La extorsión - Matt Kennard - E-Book

La extorsión E-Book

Matt Kennard

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Beschreibung

La historia que los estadounidenses asumen como propia es convincente: Estados Unidos es una fuerza positiva en el mundo, refugio para prosperar y defensor incondicional de la democracia y los derechos humanos. Pero el veterano periodista de investigación Matt Kennard revela una verdad mucho más oscura. Tras cuatro años en el Financial Times descubrió una estafa gigante. Su acceso a la élite global lo llevó a una sola conclusión: el mundo está dirigido por un escuadrón de hombres que fuman puros con armas grandes y gran efectivo. A partir de más de 2.000 entrevistas con funcionarios, intelectuales y artistas de todo el mundo, Kennard revela cómo se nos vende un sueño y cómo ese sueño oscurece la realidad del estado corporativo, la encarcelación en masa y la extirpación de derechos humanos.

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Para Ana, que lo escribió conmigo,

y para Chelsea Manning,

por ayudarnos a conocer

la verdad

«He pasado treinta y tres años y cuatro meses en el servicio militar activo y, durante todo ese periodo, la mayor parte del tiempo he hecho de sicario de primera para los grandes negocios, Wall Street y los banqueros. En resumen, he sido un extorsionista, un gánster del capitalismo. En 1914 contribuí a ganar las simpatías de México y, sobre todo, de Tampico para los intereses petroleros estadounidenses. Contribuí a que Haití y Cuba fueran un lugar decente para que los chicos del National City Bank recaudaran ingresos allí. Contribuí a violentar media docena de repúblicas centroamericanas en beneficio de Wall Street. Entre los años 1902 y 1912 contribuí a depurar Nicaragua para la International Banking House de los hermanos Brown. En 1916 llevé la luz a la República Dominicana en nombre de los intereses azucareros estadounidenses. En 1903 ayudé a pacificar Honduras en beneficio de las empresas fruteras estadounidenses. En 1927, en China, contribuí a ocuparme de que Standard Oil prosperara sin obstáculos. Volviendo la vista atrás, creo que podría haber dado unos cuantos consejos a Al Capone. A lo máximo que él llegó fue a imponer sus chanchullos en tres distritos. Yo actué en tres continentes.»

Discurso pronunciado en 1933 por

el general Smedley Butler, que falleció siendo

el marine estadounidense más condecorado

de la historia de Estados Unidos

extorsión. f.,coloq. Trampa, conspiración deshonesta; en la actualidad, suele ser un plan para obtener dinero, etcétera, por medios fraudulentos o violentos; forma de delito organizado. gen. Actividad, forma de vida, negocio.

Diccionario de Inglés de Oxford

Agradecimientos

Este libro ha pasado una década en fase de elaboración y me ha llevado a viajar a todos los rincones del planeta. El sobrecogedor sentimiento que me dejó fue que, a juzgar por cómo trata a la familia humana, nuestro mundo está en graves aprietos. Pero allá donde he ido me ha llenado de esperanza ver a individuos y a grupos valientes y luchadores resistiéndose a la violencia y la desgracia infligidas por la maquinaria económica y militar liderada por Estados Unidos. Desde Palestina hasta Honduras y desde Sudáfrica hasta Haití, quisiera dar las gracias a todas las personas que compartieron conmigo su fe en la lucha contra las adversidades, a menudo poniéndose en peligro. Han mostrado determinación ante un sistema ideológico que no se cansa de decirles que el dolor que sufren es por su bien. Gracias por combatir el poder y las mentiras.

Soy miembro del Centre for Investigative Journalism (CIJ), un lugar de ensueño para trabajar. El CIJ es una institución dedicada a promover un periodismo crítico e indagador cada vez menos frecuente en los medios de comunicación. Concretamente su director, Gavin MacFadyen, ha sido una fuente de inspiración por su pasión y valentía a la hora de apoyar a periodistas e informadores que trabajan en un entorno complicado. Él es el paradigma de lo que debería ser un periodista. En el CIJ también he tenido la suerte de trabajar codo a codo con Claire Provost, una magnífica periodista de investigación. Asimismo, el apoyo de la Bertha Foundation me ha permitido hacerme cargo de reportajes polémicos y concentrarme en el tipo de periodismo que más adoro. En Zed Books, Kika Sroka-Miller me ayudó con brillantez a dar forma a las ideas y la estructura del libro, conque debo agradecérselo muchísimo. También en Zed Books, Jonathan Maunder y Dan Och hicieron infinidad de agudas sugerencias impagables para dar forma al libro. Janet Law realizó una corrección severa y rigurosa del texto. Como seguramente les sucede a millones de personas de todo el mundo, Noam Chomsky ha sido la persona más influyente en mi evolución política e intelectual. Desde que era estudiante de Periodismo, en mitad de mi despertar a la política, ha respondido a mis preguntas durante muchos años con coherencia, paciencia y una intuición inquebrantable. He bromeado muchas veces con mi familia asegurando que era más probable que recibiera respuesta a un correo electrónico enviado a Chomsky que a otro remitido a mi propia madre (era cierto). Gracias por todo, profesor.

Este libro está dedicado a Ana, mi alma gemela y compañera de rebeldía. Buena parte de los reportajes que contiene se han hecho con ella o gracias a ella. Habría sido imposible sin su estímulo, su ayuda sobre el terreno y su compañerismo y amor. Ha sido en diálogo con ella como adquirieron forma muchas ideas de este trabajo. El libro está dedicado también a Chelsea Manning, la heroína de nuestra generación. Ella sola, con un inmenso coste personal, ha cambiado el curso de la historia y nos ha ofrecido una perspectiva histórica de cómo es la verdadera mecánica del poder tal como la esgrime el país más poderoso del mundo. La historia la juzgará con benevolencia, pero hoy por hoy sigue sufriendo. Eso debería acabarse de inmediato. Sus homólogos en la revelación de informaciones, Edward Snowden, Jesselyn Radack, Thomas Drake, William Binney y John Kiriakou, entre otros muchos, también me han servido de inspiración con su valor y su ejemplo.

Judy y Peter, mis padres, me proporcionaron las herramientas para que pensara con libertad y me han apoyado en los años que he tardado en tratar de comprender el mundo tal como lo presento en este libro. Habría sido una labor apabullante de no haber sabido que me respaldaban y creían en lo que estaba haciendo. El ejemplo que me han dado con sus vidas me ha ayudado mucho a resistir las tentaciones del mundo empresarial, al que me asomé con tristeza durante un breve periodo. Mi hermano ha sido un apoyo continuo y ha creído siempre en mí. Gracias, Dan. Luchar contra fuerzas que, a veces, parecen inevitables puede resultar desesperanzador, pero he gozado de la bendición de contar con familiares y amigos de la infancia (y algunos más recientes) que siempre me han hecho reír y me han recargado de energía. Gracias a Harry, Frankie, Dave, Tom, Billy, Patrick, Jack, Declan, Luke, Jake, Dave C., Ellie, Nick T., Ishmail, Sepak, Al D., Ivor, Adam, Lex, Shane, Stuart, Chris, Charlie, Watson, Whybrow, Loz, Dan J., Eugene, Alicia, Lucia, Pati, Nick, Pilar, Suey, mi abuela Mary, William, Lucy, Camilla, Hugh y Ralph.

Aunque este libro no habría existido sin las personas citadas, ninguna de ellas es responsable de lo que hay impreso en las páginas siguientes.

