre. Bella era una mujer intrigante y estaba dispuesta a arruinar a su padre, un hombre despiadado y desconocido para él. Así que Dominic se ofreció a guardar el secreto… a cambio de su compañía. Bella debía tener cuidado con Dominic, porque tenía poder para destrozar sus planes. De pronto, su objetivo no parecía tan sencillo, ni su corazón estaba a salvo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Jennifer Lewis

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lealtad o chantaje, n.º 1703 - agosto 2022

Título original: Millionaire’s Secret Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-301-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¡Márchese antes de que llame a los guardias de seguridad!

La voz de la mujer retumbó en la amplia habitación. Dominic di Bari pestañeó a causa de la intensa luz que entraba por los ventanales.

Al parecer, ella no tenía ni idea de quién era él. Dio un paso adelante.

–He dicho…

–Ya he oído lo que ha dicho –contestó dirigiéndose hacia la silueta que estaba al otro lado de la habitación–. No creo que nos hayamos conocido antes.

–El seminario de formación en ventas es en la planta decimocuarta. Ésta es la decimoquinta –caminó hacia él y sus zapatos de tacón retumbaron en el suelo de mármol.

Él entornó los ojos, pero no pudo ver mucho. Ella llevaba una bata de laboratorio de color blanco. Sobre las mesas había ordenadores y equipos de alta tecnología. El suelo blanco de mármol intensificaba el brillo del sol que entraba por las ventanas.

–¿Esto es un laboratorio?

–No creo que eso sea asunto suyo.

–Hace una semana llegué a un acuerdo con ustedes –antes de que una extraña llamada de teléfono volviera su vida patas arriba.

–Le advertí que llamaría a seguridad –sacó un teléfono del bolsillo de su bata.

Él no pudo evitar fijarse en sus largas piernas. Ella marcó un número mientras daba golpecitos en el suelo con un pie.

Él es cruzó de brazos y contuvo una sonrisa. A juzgar por aquellas piernas, apostaría que bajo aquella bata había un cuerpo impresionante. El cabello castaño con reflejos dorados le acariciaba los hombros mientras ella sujetaba el teléfono contra su oreja.

–Sí, Sylvester, hay un intruso en la decimoquinta. Le he pedido que se vaya, pero no me hace caso –lo miró de manera hostil con sus ojos grises–. Gracias. Te lo agradezco –cerró el teléfono–. Un guardia de seguridad vendrá en pocos minutos. Es su oportunidad para marcharse con dignidad.

–La dignidad puede ser algo muy aburrido –se apoyó contra el marco de la puerta. Al ver que ella lo miraba con frialdad y alzaba la barbilla, le preguntó–: ¿Es investigadora?

–Resulta que soy la vicepresidenta del departamento de cosmética –frunció los labios.

–Interesante –así que Tarrant tenía mucha vista para las mujeres, incluyendo a aquellas que había elegido para dirigir su empresa. Aquella mujer no parecía mayor de veinticinco años. Evidentemente, unas buenas piernas eran más importantes que la experiencia. Algo apenas sorprendente, teniendo en cuenta lo que sabía sobre Tarrant Hardcastle, el cretino que, según habían demostrado las pruebas de ADN, resultaba ser su padre biológico.

Él oyó que un ascensor se abría a sus espaldas.

–Es él –ella lo señaló con el dedo.

No llevaba las uñas pintadas. ¿No debería llevarlas pintadas si de veras era la vicepresidenta del departamento de cosmética?

–El señor Hardcastle –el guardia de seguridad asintió al verlo.

Dominic sabía que debería corregirlo. Durante toda la vida había sido Dominic di Bari y no tenía intención de cambiarse de nombre para satisfacer a un hombre multimillonario que necesitaba un hijo.

Pero en aquel momento, ser el señor Hardcastle le resultaba útil.

–¿Cómo? –preguntó ella.

–Ya ha oído a este hombre –dijo Dominic–. Sylvester, ¿hay algún problema?

–La señorita Andrews mencionó que había un intruso.

–Creo que ha habido un error –Dominic habló despacio y puso una amplia sonrisa–. Me llamo Dominic –tendió la mano para saludarla.

Ella lo miró horrorizada. Después dio un paso adelante y le estrechó la mano.

–Bella Andrews. No tenía ni idea. Le pido disculpas. En este laboratorio trabajamos con materiales muy sensibles y no podemos permitir que entren extraños…

–Lo comprendo –ella tenía la piel suave y delicada, tal y como debía ser dada su profesión.

