La llave del espejo - Pilar Torres - E-Book

La llave del espejo E-Book

Pilar Torres

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Beschreibung

Santa Cruz de Tenerife, julio de 1895. El día en que la joven Julianne dejó atrás Liverpool y desembarcó en el exótico puerto de Tenerife junto a su padre, enfermo de tuberculosis, no solo cambió su manera de mirar el mundo, sino que aprendió a olvidar su pasado para poder sobrevivir. Esta novela histórica es un retrato íntimo de la apasionante vida de una pintora impresionista de principios del siglo xx, Julianne North: la efervescencia del primer amor y su mirada expectante hacia el movimiento sufragista de su país, su vulnerabilidad como mujer y la supervivencia durante la Primera Guerra Mundial son los elementos que vertebran esta hermosa historia llena de valentía y tesón. También ofrece al lector un viaje al fastuoso mundo del arte moderno de la mano de Gabriel Koons, tasador de la casa Christie's, que iniciará una trepidante pesquisa artística a contrarreloj por escenarios como Nueva York, Berlín o Berna, a fin de demostrar la relación de la magnética obra La llave del espejo con uno de los pintores más relevantes del siglo pasado. Una ficción con una ambientación espectacular, que reivindica la visibilidad de las mujeres artistas que vivieron y murieron en el anonimato. 

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Índice de contenido
· CAPÍTULO 1 ·
· CAPÍTULO 2 ·
· CAPÍTULO 3 ·
· CAPÍTULO 4 ·
· CAPÍTULO 5 ·
· CAPÍTULO 6 ·
· CAPÍTULO 7 ·
· CAPÍTULO 8 ·
· CAPÍTULO 9 ·
· CAPÍTULO 10 ·
· CAPÍTULO 11 ·
· CAPÍTULO 12 ·
· CAPÍTULO 13 ·
· CAPÍTULO 14 ·
· CAPÍTULO 15 ·
· CAPÍTULO 16 ·
· CAPÍTULO 17 ·
· CAPÍTULO 18 ·
· CAPÍTULO 19 ·
· CAPÍTULO 20 ·
· CAPÍTULO 21 ·
· CAPÍTULO 22 ·
· CAPÍTULO 23 ·
· CAPÍTULO 24 ·
· CAPÍTULO 25 ·
· CAPÍTULO 26 ·
· CAPÍTULO 27 ·
· CAPÍTULO 28 ·
· CAPÍTULO 29 ·
· CAPÍTULO 30 ·
· CAPÍTULO 31 ·
· CAPÍTULO 32 ·
· CAPÍTULO 33·
· CAPÍTULO 34 ·
· CAPÍTULO 35 ·
· CAPÍTULO 36 ·
· CAPÍTULO 37 ·
· CAPÍTULO 38 ·
· CAPÍTULO 39 ·
· CAPÍTULO 40 ·
· CAPÍTULO 41 ·
· CAPÍTULO 42 ·
· CAPÍTULO 43 ·
· CAPÍTULO 44 ·
· CAPÍTULO 45 ·
· CAPÍTULO 46 ·
· CAPÍTULO 47 ·
· CAPÍTULO 48 ·
· CAPÍTULO 49 ·
· CAPÍTULO 50 ·
· CAPÍTULO 51 ·
· CAPÍTULO 52 ·
· CAPÍTULO 53 ·
· CAPÍTULO 54 ·
· CAPÍTULO 55 ·
· CAPÍTULO 56 ·
· CAPÍTULO 57 ·
· CAPÍTULO 58 ·
· CAPÍTULO 59 ·

Título: La llave del espejo

©️ 2022 Pilar Torres

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta: Eva Olaya

Corrección: Xavier Beltrán

___________________

1.ª edición: noviembre 2022

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2022: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

A mi madre, con todo mi amor.

PRIMERA PARTE

(1895-1899)

«La pintura es poesía muda la poesía, pintura ciega».

Leonardo da Vinci

· CAPÍTULO 1 ·

Liverpool, muelle Merseyside, 26 de julio de 1895

Jerome observó con cierta nostalgia la imagen que se quedaba atrás; desde aquel punto alejado de las orillas del río Mersey, la ciudad de Liverpool se convertía en un amasijo de mástiles, grúas y edificios recubiertos por masas de nubes que más bien parecían árboles de vapor de color azul acerado. El Arawa, propiedad de la Shaw, Savill and Albion Co., ponía distancia con su avance imparable, y lo hacía a tanta velocidad, que más parecía un esquife liviano que un trasatlántico de cinco mil toneladas.

—¡Papá, vamos, date prisa, no quiero perdérmelo! —Julianne tiró de la chaqueta de su padre.

Comenzaron a abrirse paso entre el tumulto de pasajeros con escuetos pero educados codazos: «Por favor, caballero, gracias», «Disculpe usted, señora…». Cuando alcanzaron por fin la barandilla de proa, se aferró a ella y se estiró con un movimiento impetuoso, como si quisiera lanzarse hacia el horizonte de un impulso.

—¿Has visto qué bonito, papá? —se regocijó con una sonrisa eufórica, emocionada en el estreno de su primer gran viaje fuera de Inglaterra.

Jerome echó un vistazo a las profundidades y observó la roda, que cortaba las aguas del río y dejaba a ambos lados una espuma vigorosa.

—Sí, sí… Muy bonito, querida, pero baja de ahí, que te vas a caer —le ordenó, y luego volvió una última vez la vista a su amada ciudad, empequeñecida como un recuerdo cada vez más lejano y borroso.

Desde luego que echaría de menos sus habituales paseos matutinos por la flamante Lime Street y sus agitadas tertulias en el exquisito Club Social de Wellfield, pero lo que le preocupaba de aquel largo viaje era haber dejado todo su negocio en manos de Howell. ¿No sería demasiado joven para afrontar tal responsabilidad?, se preguntó inquieto mientras recapitulaba sobre las últimas instrucciones que le había dado hacía tan solo unas horas. Lo recordaba con su rostro de recién licenciado y su barba lampiña, parpadeaba rápidamente mientras tomaba notas en su cuaderno de bolsillo, que siempre sacaba con la presteza del buen apuntador: «Sí, señor», «Claro, señor», «No se preocupe, señor North, lo mantendré informado». Tanta sumisión y cortesía lo incomodaban, aunque por otra parte reconocía que aquel muchacho con apenas diecinueve años tenía un talento natural para los negocios y manejaba las cuentas de la North’s Factory con una maestría inaudita. Si no fuera por su cuerpo ridículo, enfundado siempre en ese traje negro dos tallas más grandes, y su rostro sin ningún tipo de carisma, hasta podría decir que se reconocía en él cuando era joven. Sobre todo por esa avidez que mostraba siempre por aprender; daba la sensación de que vivía en una constante ansiedad por memorizar al detalle los usos mercantiles, y se veía que disfrutaba al sumergirse en las densas ciénagas de los créditos documentarios.

Uno de sus habituales accesos de tos comenzó a batirle en el pecho con impertinencia y fue ahogándolo cada vez más.

—Papá, ¿estás bien? —le preguntó insistente Julianne mientras le acariciaba el hombro.

—No te preocupes, querida, es solo que este frío me mata —le respondió Jerome en la agonía de la tos seca.

Luego, sacudió la muñeca con un gesto leve para indicarle que ella debía quedarse para disfrutar de las vistas sobre el río, y se apartó de la borda, abarrotada de pasajeros, para respirar mejor.

Una vez que se hubo alejado del nutrido grupo, Jerome sacó un pañuelo del bolsillito de la chaqueta de tweed y escupió un esputo de sangre que impregnó la seda blanca; luego dobló el pañuelo, respiró mientras fruncía el ceño y se lo escondió en el pantalón. Tan solo tenía que recostarse un momento, se recetó mientras sentía que le flaqueaban las piernas. Caminó a lo largo de la cubierta del Arawa como una marioneta manejada por el viento mientras buscaba consuelo en una de las hamacas que lucían impecables. Cuando logró acostarse, cerró los ojos.

