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Hoy en día en Estados Unidos hay más de quinientas naciones indígenas reconocidas por el Gobierno federal que comprenden casi tres millones de personas, descendientes de los quince millones de nativos que habitaban esas tierras. El programa genocida que los colonos desarrollaron durante siglos ha sido omitido en gran medida de la historia, pero ahora, por primera vez, la historiadora y activista Roxanne Dunbar-Ortiz nos ofrece una historia de Estados Unidos contada desde la perspectiva de los pueblos indígenas. Abarcando más de cuatrocientos años, nos revela cómo los nativos americanos, durante siglos, han resistido activamente la expansión del imperio estadounidense, y desafía el mito sobre la fundación de Estados Unidos, exponiendo cómo la política contra los pueblos indígenas era colonialista y estaba diseñada para apoderarse de los territorios de los habitantes originales, desplazándolos o eliminándolos. Una política que, por cierto, fue muy elogiada en la cultura popular, a través de escritores como James Fenimore Cooper o Walt Whitman, así como desde las instituciones gubernamentales y militares más importantes.
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Nota de la autora
Como estudiante de Historia, y habiendo realizado un máster y un doctorado en esa disciplina, estoy agradecida por todo lo que aprendí de mis profesores y de los miles de textos que estudié. Pero la perspectiva que presento en este libro no proviene de los profesores ni de mis estudios: es externa a la academia.
Mi madre era en parte indígena —lo más probable es que fuera cheroqui—, nacida en Joplin (Misuri). Sin escolarizar y huérfana —perdió a su madre por tuberculosis a la edad de cuatro años, y tenía un padre irlandés nómada y alcohólico—, creció desprotegida y a menudo sin hogar junto a un hermano menor. Recogida por las autoridades en las calles de Harrah (Oklahoma), el pueblo donde mi padre había reubicado a la familia, mi madre terminó en hogares de acogida donde abusaron de ella, en los que pretendían usarla de sirvienta y de los que solía escaparse. A los dieciséis años conoció a mi padre, un descendiente de colonos escoceses-irlandeses, y se casó con él. Por ese entonces, él tenía dieciocho años y era un estudiante desertor que cuidaba el ganado en una extensa hacienda en la nación osage. Fui la última de sus cuatro hijos. Como éramos una familia de aparceros del condado de Canadian (Oklahoma), nos mudábamos de una hacienda a otra. Crecí entre comunidades indígenas rurales del antiguo territorio de las naciones cheyene y arapajó del sur, que había sido parcelado y entregado a los colonos a finales del siglo XIX. Cerca de allí estaba el internado federal para indígenas de Concho. En los pueblos, iglesias y escuelas negras, blancas e indígenas de Oklahoma, regía una estricta segregación, es decir, que yo interactuaba poco con estos últimos. Mi madre se avergonzaba de ser medio indígena. Murió a causa del alcohol.
En California, durante la década de 1960, participé activamente en los movimientos contra el apartheid y la guerra de Vietnam y a favor de la liberación de la mujer y, por último, en el movimiento panindígena que algunos denominaron Red Power (Poder Rojo). En 1970, Oso Loco Anderson, el destacado dirigente tradicionalista tuscarora, me convocó para trabajar en asuntos indígenas; insistía en que yo tenía que asumir mi herencia indígena, por muy débil que esta fuera. Aunque dubitativa al principio, después de la toma de Wounded Knee en 1973 comencé a trabajar a nivel local, en distintos lugares del país y en el extranjero con el Movimiento Indígena Estadounidense y el Consejo Internacional de Tratados Indios. También fui perito en causas judiciales, entre ellas, la de los acusados de Wounded Knee, que me permitió formar parte de debates con ancianos y activistas del pueblo siux lakota. Durante ese periodo volátil e histórico vivía en San Francisco, terminé mi doctorado en Historia en 1974 y luego comencé a dar clases en un nuevo programa de Estudios Indígenas Estadounidenses. Dediqué mi tesis a la historia de la tenencia de la tierra en Nuevo México, y entre 1978 y 1981 fui directora invitada del programa de Estudios Indígenas Estadounidenses de la Universidad de Nuevo México. Allí trabajé en la creación de un instituto de investigación y un seminario sobre desarrollo económico en colaboración con el All Indian Pueblo Council, la nación apache mescalera, la nación navaja y los Servicios Legales del Pueblo Dinébe’iiná Náhiiłna be Agha’diit’ahii (DNA), así como con estudiantes, miembros de la academia y comunidades indígenas.
He convivido con este libro durante seis años. Lo comencé una decena de veces antes de definir el hilo narrativo. Cuando me invitaron a escribirlo para la serie ReVisioning American History [Revisar la Historia Estadounidense], me dieron algunas pautas: debía tener rigor intelectual, pero, a la vez, ser relativamente corto y de lectura accesible para atraer a públicos diversos. Tuve serias dudas después de aceptar el proyecto. Si bien tenía que ser una historia de Estados Unidos según la han vivido los habitantes indígenas, ¿cómo podía hacerle justicia a esa experiencia tan variada que se extiende a lo largo de dos siglos? ¿Cómo hacerla comprensible para el lector general, que probablemente tenga pocos conocimientos sobre historia indígena, por un lado, pero, por el otro, tal vez tenga, de manera consciente o inconsciente, una narrativa establecida sobre la historia de Estados Unidos? Dado que estaba convencida de la importancia intrínseca del proyecto, persistí, leí o releí libros y artículos de académicos, novelistas y poetas indígenas de Norteamérica, además de tesis no publicadas, discursos y testimonios: en verdad, un cúmulo de trabajo extraordinario.
Llegué a darme cuenta de que se necesita una nueva periodización de la historia estadounidense que rastree la experiencia indígena, en contraposición a la división estándar: las etapas colonial, revolucionaria y jacksoniana, guerra civil y Reconstrucción, Revolución Industrial y Era Dorada, Nuevo Imperialismo, Progresismo, Primera Guerra Mundial, Depresión, New Deal, Segunda Guerra Mundial, Guerra Fría y guerra de Vietnam, seguidas de las décadas contemporáneas. Alteré esa periodización para reflejar mejor la experiencia indígena, pero no con la radicalidad necesaria. Se trata de un tema muy debatido entre los investigadores de temas indígenas estadounidenses.
También quise dejar a un lado la retórica de la raza, no porque la raza y el racismo no tengan importancia, sino para destacar que los pueblos nativos fueron colonizados y despojados de sus territorios en cuanto que pueblos diferenciados, es decir, cientos de naciones, no como un grupo étnico o racial unificado. Colonización, desposesión, colonialismo de asentamiento, genocidio: son estos los términos que perforan hasta el núcleo de la historia de Estados Unidos y llegan a la fuente misma de su existencia.
La imputación de genocidio, que hasta hace poco era inaceptable entre las clases dominantes del mundo académico y político estadounidense, ha venido ganando terreno a medida que las pruebas comenzaron a acumularse, pero es demasiado frecuente que esta imputación venga acompañada de una presunción de desaparición. Entonces, me di cuenta de que era crucial poner en claro a lo largo del libro la realidad e importancia de la supervivencia de los pueblos indígenas. Esta supervivencia como pueblos es consecuencia de siglos de resistencia y de una narración oral transmitida de generación en generación, y he intentado demostrar que se trata de una supervivencia dinámica, no pasiva. Sobrevivir al genocidio, por los medios que fuere, es resistencia; algo que deben aprender los no indígenas para comprender mejor la historia de Estados Unidos.
Espero que este libro sea un trampolín para sumergirnos en un diálogo sobre la historia, la realidad actual de la experiencia indígena y el significado y el futuro de Estados Unidos.