Tras estrechar su mano, ella se volvió hacia el guardia de seguridad.

–Gracias, Sylvester. Siento haberlo molestado.

Permanecieron en silencio mientras Sylvester salía de la habitación.

–¿Eres pariente del señor Tarrant? –preguntó ella, y se sonrojó.

–Soy su hijo –contestó con una fría sonrisa–. Vas a decirme que no sabías que tenía un hijo, ¿verdad?

–Yo, hum… –se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

–Mi padre me ha invitado para mostrarme cómo funciona la empresa –dio un paso hacia delante–. Repetiré mi pregunta, ¿esto es un laboratorio?

–Sí, es el laboratorio de desarrollo –él se fijó en cómo quitaba el polvo del monitor de un ordenador con sus delicados dedos–. Debo disculparme otra vez. Espero que te hayas dado cuenta de que intento proteger los intereses de la empresa.

–Lo comprendo. La fuente de la eterna juventud debe protegerse a toda costa.

Sus ojos ya se habían acostumbrado a la luz y él podía ver el final de la enorme habitación. Los fogones y los fregaderos estaban separados de los equipos informáticos y de otras máquinas. No se veían tubos de ensayo ni vasos de precipitados. Debían de estar guardados en los armarios que había en la pared del fondo.

–Deja que adivine, ¿en realidad tienes setenta y ocho años?

Un hoyuelo apareció en su mejilla.

–No tantos. Aunque hemos hecho grandes avances en productos antienvejecimiento. ¿Tienes experiencia en ese campo?

Ella metió las manos en los bolsillos de la bata y la prenda se quedó ceñida a su espalda.

–Me temo que no. Estoy aquí para aprender.

Para aprender todo lo posible sobre Tarrant Hardcastle y su malvado imperio, donde una semana antes era muy mal recibido.

Dominic todavía no había superado el hecho de haber perdido la posibilidad de adquirir la cadena de farmacias con la que contaba como inversión inmobiliaria para su cadena de tiendas de alimentación. Tarrant había ofrecido un precio menor y las había conseguido otra vez. Todo para que las tiendas permanecieran tapiadas, un mal que ocurría en las calles principales de al menos cincuenta pueblos de los Estados Unidos.

¿Tarrant sabía que había fastidiado a su propio hijo? ¿Lo habría hecho a propósito como una demostración de poder?

A Dominic le hervía la sangre al pensar en ello. Pero de un modo u otro, se desquitaría.

Bella Andrews recogió los papeles que estaban esparcidos por la encimera y los metió en un cajón. Respiraba de forma acelerada y parecía nerviosa.

Y quizá debería estarlo. Su actitud prepotente y su manera de fruncir los labios con desaprobación provocaban que él sintiera ganas de darle una dulce venganza.

 

 

Tenía que librarse de él. Y por fortuna no había mirado los archivos que ella estaba leyendo. El equipo de investigación estaba en una conferencia en Ginebra y ella había aprovechado para fisgonear, pero el hijo del jefe había estado a punto de pillarla con las manos en la masa.

«¿Tarrant Hardcastle tiene un hijo?».

–Aquí es donde el equipo de químicos experimenta con fórmulas nuevas y mejora las actuales. Tenemos un protocolo estricto y cada producto es probado a fondo antes de salir al mercado.

–¿En animales? –preguntó él arqueando una ceja.

Una pregunta curiosa. A pesar de su traje elegante, aquel hombre alto y de aspecto peligroso parecía capaz de comerse un animal crudo y no de preocuparse por su bienestar.

–Cuando llegué al equipo eliminamos la experimentación con animales. No es necesario para nuestros productos. Ahora trabajamos en una nueva línea de cosméticos antiedad. De hecho, nuestro primer producto saldrá dentro de unos días. Tarrant espera tener asegurada la distribución a nivel mundial para finales de año.

–No dudo que lo conseguirá –algo en su tono de voz provocó que ella levantara la vista y él la miró fijamente con sus ojos negros–. ¿Te gusta trabajar para Hardcastle Enterprises?

–Por supuesto, ¿por qué? –su tono resultó un poco chillón. A veces le sucedía eso cuando mentía.

Y había algo en aquel hombre que la ponía nerviosa. No era su aspecto de modelo. Ella estaba acostumbrada a eso. Tarrant Hardcastle siempre contrataba a empleados atractivos.