Desde aquella posición también podía percibir el movimiento impetuoso del barco y hasta sintió la dolorosa brecha que se abría entre su amada ciudad y el horizonte incierto. «Dios quiera que lo haga bien», siguió rumiando el tema de Howell, pero luego sacudió la cabeza para ahuyentar el mal presagio que lo embargaba desde que se había levantado aquella mañana. «¡Solo serán cinco o seis meses, Jerome!», se convenció, y con el ansia de evadirse de sus propias impertinencias, abrió los ojos para buscar con la vista a su querida Julianne, que seguía apoyada en la barandilla mientras contemplaba los rizos marinos que se dibujaban con el paso del Arawa.

Estaba tan bella a sus dieciséis años… Se deleitó al observar el pelo suelto, que flotaba bajo el sombrerito de terciopelo verde; los ojos chispeantes como los de su madre —que Dios la tuviera en Su gloria—. ¿Y qué clase de historia se estaría imaginando para pintarla después?, sonrió con ternura.

Se tocó la frente. Estaba algo febril y mareado. «Sobre todo debe usted descansar y tomar el aire cálido de la isla», parecía oír todavía a su estimado doctor Leitghton, mientras apuntaba al techo cuando le prescribía la cura para su enfermedad. Sí, definitivamente descansaría en los meses venideros, y lo haría por ella. No podía permitirse dejar a su amada hija huérfana con tan solo dieciséis años, y peor aún, sola, al desabrigo de Edmund y Mary Jane, que se abalanzarían sobre su fortuna como ratas hambrientas. ¡No, no se lo podía permitir!, se prometió.

***

A las siete en punto y con exquisita puntualidad, los pasajeros del Arawa comenzaron a llegar al Gran Salón de Gala. Dos violines amenizaban la velada con la música serena de Haydn. Las damas habían sacado de los baúles de viaje los primeros trajes de noche de la travesía; los caballeros, los chaqués pulcros y los guantes inmaculados; y los camareros, casi con un baile reverencial, se movían ágiles mientras rellenaban platos y copas, ataviados con camisas blancas y chalecos rojos. El comedor del gran salón se mostraba a los nuevos comensales en todo su esplendor: brillos, caldos y vapores impregnaban con intensidad los tapices estampados, las mamparas ricamente pintadas y el hermoso piano de cola.

Julianne entró en el salón colgada del brazo de su padre. Le encantaba aquel traje nuevo que se había comprado en la boutique de la señora Priestley, en Dale Street: de color celeste, ceñido al talle, pero sin demasiados volúmenes. Quitó una pequeña mota de polvo que se había pegado a la falda. ¡Qué preciosos encajes tenían las mangas!; ¿de verdad vendrían importados de Francia como le explicó la señora Priestley?, fantaseó, y luego levantó la cabeza para observar todo con curiosidad.

—Allí, querida, en la mesa del fondo parece que hay sitio —le indicó su padre, y la tomó con cuidado por el codo. Luego tosió con brusquedad y se tapó la boca con su pañuelo.

Cuando llegaron a la mesa, el grupo de cinco comensales que ya estaba sentado los acogió con calidez. Ella tomó asiento, plegó con cuidado la parte de atrás de su vestido para no arrugarlo, y a medida que se iban presentando, intentó memorizar todos los nombres: el señor Thomas Johnson; dos bellas ladies, Roxanne Taylor y Beatrice Wilson; y el señor y la señora Cooper.

—Nosotros repetimos en la isla —comentó el anciano señor Cooper para romper el hielo. Luego, reposó la mano cómplice sobre la de su esposa y continuó—: El año pasado nos hospedamos en el Hotel Taoro, en el norte, pero este año hemos alquilado una casa con jardín para permanecer allí todo el invierno.

—¿Casas de alquiler? —El señor Thomas Johnson estiró el cuello con curiosidad poco fingida.

Julianne observó su rostro solemne, sin brillo, con una escasa cabellera que parecía no tener ningún orden. ¿Sería científico el señor Johnson?, ¿quizás expedicionario?, ¿y para qué acudiría a la isla?, se preguntó con liviana intriga, y siguió con atención las explicaciones sobre lo que ocurría en Tenerife con algunos de sus habitantes, que según comentaba el anciano señor Cooper parecía que vivían en la más miserable de las pobrezas:

—Muchas familias apenas sobreviven por culpa de la caída del negocio de esa planta, ¿cómo se llamaba, querida…? —Achicó los ojos como si no viera más allá de su nariz.

La señora Cooper acudió pronta en su auxilio y le dio unas palmaditas en su mano huesuda:

—Cochinilla…, querido, cochinilla…

El señor Cooper resurgió de su silla con un brinco:

—¡Eso es, la cochinilla! —repitió, y se dio un toque en la frente con la palma de la mano—. Además, nosotros ya no estamos para reuniones ni veladas en sociedad. A nuestra edad preferimos los paseos matutinos y la mutua compañía, ¿verdad que sí, cariño mío? —apuntó a su esposa con una mirada pícara.

Todos sonrieron, pero fue una de las jóvenes ladies la que preguntó por aquel interesante asunto de las veladas en la isla:

—Pero ¿es que también hay soirées para los británicos? —curioseó la rolliza Roxanne.

Julianne se percató de la tonalidad virginal de su rostro. Su boca pequeña parecía una fresa muy madura y sus ojillos no eran bonitos, pero chispeaban con alegría. Quizás no tenía la belleza serena de su otra amiga, Beatrice, pero a juzgar por su vestido turquesa y su talante juguetón, casi infantil, la consideró la más bonita de las dos:

—¡Por supuesto que hay soirées para la comunidad británica! —aclaró la señora Cooper con una sonrisa cómplice. Al parecer, había captado que aquellas muchachas eran casaderas y necesitaban asesoramiento.

Luego, explicó a todos la importancia de las recomendaciones:

—En la isla no puedes relacionarte de forma adecuada sin una buena carta de recomendación. —Se dirigió entonces a las dos jóvenes con mirada de institutriz y su boca se convirtió en una línea tan fina que casi desapareció de su rostro anciano—: Veréis, hay que solicitar la recomendación al vicecónsul nada más llegar a la ciudad de Santa Cruz —las aleccionó.

Luego alardeó de conocer a tan ilustre caballero, el señor Edward, y a su esposa, la señora Linda:

—Una mujer de modales exquisitos, por cierto —recalcó con un ligero elevamiento de ceja. Cuando acabó de hablar, se llevó la servilleta a la boca y la selló por un instante.

—¿Y a qué tipo de eventos podríamos acudir? —insistió de nuevo Roxanne mientras movía la cabeza como una muñequita juguetona.

Ante tal pregunta, la señora Cooper guardó unos segundos de silencio, esbozó una sonrisa pícara y, como si toda la vida hubiera esperado aquella oportunidad, abrió de par en par su extensa carta de experiencias culturales, su inigualable don de gentes y, mientras la pluma de su pelo se agitaba como la de una gallina que cacarea en el corral, su marido, el señor Cooper, comenzó a entrar en una zozobra hasta casi desaparecer de la vista de todos.

Julianne miró de soslayo a su padre. No había hablado en toda la velada. «Pobre papá…», pensó. Estaba encorvado y removía sin apetito la sopa de su plato. Parecía fatigado, muy fatigado. Le tomó la mano por debajo de la mesa y la encontró helada y sudorosa. Jerome le devolvió su mirada débil, ya sabía ella que estaba haciendo un esfuerzo descomunal para que se divirtiera aquella noche. «Gracias…», se acercó y le besó la mejilla. No hablaron mucho más el resto de la velada y se retiraron a descansar pronto, igual que los Cooper.