Introducción

Empecé a trabajar de periodista en The Financial Times poco después de que se desatara la crisis financiera y en el momento culminante de la llamada «Guerra contra el Terror». Yo era un joven y ambicioso reportero que trabajaba en uno de los periódicos serios más respetados del mundo y estaba listo para contar la verdad. Aprendí muy pronto que aquel no era un lugar donde hacerlo. Quizá debería haberlo imaginado. Poco después de los ataques terroristas del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, se me abrieron los ojos parcialmente. Cuando en el año 2003 sonaron los tambores de guerra, me enteré de que, a pesar de que Estados Unidos y el Reino Unido promovían el ataque a Sadam Husein, en la década de los ochenta le habían apoyado. El hombre a quien presentaban como la encarnación del diablo había sido nuestro colega unos cuantos años antes. Poco después vi cómo a mi gobierno no le importaba en absoluto reescribir informes de los servicios de inteligencia para engañar a sus propios ciudadanos y meterlos en una guerra de todo punto ilegal. Pensé, quizá con ingenuidad, que trabajar en The Financial Times me permitiría seguir aprendiendo cosas, y en algunos aspectos estaba en lo cierto, aunque lo que aprendí no fueron las lecciones que ellos pretendían darme. Allí viví expuesto a la otra cara de esta moneda de la industria de la guerra: el mundo de las altas finanzas. Esas guerras no eran el vanidoso proyecto de unos dirigentes crédulos, eran tan solo la fase más reciente de la prolongada guerra de las élites mundiales contra los pueblos de nuestro mundo, librada con el fin exclusivo de engordar sus cuentas de resultados. Vi muy de cerca a los verdaderos gobernantes del mundo: no eran los políticos, sino los multimillonarios que se esconden detrás de ellos, los marionetistas que lo movían todo. Me habían destinado a su órgano de comunicación, de modo que levantar alarmas no era, dicho con cortesía, lo más adecuado.

Durante los años siguientes fui testigo de primera mano de lo poderoso que es el sistema propagandístico que da cobertura a estos extorsionistas. Es casi imposible enfrentarse a ellos a título individual desde dentro (lo intenté). Trabajaba en The Financial Times en Washington DC y en Nueva York, pero durante toda esa época también viajé mucho e informé desde cuatro continentes, más de una docena de países y similar número de ciudades de Estados Unidos. Todo lo que veía contradecía lo que me habían contado acerca de cómo funciona el mundo. Pero, mientras lidiaba con mi trabajo, en lo más profundo de mi mente sabía que, como periodista, expresar esta contradicción no era buena idea: hacerlo afecta negativamente, de inmediato, a tu carrera, y supongo que esa es la razón por la que muy pocos dan ese paso. Si hablas mal de los extorsionistas, bueno…, enseguida eres antiestadounidense, odias la libertad, amas a los terroristas, etcétera. Este tipo de «entrenamiento» ideológico alcanza su máxima potencia en los medios de comunicación que apoyan la extorsión del mundo occidental, que es donde antes trabajaba yo —también ayudan a diluir el pensamiento independiente—. En realidad, me enseñaron esta filosofía de mantener los ojos cerrados cuando fui a cursar un máster en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York; al parecer se trata de la mejor del mundo en su disciplina, pero es esclava de la extorsión y sus mentiras, como el resto de las élites estadounidenses. Y los intentos por sacarme de la cabeza estas ideas críticas prosiguieron a medida que iba ascendiendo en la jerarquía del aparato ideológico. El día que me marché de The Financial Times, por ejemplo, mi jefe me dijo claramente: «Lárgate y dedícate a esas cosas tuyas para “salvar el mundo”; tal vez puedas regresar cuando crezcas un poco». Seguí su consejo, pero no volveré. En cambio, presento aquí, con los ojos bien abiertos, el reportaje que ellos jamás mandarían a la imprenta.

Los extorsionistas

Estados Unidos salió de la Segunda Guerra Mundial ocupando una posición de poder mundial sin parangón. Europa occidental y la Unión Soviética estaban destruidas tras seis años de una guerra devastadora y las estructuras imperiales que antes gobernaban la mayor parte del mundo se estaban desmoronando. En ese periodo, los estadounidenses experimentaron una milagrosa recuperación de la depresión económica que había azotado al país desde el crac de Wall Street de 1929, labrándose conscientemente su posición de número uno durante la guerra. Cuando en 1945 esto se hizo realidad, el centro de atención pasó a ser la ampliación de la cartera de clientes de las élites estadounidenses, instaurando de ese modo la extorsión una vez concluida la Segunda Guerra Mundial.

Steven Pinker, psicólogo evolucionista de Harvard, me contó en una ocasión que el poder pervierte las nociones humanas de moral y justicia: «Dominación, imparcialidad y asociación son tres modalidades de pensamiento muy distintas para abordar las relaciones. Quien ocupa el poder tiende a no pensar en sus relaciones con sus peones o los de otros en términos de imparcialidad», decía. A las élites estadounidenses, sus poderosos agentes empresariales y los gobiernos aliados (con independencia del partido político) los mueve la dominación, no la imparcialidad. Quien ocupa el poder lo sabe, es a la población a la que se miente. Como es natural, la necesidad de pinchar la burbuja propagandística no es nueva. Desde tiempos inmemoriales, todos los emperadores, caciques y superpoderosos han alimentado a propósito la mitología sobre sus actos para utilizar la buena voluntad de sus pueblos y llevar a cabo sus empresas delictivas. El historiador Cornelio Tácito lo expresó mejor en el momento culminante del dominio romano: «Los romanos crean un desierto —escribió— y lo llaman paz». Los mitos que se dispensan a los estadounidenses desde su más tierna infancia —una formación ideológica que además trasciende sus fronteras— siguen presentando a Estados Unidos como una imponente singularidad en el mundo del ejercicio del poder. A diferencia de todas las superpotencias anteriores, Estados Unidos es una potencia «moral», impulsada por principios y valores, en lugar de por la dominación y la codicia. Estados Unidos, se nos dice, es «excepcional»; no excepcionalmente violenta, que es la verdad, sino excepcional en la medida en que tiene una «vocación superior»; es una «resplandeciente ciudad en la cima de un monte».[1] Una breve incursión en el mundo con los ojos bien abiertos nos muestra enseguida que esto es lo contrario de la verdad. Pero mantener bien abiertos los ojos siempre será más difícil que buscar consuelo en la superioridad moral propia y en la infamia de los enemigos. Y así arraiga el mito. Repita conmigo: cuando Estados Unidos es el responsable, el terrorismo se llama «pacificación»; la dominación se llama «colaboración»; el miedo es «estabilidad». Es fácil.

Los creyentes

Un par de años después de mi iniciación en The Financial Times, algunas cosas empezaron a aclararse. Me di cuenta de que había una diferencia entre el resto del personal de la extorsión y yo: ellos eran los trabajadores de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, United States Agency for International Development), los economistas del Fondo Monetario Internacional (FMI), etcétera. A medida que iba comprendiendo cómo funcionaba realmente la extorsión, empecé a considerarlos embaucadores voluntariosos. No había duda de que parecían creer en las virtudes de la misión; se imbuían de todas las teorías con las que se pretendía maquillar la explotación mundial con el lenguaje del «desarrollo» y el «progreso». Lo percibí con los embajadores estadounidenses en Bolivia y Haití, así como con otros muchos funcionarios a los que entrevisté. Ellos creían de verdad en los mitos y, por supuesto, se les pagaba con generosidad para que los crean. Para ayudar a levantarse cada mañana a estos agentes de la extorsión, también hay por todo Occidente un ejército bien provisto de intelectuales cuyo exclusivo propósito es volver aceptables para la población en general el robo y la brutalidad de Estados Unidos y sus aliados extorsionistas. Y este sistema de adoctrinamiento está tan bien engranado con los medios de comunicación y el sistema universitario que es casi imposible siquiera adivinarlo. Recuerdo haber escrito un artículo para The Financial Times sobre el exdictador egipcio Hosni Mubarak, a quien respaldaban más de mil millones de dólares de ayuda estadounidense; los editores eliminaron sin pensárselo dos veces la calificación que acompañaba al nombre de Mubarak: «respaldado por Estados Unidos». Remití otro artículo con el mismo calificativo: «respaldada por los iraníes», pero en este caso referido a la milicia libanesa Hezbolá, y fue aprobado sin ninguna dificultad. Así es como actúa el control de pensamiento y como la extorsión sobrevive con su lustre moral intacto.

