La hija del escultor - Tove Jansson - E-Book

La hija del escultor E-Book

Tove Jansson

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Beschreibung

"Entre la ficción y la memoria, Tove Jansson construye en La hija del escultor un relato sobre la infancia de una niña en el seno de una familia de artistas, donde la creatividad y el arte rigen la vida entera.    Marcada por la exigencia estética de un padre escultor y la sensibilidad de una madre ilustradora de libros, la narradora observa el mundo con la ironía y la capacidad de reflexión propias de un adulto, pero también con la inocencia y las ocurrencias de una niña. Una mirada en la que se combinan los miedos de crecer y los de la artista que busca hacer su camino, bajo el peso de una figura paterna que se impone.   Para la protagonista, el mundo está lleno de misterios, magia y aventuras, pero también de peligros, oscuridad y deseos. Una pintura y una tormenta le despiertan la misma fascinación y respeto. La frontera entre la realidad y la imaginación se difumina, y entonces un paseo por el bosque se vuelve un paseo por un cuadro de John Bauer, el anochecer es obra de una criatura acechante que extiende su largo brazo por el horizonte, un recorrido por las bahías de la isla donde pasan los veranos se convierte en un viaje transformador y un tratado sobre la soledad.   El resultado es una obra llena de ternura, humor y sabiduría sobre la infancia y la adultez, el arte y la naturaleza, el amor y el trabajo. Así como un refinado y sutil manifiesto artístico. La declaración de una forma de mirar y sentir de una de las mayores escritoras del siglo xx.   "La revelación de este libro es ver que lo que impulsaba la imaginación de Jansson era el miedo. Este es un libro de peligros. La oscuridad es un monstruo sin rostro. El hielo respira. Las serpientes en la alfombra son casi reales. Las palabras 'seguridad' y 'peligroso' se repiten. Leerla es como volver a la infancia: ocurren cosas inexplicables cuando los adultos están al mando" (The Guardian).

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Sobre La hija del escultor

Entre la ficción y la memoria, Tove Jansson construye en La hija del escultor un relato sobre la infancia de una niña en el seno de una familia de artistas donde la creatividad y el arte rigen la vida entera.

Marcada por la exigencia estética de un padre escultor y la sensibilidad de una madre ilustradora de libros, la narradora observa el mundo con la ironía y la capacidad de reflexión propias de un adulto, pero también con la inocencia y el ingenio de una niña. Una mirada en la que se combinan los miedos de crecer y los de la artista que busca hacer su camino bajo el peso de una figura paterna que se impone.

Para la protagonista, el mundo está lleno de misterios, magia y aventuras, pero también de peligros, oscuridad y deseos. Una pintura y una tormenta le despiertan la misma fascinación y respeto. La frontera entre la realidad y la imaginación se difumina, y entonces un paseo por el bosque se vuelve un paseo por un cuadro de John Bauer, el anochecer es obra de una criatura acechante que extiende su largo brazo por el horizonte, un recorrido por las bahías de la isla donde pasan los veranos se convierte en un viaje transformador y un tratado sobre la soledad.

El resultado es una obra llena de ternura, humor y sabiduría sobre la infancia y la adultez, el arte y la naturaleza, el amor y el trabajo. Así como un refinado y sutil manifiesto artístico. La declaración de una forma de mirar y sentir de una de las mayores escritoras del siglo xx.

Tove Jansson

Escritora y artista finlandesa, alcanzó la fama como la creadora de las historietas de los Mumin, escritas e ilustradas entre 1945 y 1970 y traducidas a lo largo de los años a más de 50 idiomas. Pero los Mumin son solo una parte de su prodigiosa producción. Ya admirada en los círculos artísticos nórdicos como pintora, dibujante e ilustradora, escribiría en la última etapa de su vida una serie de novelas y cuentos para adultos. Entre ellos, La hija del escultor (1968), el primero de esta serie que escribe luego de los Munin y que aquí se presenta; El libro del verano (1972), sin duda su obra más emblemática, reflejo de su minuciosa observación de los veranos pasados en la isla en la que vivió gran parte de su vida; La verdad increíble (1982) y Juego limpio (1989), los últimos tres también editados por Compañía Naviera Ilimitada editores.

Fotografía: ©Moomin Characters™

COMPAÑÍA NAVIERA ILIMITADA es una editorial que apuesta por la buena literatura, por las buenas historias bien contadas. Con la convicción de que los libros nos vuelven mejores y nos ayudan a soñar, a ver el mundo, y todos los mundos dentro de él, de otra manera. A pensar que un mundo diferente es posible.

