1,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,99 €
Para asegurar el futuro de su país, Rihad debía reclamar a Sterling como su esposa… Sterling McRae sabía que el poderoso jeque Rihad al Bakri quería reclamar a su hija como heredera de su reino. La niña era hija de Omar, el hermano de Rihad, su mejor amigo, y había sido concebida para protegerlo. Pero tras la muerte de Omar ya nadie podía proteger a Sterling y a su hija del destino que las esperaba. Cuando Rihad la localizó en Nueva York hizo lo que debía hacer: secuestrarla y llevarla al desierto. Pero esa mujer directa, valiente y hermosa ponía a prueba su voluntad de hierro, remplazándola por un irritante e incontrolable deseo.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 179
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Caitlin Crews
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La heredera del desierto, n.º 2619 - abril 2018
Título original: Protecting the Desert Heir
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-125-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
La última vez que tuvo que huir para salvar la vida, Sterling McRae era una adolescente enloquecida con más redaños que sentido común.
Aquel día no podía correr, a causa del bebé que esperaba y al que debía proteger tras la muerte de Omar, pero el principio seguía siendo el mismo.
«Márchate, aléjate de aquí. Ve a algún sitio donde no puedan encontrarte».
Al menos en aquella ocasión, doce años mayor y con más experiencia de la vida que a los quince años, cuando escapó de su casa de acogida en Cedar Rapids, Iowa, no tenía que depender de la estación de autocares para escapar. Aquella vez tenía tarjetas de crédito sin límite de gasto y un estupendo todoterreno a su disposición, con chófer incluido, que la llevaría donde quisiera ir.
Tendría que dejar atrás esos lujos cuando se fuera de Manhattan, por supuesto, pero al menos empezaría su segunda reinvención con un poco más de estilo.
«Gracias, Omar», pensó.
Los zapatos de altísimo tacón, que seguía poniéndose incluso en tan avanzado estado de gestación, repiqueteaban sobre el suelo mientras salía del ático que Omar y ella habían compartido desde que se conocieron en la universidad.
Sterling sintió una oleada de dolor, pero apretó los dientes y siguió caminando. No había tiempo para eso porque había visto las noticias. Rihad al Bakri, el temible hermano mayor de Omar y gobernante del diminuto país portuario del Golfo Pérsico del que Omar había escapado a los dieciocho años, había llegado a Nueva York.
Y, sin la menor duda, su intención era encontrarla.
Seguramente la tenía vigilada, pensó mientras bajaba en el ascensor. Tal vez el jeque habría enviado a sus guardias a buscarla, aunque la noticia de su llegada solo se había hecho pública media hora antes. Ese pensamiento tan desagradable, aunque realista, hizo que aminorase el paso. A pesar de los frenéticos latidos de su corazón quería parecer calmada y se obligó a sonreír mientras atravesaba el vestíbulo, como hubiera hecho cualquier otro día. No honraría a Omar si dejaba que su hijo cayera en manos de la gente de la que él había escapado y sabía bien cómo reaccionaban los predadores cuando veían a una presa asustada.
Cuanto más miedo mostrases, con más violencia atacaban. Ella lo sabía de primera mano.
De modo que, en lugar de correr, caminó despacio. Se paseó como la modelo que había sido antes de conocer a Omar años atrás, como la notoria y sensual amante del playboy internacional a ojos del mundo.
Salió a la elegante calle de Manhattan, pero no miró alrededor para saborear la ciudad que tanto había amado siempre. Si quería mantener a salvo a su hijo, el hijo de Omar, no había tiempo para despedidas.
Había perdido a Omar, pero de ninguna forma iba a perder a su hijo.
La soleada mañana veraniega le daba una excusa para ocultar su angustia tras unas grandes gafas de sol, pero tardó más de lo que debería en percatarse de que el hombre que esperaba frente al brillante todoterreno negro de Omar no era el chófer habitual.
Aquel hombre se apoyaba en el vehículo como si fuera un trono y él, el rey. Estaba mirando el móvil que tenía en la mano y algo en su forma de deslizar el dedo por la pantalla le pareció extrañamente insolente. O tal vez fue su oscura y desaprobadora mirada, que era como un roce íntimo y lujurioso. Y, a pesar de haberse esforzado siempre en dar la imagen de una mujer que disfrutaba de los placeres de la carne, la verdad era que no le gustaba que la tocasen. Nunca.
