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Durante décadas, la clase liberal ha sido un mecanismo de defensa contra los peores excesos del poder. Posibilitaba formas limitadas de disidencia y cambio, y servía como baluarte contra los movimientos más radicales, ofreciendo una válvula de escape para la frustración y el descontento popular, y desacreditando a quienes planteaban un cambio estructural profundo. Sin embargo, una vez perdido su papel social y político, la clase liberal y sus valores se han convertido en objeto de burla y odio. La bancarrota del liberalismo ha abierto la puerta a los protofascistas, y los pilares de la clase liberal —prensa, universidades, movimiento obrero, Partido Demócrata e instituciones religiosas— se han derrumbado. Las clases más pobres, e incluso la clase media, ya no disponen de un contrapeso efectivo, por lo que la clase liberal se ha vuelto irrelevante para la sociedad en general y también para la élite del poder empresarial al que una vez sirvió. En esta contundente crítica Chris Hedges acusa abiertamente a las instituciones liberales de haber distorsionado sus creencias básicas con el fin de apoyar un capitalismo sin restricciones, un absurdo estado de seguridad nacional y unas desigualdades de ingresos y redistribución de la riqueza sin parangón en la historia reciente. Para Hedges, la "muerte" de la clase liberal ha creado un profundo vacío en la vida política, que están tratando de llenar los especuladores, los promotores de la guerra y las demagógicas milicias del Tea Party.
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LA MUERTE DE LA CLASE LIBERAL
Chris Hedges
Título original: Death of the Liberal Class (2011)
© Del libro: Chris Hedges
© De la traducción: Jesús Cuéllar
Edición en ebook: abril de 2016
© De esta edición:
Capitán Swing Libros, S.L.
Rafael Finat 58, 2º4 - 28044 Madrid
Tlf: 630 022 531
www.capitanswinglibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-945043-8-9
© Diseño gráfico: Filo Estudio www.filoestudio.com
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Órtiz
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico www.caurina.com
Queda prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
Chris Hedges
Sidney (Australia), 1953
Periodista estadounidense, Hedges es corresponsal de guerra especializado en América y Oriente Próximo. Durante dos décadas fue corresponsal en Centroamérica, Oriente Próximo, África y los Balcanes, informando desde más de cincuenta países. Entre 1990 y 2005 trabajó para numerosos medios como The Christian Science Monitor, National Public Radio, The Dallas Morning News, y The New York Times. En 2002 formó parte del equipo de periodistas del New York Times que fue galardonado con el Premio Pulitzer por su cobertura del terrorismo global, y recibió también el Global Award for Human Rights Journalism de Amnistía Internacional. Ha impartido clases en las universidades de Columbia, Nueva York, Princeton y Toronto.
En 2011 Hedges compuso lo que el New York Times describió como una «llamada a las armas» para el primer número de The Occupied Wall Street Journal, el periódico que desde entonces da voz al movimiento de protesta, y es también autor de varios bestsellers, entre los que figuran War is a force that gives us meaning (2002), finalista del National Book Critics Circle Award para libros de no ficción; I Don't Believe in Atheists (2008); Death of the Liberal Class (2010); y Days of Destructions, Days of Revolt (2012), su libro más reciente, escrito en colaboración con el dibujante Joe Sacco.
Contenido
Portadilla
Créditos
Autor
Cita
01. Resistencia
02. La guerra permanente
03. El desmantelamiento de la clase liberal
04. La política como espectáculo
05. Desertores liberales
06. Rebelión
Agradecimientos
Cita
«En todas las épocas existe una ortodoxia, un corpus de ideas que se da por hecho que cualquier persona razonable aceptará sin rechistar. No es que esté realmente prohibido decir esto, aquello o lo de más allá, sino que simplemente no se hace, del mismo modo que a mediados de la época victoriana aludir a los pantalones era algo que no se hacía en presencia de una dama. Cualquiera que cuestione la ortodoxia imperante se encontrará silenciado con sorprendente eficacia. A una opinión que vaya verdaderamente en contra de lo establecido nunca se le otorgará la atención debida, ya sea en la prensa popular o en las publicaciones eruditas».
George Orwell
(Libertad de prensa)1
1 George Orwell, «Freedom of the Press», introducción para Animal Farm [Rebelión en la granja], no publicada en su momento. Primera impresión, Bernard Crick (ed.), Times Literary Supplement, 15 de septiembre de 1972, p. 1040.
01
Resistencia
«Permitir que el funcionamiento del mercado fuera el único rector del destino humano y de su entorno natural conduciría realmente, incluso en relación con la magnitud y la utilización de la capacidad de compra, a la demolición de la sociedad. Porque a esa supuesta mercancía llamada «fuerza de trabajo» no se la puede empujar de un lado a otro, ni utilizarla indiscriminadamente y ni siquiera dejar de utilizarla sin que ello repercuta en quien casualmente es portador de esa peculiar mercancía. Al enajenar la fuerza de trabajo del hombre, el sistema enajenaría igualmente la entidad física, psicológica y moral del «hombre» ligado a la etiqueta. Al arrebatárseles la capa protectora de las instituciones culturales, los seres humanos perecerían a causa de las inclemencias sociales; serían víctimas mortales de una grave dislocación social ocasionada por el vicio, la perversión, el crimen y el hambre. La naturaleza quedaría reducida a sus elementos, los barrios y paisajes se verían envilecidos, los ríos contaminados, la seguridad militar peligraría y quedaría destruida la capacidad de producir alimentos y materias primas.»
Karl Polanyi,
(La gran transformación)2
Ernest Logan Bell, desempleado de veinticinco años y veterano del cuerpo de infantes de marina estadounidense, camina por la carretera 12, en el norte del estado de Nueva York. A un costado de su mochila verde lleva atada una bandera estadounidense de gran tamaño. Llovizna ligeramente y el hombre se cubre con un poncho militar también verde. Bell, que es bajito, musculoso y afable, y con el pelo castaño cortado casi al cero, como los militares, me dice cuando paro el coche que durante seis días recorrerá, desde Binghamton a Utica, unos ciento cincuenta kilómetros, en lo que él llama «Caminata de la libertad». Dentro de una quijotesca campaña, tiene pensado presentarse como candidato republicano contra el demócrata Michael Arcuri, actual representante del 24º Distrito del Congreso. Bell ha acampado junto a la carretera durante tres noches y las demás ha dormido en hoteles baratos. Se opone a la ley de reforma sanitaria que acaba de aprobar el Congreso, de mayoría demócrata; exige el fin de las guerras de Irak y Afganistán; defiende la abolición de la Reserva Federal; está en contra de los rescates que el Gobierno federal ha concedido a Wall Street y quiere que aquel ayude de manera inmediata a los trabajadores que, como él mismo, no pueden salir del paro de larga duración. Aludiendo al libro escrito por Ron Paul, de la Cámara de Representantes, que lleva en la mochila, esgrime una pancarta en la que pone a mano «Acabad con la Fed», así como un ejemplar de la Constitución de EE UU para torpes, de Michael Arnheim. Dice que tiene pensado entregar el libro de Paul en la oficina de Arcuri en Utica.
«Acabo de cruzar la localidad de Norwich», dice mientras pasa un coche y le pita en señal de apoyo, «donde hay un fuerte movimiento del Tea Party».
El movimiento del Tea Party, en su mayoría, está compuesto por un puñado de americanos contrariados. Saben que algo va mal y están dispuestos a comprometerse. En mi zona, muchos del Tea Party son demócratas. La gente está confundida. Está traumatizada. No sabe qué pensar. Pero es absurdo actuar como si estos problemas hubieran comenzado el 20 de enero [fecha de la toma de posesión del presidente]. Apuntar al presidente actual y no a los anteriores no nos sirve para averiguar qué está pasando.3
Bell, que vive en Lansing (Nueva York), es el nuevo rostro de la resistencia. Es joven, se encuentra cómodo en la cultura castrense, recela enormemente del Gobierno federal, desdeña a la clase liberal, es incapaz de encontrar trabajo y está furioso. Bascula entre el populismo de derechas y el de izquierdas, manifestando admiración tanto por Paul como por el representante Dennis Kucinich, y también por el movimiento del Tea Party. En las últimas elecciones presidenciales comenzó apoyando a John McCain, pero el senador de Arizona y los vínculos del Partido Republicano con Wall Street le fueron desencantando. Al final, no votó en esos comicios. Entre sus vecinos y amigos ha reunido unos 1.000 dólares para sufragar su propia campaña. Bell, que es aficionado a las artes marciales, llegó a las semifinales del Campeonato de Combate de la Guardia Nacional, celebrado en 2010 en Fort Benning (Georgia), en cuyo último encuentro acabó con la nariz rota; su contrincante sufrió contusiones en las costillas y muslos, y el jurado proclamó su derrota, pero no por unanimidad.
«Me aterroriza realmente pensar en nuestro futuro», declara.
Creo que todo apunta a un verdadero colapso sistémico en un futuro próximo, quizá incluso antes de las elecciones de mitad de legislatura. Por eso creo que muchos de los que están en el poder no se presentan. Parece que saben lo que se avecina y, por supuesto, las ratas están abandonando el barco llevándose sus pensiones. Ni el Gobierno ni la Fed podrán hacer nada para reducir el dolor, ya no les quedan más trucos. Te aseguro que todo el mundo lo va a pasar mal, salvo la elite empresarial y bancaria, por supuesto. Lo que yo digo es que hay que dejar caer el imperio: a veces hay que morir para renacer. Tal como está, el sistema político apenas ofrece esperanzas de promover un verdadero cambio ni justicia social. Propongo que intentemos revertir este golpe de Estado intentando dar el nuestro. En primer lugar, debemos intentar retomar los medios de control, poder y discurso tradicionales, devolviendo la integridad a nuestro vendido sistema electoral. Por desgracia, no es probable que así consigamos mucho, pero el esfuerzo merece la pena. Tenemos el deber patriótico de resistirnos a la tiranía. Debemos romper estas cadenas de opresión y reinstaurar en nuestro Gobierno los principios de libertad y justicia para todos. No confío en que ponerse delante de edificios con pancartas vaya a promover un cambio de poder fundamental, ya que el poder no suele cambiar de manos sin lucha. Los derechos inalienables no se tienen por gentileza del Gobierno federal. Debemos permanecer en las calles y negarnos a que nos silencien. Debemos rechazar un sistema controlado por las grandes empresas y centrarnos en reconstruir una estructura política y una sociedad de raíz local. La revolución es la única alternativa a la rendición y la derrota absolutas. De una auténtica revolución solo cabe esperar un sufrimiento y un dolor terribles e inclementes, eso está prácticamente garantizado. En este momento la protesta debe transformarse en actos de desafío. Hay que ser audaces.
Bell se crió en Oakwood, una pequeña localidad del este de Texas, situada entre Dallas y Houston. Su padre luchó contra el alcoholismo y ahora se está recuperando. Sus progenitores, después de pelearse con frecuencia, separarse y reunirse, se divorciaron cuando él tenía trece años. Fue su madre la que tuvo que encargarse de criar a Bell, a su hermano menor (ahora en la 82ª División Aerotransportada) y a su hermana pequeña en un apartamento de un solo dormitorio. Trabajaba aquí y allá, esporádicamente, y el dinero escaseaba. En el último curso de secundaria, la clase de Bell tenía dieciocho alumnos. Como en Oakwood no había mucho trabajo, él, al igual que otros compañeros de clase, se alistó en el ejército.
«Para mantenernos, mi padre tenía dos trabajos; padecía alcoholismo, pero es un buen tipo y, como padre, intentaba apoyarnos», afirma Bell:
Mi madre tenía sus propios problemas. Ahora vive en una casucha de una sola habitación. Hace cuatro años sufrió un cáncer de pecho y como no tiene seguro vive en la pobreza. Yo sé que el sistema no funciona. Ella vive en una casa pequeña, en una cabaña de un solo dormitorio instalada en un terreno de su madre, donde mi hermano yo y nos quedábamos a veces cuando mis padres se peleaban. Vivimos en varias casas y pisos distintos, con mi madre o con mi padre. Yo me fui de casa a los diecisiete, pasé por las casas de varios amigos y después regresé a Oakwood, donde terminé la secundaria viviendo con mis abuelos, lo cual tuvo una profunda influencia en mi vida y mis valores. Mi vida era incoherente, caótica y de clase obrera. Creo que ese entorno me ayudó a desarrollar mi carácter y mi mentalidad. Hay que reconocerlo: mi padre lo intentó.
«En Oakwood (Texas), no te podías quedar y tener trabajo», añade.
Bell se trasladó al norte del estado de Nueva York hace dos años, después de abandonar el cuerpo de infantes de marina para estar cerca de Shianne, su hija de tres años. La madre de la niña y él están separados. Bell encontró trabajo de carpintero en una cuadrilla itinerante de obreros de la construcción. Cobraba 14,50 dólares a la hora y a veces podía llegar a ganar hasta 800 dólares a la semana. Entonces vino el desastre financiero que dejó sin fuelle a la economía local.
«En el inmueble en el que vivo a todo el mundo le han reducido la jornada, está en paro o solo cobra el sueldo mínimo», dice. «A mí me despidieron el año pasado. Intento encontrar trabajo de carpintero autónomo. No tengo seguro sanitario».
El año pasado, la escasez de trabajo, que a veces le ha obligado a sobrevivir con 600 dólares al mes, le llevó a alistarse en la división de la Guardia Nacional de Nueva York, aunque eso supondrá seguramente que le envíen a Afganistán. Era imposible resistirse al incentivo que ofrecía la prima de 20.000 dólares a la firma del contrato. La unidad de la Guardia Nacional en la que entró ha regresado hace poco de Afganistán.
«Nos estamos preparando para regresar a Afganistán», declara. «No está bien que sigan utilizando a la Guardia Nacional, a tropas de los estados, para patrullar las calles de Afganistán. Son unidades ya de por sí sobrecargadas. No recibimos prestaciones. No tenemos cobertura sanitaria como los militares que están en activo. Pero a la Guardia la despliegan tanto como a ellos. Algunos de esos chicos han pasado por tres o cuatro periodos de servicio».
«Abandoné el cuerpo de infantes de marina, regresé a Texas durante diez meses y entré en la campaña de John McCain», dice Bell:
El neoconservadurismo me desilusionó mucho. Nunca me había metido en política. Comencé a comprender que, aunque dicen que necesitamos tener todas esas tropas por el mundo para, como ellos dicen, «defender la libertad», en realidad estábamos construyendo naciones y trabajando para determinados intereses que son los que promueven esas guerras. En política exterior y económica, lo que he visto es que no hay diferencias entre los dos partidos principales. Existe un paradigma ficticio que, distinguiendo entre izquierda y derecha, distrae a la clase obrera de las verdaderas razones de sus penurias.
«Los inviernos son realmente duros [en el estado de Nueva York]», añade:
Hay menos trabajo y la calefacción cuesta cara. Yo pago unos 200 dólares al mes por la electricidad y el gas. Vivo con muy poco. No tengo tele por cable. No salgo ni hago gastos innecesarios. Es una lucha. Pero por lo menos no he tenido que dedicar cuarenta horas a un empleo por el que cobro un sueldo mínimo que no me alcanza para vivir. Aquí la gente lo está pasando realmente mal. La tasa de desempleo real debe de ser por lo menos del veinte por ciento. Mucha gente tiene trabajos a tiempo parcial aunque quisiera trabajar a jornada completa. Hay muchos como yo, trabajadores autónomos y propietarios de pequeñas empresas, que no pueden solicitar cobertura de desempleo. Yo no puedo cobrar paro porque trabajé en la categoría 1099, la del contratista autónomo, incluso cuando estaba en la empresa de construcción.
«La gente tiene miedo», dice Bell. «Quiere vivir su vida, criar a sus hijos y ser feliz. Pero no es posible. No saben si podrán pagar el siguiente recibo de la hipoteca. Ven que su nivel de vida está empeorando».
Bell dice que a él y a los que le rodean los están empujando al abismo, y que teme las repercusiones sociales y políticas.
«Espero que haya una revolución populista», y añade:
Tenemos que tomar los rescates bancarios y el dinero que estamos enviando al extranjero y utilizar todo eso para nuestras comunidades. De no ser así, aumentará el enfado y al final habrá violencia. Cuando la gente lo pierde todo, comienza a perder la cabeza. Cuando no se puede encontrar trabajo, aunque uno no deje de buscarlo, comienzan a producirse cosas como tiroteos indiscriminados y suicidios. Veremos actos de terrorismo interno. El Estado vulnerará todavía más nuestras libertades civiles para controlar las protestas masivas. Ya estamos viendo algunas manifestaciones universitarias, pero veremos otras de mayor magnitud. Espero que las protestas sean constructivas. Espero que la gente no recurra a medidas drásticas. Pero hará lo que tenga que hacer para sobrevivir. Quizá eso signifique revueltas como las del pan. Más vale que el sistema político se ponga inmediatamente a trabajar para aliviar la presión.
Rabia y la sensación de haber sido traicionado: eso es lo que expresan Ernest Logan Bell y decenas de millones de trabajadores privados de derechos. Esas emociones emanan del hecho de que en las últimas tres décadas la clase liberal no haya logrado proteger los intereses mínimos de la clase obrera y la media, mientras las grandes empresas desmantelaban el Estado democrático, diezmaban el sector industrial, saqueaban el Tesoro estadounidense, lanzaban guerras imperiales imposibles de sufragar y de ganar, y destripaban las leyes básicas que protegían los intereses del ciudadano corriente. No obstante, la clase liberal continúa utilizando el lenguaje remilgado y caduco de las políticas y los asuntos candentes. Se niega a contrarrestar la arremetida de las grandes empresas. Esta es la razón de que una derecha virulenta haga suya y exprese la legítima rabia que manifiestan quienes han sido privados de derechos. Y la clase liberal, aunque sigue aferrándose a los privilegios que le conceden los puestos en sus propias instituciones, se ha convertido en algo caduco.
El liberalismo clásico pretendía mayormente responder a la disolución del feudalismo y al autoritarismo eclesiástico. Abogaba por la no injerencia o la independencia dentro del Estado de derecho. Incorporaba algunos aspectos de la antigua filosofía ateniense tal como la expresaron Pericles y los sofistas, pero era un sistema filosófico que suponía una ruptura radical, tanto con el pensamiento aristotélico como con la teología medieval. Según escribe el filósofo John Gray, el liberalismo clásico tiene
cuatro rasgos o perspectivas principales, que le otorgan una identidad reconocible: es individualista, ya que proclama la primacía moral del individuo frente a cualquier colectivo; es igualitario, puesto que concede a todos los seres humanos una misma categoría moral fundamental; es universalista porque defiende la unidad moral de la especie; y es meliorista, ya que proclama la indefinida capacidad de mejora de la vida humana mediante el recurso a la razón crítica.4
Las bases del liberalismo clásico las sentaron Thomas Hobbes (1588-1679), John Locke (1632-1704) y Baruch Spinoza (1632-1677). En la obra de estos teóricos profundizaron en el siglo XVIII los pensadores morales escoceses, los filósofos franceses y los primeros artífices de la democracia estadounidense. En el siglo XIX, el filósofo John Stuart Mill (1806-1873) redefinió el liberalismo abogando por la redistribución de la riqueza y el fomento del Estado de bienestar.
La era del liberalismo, que floreció a finales del siglo XIX y comienzos del xx, la caracterizó el desarrollo de movimientos de masas y propuestas de reforma social interesados en las condiciones del trabajo fabril, la organización de sindicatos, los derechos de la mujer, la educación universal, la vivienda para los pobres, las campañas de salud pública y el socialismo. Esta era del liberalismo acabó verdaderamente con la Primera Guerra Mundial, que hizo añicos el optimismo liberal sobre la inevitabilidad del progreso humano, consolidando también el control del Estado y las empresas sobre los ámbitos económico, político, cultural y social. Creó la cultura de masas, fomentó el culto al yo a través de la sociedad de consumo, condujo a la nación a una época de guerra permanente, y utilizó el miedo y la propaganda masiva para intimidar a los ciudadanos y silenciar a las voces independientes y radicales dentro de la clase liberal. El New Deal de Franklin Delano Roosevelt, que no se puso en marcha hasta que el sistema capitalista no se derrumbó, fue el último suspiro político del liberalismo clásico estadounidense. Sin embargo, las reformas de esa época fueron sistemáticamente desmanteladas en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, a menudo con la ayuda de la clase liberal.
Después de la Primera Guerra Mundial, en Estados Unidos surgió una emanación mutante de esa clase, que hizo suyo un ferviente anticomunismo, y que tenía como principal prioridad la seguridad nacional. Caracterizada por una visión profundamente pesimista de la naturaleza humana, encontró sus raíces ideológicas en filósofos morales como el realista cristiano Reinhold Niebuhr, aunque este fuera frecuentemente malinterpretado y sus ideas excesivamente simplificadas por quienes pretendían justificar la pasividad política y el aventurerismo imperial. Este tipo de liberalismo, como temía que se le considerara blando con el comunismo, se afanó por encontrar su lugar en la cultura contemporánea mientras los sistemas de valores por los que abogaba entraban cada vez más en contradicción con el aumento del control estatal, la pérdida de poder de los trabajadores y el desarrollo de un enorme complejo militar-industrial. Cuando el liberalismo de la Guerra Fría se transformó hasta hacer suyas la globalización, la expansión imperial y un capitalismo sin trabas, los ideales que formaban parte del liberalismo clásico ya no caracterizaban a la clase liberal.
Lo que se mantiene no es el liberalismo democrático como tal, sino un mito que utilizan las elites de poder empresarial y sus defensores para justificar el sometimiento y la manipulación de otros países en nombre del interés nacional estadounidense y de los valores democráticos. Expertos en teoría política como Samuel Huntington consideraron en sus escritos que el armazón del liberalismo democrático era una vibrante fuerza filosófica, política y social que podía exportarse al extranjero, a menudo por la fuerza, y llevarla a quienes se consideraba menos civilizados. La clase liberal, arrinconada y débil, entró en el juego, políticamente seguro, de atacar a la barbarie comunista —y, posteriormente, al radicalismo islámico—, en lugar de intentar combatir las crecientes injusticias y abusos estructurales del Estado empresarial.
A pesar de las múltiples pruebas en contra, la anémica clase liberal sigue proclamando que la libertad y la igualdad humanas pueden alcanzarse mediante la farsa de la política electoral y la reforma constitucional. Se niega a reconocer la dominación por parte de las empresas de los canales democráticos tradicionales que servían para garantizar un amplio poder de participación. Quizá la ley se haya convertido en el último refugio del idealismo de la clase liberal. Los liberales, que se desesperan con los órganos legislativos y con la ausencia de un verdadero debate en las campañas políticas, conservan una fe ingenua en la ley como vehículo de reforma eficaz. Y la conservan a pesar de que el poder empresarial manipula el sistema judicial de forma tan flagrante como la política electoral y la deliberación de las leyes. Las que aprobó el Congreso, por ejemplo, desregularon la economía y la entregaron a los especuladores. Las leyes permitieron el saqueo del Tesoro estadounidense en nombre de Wall Street. Las leyes han suspendido libertades civiles esenciales, entre ellas el habeas corpus, lo que ha permitido al presidente autorizar el asesinato de ciudadanos estadounidenses considerados cómplices en actos de terrorismo. El Tribunal Supremo, pasando por encima de los precedentes jurídicos, puso fin al recuento de las elecciones presidenciales de 2000 en Florida, e hizo presidente a George W. Bush.
Como dijo C. Wright Mills, «un descompuesto y atemorizado liberalismo» fue desarmado por «la insegura y despiadada furia de gánsteres políticos». A la clase liberal le pareció más prudente hacer gestos morales vacíos que enfrentarse a la elite del poder. «Es mucho más seguro ensalzar las libertades civiles que defenderlas y mucho más seguro defenderlas en su calidad de derecho formal que utilizarlas de forma políticamente eficaz. Precisamente los más dispuestos a socavar esas libertades son los que con más frecuencia hacen tal cosa en nombre de esas mismas libertades», escribió Mills. «Todavía más fácil resulta defender el derecho que hace años alguien tuvo a usarlas que tener uno mismo que decir algo ahora y hacerlo con energía. La defensa de las libertades civiles —incluso de su práctica hace una década— se ha convertido en el principal interés de muchos académicos liberales en su día izquierdistas. Todo ello constituye una forma segura de apartar el esfuerzo intelectual de la esfera de la reflexión y la exigencia políticas».5
En una democracia tradicional, la clase liberal actúa como válvula de escape, haciendo posibles reformas deslavazadas y escalonadas. Ofrece una esperanza de cambio y propone medidas graduales, que conducen a una mayor igualdad. Dota de virtud al Estado y a los mecanismos de poder. También sirve como ariete para desacreditar a movimientos sociales radicales, lo cual convierte a la clase liberal en un útil elemento de la elite del poder.
Sin embargo, entre las víctimas de la arremetida del Estado empresarial contra el democrático también figura la clase liberal. El poder empresarial se olvidó de que esa clase, cuando funciona, otorga legitimidad a la elite del poder. Y reducir el papel de sus miembros al de meros cortesanos o mandarines que nada tienen que ofrecer salvo una retórica vacía, obtura esa válvula de escape y obliga a los descontentos a encontrar canales alternativos que a menudo acaban en violencia.
La incapacidad de la clase liberal para reconocer que las grandes empresas han arrancado el poder a los ciudadanos, que la Constitución y su salvaguarda de las libertades personales se han tornado irrelevantes y que la expresión «consentimiento de los gobernados» carece de sentido, ha hecho que su discurso y su comportamiento caigan en formas que ya no responden a la realidad. Su voz se ha prestado a una serie de actos huecos de dramaturgia política y a la farsa de que aún existen el debate y la elección propios de la democracia.
La clase liberal se niega a la evidencia, porque no quiere perder una atalaya cómoda y con frecuencia bien remunerada. Las iglesias y las universidades —en centros de elite como Princeton, los profesores pueden llegar a ganar 180.000 dólares al año— disfrutan de exenciones fiscales a condición de no hacer críticas políticas manifiestas. Los líderes sindicales reciben generosos salarios y son considerados colaboradores subalternos del capitalismo empresarial a condición de que no utilicen el vocabulario de la lucha de clases. Los políticos, como los generales, son leales a las exigencias del Estado empresarial que ocupa el poder, y al jubilarse se hacen millonarios trabajando para grupos de presión o como directivos de empresas. Los artistas que utilizan su talento para fomentar los mitos e ilusiones que bombardean nuestra sociedad viven cómodamente en las colinas de Hollywood.
Los medios de comunicación, la Iglesia, la universidad, el Partido Demócrata, las artes y los sindicatos —pilares de la clase liberal— están comprados por el dinero empresarial y por las promesas de las migajas que les arrojan los reducidos círculos de poder. Los periodistas, que valoran más el acceso a los poderosos que el acceso a la verdad, nos suministran mentiras y propaganda para lanzarnos a la guerra en Irak. Muchos de esos mismos periodistas nos aseguraron que era prudente confiar los ahorros de toda una vida a un sistema financiero dirigido por especuladores y ladrones. Todos esos ahorros desaparecieron. Los mismos medios de comunicación que trabajan para las empresas que se anuncian en ellas y los patrocinan hacen invisibles a grupos enteros de población cuyos sufrimientos, pobreza y quejas deberían ser el principal objeto de atención del periodismo.
En nombre de la tolerancia —una palabra que el reverendo Dr. Martin Luther King nunca utilizó—, la Iglesia y las sinagogas liberales se niegan a denunciar a los herejes cristianos que asimilan a la religión cristiana los peores aspectos del consumismo, el nacionalismo, la codicia, la soberbia imperial, la violencia y el fanatismo. Esas instituciones aceptan la globalización y el capitalismo sin trabas como si fueran leyes naturales. Las instituciones religiosas liberales, que deberían preocuparse de la justicia, hacen suyo un empalagoso pietismo personal, que se expresa en la espiritualidad del «qué me pasa» y en pequeños y farisaicos actos de llamativa caridad. Los años pasados en seminarios y escuelas rabínicas, los años dedicados al estudio de la ética, la justicia y la moral, resultan inútiles cuando se trata de alzar la voz contra las fuerzas empresariales que usurpan el lenguaje religioso y moral para obtener réditos económicos y políticos.
Las universidades ya no preparan a sus alumnos para el pensamiento crítico, no les enseñan a analizar y criticar los sistemas de poder y los presupuestos culturales y políticos, ni a hacerse las grandes preguntas que sobre significado y moral antes solían plantear las humanidades. Esas instituciones se han convertido en escuelas profesionales, en criaderos de gestores de sistemas preparados para servir al Estado empresarial. Firmando un pacto faustiano con este, muchas de esas universidades han visto incrementarse las donaciones que reciben y los presupuestos de muchos de sus departamentos con miles de millones de dólares procedentes de empresas y del Gobierno. A los rectores universitarios, que reciben salarios ingentes, como si fueran directivos de grandes empresas, se les juzga únicamente por su capacidad para recaudar dinero. A cambio, esos centros universitarios, al igual que los medios de comunicación y las instituciones religiosas, no solo guardan silencio sobre el poder empresarial, sino que también tachan de «político» a todo aquel que dentro de sus confines cuestiona los desmanes empresariales y los excesos del capitalismo sin trabas.
Los sindicatos, organizaciones antes imbuidas de la doctrina de la lucha de clases y llenas de militantes que pretendían conseguir amplios derechos sociales y políticos para la clase obrera, se han transformado en domesticados portavoces que negocian con la clase capitalista. Antes se decía que los coches que salían de las plantas de Ford en Michigan los había fabricado la UAW [el sindicato de Trabajadores de Automoción Unidos]. Sin embargo, cuando existen centrales sindicales, no son más que, en todo caso, mecanismos de negociación. Ya se han abandonado las demandas sociales de los sindicatos de comienzos del siglo XX, que concedieron a la clase obrera fines de semana libres, derecho de huelga, jornada laboral de ocho horas y Seguridad Social. Carentes de nuevas ideas, las universidades, sobre todo en los departamentos de Ciencia Política y Economía, repiten como loros la desacreditada ideología del capitalismo desregulado. Las artes, tan ansiosas de recibir el dinero y el patrocinio empresariales como las universidades, se niegan a afrontar las desigualdades sociales y económicas que padecen decenas de millones de ciudadanos. Como mercachifles, los artistas comerciales difunden el mismo relato mítico que propagan las grandes empresas, los gurús de la autoayuda, Oprah [Winfrey] y la derecha cristiana, según el cual si buceamos lo suficiente en nuestro interior, nos centramos en ser felices, encontramos nuestra fuerza interna o creemos en milagros, podremos tener todo lo que deseemos.
Ese pensamiento mágico, fundamental para la industria del entretenimiento, impide a los ciudadanos ver las estructuras empresariales que han imposibilitado a las familias salir de la pobreza o vivir con dignidad. Pero quizá el miembro más culpable de la clase liberal sea el Partido Demócrata.
Los demócratas vendieron deliberadamente a la clase obrera a cambio del dinero de las empresas. Bill Clinton, para quien los sindicatos solo podían estar con el Partido Demócrata, aprobó en 1994 el Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano (NAFTA), que traicionó a esa clase. Después siguió destruyendo el Estado de bienestar y en 1999 acabó con los cortafuegos que había entre los bancos comerciales y de inversión para entregar el sistema bancario a los especuladores. Barack Obama, que recaudó más de 600 millones de dólares para presentarse a la carrera presidencial, sobre todo entre las grandes empresas, ha servido a los intereses empresariales tan diligentemente como su partido. Con él ha continuado el saqueo del Tesoro de EE UU por parte de las grandes empresas, se ha negado a ayudar a millones de estadounidenses que habían perdido sus casas en ejecuciones hipotecarias y tampoco se ha enfrentado al sufrimiento que padece nuestra clase de desempleados permanentes.
Las poblaciones soportarán la represión de los tiranos mientras estos gobernantes sigan ostentando y ejerciendo realmente el poder. Pero la historia de la humanidad ha demostrado que, cuando quienes ocupan el poder se tornan superfluos e impotentes, aun insistiendo en conservar el ceremonial y los privilegios de ese poder, las poblaciones a las que someten acaban prescindiendo brutalmente de ellos. Esa es la suerte que espera a la clase liberal, que insiste en aferrarse a sus posiciones de privilegio, negándose al mismo tiempo a desempeñar su papel tradicional dentro del Estado democrático. La clase liberal se ha convertido en un apéndice inútil y despreciado del poder empresarial. Y mientras este contamina y envenena el ecosistema y nos lanza a un mundo en el que solo habrá señores y siervos, a la clase liberal, que no sirve de nada en ese nuevo orden, se la está abandonando y desechando. La muerte de la clase liberal conlleva que nada frena a la maquinaria empresarial concebida para enriquecer a una elite minúscula y saquear al país. El hecho de que la clase liberal sea ineficiente significa que no hay esperanza, por remota que sea, de enmienda o cambio de rumbo. Garantiza que la frustración y la cólera de las clases obrera y media se expresarán fuera del marco de las instituciones democráticas y de las reglas de urbanidad de la democracia liberal.
Al acabar con la clase liberal, el Estado empresarial, en su fanática búsqueda del beneficio, ha acabado con su socio más esencial e importante. En su momento, la clase liberal garantizaba que los ciudadanos descontentos llegaran a aceptar reformas moderadas. El Estado empresarial, al cancelar definitivamente los mecanismos de reforma, ha creado un sistema cerrado definido por la polarización, la parálisis y el teatro político. Ha prescindido de la pátina de virtud y bondad que proporcionaba la clase liberal. El derrumbe de otros Estados constitucionales, ya fuera en la Alemania de Weimar o en la antigua Yugoslavia, también vino precedido por la muerte de la clase liberal. La pérdida de esa clase crea un vacío de poder que llenan los especuladores, los que sacan tajada de la guerra, los gánsteres y los asesinos, con frecuencia dirigidos por demagogos carismáticos. Abre la puerta a movimientos totalitarios que cobran protagonismo ridiculizando y hostigando a la clase liberal y los valores de los que se dice paladín. Las promesas de esos movimientos totalitarios son fantasiosas e irrealizables, pero certeras sus críticas a la clase liberal.
A lo largo de la historia, los liberales también han desacreditado a los radicales que dentro de la sociedad estadounidense han desafiado al capitalismo empresarial utilizando el vocabulario de la lucha de clases. El destino de la clase liberal es trágico. Ha sido aniquilada por el Estado empresarial al que apoyaba, en tanto que ella misma silenciaba deliberadamente a los pensadores e iconoclastas radicales que podrían haberla rescatado. Al negarse a cuestionar las promesas utópicas del capitalismo sin trabas y de la globalización, y condenar a quienes sí las cuestionaban, la clase liberal rompió con las raíces del pensamiento innovador y atrevido, con las únicas fuerzas que podrían haber evitado que se viera totalmente incorporada a la elite del poder. La han traicionado y se ha traicionado a sí misma.
La muerte de la clase liberal conlleva una nueva y aterradora configuración política. Permite al Estado empresarial demoler, sin impedimento alguno, los últimos vestigios de protección colocados por esa misma clase. Se denuesta a los miembros de los sindicatos de funcionarios —uno de los últimos refugios frente a la arremetida del Estado empresarial— por tener una «sanidad de lujo» y generosos planes de pensiones. Los sindicatos de profesores de California y Nueva Jersey se ven atacados por expertos del mundo de la empresa y políticos que los pintan como parásitos que se aprovechan del dinero del contribuyente. La creación de escuelas concertadas contribuirá a acelerar la extinción de esos sindicatos. A pesar de su supuesta protección sindical, los empleados públicos sufren crecientes y draconianas restricciones, que ponen de manifiesto el ataque definitivo que el Estado empresarial está lanzando contra los trabajadores sindicados. Por su parte, las centrales sindicales, ante el menguante número de trabajadores que todavía militan en ellas, facilitan la pérdida de poder y el empobrecimiento de los mismos. En abril de 2009, los profesores de la escuela concertada Renaissance, del barrio neoyorquino de Jackson Heights, vieron cómo los legisladores reducían su presupuesto anual en unos 600.000 dólares. Los representantes sindicales no solo fueron incapaces de detener la medida, sino que tampoco advirtieron a los profesores de que se iba a tomar. En diciembre de 2009, un contrato aprobado en el distrito escolar unificado de West Contra Costa, en Richmond (California), incrementó de manera expeditiva la cantidad de alumnos por clase, congeló los salarios de los docentes y redujo sus prestaciones sanitarias. Las cesiones fueron aceptadas por el sindicato de Profesores Unidos de Richmond, aunque los docentes del distrito votaran mayoritariamente a favor de una huelga que esa central se negó a convocar.
La clase liberal no puede reformarse. En sus filas no alberga ni a rebeldes ni a iconoclastas con coraje moral o físico para desafiar al Estado empresarial y a la elite del poder. Las fuerzas empresariales que sustentan a los medios, los sindicatos, las universidades, las instituciones religiosas, las artes y al Partido Demócrata se ocuparon de quitar de en medio a cualquiera que cuestionara el corporativismo y el capitalismo sin trabas. En la década de 1980, a filósofos políticos como Sheldon Wolin, que criticaba el ascenso del Estado empresarial, ya no les publicaban artículos en cabeceras como The New York Review of Books o The New York Times. Sacerdotes radicales como el padre Daniel Berrigan se pasaron la última parte de su carrera hostigados por las autoridades eclesiásticas. A economistas como Michael Hudson, que criticó la burbuja financiera y el capitalismo de casino, les costaba encontrar trabajo en el mundo académico. Los que quedan en esas instituciones carecen de visión y de fortaleza para cuestionar las ideologías del libre mercado imperantes. Carecen de alternativas ideológicas, aunque el Partido Demócrata no deja de traicionar abiertamente todos los principios que la clase liberal dice defender: una atención sanitaria no basada en la rentabilidad, el fin de nuestra permanente economía de guerra, una educación pública de gran calidad y asequible, la recuperación de las libertades civiles, empleo y asistencia social para la clase obrera.
Desde la presidencia de Ronald Reagan, el Estado empresarial ha situado a la clase liberal en la senda que conduce a la muerte. Los liberales no se resistieron a que se fuera privando al país de su base manufacturera, ni al desmantelamiento de los organismos reguladores ni a la destrucción de los programas de asistencia social. Los liberales no denostaron a los especuladores —que en el siglo xvii habrían sido colgados— por haber secuestrado la economía. Se retiraron a instituciones atrofiadas. Se entregaron al activismo cosmético de la corrección política. En esa marcha hacia la muerte, la clase liberal acabó viéndose obligada a volverse del revés, tornándose en adalid de posiciones que antes condenaba. El hecho de que lo hiciera casi sin rechistar puso de manifiesto su bancarrota moral.
«En su día, la izquierda rechazaba el mercado por su carácter explotador», escribe Russell Jacoby. «Ahora venera su racionalidad y humanitarismo. En su día la izquierda desdeñaba la cultura de masas por su carácter explotador; ahora la ensalza por considerarla rebelde. En su día la izquierda veneraba a los intelectuales independientes por su valentía; ahora los desprecia por su elitismo. Antes la izquierda rechazaba el pluralismo considerándolo superficial; ahora lo adora considerándolo profundo. No solo estamos asistiendo a una derrota de la izquierda, sino a su conversión y quizá a su inversión».6
El principal pecado de la clase liberal, durante todo el siglo XX y a comienzos de este siglo, ha sido su entusiasta complicidad con la elite del poder para silenciar, prohibir y poner en listas negras a los rebeldes, iconoclastas, comunistas, socialistas, anarquistas, sindicalistas radicales y pacifistas que en su día podrían haber dado a Ernest Logan Bell, y a otros miembros de la clase obrera, palabras e ideas con las que plantar batalla a los abusos del Estado empresarial. Las repetidas purgas «antirrojas» registradas en Estados Unidos en el siglo XX, durante y después de las dos guerras mundiales, y continuamente desde la década de 1950 hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, se llevaron a cabo en nombre del anticomunismo, aunque en realidad resultaron golpes devastadores para los movimientos sociales populares. Los viejos comunistas del movimiento sindical estadounidense utilizaban el vocabulario de la lucha de clases. Entendían que el enemigo es Wall Street y también grandes empresas como BP. Ofrecían una amplia perspectiva social que permitía incluso a la izquierda no comunista servirse de un vocabulario que explicaba los destructivos impulsos del capitalismo. Sin embargo, cuando el Partido Comunista, y con él otros movimientos radicales, fue erradicado en tanto fuerza social y política en las décadas de 1940 y 1950; cuando la clase liberal hizo juramentos de lealtad impuestos por el Gobierno y colaboró en la caza de agentes comunistas fantasma, al país se le arrebató la capacidad para explicar la lucha contra el Estado empresarial. La clase liberal se tornó medrosa, tímida e ineficaz. Perdió su voz. Entró a formar parte de la propia estructura empresarial que debía desmantelar. Creó un vacío ideológico en la izquierda, y cedió a la extrema derecha el lenguaje de la rebelión.
En su día, los obreros consideraban que el capitalismo era un sistema que había que combatir. Pero el capitalismo ya no se cuestiona. A sus peces gordos, hombres como Warren Buffett, George Soros y Donald Trump, se les trata como a sabios, celebridades y populistas. La clase liberal les sirve de corifeo. Esa desencaminada lealtad, que recalca el hecho de que los ecologistas se nieguen a vilipendiar a la Casa Blanca de Obama por la catástrofe registrada en el golfo de México, no tiene en cuenta que la brecha que divide Estados Unidos no es la que separa a los republicanos de los demócratas. Es la que hay entre el Estado empresarial y el ciudadano corriente. Es una brecha entre los capitalistas y los trabajadores. Y, a pesar de todos sus defectos, los comunistas así lo entendieron.
El miedo es un arma poderosa en manos de la elite del poder. El miedo al comunismo, como el miedo al terrorismo islámico, se utilizó para suspender libertades civiles, entre ellas la libertad de expresión, el habeas corpus y el derecho a organizarse: todos ellos valores que la clase liberal dice defender. En nombre del anticomunismo, la clase capitalista, aterrada por las numerosas huelgas que tuvieron lugar después de la Segunda Guerra Mundial, lanzó en 1947 una embestida y utilizó la Ley Taft-Hartley, que culminó con la neutralización del veto del presidente Harry Truman por parte del Congreso: el golpe legislativo más negativo que encajó la clase obrera antes del NAFTA. Fue el miedo lo que en 2001 permitió al Estado aprobar perentoriamente la Ley Patriótica, poner en marcha las entregas irregulares de presos y crear, fuera de nuestras fronteras, centros penales donde torturamos a detenidos privados de sus derechos. El miedo nos llevó a aceptar las interminables guerras en Oriente Medio y nos permitió asistir dócilmente al espectáculo de Wall Street mientras se agenciaba miles de millones de dólares del contribuyente. El apocamiento de la clase liberal la hace especialmente propensa a la manipulación.
Los órganos de propaganda masiva utilizados por la elite del poder para atemorizarnos se sirven del talento de artistas e intelectuales procedentes de la clase liberal. Los magnates desaprensivos del siglo XIX recurrieron a policías, alborotadores, milicias populares y matones para atizar a la oposición. En la actualidad, la labor de justificar el poder empresarial la realiza la elite universitaria, procedente de la clase liberal, que fabrica la propaganda masiva. El papel de dicha clase en la creación de esos refinados sistemas de manipulación hace que los liberales tengan intereses económicos en el dominio de las grandes empresas. De la clase liberal es de donde salen las melodías publicitarias, los anuncios, las marcas y el entretenimiento de masas que nos mantienen atrapados en ilusiones culturales y políticas. Además, la complicidad de la clase liberal, cimentada en los salarios que sus integrantes reciben de las grandes empresas, ha minado la independencia intelectual y moral. Una de las grandes ironías del control empresarial es que el Estado que lo ejerce precisa de las capacidades de los intelectuales para mantenerse en el poder, aunque, en todo lo que escapa a esa función, se niega a permitir que los intelectuales piensen o actúen por su cuenta.
Como Irving Howe señaló en el ensayo de 1954: «Esta época de conformismo», la «idea de la vocación intelectual, la idea de una vida dedicada a unos valores imposibles de materializarse a través de una civilización comercial, ha ido perdiendo poco a poco atractivo. Y aquí radica, no en el abandono de un determinado programa, nuestra aplastante derrota».7 Según escribió Howe, la fe en que el capitalismo es el motor incuestionable del progreso humano «la proclaman a bombo y platillo todos los medios de comunicación: la propaganda oficial, la publicidad institucional y los escritos académicos de quienes, hasta hace pocos años, eran sus principales adversarios».
«Quienes están realmente impotentes son esos intelectuales —los nuevos realistas— que se pegan a los puestos de poder, donde renuncian a su libertad de expresión sin obtener ninguna relevancia como figuras políticas», escribió Howe. «Porque para la historia de los intelectuales estadounidenses de las últimas décadas —y también para la relación entre “riqueza” e “intelecto”— es crucial que, siempre que son absorbidos por instituciones sociales reconocidas, no solo pierdan su rebeldía tradicional sino que, en mayor o menor medida, dejen de funcionar como intelectuales» [cursivas en el original].8
La esperanza llegará cuando se retome el vocabulario de la lucha de clases y la rebelión, un vocabulario que ha sido expurgado del léxico de la clase liberal. Esto no significa que tengamos que estar de acuerdo con Karl Marx, que defendía la violencia y cuya veneración del Estado en tanto mecanismo utópico condujo a otra forma de esclavitud de la clase obrera, sino que debemos aprender de nuevo a utilizar el vocabulario que él utilizaba. Tenemos que comprender, al igual que Marx y Adam Smith, que a las grandes empresas no les preocupa el bien común. Explotan, contaminan, empobrecen, reprimen, matan y mienten para ganar dinero. Expulsan de sus casas a familias pobres, dejan morir a quienes carecen de seguro sanitario, libran guerras inútiles para obtener beneficios, envenenan y contaminan el ecosistema, recortan los programas de asistencia social, destripan la educación pública, destruyen la economía mundial, saquean el Tesoro estadounidense y aplastan a todos los movimientos populares que piden justicia para los hombres y las mujeres de la clase obrera. Veneran el dinero y el poder. Y, como bien sabía Marx, el capitalismo sin trabas es una fuerza revolucionaria que, al consumir cada vez más vidas humanas, acaba por consumirse a sí mismo. La zona muerta del golfo de México es la metáfora perfecta del Estado empresarial. Forma parte de la misma pesadilla que han sufrido los enclaves postindustriales, las viejas localidades fabriles de Nueva Inglaterra y las abandonadas acerías de Ohio. Es la pesadilla que viven cada día los iraquíes, los paquistaníes y los afganos mientras lloran a sus muertos.
A finales del siglo XIX, Fiódor Dostoievski veía en la inútil clase liberal de Rusia, a la que satirizaba y vilipendiaba, el presagio de un periodo sangriento y aterrador. En novelas como Los demonios escribió que la impotencia y la desconexión de esa clase, su incapacidad para defender los ideales que postulaba, conducían a una época de nihilismo moral. En Apuntes del subsuelo retrata a los yermos y derrotados soñadores de la clase liberal, que tienen elevados ideales aunque no hacen nada para defenderlos. El personaje principal de la obra lleva a sus últimas y lógicas consecuencias las desacreditadas ideas del liberalismo. Evita la pasión y los objetivos morales. Es racional. En nombre de los ideales liberales, satisface a una estructura de poder corrupta y moribunda. La hipocresía del hombre del subsuelo condena a la Rusia imperial del mismo modo que ahora condena al imperio estadounidense. Ejemplifica la fatal desconexión entre las creencias y la acción. El hombre del subsuelo escribe:
No solo no he podido hacerme malo, sino que tampoco ninguna otra cosa: ni malo, ni bueno, ni canalla, ni honrado, ni héroe ni insecto. Ahora acabo mis días en un rincón, haciéndome rabiar con el maligno consuelo, completamente inútil, de que un hombre inteligente no puede en realidad convertirse en nada; solo el tonto lo consigue. Sí, un hombre inteligente del siglo XIX debe y moralmente está obligado a ser, en lo fundamental, un individuo sin carácter. En cambio, un individuo dotado de carácter y activo es, en la mayoría de los casos, un ser limitado.9
2 Karl Polanyi, The Great Transformation, Boston, Beacon Press, 2001, p. 76 [ed. cast.: La gran transformación: crítica del liberalismo económico, Madrid, Ediciones de La Piqueta, 1989]
3 Entrevista a Ernest Logan Bell, Norwich (Nueva York), 30 de marzo de 2010.
4 John Gray, Liberalism, Mineápolis, University of Minnesota Press, 2003, p. 86.
5 C. Wright Mills, The Politics of Truth: Selected Writings of C. Wright Mills, Nueva York, Oxford University Press, 2008, pp. 126-128.
6 Russell Jacoby, The End of Utopia: Politics and Culture in an Age of Apathy, Nueva York, Basic Books, 1999, pp. 10-11.
7 Irving Howe, «This Age of Conformity», en The Partisan Review Anthology, William Phillips y Philip Rahv (eds.) , Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1961, p. 148.
8Ibíd., pp. 148-149.
9 Fiódor Dostoievski, Notes from the Underground, Nueva York, Everyman, 1993, p. 7 [traducción castellana de Lydia Kúper de Velasco, Apuntes del subsuelo, Barcelona, Bruguera, 1980, pp. 9-10].