La imagen y el sueño - Francisco Rivas - E-Book

La imagen y el sueño E-Book

Francisco Rivas

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Beschreibung

Se afirma que nuestros sueños somos nosotros mismos y que ellos, como las alucinaciones, más frecuentes de lo que normalmente se supone, revelan nuestros más profundos anhelos y temores. Esta afirmación bien puede atribuirse a las incidencias de la vida de los sueños y de los delirios de Silvio Pogliati, el protagonista de esta notable novela ambientada en los años anteriores e inmediatamente posteriores a la dictadura cívico-militar chilena. Silvio Pogliati no es un héroe, pero convive y se vincula con sus amigos y antiguos compañeros de estudios quienes combatieron sin pausa para recuperar la libertad y restaurar la democracia perdida después del Golpe de Estado de 1973. Así como en sus sueños, Pogliati observa y participa de escenarios oníricos siempre relacionados con su entorno de vida, los que se imprimen en su memoria de manera involuntaria y consistente, entregándole a su consciente una mirada a veces insondable de su entorno y del futuro. Pogliati el almacenero percibe en sus alucinaciones y sueños una expresión auténtica de su indefinición e inconsistencia vital en todas sus relaciones. La probabilidad estadística de que sus alucinaciones, los diálogos y las experiencias que en ellas comparte con Cereceda, su eterno amigo imaginario, sean verdaderos, no le preocupa. Sin duda esta obra es una saga de los acontecimientos ocurridos en esos años cruciales de dolor y heroísmo, y la imaginaria de Pogliati no hace más que reafirmarlos en su terrible y cruda verdad. Juan Camilo Lorca, septiembre de 2021.

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© Copyright 2021, Francisco Rivas © Copyright 2021 Editorial MAGO Primera edición: noviembre 2021 Director: Máximo G. Sá[email protected] ISBN: 978-956-317-664-3 Diseño y diagramación: Sergio Cruz Lectura y revisión: MAGO Editores Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

Capítulo Uno

“Aun así me preguntó cómo imaginaba la muerte y… quise responderle que la muerte no es otra cosa que el fin de las imágenes…”.“Ravelstein”, Saul Below.“Un amigo imaginario no es una identidad patológica, lo crean los niños para absorber el complicado mundo exterior y convertirlo en algo que pueden manejar”.“Contra Freud”, Jean Maurice Brenneil.

Antes

UNO

(1) Silvio Pogliati nació y creció en la casa paterna en las cercanías de Talca, a las orillas del río Lircay. Su padre, un inmigrante adolescente que llegó a ser propietario de un almacén y que llegara al país desde Norcia en la región de la Umbría italiana, le relataba con frecuencia y con el sesgo de todo italiano liberal, el sangriento desenlace de la batalla que llevaba el nombre del pueblo y del río. Desde entonces, el niño tuvo una peculiar obsesión: encontrar el sable conque el vencedor del conflicto había ordenado destazar como a un buey a uno de los oficiales enemigos, el coronel Tupper.

Tenía entonces seis años y el viejo en su historia aseguraba que el arma asesina había quedado en el campo de batalla. La obsesión por su hallazgo se atenuó cuando los abandonó su madre y el viejo abrió un negocio en la ciudad, obligándolo a dejar la escuelita rural donde cursaba la educación primaria y separándolo de la rivera que tantas veces recorrió y excavó en busca del sable fratricida o un hueso del coronel.

Si empezaba a oscurecer o escuchaba el El Grito de llamada de su padre, se refugiaba algunos minutos bajo un copudo maitén y con un cortaplumas labraba en su corteza una pequeña flecha, apuntando el lugar donde ya había buscado. Esas mordidas aún no alcanzaban a rodear el grueso tronco, pero Silvio no ignoraba que finalmente esas marcas matarían al maitén. La tenacidad de su rastreo menguó, pero esos amargos acontecimientos bélicos nunca se extinguieron de su memoria.

Algún día lo encontraré, se dijo el niño Pogliati al abandonar Lircay.

(2)Muchosaños después y al terminar sus estudios universitarios, quizás debido a la perplejidad provocada por su reciente egreso o al aturdimiento que pueden causar los desaciertos de un joven sin entorno al terminar su rutina académica, Silvio Pogliati decidió consultar en la prensa las ofertas de trabajo. Impulsivo, sin una reflexión acabada e impelido por el temor al ocio, postuló a un trabajo bancario. Fue contratado por el Banco de Temuco. Su casa central donde él se desempeñaría como cajero no estaba en esa ciudad sino que en la capital y ocupaba dos pisos de un edifico mejorado en la calle Huérfanos esquina Ahumada. Era un lugar elegante casi sofisticado, con resguardos recubiertos con placas de mármol reconstituido, escaleras de granito con pasamanos de bronce, sillones de cuero y máquina de café filtrado que un mozo servía a los clientes. En otras palabras, un banco con pretensiones. Se decía que tenía un gran capital confiado por inversionistas nacionales y extranjeros y que en pocos años llegaría a ser tan grande como el Banco de Chile o el Santander. Lo de Temuco era un nombre de fantasía, como llamarlo Banco de Valparaíso o Banco de Barcelona.

Por cierto, en aquel municipio sureño había una pequeña oficina con dos funcionarios que se pasaban el día liando cigarrillos y tomado té. Ningún agricultor o empresario lechero o ganadero utilizaba los servicios de esa entidad financiera, ni ella aceptaba abrir cuentas corrientes ni de ahorro a los locales y menos regalar alcancías a comuneros mapuches. La fortaleza de esa entidad estaba en Santiago, en el comercio, en la especulación y en los préstamos. Quizás un puñado de ricachones tenía unos pesos depositados en la sucursal de Temuco.

Pogliati tenía una estatura promedio, casi un metro setenta, de contextura normal, más flaco que robusto, de huesos compactos, cara redonda y nariz pequeña, ojos cenicientos y parpados caídos. Labios delgados y dientes pequeños. De piel blanca y pelo claro; quizás podía ser reconocido por su particular manera de caminar: pasos balanceados, largos y rápidos aunque no fuera a ninguna parte. Como los perros le había dicho el Callado Eusebio, que siempre van apurados y ni ellos saben adónde se dirigen. No era ni había sido alegre ni taciturno, pero hablaba con voz firme convincente y convencida. No tenía luces sobre lo que significaba tener carisma hasta que Lunabel se lo mencionó después de una reunión en el núcleo socialista de la Universidad, a la que asistía como concurrente con derecho a voz. Su infancia provinciana lo había dotado de cierta timidez que se encabritaba en circunstancias aleatorias.

Pogliati, el nuevo empleado bancario podía ser uno de tantos chilenos a quienes su trabajo ni satisface ni gratifica, que a media mañana salen de sus trabajos por diez minutos y fuman, compran maní, almendras y paragüitas de caramelo transparente a los maniseros que anclan sus barquitos de lata en las veredas del centro de Santiago. Son tipos que asisten a funciones triples en los cines cercanos, a espectáculos nocturnos, se fanatizan con el Santiago Morning, con el Chuncho azul o con el Colo Colo, beben cerveza o vino con moderación, son aficionados a los asados y caminan volviendo la cabeza para mirar las piernas de las mujeres. Sin embargo, Pogliati podía ser mucho más que eso.

Arrendaba una casa de un piso en la calle Loreto, buena techumbre de planchas de zinc, toda entera pintada de blanco. Estaba casi adosada a la consulta del doctor Huedé, quien engañaba a sus pacientes haciéndoles creer que los miraba por la pantalla plomada de una máquina vetusta en la que sólo funcionaba la luz roja de advertencia de radiación. El tubo de rayos X se había fundido una década antes.