Ni siquiera cuando el roce no era real.
Aquel hombre era demasiado… todo. Demasiado alto, demasiado sólido. Demasiado formidable. El traje de chaqueta oscuro destacaba un cuerpo atlético y el pelo negro bien cortado parecía esconder un rizo natural.
Tenía la piel morena y la boca más sensual que había visto en un hombre, aunque apretaba los labios en un gesto hosco. Era asombrosa, casi sorprendentemente apuesto. Y letal como una hoja de acero templado.
Aquel hombre era la última persona que debería llevarla a la libertad… o la primera. Sterling no tuvo tiempo para decidir. No tenía tiempo en absoluto. Podía sentir la vibración de su móvil en el bolsillo y sabía lo que eso significaba.
Rihad al Bakri, el rey de Bakri desde la muerte de su padre unos años antes, por fin estaba en Manhattan como había temido y sus amigos le enviaban mensajes de advertencia. Porque, pasara lo que pasara, el hermano mayor de Omar no podía saber que estaba esperando un hijo.
Era por eso por lo que se había esforzado tanto para ocultar que estaba embarazada durante esos meses. Hasta aquel día, cuando ya no importaba porque tenía que escapar para salvar la vida. Haría lo que había hecho la última vez: ir a algún sitio lejos de allí, teñirse el pelo, cambiar de nombre.
Lo difícil no era empezar una nueva vida, sino continuar una vez que la habías elegido, porque los fantasmas eran poderosos y seductores, especialmente cuando te sentías solo.
Pero lo había hecho antes, cuando carecía de todo, y en aquel momento tenía una razón importante para vivir.
Todo eso significaba que no tenía tiempo para mirar al maldito chófer, o preguntarse por qué parecía detestarla a primera vista, a juzgar por su expresión.
–¿Dónde está Muhammed? –le preguntó.
Sus ojos oscuros eran aún más atractivos de cerca y brillaban como oro bruñido bajo la luz del sol. Sterling se quedó sin aliento y no entendía por qué. Y tampoco entendía por qué él la miraba con gesto ofendido. Su teléfono no dejaba de vibrar y estaba a punto de ponerse a llorar allí mismo, en plena calle, de modo que dejó de prestar atención al silencioso y formidable desconocido y abrió la puerta del todoterreno.
–Me da igual dónde esté –le espetó, respondiendo a su propia pregunta cuando el pánico le aceleró el corazón–. Vámonos. Lo siento, pero tengo muchísima prisa.
Él se apoyó en la ventanilla del conductor, con expresión sorprendida y pensativa al mismo tiempo, mientras Sterling tiraba su enorme bolso en el interior del coche. Ella no había sido nunca una diva, por mucho dinero que le diese Omar, pero aquel era un día terrible después de una semana aún peor, desde que recibió la llamada de la policía francesa para decirle que Omar había muerto en un accidente de tráfico a las afueras de París. No había tiempo para buenos modales, ni siquiera una palabra amable para un hombre como aquel, que la miraba como si fuera él quien iba a decidir cuándo y dónde irían.
Pero un chófer malhumorado era mejor objetivo que ella misma o el aterrador hermano de Omar, que podría aparecer en cualquier momento y destruirlo todo. Según lo que Omar le había contado, eso era lo que hacía el jeque de Bakri.
–¿Cómo has conseguido este trabajo? –le espetó, concentrando su ira y su miedo en el desconocido que tenía delante–. Porque no creo que esto sea lo tuyo. ¿No sabes que debes abrir la puerta del pasajero?
–Sí, claro –respondió él. Y Sterling se quedó tan sorprendida por esa voz ronca, profundamente masculina, que se llevó una mano al abdomen como para proteger a su bebé–. Discúlpame. Por supuesto, el objetivo de mi vida es servir a mujeres estadounidenses como tú. Mi objetivo y mi sueño, todo en uno.
Sterling no podía entender por qué la tuteaba y, sobre todo, por qué la miraba de ese modo. Como si fuera poderoso y feroz y tuviese que ocultarlo bajo una capa de buenas maneras.