Una nota terminológica: a lo largo del texto utilizo indistintamente los términos indígenas, indios y nativos. Los individuos y pueblos indígenas de Norteamérica por lo general no consideran ofensivo el término indio.[1] Por supuesto, todos los ciudadanos de las naciones indígenas prefieren que se empleen los nombres en su propia lengua, como diné (navajo), haudenosaunee (iroqués), tsalagi (cheroqui) y anishinaabe (ojibwe o chippewa). He usado algunos de los nombres correctos junto con opciones más difundidas, como siux y navajo. A menos que provenga de una cita, no uso el término tribu, sino comunidad, pueblo y nación. También me abstengo de recurrir a América y americano para referirme solo a Estados Unidos y sus ciudadanos. Esos términos de un flagrante imperialismo son molestos para el resto de los habitantes del hemisferio occidental, que también son americanos; en lugar de ellos uso Estados Unidos y estadounidense.
[1]Por lo general, en el mundo de habla hispana la denominación «indio» se considera ofensiva. Por este motivo, se la ha evitado cuando no es parte de una cita textual o un término específico, como «territorio indio». (N. de la T.).
INTRODUCCIÓN
Esta tierra
Estamos aquí para educar, no para perdonar.
Estamos aquí para iluminar, no para acusar.
WILLIE JOHNS,
Reserva Seminola Brighton, Florida[2]
Bajo la corteza de esa porción de tierra llamada Estados Unidos de América —«desde California […] a las aguas de la corriente del Golfo», como reza la canción— están sepultados los huesos, las aldeas, los campos y los objetos sagrados de los indígenas estadounidenses.[3] Claman para que se escuchen sus historias a través de sus descendientes, que llevan consigo los recuerdos de cómo se ha fundado el país y de cómo llegó a ser lo que es hoy.
No deberían haberse destruido deliberadamente las grandes civilizaciones del hemisferio occidental, evidencia misma de su existencia, ni debería haberse interrumpido la progresión gradual de la humanidad para colocarla sobre un camino de codicia y destrucción.[4] Se tomaron decisiones que forjaron ese camino hacia la destrucción de la vida: hacia el momento en el que hoy vivimos y morimos mientras el planeta se marchita, recalentado. Conocer y aprender esta historia es, al mismo tiempo, una necesidad y una responsabilidad para con los ancestros y descendientes de todas las partes involucradas.
Lo que ha escrito el historiador David Chang sobre el pedazo de tierra que luego se convertiría en el estado de Oklahoma es válido para la totalidad de Estados Unidos: «Nación, raza y clase convergían en la tierra».[5] En Estados Unidos todo se reduce a la tierra: quién la supervisaba y cultivaba, quién pescaba en sus aguas y conservaba su vida silvestre; quién la invadió y la robó; cómo se convirtió en una mercancia («bienes raíces»), dividida en porciones, con fines de compra y venta en el mercado.
Si bien las políticas y acciones de Estados Unidos hacia los pueblos indígenas suelen describirse como «racistas» o «discriminatorias», rara vez se las presenta por lo que son: típicos casos de imperialismo y de una forma particular de colonialismo, el colonialismo de asentamiento. Como explica el antropólogo Patrick Wolfe: «La cuestión del genocidio nunca está muy desvinculada de los debates sobre el colonialismo de asentamiento. La tierra es vida o, como mínimo, la tierra es necesaria para la vida».[6]
La historia de Estados Unidos es una historia de colonialismo de asentamiento: la fundación de un Estado sobre la base ideológica de la supremacía blanca; la práctica extendida del comercio de africanos esclavizados y una política de genocidio y robo de tierras. Quienes busquen una historia con final feliz, de redención y reconciliación, pueden observar a su alrededor y comprobar que tal conclusión aún no está a la vista, ni siquiera en sueños utópicos de una sociedad mejor.
Escribir la historia de Estados Unidos desde la perspectiva de los pueblos indígenas obliga a repensar la narrativa nacional consensuada. Esta es errónea o deficiente no en sus hechos, fechas ni detalles, sino en su esencia. La aceptación del colonialismo de asentamiento y del genocidio es inherente al mito que nos han enseñado. Un mito que persiste no por falta de libertad de expresión ni escasez de información, sino por una falta de voluntad para formular preguntas que cuestionen el núcleo mismo de esa narrativa teledirigida acerca del origen de la nación. ¿De qué manera reconocer la realidad histórica de Estados Unidos puede servir para transformar la sociedad? Esa es la pregunta central que pretende responder este libro.
En mis clases sobre los pueblos indígenas de Estados Unidos siempre comienzo con un ejercicio simple. Pido a los estudiantes que dibujen un mapa muy básico del país en el momento de independizarse de Inglaterra. Casi siempre, la mayoría dibuja la forma aproximada que tiene el país en la actualidad, desde el Atlántico al Pacífico, es decir, el territorio continental que no se apropió sino hasta un siglo después de la independencia. Lo que se independizó en 1783 fueron las trece colonias británicas que abrazaban la costa atlántica. Cuando se los corrige, se avergüenzan porque en realidad lo saben. Yo les aseguro que no son los únicos. A ese ejercicio lo llamo «el test Rorschach del destino manifiesto», doctrina inserta en casi todas las mentes del país y del mundo. El test refleja la aparente inevitabilidad de la extensión y el poderío de Estados Unidos, su destino y el supuesto implícito de que el territorio era en el pasado terra nullius, tierra sin personas.
La canción de Woody Guthrie «This Land Is Your Land» [Esta tierra es tu tierra] celebra que la tierra pertenezca a todos, y así refleja el destino manifiesto inconsciente con el que vivimos. Pero que Estados Unidos se extienda «de un radiante mar al otro» fue intención y creación de los fundadores del país. Tierra «libre» fue el imán que atrajo a los colonos europeos; muchos eran dueños de esclavos y buscaban tierras sin límites para sus rentables cultivos comerciales. Después de la guerra por la independencia, pero antes de que se redactara la Constitución estadounidense, el Congreso Continental emitió la Ordenanza del Noroeste. Fue la primera ley de la incipiente república y revelaba el móvil de quienes deseaban la independencia. Fue el borrador que permitió engullir el Territorio Indio protegido por Inglaterra («Territorio del Ohio»), ubicado al otro lado de los montes Apalaches y Allegheny. Inglaterra había ilegalizado los asentamientos en esa zona mediante la Proclamación de 1763.
En 1801, el presidente Jefferson dio una descripción acertada de las intenciones de expansión continental horizontal y vertical del nuevo Estado colonizador: «Aunque los intereses actuales nos confinen a nuestros propios límites, es imposible no ansiar tiempos futuros en los que nuestra rápida multiplicación se extenderá más allá de esos límites y cubrirá todo el norte, si no el sur, del continente, con un pueblo que hable el mismo idioma, gobernado de manera similar por leyes similares». Esta visión del destino manifiesto tomó forma años después en la doctrina Monroe, en la que se anunciaba la intención de anexar o dominar los antiguos territorios coloniales de España en las Américas y el Pacífico, intención que se pondría en práctica durante el resto del siglo.