El poder ha corrompido por completo la mentalidad de todas esas personas. Cuando Rafael Correa, presidente de Ecuador, cerró Manta, la base militar estadounidense en su país, dijo a los norteamericanos que podían dejarla allí siempre que permitieran que Ecuador instalara una base militar en Miami. Para Washington y sus lacayos de los medios de comunicación era una ridiculez; al parecer, para ellos es «ley natural» que a Estados Unidos se le permita tener por todo el mundo centenares de bases militares que desfiguren los Estados soberanos. Así es la mentalidad imperial que ha infectado a la totalidad de las élites estadounidenses.

Lo que acabará quedando claro cuando acabe de leer este libro es que las pautas y el modus operandi de la extorsión se repiten por todo el mundo una y otra vez. Así, por ejemplo, la forma en que vi a las «agencias de ayuda» y la Fundación Nacional para la Democracia (NED, National Endowment for Democracy) sabotear a grupos que se organizaban al margen de ellos en Bolivia se repite en Ecuador, Venezuela, Brasil, toda América Latina y el resto del mundo. Los nombres de los implicados son distintos en cada caso, pero la dinámica es similar; el método de control de la extorsión, tan ingenioso y oculto, es el mismo y los nombres de los opresores son intercambiables con los de cualquiera de los extorsionistas de la «era estadounidense». Las instituciones en las que trabajan todos ellos han servido para socavar la soberanía individual o colectiva y acrecentar el control ejercido por los extorsionistas. Tanto si las personas concretas que componen la plantilla de la extorsión son amables u horribles, buenas o malas, bienintencionadas o psicópatas…, las instituciones a las que sirven continúan liquidando el anhelo de independencia de la gente por todo el mundo.

Hay otra parte más insidiosa de este control planetario, que analizaremos también en las páginas que siguen. Además de la dominación de la élite estadounidense, la ayuda que la extorsión presta a las grandes corporaciones norteamericanas ha vuelto inevitable la proliferación de la «cultura» estadounidense, lo que ha dado lugar a una nueva dimensión del denominado «poder blando». Pero, como veremos más adelante, los extorsionistas tienen auténtico miedo a las artes creativas. Nuestra cultura y las artes tienen el potencial no solo de dejar al descubierto la extorsión tal como es, sino de contribuir a desmantelarla. Por esta razón, los extorsionistas no dejan de apropiarse al máximo de las artes y la cultura: la CIA apoyó las artes estadounidenses durante la Guerra Fría y no cabe duda de que sigue haciéndolo.

Por tu propio bien

La extorsión es algo más que las élites estadounidenses, por supuesto, y llegados a este punto cualquiera podrá pensar que tal vez tenga algo que ver con el sistema capitalista, dicho a las claras. Sí, instituciones como el Banco Mundial representan a una amplia clase capitalista mundial, pero Estados Unidos es la potencia avasalladora que gobierna estos acuerdos, y el ejército estadounidense se encarga de hacerlos cumplir por todo el mundo en beneficio de las fuerzas capitalistas. La mecánica de la extorsión ha sido en realidad bastante continua; la estructura institucional erigida para mantener la ficción del altruismo mientras se practica la dominación salvaje ha sido reproducida por todo el mundo desde hace ya bastante tiempo. Por ejemplo, hace no mucho fui testigo del respaldo estadounidense al golpe militar de Honduras en 2009, que derrocó a un presidente elegido democráticamente para que los extorsionistas pudieran apoyar a la comunidad empresarial y sus títeres políticos. Pero, como dije antes, podemos estar seguros de que se produjo una dinámica similar cuando Estados Unidos contribuyó a expulsar del gobierno a los presidentes democráticamente elegidos Jacobo Arbenz, de Guatemala en 1954, y Salvador Allende, de Chile en 1973, lo que desencadenó décadas de tormento para la población de esos países. Las necesidades de esta extorsión saqueadora siguen siendo las de toda la clase imperial dominante, ya sea comunista o capitalista: más mercados para sus productos y sometimiento absoluto de las fuerzas populares en sus satélites.

Pero esta historia presenta un giro.

Las élites estadounidenses que han engordado a base de saquear en el extranjero también libran una guerra en su propio país. A partir de la década de los setenta, los mismos mafiosos de guante blanco han ganado contra la población estadounidense una guerra que ha adoptado la forma de monumental estafa soterrada. Poco a poco, pero con firmeza, han conseguido liquidar, bajo el disfraz de diversas ideologías fraudulentas como el «libre mercado», buena parte de lo que el pueblo estadounidense poseía. Así es el «estilo americano», un gigantesco fraude, un grandioso chanchullo. En este sentido, las víctimas de la extorsión no están solo en Puerto Príncipe o en Bagdad, también están en Chicago y en Nueva York. La misma gente que pergeña los mitos que narran lo que hacemos en el extranjero ha erigido también un sistema ideológico semejante que legitima el robo en su propia casa; el robo a los más pobres a manos de los más ricos. La población pobre y trabajadora de Harlem tiene más en común con la población trabajadora y pobre de Haití que con las élites de su propio país, pero para que la extorsión funcione «es preciso ocultarlo». De hecho, muchas acciones emprendidas por el gobierno estadounidense suelen perjudicar a sus ciudadanos más pobres y desposeídos. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, North American Free Trade Agreement) es un buen ejemplo. Entró en vigor en enero de 1994 y supuso una oportunidad fantástica para los intereses empresariales estadounidenses, pues con él se abrían los mercados a la prosperidad inversora y exportadora. Al mismo tiempo, miles de trabajadores estadounidenses perdieron sus puestos de trabajo en favor de trabajadores de México, donde una población aún más pobre permitía rebajar los salarios. La conclusión inevitable es que todo nuestro mundo está a merced de una comunidad empresarial de élite que lo gobierna en secreto.

Los imperativos económicos de esta extorsión doblegan incluso «la seguridad» de los trabajadores estadounidenses. Durante el conflicto de Iraq en 2003, grandes sectores del Pentágono y de la comunidad de los servicios de «inteligencia» británicos no querían atacar Iraq porque creían que aumentaría la amenaza del terrorismo. Pero el fervor ideológico del seno de la extorsión por mantener su influencia en una región con una producción petrolera inmensa era una prioridad mayor que disminuir la amenaza contra vidas estadounidenses. Por tanto, la extorsión es una catástrofe para los países pobres que le rinden sumisión, pero también para la mayoría de los estadounidenses. La élite estadounidense no está dispuesta a echar una mano a sus compatriotas.

Quizá haya quien desconozca el alcance de la dominación estadounidense o tal vez lo sospeche a medias, en cuyo caso las páginas que siguen le ofrecerán pruebas indiscutibles. Para los lectores que creen saber ya el daño causado por la política exterior estadounidense, la novedad residirá en las pruebas del daño causado en su propio país, donde la guerra contra los pobres y los trabajadores de a pie es igual de feroz. En nombre del altruismo se ha construido un vasto edificio ideológico que inflige una violencia brutal tanto contra los pobres de su propio país como del extranjero. Es preciso apuntar a sus cimientos. Como dijo Harold Pinter en su discurso de recogida del Premio Nobel, cuando se trata de Estados Unidos «nunca ocurrió. Nunca ocurrió nada. No ocurrió ni siquiera cuando estaba ocurriendo. No importaba. No era de interés». A continuación añadía: «Los crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, inmorales, despiadados, pero muy pocas personas han hablado de ellos. Esto es algo que hay que reconocerle a Estados Unidos. Han ejercido su poder a través del mundo sin apenas dejarse llevar por las emociones mientras pretendían ser una fuerza al servicio del bien universal. Ha sido un brillante ejercicio de hipnosis, incluso ingenioso, y ha tenido un gran éxito».