Los autores, editores, diseñadores, traductores, correctores, diagramadores, programadores, imprenteros, comerciales, administrativos y todos los demás que de alguna manera colaboramos para que los libros de Naviera lleguen a los lectores de la mejor forma ponemos mucho trabajo y amor.

Tu apoyo es imprescindible.

Seamos compañeros de viaje.

La hija del escultor

Tove Jansson

Traducción y prólogo de Christian Kupchik

Jansson, Tove

La hija del escultor / Tove Jansson. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :

Compañía Naviera Ilimitada, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Christian Kupchik.

ISBN 978-631-90100-7-7

1. Literatura Contemporánea. 2. Narrativa Finlandesa. I. Kupchik, Christian, trad. II. Título.

CDD 839.9

This work has been published with the financial assistance of FILI – Finnish Literature Exchange

Título original: Bildhuggarens dotter

© Tove Jansson, 1968, Moomin CharactersTM

Published in the Spanish language by arrangement with Rights & Brands and Casanovas & Lynch Literary Agency

© Compañía Naviera Ilimitada editores, 2023, 2024

© Christian Kupchik, de la traducción, 2023

Diseño de tapa: Ariana Jenik

Primera edición impresa: noviembre de 2023

Primera edición digital: agosto de 2024

ISBN de edición impresa: 978-631-90100-2-2

ISBN de edición digital: 978-631-90100-7-7

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito del editor.

Compañía Naviera Ilimitada editores

Pje. Enrique Santos Discépolo 1862, 2º A

(C1051AAB), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Índice

El becerro de oro

La oscuridad

La piedra

Fiestas

Anna

El iceberg

Las bahías

Restos y desechos

Albert

Marea alta

Jeremiah

Teatro

Mascotas y mujeres

La tía que tuvo una idea

La falda de tul

La nieve

Rubeola

Volar

Navidad

El becerro de oro

Mi abuelo era sacerdote y solía predicar para el rey. Una vez, antes de que sus hijos, nietos y bisnietos se extendieran por la faz de la tierra, el abuelo llegó a un gran prado verde bordeado de bosques y montañas que parecía el valle del paraíso. Solo en un extremo se abría a una bahía, para que nadara la posteridad.

Entonces el abuelo pensó: aquí viviré y me multiplicaré, porque esta es verdaderamente la tierra de Canaán.

El abuelo y la abuela construyeron una gran casa de dos pisos, con el techo inclinado y muchos cuartos y escaleras y balcones, y una terraza enorme, y dispusieron muebles sencillos de pino blanco por todas partes, adentro y afuera, y cuando terminaron, el abuelo comenzó a sembrar. Y todo lo que plantó echó raíces y se multiplicó, tanto flores como árboles, hasta que el prado se convirtió en un Edén, un jardín celestial por donde caminaba con su gran barba negra. Con solo señalar una planta con su bastón, esta era bendecida y crecía hasta doblarse bajo su propio peso.

Toda la casa se cubrió de madreselvas y enredaderas silvestres, y por las paredes del porche crecieron pequeñas rosas trepadoras. Adentro, la abuela permanecía sentada con un vestido de seda gris claro, mientras criaba a sus hijos. Había tantas abejas y abejorros volando a su alrededor que sonaban como la música de un órgano muy tenue. De día había sol y de noche llovía, y en la parte de piedras del jardín habitaba un ángel que no debía ser molestado.

Todavía estaba allí cuando mamá y yo nos mudamos a vivir en la habitación que daba al oeste, también llena de muebles blancos y cuadros tranquilos, pero no esculturas.

Yo era una de las nietas; Karin era la otra, de cabellos rizados y ojos muy grandes. Jugábamos a los hijos de Israel en el prado.

Dios vivía en las colinas que estaban sobre la zona rocosa del jardín, allí arriba había un pantano prohibido. Al ponerse el sol, Dios se extendía y descansaba sobre la casa y el prado como una suerte de niebla. Podía hacerse delgado y arrastrarse por todas partes para ver lo que estabas haciendo y, a veces, solo era un gran ojo. Por cierto, se parecía al abuelo.

En el desierto, nos quejamos y desobedecimos continuamente porque Dios ama perdonar a los pecadores. Dios nos prohibió recolectar maná durante la lluvia dorada, pero lo hicimos de todos modos. Luego hizo subir gusanos de la tierra que se comieron el maná. Pero seguimos desobedeciendo y quejándonos, elevando nuestras voces.