Las narrativas sobre el origen de una nación conforman el núcleo vital de la identidad aglutinadora de un pueblo y de los valores que lo guían. En Estados Unidos, la fundación y el desarrollo del Estado de colonos angloestadounidense implican una narrativa según la cual los colonos puritanos tenían un pacto con Dios para ocupar la tierra. Esa parte de la historia sobre el origen se ve respaldada y reforzada por el mito de Colón y la doctrina del descubrimiento. Mediante una serie de bulas papales de fines del siglo XV, las naciones europeas adquirieron titularidad sobre las tierras que «descubrieron», y los habitantes indígenas perdieron su derecho natural a ellas después de que los europeos llegaran y las reclamaran.[7] Como señala el profesor Robert A. Williams respecto de la doctrina del descubrimiento:
En respuesta a los requisitos de una era paradójica de Renacimiento e Inquisición, los primeros discursos modernos occidentales sobre la conquista articulaban una visión de una humanidad unida por un estado de derecho que era posible descubrir únicamente a través de la razón. Para desgracia del indígena americano, el primer intento del oeste por realizar esta noble visión de una Ley de Naciones incluyó el mandato de que Europa subyugara a todos los pueblos cuyas divergencias radicales de las normas de conducta adecuadas derivadas de Europa hicieran necesarias su conquista y regeneración.[8]
Según el mito de Colón, a partir de la independencia de Estados Unidos los colonos se vieron a sí mismos como parte de un sistema mundial de colonización. «Columbia», el nombre poético y latinizado que designa a Estados Unidos desde su fundación y a lo largo del siglo XIX, deriva del nombre de Cristóbal Colón. La «Tierra de Colón» se representaba —y aún es así— mediante la imagen de una mujer en esculturas y pinturas, mediante instituciones, como la Universidad de Columbia, y en innumerables topónimos, entre ellos, el de la capital nacional, el Distrito de Columbia.[9] El himno de 1789, «Hail, Columbia», fue el himno nacional en los comienzos y ahora se utiliza cada vez que el vicepresidente hace una intervención pública; el Día de Colón es fiesta nacional todavía en nuestros días, a pesar de que el mentado nunca puso un pie en el continente que reclamó Estados Unidos.
Tradicionalmente, los historiadores del país que ansiaban tener trayectorias exitosas en la academia y escribir libros de texto escolares que dieran buenas ganancias se convertían en protectores de este mito sobre el origen. Luego, con el revuelo cultural que se dio en el mundo académico durante la década de 1960, hijo del movimiento por los derechos civiles y del activismo estudiantil, los historiadores llegaron a exigir objetividad y equidad en la revisión de las interpretaciones de la historia estadounidense. Alertaron contra la moralina e instaron a reemplazarla por un enfoque desapasionado y culturalmente relativista. El historiador Bernard Sheehan, en un influyente ensayo, abogó por una comprensión de las relaciones entre indígenas, europeos y americanos en la historia temprana de Estados Unidos basada en la idea de «conflicto cultural»; escribió que ese enfoque «disipa el locus de la culpa».[10] Sin embargo, en su esfuerzo por encontrar un «equilibrio», los historiadores diseminaron lugares comunes: «Hubo malos y buenos de ambos bandos»; «La cultura estadounidense es una amalgama de todos sus grupos étnicos»; «Una frontera es una zona de interacción entre culturas, no un mero lugar de avance de asentamientos europeos».
Más tarde, los estudios posmodernos en boga insistieron en la «agencia» indígena bajo el velo del empoderamiento individual y colectivo, lo que implica que las víctimas del colonialismo son responsables de su propia desaparición. Quizá sea aún peor que algunos afirmaran (y todavía lo hacen) que colonizadores y colonizados experimentaron un «encuentro» y entablaron un «diálogo»; es decir, han encubierto la realidad con justificaciones y racionalizaciones: apología de un robo y un crimen unilaterales. Dado que ponen el foco en el «cambio cultural» y el «conflicto entre culturas», estos estudios pasan por alto preguntas fundamentales acerca de la formación de Estados Unidos y sus implicaciones en el presente y el futuro. Se trata de un enfoque de la historia que permite obviar sin preocupaciones tanto la responsabilidad presente frente al constante daño hecho por ese pasado como las cuestiones de reparación, restitución y reordenamiento de la sociedad.[11]
El multiculturalismo se convirtió en la punta de lanza del revisionismo estadounidense en la etapa posterior al movimiento por los derechos civiles. Para que el esquema funcionara —y afirmara el progreso histórico del país—, había que dejar fuera de plano a las naciones y comunidades indígenas. En cuanto que pueblos con base territorial, sujetos a los tratados firmados, no se ajustaban a la planilla multicultural, pero se los incluyó transformándolos en un grupo racial oprimido y amorfo, mientras que los estadounidenses de origen mexicano y los puertorriqueños han quedado disueltos en otro grupo, llamado «hispano» o «latino». El enfoque multicultural enfatizó las «contribuciones» de individuos de los grupos oprimidos a la supuesta grandeza del país. Entonces, se reconoció que los indígenas aportaron el maíz, las judías, el cuero de gamuza, las cabañas de troncos, las parkas, el sirope de arce, las canoas, cientos de topónimos, el Día de Acción de Gracias e incluso los conceptos de democracia y federalismo. Pero esta idea del indígena que con sus obsequios ayuda a establecer la nación y a enriquecer su desarrollo es una insidiosa cortina de humo utilizada para ocultar el hecho de que la existencia misma del país es resultado del saqueo de todo un continente y sus recursos. Las cuestiones fundamentales no resueltas respecto de tierras, tratados y soberanía indígenas no pueden hacer otra cosa que sabotear las premisas del multiculturalismo.
Con él, el destino manifiesto ganó la partida. Por dar un ejemplo, en 1994 la editorial especializada en textos escolares Prentice Hall (parte del grupo Pearson Education) publicó un nuevo libro de texto para universidades sobre la historia de Estados Unidos, escrito por cuatro miembros de una nueva generación de historiadores revisionistas. Estos historiadores sociales radicales son todos académicos brillantes con puestos en prestigiosas universidades. El título del libro refleja la intención de sus autores y del editor: Out of Many: A History of the American People [De muchos, uno: historia del pueblo estadounidense]. La historia del origen de una nación supuestamente unitaria, si bien multicultural, se mantenía intacta. En el diseño original de la cubierta se veía un tejido de múltiples colores; la imagen pretendía reemplazar al desacreditado «crisol». En el interior, opuesta a la página del título, había una fotografía de una mujer navaja con vestimenta formal de gamuza y adornos de plata de ley y de turquesa. Detrás de ella, se mostraba una vivienda tradicional navaja, un hogan, y a la mujer arrodillada frente a un telar típico, tejiendo una alfombra casi terminada. ¿Cuál era su diseño? ¡Barras y estrellas! Ante mi objeción y explicación de que las tejedoras navajas trabajan por encargo, es decir, hacen el diseño que les piden, respondieron: «Pero es una fotografía real». Hay que reconocer que para la segunda edición reemplazaron la fotografía de cubierta y quitaron la imagen de la mujer navaja de la portada, pero no modificaron el texto.
Es esencial ser conscientes del marco de colonialismo de asentamiento en el que se inserta lo que escribimos sobre la historia de Estados Unidos si queremos evitar la holgazanería de la posición por defecto y la trampa de una creencia inconsciente y mitológica en el destino manifiesto. El tipo de colonialismo que han sufrido los pueblos indígenas de Norteamérica fue moderno desde sus comienzos: expansión de corporaciones europeas en el extranjero, apoyadas por los ejércitos de los Gobiernos, con la subsiguiente expropiación de tierras y recursos. El colonialismo de asentamiento es una política genocida. Las naciones y comunidades nativas han resistido el colonialismo moderno desde el comienzo con tácticas defensivas y ofensivas —al tiempo que luchaban por mantener los valores fundamentales y la colectividad—, que incluyen las formas actuales de resistencia armada de los movimientos de liberación nacional y lo que hoy algunos llaman terrorismo. En cada instancia han luchado por sobrevivir como pueblos. El objetivo de las autoridades colonialistas estadounidenses fue poner fin a su existencia como pueblos, no como individuos. Esa es la definición misma del genocidio moderno, en contraposición con instancias premodernas de violencia extrema cuyo objetivo no era la extinción. Estados Unidos, en cuanto que entidad socioeconómica y política, es el resultado de ese proceso colonial de siglos, que aún continúa. Las naciones y comunidades indígenas de hoy son el resultado de la resistencia a ese colonialismo, a través de la cual han mantenido sus prácticas e historias. Es sobrecogedor, pero no es un milagro que hayan sobrevivido como pueblos.