La casa tenía dos dormitorios, el principal con una cama de plaza y media, un velador con cubierta de formalita, una lámpara de notario con pantalla anaranjada, una cómoda y un despertador con una escena de Scaramouche delante de la cual giraban los punteros. El dueño le confesó que el teléfono estaba cortado por una deuda de cinco meses. Pogliati pagó esa mora conservando el servicio. Un dormitorio estaba vacío, a no ser por una bicicleta de paseo con un bolsón de colegial en la parrilla y con ruedas desinfladas. La casa estaba construida con moldes de adobe y paja forrados con placas de madera aglomerada y un cielo de lona bajo cerchas de pino amarillo que se asomaban en los rincones. Disponía de una cocina con su repostero, una sala con una salamandra y un pequeño comedor con una mesa redonda y un par de sillas, un baño con lavatorio, taza y tina con patas de león. La cocina estaba equipada con un refrigerador marca Socarel funcionando, estantes de formalita cruda y dos ollas, un sartén y un número indeterminado de platos, tazas, cuchillos tenedores y cucharas. En el patio trasero, un camino de durmientes inestables conducía a un cobertizo estropeado.

El canon de alquiler era ajustado a la casa y al barrio, y durante todo el período en que Pogliati la ocupó le depositó al dueño con bastante regularidad la cantidad estipulada. No volvió a ver al propietario, un tipo agradable, viudo y ricachón, hasta el día en que la desocupó, cuando después de harto tiempo y muchas y vicisitudes la dejó para regresar a Talca.

Pogliati compraba su ropa de bancario en la sastrería de Los Siete Pilares y en el guardarropa tenía, junto a la ropa informal que no usaba desde que empezara a trabajar en el Banco, dos ternos, tres camisas, dos corbatas y media docena de prendas de ropa interior. Sus calcetines eran invariablemente negros y lisos. En su despensa no faltaba el café, retazos de fideos largos, arroz, harina, azúcar. En el refrigerador siempre se podía encontrar un pan de mantequilla, huevos, aceite y con frecuencia media palta y unas tajadas de jamón. Además, un molinillo y una cafetera italiana para dos tazas que guardaba en un armario. En el pequeño salón, un tresillo de felpa gris, una mesa de centro con cubierta de vidrio y un único cuadro que reproducía en blanco y negro El Grito de Munch. En las mañanas de todos los días, excepto los sábados, domingos y festivos, después de ducharse tomaba una taza de café y una tostada con mantequilla, luego se cepillaba los dientes salía y se presentaba en la puerta de la entidad bancaria media hora antes de que llegaran los clientes. Se instalaba en su lugar de trabajo y cuando le tocaba el turno de cajero recibía del tesorero el dinero de caja, lo ordenaba, aseguraba los fajos con elásticos, firmaba el recibo e inspeccionaba la calculadora Olivetti 60, cuyo funcionamiento lo tenía muy satisfecho no sólo por su amable maniobrabilidad sino también porque era uno de los ocho cajeros, de los once que operaban en el banco, que tenía la calificación para operarla. De ese modo, la jornada se hacía más llevadera, rápida y con menos posibilidades de descuidarse y cometer un desatino. Para sus adentros, Pogliati se reía sin malicia de las filas de clientes delante de las ventanillas de sus colegas, quienes sólo operaban con las viejas Facit NTK o en algunos casos, desconfiados de esas máquinas que se desajustaban cambiando unas cifras por otras, haciendo cálculos con los dedos de las manos.

(3) Su padre había muerto cuando cursaba el tercer año de universidad y de su madre no quería acordarse. Durante sus estudios había vivido de la mensualidad que retiraba de un depósito que le dejara el viejo antes de ser saqueado por la demencia, muriendo sin recuerdos ni esperanzas. Después de enterrarlo en el mausoleo italiano del cementerio de Talca, Silvio vendió el negocio a don Sofanor Cancino, el único y verdadero amigo del viejo a quien había recibido en su casa con su discernimiento agotado. Pogliati se separó para sí y como recuerdo del almacén, la poruña con la que en la infancia sacaba el azúcar de su cajón.

(4) Pogliati había sido un estudiante bien calificado de la licenciatura de administración y negocios en la facultad y durante los últimos tres años un activista algo influyente propuesto para ser tesorero del centro de alumnos. Esa iniciativa no se materializó. No militaba en ningún partido, pero se le identificaba con los partidos de izquierda. Era lo que se entendía como un simpatizante; definición aceptada por esas tiendas políticas que contaban conque de esa manera se daban una teñidura de independiente, lo que tanto cautivaba en la política nacional. Una ambigüedad, como toda independencia. Sus amigos lo invitaban, le reclamaban una militancia para atajar las imprecisiones, pero Pogliati se defendía afirmando que eso significaba abrazar una doctrina, lo que iba en contra de su forma de ver el presente y el futuro. Y cuando le preguntaban cuál era esa forma, él callaba.

Se pensaba que en un futuro muy próximo Pogliati iba a adherir a un partido, que su participación en la política llegaría a ser relevante y que sus actividades en la universidad habían sido sólo un preámbulo. Aunque a medida que se acercaba el término de los estudios, contar con la participación de Pogliati en actividades proselitistas se hizo más difícil.

Tuvo una relación íntima y promisoria con Lunabel, compañera de universidad con anhelos de compromiso militante. Era flaquita, pelo color canela, una nariz subida y sus labios una línea rosada. Lo extraño era la luz de sus ojos que se encendía o apagaba según el humor que la embargaba. Podían encandilar con un luminoso celeste o sombrear con un reflejo ambarino. Ella lo visitaba en su casita de Loreto, conversaban tardes enteras y dormían juntos. Sin embargo, ninguno de los dos hablaba de compromisos de ningún tipo ni de la necesidad de tenerlo. Y Pogliati menos persuadido que ella en ese sentido y en el de la política. Más allá del sexo, los sentimientos menos definidos no se expresaban ni se transmitían entre ellos. Una relación tan asimétrica entre el paroxismo del placer físico que los consumía y la ausencia de una ternura complementaria y conmovedora, tenía muchos claroscuros para ser duradera. La política amalgama con fuerza sin que eso signifique que de repente no se desgarre.

Al principio, Pogliati se excusaba para no participar en las convocatorias a reuniones y si lo hacía permanecía taciturno en una silla cualquiera. En los primeros años universitarios, ya sea en una protesta u homenaje, marchaba en una primera fila del brazo con otros líderes estudiantiles. Ya no lo hacía. En las conversaciones de café interminables y aburridos, pero esencial para la camaradería, hablaba poco, opinaba menos y guardaba silencio por largos minutos. Trataba de evitar esos temas con Lunabel y había empezado a vestirse de manera diferente a sus compañeros, inclinándose de manera comedida, pero indiscutible, a la formalidad. Lunabel se alejó de pronto y se espaciaron sus encuentros; Pogliati jamás le preguntó el motivo y ella pareció considerarlo como un incidente más de la vida.

(5) Pasado un tiempo Fileas, compañero de carrera e involucrado fuertemente en la contingencia política, lo encaró una tarde en el café Espada cuando lo vio entrar usando una corbata. A la salida hablaremos, le dijo.

Esa tarde y esa noche Pogliati bebió cerveza como siempre y estuvo más locuaz que de costumbre, pero la corbata no se movió del cuello de su camisa más que unos centímetros, cuando aflojó el nudo poco antes de abandonar el local.

Al término de la velada no hubo tiempo para sermones: estaban todos borrachos. En la esquina de la plaza Ñuñoa ya se subía al trolebús cuando vio el índice acusador de Fileas que lo señalaba apoyado en Richard Rojas, mañana deberemos tomar decisiones, le dijo, y sus palabras no le sonaron agresivas, pero si provocadoras. Pogliati no supo si se dirigía de verdad a él.