Tampoco era la figura alta y de anchas espaldas que se apoyaba sobre el mostrador de mármol.

Había algo en su expresión que hacía que pareciera capaz de leer su pensamiento. Una posibilidad que provocaba que a Bella se le formara un nudo en el estómago.

–Pura curiosidad.

Su expresión de satisfacción sugería que había adivinado sus pensamientos traicioneros.

–¿Qué te gustaría ver? –preguntó ella, con un nudo en la garganta.

–Hasta el momento sólo he visto el interior de los despachos y de las salas de conferencias. Me gustaría ver el laboratorio y… –ladeó la cabeza y entornó los ojos. ¿Estaba riéndose de ella?–. Si pudieras dedicarme un rato de tu ocupada agenda, me gustaría ver los puntos de venta.

Por supuesto que tenía tiempo. El resto de sus planes era algo irrelevante si el hijo de su jefe la necesitaba. ¿No podía encontrar a otra persona para eso? Era evidente que se estaba burlando de ella. Puesto que ella lo había ofendido al intentar echarlo del laboratorio, él había decidido jugar con ella. Cierta irritación se apoderó de ella, junto con algo más que no fue capaz de identificar.

Bella cruzó la habitación consciente de que él la seguía.

–Esto es un microscopio de fotones –le mostró su herramienta más preciada–. Estamos trabajando con unas partículas capaces de reflejar la luz para crear una ilusión óptica de suavidad.

Él la miró a los ojos y dijo:

–Nanotecnología.

–Sí. Hemos descubierto que, si manipulamos los fotones por capas, podemos crear importantes efectos con colores y superficies.

–Fascinante –pasó el dedo pulgar por encima de un microscopio y ella notó una extraña sensación en el vientre–. ¿Y habéis creado un producto comercializable?

–Veo que comprendes el negocio. Nuestro mayor reto no era encontrar algo que funcionara, sino algo comercializable. La gente no compraría un pastel de polvo blanco sólo porque le dijeran que es un pintalabios de color rojo que nunca se corre. Hemos creado un producto que llamamos ReNew, porque hace que la piel dañada parezca nueva.

–¿Eres química? –la miró de arriba abajo y ella se sonrojó.

–Soy licenciada en Química y en Empresariales. Mi trabajo aquí es dirigir al equipo –«y recuperar el legado que le robaron a mi padre».

Tarrant Hardcastle nunca confiaría en el padre de Bella, ni siquiera aunque su trabajo hubiera proporcionado millones a la empresa. Ellos no tenían ni idea de que ella era su hija. Si Tarrant lo descubría, probablemente la despediría.

Ella tenía que sacar del laboratorio a aquel nuevo miembro de la familia Hardcastle. Y pronto. La habían sorprendido en medio de su investigación extraoficial y no quería que el hijo de Tarrant sacara ningún tipo de conclusión.

Ella comenzó a desabrocharse la bata de laboratorio.

–Querías ver las zonas públicas. ¿Quieres que empecemos por la tienda?

Él parecía distraído mirando cómo se desabrochaba. Cuando la miró a la cara, sus ojos estaban más oscuros que nunca.

–Claro –contestó en tono suave y provocador.

La siguió hasta que llegaron a la puerta del laboratorio. Ella notó su mirada clavada en su cuerpo en todo momento. La falda de color rojo oscuro y la blusa que llevaba las había elegido para complacer a su jefe, Tarrant Hardcastle, un amante de las prendas caras y femeninas. Esforzarse para tener un buen aspecto era una parte de los requisitos de su trabajo, y al parecer lo había conseguido, porque percibía que Dominic Hardcastle le daba su aprobación.

Colgó la bata de laboratorio detrás de la puerta, permitió que él saliera primero y cerró la puerta tras ella.

«¡Uf!».

 

 

El tour no requería un gran desplazamiento puesto que Tarrant había construido todo su imperio bajo el tejado abuhardillado de un antiguo hotel que tenía vistas a la zona sur de Central Park. En el edificio se encontraban las oficinas corporativas, los auditorios, las salas de conferencias, el laboratorio, una galería de arte privada, tres plantas con tiendas y un restaurante de lujo en la planta superior.