Durante la noche, el Arawa se batió por los extensos caminos del Atlántico con una infatigable lucha contra las embestidas del mar. Julianne oía con estupor cómo las olas hacían crujir los costados del navío, pero apenas levantaba la cabeza de la almohada para intentar vislumbrar algo de lo que ocurría en el exterior; las náuseas le estrangulaban el estómago y le impedían moverse: «¿Papá?, ¿cuándo acabará la tormenta?», le preguntaba a Jerome desde lo alto de la litera, pero su padre apenas emitía un gruñido, una señal de que él mismo vivía su propia penitencia en aquel tramo infernal del Atlántico.

Al día siguiente, nada más despertarse, Julianne testó con alegría que el movimiento del barco era acompasado, lento; le daba la sensación de que flotaban por un lago tranquilo y pacífico. Se incorporó en la litera y, aliviada por no tener ninguna angustia, bajó por las escalerillas y se asomó por el portillo del camarote. ¡Nunca había visto algo igual! El cielo se mostraba de un azul paradisíaco, y a lo lejos, casi en el horizonte, unos cúmulos luminosos parecían ser arrastrados por las propias corrientes marinas. «¡Papá, papá, despierta!», sacudió emocionada a Jerome, pero el pobre hombre, que apenas podía abrir los ojos, se llevó la mano a la frente y le pidió que lo dejara descansar. «Por favor», le rogó; luego se dio media vuelta en el camastro y prosiguió con su sueño febril.

Ella permaneció quieta frente a él mientras escuchaba el murmullo jaquecoso que emergía de su pecho; parecía arrastrar una enorme cadena oxidada. Después, desvió la vista hacia la puerta. Necesitaba salir de allí.

El repentino frescor de la mañana evaporó el atufamiento del encierro de las últimas horas. Julianne se agarró a la regala, que aún estaba mojada por la lluvia, y se deleitó con el espectáculo marino. Sentía que aquel océano vibraba como un animal salvaje y que el azul cobalto que teñía la superficie en la primera parte del viaje, ahora, en aquellas latitudes, se había transformado en un espléndido azul de Prusia. ¡Qué maravillosa la sensación de sentirse rociada por aquella espuma salvaje que chocaba contra las amuras! Echó la cabeza hacia atrás.

Ya al mediodía, después de un escueto almuerzo en una mesita apartada del salón comedor, regresó al camarote, donde su padre permanecía sumido en aquel amargo silencio. Cuando entró haciendo equilibrios con la bandeja que llevaba para que comiera algo, oyó de nuevo el doloroso arrullo de su pecho y sintió la densidad del ambiente.

—Papá, despierta, ¿quieres comer algo…?

Le tocó con cuidado en el hombro y luego le mostró la bandeja con un vasito de agua y unas gachas, y también le ofreció unos huevos revueltos con tostadas, que tanto le gustaban; pero Jerome apenas podía hablar, y con una voz ronca consiguió decirle que no se preocupara, que tan solo eran aquellos movimientos marinos, que lo tenían algo revuelto. Ella titubeó sin saber dónde colocar la bandeja con la comida, así que buscó hueco en lo alto de un chifonier y luego regresó de nuevo a la litera para tocarle la frente.

Era muy consciente de que no solo se trataba de unos mareos, pero ¿qué podía hacer? Se acercó inquieta hacia la palangana y humedeció una pequeña toalla de mano; luego, se la colocó sobre la frente.

—¿Por qué no avisamos al médico del barco, papá? —suplicó de pronto Julianne con una inesperada congoja.

Ante su pregunta, Jerome, en un arrebato que incluso consiguió que se incorporara de medio cuerpo, le respondió que ni se le ocurriera, que podrían negarles la entrada si lo descubrían enfermo, y entonces sí que estaría acabado.

—Necesito llegar a la isla… —susurró en una plegaria, y volvió a dormitar en un suspiro aliviado.

Después de aquel sobresalto, Julianne salió del camarote con una gran preocupación. ¿Llegarían a la isla a tiempo o tendrían que regresar por el empeoramiento más que evidente de su padre?, se preguntó con un amago de llanto; sin embargo, a medida que atravesaba la cubierta del Arawa, le pareció que todo a su alrededor poseía un brillo renovado. Le daba la sensación de que la tormenta había hecho relucir los cabrestantes, limpiado la madera, las puertas, las hamacas… Hasta las campanas de latón parecían bañadas por una capa dorada. ¡Qué resurgir de los colores tan hermoso!, se deleitó de pronto, y hasta logró evadirse de aquella amargura reciente que le estrangulaba la garganta.

Ya en el interior del Arawa, todo le resultó un poco más sombrío, con unas texturas más rugosas, menos brillantes. La sala de juego, un espacio tosco y formal, estaba forrada por tapices marrones adornados con florecillas granates, y el barniz de las mesas apenas se veía iluminado por el toque ocre de las tenues lamparillas. Cuando atravesó la estancia con pasos temerosos, casi pegada al tapiz de las paredes para no ser vista —quizás su padre no le hubiera permitido entrar en un lugar como aquel—, le pareció que los caballeros se batían en duelos e intrigas serias, con las cartas izadas como espadas batientes, los ceños fruncidos, en silencio, sus vasos de cristal grueso colmados de whisky.

Una vez que atravesó la sala, accedió al salón de gala donde se entretuvo con un concierto de piano y una pequeña representación operística; pero fue al final de aquella tarde cuando Beatrice, la joven que tan seria y cortante le resultó en la primera cena, la rescató de la melancolía que se fraguaba dentro de ella como el hundimiento de un enorme galeón.

—¡Hola, querida! ¿Qué haces por aquí tan sola? ¿Y tu padre? —le llamó la atención mientras la observaba con sus ojos azules de pájaro nórdico.

Ella tuvo que contener un amago de llanto. ¿Qué podía decirle que no delatara la grave situación que soportaba?

—Bueno… Mi padre está en el camarote, sigue mareado —mintió con un titubeo incómodo. Pero Beatrice revisó con perspicacia sus ojos aún infantiles, desembarcados de un reciente naufragio, y la invitó a un té en el flamante salón de popa.

Cuando el camarero se retiró tras servirles, Beatrice le preguntó el motivo de su viaje:

—¡Cuéntame, Julianne! ¿A qué vais a la isla? —Beatrice se removió en el sillón con el platito en una mano y la taza en la otra, a la expectativa, preparada para escuchar una apasionante historia de aventuras, de amor—. ¡Cuéntame! —repitió.

Julianne vaciló y, por un instante, se quedó atrapada en la mirada policiaca de Beatrice, con sus pupilas abiertas y sus largas pestañas, que parecían barrer el vapor que subía desde su taza. Al fin le contestó que su padre quería explorar la posibilidad de abrir nuevos negocios, pero Beatrice se quedó a la expectativa, parecía esperar algún dato más. ¿Qué más podía contarle? Julianne sopló el contenido de la taza para darse un poco más de tiempo. Rescató de su garganta un tono firme, más adulto, y añadió que Jerome era un hombre de negocios y siempre estaba pensando en nuevas posibilidades. Ya sabía ella cómo eran los hombres, ¿verdad?, concluyó con esa coletilla que siempre oía a las sirvientas en la cocina cuando hablaban con Mimí y que servía para explicar lo inexplicable en el género masculino. Luego se llevó la taza a la boca para arrastrar aquella mentira con algo de agua endulzada y le devolvió de inmediato la pregunta a Beatrice:

—¿Y vosotras? ¿A qué vais Roxanne y tú?

Beatrice sonrió, astuta, descendió la taza hasta la altura de sus rodillas y volcó su mirada hacia los restos de té —parecía decepcionada—. Luego puso el platito y la taza encima de la mesa con calma y le respondió con un tono algo desanimado que Roxanne y ella estaban redactando un libro de viajes.

—¡Un libro de viajes! —replicó Julianne sin pensarlo dos veces, y le salió sin querer ese tonillo gritón de patio de escuela que tanto le molestaba, porque ella ya no era una niña y vestía con polizón, corsé y hasta medio taconcito.