Todo el tiempo esperábamos que se enojara tanto que no le quedara más remedio que mostrarse ante nosotros. La idea era enorme. No podíamos pensar en otra cosa más que en Dios. Hicimos sacrificios por él, le dimos arándanos y manzanas silvestres y flores y leche, y a veces hasta quemamos algo a modo de pequeña ofrenda. Le cantábamos y le rogábamos que nos diera una señal para mostrar que se interesaba por lo que hacíamos.

Y una mañana vino Karin y dijo que había recibido la señal. Un gorrión entró a su habitación y se posó en la pintura de Jesús caminando sobre el agua y asintió tres veces. El gorrión lo había enviado Dios.

—Es cierto, es cierto lo que digo —afirmó Karin—. Muchos son llamados, pero pocos los elegidos, y los elegidos siempre deben ser honrados.

Karin se puso un vestido blanco y caminó todo el día con rosas en el cabello, cantando alabanzas y mostrándose muy afectada. Estaba más hermosa que nunca y la odié. Mi ventana también había estado abierta. Tenía un cuadro del Ángel de la Guarda en el Abismo en la pared. Había quemado muchas ofrendas y recogido más arándanos que nadie para él. Y en cuanto a levantar la voz en protesta, fui tan desobediente como ella como para recibir también el perdón celestial.

Durante las oraciones matutinas en la galería, Karin miraba al abuelo como si él estuviera predicando solo para ella, mientras asentía lentamente con una expresión pensativa. Juntaba las manos mucho antes del Padre Nuestro. Cantaba con gran énfasis mientras sostenía los ojos hacia el techo. Después del acontecimiento con el gorrión, era como si Dios le perteneciera solo a ella.

No nos hablamos más. Dejé de lamentarme y de ofrecer sacrificios. Estaba tan celosa que me sentí enferma.

Cierto día, Karin alineó a todos los primos en el prado, incluso a los que aún no podían hablar, y nos dio una explicación bíblica.

Fue entonces cuando hice el becerro de oro.

Cuando el abuelo era joven y plantaba como loco, creó un anillo de abetos en el fondo del prado porque quería una glorieta donde tomar el té. Los abetos crecieron y crecieron, se convirtieron en enormes árboles negros cuyas ramas se enredaban entre sí. El hecho es que el cenador quedó completamente a oscuras y todas las hojas de agujas caían y yacían en el suelo desnudo porque nunca le daba el sol. Ya nadie quería tomar té en aquella glorieta, así que se sentaban bajo el codeso o en la galería.

Hice mi becerro de oro en ese abetal, porque era un lugar pagano y un entorno circular siempre es bueno para la escultura.

Me costó mucho que se mantuviera en pie, pero al final lo conseguí y le clavé las patas al zócalo por si acaso. A veces me quedaba inmóvil, esperando escuchar el primer rugido de la ira de Dios. Pero hasta el momento no ha dicho nada. Solo miró con su gran ojo directamente hacia la glorieta a través del agujero que se abre entre las copas de los abetos. Al menos logré que mostrara algún interés.

La cabeza del ternero quedó muy bien. Trabajé con latas y trapos y los restos de un manguito y lo até todo con cuerdas. Si te alejas un poco y entrecierras los ojos, la escultura cobra realmente un leve brillo dorado en la oscuridad, en especial alrededor de la nariz.

Me interesé tanto que comencé a pensar cada vez más en mi obra y menos en Dios. Era un muy buen becerro de oro. Al final, dispuse un anillo de piedra alrededor de él y recogí un atado de ramas secas que quemaría como ofrenda.

Solo cuando el homenaje estuvo listo para ser encendido, el miedo se arrastró nuevamente hasta mí. Me quedé quieta, aguardando escuchar algo.

Dios permaneció en completo silencio. Tal vez estaba esperando que sacara los fósforos. Querría ver si en verdad era capaz de semejante ultraje, de sacrificar al becerro de oro e incluso bailar después delante de él. Entonces bajaría de su montaña, envuelto en ira y una nube de relámpagos, y demostraría así que sabía de mi existencia. ¡Y entonces Karin podría irse a la cama con su viejo gorrión amarillo y su santidad y sus arándanos!