Por alguna razón, aquel hombre le recordaba por primera vez en mucho tiempo, o tal vez por primera vez en su vida, que era una mujer. No solo la madre del hijo de su mejor amigo, sino una mujer de la cabeza a los pies; una mujer que sentía un extraño calor… por todas partes.
El bebé eligió ese momento para dar una patadita y Sterling se dijo a sí misma que era por eso por lo que no podía respirar. Que era por eso por lo que todo su cuerpo parecía estar en tensión, como si no fuera suyo.
–Entonces tu vida debe de ser una continua decepción, ya que no pareces capaz de hacer algo tan sencillo –respondió cuando por fin pudo respirar.
–Mis disculpas –replicó el chófer con tono irónico–. Evidentemente, he cometido un error.
Se irguió entonces y eso no mejoró la situación. Era muy alto, de hombros anchos, una mancha oscura que parecía ocupar el mundo entero. Y no le habría sorprendido que la levantase del suelo, embarazada y todo, con un solo brazo.
Pero, por supuesto, no lo hizo. Puso una mano en el techo del coche y la miró como si estuviera haciéndole un gran favor. La miraba con esos ojos dorados que parecían leer en su alma… y en la mente de Sterling aparecieron unas imágenes imposibles, cada una más inapropiada y bochornosa que la anterior. ¿Qué le pasaba? Ella no tenía fantasías eróticas. No le gustaba que la tocasen y mucho menos… eso.
–Bueno… –empezó a decir después de ese momento tenso, eléctrico, que aún podía sentir por todas partes, aunque no pudiese entenderlo–. Intenta no volver a hacerlo.
El brillo de sus ojos oscuros se volvió más intenso y cuando sonrió, burlón, Sterling sintió un estremecimiento.
–Pero tenemos que movernos –añadió, con un tono más afable–. Tengo que hacer un viaje muy largo y ya voy con retraso.
–Por supuesto –asintió él, esbozando una sardónica sonrisa–. Sube, por favor.
Luego tomó su mano, supuestamente para ayudarla a subir al coche.
Y fue como un estallido de fuegos artificiales.
Aquello era una locura.
Las sensaciones galopaban en su interior. Era como un incendio que la envolvía entera y hacía que la ciudad desapareciese, que toda su historia desapareciese como si nunca hubiera ocurrido. Haciendo que se preguntase, que anhelase…
Quería apartar la mano, como hacía siempre que alguien la tocaba sin su permiso, pero no lo hizo. Porque por primera vez en su vida quería seguir tocando a un hombre.
Esa asombrosa verdad provocó un terremoto en su interior.
–No podremos irnos si no subes al coche –dijo el chófer, mirándola de una forma que la dejó sin aliento. Su voz parecía atizar un fuego dentro de ella, como si el roce de su mano fuese un acto sexual–. Y eso sería una tragedia, ¿verdad?
Sterling no podía respirar y temía que la sensación que la envolvía no fuese pánico. Porque ella sabía lo que era el pánico y aquello era algo mucho más profundo.
Algo que te cambiaba la vida, pensó, atónita.
Pero en lo único que debía pensar era en el hijo que esperaba, de modo que intentó sacudirse la confusión y subir al coche antes de que se le doblasen las piernas.
O antes de hacer algo que lamentaría después, como acercarse más a aquel desconocido en lugar de apartarse.
Había muchas cosas que Rihad al Bakri, jeque, gobernante y rey de Bakri, no podía entender.
Primero, cómo era posible que su difunto hermano hubiese olvidado mencionar que había dejado embarazada a su amante. Y, a juzgar por su estado, muchos meses atrás. O cómo aquella aparentemente delicada mujer estadounidense había conseguido eludir a sus fuerzas de seguridad y caminaba hacia él como si siguiera en las pasarelas que había frecuentado cuando era una adolescente.
Finalmente, Rihad era lo bastante arrogante como para preguntarse cómo podía haberlo confundido a él con un chófer.
No quería pensar en el dolor que sentía por la muerte de su hermano. O que después de desperdiciar tantos años de su vida yendo de fiesta en fiesta con aquella mujer, Omar hubiera desaparecido tan absurdamente en un simple instante.
No podía entenderlo ni aceptarlo. Y dudaba que algún día pudiese hacerlo.