Decir que Estados Unidos es un Estado colonialista no es formular una acusación, sino enfrentar la realidad histórica sin la cual gran parte de la historia del país no tiene sentido, a menos que borremos a los pueblos indígenas. Pero ellos resistieron y sobrevivieron y son testigos de esta historia. En la era de la descolonización a nivel mundial, durante la segunda mitad del siglo XX, los viejos poderes coloniales y sus apologistas intelectuales instalaron una contraofensiva, que suele denominarse «neocolonialismo», de la que surgieron el multiculturalismo y el posmodernismo. Si bien gran parte del revisionismo histórico estadounidense refleja la estrategia neocolonialista —el intento de adecuar las nuevas realidades para mantener la dominación—, los métodos que esta emplea anuncian la victoria para el colonizado, ya que esos enfoques levantan una tapa que había estado bien cerrada por mucho tiempo. Uno de los efectos de este fenómeno ha sido la presencia de un número importante de académicos indígenas en las universidades estadounidenses, que están cambiando los términos de análisis. El principal desafío para los académicos que revisan la historia de Estados Unidos en el contexto del colonialismo no es la falta de información, tampoco es un problema metodológico. Indudablemente, las dificultades en cuanto a la documentación no son mayores que en cualquier otra área de investigación. Antes bien, el origen de los problemas ha sido la negación o incapacidad de los historiadores estadounidenses de comprender la naturaleza de su propia historia, la de Estados Unidos. El problema fundamental es la ausencia del marco colonial.
A través de la penetración económica en las sociedades indígenas, las potencias coloniales europeas y euroamericanas crearon dependencia económica y desequilibrio comercial, luego incorporaron a las naciones indígenas a sus esferas de influencia y las controlaron indirectamente o mediante la figura de los protectorados, con la utilización indispensable de misioneros cristianos y del alcohol. En el caso del colonialismo de asentamiento estadounidense, la tierra fue el principal producto básico. Con indicadores tan obvios del colonialismo operante, ¿por qué tantas interpretaciones del desarrollo político-económico estadounidense son enrevesadas y oscuras y esquivan lo obvio? Hasta cierto punto, el surgimiento en el siglo XX de los estudios sobre historia del «oeste de Estados Unidos» o las Borderlands [zonas fronterizas] se ha insertado forzosamente en un marco de colonialismo de asentamiento incompleto y errado. El padre de ese campo de la historia, Frederick Jackson Turner, lo confesó en 1901: «Nuestro sistema colonial no comenzó con la guerra hispano-estadounidense [1898]; Estados Unidos había tenido una historia y una política coloniales desde el comienzo de la República, pero han sido ocultadas por frases como “migración interestatal” y “organización territorial”».[12]
El colonialismo de asentamiento, en cuanto que institución o sistema, necesita de la violencia o la amenaza de violencia para conseguir sus objetivos. Las personas no entregan su tierra, recursos, futuro o hijos sin pelear, y a eso se responde con violencia. En el empleo de la fuerza necesaria para conseguir sus objetivos expansionistas, un régimen colonizador institucionaliza la violencia. La noción de que el conflicto colono-indígena es un producto inevitable de las diferencias culturales y los malentendidos, o de que ambas partes ejercen la violencia por igual, empaña la naturaleza de los procesos históricos. El colonialismo euroamericano, un aspecto de la globalización económica capitalista, tuvo una tendencia genocida desde el comienzo.
El término genocidio se acuñó después de la Shoah u Holocausto y su prohibición quedó consagrada en la convención de las Naciones Unidas adoptada en 1948: la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Esta medida no es retroactiva, pero es aplicable a las relaciones entre Estados Unidos y los pueblos indígenas desde 1988, año en que el Senado la ratificó. Los términos de la convención contra el genocidio también son herramientas útiles para el análisis histórico de los efectos del colonialismo en cualquier era. En la convención se considera que cualquiera de los siguientes cinco actos constituyen genocidio si son «perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso»:
• matanza de miembros del grupo;
• daño grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;
• sometimiento intencionado del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial;
• medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
• traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.[13]
En la década de 1990, el término limpieza étnica se volvió útil para describir el genocidio.
La historia de Estados Unidos, al igual que el trauma indígena heredado, no puede comprenderse sin enfrentar la cuestión del genocidio perpetrado por ese país contra los pueblos indígenas. Desde el periodo colonial, pasando por la fundación del país y extendiéndose durante el siglo XX, ese genocidio incluyó tortura, terror, abusos sexuales, masacres, ocupaciones militares sistemáticas, expulsiones de indígenas de sus territorios ancestrales e ingreso forzado de niños indígenas en internados de tipo militar. La ausencia de tan siquiera el mínimo indicio de arrepentimiento o sentimiento de tragedia en la celebración anual de la independencia nacional revela una profunda desconexión en la conciencia de los estadounidenses.
El colonialismo de asentamiento es inherentemente genocida, en términos de lo establecido en la convención contra el genocidio. En el caso de las colonias norteamericanas de Inglaterra y Estados Unidos, no solo se practicaron la exterminación y la expulsión, sino que además se buscó borrar la existencia previa de los pueblos indígenas, práctica que continúa hasta el presente. El historiador anishinaabe (ojibwe) Jean O’Brien llama a esta práctica de negación de la existencia indígena «los primeros y los últimos» (firsting and lasting). Por todo el continente, las historias locales, los monumentos y los carteles cuentan la historia del primer asentamiento: los fundadores, la primera escuela, la primera casa, todo lo que sucedió primero, como si no hubiera habido habitantes que prosperaron en esos sitios antes que los anglos. Por otro lado, la narrativa nacional también cuenta sobre los «últimos» indígenas o últimas tribus, como «el último de los mohicanos», «Ishi, el último indio» y End of the Trail [Fin del sendero], el nombre de una famosa escultura de James Earle Fraser.[14]
Podemos identificar políticas genocidas implementadas por los Gobiernos estadounidenses, que están documentadas, en al menos cuatro periodos distintos: la era jacksoniana de traslados forzosos, la fiebre del oro en el norte de California, la era de las llamadas «guerras indias» en las Grandes Llanuras tras la guerra civil y el periodo de terminación de la década de 1950, que se analizarán en los siguientes capítulos. Es posible hallar casos de genocidio como política de Estado en documentos históricos y también en las historias orales de las comunidades indígenas. Un ejemplo típico, de 1873, es lo que escribió el general William T. Sherman: «Debemos actuar con determinación vengativa contra los siux, incluso hasta exterminarlos, a los hombres, las mujeres y los niños […]; durante un ataque, los soldados no pueden detenerse a distinguir entre masculino o femenino, ni siquiera discriminar según la edad».[15] Como explicó Patrick Wolfe, la peculiaridad del colonialismo de asentamiento es que tiene por objetivo eliminar a las poblaciones indígenas y liberar la tierra para los colonos. El proyecto no se limita a la implementación de políticas gubernamentales, sino que se sirve de todo tipo de organismos, de milicias de voluntarios y de colonos que actúan por cuenta propia.[16]
En la etapa posterior a las políticas de terminación de la década de 1950, surgió un movimiento panindígena a la par del poderoso movimiento afroestadounidense por los derechos civiles y los movimientos de amplia base por la justicia social y contra la guerra, que se desarrollaron durante la década de 1960. El movimiento por los derechos indígenas logró revertir la política de terminación. Sin embargo, la represión, los ataques armados y los intentos de revocar tratados por la vía legislativa volvieron a comenzar a fines de la década de 1970, lo que dio origen al movimiento indígena internacional, que amplió significativamente el apoyo a la soberanía y los derechos territoriales indígenas en Estados Unidos.