Me quedé allí, de pie, y escuché y escuché hasta que el silencio creció y se hizo abrumador. Todo había sido oído. Era a última hora de la tarde y algo de luz atravesaba los abetos tiñendo de rojo las ramas. El becerro de oro me miró y esperó y mis piernas comenzaron a temblar. Caminé hacia atrás, hacia la abertura que surgía entre los abetos, sin sacar los ojos del becerro de oro. Este cobraba cada vez más brillo, parecía más cálido, y en ese momento pensé que podría haber dejado mi firma en el pedestal.

Allí afuera estaba la abuela, llevaba puesto el hermoso vestido de seda gris hasta las rodillas y sus piernas eran tan rectas como las de un ángel.

—¿A qué has estado jugando? —dijo agachándose junto a mí. Se paró, miró el becerro de oro y sonrió. Me atrajo hacia ella y me abrazó hasta dejarme exhausta contra la fría seda y dijo—: ¡Pero mira lo que has hecho! ¡Un corderito! ¡El corderito de Dios!

Luego me soltó y caminó lentamente por el prado.

Me quedé quieta y mis ojos comenzaron a arder. El fondo cayó de golpe y Dios volvió a subir a sus montañas y se calmó.

¡Ni siquiera había advertido que se trataba de un ternero! Un cordero, ¡por dios! No se parecía en lo más mínimo a un cordero. ¡En absoluto!

Miré a mi becerro. La crítica de la abuela había despojado a mi obra de todo su esplendor dorado: las patas estaban mal, la cabeza estaba mal, todo estaba mal… Si se parecía a algo, podría haber sido a un cordero. No era para nada buena. No tenía nada que ver con la escultura que había pretendido hacer.

Fui al desván y revolví todo, y me quedé allí sentada durante mucho tiempo, pensando y pensando. Encontré un costal. Me lo puse y luego salí al prado, corrí hasta donde estaba Karin y me arrodillé frente a ella con el pelo en los ojos.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Karin.

Entonces respondí:

—De verdad, de verdad te digo: soy una gran pecadora.

—¿En serio? —dijo Karin. Noté que estaba impresionada.

Entonces volvimos a estar como siempre, acostadas bajo un arbusto y susurrando cosas acerca de Dios. El abuelo iba de un lado para otro haciendo crecer de todo, mientras el ángel permanecía en el jardín de piedras como si nada hubiera pasado.

La oscuridad

Detrás de la iglesia rusa hay un abismo. El musgo y la basura son resbaladizos y en el fondo brillan latas puntiagudas. Se han ido acumulando durante cientos de años, cada vez más alto contra una larga casa de color rojo oscuro y sin ventanas. La casa roja se arrastra alrededor de la montaña y es muy significativo que no tenga ventanas. Detrás de la casa está el puerto, un puerto tranquilo y sin barcos. La pequeña puerta de madera en la colina debajo de la iglesia siempre está cerrada.

—Aguanta la respiración mientras pasas corriendo —le dije a Poju—. De lo contrario, la podredumbre saldrá y te atrapará.

Poju siempre está resfriado, con la nariz mocosa. Sabe tocar el piano y sostiene sus manos frente a él como si tuviera miedo de ser atacado o de tener que disculparse con alguien. Por lo general me gusta asustarlo y él siempre me sigue dispuesto a que lo asuste. Es como si el miedo lo movilizara.

Apenas cae el crepúsculo, una gran criatura gris comienza a arrastrarse por el puerto. No tiene rostro, pero sí manos muy nítidas que recorren una isla tras otra mientras avanza. Cuando ya no quedan más islas, estira su brazo sobre el agua, un brazo muy largo que tiembla un poco, y empieza a ir a tientas hacia Skatudden. Sus dedos llegan hasta la iglesia rusa y tocan la montaña… ¡Oh! ¡Una gran mano gris!

Pero sé bien qué es lo más horrible de todo: la pista de patinaje. Llevo una insignia hexagonal de patinaje cosida en mi suéter. La llave para ajustar el patín cuelga de un cordón alrededor de mi cuello. Cuando pisas el hielo, la pista es solo un pequeño brazalete de luz en la oscuridad. El puerto es un mar de nieve azul y soledad y aire frío desagradable.

Poju no patina porque sus pies se doblan, pero yo debo hacerlo. Detrás de la pista está la criatura que se arrastra y alrededor se forma un círculo de agua negra. El agua respira en el borde del hielo, se mueve lentamente, a veces se eleva con un suspiro y se derrama sobre el hielo. Una vez que estás en la pista de patinaje ya no es peligroso, pero tu espíritu se vuelve sombrío, se apodera de ti una suerte de melancolía.