Sin embargo, se olvidó de todo eso cuando tomó su mano con intención de ayudarla a subir al todoterreno, como haría un simple empleado.
Porque la ruidosa ciudad de cemento pareció perder el ritmo de repente, como un disco antiguo a menos revoluciones, y luego se quedó parada de golpe. Tan quieta que era como una agonía reverberando dentro de él. Su mano era delicada y fuerte al mismo tiempo y eso no le gustó. Y tampoco le gustó cómo apretaba los labios, como si intentase disimular que le temblaban, porque experimentó el salvaje, casi incontrolable deseo de poner a prueba esa teoría.
«Qué tontería».
Su cabello rubio, un derroche de mechones dorados y cobrizos, estaba sujeto sobre la cabeza con un prendedor, como si lo hubiera hecho a toda prisa. Pero no tenía un aspecto descuidado; al contrario, ese peinado le daba un aspecto fresco y femenino. Llevaba una especie de túnica sobre unos tejanos ajustados y unos zapatos de altísimo tacón. Se movía como una modelo mientras subía al coche y eso hizo que Rihad se preguntase cómo se movería cuando no estuviese embarazada.
O, mejor aún, cómo se movería debajo de él.
Pero no quería hacerse preguntas sobre esa mujer y mucho menos esa. Solo quería erradicar esa mancha, ese recuerdo de la vida de su hermano. Borrar de una vez por todas la deshonra para la familia real de Bakri. Por eso había ido personalmente a Nueva York, directamente desde el funeral de Omar, cuando podía haber enviado a su administrador para echarla de la propiedad.
Ya había habido suficientes escándalos, suficiente desenfreno irresponsable y egoísta. Rihad llevaba toda la vida solucionando los conflictos creados por su padre, Omar y su hermanastra, Amaya, que era uno de sus mayores quebraderos de cabeza. Sterling McRae era la representación del licencioso libertinaje de su familia y Rihad quería que desapareciera, junto con los recuerdos de las erróneas decisiones de su hermano.
Así que, naturalmente, ella estaba embarazada.
Enorme, incontestable, irrevocablemente embarazada.
Por supuesto.
Estás encinta –dijo Rihad cuando la amante de su hermano subió al coche y soltó su mano con exagerada precipitación, como si el roce también la hubiese afectado.
–Eres muy observador –comentó ella. ¿Era un sarcasmo? ¿Dirigido a él? Rihad parpadeó, atónito, pero ella siguió con tono imperioso–. ¿Te importaría cerrar la puerta y ponerte al volante?
Estaba dándole órdenes. Esperaba que él, él, obedeciese sus órdenes. Que la obedeciese a ella.
Aquello era algo tan sorprendente que Rihad cerró la puerta sin decir nada mientras intentaba procesar la situación. Y pensar qué debía hacer.
Lo único que podía esperar era que el hijo de aquella mujer no fuese de Omar, pero eso era ser muy optimista. La obsesión de su hermano por aquella lamentable amante había durado casi una década. Se había enamorado cuando ella tenía diecisiete años y la había instalado en su apartamento sin importarle que no fuese más que una ignorante golfilla con un nombre inventado, que ni siquiera era mayor de edad.
Los paparazzi prácticamente daban saltos de alegría en la calle.
–Omar se cansará de ella –había dicho su difunto padre, después de leer un insultante artículo.
El viejo jeque había sido un gran conocedor de mujeres inapropiadas. Por suerte, había dejado de casarse con ellas cuando una mercenaria bailarina ucraniana, la madre de la desobediente Amaya, se dedicó a publicar mentiras sobre «su vida en el diabólico harem del jeque». Mentiras de las que había vivido durante décadas. Su padre había renunciado al matrimonio después de eso, pero no a las mujeres.
–Tal vez deberías rebajar tus expectativas –había sugerido Rihad, burlón–. Estos años en Nueva York parecen haber afectado a la memoria de Omar, particularmente en cuanto se refiere a los deberes hacia su país.
Su padre se había limitado a suspirar, como siempre. Porque aunque él era el heredero, nunca había sido su hijo favorito. Y era comprensible. Omar y el viejo jeque tenían en común que iban provocando escándalos sin pensar en las consecuencias, mientras que Rihad tenía que ir solucionándolo todo a su paso.