Al salir del ascensor percibieron el aroma de los perfumes que se encontraban en la planta baja. Los productos de Hardcastle se encontraban entre los de las marcas famosas como Chanel o Dior en las tiendas de cosméticos. Bella observó cómo Dominic se movía con naturalidad entre los mostradores llenos de pintalabios de setenta dólares y pociones milagrosas que renovaban la piel.

Su manera de hablar con los demás vendedores demostraba que conocía bien el negocio. También revelaba un desconocimiento total acerca de los cosméticos, ¿o lo fingía para conseguir que las despampanantes dependientas se rieran y se sonrojaran con sus bromas? Incluso permitió que una chica de cabello oscuro lo rociara con la última fragancia de Calvin Klein. Bella tuvo que contenerse para no poner una mueca.

–¿Por qué vas tan deprisa? –la agarró del brazo cuando ella trataba de continuar.

–Queda mucho por ver –dijo ella, y se soltó.

–Sin duda. ¿Puedes culparme por querer detenerme a disfrutar de las vistas? –preguntó arqueando una ceja. A pesar de que estaba mirándole el rostro, ella tenía la sensación de que estaba evaluando su cuerpo.

–Son casi las siete y supongo que al menos querrás ver las colecciones de alta costura para mujer.

–En realidad no –continuó él–. Estaba pensando en otra cosa.

–¿En qué, exactamente? –preguntó ella.

–En comida.

–Oh –ella se quitó una pelusa blanca de la blusa para no fijarse en su mirada hambrienta–. ¿Ésa es tu especialidad como minorista?

–Así es, pero estaba pensando en cenar.

Ella pestañeó deprisa. ¿Esperaba que cenara con él? Tenía que regresar al laboratorio y guardar los archivos.

–Creo que estás en deuda conmigo, ¿no crees? Intentaste echarme del edificio.

Ladeó la cabeza y posó la mirada sobre su boca. La misma boca que había llamado a seguridad para echar al hijo del jefe.

Ella tragó saliva.

–He oído que The Moon es el sitio ideal.

–Oh, sí. Es de cinco estrellas –murmuró ella. Había leído sobre el local, pero nunca había estado en él. Quedaba fuera de su rango de precios.

–Tarr… Mi padre me dijo que cenara allí. A su cuenta –algo en su manera de pronunciar la palabra «padre» hizo que ella se pusiera alerta–. Sería un placer que me acompañaras.

La expresión de su rostro parecía sincera y la mirada de sus ojos oscuros mostraba ternura.

Ella pestañeó mientras dudaba entre aceptar la invitación o buscar una excusa para rechazarla.

–Hum, cielos –miró el reloj mientras buscaba una escapatoria–. Por supuesto, me encantaría –dijo forzando una sonrisa.

Caminar junto a él por las tiendas fue una experiencia interesante. Todas las mujeres se volvían para mirar a Dominic y, al poco tiempo, Bella comenzó a sentirse como un bolso barato colgado del brazo de un modelo vestido de alta costura.

–The Moon está en la planta superior –dijo ella, presionando el botón del ascensor–. ¿Vives en Nueva York?

–En Miami. Pero puede que me mude aquí. Últimamente tengo muchos negocios aquí. Y Tarr… Mi padre quiere que me quede cerca de las oficinas.

Una vez más, la palabra padre parecía forzada. Y eso la intrigaba. Ella sabía que Tarrant tenía una hija, pero nunca había oído que tuviera un hijo.

–No quiero curiosear, pero no sabía que Tarrant tuviera un hijo.

–Mi padre tuvo una aventura amorosa con mi madre en los años setenta. Se conocieron en la pista de baile de Studio 54.

–La discoteca de moda –ella había oído que Tarrant tenía fama de juerguista.

–En aquel entonces a él no le interesaba la paternidad –apretó los dientes–, pero parece que últimamente ha cambiado de opinión.

Se hizo un fuerte silencio.

Ping. El sonido de las puertas al abrirse era posiblemente el mejor sonido que ella había escuchado en todo el año.

¿Aquel extraño acababa de admitir que era el hijo no deseado de Tarrant Hardcastle? Aquella íntima confesión le provoco una sensación extraña.

El restaurante estaba lleno. Desde que había abierto dos años atrás, las reservas había que hacerlas con al menos seis meses de antelación.

–Dominic Hardcastle.

–Bienvenido, señor. Los acomodaré en la mesa del señor Hardcastle –el maître sonrió y lo guió a la mesa mientras Dominic lo felicitaba por el éxito del restaurante.