Los medios de comunicación le harán creer que no existe ninguna extorsión, que es pura casualidad que vivamos en un mundo donde ochenta y cinco personas (¡ochenta y cinco personas!) poseen la mitad de la riqueza del mundo mientras cada año mueren de hambre más niños que los muertos en el Holocausto.[2] Por supuesto, no es un accidente ni una mera peculiaridad de la historia, sino el resultado de una injusticia monumental y de las políticas de una mafia gigantesca. Para ayudar al planeta y a nuestra especie a sobrevivir, es necesario despertar de la hipnosis y ver la extorsión tal como es.

Ellos saben quiénes son; ha llegado el momento de quitarles la careta.

[1]Expresión alusiva a Mateo 5, 14. Ha sido empleada con frecuencia por diferentes presidentes estadounidenses, entre ellos J. F. Kennedy, R. Reagan y B. Obama. (N. del T.)

[2]Working for the Few. Political Capture and Economic Inequality. Documento 178 de Oxfam, 20 de enero de 2014 [Gobernar para las élites. Secuestro democrático y desigualdad económica. Disponible en https://www.oxfam.org/es/informes/gobernar-para-las-elites]. El régimen nazi mató a más de 1,5 millones de niños en Europa. Se estima que cada año mueren de malnutrición 3,1 millones de niños.

01

La creación de un

Estado esclavo moderno

Puerto Príncipe (Haití)

Dieciocho meses después de que el terremoto devastara la ciudad, me quedé boquiabierto en la entrada del palacio presidencial de Puerto Príncipe cuando se me acercó un hombre que vendía cuadros pintados por él mismo. «¿Qué le parece?», preguntó refiriéndose al palacio, a nuestras espaldas. Le dije la verdad: me costaba mucho asimilar una devastación tan absoluta. El hombre, que después me dijo que se llamaba Charles Renodin, sonrió. «Cuente al mundo cómo estamos viviendo —me pidió—. Que lo sepan. —Se quedó en silencio un momento—. Yo vivo en ese campamento de ahí», añadió señalando el otro lado de la calle, donde, frente al palacio presidencial derruido y hasta donde alcanzaba la vista, se veía una inmensa extensión de tiendas de campaña engalanadas con los logotipos de Estados Unidos, China, Bill Gates, Carlos Slim…, todos las cuales competían desvergonzadamente para que se reconociera su marca. «Tras el terremoto perdí a mi madre, a mi padre y a una hija, así que tuve que trasladarme a este campamento. No me gusta, está lleno de corrupción, lo gestionan varias bandas y las niñas tienen que vender su cuerpo para comer —me contó—. Niñas pequeñas —subrayó—. Tal vez de ocho o nueve años, violadas a diario. La policía no hace nada, es un país sin ley». Me contó que la población haitiana se refería al palacio que teníamos a nuestra espalda como «la casa del diablo», lo que debía de traslucir un toque de orgullo. «Hay tanta corrupción ahí que no les importa la gente, solo quieren ganar dinero; cuando llega dinero, se lo quedan». Esperaba conseguir una casa que le permitiera abandonar el campamento, pero pensaba que no pasaría pronto. «El gobierno no tiene ningún plan». En los campamentos, esa era una noticia particularmente mala para las mujeres. «Como no hay trabajo, las mujeres tienen que vender su cuerpo para comer, el único empleo que tienen consiste en ofrecer sexo a cambio de dinero. Los hombres tienen que robar, no les queda otra elección».

Al igual que la mayoría en Haití, Charles no sabía qué pensar de las miles de organizaciones no gubernamentales (ONG) que trabajaban en su país. «Algunas vienen a ayudar, pero otras solo tienen el objetivo de ganar dinero; les viene bien que vivamos así, porque ganan más». Es fácil pasar por alto estos sentimientos, pero la industria global del «rescate» es sin duda un gran negocio. Suele haber una relación directa positiva entre la influencia estadounidense sobre los países más pequeños y las crisis que sufren. «Tras el terremoto nos daban comida y agua, pero ahora se ha parado todo. Si entras en este campamento, no ves agua, de modo que la gente tiene que caminar diez kilómetros para conseguirla. Esa es la razón por la que aumentan los delitos. —Se irritó un poco—. Ahora todo es una locura, vivimos como animales. No hay vida cotidiana, nadie tiene trabajo». Se dice que en los últimos cien años Haití ha sido objeto de más intervenciones estadounidenses que cualquier otro país del mundo; no es del todo casual que acabara así. Como dice conmovedoramente el doctor Maigot a la señora Smith, que es estadounidense (en Los comediantes, de Graham Greene): «En el continente americano, en Haití y en otros lugares, vivimos a la sombra de su magnífico y próspero país. Hace falta mucha paciencia y mucha valentía para no perder la calma».

Al día siguiente, iba por una calle larga, polvorienta y, como siempre, llena de baches del centro de Puerto Príncipe, cuando me topé con unas puertas metálicas imponentes. Al otro lado estaba la central eléctrica de E-Power. Era un lugar muy distinto del resto de la ciudad, que estaba en ruinas a pesar de que había transcurrido ya un año y medio desde del terremoto: tenía unas puertas de acero pulido y calles perfectamente asfaltadas. Yo iba a hacer un trabajo para The Financial Times e iba escoltado en un 4x4 del Banco Mundial que seguía su ruta indiferente a las inmensas aglomeraciones de tiendas de campaña que pasaban a toda velocidad ante nuestras ventanillas. Aquí estaba «la versión optimista», me dijeron. En una capital donde había apagones todas las noches, E-Power era una de esas empresas que las instituciones financieras internacionales (IFI) que gobernaban Haití creían que lideraría «reformas» —arrebatando la energía a la empresa estatal y gestionando el negocio con ánimo de lucro—. Mi guía del Banco Mundial insistía en que así era como Haití saldría de sus trágicos pasado y presente. Enseguida averigüé que la empresa fue fundada en 2004 por un grupo de capitalistas haitianos entusiasmados por la marcha del presidente socialdemócrata Jean-Bertrand Aristide. El objetivo, decían, era «ofrecer una solución a la producción de electricidad en Haití». Como es natural, algunos años después, en 2006, el nuevo presidente René Préval, respaldado por Estados Unidos, convocó una licitación para contratar el suministro de electricidad a Puerto Príncipe. Presentaron ofertas siete empresas. Ganó E-Power.

Para buena parte de la élite empresarial haitiana, este tipo de liberalización económica iba a ser el modelo del nuevo Haití que se iba a construir tras el devastador terremoto de 2010. «El terremoto causó un trauma que se podría haber aprovechado mejor —me contó Pierre-Marie Boisson, presidente del consejo de E-Power, cuando nos sentamos en las lujosas oficinas de la central con aire acondicionado—. Se perdió mucho tiempo debido al proceso político acometido después de aquello. —Y añadió—: Los terremotos deberían ser una oportunidad, porque destruyen. Cuando algo se destruye, nosotros tenemos que construir. Cuando tenemos que construir, creamos puestos de trabajo, podemos introducir muchos cambios, podemos cambiar un país».