Porque alguien tenía que hacerse responsable o el país hubiera caído en manos de sus enemigos. Y ese alguien había sido él desde que tenía memoria.
–Todos los hombres tienen debilidades –le había dicho su padre un día, mirándolo con el ceño fruncido–. Lo único lamentable es que Omar las muestre públicamente.
Rihad no sabía si tenía debilidades o no, ya que nunca se había dejado llevar por ellas. Nunca había tenido amantes. Como sucesor de su padre estaba prometido desde que nació y, en cuanto terminó sus estudios en Inglaterra, cumplió con su obligación contrayendo matrimonio con la mujer que había sido elegida para él.
Tasnim no tenía cuerpo de modelo, ni una brillante melena rubia, ni una boca de pecado como la mujer con la que Omar había vivido durante todos esos años, pero había estado tan comprometida con ese matrimonio como él. Con el tiempo, acabaron sintiendo afecto el uno por el otro y, cuando murió, cinco años atrás, Rihad había perdido una amiga.
Mirando a la amante de su hermano, sentada tranquilamente en el coche, esperando que la alejase de allí cuando él había planeado darle su merecido, Rihad tomó una decisión.
Le enfurecía que Tasnim, que había cumplido sus promesas, hubiera muerto. Como le enfurecía que Omar se hubiera saltado las reglas, como siempre, y hubiese dejado embarazada a su amante para luego abandonar a un heredero de la casa real a su destino, con una madre soltera y sin protección.
Y la agitación que había sentido cuando ella tomó su mano, un gesto tan simple e impersonal…
Era inaceptable.
Si fuera otra persona se habría sentido afectado por esa repentina explosión de calor. Alterado por el fuego que rugía dentro de él, sugiriendo todo tipo de posibilidades en las que no quería pensar.
Pero Rihad no era otra persona. Y no reconocía las debilidades, las superaba.
Sacó el móvil del bolsillo para hacer una rápida llamada y, mientras subía al asiento del conductor, se reafirmó en su decisión. Porque era la forma más rápida de solucionar aquella crisis, se decía a sí mismo, no porque aún pudiera sentir la mano de Sterling McRae como si lo hubiera quemado. Podía verla en el asiento de atrás por el espejo retrovisor, mirándolo con el ceño fruncido.
Sterling, un nombre tan caprichoso y ridículo, pensó. Nada que ver con las sensaciones que experimentaba al mirarla, todas ellas inesperadas. Él era un hombre de deber, nunca de necesidades.
–No puedes hablar por el móvil mientras conduces –lo increpó ella. Lo regañó más bien–. Lo sabes, ¿no?
Le hablaba como si fuera rematadamente tonto. Y nadie se había atrevido a dirigirse a él en ese tono.
Nunca.
Debería sentirse indignado, pero por alguna incomprensible razón estuvo a punto de soltar una carcajada.
–¿No puedo? –repitió, irónico–. Ah, vaya, agradezco la advertencia.
–Aparte de que es ilegal, es peligroso –insistió ella, en un tono irritado con el que nadie le había hablado nunca. Vio que se llevaba las manos al abultado abdomen y ese gesto sugería que no era tan desalmada y avariciosa como se había imaginado, pero no quería pensar en eso.
–Si estuviera sola no me importaría que nos estrellásemos contra un edificio, pero debo pensar en mi hijo.
–Ah, claro –asintió él, guardando el móvil en el bolsillo de la chaqueta antes de arrancar el vehículo–. Pero me imagino que tu marido te echaría de menos.
Estaba provocándola, aunque no entendía por qué. ¿Qué ganaba con eso? Cuando miró por el espejo retrovisor vio que había girado la cabeza, como para despedirse del edificio mientras él arrancaba, como si marcharse de aquel sitio en el que había vivido con su hermano, o de su hermano, siendo más preciso, fuese duro para ella.
Y debía de ser así, claro. Sin duda, le sería mucho más difícil encontrar un amante rico. Para empezar, era mayor. Bien conocida por su papel como la preciada posesión de otro hombre y pronto la madre del hijo de otro hombre. Y los tipos que solían tener amantes no encontrarían eso muy atractivo.
«Tú no la encuentras atractiva porque está embarazada del hijo de tu hermano», le dijo su vocecita interior.
«Mentiroso».