Curiosamente, le pareció que a Beatriz le había hecho gracia su espontaneidad y de nuevo sus ojos le mostraban una entonación cariñosa, idéntica a la que le dedicaba Mimí cuando terminaba de regañarla y la invitaba a unos buñuelos recién salidos del horno.

Durante los siguientes días de travesía, se sucedieron las charlas con Beatrice en el saloncito de té, en el que quedaban con puntualidad a las cinco de la tarde. Julianne deambulaba el resto del tiempo entre el camarote —atendiendo a su padre, que parecía sumido en el sopor de un mal sueño— , la cubierta del Arawa y el gran salón de proa.

No veía el momento de que llegara la hora para disfrutar de las historias, anécdotas y lugares tan emocionantes que su nueva amiga trazaba en su imaginación como un libro de rutas increíbles y exóticas. ¿Acaso era posible que las mujeres pudieran viajar solas y tan lejos?, elucubraba ya de noche mientras recordaba los trepidantes viajes de Roxanne y Beatrice por el mundo —Marruecos, la India, París, Alemania, ¡Egipto!—. Tanta fue la admiración que desarrolló por aquel par de amigas que se prometió a sí misma que lo primero que haría cuando regresara a Liverpool sería comprarse una cámara de fotos como la de Beatrice, importada de Francia, con su frontal de madera y sus fuelles negros, que más bien le parecía un pequeño acordeón. También escribiría un libro de viajes, que, por lo que le había contado Beatrice, estaba muy de moda entre las ladies más insignes de su país.

El último día de la travesía, los pasajeros empezaron a dar muestras de inquietud. Las gaviotas se acercaban en un vuelo bajo e incluso se arriesgaban a picotear alguna migaja que los niños soltaban como señuelo. El pasaje intentaba avistar la isla de Tenerife. Los más preparados observaban con sus catalejos y era normal que, de tanto en tanto, alguno diera una falsa voz de alarma: «¡El Pico, he visto el Pico!». Pero el famoso Teide, esa gran montaña de la que todo el mundo hablaba, no llegaba a mostrarse tras las nubes, que parecían emborronar el horizonte.

—¡Papá, papá, levanta, hemos llegado! —Julianne sacudió a su padre.

—Voy, hija, voy… —articuló Jerome con desgana, mientras echaba a un lado la manta de su camastro y se agarraba la cabeza.

—Con cuidado, papá, con cuidado. —Tendió cuidadosa la mano y lo ayudó a levantarse cogiéndolo por la axila.

Cuando a duras penas salieron a cubierta, la ciudad de Santa Cruz apareció ante los ojos deslumbrados de Jerome, abierta en una ensenada que invitaba a quedarse. La entrada marina era un muelle estrecho, lleno de barcazas que se agitaban como inquietos cormoranes, movidas por intensas corrientes que también reparaban en aquella cala. Atrás quedaba el bravo Atlántico, y frente a ellos, la deseada isla.

Jerome se había vestido de forma impecable, con una chaqueta de tweed azul marino y una camisa impoluta. El inspector de sanidad pasó revista a todos los pasajeros y él intentó permanecer erguido, sin toser —normalmente no se entretenían demasiado en los pasajeros de primera, los problemas venían siempre agazapados en las sentinas de la tercera clase—. El inspector pasó sin prestarle atención y, después de unos escasos minutos, garabateó el acta, y todos los pasajeros bajaron a los botes que esperaban abarloados, ayudados por isleños morenos y fuertes.

Cuando llegaron a tierra firme, Jerome se volvió a apoyar en el brazo de Julianne y recorrió con pasos fatigados el puerto de Santa Cruz. Aquel lugar parecía un circo de personas y animales. Los niños tiraban de su chaqueta con mirada astuta: «Pennies, pennies», mendigaban; los pescadores gritaban en la orilla con su voz nasal mientras ondeaban las capturas del día; unas mulas trasladaban mercancía de aquí para allá… Pero lo que más les llamó la atención fue un dromedario que, con paso firme y gesto serio, cruzó por delante de ellos con un cargamento de barriles a ambos lados de la joroba.

Por fin habían llegado, agradeció en silencio Jerome, y echó un vistazo anglicano al cielo; pero el dolor del pecho apenas lo dejaba respirar y sentía la piel hervir con el calor bullicioso de aquella pequeña ciudad, así que le pidió a su amada hija que se retirasen al hotel. Julianne agachó la cabeza con desconsuelo.

—De acuerdo, papá —le respondió obediente.

· CAPÍTULO 2 ·

Santa Cruz de Tenerife, julio de 1895

Julianne se despertó algo confundida. Apenas corría el aire, y una mosquitera que colgaba desde lo alto de la cama acrecentaba aún más la sensación de oscuridad y ahogamiento. Arrugó los ojos en un intento de ver más allá de la penumbra y descubrió su baúl de viajes abierto en medio de la estancia; encima de la silla, su sombrerito de paseo. Entonces recordó el tartamudeo de la sirvienta canaria y sonrió aliviada: «Maileidi, este… me-me-jor lugar pa-pa-ra sol y mar», le había instruido la noche anterior.

Aquella muchacha intentaba ganarse unos pennies mientras arrastraba, con su cofia torcida y entre soplidos, el pesado baúl hasta el centro de la alcoba. Carecía de las formas sutiles y elegantes de Louise, su ama de llaves en Liverpool, pero no podía negar que había hecho un gran esfuerzo por trasladar el equipaje y por hablar en inglés.

Saltó de la cama de un brinco y se acercó a la ventana más próxima. Se preguntaba impaciente si la nativa tendría razón, si aquella habitación tendría las mejores vistas del hotel, así que descorrió la pesada cortina verde. Cuando abrió de par en par el postigo de la contraventana, la luz matutina la cegó por unos segundos. Al levantar la vista hacia el horizonte, la hermosa bahía de Santa Cruz le sonrió esplendorosa. Era un lugar espectacular para pintar, tan bonito como las lejanas tierras australianas que con tanta exquisitez había retratado la señorita McGregor en su último viaje. También ella podría hacer una exposición privada en la Escuela de Pintura de Liverpool. ¿Por qué no? Retrataría estos paisajes tan desconocidos y los llamaría «Paraísos españoles», ¿o mejor «Paraísos isleños»?

Puso la mano en forma de visera y observó a lo lejos con detenimiento. Las escarpadas montañas, con los bordes rotos y dentados, eran imponentes, así como los acantilados pardos en los que terminaban, casi perpendiculares al mar. «Anaga» creía haber oído llamarlos al señor Cooper mientras arribaban a puerto. Acostumbrada a las tonalidades frías y tristes de Inglaterra, la paleta de colores se abría ante sus ojos con matices tan cálidos y vivos que excitaron todos sus sentidos. Por los bajos del hotel pasó un carruaje repleto de barriles, arrastrado por unos bueyes sedientos; a lo lejos, los pescadores echaban aparejos de profundidad en los albores de la bajamar, y los colores rojizos de los pañuelos atados a la cintura resaltaban con el brillo del blanco de sus camisas. Las casas, salpicadas alrededor del puerto, estaban enjalbegadas y desde sus tejados planos se descolgaban plantas con flores de vivos colores. ¡Qué maravilla, qué composición podría hacer!, se animó. En ese instante de absoluta exaltación, sonaron las campanas de una iglesia cercana, y al fondo de la calle aparecieron, como hermosas cariátides de la Acrópolis, dos poderosas mujeres vestidas de blanco, airosas en sus andares. Llevaban enormes cestas sobre la cabeza. ¿Cómo era posible que no se les cayeran?

Cerró los ojos y quiso aspirarlo todo con fervor. El aire cálido del mar se arremolinó en su pelo y revoloteó por los bajos de su camisa de dormir, inflada como una vela. Molesta por el picor del encaje y la muselina del cuello, se desabotonó un poco el camisón y echó la cabeza hacia atrás. ¡Qué placentera la sensación de bálsamo y frescor que recorría su nuca!

