La máquina soviética - Sebastián Robles - E-Book

La máquina soviética E-Book

Sebastián Robles

0,0

Beschreibung

¿Qué es La máquina soviética? Stalin deja a su familia para dedicarse a la revolución. Stalin llega al poder. Stalin manda a fusilar amigos y enemigos. Stalin atraviesa la guerra, y luego la recuerda. Stalin organiza la vida soviética, señala traiciones, las reprime, se enamora, se resigna. Stalin toma decisiones, miente. Stalin es justo, perverso, carismático. Existe una tradición de ficciones novelescas alrededor del dictador, donde, por lo general, de forma paródica, el escritor se desmarca del poder y se burla del ejercicio totalitario. No es el caso de este libro. Sebastián Robles nos presenta todo tipo de personajes con un evidente fluido virtuosismo formal. Eruditos, ambiguos, cargados de humor negro o melancólico, sus relatos impresionistas nos hablan del mundo soviético y su líder. Historias de aventuras, entonces, cargadas de pasión, amor o crueldad, pero también una indagación experimental sobre la política, no solo rusa, en el siglo XX. ¿Qué es el poder? ¿Cómo se ejerce? ¿Cómo es la relación, siempre compleja, entre praxis e ideología? La máquina soviética propone un recorrido inédito para la lectura argentina, por momentos alucinado, extrañamente preciso y sugestivo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 193

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LA MÁQUINA SOVIÉTICA

Sebastián Robles

Ediciones Paco

2021. Ediciones Paco

www.revistapaco.com

Aranguren 1054. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Ilustración de tapa:Iraklii Toidze: Stalin’s kindness illuminates the future of our children! 1947, 61 x 43 cm Russian State Library, Moscow

Diseño de tapa: Alejandro Levacov

Diseño de epub: Niño Oscuro Editorial

Hecho el depósito que indica la ley 11.723

Biografía: Sebastián Robles nació en Villa Ballester en 1979. Es periodista y coordinador de talleres literarios. Escribió Los años felices, Las redes invisibles y el libro de conversaciones Apuntes sobre Philip K. Dick, en colaboración con Juan Terranova.

Este libro contó con el apoyo de una Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes. Muchos de sus episodios fueron publicados previamente en las revistas Chicas, La Niña y en la página de Facebook del autor.

Contratapa: ¿Qué es La máquina soviética? Stalin deja a su familia para dedicarse a la revolución. Stalin llega al poder. Stalin manda a fusilar amigos y enemigos. Stalin atraviesa la guerra, y luego la recuerda. Stalin organiza la vida soviética, señala traiciones, las reprime, se enamora, se resigna. Stalin toma decisiones, miente. Stalin es justo, perverso, carismático. Existe una tradición de ficciones novelescas alrededor del dictador, donde, por lo general, de forma paródica, el escritor se desmarca del poder y se burla del ejercicio totalitario. No es el caso de este libro. Sebastián Robles nos presenta todo tipo de personajes con un evidente, fluido virtuosismo formal. Eruditos, ambiguos, cargados de humor negro o melancólico, sus relatos impresionistas nos hablan del mundo soviético y su líder. Historias de aventuras, entonces, cargadas de pasión, amor o crueldad, pero también una indagación experimental sobre la política, no solo rusa, en el siglo XX. ¿Qué es el poder? ¿Cómo se ejerce? ¿Cómo es la relación, siempre compleja, entre praxis e ideología? La máquina soviética propone un recorrido inédito para la lectura argentina, por momentos alucinado, extrañamente preciso y sugestivo.

 A Paula De Palma,

que me acompaña en este viaje

 –Lo que me voy a hacer es una remera con la cara de Stalin para probar una teoría –dijo.

–¿Cuál?

–Que no va a funcionar.

–¿Por qué?

–Era un ganador. El Che era un perdedor nato. Ahí está el truco.

Tiró, pidió otra cerveza y lo repitió.

–Stalin era un ganador, un tipo práctico. El Che era un idealista.

–¿Y Mao?

–Pero no… Mao es chino, es diferente.

Juan Terranova

Nosotros, nosotros somos comparsas.

Raúl González Tuñón

1. LA MÁQUINA DEL TIEMPO

–Cuénteme –dijo el Camarada Supremo–. ¿Cómo es una máquina del tiempo

H.G. Wells torció los labios en una mueca que se transformó en una sonrisa de cortesía.

La entrevista duró una hora y media y transcurrió en el despacho de Stalin. Umansky, el intérprete, se encargó de manipular el pesado magnetófono que registró la charla. El entrevistado había sido firme en sus respuestas, pero no perdió la amabilidad en ningún momento, ni siquiera cuando Wells manifestó algunos resquemores acerca de su estilo de conducción.

“El Camarada Supremo se mostró abierto a responder todas mis preguntas, sin condicionamientos”, destacó el escritor británico tiempo más tarde, en la crónica que fue publicada en el Washington Post, el London Times y los principales diarios del mundo occidental. Era parte de una serie de entrevistas a grandes líderes que Wells realizaba en su carácter de presidente del PEN Club Internacional. Diez años antes, en ese mismo despacho, había entrevistado a Lenin. Y en las semanas previas a su actual visita al Kremlin, le había realizado un reportaje de características similares a Franklin Roosevelt, el presidente norteamericano.

Stalin lo recibió con amabilidad y un respeto algo sobreactuado por su prestigio. La pregunta sobre la máquina del tiempo, sin embargo, lo descolocó.

–Fue un arrebato de inspiración –respondió–. Es un artefacto que se desplaza por la dimensión temporal.

Se hizo el silencio en el despacho.

–¿Con qué objetivo? –preguntó el Camarada Supremo. El escritor británico titubeó.

–Bueno, el propósito es viajar en el tiempo –dijo–. Es una alegoría. Yo quería escribir sobre el futuro de la humanidad. Fue mi primera novela. No quedé del todo insatisfecho.

Stalin se mostró interesado en su respuesta.

–Ustedes, los liberales, viven con miedo del porvenir. ¿Cómo puede funcionar una sociedad, si no sabe adónde va?

Por primera vez, Wells se sintió incómodo.

–Soy socialista utópico –aclaró.

La inteligencia soviética debía haberlo informado de su orientación ideológica, que por otra parte él no ocultaba. El espionaje, en su caso, tenía nombre y apellido: Moura Budberg, la antigua secretaria de Gorki y viuda de un terrateniente fusilado por la revolución, con quien mantuvo un romance durante su primera visita a Moscú. La correspondencia con ella no se había interrumpido desde entonces, y la parte inconfesable de su viaje actual –de la cual no dudaba que Stalin también estaba al tanto– era reencontrarse con ella.

–Ah, los socialistas utópicos –dijo Stalin–. Escriben sus discursos con la mano izquierda, pero los firman con la derecha. Nosotros, los soviéticos, ya sabemos cómo es el futuro.

Wells transpiraba.

–Usted cree que sabe, pero no sabe –dijo, nervioso–. Yo prefiero que me juzguen por mis escritos.

–Lo felicito.

Stalin le alcanzó un pañuelo para secarse el sudor.

–Debería descansar más –dijo, después de un largo silencio–. Es un hombre con muchas presiones.

El escritor le dio la razón.

Cuando volvió a su habitación de hotel, encontró un sobre que alguien había deslizado debajo de la puerta. Contenía una carta escrita con la inconfundible caligrafía de Moura Budberg, donde ella le pedía disculpas por no recibirlo en Moscú. “Te espero en Yalta, ya sabes dónde. Tengo amigos que nos van a ayudar a cruzar la frontera”.

A la incomodidad que le produjo el tramo final de la entrevista con Stalin, Wells le sumó el desánimo de no encontrarse con ella de inmediato. Despechado, dudó en ir a su encuentro. Recién más tarde, en la cama y con la luz apagada, entró en otras consideraciones, más sutiles e inquietantes. ¿Seguía trabajando para Stalin? En diez años no había tenido con ella otra relación que la que surgía de la mutua correspondencia. ¿Por qué había decidido abandonar la Unión Soviética con él? ¿Lo amaba, o era un señuelo dispuesto por el régimen soviético para vigilarlo desde cerca?

En la oscuridad de la noche, resolvió que las respuestas no tenían importancia. Tenía sesenta y seis años, había escrito novelas importantes, que eran leídas en el mundo entero. Algunos lo consideraban el fundador de un nuevo género literario. Los líderes del planeta lo recibían en sus despachos, dispuestos a prestigiarse en una conversación con él. Era presidente del PEN Club Internacional, al igual que de numerosas asociaciones que pugnaban para ofrecerle cargos honoríficos. Había tenido romances con mujeres en todos los idiomas que conocía, e incluso en algunos de los que no sabía ni siquiera el nombre. Si el terrible Stalin sentía deseos de espiarlo, a él le daba lo mismo. No tenía nada que ocultarle, y no sentía ningún temor por su integridad física. A esa altura de su vida, cualquier cosa que le pasara –buena o mala– aumentaba el espesor de su leyenda.

Tenía previsto dedicarle los meses siguientes, quizás un año entero, a la escritura de su autobiografía. Para ello, antes de subirse al avión que lo transportó hasta Moscú, les encomendó a sus criados que acondicionaran la casa de Essex, lejos de las obligaciones de Londres, que solían desconcentrarlo. Pensó que el proyecto sería más llevadero en compañía de Budberg, una mujer tan bella como inteligente, con quien nunca faltaban los temas de conversación. La sospecha de sentirse vigilado le sumaría a su prosa, quizás, el ritmo y la sensación de inminencia que la caracterizaban en su juventud, y que en la vejez le costaba recuperar.

No le hizo falta mucho más para subirse al tren con rumbo a Yalta, donde se encontró con su amante. El paso a través de la frontera fue fácil, en un sector sin guardias a la vista, como si Stalin les hubiera dejado el camino libre para que abandonaran el país.

–¿Por qué viniste conmigo? –le preguntaba Wells, a veces, a la hora de los dry Martinis, cuando caía la tarde.

Budberg le daba siempre la misma respuesta: un silencio risueño que confirmaba sus peores sospechas.

“Sólo hay amor cuando uno tiene capacidad de daño sobre el otro. Miss Budberg puede revelarse como una espía del servicio secreto soviético. Yo, en cambio, no tengo ningún secreto para ofrecerle. Hay, en su afecto por mí, algo genuino, pero no es comparable al amor que siento por ella”.

Wells tipeaba en una moderna máquina Remington diseñada especialmente para él y obsequiada en persona por uno de los descendientes del fundador de la compañía. El peso de las teclas lo hundía en la solemnidad, pero las últimas líneas lo desnudaban demasiado. Sacó la hoja de papel de un tirón, la hizo un bollo y la tiró al fuego del hogar a leña al frente de su escritorio. La certeza de que nadie leería su confesión no lo tranquilizó.

La redacción de sus memorias, como era previsible en estas circunstancias, se demoraba. Budberg alquiló un departamento propio, porque prefería vivir sola.

–La convivencia destruye a las parejas –decía.

El escritor le propuso matrimonio, una oferta que suponía para ella la posibilidad de acceder a una herencia suculenta en un futuro no tan lejano, esperable debido a la diferencia de edad entre ambos. Ella lo rechazó. A partir de entonces, vivieron en casas separadas. La constante duda acerca de la rutina de quien consideraba que, pese a todo, era su pareja, distraía a Wells de sus otras ocupaciones, en especial de la escritura. Durante una cena, ella lo increpó amistosamente:

–Espero que no hayas contratado a un detective privado –dijo.

Él le contestó con una sonrisa tensa. Días atrás, mientras tomaban un té en el comedor, le había confesado a su amigo, el doctor Pierce Lexington, su intención de acudir a un investigador para que siguiera los pasos de Budberg. Fue la única vez que mencionó en voz alta su idea, y descontaba la absoluta discreción de Lexington, así que sólo quedaba la posibilidad de que hubiera micrófonos instalados en su casa.

Le pareció tan obvio, que se avergonzó de no haberlo imaginado antes. Moura no necesitaba vivir con él porque la sofisticada tecnología soviética le permitía vigilarlo a distancia.

La situación era confusa y desagradable.

En Europa, mientras tanto, se desató la guerra. El primer ministro Churchill, con quien tenía un vínculo personal, le había confesado su desconfianza hacia Stalin desde mucho antes del pacto Molotov– Ribbentrop. “Es un hombre brutal, ignorante”, dijo, antes de solicitar a Wells su opinión al respecto. El escritor se tomó el trabajo de caracterizar a Stalin de una manera precisa, porque estaba en juego la integridad de Gran Bretaña.

–Hitler es caótico, irracional –concluyó –, pero Stalin conoce el futuro.

Luego le transmitió el contenido de la charla a Moura Budberg, con la intención de que ella informara al Kremlin. No lo consideró un acto de traición a su patria, sino un humilde intento de acercar posiciones que Stalin, sin dudas, podría valorar a la distancia.

No sabía por qué lo hacía, ni esperaba nada a cambio. ¿Y si todo era una ilusión? ¿Si Moura estaba con él tan solo porque disfrutaba su compañía, o incluso porque lo amaba? A sus setenta y cinco años, esa última posibilidad lo inquietaba más que su contraria.

A principios de febrero de 1943, el mariscal de campo Friedrich Paulus presentó al Ejército Rojo la rendición del Sexto Ejército alemán en Stalingrado. Ese mismo día, H.G. Wells sufrió un acceso de meteorismo y náuseas que motivó una breve internación. Se le practicaron múltiples estudios, a raíz de los cuales le fue diagnosticado cáncer de hígado. La enfermedad se encontraba en su etapa inicial, pero el desarrollo previsto era rápido y letal.

El primer impulso de Wells fue completar la escritura de sus memorias, pero el deterioro se dispersó por su cuerpo a partir del diagnóstico, como si ponerlo en palabras lo hubiera acelerado.

Todos los días, había una actividad que ya no era capaz de realizar. Al principio, eran cosas poco importantes. “Ya no voy a almorzar al Royal ́s”, pensó cuando la dieta sugerida por los médicos se limitó a carnes magras y vegetales hervidos, sin condimentar. No le pareció tan grave. Más adelante, su alimentación se redujo a los líquidos. Siempre había un escalón más abajo. Las cefaleas se volvieron cotidianas y una tarde de julio comprendió que esa novela de George Matthews, una promesa de los salones de Kensington, era la última lectura que abandonaría. El suministro de morfina lo hundía en un estado de duermevela agradable. No sabía cuándo era de día y cuándo era de noche. A veces, al despertar, encontraba a Moura Budberg sentada al lado suyo.

–¿Cómo estás? –le preguntaba.

Ella hablaba como si nada estuviera pasando. Le contaba de sus salidas al teatro o a la Academia Real de Filatelia, donde tomaba lecciones de historia del arte. Él escuchaba con satisfacción, como si el relato compensara su propia inmovilidad. Era una sensación grata y tranquilizadora.

Un mañana, la enfermera que lo atendía olvidó administrarle su dosis de morfina. Almorzó con inusual buen apetito. Las molestias empezaron a la hora de la siesta, cuando no pudo dormirse. Un dolor fulminante, definitivo, se desarrollaba en su vientre. Estiró el brazo para llamar a la enfermera, pero la campanilla cayó al suelo haciendo apenas un chasquido metálico.

Quiso gritar y no salió más que un hilo de voz. Para mantener la calma, intentó la abstracción, que le había resultado tan fructífera durante su carrera de escritor. Sabía que, en breve, llegaría Moura y lo encontraría despierto. Sólo tenía que resistir durante ese tiempo, hasta que ella le inyectara la morfina. En otra época, unos minutos eran un instante.

Ahora le parecían dolorosamente largos.

Cuando Moura entró en la habitación, estaba a punto de desfallecer. Luego de recibir la benévola jeringa en su brazo, la tomó de la mano y pidió que acercara su oído.

–Tengo un mensaje para Stalin –susurró.

Esta vez, ella no cambió de tema ni respondió con ironías.

–Sí.

–Quiero saber por qué lo hace –dijo Wells, con dificultad, justo antes de hundirse en el sueño–. ¿Por qué soy importante?

Su autobiografía, que quedó inconclusa, estaba repleta de conquistas. Casi no relataba otra cosa. Nunca le gustó profundizar en la interioridad de sus personajes y tampoco se proponía hacerlo cuando narraba su propia experiencia, a menos que estuviera relacionada con su actividad literaria. Escribió sobre la fascinación que le producía el acto creativo. Al principio, se entusiasmó con los cuentos, que retomaban ideas de Verne y de Poe pero las llevaban a otro terreno, más especulativo y arriesgado. Eran editados por el Daily Telegraph, la Afternoon Magazine y otras publicaciones de gran circulación en la Inglaterra industrial.

Una tarde, tras leer un artículo sobre la prometedora industria del automóvil, tuvo una iluminación: ¿y si en lugar de trasladarse por el espacio, la máquina se desplazaba por el tiempo?

Fue como encontrar un tesoro al final del arco iris. La idea le pareció tan buena, que se sentó a escribir de inmediato, con la energía de un hombre que todavía no había cumplido los treinta años. La novela salió con naturalidad, como si alguien se la hubiera dictado. Su argumento era la excusa para hablar de temas que le interesaban: el paso del tiempo, el estado de la ciencia, el futuro de la humanidad. Disfrutó la escritura y se permitió digresiones e ironías. Cuando la terminó, sabía que sería un éxito.

Julio Verne le parecía un conservador. Tenían en común el gusto por la aventura y el interés por los desarrollos tecnológicos. Pero el escritor francés era un militante de la divulgación científica, mientras que las aspiraciones de Wells eran diferentes. Sus horizontes eran la reflexión y la fantasía. Lo entusiasmaban, también, las máquinas, pero se consideraba un humanista. Le gustaba sentirse un heredero de Jonathan Swift, cuya estirpe que le parecía noble y necesaria. Como escritor que se había formado en la prensa, además, tenía una opinión sobre los temas de la actualidad. En los siguientes años, escribió las obras más importantes de su narrativa. La guerra de los mundos, donde se permitía un comentario acerca de la política colonialista del imperio británico, El hombre invisible y La isla del doctor Moreau, en las que examinaba diversos aspectos de la ciencia y la moral, un tema que lo desvelaba especialmente. Fue bien recibido por la crítica y los lectores, sus obras llegaron a todos los países de Europa y a los Estados Unidos.

La actividad social estimulaba su narcicismo. Asistía a cenas, debates y conferencias. Tenía anécdotas con todos los integrantes de la elite ilustrada londinense. Viajó a Nueva York, donde tuvo un suceso similar. En sus memorias, narraba su paso por la Sociedad Fabiana de socialistas utópicos. Respetaba a los liberales, pero se definía como un hombre de izquierda. A comienzos de la década de 1930, llegó a la conclusión de que era necesario un liderazgo político que condujera a las fuerzas del mercado. Tuvo un breve y confuso acercamiento a la figura de Hitler, que luego ocultó con destreza. Simpatizaba con Franklin Roosevelt, cuyas medidas intervencionistas le parecían razonables. En tiempos de guerra, se alineó con Churchill sin ninguna vacilación. Stalin era un problema, porque acordaba con muchas de sus premisas, pero deploraba las conclusiones. “La violencia nunca es el camino”, pronunció en el discurso de apertura del festival de cine de Venecia en 1938, al que viajó en compañía de Budberg. Se alojaron en la misma habitación, algo que ella rara vez permitía. Era un recuerdo de felicidad plena en los fragmentos autobiográficos de Wells, la única vez que mencionó a la mujer que lo acompañó en sus últimos años.

La madrugada en que se terminó todo, el 13 de agosto de 1946, el Camarada Supremo asistía a una función de El lago de los cisnes en el teatro Bolshoi. Lejos de ahí, en Inglaterra, Wells no se sentía especialmente mal, pero le costaba conciliar el sueño. Moura, de costumbres nocturnas, estaba junto a él. Tenía un libro sobre su falda, cuyo título él no alcanzó a leer. Lo invadió una náusea y vomitó. Por un momento, pensó que era sólo eso, pero en la cara de su mujer, en su mirada por primera vez horrorizada, una lucidez maligna le advirtió que se aproximaba el último aliento.

–Hablé con Stalin –dijo ella entonces.

Él la miró. Quiso decir algo, pero no le salió nada.

–Te manda saludos –suspiró Budberg. Luego, cuando los oídos de él ya empezaban a ser cavidades sin sentido, le susurró la última verdad–. Estuvo muy ocupado en estos años, su vida es muy desordenada, dice que todavía no tuvo tiempo para leer mis informes. 

2. EL SEMINARIO DE TIFLIS

 Siete años antes de su llegada, un rector había sido apuñalado por un alumno. Costaba imaginar las causas del atentado cuando uno caminaba por los pasillos y aulas silenciosas del antiguo edificio, donde el universo parecía estar en orden. Pero como todos los lugares (aunque Soso todavía no lo sabía) el seminario de Tíflis tenía un subsuelo y una superficie. En la superficie se estudiaba a Aristóteles, Avicena, Averroes, San Agustín de Hipona, Santo Tomás de Aquino. Se leían pesados volúmenes sobre la historia de los zares y de la Iglesia Ortodoxa. Había que aprenderse nomenclaturas de memoria, rezar en voz alta y respetar a las autoridades. Soso pensaba que, si terminaba sus estudios, con suerte lo destinarían a barrer los pasillos de la vieja iglesia de Bakú, que era una de las más renombradas en Georgia. Su madre lo visitaría dos veces al año y si se esmeraba en la obsecuencia, era posible que en algún momento lo pusieran a cargo de alguna iglesia o quizás incluso obtuviera un puesto de mayor jerarquía.

En los subsuelos del seminario se desarrollaba otra historia. Una tarde, Sergo Pilsudsky, un seminarista de origen polaco algunos años mayor que él, lo condujo a una reunión que se realizaba en un sótano abandonado por el rectorado. Ahí, a la luz de las velas, algunos estudiantes leían en voz alta y discutían textos de Marx, Engels, Lenin y Kropotkin. También citaban con fervor a Darwin, a quien Soso había leído cuando vivía en Gori. Esa fue su llave de entrada y su carta de presentación: los razonamientos escolásticos no estaban permitidos en el sótano. Sólo exposiciones razonadas y bien argumentadas, en las que se exhibiera un manejo por lo menos retórico de las categorías del materialismo dialéctico. También eran aceptadas las alusiones a Pushkin, Tolstoi y Dostoievski, a pesar de que este último era considerado un viejo conservador. Se discutían textos de Voltaire, Rousseau y Diderot y a veces también se producían peleas, como aquella entre los partidarios y los detractores de Robespierre.

–La razón impone a la fuerza, la fuerza impone a la razón –le dijo Soso a Pilsudsky después de una de estas discusiones.

 Su aspecto débil contrastaba con la dureza de sus juicios. Tenía la cara marcada por una viruela y su brazo izquierdo había quedado inmovilizado a causa de un accidente con un carromato durante la infancia. Pero mientras que otros sufrían las burlas de sus compañeros a causa de defectos físicos mucho menos ostensibles que los suyos, a Soso todos los respetaban. Ni siquiera se difundieron rumores acerca de su fracaso rotundo con Tatiana Ivanovna, una prostituta de Vladivostok, mitad rusa y mitad japonesa, que apaciguaba la incipiente virilidad de los seminaristas en un burdel a la entrada de Tiflis.

Soso tardó en ser considerado una amenaza por el rectorado. Su estrategia no consistía en levantar la voz, como era el caso de otros compañeros, sino en persuadirlos en secreto de que él tenía la razón. Durante esos años de estudio conoció al profesor Noe Zhordania, que por entonces lideraba el partido socialdemócrata y que en 1918 se transformaría en el segundo presidente de la república democrática de Georgia. Su presidencia duró hasta 1921, cuando fue derrocado por una misión encabezada por el propio Stalin, que entonces se había transformado en el Ministro de Nacionalidades del gobierno soviético. En 1896 Zhordania se movía en los márgenes del seminario ortodoxo, donde reclutaba jóvenes para sus clases y sus actividades sindicales. Además de las lecciones de marxismo, Soso obtuvo de él una completa educación en el concepto de la nacionalidad georgiana, que entonces se encontraba en pugna con el Zar por la cuestión independentista. Unos años más tarde, él mismo se encargaría –contra las opiniones de Lenin y Trotski– de anexionar a Georgia a la Unión Soviética.

Influido por Zhordania, que también era un reconocido poeta, Soso escribía poemas que publicaba bajo el seudónimo de “Soselo” en revistas que circulaban por el ámbito cultural de Tiflis, donde llegó a ser considerado un poeta con talento. Los críticos elogiaban la transparencia de las metáforas y el dominio del autor sobre el idioma georgiano.

–Te envidio –le confesó Pilsudsky una noche–. Tu futuro es de poeta.