Pasión argentina - Jennifer Lewis - E-Book

Pasión argentina E-Book

Jennifer Lewis

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Beschreibung

Descubrir si un vinicultor argentino era el hijo perdido de un millonario de Nueva York era una misión sencilla. Pero Susannah Clarke pronto aprendió que Amado Álvarez tenía sus propias reglas. Éste le entregaría la muestra de ADN que ella quería… ¡si pasaba la noche con él! En un momento de locura, Susannah había cedido, tanto a la exigencia de él como a su propio deseo. Ahora tenía que volver a Sudamérica para tratar de nuevo con aquel hombre persuasivo y sensual… así como para afrontar las consecuencias de aquella inolvidable noche que había pasado en la cama de un extraño.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Jennifer Lewis

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión argentina, n.º 1708 - agosto 2022

Título original: In the Argentine’s Bed

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-299-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

¿Cómo lograr que un completo extraño entregue una muestra de ADN?

 

El coche que Susannah Clarke había alquilado ya casi se había quedado sin gasolina. Ella había sabido que la hacienda Tierra de Oro estaba bastante alejada de Mendoza, Argentina, y había previsto todo con cautela. Pero tanto el vehículo como su depósito de gasolina eran muy pequeños… en comparación con las enormes distancias que había entre un lugar y otro en aquel país.

Enormidad que también se aplicaba al propio temor que se había apoderado de ella.

Miró a la derecha y pudo ver cómo brilló el sol sobre los picos nevados de los Andes. A su alrededor se expandía la fértil tierra en la que se encontraban enclavados algunos de los viñedos más importantes del mundo.

Cuando se desvió de la carretera principal, la señal que marcaba el nivel de gasolina bajó por debajo de cero. Susannah pidió silenciosamente que el coche aguantara un poco más. No quiso tener que ir andando hasta la casa a la que se dirigía para dar una tremenda noticia.

–Oye, creo que eres el hijo ilegítimo de mi jefe… ¿tienes un bidón de gasolina que puedas prestarme?

Tragó saliva con fuerza al comenzar a ver una edificación y respiró profundamente.

Dejó de pisar con fuerza el acelerador del vehículo ya que se sintió ansiosa por no gastar la poquísima gasolina que quedaba. Una hilera de cipreses se extendía a ambos lados de la carretera secundaria por la que estaba circulando. Una elegantemente pintada señal indicaba hacia la derecha. Por fin había llegado a Tierra de Oro.

Entonces se dirigió hacia la casa. Por primera vez no acudió a aquella zona para hablar con el jefe viticultor de alguna hacienda acerca de qué uvas crecían con fuerza en las tierras del lugar o de cuántos pedidos quería Hardcastle Enterprises para su restaurante insignia.

Llegó a un majestuoso jardín que rodeaba a una preciosa casa antigua de techo de tejas rojas y grandes ventanales.

Detuvo el vehículo frente a la puerta principal de la vivienda. Abrió la puerta del coche y se bajó de éste mientras sintió lo revolucionado que tenía el corazón.

En ese momento escuchó unos ladridos, ladridos que cada vez parecieron más cercanos. Dos enormes perros blancos se acercaron a ella desde la vivienda.

Susannah se atemorizó. Se echó para atrás y trató de abrir de nuevo la puerta del coche mientras se imaginó ser devorada por aquellos perros en la propiedad de Amado Álvarez.

La puerta del vehículo no se abría…

–¡Ayuda! –gritó al observar cómo el primero de los perros se acercó a ella.

El animal saltó sobre su cuerpo y la echó sobre el coche mientras el otro perro ladró y gruñó desde cierta distancia. Susannah sintió cómo un profundo dolor se apoderó de su codo al chocar éste contra la ventanilla del vehículo.

–¡Ayuda!

En ese momento la puerta principal de la vivienda se abrió y pudo oír la orden que dio una profunda voz de hombre. De inmediato, los perros se echaron para atrás y se sentaron. Comenzaron a jadear inocentemente. Todavía apoyada en el lateral de su vehículo alquilado, ella trató con todas sus fuerzas de recuperar el aliento.

Observó cómo un hombre alto se apresuró a acercarse a ella.

–Disculpe el extremadamente efusivo recibimiento que le han dado mis perros.

Aquel hombre le habló en castellano. Susannah se dijo a sí misma que era normal ya que él no sabía quién era ella.

El pelo castaño oscuro de aquel extraño cayó seductoramente sobre sus ojos color almendra. La ropa que llevaba puesta, unos pantalones caqui y una camisa color crema, revelaba sus anchos hombros y sus delgadas caderas, así como sus largas y poderosas piernas.