El siglo XXI nació siendo testigo de una creciente explotación de recursos energéticos que ejerce nuevas presiones sobre las tierras indígenas. La explotación que llevan a cabo las más grandes corporaciones, por lo general en connivencia con políticos de los niveles local, estatal y federal, e incluso con algunos Gobiernos indígenas, podría representar una derrota definitiva para las bases territoriales y los recursos de los pueblos originarios. Para el fortalecimiento de la soberanía indígena, el público en general tendrá que indignarse y protestar; para ello, a su vez será necesario que la población —aquellos que descienden de colonos e inmigrantes— conozca su historia y asuma su responsabilidad. La resistencia a estas poderosas fuerzas corporativas continúa teniendo profundas implicaciones para el desarrollo socioeconómico y político estadounidense y para su futuro.
En Estados Unidos existen en la actualidad más de quinientas comunidades y naciones indígenas con reconocimiento federal, lo que representa casi tres millones de personas. Ellos son los descendientes de los quince millones de habitantes originarios de esas tierras, de los cuales la mayoría eran agricultores que vivían en pueblos. El sistema de reservas indígenas establecido por Estados Unidos viene de una larga práctica colonial británica en las Américas. En la era de la firma de tratados, desde la independencia hasta 1871, el concepto de reserva aludía a una porción reducida de base territorial que una nación indígena cede a cambio de recibir protección gubernamental por parte de los colonos y de la provisión de servicios sociales. Hacia finales del siglo XIX, con el debilitamiento de la resistencia indígena, el concepto comenzó a designar una porción de tierra que Estados Unidos extrae de su dominio público como gesto de benevolencia, como «obsequio» para los pueblos indígenas. La retórica había cambiado y se decía que las reservas habían sido «otorgadas» a los indígenas o «creadas» para ellos. A partir de ese cambio, las reservas comenzaron a verse como enclaves dentro de los límites del Estado. A pesar de la realidad política y económica, la impresión que muchos tenían era que los pueblos indígenas se estaban aprovechando de lo que era de dominio público.
Más allá de las bases territoriales que se hallan dentro de los límites de las trescientas diez reservas con reconocimiento federal —donde habitan 554 grupos indígenas—, los derechos indígenas a la tierra, el agua y los recursos se extienden a todas las comunidades reconocidas federalmente dentro de las fronteras de Estados Unidos. Esto es así ya sea «dentro del territorio adquirido originalmente o con posterioridad, y dentro o fuera de los límites de un estado», e incluye todas las parcelas y derechos de paso que desde ellas se extienden o hacia ellas se dirigen.[17] No todas las naciones indígenas con reconocimiento federal tienen bases territoriales más allá de los edificios gubernamentales; además, las tierras de algunas naciones indígenas, incluidas las de los siux en las Dakotas y Minnesota y las de los ojibwes en Minnesota, se han parcelado en múltiples reservas, mientras que las de unas cincuenta naciones indígenas desplazadas a Oklahoma se parcelaron por completo. Fueron divididas por el Gobierno federal en lotes individuales de propiedad indígena. El abogado Walter R. Echo-Hawk escribe:
En 1881, la tenencia indígena de la tierra en Estados Unidos se había reducido abruptamente a 63.130.960 hectáreas. Para 1934, solo quedaban unas 20.234.282 hectáreas (un área del tamaño de Idaho y Washington) como resultado de la Ley General de Parcelación de 1887. Durante la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno se apoderó de 202.342 hectáreas más para uso militar. Más de cien tribus, bandas y rancherías cedieron sus tierras mediante distintas leyes del Congreso durante la era de la terminación de la década de 1950. Hacia 1955, la base territorial indígena se había reducido a tan solo el 2,3 % de su tamaño original.[18]
Como resultado de la venta, confiscación y parcelación de tierras por parte del Gobierno federal, la mayoría de las reservas están muy fragmentadas. Cada parcela de tierra tribal, en fideicomiso o privada es un enclave separado, regido por múltiples leyes y jurisdicciones. En la actualidad, la nación diné (navaja) es la que tiene la base territorial continua más extensa: 6.400.000 hectáreas, o unos 64.000 kilómetros cuadrados, equivalente al tamaño de Virginia Occidental. Otras doce reservas son más extensas cada una de ellas que el estado de Rhode Island, de unas trescientas mil hectáreas; y otras nueve reservas son cada una más extensa que Delaware, que tiene casi seiscientas mil hectáreas. Otras reservas tienen bases territoriales menores a trece mil hectáreas.[19] Varios Estados nación independientes que tienen un escaño en las Naciones Unidas poseen menos territorio y poblaciones más reducidas que algunas naciones indígenas de Norteamérica.
Hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba en guerra con gran parte del mundo, como lo había estado contra los pueblos indígenas de Norteamérica en el siglo XIX. Esta última fue una guerra total, en la que se exigía al enemigo que se rindiera incondicionalmente o se preparara para la aniquilación. Tal vez era inevitable que las primeras guerras contra los pueblos indígenas, de no reconocerse ni repudiarse, terminaran por abarcar al mundo entero. Según la narrativa sobre el origen, Estados Unidos nació de la rebelión contra la opresión —contra un imperio— y, por lo tanto, es resultado de la primera revolución anticolonial por la liberación nacional. La narrativa se desprende de esa falacia: la ampliación y profundización de la democracia; el fin de la esclavitud tras la guerra civil y la posterior «segunda revolución»; la misión del siglo XX de salvar a Europa de sí misma… dos veces; y, en última instancia, la triunfante lucha contra el flagelo del comunismo, de la que Estados Unidos heredó la ardua tarea de mantener el mundo en orden. Se trata de una narrativa del progreso. Las revoluciones sociales de la década de 1960, encendidas por el movimiento de liberación afroestadounidense, pusieron en tensión la narrativa del origen, pero su estructura y periodización han quedado intactas. Después de la década de 1960, los historiadores incorporaron a las mujeres, los afroestadounidenses y los inmigrantes como grupos que han contribuido al bien común. De hecho, la narrativa revisada dio lugar al marco analítico de la «nación de inmigrantes», que impide ver con claridad la práctica estadounidense de la colonización y mezcla el colonialismo de asentamiento con la migración a los centros metropolitanos durante y después de la Revolución Industrial. A los pueblos nativos, si se los incluía, se los renombraba como «primeros estadounidenses» y, por lo tanto, se los presentaba como inmigrantes remotos.