Se fue cabeceando en el lento desplazamiento del bus. En la Alameda las plumas que alimentaban el motor del vehículo saltaron del tendido eléctrico y el chofer estuvo largos minutos tratando de conectarlos. Los chispazos provocados por las tentativas del agotado conductor, que con seguridad llevaba todo el día dando vueltas por Santiago, lo despertaron. Descendió en la calle Mosqueto, cruzó el rio Mapocho y caminó la cuadra hasta su casa. Al entrar, descubrió el papel que habían deslizado bajo la puerta. Sin leerlo lo rompió en cuatro pedazos y lo tiró al tacho de la basura. La letra de su madre era inconfundible. Fue al baño, se lavó los dientes, orinó, se desvistió, se puso el pijama y a la cama. Fue un sueño ligero, sin espejismos que lo invadieran. Estos eran poco frecuentes y nunca los recordaba, eran fugaces imágenes sin detalles que no alcanzaban a formar un relato. Había preguntado al psicólogo del departamento de salud de los alumnos y este le aseguró que los sueños buenos o malos se recuerdan parcialmente y siempre tienen lo que se ha dado en llamar un fraudumento, palabra acuñada por él, por ser la mayoría de las veces inconexos, absurdos, con personajes que pueden o no estar dotados de movimiento o quietud y que siempre son procesos elaborados por el inconsciente de uno mismo, son dolos que nos provoca la propia conciencia.

Con esas explicaciones, Pogliati llegó a la conclusión de que Freud bien pudo ser un maníaco que vertía sobre su inconsciente y el de los otros toda su patética existencia. No se lo dijo al profesional que tenía inconmovibles tendencias sicoanalíticas y una deformada admiración por el médico vienés y su obra. Desde ese encuentro, prefirió ignorar la siquiatría y optar por proposiciones mágicas ante cualquier desorden mental. No se le escapaba a Pogliati que todo desorden mental, en la vigilia o el sueño, tenía una causa y en alguna medida un tratamiento, pero aun así y hasta que de la mano del doctor Widermann se excluyó de sus experiencias alucinatorias evitó, cuanto pudo, cualquier contacto con los loqueros y desde luego con el mismo Widermann, aunque con este no pudiera lograrlo.

Despertó temprano. Era sábado y las posibilidades de encontrarse con Fileas o con Richard Rojas eran bajas, pero decidió ser cauteloso. La advertencia de sus amigos le incomodaba y cualquier juicio que sostuviera en contra sería retrucado por ellos sin compasión. Y Silvio Pogliati estaba cansado de negarse a tomar medidas que no iban con él. Debía salir y alejarse de su casa antes de que Fileas o Richard se acordaran de la que sería una nueva convocatoria para él y se aparecieran a tomar el primer café de la mañana. Se duchó rápidamente, dejó de lado la corbata y salió cerrando con doble llave. Llevaba el cepillo de dientes y un envase con dentífrico neutro para lavarse los dientes después de que desayunara en el café Santos. Era alérgico al olor del Colgate o al de las pastas de dientes en general. Ese lugar subterráneo, el de los más abundantes desayunos de Santiago, era también una posibilidad de encuentro con sus compañeros. Caminó por la calle Ahumada hasta el edificio que estaba en la esquina de la Plaza de Armas, bajó al subsuelo en la esquina con la calle Huérfanos, entró al café, se sentó a una mesa detrás de un pilar y pidió la panera, la mantequilla y la mermelada de damascos. Nadie lo molestó, eran las once de la mañana.

(6)El añoacadémico había finalizado, eximido de sus exámenes por el buen rendimiento tanto como Fileas, Richard, Patrick y por supuesto Lunabel, estaba libre igual que ellos de tal modo que donde fuese, si era un lugar de encuentro consuetudinario, podría toparse con uno de ellos o con todos. Ya nadie ocupaba su tiempo en estudiar. Para recibir el título sólo bastaba con defender una tesis y recibir el cartón en una ceremonia en el Teatro Municipal. Excepto Silvio, la actividad política era la ocupación preferente de sus condiscípulos que ya ocupaban como Fileas y Richard cargos de cierta responsabilidad en sus partidos. Era el cuarto año del gobierno del partido mayoritario del centro político y no había quién no presagiara que el próximo, dos años más tarde sería de la izquierda. Y para eso se preparaban.

Silvio Pogliati no tenía interés en aquello que para sus compañeros era cuestión de vida. Siendo estudiante y hasta que no empezó su experiencia laboral en el Banco, dependía de la suficiente cuota mensual de su viejo. No obstante, quería una pronta independencia.

(7) El padrede Pogliati había llegado a ser un próspero almacenero y fue en el negocio de ese inmigrante italiano donde el joven Silvio se aficionó a los negocios, al trueque cuando era necesario y al préstamo si el solicitante era de confiar. Y luego a la gestión, cuando al viejo piamontés se le empezó a caer la memoria, a desconfiar del kilo normado de los contrapesos de hierro, a confundir la denominación de los billetes y a recibir sin exigir garantías cheques bancarios que terminaban sin fondos. Hasta la muerte del viejo y mientras estudiaba en Santiago, el negocio fue atendido por su viejo amigo de pesca, dominó, brisca y la grappa rossa, don Sofanor.

Siendo un niño disfrutaba introduciendo la poruña en el cajón del arroz, del azúcar, de la harina de lentejas o de garbanzos, calculando con el pulso de su brazo el peso que luego ratificaba en la balanza, manejando la palanca de la bomba de aceite comestible expendiendo el cuarto, el medio o el litro solicitado por el cliente y arrastrando los sacos de los proveedores a la bodega en la trastienda del almacén. Su máximo deleite estaba en conducir la caja registradora National de bronce pulido cuando su padre se lo permitía, recibir los billetes, hacer entrechocar las monedas cuando caían en el depósito de la máquina, deleitarse con ese ruido y entregar el cambio. Desde la adolescencia sabía que terminaría siendo un trabajador del comercio o la banca.

Ni su paso por la universidad, ni la influencia masiva de las ideologías de su juventud, ni su amistad y camaradería y acciones agitadoras con Fileas Vásquez y sus compañeros, pudieron en contra de esa silenciosa y antigua llamada que parecía escuchar de su padre. Pogliati sabía que era muy posible que no continuara caminando al compás del siglo, que su tiempo retrocedía y la de sus coetáneos avanzaba y no podía evitarlo. Le gustaba lanzarle piedras a los guanacos y a los carros lanzagases de los pacos, rayar los muros colindantes a la casa de estudios y enfrascarse en duras discusiones con los democratacristianos o derechistas; pero no ignoraba que eso constituía un entretenido paréntesis en su vida y que pronto estaría detrás de las rejas. De las rejas de una caja en alguna entidad bancaria, imaginaba. Sin embargo, todo ello no dejaba de zambullirlo en cierta indisposición, pues lo natural hubiera sido optar por la tendencia que lo había llevado a ser sondeado como un promisorio dirigente, temiendo por lo demás que Lunabel no aceptaría jamás esa reconversión burguesa. Coincidía con ella en que su origen, aunque no era el más apto para llevarlo a ser un combatiente revolucionario o en un genuino político de la izquierda, no lo invalidaba para serlo. No obstante, Pogliati estaba convencido de que el legado de una perseverancia de padre a hijo semejante a la que había recibido, no es posible de torcer. Estaba equivocado y no lo sabía, porque como afirmaba un divulgado escritor, toda biografía está sujeta al azar y el azar -la tiranía de la contingencia- lo es todo. Para Pogliati como para cualquier integrante de la especie, el destino y el libre albedrío son aviesas fantasías.

Pogliati tenía certezas y una de ellas era que egresando no retornaría al campo de la política. Ese capítulo se cerraría. Al concluir la fiesta de graduación y ya en su casa de calle Loreto, colgó el título en la sala junto al El Grito de Munch y bajo él instaló una mesa ratona que había comprado en un baratillo donde colocó la poruña que había mandado a cromar. Se sentía cómodo y aislado en ese lugar. Por ese barrio y por las desdentadas baldosas de las veredas no pasaban marchas y estaba a un paso del mercado y de la vega del Mapocho, donde ya solía ir en busca de una presa de conejo, una coliflor que comía cocida y con unas gotas de vinagre y una bolsa de manzanas. En algunas oportunidades adquiría porotos verdes y pepinos y un par de olorosos mangos. En los puestos ambulantes el aceite, el arroz y los fideos anchos.