Era un hombre guapo.

Y tendría alrededor de treinta años… que era la edad del hijo perdido de Tarrant Hardcastle.

El corazón de Susannah, que ya estaba acelerado debido al cercano encuentro con la muerte que había tenido, comenzó a latir con más fuerza aún.

–Por lo menos no tiene que preocuparse por los ladrones –comentó.

El hombre sonrió. Esbozó una ligeramente torcida sonrisa que mostró el contraste entre sus blancos dientes y su broceada piel. Al darle la mano aquel atractivo desconocido, ella sintió cómo le dio un vuelco el corazón por razones que no tuvieron nada que ver con el miedo.

Entonces se preguntó a sí misma si se lo había imaginado o si aquel hombre le había apretado la mano de manera provocadora. La travesura se reflejó en los pícaros ojos marrones de él.

Aquel hombre tenía unas facciones aristocráticas, elegantes. Tenía una larga y ligeramente aguileña nariz. Todo acerca de él denotaba tranquilidad. Chascó los dedos y los dos enormes sabuesos se levantaron y se acercaron a su lado. Entonces lo miraron con adoración.

–Disculpaos con la señorita –ordenó, haciendo un gesto con la mano.

Los perros se dieron la vuelta de inmediato. El hombre chascó los dedos y ambos se tumbaron a los pies de Susannah.

–Estoy muy impresionada.

–Cástor y Pólux normalmente se comportan muy bien. No sé por qué se han alterado tanto con usted –comentó aquel atractivo hombre. Entonces hizo una pausa y se permitió el lujo de dirigir su arrogante mirada hacia la chaqueta y la falda de ella–. Bueno, quizá sí que lo sepa –añadió con la insinuación reflejada en los ojos–. ¿En qué puedo ayudarla?

–¿Es usted Amado Álvarez?

–A su servicio –contestó él, inclinando la cabeza en una burlona reverencia–. ¿Y usted cómo se llama?

–Susannah Clarke –contestó ella, respirando profundamente–. Yo… tengo que hablar de algo privado con usted… contigo.

–¡Qué intrigante! Pasa –indicó él, tuteándola a su vez. Señaló las anchas escaleras de piedra que había delante de la puerta principal de la casa.

Se apartó a un lado para permitirle el paso a Susannah y para que ésta subiera primero las escaleras. A ella todavía le dolía el codo debido al golpe que le había dado el perro contra su vehículo.

Pero pensó que la noticia de la que era portadora quizá fuera a dejar a Amado Álvarez con muchas más heridas que un simple codo lesionado.

Cuando entraron en la vivienda él la guió hasta un gran salón en el cual había unos cómodos sofás alrededor de una chimenea. Los dos enormes perros de él les siguieron.

–¿Has dicho que es un asunto privado? –preguntó Amado, indicándole a Susannah que se sentara en uno de los sofás de cuero. Entonces se sentó junto a ella, pero respetó una mínima distancia entre ambos para ser educado.

Los perros se echaron sobre una alfombra que había frente a la chimenea, la cual estaba apagada.

–Sí –contestó Susannah, entrelazando los dedos–. ¿Has oído hablar alguna vez de Tarrant Hardcastle?

Tras preguntar aquello se sintió muy intranquila.

Amado se encogió de hombros.

–No, ¿debería haber oído hablar de él?

–Bueno… –ella pensó que si estropeaba aquello podía perder su trabajo–, no estoy muy segura de cómo decirte esto, pero él cree que es tu padre y le encantaría conocerte.

Amado frunció el ceño y sonrió.

–¿Es esto una broma? ¿Quién te ha mandado para que hables conmigo? ¿Tomás?

Ella respiró profundamente.

–Me temo que no es una broma. Tarrant asegura que mantuvo un romance con tu madre en Manhattan en el año 1970… y que tú eres el resultado de aquella unión.

La cara de Amado reflejó gran diversión.

–¿Manhattan? ¿En Nueva York?

–Sí. Tu madre estaba allí estudiando Arte. Por lo menos así es como lo recuerda Tarrant.

Amado la miró como si ella acabara de decirle una gran tontería.

–¿Mi madre… estudió Arte en Nueva York? –preguntó, emitiendo a continuación una sonora risotada.

Entonces giró la cabeza.

–¡Mamá! –gritó.

Susannah sintió mucha vergüenza ante todo aquello. La madre de él seguramente era una mujer de cincuenta años que vivía una vida respetuosa… y que estaba a punto de enfrentarse con seguramente la única indiscreción que había cometido, indiscreción que podía llegar a alterar todas sus vidas.