El provincianismo y el chovinismo nacional que exuda la producción histórica estadounidense hacen difícil que las revisiones que hacen algún aporte adquieran autoridad. A los historiadores que intentan rectificar las distorsiones, tanto indígenas como algunos no indígenas, se los tilda de parciales, y con ese fundamento se les niega la publicación de sus trabajos. Los académicos indígenas indagan en las investigaciones y el pensamiento que han surgido en el resto del mundo colonizado por Europa; para comprender las experiencias históricas y actuales de los pueblos indígenas de Estados Unidos, se nutren de distintas corrientes y las aplican con creatividad, por ejemplo, el materialismo histórico del marxismo, la teología de la liberación en América Latina, los análisis psicosociales de Frantz Fanon sobre los efectos del colonialismo en el colonizador y el colonizado, y otros enfoques, que incluyen la teoría del desarrollo y la teoría posmoderna. Sin abandonar los análisis que pueden derivarse de esas fuentes, debido a la naturaleza «excepcional» del colonialismo estadounidense entre las potencias coloniales del siglo XIX, los académicos y activistas indígenas exploran nuevos enfoques.
Este libro afirma ser una historia de Estados Unidos desde la perspectiva de los pueblos indígenas, pero no existe algo semejante a una perspectiva colectiva de los pueblos indígenas, así como no existe una perspectiva monolítica de los pueblos asiáticos, europeos o africanos. Esta no es una historia sobre las vastas civilizaciones y comunidades que prosperaron y sobrevivieron entre el golfo de México y Canadá y entre el océano Atlántico y el Pacífico. Esas historias las han escrito y las escriben los historiadores de los pueblos diné, lakota, mohawk, tlingit, muskogee, anishinaabe, lumbee, inuit, kiowa, cheroqui, hopi y de otras comunidades y naciones indígenas que han sobrevivido al genocidio colonial. Este libro intenta contar la historia de Estados Unidos como Estado de colonialismo de asentamiento, que, al igual que los Estados colonialistas europeos, aplastó y sometió a las civilizaciones originarias de los territorios que actualmente gobierna. Los pueblos indígenas, ahora en relación colonial con Estados Unidos, habitaron esas tierras y en ellas prosperaron por milenios antes de ser económicamente diezmados y desplazados a reservas fragmentadas.
Esta es una historia de Estados Unidos.
[2]Willie Johns, «A Seminole Perspective on Ponce de León and Florida History», en Forum Magazine, Florida Humanities Council, otoño de 2012, disponible en: http:// indiancountrytodaymedianetwork.com/2013/04/08/seminole-perspective- ponce-de-leon-and-florida-history-148672 (consultado el 24 de septiembre de 2013).
Salvo que se indique expresamente lo contrario, las traducciones de los autores citados son propias (N. de la T.).
[3]El verso completo de la canción más popular de Woody Guthrie es: «Esta tierra es tu tierra. / Esta tierra es mi tierra. / Desde California hasta la isla de Nueva York. / Desde los bosques de secuoyas a las aguas de la corriente del Golfo. / Esta tierra se hizo para ti y para mí».
[4]Henry Perro Cuervo, declaración en audiencia por el tratado siux de 1974, en Dunbar-Ortiz, The Great Sioux Nation, p. 54.
[5]Chang, The Color of the Land, p. 7.
[6]Wolfe, «Settler Colonialism», p. 387.
[7]Véase Watson, Buying America from the Indians, y Robertson, Conquest by Law. Puede hallarse una lista y descripción de cada bula papal en: The Doctrine of Discovery, http://www.doctrineofdiscovery.org (consultado el 5 de noviembre de 2013).
[8]Williams, American Indian in Western Legal Thought, p. 59.
[9]Stewart, Names on the Land, pp. 169-173, 233, 302.
[10]Sheehan, «Indian-White Relations in Early America», pp. 267-296.
[11]Sheehan, «Indian-White Relations in Early America», pp. 267-296.
[12]Turner, Frontier in American History, p. 127.
[13]«Convention on the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide, Paris, 9 December 1948», Audiovisual Library of International Law, http://untreaty.un.org/cod/avl/ha/cppcg/cppcg.html (consultado el 6 de diciembre de 2012), disponible en castellano en: <http://www.ohchr.org/SP/ProfessionalInterest/Pages/CrimeOfGenocide.aspx>. Véase también Kunz, «United Nations Convention on Genocide».
[14]O’Brien, Firsting and Lasting.
[15]17 de abril de 1873, citado en Marszalek, Sherman, p. 379.
[16]Wolfe, «Settler Colonialism», p. 393.
[17]Código de EE. UU., título 18, sección 1151 (2001).
[18]Echo-Hawk, In the Courts of the Conqueror, pp. 77-78.
[19]«Tribes», sitio web del Departamento de Interior de Estados Unidos: http://www.doi.gov/tribes/index.cfm (consultado el 24 de septiembre de 2013); «Indian Reservation» en New World Encyclopedia, disponible en: http://www.newworldencyclopedia.org/entry/ Indian_reservation (consultado el 24 de septiembre de 2013). Véase también Frantz, Indian Reservations in the United States.
01
Por la senda del maíz
Los indígenas americanos, provistos de sílex y antorchas, vivían en armonía con la naturaleza, pero se trataba de un equilibrio inducido por medios artificiales.
CHARLES C. MANN, 1491[20]
Los humanoides existieron en la Tierra unos cuatro millones de años como cazadores y recolectores; vivían en pequeños grupos comunitarios y mediante sus desplazamientos descubrieron y poblaron cada continente. Hace unos doscientos mil años, las sociedades humanas, originadas en el África subsahariana, comenzaron a migrar en todas direcciones y sus descendientes terminaron poblando el globo. Hace unos doce mil años, algunos de esos grupos comenzaron a afincarse en sus lugares y a desarrollar la agricultura, en especial las mujeres, que domesticaron plantas silvestres y cultivaron otras.
En cuanto que lugar de nacimiento de la agricultura y de los pueblos y ciudades que se erigieron luego, América es antigua, no es un «nuevo mundo». La domesticación de plantas se dio en siete lugares del mundo durante aproximadamente el mismo periodo, hacia el año 8500 a. C. Tres de esos siete lugares estaban en América y se basaron en el maíz: el valle de México y América Central (Mesoamérica), la región centro-sur de los Andes, en América del Sur, y el este de Norteamérica. Los otros primeros centros agrícolas fueron los sistemas del Tigris-Éufrates y el río Nilo, el África subsahariana, el río Amarillo del norte de China y el río Yangtsé del sur de China. Durante este periodo, muchas de las mismas sociedades humanas que desarrollaban la agricultura comenzaron a domesticar animales. Solo en el continente americano la domesticación paralela de animales cedió terreno al manejo de la caza, un tipo de crianza de animales diferente de la que se practicaba en África y Asia. En estas siete áreas, las sociedades «civilizadas» con base en la agricultura se desarrollaron en simbiosis con los pueblos cazadores, pescadores y recolectores de las periferias; a muchos de ellos los fueron incorporando poco a poco a las esferas de sus civilizaciones, excepto a los que se encontraban en regiones no aptas para la agricultura.
Maíz, sagrado alimento
La agricultura indígena americana se basaba en el maíz. Se han hallado vestigios de su cultivo en la zona central de México que datan de hace diez mil años. De doce a catorce siglos después, la producción de maíz se había extendido por todas las áreas templadas y tropicales de América, desde el extremo sur de Sudamérica al subártico en Norteamérica, y desde el Pacífico al Atlántico en ambos continentes. Nunca se pudo identificar con certeza cuál es el grano salvaje a partir del cual se cultivó el maíz, pero los pueblos indígenas que tenían y tienen ese alimento como sustento creen que fue un obsequio sagrado de los dioses. Dado que no existen pruebas de la presencia del cultivo en ningún otro continente antes de su dispersión posterior a la invasión, su desarrollo es un invento único de los agrónomos originarios de América. A diferencia de la mayoría de los granos, el maíz no crece de manera silvestre y no subsiste sin atención humana.