Cientos de figuras dan vueltas y más vueltas, todos en la misma dirección, decididos y sin sentido, y en el centro suelen sentarse dos viejos medio congelados a jugar debajo de una lona impermeable. Juegan a la “Ramona”, y a “Yo salgo cuando entra mi señora”. Hace frío. Te gotea la nariz y cuando te la limpias quedan carámbanos en los guantes. Los patines deben estar bien sujetos al talón. Hay un pequeño agujero de hierro que siempre se llena de piedritas. Las saco con la llave de los patines. Y luego los rígidos cordones pasan por sus agujeros. Después, doy una vuelta con los demás para tomar aire y porque la marca de los patines es muy cara. Pero aquí no hay nadie a quien asustar, todos van a mucha velocidad, solo se oye el estrépito y los chirridos de esas sombras extrañas que pasan.

Las lámparas se balancean con el viento. Si se llegaran a apagar, nosotros seguiríamos girando en la oscuridad, dando vueltas y vueltas, mientras la música seguiría sonando, y gradualmente el canal de hielo a nuestro alrededor se ensancharía, bostezando y respirando más violentamente, y todo el puerto se convertiría en agua negra con una solitaria isla de hielo en el centro donde seguiríamos rodando por los siglos de los siglos amén.

Ramona es tan bonita como un cuadro, perfecta y pálida como la novia del trueno. Ella está reservada a los adultos, completamente prohibida para los niños. Pero he visto a “la novia del trueno” en un museo de cera. Papá y yo amamos las figuras de cera. Le cayó un rayo justo cuando estaba a punto de casarse. El rayo golpeó la corona de mirto y salió por sus pies. Por eso la novia del trueno está descalza; es posible observar con claridad muchas líneas azules torcidas en las plantas de los pies donde el rayo se apagó.

En esa figura de cera se ve lo fácil que es destrozar a la gente. Se los puede triturar, desgarrar, aserrar en pedazos, entre otras cosas. Nadie está a salvo y por eso es tan importante encontrar un escondite a tiempo.

Solía cantarle canciones tristes a Poju. Él se tapaba los oídos con las manos, pero de todos modos escuchaba. La vida es una isla de dolor, vives hoy lo mejor que puedes y mueres mañana. La pista de patinaje era nuestra isla de dolor. La dibujamos debajo de la mesa del comedor. Poju la dibujó con una regla, cada tablón de las gradas y las lámparas a una distancia regular entre sí; siempre tenía un lápiz demasiado duro. Yo solo dibujé en negro con un 4 B. Era la oscuridad del hielo o el tobogán o mil figuras confusas sobre patines chirriantes huyendo en círculo. Él no entendió mi dibujo, de modo que tomé un bolígrafo rojo y susurré: “¡Rastros de sangre! ¡Rastros de sangre por todo el hielo!”. Entonces Poju gritó mientras yo fijaba la crueldad en el papel para que no pudiera alcanzarme.

Un domingo le enseñé cómo alejarse de las serpientes dentro de su gran alfombra de felpa.

—Lo único que necesitas hacer es caminar sobre los tonos brillantes, todos los colores claros —le dije—. Si pisas los colores oscuros, estás perdido. Allí está plagado de serpientes, no se puede describir, hay que imaginarlo. Cada uno debe pensar en su propia serpiente, porque ninguna otra puede ser tan terrible.

Hizo equilibrio sobre la alfombra y dio unos pasitos diminutos, con las manos estiradas delante de él y su gran pañuelo mojado aleteando lastimosamente.

—Ahora se está estrechando —le dije—. ¡Debes tener cuidado, trata de saltar a esa flor brillante en el medio!

La flor estaba inclinada justo detrás de él y el diseño se adelgazaba en un lazo. Intentó desesperadamente mantener el equilibrio, agitó su pañuelo y comenzó a gritar para terminar cayendo en la zona de un marrón oscuro. Gritó y gritó y rodó por la alfombra, rodó por el suelo y debajo de un armario. Yo también grité, me arrastré y envolví mis brazos alrededor de él y lo sostuve hasta que se calmó.

—No deberías tener alfombras tan lujosas, son un peligro. Es mucho mejor vivir en un estudio con piso de cemento —le señalé. Es por eso que Poju siempre anhela venir a nuestra casa.