Muchas veces quiso advertir a los que esperaban una atención médica en la puerta de Huedé que la luz roja que se encendía sobre el equipo no era signo de que funcionara, sino que todo era un artimaña provocada por un cortocircuito instalado por el médico, el que activaba con un golpe de tacón sobre un pedal bajo su silla frente a la pantalla. Nunca lo advirtió.

(8) Unos díasdespués de que Pogliati respondiera un aviso publicado en un diario. donde un Banco solicitaba un empleado calificado para su sección de inversiones, fue llamado a una entrevista con el director de recursos humanos de la institución. Se trataba del Banco de Temuco. La reunión se efectuó en un estudio de abogados en el centro de Santiago y en ella participaron el encargado de evaluar la contratación, el abogado del Banco y el propio Pogliati, quien se había asegurado de que no hubiese registros de sus actividades políticas universitarias. Para ello, repasó diarios y revistas y aunque en una vieja foto de El Diario Ilustrado se reconoció en medio de una trifulca con los carabineros; la imagen eran por técnica y fortuna tan borrosa que resultaba irreconocible. Tampoco había anotaciones de conductas reprochables en sus extractos biográficos estudiantiles, donde su expediente, más allá de las notas, no incluía ninguna observación negativa.

Para esa primera convocatoria, Pogliati compró un traje de paño gris, añadió una camisa blanca y una corbata de color apagado. Luego fue a la zapatería Lombardi y pidiendo precios asequibles compró unos mocasines de piel de gamuza. Esa primera reunión no estuvo exenta de amabilidades; se le ofreció Nescafé con sacarina, que detestaba, galletas tritón y unos merengues de color verde que parecían pequeños sapos azucarados. Amigable y formal la entrevista, durante la cual los ejecutivos hojearon los papeles de Pogliati (con seguridad lo habían hecho antes) e hicieron preguntas de fácil respuesta.

No pasaron muchos días antes de que lo llamaran del Banco. La reunión con el gerente del personal y el abogado había sido satisfactoria y ahora lo requerían desde una de las gerencias para llegar a una resolución definitiva. Pogliati sólo cambió el color de su camisa por una de color blanco y delgadas rayas verticales rojizas. En todo caso discreta. Camino a la institución vislumbró en el cruce contrario de Ahumada a Fileas y a Richard. Fileas informal como siempre, camisa de leñador canadiense, pantalones de buzo y botines de entrenamiento. En sus manos, la sobada carpeta de plástico con contenido confidencial y quizás clandestino. El Callado era más fóbico y no acostumbraba a dar vueltas por ahí con compañía. No era complicado ubicarlo ni eludirlo pues tenía la invariable costumbre de comer un sándwich de jamón en la fiambrería LaTriestina. Se ocultó en Panamtur, un local que vendía pajaritos mecánicos enjaulados que cantaban una música machacona como de reloj cucú barato, radios portátiles y cualquier trasto: un cambalache aburrido y vulgar. No alcanzó a ver adónde se dirigían sus antiguos compañeros y se alegró de haberlos esquivado. Le daría la cara a Fileas tarde o temprano, pero en ese momento no le venían las ganas ni menos el valor: enfrentar a Fileas era más peliagudo que torear a un rinoceronte.

(9) Pogliati, después de que la secretaria le explicara que el señor Morna, su jefe, estaba ocupado, tuvo que esperar una hora para que lo atendiera. Había sido puntual y esa demora lo fastidiaba y ofendía.

Fumó cigarrillo tras cigarrillo hasta que al cabo de ese lapso se abrió la puerta de la oficina. El hombre estaba haciendo una siesta y la espera de Pogliati no tenía justificación. Era un tipo rollizo y porte bajo, su semblante mostraba una expresión ambigua, era adusta y gentil al mismo tiempo, jetudo, la anchura de su cuello le entorpecía los giros de la cabeza. no así sus ojos móviles sobre los que parecía no tener control, su nariz roja y granulosa semejaba un jarrón invertido, usaba un terno de color gris metalizado, camisa de seda y una palomita rosada con lunares negros. Su despacho no era muy amplio, una mesa con cubierta de vidrio, un pisapapeles de piedra que representaba el águila calva, un vaso de cerámica con lápices y un teléfono con botones. La silla detrás de la mesa tenía una base con resortes y un cojín voluminoso. Frente a ella dos sofás forrados en cuerina. Tres grabados estaban instalados en las paredes, uno mostraba la clásica cacería de zorros, el que pendía a la derecha del escritorio un carruaje tirado por caballos blancos y conducido por un postillón de librea y un tercero, oculto en parte por la cortina plegada, un jarrón con flores. Un espejo colgaba detrás de la puerta. La única ventana con sus vidrios limpios daba a la calle Huérfanos.

Deberá enterarse, le dijo el ejecutivo antes de saludarlo, que en este Banco los trabajadores solo pueden fumar en un recinto especial para ello. Pogliati asintió, el señor Morna lo invitó a sentarse en uno de los sillones.

Ese tipo ya sabía quién era él y a qué había venido.

Bien señor Pogliati, se pronunció el achaparrado caminando por el piso alfombrado sacando un paquete de cigarrillos, sus antecedentes son suficientes para el cargo al que opta y he resuelto contratarlo.

Pogliati se relajó, el tipo le ofreció un Capstan y le presentó un encendedor Ronson preparado para la chispa. Pogliati aceptó.

Para su registro. le aviso que sólo para los gerentes y sus invitados y para nadie más está autorizado fumar aquí.

Silvio Pogliati supo que era un payaso y a la vez un cara de raja y en esa primera reunión, y al darle gracias por el fuego, tuvo la certeza de que algo se las traía con él.

Morna, a continuación, le pasó un alto de impresos: es el contrato que debe firmar al final, encima de su nombre y el número de su cédula y marcar con un pequeño signo de su identidad cada hoja. Empieza el lunes a cargo de Hidalgo, un hombre de confianza del directorio, no mío, y que es el responsable de las inversiones y transferencias.

Le advierto, le dijo afanándose con el cigarrillo, que en determinadas circunstancias tendrá que efectuar trabajo en las cajas o en las bóvedas. Pogliati terminó de firmar las hojas leyéndolas por encima y se puso de pie. El gerente lo llevó hasta la puerta, empujándolo hacia el recibidor. La secretaria se había ausentado

Debe ser puntual, el lunes a las ocho de la mañana con Hidalgo segundo piso, lo estará esperando y sonriendo, Morna masculló alto para que el recién contratado lo escuchara: jodido este Hidalgo un mala leche.

El lunes siguiente Hidalgo lo recibió en su privado, en un piso colectivo separado de los demás empleados por una mampara de vidrio. Sin embargo, era un espacio abierto y vigilable, un recinto en el que se respiraba suspicacia, donde no había ninguna privacidad ni aun en su exclusiva pecera. Allí se vulneraba o se espiaba también las ideas o intenciones, buenas o malas, de empleados y colaboradores. Política de la empresa concebida y llevada a la práctica hacia todos los funcionarios de nivel medio: nadie es confiable cuando cohabita sobre un montón de dinero ajeno.

El señor Morna es desaprensivo hasta para espiar, le dijo en la tarde de su primer día Huan Huan, su compañero de gabinete, su único interés está en rondar al señor Hidalgo.

Huan era nieto de chinos, llegado al país en la década de los treinta y su familia administraba y era propietaria de una casa de regalos para cumpleaños de niños: en ella vendían globos, lámparas y sombrillas, disfraces de dragón, máscaras de cartón piedra, trajes de huaso, disfraces de cartón de militares, marinos y carabineros, caramelos, sustancias, masticables e innumerables golosinas envueltas en papel mantequilla rotulados con ideogramas intraducibles.

Y no era menor la razón por la que Hidalgo estaba en la mira del señor Morna, supo poco después Pogliati.

Huan Huan le habló la tarde en que Pogliati se instaló recibiendo las instrucciones de Hidalgo, cuál era el tipo de transacciones, la importancia de ciertos clientes, la confidencialidad y el límite de las sumas que podía aprobar para inversiones o préstamos sin su autorización. Y otras notificaciones a las que podía alcanzar y aceptar según las condiciones y previa consulta de cada una de ellas.