Se echó para atrás en el sofá.

–¿Qué ocurre, cariño? –dijo alguien con una dulce voz.

Susannah se levantó al entrar en ese momento en el salón la madre de Amado. Ésta era una mujer bajita y regordeta de pelo canoso. Llevaba puestas unas gafas de montura gruesa y unos zapatos ortopédicos.

Susannah parpadeó. La señora Álvarez suponía un impresionante contraste con la tercera esposa de Tarrant, la cual había sido reina de la belleza.

Amado se levantó y le dio un beso.

–Mamá, te va a encantar esto, pero primero permíteme que te presente a Susannah Clarke. Susannah, ésta es mi madre, Clara Álvarez.

–Encantada de conocerte –comentó Clara, estrechando la mano de Susannah. Su piel era tan delicada como su voz y sus brillantes ojos azules reflejaron gran amabilidad–. ¿Has venido desde muy lejos?

Susannah tragó saliva con fuerza.

–Vengo de Nueva York.

–Mamá, ¿has estado alguna vez en Nueva York?

A Susannah le dio la impresión de que aquella mujer mayor, que parecía cercana a los setenta años, cambió repentinamente. Se puso tensa y una cierta dureza se reflejó en la expresión de su cara.

–Nunca.

–Pues parece que Susannah piensa que en el año 1970 estuviste allí estudiando Arte.

Clara Álvarez se rió. Pero no fue una risa natural, sino que fue muy forzada.

–¡Qué tontería! Nunca he estado más lejos de Buenos Aires. ¿Por qué piensa esa locura?

Los ojos de Clara reflejaron desconfianza, y reprobación, cuando ésta miró a Susannah por encima de la montura de sus gafas.

Susannah suspiró. Le fue imposible imaginarse a Tarrant teniendo una aventura amorosa con aquella… pequeña y anciana mujer. Incluso treinta años atrás ya habría estado muy desmejorada. La esposa de Tarrant tenía la mitad de la edad de éste… o menos.

–Perdonadme, tengo una cazuela al fuego –se disculpó la madre de Amado antes de marcharse del salón.

–¿Te das cuenta de a lo que me refiero –preguntó él, levantando una ceja–. Me duele decirte esto, pero creo que te has equivocado de Amado Álvarez.

Susannah frunció el ceño. Álvarez era un apellido muy común y se preguntó si tal vez la investigadora había cometido un error.

De lo que sí que estaba segura era de que Tierra de Oro era el lugar que le habían indicado. Su jefe le había ordenado que no regresara a Hardcastle Enterprises sin una muestra del ADN de aquel Amado Álvarez.

El tiempo era fundamental. Tarrant Hardcastle ya había vivido más tiempo del que le había comentado el médico que viviría y, si quería conocer a su hijo desaparecido antes de que fuera demasiado tarde…

–El asunto se podría resolver con una simple prueba de laboratorio –comentó–. Si fueras tan amable de darme una muestra de tu ADN, yo podría mandarlo a analizar de inmediato y podríamos conocer la verdad.

Los ojos de Amado se abrieron como platos.

–¿ADN? ¿Quieres que te dé una muestra de mi sangre?

–No tiene que ser sangre. De hecho, una muestra del tejido de tu boca sería ideal.

–No –contestó él, llevándose una mano a la cara.

En ese momento Clara apareció de nuevo en el salón. Estaba acompañada de un hombre canoso que se quedó mirando a Susannah.

Los perros se levantaron al sentir la tensión que se había apoderado del ambiente.

El señor mayor se acercó a Susannah y asintió con la cabeza de manera brusca a modo de saludo.

–Yo soy Ignacio Álvarez y Amado es hijo mío. Usted ya no tiene nada más que hacer aquí. Permítame que la acompañe a su vehículo.

Susannah pensó que aquel hombre tenía los ojos marrones, como Amado, mientras que Tarrant los tenía azules. Se dijo a sí misma que si éste hubiera tenido una aventura con Clara, lo más seguro era que Amado habría sacado los ojos azules. Pero a continuación le entraron dudas.

–Yo… yo… –comenzó a decir. Recordó que si regresaba sin el ADN, Tarrant se pondría furioso.

Lo más probable sería que la echara. O que la volviera a mandar a aquel lugar. O ambas cosas.

–Papá, me estás dejando muy impresionado –comentó Amado, frunciendo el ceño y situándose entre su padre y Susannah–. Tal vez esta mujer esté equivocada en su búsqueda, pero ha viajado desde Nueva York y ni siquiera le hemos ofrecido un refresco.