—¿Julianne? ¿Hija…? —Jerome tosió al otro lado de la alcoba.

—¡Oh, papá…! —Cerró de golpe la cortina como si hubiera vivido un pecado inconfesable; ¿cómo podía haberse olvidado de su padre?, se recriminó. Luego se acercó corriendo hasta el borde de la cama—. ¡Papá! —Le acarició la mejilla—. ¿Cómo te encuentras hoy?

Observó que tenía los labios agrietados, probablemente sufría otro acceso de fiebre, así que volcó en un vaso un poco de agua de la jarra que se encontraba en la mesita auxiliar, pero Jerome apenas dio un par de sorbos y dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada, rendido al esfuerzo. Al final abrió sus ojos grises, enrojecidos alrededor de las pupilas, y de su boca salió un hilo de voz ronco, apagado por el temblor de la fiebre.

—Julianne… —articuló costosamente.

Se arrodilló frente a él para oírlo mejor.

Su padre empezó a darle una serie de instrucciones pausadas, hiladas con el entrecortado arrastre de su respiración. Parecía que debía buscar al vicecónsul en el hotel —un tal señor Edwards— para recoger las cartas de recomendación, después debía avisar al servicio de habitaciones para que los ayudaran con los baúles. Saldrían de allí a las once en punto, en una calesa que él mismo había contratado desde Liverpool. Concluyó aquella lista de recados con un brusco acceso de tos.

—¿Cómo vas a viajar así, papá? Necesitas un médico —protestó desesperada.

—¡Por favor, Julianne, obedece! —De su boca salió una orden severa, incontestable, como si la férrea voluntad de su padre aún sobreviviera bajo el incipiente avance de la enfermedad.

El camino de salida de la ciudad de Santa Cruz le resultó árido y desolado. La ilusión de primera hora de la mañana al abrir la ventana de su habitación se fue desvaneciendo entre la polvareda que levantaba el carruaje, que ascendía con dificultad por aquellos senderos empedrados.

Jerome, después del enorme esfuerzo que tuvo que hacer para vestirse y salir de la alcoba con aquel temblor febril, se había quedado dormido profundamente a pesar del incómodo traqueteo del vehículo. Tenía la cabeza apoyada sobre la pared de la calesa y desde su boca salía ese olor ácido y desagradable tan conocido para ella, cómo olvidarlo, reconoció al instante, y se tapó la nariz con su pañuelito impregnado en agua de rosas.

Ella tenía tan solo cinco años cuando besó con sus labios tibios la frente helada de su madre recién fallecida: «Murió de tuberculosis», cuchichearon a sus espaldas. «Pobre niña…», dijeron. Las voces se mezclaban con el espectro de las siluetas alargadas de los adultos sobre las paredes: «Sácala de aquí, que ya ha visto bastante», increpó su padre a la niñera. «¿Mami?, ¿dónde está mami?», preguntaba ella con angustia, y recordaba haber agarrado con más fuerza las faldas tiesas de Mimí, su institutriz, cuando aquellas señoras que le parecían cuervos negros se acercaban para acariciarle el pelo o el rostro.

Aquella funesta pestilencia que desprendía la habitación de su madre, y que ahora replicaba su padre, permaneció durante años en los armarios, los visillos oscuros y en los rincones de la gran casa de Wavertree, en las afueras de Liverpool. Quizás fuera el mismísimo olor de la muerte, y revisó el rostro mortecino de su padre y su pecho fatigado. Una lágrima inesperada recorrió fugaz su mejilla hasta refugiarse en la comisura de los labios.

Después de una hora de traqueteo incesante, la calesa pareció tomar un sendero menos empinado y un aroma a menta y eucalipto invadió de pronto el aire. Julianne asomó la cabeza por la ventana. El eco de las herraduras de los caballos sobre el suelo de piedra retumbaba por las largas y polvorientas calles de lo que parecía una nueva ciudad. Un pasado glorioso se percibía en cada esquina: en los portales decorados y dinteles esculpidos, en los magníficos balcones, pero todo estaba en un estado ruinoso y sin señal de vida alguna.

—¿Dónde estamos, joven? —preguntó al guía, y levantó la voz.

—En La Laguna, maleidi.

Aquel muchacho, que no debía de tener más edad que ella, manejaba el carruaje con pericia y sobre todo se defendía en inglés, lo suficiente para guiarla y darse a entender.

El recorrido hacia el norte de la isla continuó durante todo un largo día. Jerome parecía aliviado por los paños fríos que le ponía una y otra vez en la frente. Pasados unos kilómetros a partir de la ciudad de La Laguna, la vegetación fue invadiendo los espacios yermos: los campos aparecían plantados de maíz y trigo; huertas con arboledas de naranjos y matas de plataneras que se mezclaban con palmeras, acacias, álamos y moreras.

También el aire comenzó a ser un poco más fresco y la nueva ruta por la costa, hermosa y verde. Ella admiraba la belleza de los colores naturales que se mezclaban con gracia. Cuando llegaron al valle, casi al anochecer, después de una jornada agotadora llena de traqueteos, la calesa giró por senderos que los llevaban hacia la costa, y entró por el patio del Hotel Martiánez con el «jía, jía» arrebatado del muchacho.

Una dama vestida de rigurosa etiqueta blanca salió a su encuentro nada más llegar. Para su alivio, era inglesa.

—Un médico, por favor, necesitamos un médico. —Julianne le pidió ayuda de inmediato.

La señora, que ya tenía una edad, la miró por encima de sus lentes con estirada parsimonia, asintió con un rictus en la boca y desapareció. Al cabo de unos minutos, regresó acompañada por varios lacayos morenos y fuertes. A juzgar por la tranquilidad con que asumieron el deplorable estado en que llegó su padre y los movimientos coordinados para transportarlo a la alcoba y acomodarlo en la cama, Julianne concluyó que no era la primera vez que acogían a enfermos y que, por esta razón, él había decidido hospedarse en aquel lugar.

—El médico vendrá en cuanto termine de atender a los otros pacientes. Mientras tanto, espere aquí con su padre —concluyó la gobernanta ya en la habitación, y dio un repaso rápido a la estancia para comprobar que todo estaba en orden.

Al cerrar la puerta, Julianne suspiró aliviada. Se sentó en un taburete y observó que la habitación no era demasiado amplia ni estaba adornada con opulencia, pero se agradecía la temperatura fresca y el silencio. Las ventanas tenían postigos, como en el hotel de Santa Cruz, y gruesas cortinas que, lo más probable, servirían para aplacar la intensa luz que parecía siempre presente en aquella isla. Tras unos minutos, la puerta se abrió y entró el doctor.

—Buenas tardes —saludó con voz vigorosa, y avanzó a grandes zancadas hacia la cama con su maletín de cuero.

El médico del hotel se presentó como Aquilino Fuertes. Su barba blanca y bien cuidada le daba cierto aspecto de anciano noble y respetable. Llevaba lentes gruesas de gran estudioso, y sus ojos eran oscuros, pequeños y arrugados.

—Julianne, Julianne North… —contestó ella insegura, mientras extendía la mano.

El doctor la observó y adivinó la posible historia que le contaba aquella mirada tierna y suplicante, su piel arrebatada, tan poco acostumbrada a los climas cálidos de la isla. Cuántos enfermos ingleses había atendido en los últimos años, y seguían llegando como una plaga difícil de controlar, todos ellos con afecciones pulmonares graves. Era el maldito smuggy inglés y las espantosas temperaturas británicas las que los empeoraban, pero lo más grave era que muchos venían a la isla con la enfermedad tan avanzada que poco podía hacer.

—Necesito que abandone la habitación, señorita —concluyó con una sonrisa casi paternal—. Vamos a ver en qué estado ha llegado el señor North.