Sin embargo, el cinismo del señor Boisson al referirse a la lentitud en el «aprovechamiento» de las «oportunidades» que ofrecía el terremoto no era del todo preciso. Poco después del seísmo, se sacó de inmediato el máximo jugo a la oportunidad que ofrecía la destrucción causada en Haití. Cuando el polvo todavía se estaba asentando en Puerto Príncipe, el Banco Mundial, el FMI y sus instituciones homólogas regionales, junto con varias agencias estadounidenses —que acabaron constituyendo un gobierno de facto en ausencia de alternativa haitiana—, trocearon los diferentes sectores de la sociedad y se los repartieron. El Banco Interamericano de Desarrollo (IADB, Inter-American Development Bank) se quedó con el agua y la educación; el Banco Mundial se llevó la energía; mientras que la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) —un organismo del que hablaremos más adelante— aceptó agradecida los nuevos parques industriales previstos. Alexandre Abrantes, enviado especial del Banco Mundial a Haití, me contó cómo se había llevado a cabo: «En esencia, hemos acordado dónde tenemos cada uno cierta ventaja competitiva y, después, nos hemos repartido […] los sectores y les hemos añadido algunos que van de la mano».

Sirviéndose de un modelo producción de confecciones de mano de obra barata y orientado a la exportación, que Estados Unidos y las IFI llevaban promoviendo desde mediados de los noventa y durante la primera década del siglo XXI, la privatización masiva de activos estatales y la conversión de Haití en una maquila caribeña eran ahora posibilidades claras. Ahora se podía imponer, y la respuesta de una sociedad diezmada y un gobierno erosionado sería mínima. Todos los organismos externos a Haití, sobre todo el gobierno estadounidense, apoyaban esta idea. «Hay un amplio consenso, así que diría que uno de los aspectos inusuales y muy positivos de este proyecto es que está hecho realmente en colaboración», me aclaró cuando regresé a Nueva York Jean-Louis Warnholz, un alto cargo del Departamento de Estado que trabajaba en Haití. (El señor Warnholz pidió que no se le citara, pero los haitianos merecen saber el nombre de los altos cargos que diseñan su destrucción). Haití iba a ser el siguiente top model de la pasarela del Banco Mundial y el FMI. Con esa «colaboración» —en la que la población haitiana no desempeñaba ningún papel— se entendía que la restauración de las competencias del Estado haitiano no debía desempeñar ningún espacio en la reconstrucción del país. En cambio, la solución para los problemas de Haití residía en la creación de un próspero sector privado. «Lo que de verdad va a cambiar Haití y a diferenciar este proceso de todos los anteriores es el desarrollo del sector privado, y creo que en este aspecto hay consenso», me comentó Agustín Aguerre, el director en Haití del IADB. Para promover este programa, en el año 2010 este banco desembolsó 177 millones de dólares en ayudas, más que cualquier otra fuente multilateral.[3] «El sector privado marca la diferencia: es lo que creará riqueza y puestos de trabajo, no el sector público», añadió. Parecía que no había ninguna alternativa.

Cuando en mayo de 2011 Michel Martelly fue elegido presidente, la situación siguió siendo igual de fácil para el «consenso» encabezado por el sector privado: las IFI y Estados Unidos no solo tenían a su disposición un acontecimiento traumático, sino también a un presidente para dicho trauma. Aristide —que fue presidente en 1991 y en los periodos 1993-1994, 1994-1996 y 2001-2004— sigue siendo el político más popular de Haití, pero tiene prohibido presentarse de nuevo a la presidencia. El gobierno estadounidense encontró en Martelly a su Chicago boy, un socio más que dispuesto a asumir su programa económico (Chicago boys es un término que alude a los economistas de la Universidad de Chicago que ayudaron a los dictadores a imponer el capitalismo neoliberal en sus primeras fases). Todos los grupos empresariales importantes y las IFI con las que hablé en Puerto Príncipe prestaban un apoyo muy efusivo al presidente. Carl-Auguste Boisson, director general de E-Power, me explicó: «Me gusta lo que he oído decir a Martelly sobre la importancia de la inversión privada, sobre todo cuando haciendo campaña hablaba de asuntos como promover el suministro privado de servicios públicos». Kennet Merten, el embajador estadounidense en Haití en aquella época, estaba igualmente entusiasmado con el programa de privatizaciones del nuevo presidente. «Se han privatizado unos cuantos molinos de harina, pero, aparte de eso, no ha habido gran cosa más en las últimas décadas —me afirmó—. Ese es el elemento que ha faltado aquí, es necesario un gobierno que entienda las inversiones, y creo que Martelly y su gente las entienden». Para Estados Unidos, un personaje maleable como Martelly era necesario desde hacía mucho tiempo. Pese a las décadas de esfuerzo, Haití no había sucumbido por completo a los planes que su principal patrón tenía para él. Y semejante obstinación causaba cada vez más consternación en Washington.

La larga sombra de la historia

En 1990, tras las primeras elecciones democráticas en los doscientos años de historia de Haití, Estados Unidos acabó confiando en deshacerse de las instituciones públicas corruptas gestionadas como feudo personal de Papa Doc y Baby Doc, los dictadores Duvalier respaldados por Estados Unidos que habían gobernado Haití con inmoralidad durante casi cuarenta años. Ahora, el capital privado podría penetrar más en el país y tal vez arraigara un modelo económico propicio para los intereses de los países ricos. Pero la cosa no salía de acuerdo con el plan. En lugar del «reformista» orientado hacia Estados Unidos que muchos esperaban en Washington, un gran movimiento de masas llamado Lavalas («la inundación») catapultó a una victoria arrolladora al sacerdote socialdemócrata Jean-Bertrand Aristide. Durante los veinte años siguientes, el presidente democráticamente elegido Aristide sería desalojado del poder hasta en dos ocasiones con el apoyo estadounidense, mientras las esperanzas y sueños democráticos del pueblo de Haití se veían aplastados una y otra vez. Aristide se había convertido en una molestia a los ojos de Washington, así que cuando volvió al poder en 2001 fue con el acuerdo tácito de que permitiría que el Banco Mundial, el FMI y Estados Unidos pusieran en marcha su plan. Habían pasado once años desde las elecciones democráticas y, aun así, la «reforma» económica seguía siendo lenta. Algo tenía que cambiar: la democracia estaba bien, pero tenía que ser de utilidad.

En este periodo, René Préval, un antiguo aliado de Aristide que fue presidente desde 2006 hasta 2011, parecía ofrecer cierta esperanza a los estadounidenses. «En el contexto del mundo en vías de desarrollo, le describiríamos con más exactitud como un neoliberal, sobre todo por las veces que se ha mostrado favorable al libre mercado y la inversión extranjera», señala uno de los cables diplomáticos de la embajada estadounidense hecho público por WikiLeaks, enviado desde Puerto Príncipe en 2007. Pero el dirigente que Estados Unidos buscaba en realidad en aquella época se parecía más al empresario haitiano-estadounidense Dumas Siméus. La embajada estadounidense aseguraba en un cable diplomático en 2005 que este residente en Texas «gestionaría Haití como una empresa». El mismo cable añadía: «Haciendo gala de grandes dosis de carisma y energía, este hombre de sesenta y cinco años dijo que había decidido presentarse a presidente no solo por el bien de Haití, sino también en un gesto de agradecimiento a Estados Unidos». La embajada fue muy clara cuando refirió cómo lo haría: «El alumno de la Universidad de Chicago ha dado su palabra de traer a Haití a los Chicago boys y diseñar una hoja de ruta para el cambio, prometiendo así el regreso de los inversores». Era exactamente lo que la embajada estadounidense quería oír; Siméus era el candidato que estaban buscando. El cable concluía señalando que el millonario texano era «un candidato potencialmente viable» que, a diferencia de Aristide, «gobernaría con responsabilidad y, tal vez, con eficacia»; que en este caso significa «a favor de los intereses estadounidenses». Estados Unidos consideraba igualmente «responsable» a Martelly.