Susannah miró a ambos hombres. Amado era alto, como Tarrant, mientras que Ignacio era bastante bajito. Aun así…

–Hijo, realmente creo que…

Amado levantó una mano.

–Permíteme que te ofrezca algo de comer y un café –le dijo a ella–. ¿O prefieres vino?

Susannah respiró profundamente.

–Me dedico a la compra de vinos para Hardcastle Enterprises –contestó, pensando que quizá podía convertir aquello en un viaje de negocios y tratar el asunto personal más tarde–. Me encantaría probar vuestros vinos para ver si los podemos comprar y así ofrecerlos en nuestros restaurantes.

–Excelente. Mamá, por favor, pídele a Rosa que prepare algo de comer para nuestra invitada. Y, para empezar, un vaso de Malbec de la cosecha del 2004.

Susannah se dio la vuelta y vio que Ignacio la estaba observando detenidamente mientras fruncía el ceño. Apartó la vista. No le sorprendió que estuviera disgustado ante el hecho de que ella hubiera sugerido que su hijo no era realmente suyo.

Clara se había marchado del salón, posiblemente para poner veneno en el Malbec del 2004.

–¿Qué variedades cosecháis en Tierra de Oro? –preguntó, esbozando una profesional sonrisa.

–Sobre todo Cabernet Sauvignon y Malbec. Somos muy afortunados ya que gozamos de una gran variedad de altitudes y microclimas, por lo que constantemente experimentamos con vinos nuevos –contestó Amado–. ¿Por qué no salimos fuera y te lo enseño?

El joven Álvarez la guió hasta un patio exterior desde el cual se divisaba toda la zona sur de la hacienda.

Los viñedos se extendían por todo el paisaje y llegaban hasta las estribaciones de los Andes.

–Es un lugar muy especial –comentó Susannah sin siquiera haber pretendido decirlo.

La luz que había en aquellas tierras tenía un aspecto extraño que la deslumbraba. Era brillante, pero al mismo tiempo suave.

Dura, pero delicada a la vez.

Quizá todas las horas que había estado viajando le habían aturullado el cerebro.

Amado miró el paisaje que tenían delante.

–Sí, es un lugar especial –contestó, frunciendo el ceño–. Yo no me puedo imaginar vivir en ningún otro sitio.

Susannah se quedó helada. Pensó que si finalmente Amado no era hijo de Ignacio, quizá perdiera el derecho a dirigir la hacienda.

Repentinamente el sol de la tarde pareció cegador.

–¿Desde hace cuánto tiempo vive aquí tu familia?

–Desde siempre –respondió él, sonriendo–. Bueno, así es como nos sentimos. El primer Álvarez llegó a estas tierras en 1868, desde Cádiz, y se casó con una chica de la zona. Llevamos aquí desde entonces.

–Comprendo por qué. El lugar es precioso –comentó ella, observando cómo el sol se reflejó en las copas nevadas de las montañas, las cuales parecían extenderse hasta casi el final del mundo.

Pensó que ella no había vivido en un mismo lugar durante más de tres años. Ni siquiera podía seguir culpando a sus padres, que habían sido misioneros, ya que al llegar a la edad adulta había seguido haciendo lo mismo.

–Obviamente todo esto ha cambiado mucho desde entonces, pero hacemos cuanto podemos para proteger y cuidar la tierra.

–¿Siempre habéis cultivado uvas? –preguntó Susannah, asegurándose de incluir a Amado en la familia Álvarez.

–Siempre ha habido unos cuantos cientos de vides, principalmente para el consumo de la familia. La mayor parte de éstos… –comentó él, indicando con la mano los viñedos que tenían delante– han sido plantados en los últimos diez o quince años, desde que convencí a mi padre de que cambiáramos el ganado por la vinicultura.

En ese momento la puerta que había detrás de ellos se abrió y una anciana y diminuta mujer, mujer que haría parecer muy joven a Clara a su lado, salió de la vivienda. Llevaba consigo una bandeja con dos vasos de vino y un plato con rosquillas.

–Gracias, Rosa –ofreció Amado, tomando la bandeja. La dejó sobre el poyete de piedra que rodeaba el patio.

Susannah sonrió a Rosa… la cual devolvió el gesto con una dura mirada.

–El Malbec del 2004 es uno de nuestros mejores vinos. Ha ganado varios premios y ha captado la atención internacional. Dime qué te parece –comentó él, acercándole uno de los vasos. Sus oscuros ojos brillaron debido al orgullo que sentía de su vino.

Susannah aceptó el vaso y olió el vino, el cual tenía un aroma muy joven y frutal, tal vez demasiado para su gusto. Entonces dio un sorbo, uno muy pequeño para despertar sus sentidos.

–Delicioso –dijo con sinceridad.

Aquel vino era maravilloso.

Amado esbozó una sonrisa que dejó ver sus brillantes y blancos dientes, tras lo cual bebió de su propio vino.

–Estoy de acuerdo. No hay ningún problema si uno está orgulloso de su propio hijo, ¿no te parece?

–Desde luego –contestó ella sin poder evitar sonreír y dar un nuevo sorbo al vino–. ¿Cuántas cajas tenéis disponibles para comprar en este momento?

Él echó la cabeza para atrás y se rió.

–¿Estás hablando de negocios tan pronto? Había escuchado que a vosotros, los americanos, no os gusta perder el tiempo. Y es cierto.

Susannah parpadeó y se preguntó si su interés profesional en el vino tal vez era inapropiado bajo aquellas circunstancias.

Estaba segura de que Tarrant querría servir aquel vino en Moon, el restaurante de lujo situado en lo alto de su imponente edificio de Manhattan. Combinaría perfectamente con el famoso osso buco del chef y con el boeuf en croute.

–¿No estás interesado en vender?

–Claro que lo estoy. Vender vino es nuestro negocio –respondió Amado. La expresión de su cara dejó claro que consideraba aquel tema de conversación bastante divertido.

–Entonces… ¿por qué te estás riendo de mí? –preguntó ella. Pero odió haber parecido estar a la defensiva.

–Eres tan seria –contestó él, levantando el plato con las rosquillas–. Prueba alguno de los alfajores de Rosa.

Susannah tomó una de las rosquillas. Era algo parecido a una mezcla entre una galletita de chocolate y un sándwich. Dos capas de hojaldre que llevaban dentro…

Le dio un bocado. Caramelo. No, lo que en realidad llevaba dentro la rosquilla era dulce de leche. Estaba riquísima.

Sacó la lengua para evitar que se le cayeran al suelo pequeños trocitos de hojaldre.

La oscura mirada de Amado se fijó en su boca.

–Rosa es la mejor cocinera que hay en Mendoza.

–No discutiré contigo. ¿Cuántas cajas de esto podría comprar?

Amado se rió de nuevo. Susannah se sintió aliviada ya que en aquel momento él se estaba riendo con ella y no de ella. Pero ya había llegado el momento de tratar el verdadero asunto que la había llevado a aquel lugar.

–Tus padres parecían disgustados.

Él frunció el ceño.

–Sí.

–Como si supieran algo –comentó ella. Entonces vaciló para que Amado sacara sus propias conclusiones.

Él miró las copas de las montañas y no dijo ni una palabra.

–Querían librarse de mí porque no quieren que escuches lo que tengo que decirte –continuó Susannah–. ¿Lo sabes, verdad?

–Estoy de acuerdo en que el comportamiento que han tenido ha sido extraño.

Susannah se percató de que la confusión era una emoción extraña y difícil para Amado Álvarez. Éste no sabía cómo manejarla. Quería decirle que estaba equivocada… pero no pudo.

Él observó cómo la leve brisa veraniega jugueteó con el largo pelo oscuro de ella y cómo le levantó levemente el vestido por la parte de abajo. Nerviosa y delicada, aquella encantadora mujer pareció avergonzada por haber invadido su privacidad.

La historia que había contado Susannah era una locura. No debería prestarle la menor atención. En su despacho tenía un certificado de nacimiento donde se establecía que sus padres eran Clara e Ignacio Álvarez. Su padre se había asegurado de entregárselo y le había dicho que lo guardara en un lugar seguro.

Pero no comprendió por qué sus progenitores se habían comportado de una manera tan extraña ante la llegada de aquella inesperada visita. Se preguntó qué estaba pasando.

Se acercó mucho a Susannah… hasta que pudo oler su perfume.

–¿Por qué has venido hasta aquí para darnos esta extraña noticia?

–Tarrant Hardcastle es mi jefe. Yo viajo para la compañía en busca de buenos vinos para adquirir. Estoy segura de que me eligieron porque hablo siete idiomas, incluido el castellano. Fiona, la hija de Tarrant, se ofreció a venir ella misma, pero no sabían si tú hablabas inglés.

–Sí que lo hablo –contestó él en inglés.

–Eso veo –respondió ella, sonriendo. Al hacerlo mostró una bonita y delicada dentadura–. Entonces no me tendrían por qué haber mandado a mí, pero aquí estoy –añadió, encogiéndose de hombros–. Me encanta mi trabajo y me gustaría mantenerlo.

–Y para mantenerlo necesitas unas pocas gotas de mi sangre.