Además de múltiples variedades y colores de maíz, los mesoamericanos cultivaban calabaza y judía, que se esparcieron a lo largo del hemisferio, al igual que muchas variedades y colores de patata, que hace más de siete mil años comenzaron a cultivar los agricultores andinos. El maíz, por ser un cultivo de verano, no resiste más de entre veinte y treinta días sin agua y menos tiempo aún a altas temperaturas. Muchas de las áreas en las que el maíz fue el alimento principal eran áridas o semiáridas, es decir, para cultivarlo era necesario diseñar y construir complejos sistemas de irrigación; estos se habían implementado al menos dos mil años antes de que los europeos supieran de la existencia de las Américas. La proliferación de la agricultura y los cultígenos no podría haber ocurrido sin los siglos de intercambio cultural y comercial entre los pueblos de América del Norte, Central y del Sur; los comerciantes llevaban consigo semillas y otros bienes y prácticas culturales.
El amplio alcance y la capacidad de la producción indígena de granos impresionaron a los colonizadores europeos. Un viajero en la Norteamérica de ocupación francesa relató en 1669 que cada aldea iroquesa estaba rodeada por quince kilómetros cuadrados de maizales. El gobernador de Nueva Francia, tras un ataque militar en la década de 1680, informó de que había destruido más de un millón de fanegas de trigo (42.000 toneladas) que pertenecían a cuatro aldeas iroquesas.[21] Gracias a la tríada nutritiva compuesta por el maíz, la judía y la calabaza —que brindan una proteína completa—, las Américas estaban densamente pobladas cuando las monarquías europeas comenzaron a auspiciar sus proyectos colonizadores en el continente.
La población total del hemisferio era de unos cien millones de habitantes hacia finales del siglo XV, de los cuales dos quintos se encontraban en Norteamérica, incluido México. Tan solo en la zona central de México había treinta millones de personas. En el mismo periodo, la población de Europa hasta los montes Urales era de unos cinco millones. Los expertos han notado que tales densidades de población solo eran posibles gracias a que los pueblos habían creado un paraíso relativamente libre de enfermedades.[22] No cabe duda de que las había, así como también tenían problemas de salud, pero el uso de medicinas a base de hierbas e incluso la cirugía y la odontología y, lo que es aún más importante, la higiene y el baño ritual mantenían las enfermedades a raya. Los colonos en todas partes de las Américas se maravillaban ante los baños frecuentes que tomaban los indígenas, también en épocas de bajas temperaturas. Uno de ellos comentó: «Van al río y se zambullen y bañan todos los días antes de vestirse». Otro escribió: «Hombres, mujeres y niños, desde la temprana infancia, tienen el hábito del baño». Habiéndose originado en México, los baños de vapor con fines rituales eran comunes entre los pueblos indígenas de Norteamérica.[23] Ante todo, la mayoría de estos pueblos tenían dietas saludables, en gran parte vegetarianas, con el maíz por alimento principal, complementado por peces salvajes, aves y cuadrúpedos. Las poblaciones eran longevas, vivían bien y disfrutaban de numerosas temporadas de ceremonias y actividades recreativas.
Desde México hacia arriba
Al igual que sucedió en las otras dos masas continentales más extensas —Eurasia y África—, en las Américas la civilización surgió a partir de ciertos centros poblados y experimentó periodos de crecimiento e integración vigorosos, intercalados con otros de declive y desintegración. Cuando los europeos intervinieron en las Américas, había al menos doce centros de ese tipo. Si bien esta es una historia de la porción de Norteamérica hoy llamada Estados Unidos, es importante seguir la senda del maíz hasta sus orígenes y abordar brevemente la historia de los pueblos del valle de México y América Central, lo que suele denominarse Mesoamérica. Las influencias provenientes del sur tuvieron fuertes consecuencias en los pueblos indígenas del norte (en lo que hoy son Estados Unidos), y los mexicanos continúan migrando como lo han hecho por milenios, aunque ahora deban cruzar la frontera arbitraria que quedó establecida en la guerra de Estados Unidos contra México entre 1846 y 1848.
Los primeros grandes cultivadores de maíz fueron los mayas, concentrados en una primera etapa en lo que hoy es el norte de Guatemala y el estado mexicano de Tabasco. Extendiéndose hasta la península de Yucatán, los mayas del siglo X construyeron ciudades-Estado —Chichén Itzá, Mayapán, Uxmal y muchas otras—, que hacia el sur llegaban hasta Belice y Honduras. Podían encontrarse aldeas, granjas y ciudades mayas desde los bosques tropicales a las áreas montañosas y las llanuras costeras e interiores. Durante el auge de cinco siglos del que gozó la civilización maya, gobernaron conjuntamente el clero y la nobleza. También había una clase comercial diferenciada, y la densidad demográfica de las ciudades era considerable, no se trababa solo de centros burocráticos o religiosos. Las aldeas mayas en la región más lejana mantenían las características fundamentales de las estructuras de clanes y las relaciones sociales comunales. Allí trabajaban las tierras de los nobles, pagaban renta por el uso de la tierra y contribuían con impuestos y trabajo en la construcción de caminos, templos, casas para los nobles y otras estructuras. No se sabe con certeza si estas relaciones se entablaron mediante la explotación o la cooperación. Sin embargo, la nobleza conseguía sus sirvientes entre los prisioneros de guerra, delincuentes acusados, deudores e incluso huérfanos. Aunque el estatus de servidumbre no era hereditario, se trataba de trabajos forzosos. Una explotación de la mano de obra cada vez más pesada, impuestos y tributos más altos produjeron disensión y levantamientos, lo que desembocó en el colapso del Estado maya, del que surgieron sistemas de gobierno descentralizados.
La cultura maya, que asombra a todos los que la estudian y suele compararse con la griega (ateniense), orbitaba alrededor del cultivo del maíz, y su religión también se construyó en torno a ese alimento vital. Por otra parte, el pueblo maya desarrolló el arte, la arquitectura, la escultura y la pintura empleando una variedad de materiales, entre ellos, el oro y la plata, que extraían y utilizaban para la joyería y la escultura, pero no como moneda. Rodeados de árboles del caucho, inventaron la pelota de goma y juegos de pelota que se practicaban en canchas, similares al fútbol moderno. Sus logros en matemáticas y astronomía son los más impresionantes. Hacia el año 36 a. C. habían concebido el concepto del cero. Trabajaban con números del orden de los cien millones y tenían un uso extendido de sistemas de fechas, que hizo posible las observaciones del cosmos y un calendario único en su tipo que señalaba el paso del tiempo hacia el futuro. Los astrónomos modernos se han maravillado ante la precisión de las tablas mayas del movimiento de la luna y los planetas, que se usaron para predecir eclipses y otros sucesos astronómicos. La cultura y la ciencia mayas, así como sus prácticas gubernamentales y económicas, influenciaron a toda la región.