Pero, en muchos aspectos, la exasperación estadounidense ante las aparentes reticencias de los líderes de Haití a vender los activos de su país y establecer un terreno de juego para el capital extranjero sigue siendo difícil de entender. Desde mediados de los años noventa y durante toda la primera década del siglo XXI, los Chicago boys habían fijado los objetivos para Haití a todos los efectos; el proceso de apertura de la economía de Haití a la rapiña del capital extranjero estaba bien encarrilado. La obsesión por la inversión extranjera había echado raíces profundas. Según señalaba un cable diplomático de 1996 hecho público por WikiLeaks, por ejemplo, el gobierno haitiano ya había «promulgado leyes sobre la modernización de las empresas públicas que permita a los inversores extranjeros participar en su gestión y/o ser propietarios de empresas de titularidad estatal». Es más, una ley de noviembre de 2002 reconocía explícitamente «el fundamental papel de la inversión extranjera para garantizar el crecimiento y los objetivos económicos y facilitar, liberalizar y estimular la inversión privada en Haití». La ley ofrecía a los inversores extranjeros exactamente los mismos derechos y garantías que a los haitianos. Unos cuantos meses antes, el parlamento haitiano había aprobado una nueva ley de áreas de libre comercio que establecía «zonas» con incentivos fiscales y arancelarios para las empresas extranjeras; por ejemplo, una exención fiscal de quince años. Dicho de otro modo: después de Aristide, el gobierno había «visto la luz» y suscrito la estrategia que Estados Unidos tenía para la Haití posterior a la dictadura.

Pero, según parece, estas medidas no bastaban. Solo valdría un Chicago boy. Otro cable de WikiLeaks señalaba que en 1996 se iba a crear una «comisión para la modernización» que decidiera si la mejor opción para cada una de las empresas que se iba a privatizar era un contrato de gestión, concesiones a largo plazo o la propia capitalización. La comisión también decidiría qué proporción de cada activo mantendría el gobierno haitiano, con un máximo del 49 por ciento: una participación en minoría que despojaría al pueblo haitiano del control de sus propias industrias.

Todo esto tuvo consecuencias inmediatas. En 1998, dos empresas estadounidenses, Seaboard y Continental Grain, adquirieron el 70 por ciento de la harinera estatal. A pesar de este «avance», un cable diplomático del año 2005 se lamentaba: «Sin embargo, algunas inversiones requieren todavía la autorización gubernamental». Y añadía: «Las inversiones en el sector eléctrico, del agua y las telecomunicaciones requieren tanto la concesión como la autorización del gobierno. Además, las inversiones en el sector sanitario público deben recibir autorización previa del Ministerio de Salud Pública y Población». Parecía una exigencia razonable de un país soberano, pero un país soberano era precisamente lo que Estados Unidos no quería que fuera Haití. Dos años después de que el gobierno de Bush y las oligarquías locales hubieran hecho desaparecer del país como por arte de magia a Aristide, y justo antes de la victoria del «neoliberal» Préval en el año 2006, la embajada estadounidense señalaba con desdén: «Desde la privatización de la cementera, los procesos de privatización se han estancado y parecen haber quedado en suspenso». Además, añadía abiertamente: «Ninguna de las principales empresas relacionadas con las infraestructuras (el aeropuerto, el puerto marítimo, la compañía telefónica o la eléctrica) ha sido privatizada». El documento proseguía: «Aunque se suponía que estas entidades iban a estar privatizadas en el año 2002, las crisis políticas persistentes, la firme oposición de la anterior administración y una falta generalizada de voluntad política han retrasado el proceso indefinidamente». Más adelante, el cable aducía un motivo más plausible por el que este programa masivo de privatizaciones no se había aprobado con la fluidez que Estados Unidos esperaba: «Sigue habiendo oposición a la privatización de empresas estatales por parte de grupos como los sindicatos de trabajadores, que han expresado su oposición a la reducción de la mano de obra que la privatización podría comportar». ¡Qué molestos estos haitianos!

En el año 2008, la embajada estadounidense estaba desconsolada por la lentitud de los avances y la intransigencia local. «Pese a las garantías de que la privatización sigue siendo una prioridad para el gobierno […], cada vez somos más escépticos ante la posibilidad de que se lleven a cabo las privatizaciones, cualquiera que sea la forma que adopten —señalaba un cable—. El tiempo se agota».[4] Sin embargo, Estados Unidos permanecía impasible. «Seguiremos abogando con firmeza por la privatización y/o la gestión privada», manifestaba un cable. Después defendía utilizar instituciones como el Banco Mundial o el FMI para sobornar al gobierno democrático de Haití, como parte fundamental de los «programas de ajuste estructural», aunque es raro verlo expuesto con tanta claridad. «[La embajada estadounidense] reitera su recomendación […] de que la privatización sea un requisito para negociar con el nuevo gobierno […] futuros acuerdos con IFI», señalaba el cable remitido a Washington.

El «shock»

La estrategia del soborno podría revelarse como eficaz para los países más pobres del continente americano, pero seguiría siendo complicada. Después de todo, había un parlamento haitiano, habitado por elementos nacionalistas, que podía pasar a frenar o, incluso, aniquilar el programa de privatización masiva promovido por Estados Unidos. Pero Estados Unidos afilaba su estrategia para el último empujón, producido el 12 de enero de 2010 en forma del descomunal terremoto que golpeó a Puerto Príncipe y sus alrededores, dando lugar a la peor crisis humanitaria de la historia del mundo. Murieron más de 300.000 personas y varios millones quedaron sin hogar. La capital quedó en ruinas, incluida la mayor parte de los ministerios del gobierno, así como el palacio presidencial. Lo poco que quedaba de una sociedad civil y unas instituciones sociales ya estranguladas fue destruido. Haití debía empezar de cero.

Estados Unidos y sus aliados del FMI y el Banco Mundial no perdieron tiempo; era la oportunidad para obligar a aceptar con muy pocas resistencias el programa neoliberal radical de la década de los noventa. La oposición al programa de privatización —que aglutinaba desde políticos pseudonacionalistas hasta colectivos de trabajadores— casi había desaparecido. Sin gobierno efectivo que suscribiera o rechazara las propuestas de Estados Unidos y las IFI, que enseguida pasaron a gobernar el país, Haití estaba lista para la «doctrina del shock», las prescripciones económicas radicales impuestas en todo el mundo y esbozadas en el libro homónimo de Naomi Klein. La tesis de Klein es que estas políticas eran tan impopulares entre la población de los países blanco de ellas que los agentes del gran capital, como el FMI y el Banco Mundial, esperarían a que se produjera una crisis «real o sentida», que impidiera a la población organizar la resistencia, para impulsar estas reformas. Esto es lo que sucedió en Haití.

El primer paso fue fortalecer un mecanismo de toma de decisiones que arrancara el poder de manos de las instituciones democráticas gestionadas por los haitianos y que les rindiera cuentas a ellos. La Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití (IHRC, Interim Haiti Recovery Commission), que se convirtió en el organismo más poderoso para la toma de decisiones inmediatamente después del terremoto, era el ejemplo perfecto de esta medida. La IHRC se creó aparentemente para coordinar la respuesta y gastar el dinero de los donantes en ausencia del gobierno de Haití. Estaba integrada por veintiséis miembros, doce de los cuales eran haitianos, lo que los situaba sin mayoría de votos —del mismo modo que no se les otorgaba mayoría en sus sectores industriales—. Para los integrantes haitianos, era evidente que su presencia suponía una mera decoración de escaparate. En una carta de protesta de diciembre de 2010 dirigida al expresidente estadounidense Bill Clinton, presidente de la IHRC, se quejaban de estar «completamente al margen de las actividades de la IHRC», así como de no tener «ni siquiera tiempo para leer, analizar, ni comprender —y mucho menos responder de forma inteligente— los proyectos remitidos». Según uno de los periodistas enviados a Puerto Príncipe, «esos doce miembros del consejo conjeturaban que su única función era autorizar de forma mecánica las decisiones ya tomadas por el comité ejecutivo para que adquirieran el marchamo de contar con la aprobación de los haitianos».