La decoración era minimalista. En el centro de cada mesa había un jarrón con una hoja de plátano.

Dominic sacó una silla de metal y ayudó a Bella a sentarse. Por supuesto, también tenía que ser un perfecto caballero.

Ella se colocó la servilleta.

–Imagino que es demasiado pronto para que salga la luna. El techo se recoge para poder ver el cielo.

Dominic levantó la vista.

–No puedo decir que sea una lástima. No sé si quiero preocuparme por la posibilidad de que un búho baje para compartir mi solomillo de carne –su sonrisa reveló una dentadura perfecta.

–Oh, no tienes que preocuparte por eso. Ni por los mosquitos. Hay una capa curva de plástico muy fino que evita la entrada de intrusos. Si te fijas bien, verás las uniones del plástico con las columnas.

Dominic miró al techo sin disimular su fascinación.

–Impresionante. Tarrant Hardcastle es un genio, independientemente de lo que puedas añadir sobre él –abrió la servilleta–. ¿Te apetece que pidamos champán?

El comentario sobre Tarrant la dejó sin habla durante un instante. ¿Estaba poniéndola a prueba?

–Claro, el champán suena bien.

–Tendrás que aconsejarme sobre qué comida pedir. El nuevo aquí soy yo.

Era una lástima que ella no tuviera ni idea de lo que había en el menú.

–Todo está muy bueno. Por eso la gente está dispuesta a vender su alma para conseguir una mesa.

El camarero les entregó una hoja de plátano con las especialidades escritas a mano.

Dominic la miró un instante y comenzó a reír.

–Me da pena el chico que esté con el Sharpie.

–¿Sharpie? Probablemente esté moliendo pigmentos para hacer la tinta y afilando las plumas de ganso para escribir –no pudo evitar reírse.

Dominic tenía tres hoyuelos. Uno en cada mejilla y otro en la barbilla. Y no era que a ella le gustaran los hoyuelos ni nada.

Pidieron vieiras a la plancha y codorniz asada para ella y ostras y steak tartare para él.

Dominic levantó la copa.

–Un brindis. Por la mujer más encantadora de Hardcastle Enterprises.

Ella entornó los ojos y trató de no sonrojarse.

–Con esos halagos irás donde quieras –dijo ella, y levantó la copa.

 

 

«Eso es lo que esperaba». Dominic bebió un sorbo de champán.

Había algo en aquella mujer que no sabía qué era. Tener la capacidad de descubrir la personalidad de la gente era lo que le había permitido que su empresa creciera tan deprisa y con tanto éxito.

Bella Andrews no se mostraba tal y como era en realidad. Sí, había salido con el hijo del jefe, pero él había tratado de tranquilizarla comentando que su relación con Tarrant no era nada emocionante.

Ella no se había relajado ni una pizca. Y eso lo intrigaba.

Sus labios rosados se apoyaron en la copa de champán mientras bebía. Ni un poco de lápiz de labios.

–Me sorprende que no uses maquillaje, teniendo en cuenta el puesto que tienes –se reclinó en la silla para observar mejor el efecto de su comentario sobre el bello rostro de Bella.

Ella pestañeó.

–Dicen que uno debe mantenerse alejado de su propio producto.

–Un buen consejo para los traficantes de drogas. ¿Tus productos crean dependencia? –él tenía sensación de que observar sus labios podía convertirse en algo adictivo.

–Espero que sí. Donde más beneficio sacamos es en los productos que ya tenemos.

–¿Hardcastle va a expandir sus puntos de venta? –pregunto él con naturalidad, tratando de evitar preguntar: «¿Para qué diablos quiere Tarrant cincuenta y tres tiendas en bancarrota?».

–No que yo sepa. Nuestros productos se venden mejor en los centros comerciales elegantes y en los salones de belleza. El precio es demasiado elevado para las tiendas normales. Sé que Tarrant quiere encontrar más puntos de venta en China.

–¿Es que aquí faltan tiendas elegantes?

Ella se encogió de hombros.

–No lo sé. No entra dentro de mi área de conocimiento.

–¿Y cuál es?

–Tarr… Quiero decir, tu padre me contrató para desarrollar nuevos productos. Le gusta estar a la última.

–¿Y cómo te encontró?

Ella se humedeció los labios y él sintió una ola de calor en la entrepierna.

–Hum, resulta que yo lo encontré a él.