Hidalgo era un tipo delgado, desnutrido diríase, y atildado. Pelo rubio, bigote horizontal, un aspecto falsamente británico, una novedad para los turistas gringos que visitaban la Unión Chica, en Nueva York, o La Piojera cerca de la estación Mapocho. Una mejora racial pudiesen haberla considerado, tal cual como pensaban cuando en Ciudad de México, entre los pulsadores de guitarrones en la plaza Garibaldi asomaba un cantador güero o en Bogotá una chiquilla que bailaba ballenatos que tenía un auténtico pelo dorado. Los gringos que aterrizan más al sur del río Grande están convencidos de que en estas regiones sólo habitan mulatos de baja estatura, maleducados y ladrones y morochas sanitas de pelo tieso y oscuro que sirven para lavar platos, cuidar a sus rubiecitos y otros menesteres.

Lo primero que le preguntó Huan y lo último antes de finalizar la jornada inaugural, fue por el origen de su apellido. Silvio Pogliati fue escueto con la respuesta y con la pregunta, cuya satisfacción dejó para el día siguiente:

Inmigrantes Italianos, mi viejo almacenero en Talca y mi madre, que conocí apenas, se fue el día que cumplí tres años:

¿Y tú Juan Juan de dónde vienes?

Al día siguiente, a la hora autorizada para la pausa del café a media mañana, Huan le relató una parte de su historia familiar por el lado paterno. Chinos todos, unos artesanos, otros campesinos y unos pocos jóvenes relojeros imperiales enviados a Alemania con una generosa beca otorgada por el Emperador Jiangsu. Llegaron como aprendices y fueron en pocos años ascendidos a colegiados por Hans Schlotteheim, el gran preceptor relojero de Augsburgo. Sin embargo, pronto fueron expulsados de Sajonia por el elector de Dresden, temiendo que unos bárbaros de piel cobriza y ojos de gatos podrían superar a sus excelsos relojeros coterráneos. Uno de esos artistas, su bisabuelo, le confidenció a Pogliati, fue el verdadero fabricante del célebre barco autómata que se exhibe en el museo británico. Bajo la campana de cristal blindado donde se exhibe hay una placa que lo atribuye descaradamente a Hans Schlottheim, quien le habría robado los planos antes de que fuera expulsado de tierras alemanas. Este bisabuelo, Huan Du, a quien no conocí, llegó a Chile y abandonó su oficio para siempre e inauguró la tienda de regalos para niños. En su casa y hasta hoy en la mía, no hay relojes y por respeto a él que fue suplantado por su propio maestro, ninguno de nosotros lleva uno.

(10) Esa primera tarde Pogliati llegó a su casa extenuado, no por la carga de trabajo que suponía e imaginaba bien tendría, sino también por la ansiedad del comienzo de su vida laboral.

Algo aturdido con relación a sus deberes, descorchó la primera de las botellas del impagable Shiraz cosecha 1953 de la viña Viluco, que se había reservado de la vetusta cava de su padre antes de vender el comercio heredado, lujo que creyó iba a poder darse no más que en otras nueve ocasiones. Sin embargo, satisfecho porque estaba en lo cierto al pensar que había dado el primer paso para manejar su vida y su destino.

Ocurría que Pogliati tenía una memoria volátil para lo que no quería recordar. Como aquello que compartió su padre con él una tarde al bajar la persiana del almacén en el centro de Talca. Fue un comentario como hecho al pasar, pero que para el viejo tenía un alcance de considerable intensidad. La primera vez que cerré esta cortina, le dijo a Silvio, había resuelto cómo iba a ser mi existencia, obviando las dificultades y sinsabores de las relaciones sentimentales y comerciales, las únicas que tenían sentido para mí. Por razones ciertamente ambiguas y muy poco comunes, el destino estuvo de acuerdo. No me ofreció otra cosa, teniendo en cuenta lo que había sido mi familia antes de huir de Italia y lo que había llegado a ser en esta insignificante ciudad. Se convenció de que no merecía ni estaba a la altura de una vida más original sin reparos; había decidido ser un almacenero y mi destino concedió y coincidió con mi utopía con generosidad. Eso, hijo, constituye una casualidad excepcional. Sólo en contadas anomalías de la vida el destino de una persona se ajusta con lo que ese individuo tuvo la ilusión de llegar a ser.

¿A qué viene todo esto? preguntó el joven Pogliati, recibiendo el candado donde abrocharía el metal corrugado a la barra del piso.

A nada en especial, es que se me ocurrió.

No quiso imaginar lo que pensarían Lunabel, Fileas, Richard o el Callado de su actual posición y del juicio que había alcanzado a tener respecto a la actividad política. Se le había metido en la cabeza que ella no era más que una antipática, inútil y despiadada fascinación ocurrida en su pasado inmediato. No quiso imaginar lo que dirían al enterarse de que proyectaba manejar su destino. Ni se imaginarían que podía estar tan resuelto a ello como se lo presagio erradamente su padre en el pasado frente a la cortina cerrada de su emporio.

(11) Con el transcurrir de las semanas, Pogliati empezó a percibir un leve hormigueo en sus párpados, el que escurría por detrás de los ojos y de las órbitas y que al acentuarse parecía traspasar el hueso. Aparecía en la mañana y le quitaban las ganas de levantarse e ir al trabajo en el Banco. Sentía con levedad, pero con evidencia, que miles y miles de pequeños gusanos con miles y miles de apéndices caminaban por la superficie arrugada de su cerebro a la que a veces arañaban introduciéndose por las grietas de sus surcos y paseándose en los pasillos bordeados por sus neuronas. Había observado ese órgano en frascos de formalina en las clases de ciencias en el liceo de Talca y esas imágenes no se habían vaciado de su memoria. Veía pues su cerebro invadido por seres minúsculos que no le hacían daño, pero que le advertían algo que no atinaba a comprender. Al llegar al Banco sentía ahogos y al sentarse a su mesa de trabajo lo invadía el desánimo. Únicamente cuando conversaba con Huan en la pausa del café o frente a una cerveza al término del trabajo, sentía algún alivio; pero era cosa de comunicarse con los clientes, a sumar y restar a calcular intereses sobre intereses, postergación de deudas o de sobregiros, sugerir cierre o bloqueo de cuentas cuando más sentía a esas microscópicas sabandijas deambulando entre sus pensamientos. Esperaba con ansias el café con Juan o la cerveza vespertina a las que con frecuencia su colega se excusaba, pues era casado y tenía un hijo y quería y debía volver temprano a su casa. Al terminar sus actividades aparentaba una energía falsa no más entraba a su casa en Loreto y se sentaba en un sillón sin fuerza ni para filtrar un café. Su vida en la universidad y más atrás en el liceo Walker Martínez de Pencahue se habían vuelto reminiscencias permanentes y antes de dormir y cuando conseguía conciliar el sueño, las horas se le iban tratando elaborar ese tiempo transformado en un doloroso duelo. No eran infrecuentes los episodios de ansiedad que derivaban a un pánico vulgar, pero aterrador.

Pogliati tenía eliminada la eventual visita a un psiquiatra y menos a un neurólogo, pues sabía que pedirían exámenes que escrutan el cerebro y que además de invasivos y dolorosos no están exentos de riesgos. Lo había leído en la edición actualizada del vademecum del laboratorio Vestani. Intuía que lo suyo era un problema nervioso y una indicación no consensuada podría ser peor, pues los especialistas habitualmente son reluctantes al diálogo o al intercambio de ideas que no le fueran afines. Y terminaban indicando una ensalada de comprimidos que al tragarlos lo adormecerían y rigidizarían como un zombi. Un pupilo de la secundaria había caído en una manía y aunque su familia lo escondía pudo verlo un domingo en la plaza del barrio. Parecía una marioneta de palo con ojos apagados y movimientos abruptos.