Ella suspiró, bajó la mirada y, con el ánimo derrotado, cerró la puerta.

· CAPÍTULO 3 ·

Nueva York, marzo de 2018

Se le había hecho muy tarde aquella mañana, así que dio dos escuetos toques con los nudillos y pasó sin hacer ruido. Todos los especialistas de la casa Christie’s estaban ya sentados. Jeffrey Clay, que presidía la mesa, parecía ofuscado con alguna conversación en el móvil y tecleaba en el dispositivo con el ceño fruncido. Gabriel saludó con un escueto «buenos días» al que nadie respondió y avanzó por la moqueta azul con zancadas rápidas. El zumbido del aire acondicionado amortiguaba aquel silencio tan incómodo.

Cuando llegó a su asiento, culebreó entre la silla y la mesa de cristal con habilidad y, una vez sentado, esperó a que los segundos pasaran y que alguien rompiera el hielo. Pero nadie dijo nada; solo se oyó una leve tos al fondo de la mesa, ahogada de inmediato por un trago de agua.

A Jeffrey le encantaba crear esas atmósferas de incomodidad en sus reuniones y disfrutaba colocando finísimas hebras de tensión a su alrededor —Gabriel ya lo conocía después de tantos años—. Por su parte, Julie Adamski vagaba en algún tipo de ensoñación con la mirada ausente, y Pierre se entretenía rellenando su cuadernillo de notas con círculos desquiciados. Por fin, Jeffrey levantó la cabeza de su móvil y tomó un sorbo de su taza de café.

—Veamos…, señor Murayama. —Comenzó a chequear su listado, y todos se removieron en sus asientos, aliviados.

Tataki Murayama era el colaborador favorito de Jeffrey: de facciones andróginas, mentón estirado y mirada lánguida. Se había licenciado por la Universidad de Sophia en Tokio y era un especialista en arte oriental. Al parecer, con tan solo treinta y cinco años ya había trabajado en la casa Christie’s en Japón, donde había sido responsable de las relaciones comerciales con los coleccionistas y los museos privados durante ocho años. Pero todos sabían que no era su currículo lo que interesaba a Jeffrey Clay, sino que, según se decía, Murayama mantenía ciertas relaciones con mafias chinas, todos esos nuevos ricos de pronto interesados por el mercado del arte moderno. Aunque también —Gabriel tenía que reconocerlo— había sido el encargado de cerrar la venta de un Picasso y de un Christopher Wool al millonario Yusaku Maezawa por una cantidad tan desorbitada que había aparecido en la prensa nacional como uno de los hitos históricos más relevantes ocurridos en la casa Christie’s de Nueva York.

¿Quién no conocía a Murayama? Y como caballo ganador que era, el señor Clay lo invitaba a almorzar en el Mortimers o a divertirse en algunas de las glamurosas fiestas que se celebraban en Nueva York cada semana. La última la había ofrecido Karl Lagerfeld después de su desfile en la ciudad. Según se cuchicheaba al día siguiente en los corrillos del departamento, el champán francés se había desbordado a chorros por el jacuzzi.

—Bien —continuó Jeffrey aleccionando a Murayama—, te encargarás de una de nuestras dos subastas anuales de arte indio y japonés del próximo día dieciséis. Veamos. —Se colocó sus lentes de cerca para revisar el catálogo—. Tenemos dos bronces budistas, numerosos objetos de cerámica, una armadura samurái y metalistería variada. Aquí lo tienes. —Alargó la mano para entregarle la carpeta.

Murayama abrió su hoja de encargo y ojeó las fotos del dosier. Se detuvo en una de las colecciones y acarició la página, como si pudiera tocar los relieves de la foto. Se trataba de un buda de bronce sentado en posición de Dhayasana, que llevaba colgada del hombro izquierdo una vestidura labrada en oro con pétalos y flores.

«Una belleza de objeto, desde luego que sí», se dijo Gabriel, y reconoció cierta envidia por los encargos tan maravillosos que siempre recibía Murayama.

Mientras Jeffrey continuaba con la tediosa entrega quincenal de dosieres a todos los especialistas de la sala —Tyle Abbot, Julie Adamski, Pierre Amrouche, Christopher Annesley…—, él se entretuvo revisando la portada de noviembre del Art in America que tenía a su izquierda, junto a la montaña de carpetas con los encargos mensuales. Se trataba del Jinete azul de Kandinsky, que atravesaba veloz un prado colorido, casi confundido con los numerosos toques de verdes y amarillos del propio cuadro. Siempre adoró ese cuadro y su trepidante simbolismo: el jinete representaba la lucha entre el bien y el mal, la edad del triunfo del espíritu sobre el materialismo, el movimiento Der Blaue Reiter que fue creado por el autor…

—¡Gabriel Koon!

De repente, su nombre le estalló en la cabeza como una bombilla en el techo por un cortocircuito.

—¿Me estás escuchando, Gabriel? —repitió Jeffrey, y el color granate comenzó a refulgir desde el nudo de la corbata verde hacia su cabello canoso.

Por la mirada enrarecida de todos, se dio cuenta de que se había perdido en sus divagaciones.

—¡Sí, sí…, Jeffrey, disculpa! —Y alargó la mano para recibir su dosier.

—Parece, señor Koon, que esta mañana tiene usted mejores cosas que hacer que estar con nosotros, ¿verdad? —ironizó Jeffrey. Se quitó las gafas y comenzó a mordisquear una de las patas, pero entonces su teléfono vibró sobre la mesa. Miró su reloj con brusquedad, parpadeó con rapidez y aflojó las mandíbulas. Al volver a Gabriel, le pasó su encargo y se levantó de la mesa:—. Veinte cuadros de la familia Scheidemann de distintos estilos. Fecha de subasta: finales de abril. ¡A trabajar, señores! —Cerró su agenda y salió apresurado de la sala de reuniones con el móvil en la oreja.

Cuando desapareció, la sala comenzó a revivir con las conversaciones de los tasadores, las llamadas de los móviles, los movimientos de las sillas y alguna que otra carcajada tensa, retenida durante más de una hora. Gabriel sacudió la cabeza, no había empezado el día con buen pie. Echó un vistazo a los cuadros que tenía en su lote. Veinte obras eran una barbaridad para el poco tiempo de que disponía, así que cerró el maletín y decidió ponerse manos a la obra.

Salió de la sala. A sus espaldas, un grupo de compañeros se apelotonó frente al ascensor para comentar sus nuevos trabajos, los partidos de golf del fin de semana o la última cifra que se había pagado por un Damien Hirst. Tyle Abbot lo invitó a acompañarlos a tomar algo a Bowery, pero Gabriel rehusó aduciendo la cantidad de trabajo pendiente.

Era muy consciente de que en los últimos meses evitaba cualquier tipo de contacto con sus compañeros. No sabía si la dolorosa ruptura con Ethan, hacía casi medio año, era la causa de aquella fobia social o si en realidad hacía ya mucho tiempo que se sentía atrapado en una vida monótona e insulsa como tasador de arte.

Gabriel se dirigió al sótano. Quería echar un vistazo a las obras de la familia Scheidemann y organizar el trabajo de los próximos días.

Al acercarse a la hilera de obras colgadas temporalmente sobre el mural, hizo un primer barrido. «Pues no están nada mal», concluyó masajeándose la barba, y luego las revisó una a una con más atención, hasta que llegó a la más llamativa del conjunto. Sacó del maletín su carpeta de encargos y buscó el nombre de aquella obra:

«Lote n.º 8: La llave del espejo. Autor: Anthony Jewell».

Era espectacular. Destacaba una maestría colosal en la ejecución, en sus detalles: las líneas, las tonalidades profundas casi tétricas, la elevación del rostro de una niña y su expresión entre confusa y expectante, sus ojos abiertos frente a un ventanuco con la luz matinal esparcida por el ámbito pobre, sus manos regordetas sobre el camisón, la textura de la prenda sutil que caía sobre los hombros redondeados, sin las formas aún definidas debido a la tierna infancia.