Durante el mismo periodo de desarrollo maya, la civilización olmeca reinaba en el valle de México y construyó la gran metrópolis de Teotihuacán. La civilización tolteca, que dominó la región durante cuatro siglos, desde el 750 d. C, absorbió a los olmecas. Las ciudades toltecas ostentaban edificios colosales, esculturas y mercados, y además contaban con grandes librerías y universidades. Erigieron múltiples ciudades; la más importante fue Tula. El idioma escrito de los toltecas estaba basado en la forma maya, al igual que el calendario que usaban para la investigación científica, en particular la astronomía y la medicina. Otra nación del valle de México, los culhuas, construyó la ciudad-Estado de Culhuacán sobre la costa sur del lago Texcoco y la ciudad-Estado de Texcoco sobre la costa este del lago. A finales del siglo XIV, el pueblo tepaneca adquirió un impulso expansionista y sometió a Culhuacán, Texcoco y todos los pueblos que se encontraban bajo el control de ambas en el valle de México. Avanzaron con la conquista de Tenochtitlán, ubicada en una isla en medio del inmenso lago Texcoco y construida hacia 1325 por los aztecas, cuyo idioma era el náhuatl, que habían migrado desde el norte de México (actual Utah). Los aztecas habían llegado al valle en el siglo XII y estuvieron involucrados en la caída de los toltecas.[24]
En 1426, los aztecas de Tenochtitlán se aliaron con los pueblos de Texcoco y Tlacopan y acabaron con la dominación tepaneca. Los aliados iniciaron luego una guerra contra los pueblos vecinos y finalmente consiguieron controlar el valle de México. Los aztecas surgieron como pueblo dominante en esa Triple Alianza y pasaron a tener autoridad tributaria sobre todos los pueblos de México. Sucesos análogos se dieron en Europa y Asia durante el mismo periodo, cuando los pueblos germánicos demolieron y ocuparon Roma y otras ciudades-Estado, mientras los mongoles de la estepa eurasiática invadían gran parte de Rusia y China. Al igual que en Europa y Asia, los pueblos invasores asimilaron y reprodujeron la civilización.
La base económica del poderoso estado azteca era la agricultura hidráulica, que tenía el maíz como cultivo central. Además, prosperaron otros como la judía, la calabaza, el tomate y el cacao, que daban sustento a una población densa, concentrada mayoritariamente en los centros urbanos. Los aztecas también cultivaban tabaco y algodón; este último proveía la fibra para todas las telas y prendas de vestir. El tejido y los trabajos en metal fueron de gran importancia; se elaboraban productos útiles además de obras de arte. Gracias a las técnicas de construcción, se hicieron enormes represas y canales de piedra, además de fortalezas de ladrillo o piedra. Había complejos mercados en cada ciudad y una red de comercio de amplia cobertura, que aprovechaba las rutas trazadas por los toltecas.
Los mercaderes aztecas adquirieron la turquesa de los indígenas pueblo, que la extraían en lo que hoy es el sudoeste de Estados Unidos para venderla en la zona central de México, donde se había convertido en la más valiosa de las posesiones materiales y se empleaba como medio de intercambio o como forma de dinero.[25] Los sesenta y cinco artefactos hechos con turquesa que se encontraron en el cañón del Chaco, Nuevo México, dan prueba de que ese mineral fue un producto básico de gran importancia durante el periodo precolonial. Había otros bienes comerciables valiosos en el área, por ejemplo, la sal, que tenía un valor similar al de la turquesa. Los productos comerciables de cerámica requerían de una red de mercados interconectados, esparcidos en la región que abarca desde Ciudad de México hasta Mesa Verde, en Colorado. En las ruinas de Casa Grande, Arizona, centro comercial de la frontera norte, se hallaron conchas del golfo de California, plumas de aves tropicales del área de la costa del golfo en México, obsidiana de Durango, México, y sílex de Texas. La turquesa se utilizaba como moneda para adquirir plumas de guacamayo y loro de las áreas tropicales para distintos rituales religiosos, conchas marinas de los pueblos de la costa y pieles y carne de las llanuras del norte. Esta piedra se ha hallado en sitios precoloniales en Texas, Kansas y Nebraska, donde los wichitas operaban como intermediarios llevándola, junto con otros bienes, hacia el este y el norte. Los pueblos crees en la región del lago Superior y las comunidades de lo que hoy son las provincias de Ontario (Canadá) y de Wisconsin (Estados Unidos) adquirieron la turquesa mediante el comercio.[26]
Los comerciantes de México también eran transmisores de rasgos culturales, como la religión de la Danza del Sol en las Grandes Llanuras y el cultivo del maíz entre los pueblos algonquinos, cheroquis y muskogees (creeks) de la parte este de Norteamérica, que llegó desde América Central. En las historias orales y escritas de los aztecas, cheroquis y choctaws se registran estos intercambios. Y en la historia oral cheroqui se relatan las migraciones de sus ancestros desde el sur a través de México, al igual que en la historia oral de los muskogees.[27]
Si bien parecía que los aztecas prosperaban en los aspectos cultural y económico, además de ser fuertes en lo militar y en lo político, en las vísperas de la invasión española su dominio iba en descenso. Debido a la presión del tributo ejercida mediante ataques violentos, los campesinos se rebelaron y hubo levantamientos en todo México. Moctezuma II, que asumió el poder en 1503, podría haber logrado reformar el régimen, tal como era su intención, pero los españoles lo derrocaron antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo. El Estado mexicano fue aplastado y sus ciudades, arrasadas a lo largo de los tres años que duró la guerra genocida de Cortés. Los reclutamientos del conquistador en las comunidades que resistían al dominio azteca a lo largo y ancho de México ayudaron a hacer tambalear el régimen central. Cortés y sus doscientos mercenarios europeos nunca podrían haber derribado el Estado mexicano sin la insurgencia indígena que él cooptó. Los pueblos en resistencia que se aliaron con Cortés para acabar con el opresivo régimen azteca tampoco podrían haber sospechado los verdaderos objetivos de esos colonizadores españoles obsesionados por el oro ni de las instituciones europeas que les brindaron apoyo.
El norte
Lo que hoy es el sudoeste de Estados Unidos alguna vez formó, junto con los actuales estados mexicanos de Sonora, Sinaloa y Chihuahua, la periferia norte del régimen azteca en el valle de México. Se trata en su mayor parte de una región montañosa, árida y semiárida interrumpida por ríos, y es una base territorial frágil en la que las precipitaciones son un bien escaso y la sequía es endémica. Sin embargo, en el desierto de Sonora, actual zona sur de Arizona, hacia el año 2100 a. C. las comunidades indígenas ya practicaban la agricultura; sus canales de riego se remontan al año 1250 a. C. Los primeros rastros de maíz en la zona datan del año 2000 a. C. y se introdujeron mediante el comercio y la migración entre el norte y el sur. Los pueblos situados más al norte comenzaron a cultivar maíz, judía, calabaza y algodón hacia el año 1500 a.C.; sus descendientes, los akimel o’dham (pimas), llaman a sus ancestros los huhugam (que significa «aquellos que han ido»), expresión que los europeos entendieron como hohokam. El pueblo hohokam dejó tras su paso canchas de juego de pelota similares a las de los mayas, edificios de varios pisos y campos de cultivo. La huella más impresionante que han dejado en la Tierra es haber construido una de las redes de canales de irrigación más extensas de la época. Desde el año 900 al 1400 d. C., los hohokams desarrollaron un sistema de canales de más de mil doscientos kilómetros de líneas troncales y cientos de kilómetros más de ramificaciones que alimentaban sitios locales. El canal más largo del que se tiene conocimiento tenía treinta y dos kilómetros. Los más extensos tenían entre veintidós y veinticinco metros de ancho y seis de profundidad, y muchos eran a prueba de pérdidas, revestidos con arcilla. Uno de los sistemas de riego transportaba agua suficiente para irrigar unas cuatro mil hectáreas.[28] Los agricultores hohokams tenían cosechas excedentarias para exportar, y su comunidad se convirtió en el punto de confluencia de una red de comercio que abarcaba desde México a Utah y desde la costa del Pacífico a Nuevo México y hacia las Grandes Llanuras. Para el siglo XIV, los hohokams se habían dispersado y vivían en comunidades más pequeñas.