Entonces una tarde se atrevió a confesarse con Huan, en la fuente de soda que frecuentaban.

Los chinos los llamaban los bichos de la decepción, Huan examinaba el borde del vaso de cerveza, los mismos que una vez que empiezan a deambular por el cerebro no terminan hasta que la causa que los concibe se consume.

Pogliati insistió ¿cómo podría ser eso? Sin duda era una fábula china.

Bueno, pues sí y no. No eran bichos ni caminaban por el cerebro. Ahora se sabe. Pero en la Era Jianyuan no era posible conocer el mal que aquejaba al Emperador, parecido en sus síntomas a los que padeces tú. En el verano del tercer año de la coronación del Emperador Wu, dos meses después del triunfo de sus ejércitos que concluyó con la anexión del territorio Guangxi y Guangdong, el Emperador empezó a percibir pataleos dentro de la cabeza que le provocaban grandes dolores de cabeza, devaneos y conductas melancólicas. El soberano los interpretó como las erosiones causadas por las uñas de miles de cucarachas que bordeaban sus sesos. El cirujano imperial resolvió trepanarle la cabeza. Según asevera la leyenda, unas menudas sabandijas salieron del trépano nadando en una sangre espesa como melaza, las que fueron cayendo en una gran fuente de agua que los mandarines habían reservado del diluvio ancestral y que tardaron cinco meses en matarlas de una en una.

Hasta donde se sabe no se trepanaba en China, cuestionó Pogliati.

Eso creen los que no están al tanto de la historia de mi país, no sólo se trepanaba en Egipto o en el Perú, los restos trepanados de las culturas faraónicas, paracas y mochicas no son las únicas, las chinas son milenarias, pretéritas. Mi padre es un apasionado de la antigua medicina china.

¿Hubo acaso un diluvio en China?

¿Qué ideas?

Y ¿de dónde el agua para matar los animalitos cerebrales? insistió Silvio.

Como en todos los continentes del planeta, en China también hubo un Noé, se le llamó Hung Kim, quien al cesar la lluvia envió un pájaro carbonero a explorar y este regresó al arca con una hoja de abeto. lo que reveló que las aguas habían descendido.

Tengo que hablar con tu padre, le solicitó Pogliati, sobre las cucarachas y el agua diluvial.

Está retirado, pero lo anima hablar de la ciencia médica china. Si quieres indagar sobre su obsesión estará encantado de recibirte. Sus años, te advierto, lo han vuelto un hombre locuaz y a veces incoherente, pero puede servir a tus interrogantes.

Me imagino que hoy no abren la cabeza de los decepcionados en la China de Mao.

No puedo estar seguro.

Huan probó su cerveza,

La de Wu es un mito, vamos Pogliati, los bichos de la decepción no han existido, es una leyenda, lo tuyo es la mortificación con la que hostiga la Rutina.

Aceptó el regaño.

¿Cuándo puedo ver a tu padre?

Hoy en la noche cenaré con él. Mañana te aviso.

Se separó de Huan y ya en su casa no tuvo más opción que descorchar otro Shiraz de Viluco. Estaba tenso y ansioso. Habría alguna forma de remover las hormigas de su cabeza aceptó, pero ni por angas o por mangas que significara abrírsela como al Emperador Wu.

La plática con Huan el viejo se llevó a cabo un domingo en la mañana y fue provechosa y sorprendente. Empezó revelando que a los emperadores chinos los atacaban con frecuencia los bichos de la decepción, los invalidaba para el cargo y debían retirarse con sus embutidos gusarapos a los confines boreales del país, a meditar el resto de vida que les quedaba y a entrenar a sus pangolines áureos para la tura de halcones. Gran parte de ellos rechazó el procedimiento. Elegían el ostracismo a la perforación de la cabeza. Hasta que a un monje confucionista se le ocurrió que en Occidente podría haber algún sabio que ayudara a resolver el misterio milenario. Hubo resistencia de los médicos de palacio y de alguna manera de Nakamikado el Emperador que gobernaba en ese ciclo, pero el temor de contagiarse con esa dolencia lo convenció. Descubrieron que un anatomista inglés llamado Kirsteinpool era quien más nociones tenía de la compleja estructura del cerebro y sus enfermedades. Así era considerado en toda Europa y especularon que ese isleño podría tener la habilidad de remover los gusarapos de sus cabezas, si se presentaban, sin que fuera necesario usar el taladro. Hizo una pausa y Huan el viejo lo invitó a almorzar. Su esposa, madre de Huan sirvió patas de pato y arroz y un vino en caja que no estaba nada de mal y que se llevaba de manera inmejorable con la comida. El anciano Huan comió sólo con Silvio, dejando a su mujer a cargo de la cocina y el servicio. Ser servido por la madre de su amigo era incómodo, pero concluyó que esa era una costumbre inalterable lo mismo que la siesta de la cual, como le explicó, no podía sustraerse. Antes de retirase, señaló un diván y le propuso esperarlo dos horas si le complacía.

Aceptó Pogliati y a las cinco en punto de la tarde con la precisión de la conocida ceremonia británica o de la española al inicio de las lidias de toros, la esposa lo invitó a la mesa; desapareció por la cocina y retornó con un té negro y buñuelos de maicena rellenos con una crema salada que sabía a huevo e hinojo. El viejo se había peinado y venía con un gorro de dormir.

Reanudaron la conversación y con una sonrisa el padre de Juan aplacó el desasosiego de Pogliati. No tendrás que ir a escarbar en las breves notas de Kirsteinpool donde revela las causas del mal y que se conservan en el museo de John Hunter en Londres: el origen de la decepción estaba en la extrema Rutina. No existían animalillos que recorrieran el cerebro ni nada por el estilo, la enfermedad popularizada como la de los bichos de la decepción también era un padecimiento en su país. Buscando su procedencia y su posible tratamiento y sanación, había efectuado innumerables disecciones cerebrales en quienes habían padecido el mal. Kirsteinpool jamás había descubierto bestiecillas recorriendo los abismos cerebrales, en cambio en sus estudios de la historia personal de los pacientes, pudo establecer que habían sido mujeres y hombres adheridos a formas de vida de dejación y pereza, de desidia y renuncia, y que al superarlas sanaban de la enfermedad, desaparecían los bichos. Desde ese momento aconsejó a quien los sufriera que cambiara radicalmente sus hábitos y sus caprichos.

Llamado por Nakamikado estuvo dos años en China realizando las mismas investigaciones, interrogatorios e indagaciones que le permitieron descubrir la raíz del mal en Inglaterra. Tres meses duró el viaje de regreso a las islas británicas, tan sacrificado y peligroso como el que haría años más tarde en sentido opuesto a la cercana Birmania un afinador de violines. Antes de embarcarse en una barcaza en el río Amarillo que lo llevaría al mar de Bohai para embarcarse en el paquebote, Levonshire había confirmado, certificado y garantizado la seguridad de su diagnóstico y replicado en centenares de dignatarios chinos la certidumbre de la eficacia del tratamiento: los bichos de la decepción se curan con la proscripción de la Rutina. Informó a Nakamikado y recibió del tesoro del imperio su pago en libras esterlinas. Claro que Kirsteinpool no estaba al tanto de los incipientes avances en el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades mentales en Europa y tampoco las de Blackmore en su propio país, quien le dio el nombre preciso a esa enfermedad revelada antes de Hipócrates. Ya no era la acedia o la melancolía, sino la depresión.