«Pues ni idea de quién es el tal Jewell», negó con la cabeza, pero el cuadro le parecía magistral. «¿Impresionista, quizás?», dudó.

· CAPÍTULO 4 ·

La Orotava, enero de 1896

Julianne desplegó su sombrilla de encaje y la orientó hacia el sur, por donde sentía que el sol vibraba con más intensidad. «Esta tierra no da tregua a mi cutis», se dijo resoplando, y es que, a pesar de que ya estaban en pleno invierno, el cielo seguía impoluto en aquella isla, sin una minúscula mota que enturbiara su implacable desnudez.

—¿Te encuentras bien, querida? —preguntó Jerome, que había frenado el paso y observaba con curiosidad el rostro arrebatado de su hija.

—Sí, papá, no te preocupes —asintió ella con una sonrisa comprometida. Luego se limpió la frente con un pañuelito y se asió de nuevo a su antebrazo para continuar con el paseo. ¡Qué sabría su padre del cutis de una mujer! A los hombres se les permitía lucirlo de cualquier manera. Desde que había llegado a Tenerife, no habían dejado de florecer en el naciente de su nariz aquellas odiosas pecas. Se negaba a que la confundieran con una de esas mujeres vulgares y por ello se restregaba rabiosa a diario con agua de limón. Ya se lo había advertido mil veces su adorable Mimí: «Es preferible una cicatriz que una piel ennegrecida y requemada por el sol, Julianne», y la instruía de esta manera mientras empolvaba su cutis victoriano, que en los últimos años había comenzado a agrietarse por la comisura de los labios, en las planicies de la frente y en las tierras rotas que rodeaban los ojos.

Pero a pesar de aquel detalle, admitía que en la isla todo parecía estar impregnado de una exuberante explosión de vida, y hasta su padre, en aquellos cinco meses de lenta convalecencia y paciente reposo, había resurgido del letargo de su enfermedad como un árbol robusto y frondoso.

Lo miró de reojo y se congratuló al comprobar su semblante recuperado, la piel esponjosa, su pecho ancho, y lo bien que le sentaban esos trajes de lino blanco que había descubierto recientemente con tanto gusto. Atrás quedaban las antiguas chaquetas de lana o tweed oscuro, que él mismo había desterrado al fondo de su baúl.

Observó el jardín del Hotel Taoro por donde seguían paseando. Estaba repleto de adelfas de vibrantes colores y apagadas magnolias que se esparcían por los trazos geométricos. Algunos pajarillos también ensayaban tímidas notas al aire, escondidos entre el follaje; y al fondo, en la lejanía del valle, reconoció con asombro el pico Teide, tan solitario y altivo. ¿Cómo hacerle justicia con una simple acuarela? ¿Cómo retratar esa templanza? ¿Y con qué paleta de tonalidades…?

—¡Una mantilla, maileidi! ¡Un pañuelo, mister! ¡Tenemos muchos colores!

Una joven canaria de ojos vivos, que se acercaba por el mismo camino que ellos, rompió el hechizo de su contemplación. Avanzaba contoneándose, con la mano derecha en la cintura, y en la izquierda exhibía una preciosa mantilla blanca calada.

—Para la guapa leidi —voceó revisándola con astucia—. ¿Le gusta, maileidi? —preguntó la canaria al acercarse.

Con un gesto hábil desplegó la hermosa mantilla, que cayó sobre los hombros de Julianne, ligera, ¡fascinante!, pero Jerome se defendió con voz firme e hizo un ademán seco con la mano, como el que espanta un insecto. La muchacha recogió entonces el tejido con una sonrisa pícara y se dio media vuelta para dirigirse hacia otras dos ladies inglesas que también entraban por el jardín del hotel.

La voz de la locuaz joven se deshizo en la lejanía, pero cuando alcanzó a las dos mujeres que los seguían, Jerome se giró con curiosidad: parecía que las damas inglesas demostraban cierta predilección por aquellos tejidos canarios.

Mientras continuaba con su plácido paseo, se preguntó si no sería una locura emprender el nuevo negocio. Ya no se sentía con las mismas fuerzas de antes, pero lo cierto era que, desde que la idea se había posado en su cabeza hacía unas semanas, se sentía obsesionado hasta el punto de forzar eternas jornadas de trabajo epistolar para conseguir lo que se había propuesto: que las principales casas textiles de Reino Unido, Irlanda, Francia e incluso una importante exportadora de Damasco atendieran de forma positiva a sus misivas.

Él estimaba que con los números que había preparado el joven Howard —como siempre tan diligente—, y teniendo en cuenta sus previsiones de ingresos y gastos, podría afrontar tal proyecto. Estaba seguro de que los ciudadanos de La Orotava y sobre todo las mujeres acogerían de buen agrado aquel nuevo negocio textil. En cualquier caso, suponía una estupenda excusa para aplazar el regreso a la lluviosa Inglaterra. Cada rincón de aquella isla resultaba encantador, solo hacía falta observar el jardín versallesco que los rodeaba.

—¡Mira, papá! —Julianne interrumpió sus divagaciones—. ¿Has visto qué preciosidad de caballo?

Un hermoso ejemplar de pelo oscuro pasó delante de ellos al trote. Se dirigía hacia el camino de La Sortija, el lugar donde se celebraría la carrera de caballos.

Era la primera vez que acudían a aquel evento y Jerome advirtió al llegar que el gentío se agrupaba en pequeños corros. Parecía que en su mayoría eran huéspedes ingleses del propio establecimiento, aunque con grata sorpresa avistó a algunos caballeros españoles que le habían ido presentado en los últimos meses en el sitio de Litre, donde ya era un habitual en las tertulias.

—Julianne, ¿cómo se llama aquella señora que nos hace señas? ¿Margarita…? ¿Magdalena…? ¡Oh, qué complicados son los nombres españoles! —se compadeció, y forzó una sonrisa a la señora que no acertaba a ver desde tan lejos.

—¡Doña Isabel, la marquesa de Treviño, papá! —apuntó Julianne con impaciencia—. ¿No te acuerdas de la primera cena a la que nos invitaron cuando llegamos a La Orotava? —Y la joven le devolvió el gesto, luego acudió a la llamada del brazo de su padre.

Doña Isabel era una dama española viuda, de nariz aguileña y esmerada educación, incluso hablaba un inglés algo dificultoso que había aprendido en un internado de Londres cuando era jovencita. Presumía de un gusto obsesivo por las novedades sociales que se cocían en La Orotava y, para hacer honor a su fama, había sido la primera que los había invitado a una velada social en la Villa. Julianne le pareció una princesita, con sus facciones dulces e inocentes, su delicado traje de muselina blanca y encaje, pero, sobre todo, le agradó el interés que mostró por la pintura. La marquesa siempre había querido pintar, pero jamás había dado muestra alguna de talento para ello.

—¡Ven aquí, querida…! —exclamó doña Isabel, y dio unos toquecitos con el abanico a la barandilla del palco donde estaba sentada.

Julianne pidió permiso a su padre, se sentó a su lado y obligó a desplazarse hacia la derecha a otra dama, que forzó una sonrisa ante el agravio.

Jerome, por su parte, le agradeció desde lejos a la marquesa de Treviño su cortesía y, presuroso porque ya iba a dar comienzo el evento, bajó hasta el sendero donde ya se encontraba, fiel y vigilante, su estimado amigo Aldo.

En los últimos meses, aquel noble escocés de Glasgow, alto, delgado y de encrespadas cejas grises, se había convertido en un excelente contertulio y un acertado maestro de ceremonias. Habitualmente se congratulaba en traducir a Jerome las complejas conversaciones de los españoles o algunas de sus extravagantes costumbres, que atildaba con explicaciones puristas, casi académicas:

—Este es un juego español muy típico y es muy probable que tenga sus orígenes en épocas medievales —refirió para la ocasión—. Ganará el que más sortijas ensarte galopando por debajo del poste, cuestión esta que depende de la habilidad del jinete, no de la velocidad del caballo. —Y señaló un palo horizontal desde donde colgaban unas coloridas cintas que habían sido confeccionadas por jóvenes inglesas del propio hotel.