Esa era exactamente la percepción que Estados Unidos y las IFI trataban de evitar. Cuando se entrevistó a los altos cargos de las agencias estadounidenses e internacionales en Haití, se desvivieron por explicar que estaban «trabajando para los haitianos», y la expresión más común en aquellos momentos era «dirigido por los haitianos». Sucedía lo mismo por todo el mundo; Estados Unidos y sus agencias eran expertos en que su dominación se interpretara como algo «reclamado por la víctima». En realidad, había una participación haitiana mínima en la reconstrucción —aparte de las élites empresariales—. Un artículo publicado en The Washington Post lo expresaba sin rodeos en enero de 2011: «Hay un espectacular desequilibrio de poder entre la comunidad internacional —bajo el liderazgo estadounidense— y Haití. Aquella monopoliza el poder político y económico y tiene la sartén por el mango». Los beneficios económicos de esta maquinación al servicio del sector privado estadounidense fueron obvios de inmediato. Una investigación realizada por Associated Press reveló que de cada 100 dólares de los contratos de reconstrucción de Haití concedidos por el gobierno estadounidense, 98,40 volvían a empresas estadounidenses.[5] Jamás nadie se dedicó a reconstruir las aptitudes autóctonas; la IHRC no iba a subcontratar nunca ninguna obra a otras empresas extranjeras ni a las ONG. Se trataba de que los estadounidenses ricos ganaran dinero. Una vez que Michel Martelly juró el cargo de presidente en mayo de 2011, pasaron meses antes de que aquella antigua celebridad, que había sido miembro de la brutal milicia de los Tonton Macoute —creada por el dictador Papa Doc, respaldado por Estados Unidos—, formara gobierno, pues sus candidatos para los cargos del gabinete fueron rechazados varias veces por el parlamento. Cuando en junio de 2011, dieciocho meses después del terremoto, estuvo formado su gobierno, las coordenadas de la reconstrucción económica ya estaban fijadas. Las propias IFI, que afirmaban estar subordinadas a los haitianos, habían atado de pies y manos a Martelly. Aunque a este no hacía mucha falta atarle las manos, pues era de muy buena gana un «presidente para el shock».

Había tres elementos sobre los que Estados Unidos y las IFI querían forjar la «nueva Haití»: el turismo de lujo, las zonas de procesamiento de exportaciones y un renaciente sector privado al mando de los activos de anterior titularidad estatal. Era el manual al uso de la extorsión. Los arquitectos de la reconstrucción ya tenían en mente otros territorios que podían servir de modelo. Uno era República Dominicana, el país contiguo a Haití, que desde hacía mucho era en el Caribe un oasis para el capital privado. En Haití, tomando como modelo a su vecina isla La Española, el IADB había planificado gastar veintidós millones de dólares en un complejo turístico de lujo próximo a la ciudadela decimonónica de Labadee, un puerto de la costa septentrional del país. El señor Almeida, director del IADB para Haití, me contó que el dinero del banco «ofrecería los medios para que el sector privado acudiera e invirtiera», a lo que añadió que «en [República Dominicana] todo lo que tienen es cien por cien privado. El aeropuerto es privado, las carreteras son privadas, incluso las carreteras locales. Así que [en Haití] podríamos hacer lo mismo». (En el reparto inicial de la sociedad haitiana, al IADB se le asignó la infraestructura de carreteras).

La otra oportunidad que había que aprovechar era la aceleración del proceso de privatización. El Banco Mundial utilizó el ejemplo de Teleco, antiguo operador nacional de telecomunicaciones, que en el año 2009 había contribuido a privatizar parcialmente la Corporación Financiera Internacional (IFC, International Finance Corporation), brazo de la banca privada —la IFC, dicho sea de paso, fue invención de Nelson Rockefeller en 1951—. El señor Naim, director del Banco Mundial para el sector privado de Haití, me contó que Teleco era un ejemplo de lo que el gobierno debía hacer con los puertos y el aeropuerto. «[Pueden] transformar de verdad estos activos que, en general, el gobierno gestiona de manera pésima», me explicó, y añadió: «Es mejor que el gobierno se centre en los asuntos sociales» y permita que se privaticen esos bienes. La propia Teleco está hoy a la espera de ser privatizada en su totalidad siguiendo las orientaciones de la IFC. Para el país más pobre del continente americano, es difícil —tal vez, incluso suicida— discutir con el Banco Mundial. En marzo de 2002, el banco prometió ayudas por valor de 479 millones de dólares; la IFC realizó inversiones directas en el sector privado de Haití por valor de 49 millones de dólares.

Una vez que Teleco estuvo en vías de privatización, el IADB ya tenía planes para la autoridad nacional de aguas y saneamiento (Dinepa), que había quedado bajo su control en el reparto inicial. El banco enseguida transfirió las funciones de dirección de la autoridad a la gigantesca empresa española Aguas de Barcelona, a la que se adjudicó un contrato de tres años para formar y prestar servicio técnico a los trabajadores, y por el que recibieron millones de dólares. «Muchas empresas locales están tomando el control de las redes de agua de pequeñas ciudades», me dijo muy nervioso el señor Aguerre, del IADB. Este servicio esencial y derecho humano fundamental estaba convirtiéndose ahora en una iniciativa con ánimo de lucro. «Estamos viendo buenos ejemplos de lugares donde nadie pagaba por el suministro de agua y, poco a poco, están pagando», añadió. Los expertos de Aguas de Barcelona se convirtieron en los líderes de los debates relacionados con las inversiones necesarias en las redes de distribución de agua de Haití y el proceso de concesión de licencias a diferentes contratistas para la instalación de nuevas canalizaciones y otras mejoras de la red.

En educación, los planes del IADB no eran muy distintos. Gracias a décadas de medidas neoliberales que habían otorgado prioridad al sector privado por encima de los ministerios haitianos, ya antes del terremoto el 80 por ciento de los servicios educativos se prestaban al margen del Estado —sobre todo, por organismos internacionales del sector privado—. En consecuencia, solo la mitad de los niños y niñas en edad escolar de Haití asistían a la escuela. Para el IADB, esto no demostraba lo descabellado de su empresa. Por el contrario, concluían que eso significaba que no habían llegado lo bastante lejos. «Es demasiado ambicioso pensar que se le puede dar la vuelta», decía el señor Aguerre. El IADB optó por un programa concertado que permitiera que el gobierno conservara cierto «control de calidad», pero que suponía que la educación estaría gestionada en su totalidad por manos privadas. Para garantizar el acceso universal, el plan crea un sistema educativo financiado con fondos públicos, pero gestionado por empresas privadas. La letra pequeña dice que este subsidio público costará al gobierno haitiano unos 700 millones de dólares anuales, siete veces más de lo que gasta ahora en educación. Sin ningún flujo de ingresos tangible —de hecho, como veremos, la base fiscal del gobierno estaba quedando casi destruida—, lo que obviamente se presuponía era que el acceso universal no era un objetivo —ni siquiera una esperanza—. Cuando se agotaron los 500 millones de dólares prometidos por el IADB a lo largo de tres años, más de la mitad de los niños y niñas haitianos seguían excluidos del sistema educativo. El IADB justificó esta organización argumentando que el sector privado asumía lo que nadie hacía, entregando explícitamente la educación de los niños y niñas haitianos a las estrellas de Hollywood. «Hay muchos actores privados dispuestos a poner dinero —añadía el señor Aguerre—. Medio Hollywood está interesado. Todo el mundo quiere tener su Escuela de Bellas Artes Susan Sarandon». Casualmente, Martelly se ha dedicado tanto a aprobar el programa de escuelas concertadas como a subvencionar escuelas privadas como mecanismo de reconstrucción del sistema educativo haitiano.

Con la privatización absoluta de las empresas de telecomunicaciones, la red de agua y el sistema educativo, la última pieza del rompecabezas de las IFI y Estados Unidos pasó a ser los «parques empresariales» o «Zonas Económicas Especiales». Según rezaba la propaganda, estas zonas garantizarían el crecimiento económico que volvería a poner en pie a Haití y su pueblo. Pero dos años después del terremoto más de 500.000 haitianos seguían viviendo sin electricidad. Las multitudes de parados que hacían cola en las calles de la capital son un recordatorio de la tasa de desempleo del 70 por ciento. «Tenemos que ser realistas y comprender que han pasado cinco años desde el huracán Katrina y Nueva Orleans todavía está siendo reconstruida; diez años desde el 11 de septiembre y la zona cero no se ha reconstruido por completo; el proceso lleva tiempo», me dijo Kenneth Merten, entonces embajador estadounidense en Haití. A lo que añadió: «Una de las cosas que los haitianos pueden hacer por sí mismos es, en realidad, dedicarse enseguida a crear un clima favorable para las empresas».

Tal vez resulte duro para los centenares de miles de haitianos que viven en campamentos provisionales. En Haití, fui al campamento de La Piste, un recinto yermo con hileras de «casas» apuntaladas de un único dormitorio. La propietaria de una de ellas, una mujer de mediana edad, habló conmigo muy despacio utilizando un intérprete. Era madre soltera de tres hijos y no tenía ningún ingreso. Vivía del dinero que la Cruz Roja le entregaba, además del que obtenía por la venta de baratijas, aunque los clientes son pocos y están muy dispersos. «Aquí todo está mucho mejor que en el último campamento», me dijo. En el anterior campamento vivió con sus hijos en una tienda de campaña, como casi todos los demás, lo que significaba que estaban expuestos a la lluvia y los animales que decidieran colarse. «Esto es una casa, es más seguro», decía, pero añadía que la valla del campamento tenía que ser más alta para evitar los robos. También dijo que la falta de iluminación suponía un peligro: de noche está todo a oscuras y es fácil que entre la gente. Cuando uno camina alrededor de La Piste, ve que se vive absolutamente a merced de la naturaleza, ya sean los elementos o sus compatriotas. No hay ninguna seguridad, no hay ninguna ley y no hay ningún sitio en el que presentar reclamaciones; únicamente queda la mera esperanza de que alguien esté pendiente de ti. No hay forma de alimentar la esperanza en semejante entorno. «Me gustaría tener esperanza —me decía con el rostro inexpresivo, tratando de evitar todo tipo de emoción—. Sencillamente, no sé quién va a hacer que pase algo». Parecía poco respetuoso preguntar cómo pensaba crear un clima favorable a las empresas para los inversores extranjeros en Haití.

Terapia

Los treinta minutos en coche que se tarda en ir hasta el parque empresarial de Codevi desde el aeropuerto de Cabo Haitiano, en el norte de Haití, conforman el camino menos bacheado del país. En un lugar célebre por sus pésimas infraestructuras, sobre todo sus sinuosas carreteras, el parque y sus inmediaciones son una especie de oasis. Más allá del pequeño puente y las puertas metálicas que separan Codevi de la ciudad, que queda al otro lado, uno encuentra allí todo lo que la mayoría de haitianos no tiene: calles asfaltadas, un servicio sanitario activo, empleo e, incluso, un (pequeño) sindicato, el único del país. Los más de 600.000 metros cuadrados del Parque Codevi fueron construidos originalmente por una empresa textil dominicana, el Grupo M, en la vertiente dominicana de la frontera, pero la actividad se extendió a Haití en 2003 (con ayuda de una gran inversión del Banco Mundial).

«Nació de una propuesta de expansión a la que el Grupo M tuvo que recurrir cuando República Dominicana se complicó con la competitividad —me explicó Joseph Blumberg, vicepresidente de ventas de la empresa, cuando nos sentamos en su despacho con aire acondicionado en el interior del parque—. Haití nos ofrecía la punta de competitividad que necesitábamos en esta región para mantenernos en el mercado estadounidense». Y añadió: «El coste de la mano de obra era el más bajo de la zona». El salario mínimo en Haití es en la actualidad de 150 gourdes diarios (3,70 dólares), que es casi la mitad de lo que se cobra en República Dominicana. Esta «punta de competitividad» —en palabras de un profano, «salarios de esclavo»—, unida a unas condiciones comerciales favorables con Estados Unidos, llamó la atención de las IFI tras el terremoto. El objetivo era reconstruir Haití para convertirlo en la maquiladora del Caribe que gozara de todos los frutos de la llamada Ley de Oportunidad Hemisférica Haitiana (HOPE, Hemispheric Oportunity for Partnership Encouragment), aprobada por el Congreso estadounidense en 2006, que concedía a los exportadores textiles haitianos acceso sin aranceles al mercado estadounidense. Esto vino seguido de unas condiciones cada vez más favorables mediante la ley HOPE II, en 2008, y, tras el terremoto de 2010, mediante la llamada Ley de Ayuda (Help Act).

Los parques empresariales como el de Codevi son conocidos en la literatura de las IFI con el nombre de Zonas Económicas Especiales (IEZ, Integrated Economic Zones): lugares donde se ofrecen infraestructuras, servicios para el bienestar y otras prestaciones a los pocos afortunados cuya vida se desenvuelve tras aquellas imponentes puertas metálicas. La literatura que justifica su existencia sostiene que los potenciales inversores extranjeros, que se ven repelidos por las carreteras o las redes eléctricas y de distribución de aguas decrépitas o inexistentes de Haití, aquí tendrían acceso a una miniciudad prefabricada. Ya había un inmenso parque empresarial de este tipo cerca del aeropuerto de Puerto Príncipe llamado Sonapi, que es propiedad en su totalidad del gobierno haitiano y, en cierto momento, albergó casi cuarenta empresas. Pero las nuevas ZEE quedarían bajo el control exclusivo de sus inversores iniciales: principalmente, la USAID y el IADB. Esto plantea la pregunta de qué es lo que sucederá fuera de estos denominados «polos» de actividad económica. ¿Cuál va a ser el incentivo que el gobierno central encuentre para construir infraestructuras y servicios sociales por todo el país si se están construyendo a escala microscópica? ¿Y de dónde va a venir el dinero? Alexandre Abrantes, enviado especial del Banco Mundial a Haití, reconoce que es un problema; me reconoció: «Si los parques empresariales constituyeran la política de actuación en todas partes, tal vez no serían sostenibles».

Codevi es, en esencia, una «zona de procesamiento de exportaciones» (cada vez más habitual en el mundo «en vías de desarrollo»), donde los artículos para la exportación no pagan impuestos al gobierno central y no hay impuestos aduaneros sobre los materiales importados. «Estamos en una idea de extraterritorialidad, de tal modo que los bienes entran y salen muy deprisa, sin demasiado papeleo», decía Armando Heilbron, un especialista del sector privado experto en desarrollo del Banco Mundial que trabajaba en la ZEE de Haití. Por tanto, la reconstrucción de Haití se llevará a cabo en pequeños «polos» aislados, sobre todo en la zona norte del país, mientras que el resto de las infraestructuras y servicios sociales para el bienestar en el país se irán deteriorando.