Desde esa fecha, en China los emperadores y los guerreros feudales empezaron a desarmar sus ejércitos y fueron inclinándose paulatinamente por las artes, y los burócratas mandarines dedicados a los números, a la literatura, al teatro y la pintura. Las sangrientas conflagraciones de conquista o contiendas vecinales eran rutina y la Rutina tenía que ser desterrada. Por cierto, terminó Huan, la historia del Emperador Wu que te relató mi hijo no tiene asidero con la realidad, de alguna manera había que satisfacer la curiosidad y el sentimiento del soberano al sentirse sano después de que le abrieran la cabeza; y a sus médicos se les ocurrió explicarle que los bichos anidaban en una espada enemiga que lo había contagiado. Lo cierto que en esa emulsión fuliginosa que emanó de la trefina nada se movía, sólo el fluido que resbalaba, no había ningún gusano que matar y al preguntar Wu por ellos, pues quiso contemplar esos ejemplares que le habían causado tanto dolor y desvarío, le comunicaron que una vez muertos habían sido incinerados para evitar su reproducción. Wu se lamentó diciendo que pudieron haberse utilizado como un arma eficaz contra el enemigo.

Una primeriza arma química, comentó Pogliati.

O vacuna, dijo el padre de Huan.

Hoy se sabe, continuó, que lo que sufrió el Emperador Wu si lo que se ha trascendido de su saga es auténtico, fue probablemente un coágulo en la superficie del cerebro provocado por un golpe, que muchos recibía como guerrero que era y que al vaciárselo recuperó su salud, su brío y su memoria.

Y a pesar de que Juan tenía más historias que contarle, prefirió dejarlas para otro día. No quiso saber más. Ni siquiera la historia del carillón creado por Isaac Habrecht y el matemático Dasypodius, que estaba destinado a sustituir a uno fabricado por el sin igual orfebre Bulserio, y que más de doscientos años más tarde competiría en la plaza de Praga en puntualidad con el fabricado por un autor polaco anónimo, bautizado como el reloj de la lechera y la vaca, quizás más extraordinario que el buque de su abuelo. El pato, los camarones y esa salsa que empapaba los pastelitos de la hora del té habían sido más que suficiente.

Es muy ilustrado, lo elogió Pogliati.

Era necesario. Ha de saber que muchos inmigrantes sufren de la decepción y era una peste entre los chinos de mi generación. Preguntando, aconsejándome aquí y allá topé con un médico que me dio la explicación satisfactoria, me definió el padecimiento y me aconsejó el remedio: entretención, distracción, fin de la rutina, así combatimos la depresión y sus síntomas corporales.

Pogliati tenía la panza congestionada y sus pensamientos revueltos, agradeció la hospitalidad y caminó hasta la calle Loreto con cierta incredulidad perforándole la mollera. Por cierto, el empleado Pogliati no tenía ninguna posibilidad de viajar a Inglaterra a estudiar a Kirsteinpool para comprobar lo que Huan el viejo le había comunicado y la única posibilidad era confiar en lo revelado. La Rutina, la depresión ¿en el Banco de Temuco? Era posible. Debía examinar esa eventualidad. De otra manera, los chinches o las termitas invasoras o lo que fueran lo llevarían directo a un depósito perpetuo de alineados.

Si Pogliati hubiese sido más desconfiado con relación a ciertos padecimientos que tienen que ver con el ánimo, como el desgano, el desinterés, el tedio o el abatimiento hubiese consultado a quien correspondía, el prosaico diagnóstico le habría saltado a la cara: depresión.

Razonó Pogliati y determinó que no podía dejar el trabajo en el Banco y aunque mantenía algún saldo del dinero obtenido de la venta del establecimiento talquino, no le iba a durar mucho tiempo si no tenía otros ingresos. La Rutina, pues la cambiaría después al caer la tarde cuando se desocupara de su recalcada actividad mercantil y crediticia.

Nada le comunicó a Huan, pero evitó invitarlo a una cerveza dejándolo partir a su casa después de cumplir el horario, pues como había admitido, requería más tiempo para estar con su familia.

(12) Al salir del Banco Pogliati regresaba a su domicilio, se examinaba la barba y si la consideraba inaceptable se espumaba la cara con crema para afeitar y se rasuraba con una gilet de doble hoja. Luego se duchaba, se cambiaba camisa y ropa interior, se perfumaba y salía a recorrer los paseos del centro de Santiago. Comía en algún restorán en las proximidades del Correo Central y después de un pisco de bajativo se dirigía a uno de los clubes nocturnos más prestigiosos. Pogliati sólo se preocupaba de la hora pues quería mantener su trabajo en el Banco y no podía aparecer en la mañana con resaca y aliento alcohólico. Su límite, las doce. A las doce y media en su cama, el despertador a los ocho, en el Banco a las nueve. Estaba resuelto a acorralar la Rutina. Era prudente, si dormía siete horas y media, recuperaba las faltantes el fin de semana. Frecuentaba el Tap Room, el Casanova, la confitería Goyescas y la taberna Capri. No le iban las revistas donde se desnudaban las mujeres sobre el escenario. Con esa variable nocturna de su cotidianidad, los animalitos cerebrales empezaron a disociarse. Sin embargo, todo fue mutando a conductas imprevistas al conocer a Gisela en la confitería Goyescas. En su paso por el Casanova o el Tap Room había compartido con otras chicas jóvenes negándose a pagar por sexo y amparándose en ciertos ambiguos principios morales y por la necesidad de mesura en sus gastos Con Gisela todo fue diferente desde el primer minuto. Ella se presentó a Pogliati como una bailarina de variedades que los fines de semana era parte de los show nocturnos. Su vida transcurría en el instituto técnico de la Universidad Católica, donde estudiaba cocina y vivía con su madre en el pasaje Munita Quiroga en Ñuñoa. La noche que se tambaleó al chocar por accidente con Pogliati en un pasillo de la confitería Goyescas, al bajar apresurada del escenario, Gisela estuvo a punto de caer enredada en su boa de lentejuelas. Él la equilibró sujetándola de un brazo y ella ruborizada aceptó una bebida que Pogliati le ofreció como reparación. Se suponía que ese lugar no permitía a los clientes acercarse a las vedetes. Con él estuvo el corto intervalo entre dos actos y Pogliati tomó una determinación: en su próxima visita a este salón la invitaría a salir. Había advertido sin certidumbre que su relación con ella podría llegar a ser divertida, íntima y sin complicaciones, sincera y graciosa. Lo que estaba necesitando para dejar de lado, debido al alejamiento de Lunabel, la agradable y pesarosa maña de la masturbación. Los confusos preceptos de culpa, inculcados por los curas del seminario de Talca en los retiros espirituales donde su padre italiano rebelde, pero católico, lo instaba a asistir, permanecían vigentes y lo reprimían. Ella le atrajo desde que la vio con los penachos de faisán en la cabeza y la cola, con un bikini cuyas láminas de mostacillas relucían como las escamas de un pangolín imperial, igual a la mascota que ese Nakamikado usaba como carnada para capturar aves de presa.

El sábado siguiente y venciendo su esporádica turbación, Pogliati la invitó a almorzar. Gisela lo atraía de manera diferente, lo que hacía revolverse desesperados a los rigurosos bichos de la decepción que vislumbraban que ese encuentro preveía su insalvable extinción. Y Pogliati tuvo también esa ilusión. Aunque no había hecho más que compartir los ritos del Banco, con sus escapadas nocturnas comprendió que Gisela podría ser el verdugo despiadado de esos animalejos y de la presumible depresión sicótica que en él podrían desencadenar.

El encuentro fue en las escalinatas traseras del museo de Bellas Artes, camuflado con anteojos de sol y un Panamá Jack que había comprado a Pachito en la sombrerería Donde Golpea el Monito en la calle Puente. Sus aprensiones consistían en ser reconocido por sus compañeros universitarios y la ineludible acusación de su evidente conversión y renuncia. Si se los hallaba, el encuentro con Gisela se arruinaría.

Pogliati tenía conciencia de que su vida carecía de una sincronía explicable. Que en ella se generaba una escisión como había leído que se producía en la esquizofrenia. Porque sentado ante la calculadora en su espacio bancario o en la caja donde pagaba vales vista y recibía depósitos, y al cuestionarse la coherencia de su insignificante historia se confundía al recordar sus tiempos de agitador universitario y la secuencia de los hechos que lo encumbraron a la cúpula dirigente y a su posterior deserción. Aunque prefería utilizar el término conque al término de los estudios definiera su conducta Fileas: evasión provisional de tareas prioritarias. Y desde luego ese agudo malestar que lo asaltaba al recordar a sus compañeros, sentimiento que ignoraba si era de culpa o de inocencia por haberse inmovilizado en un compartimento social.

Gisela era una excusa para sepultar sus remordimientos, para obligarse a creer que había sentido nada más que apego afectivo más que ideológico con Lunabel y sus otros compañeros. Estaba incorrectamente convencido de que los tiempos de las tesis, de la especulación y de la práctica consecuente eran efímeros, y homologaba tal pensamiento con el ominoso sofisma de la certidumbre anticipada y que aquellos con los que había compartido rayados, marchas, nervios y comisarías policiales, Lunabel incluida, terminarían ejerciendo fatalmente la profesión elegida, la propia, en alguna repartición del Estado o en instituciones privadas.

Gisela lo conduciría al mundo sensible, el de la mecánica del orden, aquél donde se administra, pero no se gobierna, en el que todo tiene un costo, en el que trabajar es obligatorio, donde se tiene si se paga, aquél en el cual todos tenemos que vivir

Sin una explicación razonable, quizás buscando un pretexto o un oído, buscó a Eusebio el Callado, lo encontró entrando a La Triestina y lo invitó a un café en el Astoria. Le confesó mientras lo observaba rebasar con azúcar el expreso, el itinerario de vida que empezaba a transitar, distinto en su médula al de su pasado reciente. Supuso que el Callado era más flexible y que podría si no excusarlo al menos aceptarlo, teniendo en cuenta el concepto de libertad individual que siempre había defendido: pero él sólo lo miró abriendo bien los párpados. Tú albedrío es un capricho burgués y tu destino es una mierda, le dijo; luego miró la taza con el café y la empujó casi hasta tirarla encima de Pogliati: está muy dulce esta huevada, anda a leer a Galeano y jódete si te da la gana, le dio la espalda y se alejó. Nada más.

La ausencia de concordancias en sus conductas se acentuó y sus medianamente consolidados principios tambalearon después de ese encuentro. Respetaba a su amigo y estaba cierto que aquello era recíproco. Sin embargo, en esa oportunidad, antes de la primera alucinación, las pocas palabras del Callado implicaban una condena. Pogliati se dio cuenta de que para quienes como él habían compartido la idea de un cambio sustancial y la lucha por lograrlo, era inoficioso responder con un tapabocas. Sólo reconocer la personalidad litigante de Eusebio y detestarlo un poco.

Dejó a su compañero y caminó por la Alameda hasta Nataniel Cox y estuvo tentado de entrar al teatro Continental. Pasaban tres películas con Gary Cooper. Desistió, cruzó frente a la casa central de la Universidad de Chile y se adentró por la calle Estado. Al pasar frente al Goyescas vio un cartel en que se anunciaba el espectáculo nocturno. Ahí estaba la foto de Gisela adornada con sus plumajes.

(13) Se detuvo un instante y una comprensible asociación de ideas lo remontó en el tiempo, a esa tarde en la que visitaron a la yerbatera.

Sí, Gisela y Luisa eran distintas, la niña Luisa tenía la piel aceitunada, el pelo retinto y desordenado, sus ojos negros y a la vez transparentes, una nariz pequeña y levantada y unos dientes separados como los de un de conejito. Era fina y delgada y se movía con la flexibilidad de los juncos del río Lircay, se reía con gracia, pero podía enfurruñarse y requemarte con su mirada tórrida como el desierto en el que había nacido. En cambio, Gisela tenía la piel blanca como el cuajo y se teñía el pelo con Trumper Bay Rum, esa fragancia para hombres compuesta por ron, lima y laurel que decoloraba el pelo parduzco llevándolo a una llamativa tonalidad canela. A Gisela la vio la primera vez bailando en el Goyescas y a Luisa en el año que ella llegó desde Calama a sumarse al cuarto año de humanidades del liceo fiscal de Talca.

(14)Su memoria perpleja por el insoportable paso del tiempo, no acudía para recordarle que entonces tuvo con Luisa las mismas pretensiones que quería tener con Gisela; vale decir, un vínculo divertido, gracioso, sin complicaciones. A los quince años no se previenen las complicaciones. Su memoria más adulta tampoco pudo lograr que se manifestara en su conciencia una réplica de los resultados de esa pretensión. No repitas tus errores, le gritaba su conciencia alertada.

Gisela lo deslumbraba y así confundía las advertencias, pero quizás lo despojaría de los bichos de la decepción incrustados en su abismo cerebral.

Una tarde de verano, unos días antes de que finalizara el año escolar, los cursos paralelos de Pogliati y Luisa participaron en un paseo campestre. En las calurosas praderas refrescadas por el estero Huilquilemu, los dos adolescentes se separaron del grupo y de la pareja de profesores que los acompañaban y lejos, tendiendo sus chalecos de lana bajo un sauce florido, empezaron un toqueteo cuyas consecuencias posibles eran tan numerosas como las ramas del árbol que los cobijaba. El jadeo de los jóvenes, el rocío en las piernas de Luisa, la erección de Pogliati, el dolor inaugural repentino y fugaz no evitaba que se enlazaran transportándose en una trayectoria maravillosa, primordial y al menos que la inexperiencia, que no era menor, malograra lo que estaba por ocurrir, nada los separaría del juego irresistible, el inicio y el orgasmo mutuo. Lo fortuito quedaba pospuesto y ellos no podían ni hubiesen querido que lo contingente los perturbara. En el futuro siempre inescrutable no cabía la excitación ni el placer.

La revelación ocurrió unas semanas después de la escapada de Luisa y Silvio. Ella era más viva y madura y tenía más miedo. Y una tarde en que el calor sofocaba la ciudad y paseaban por la esquina sur poniente de la plaza del Abate Molina, Luisa le comunicó que se le había cortado la regla hacía once días. Pogliati entendió y se quedó en silencio, inmóvil y caldeado como la estatua del Abate que se calcinaba en el sol de las tres de la tarde. ¿No te has enfermado? le preguntó. En raras ocasiones me enfermo, tengo la menstruación que no es una enfermedad, dale con esos conceptos estúpidos propios de curas degenerados y pedófilos o de las beatas que emperifollan las flores para el mes de María. La regla es un proceso natural de las mujeres sanas ¿qué es eso de una enfermedad? pareces el hijo de un dueño de fundo y no de un almacenero llegado de Europa. Pogliati comprendió que el probable conflicto que se le venía encima no se debía tanto al presunto embarazo de Luisa sino que a su personalidad. Era una chiquilla linda y además revoltosa, inconformista irónica y hasta insolente.

Luisa participaba en todas las discusiones que se llevaban a cabo en el curso oponiéndose con tenacidad a las ideas que no estaba de acuerdo, en especial si ellas se referían a la política, a la juventud o la mujer.

Con la respuesta recibida, Pogliati se dio cuenta que era una rebelde de quien se podía esperar todo, incluso lo más inesperado y que era perfectamente plausible que quisiera tener el hijo que concibiera bajo el sauce. Estaba equivocado, como se equivocó mucho después en la segunda vuelta con Lunabel. Él se consideraba un desacertado por excelencia y esa evidencia que anulaba tomando decisiones rápidas, le permitía tomar distancia de ellas eximiéndolo de responsabilidad por consistir en un acto no reflexivo. No lo pensé siquiera, se decía para compensar la pesadumbre por el error cometido.

No voy a tener un hijo ahora, lo reconfortó Luisa, ni tú quieres ser papá ni puedo ser mamá. Tienes que conseguir unos tres mil pesos y acompañarme a comprar las yerbas que me devolverán la regla con guagua o sin guagua. Las clases de biología en las que Pogliati era un dedicado alumno le permitían entender lo que decía Luisa y lo que se proponía.

El martes en la tarde, con pasajes por cincuenta pesos en la góndola rural que hacía el viaje a Culenar dos veces al día, fueron en busca de Mama Huga.