La carrera dio comienzo puntual, a las diez de la mañana. El primer caballo cabalgó con paso largo hasta el mástil, pero su jinete erró en el enganche y no alcanzó a ensartar ninguna sortija. Los espectadores clamaron una larga decepción, pero alguien avivó de nuevo la carrera:

—¡Allá sale el segundo, con la yegua Oliva! —apuntó un espectador desde la grada.

Julianne atisbó que se trataba de una yegua de remos poderosos, y admiró desde la lejanía sus crines agitadas y su cuello robusto y tenso. Siguió con la mirada la estela de polvo en suspensión, en el que casi se confundían la nube de tierra y sus crines. Casi a punto de llegar a las sortijas, el jinete, un joven rubio y muy ágil, se levantó del sillín y, con un inesperado arranque de su vara, agarró la primera cinta.

—¡Estupendo! —exclamó aplaudiendo junto al resto de mujeres del palco. Observó complacida cómo el joven daba suaves palmaditas al animal para premiarlo.

A su lado, la marquesa también aplaudió la gesta, y cuando ya estaban todos preparados para ver la salida del siguiente jinete, se movió en el asiento, carraspeó y con su inglés teatral le apuntó a Julianne:

—Unos retratos estupendos, querida. Me consta que las familias de las señoritas Gertrudis y Rosa Margarita han quedado muy satisfechas. Por cierto, veo que Rosa Margarita se ha sentado con su madre un poco más allá. —Levantó una ceja que dejaba ver su implacable ojo de águila.

—Gracias, señora marquesa, me alegro mucho. ¡Cómo olvidar a las señoritas Gertrudis y Rosa Margarita! —respondió ella, y sintió un leve rubor de satisfacción en las mejillas.

Agradecía muchísimo a doña Isabel el mecenazgo que había ejercido con ella durante las últimas semanas. Le había presentado a varias jóvenes modelos españolas con quien practicar su técnica del retrato. Agradecida, sí, pero difícilmente podría quitarse de la cabeza la mirada terca y la frente corta de Gertrudis, siempre al acecho, casi a punto de soltar una impertinencia.

—¡Mira, mamá, mira! ¡El que ha cogido esta vez la sortija es Pedrito! —vociferó de repente Rosa Margarita, que parecía querer alborotar el palco de señoras.

Julianne se giró y la saludó con la mano, y le nació una sonrisa de complicidad y simpatía. Su madre y ella le devolvieron el saludo agitando sus abanicos, abiertos de par en par.

¡Qué diferente era Rosa Margarita de Gertudris! Para Rosa el mundo era mucho más amable. Se pasaba las tardes con una pose serena frente al lienzo, canturreando mientras recordaba a Pedro, el hijo del boticario, que ya le echaba los ojos a su escote cada vez que iba a la botica a buscar ramitas de palulú para la tos. Ella se las pedía ahuecando su boquita dolorida y entornando los ojos; y después tosía para que el tal Pedrito pudiera comprobar la agitación de su pobre y generoso pecho inflamado, que parecía querer salirse del corsé.

La voz de Rosa Margarita se alzó una vez más, por encima de las cabezas del palco de mujeres:

—Oh, mamá, imagínate, ¡imagínate que me entregara a mí la sortija!

La marquesa se removió en el asiento, parecía que aquella boca infantil y gritona la enervaba.

—Ya querría su madre, ya… —sentenció por lo bajo, y miró a ambos lados con disimulo, por si alguien la hubiera oído.

Luego, desplegó el abanico y se lo colocó frente a la nariz, y en aquel confesionario de varillas y tela, se reclinó hacia Julianne y la informó de que al jinete, Pedrito, rico, pero habitualmente taciturno y desmemoriado, se le había visto en la misma fila de la iglesia que Ana Ribera de la Florida, sobrina del marqués. Y, según le dijeron, esa unión sí sería aprobada por la familia, claro está, que por aquel muchacho desmemoriado cuya única pasión conocida eran los caballos nadie daría un real si no fuera porque era el único heredero legítimo de don Pedro Ramírez, el boticario, propietario de ilustres casonas en la Villa, La Laguna y Santa Cruz.

Julianne escuchó asintiendo con educación, como hacía siempre, pero su atención se desvió de nuevo al jinete de Oliva, que acababa de ensartar una nueva sortija para ganar la carrera.

El joven, vitoreado por el público, bajó de la yegua, se quitó el sombrero y le brindó unas palmaditas cariñosas al animal antes de que se lo llevaran dos sirvientes del hotel. Julianne lo observó con curiosidad: un porte muy elegante y esbelto, hombros estrechos, rubio, guapísimo… Se mordió el labio. Mayor que ella, eso sí, ¿siete u ocho años?

Agradecido por los aplausos, el jinete se giró hacia el palco de señoras, y Julianne pudo descubrir sus impactantes ojos azules, jaspeados a la luz. El joven les dedicó una sonrisa, levantó la mano en señal de agradecimiento, y ella sintió un repentino rubor en el rostro porque tuvo la ridícula sensación de que le sonreía especialmente a ella, como si la acabara de descubrir en el palco de señoras —¿no le estaría ocurriendo lo mismo que a Rosa Margarita?—, y desvió la vista.

—¿Y cómo se llama este jinete? —preguntó suspicaz doña Isabel—. ¿Lo conoce usted, María Ignacia? —Y reposó el abanico cerrado sobre su boca.

—Es el señor Bryce, Bryce Wright… Y es inglés, señora —respondió María Ignacia.

Cuando Julianne volvió a buscarlo con la mirada, el joven ya había abandonado el arenal.

· CAPÍTULO 5 ·

La Orotava, septiembre de 1896

El cajón del chifonier que contenía los botones metálicos y los flecos de cinta se deslizó con suavidad hasta cerrarse con delicadeza. Julianne se sentía fatigada, y apuntó en el libro de cuentas la última venta de aquella tarde: veintiséis reales por un metro de organdí de lino blanco.

Sobre la mesa del centro, las tazas de té usadas se amontonaban las unas sobre las otras, junto a las teteras de Limoges, destapadas y frías.

—¡Ha sido un éxito colosal! —exaltó su padre cuando cerró la puerta tras de sí para ir a buscar la calesa.

Y así había sido. A pesar de que ahora todo estaba en silencio, el aleteo incesante de las palabras de las clientas parecía no querer desaparecer; seguía revoloteando como si aún estuvieran ahí: «Un poco de té, por favor», «¿Cuánto cuesta el metro de terciopelo?», «¿Y ese tul azul?», Julianne iba de un lado para otro, corta aquí y mide allá; había servido apresurada el té, había retirado una tacita que se había roto y se había defendido con el pobre español que había aprendido gracias a la marquesa en las improvisadas veladas de tarde de los últimos meses.

—Pero qué bonito y con qué buen gusto está decorado todo —acertó a oír, mientras retiraba de la vitrina Hepplewhite una de las peinetas de carey calada para mostrársela a la concurrencia.

La señora en cuestión reposó la taza sobre el plato con la rigurosidad de una madre superiora, y con sincero deleite observó las florecillas que ella misma había coloreado en colores carmesí y azul cerúleo, y que resbalaban en forma de enredaderas por la columna central del local.

Lo cierto era que estaba orgullosa con su primer trabajo al fresco sobre los paneles, pero sobre todo con la emocionante aventura de involucrarse en las nuevas formas de pintura que, desde Liverpool y en sobres abultados repletos de recortes de periódicos y esbozos sobre papel verjurado, le hacía llegar madame Chloé: