La perra encadenada - Dramatizado - Ralph Barby - E-Book

La perra encadenada - Dramatizado E-Book

Ralph Barby

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Beschreibung

-Este audiolibro está narrado en castellano.Enseguida va a aparecer la primera chica: joven y bonita, pero muerta.  El forense no lo tiene claro, hay algo que no le cuadra...Pero cuando se entera que la ambulancia que traía el cadáver se ha estrellado, muriendo todos los ocupantes... que estaban vivos, sabe que se encuentra ante algo que va mucho más allá de la razón humana, algo diabólico contra lo que es casi imposible luchar.-

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Ralph Barby

La perra encadenada - Dramatizado

 

Saga

La perra encadenada - Dramatizado

 

Original title: La perra encadenada

 

Original language: Spanish (Neutral)

Imagen en la portada: Shutterstock

Copyright © 2023 Ralph Barby and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728580547

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

CAPITULO PRIMERO

La lancha de la policía avanzaba despacio y silenciosamente sobre las oscuras aguas del río, al sur de la ciudad. De vez en cuando se escuchaba el chap-chap de los remos.

—Allí, allí hay algo.

El joven agente estaba algo nervioso, aquélla era una de sus primeras misiones en la policía y su rostro se podía ver crispado a la luz de la luna mientras sostenía una potente linterna enfocando algo negro que flotaba en las aguas.

El barquero, embutido en un jersey negro de cuello alto, de lana excesivamente gruesa para él tiempo en que estaban, remó con fuerza, maniobrando hábilmente en dirección al bulto recién descubierto.

El veterano policía, endurecido por centenares de noches de vigilancia, estiró hacía el bulto la pértiga rematada con un gancho.

—Ya lo tengo.

Cada cual con su acción, los tres hombres hicieron que el bulto quedara pegado a babor de la barca.

—Es una mujer —dijo Simmel, el policía bisoño.

—Sí. Anda, ayúdame a subirla a la barca.

—Sí...

En su nerviosismo, Simmel dejó escapar la linterna que se fue al agua tras rebotar en la cabeza de la mujer que acababan de descubrir.

—¿Qué has hecho?

—Se..., se me ha caído —barbotó.

—Diablos, vigila bien, parece que éste sea tu primer cadáver.

—Es que lo es...

—Solo faltaba esto. —Miró al barquero y preguntó—: ¿Puede ayudarme?

—Hay que ir con cuidado. Si nos inclinamos todos a babor, la barca volcará y no tengo ganas de remojarme ahora —gruñó el barquero sin levantarse.

—Pues reme hacia la orilla; la arrastraremos hasta allí y luego la sacaremos.

—Eso me parece bien, en la orilla la sacaremos mejor. Seguro que ha sido un suicidio de paridera.

—Más respeto, ¿no? —objetó el joven Simmel.

Al llegar a la orilla, bajo la luz de la luna que brillaba gélida, casi maliciosa, sacaron el cadáver. El viejo encendió una cerilla e iluminó el rostro de la ahogada.

El barquero silbó.

—Era joven y bonita.

—Sí, una desgraciada.

—Tiene el vientre muy abultado y no creo que sea de tragar agua —rezongó el barquero.

El viejo policía le cortó tajante.

—Lo que sea ya lo dirá el médico forense. —Luego se encaró con Simmel—. Ve a avisar para que manden una ambulancia para recogerla. Los niños que esta tarde la vieron flotar han tenido razón, no se trataba de una broma.

—Sí, en seguida voy a avisar.

Aquella noche la sirena intermitente de la ambulancia turbó el silencio del río.

La pasajera que transportaba ya no tenía prisa por llegar a parte alguna, había llegado a su destino definitivo; sin embargo, el conductor, por deformación profesional, seguía pisando el acelerador, provocando la inquietud por donde pasaba con su molesta sirena, cortando los sueños de los seres que dormían.

El joven Simmel, sentado dentro de la ambulancia, miraba el cuerpo sin vida cubierto por la sábana. El vientre abultado era ostensible; el cínico y escéptico barquero había tenido la razón.

Un giro del vehículo hizo que el cadáver se moviera y se destapó el rostro. El joven policía tuvo la impresión de que los ojos abiertos, vidriosos, le miraban y que la boca abierta de la mujer quería decirle algo. Bruscamente, sintió miedo; sí, la compasión se transformaba en auténtico miedo.

De aquel cuerpo comenzó a emanar un hedor que repugnaba y mareaba. Simmel, en medio de una mezcla de repugnancia y miedo, comenzó a tener arcadas.

—Qué peste, qué peste, me mareo.

El hedor no era algo psicológico por hallarse frente a un cadáver empapado por las aguas en las que estuviera flotando; era algo real, tangible, si es que un hedor nauseabundo podía ser tangible.

El agente no supo en aquel momento si eran efectos de su mareo, del que él mismo se avergonzaba por considerarlo propio de su inexperiencia, o es que realmente el vientre del cadáver se movió, primero despacio, después como impulsado por violentas contracciones. Y la ambulancia no estaba pasando por zona de baches...

Buscó la ventanilla para abrirla, necesitaba respirar y así lo gritó;

—¡Aire, aire, me ahogo...!

Miró hacia el conductor y su ayudante; vio que los dos también daban cabezadas, como narcotizados por aquel hedor inaguantable.

Chirriaron los frenos y después, la gran sacudida.

El cadáver saltó de la camilla contra el joven Simmel que gritó de espanto. Casi al mismo tiempo, un ruido sordo, metálico, y el estallido de cristales.

La sirena siguió sonando con su intermitencia y los faros se apagaron, empotrados contra el muro. Comenzaron a gotear los humores del motor, agua, aceite, gasolina... Un chorrito de combustible se inflamó y el motor comenzó a arder, las llamas envolvieron la ambulancia.

El depósito de gasolina estalló mientras las ventanas de los edificios próximos se abrían para ver qué era lo que había ocurrido en la madrugada de una noche aparentemente tranquila.

Hacia el cielo se elevaba una densa humareda y en medio de aquel infierno, escapaban unos gemidos extraños, casi irreconocibles; eran como los de una bestezuela.

* * *

Era una mañana de cielo grisáceo, de sol tan mortecino que era difícil poderlo señalar con el dedo.

Floid Emerson, patólogo forense, adscrito a la plantilla del General Hospital, llegó a su casa situada en el Garden Side, un barrio apacible de viviendas unifamiliares, con parterres y un pequeño patio trasero, la mayoría de ellos con uno o dos árboles bien cuidados, pero que solían dar escaso fruto.

Cuando ya los obreros de la ciudad estaban trabajando y los administrativos accedían a sus oficinas desde los autobuses y coches utilitarios, mientras los ejecutivos aún tomaban el desayuno, Floid Emerson, con más años sobre sus espaldas de los que sería de desear, se sentó en el balancín que tenía en su amplia cocina, un balancín al que tenía gran aprecio.

Lo había utilizado su esposa hasta la mismísima muerte, pues en aquel balancín había cerrado sus ojos y en él la habían descubierto ya cadáver.

Floid Emerson, que durante tantos años se inclinó sobre el balancín para besar el rostro de su mujer, tomó posesión de él, como deseando también morir en aquel asiento.

«Kitty», la perra de lanas, llegó hasta él llevándole las zapatillas. Lo miró y al observar que el médico no le hacía caso, soltó las zapatillas y dio un par de agudos ladridos moviendo su cabeza cubierta de abundantísimo pelaje.

—Hola, «Kitty» —saludó el hombre; y estiró su mano hasta tocar la cabeza del animal que agitó su cortísima cola.

—Papá...

Laura, la joven y bella hija del doctor Emerson, entró en la cocina embutida en su bata azul pastel.

—Hola, Laura. ¿Has dormido bien?

—¿Es que no sabes que no puedes hacer unas jornadas de trabajo tan largas? Te vas a matar, papá, solo hay que verte la cara, estás muy fatigado.

—Sí, he tenido mucho trabajo esta noche —admitió.

—¿Tus desagradables autopsias?

—Alguien tiene que hacerlas.

—Cuando pienso en ellas, se me va el apetito.

—Pues a mí no, hija, a mí no, tuve que acostumbrarme a ellas. Gracias a las autopsias ha avanzado mucho la ciencia, y también la justicia.

—Bueno, bueno, te voy a preparar un desayuno reparador.

—No tengo apetito.

—¿No decías que tu trabajo no te quitaba el apetito? —preguntó Laura mientras preparaba la cafetera exprés.

—Hoy ha sido distinto.

—¿Por qué, alguna criatura?

—Tres hombres y una mujer.

—¿Un accidente de automóvil?

—Sí. Una ambulancia chocó contra un muro y luego se incendió, murieron todos.

—No he leído el periódico de esta mañana; ha debido ser horrendo.

—Sí, lo ha sido. Lo lógico hubiera sido postergar la autopsia, pero como han llegado los restos humanos, los hemos dispuesto para la autopsia, rutinaria en estos casos. La verdad es que se carbonizaron.

—¿La mujer viajaba como paciente en la ambulancia?

—Estaba muerta ya. La sacaron del río un rato antes de que la ambulancia se estrellara y ardiera,

—Si que ha sido dantesco. ¿Y por qué corría la ambulancia, si llevaba un cadáver?

—Cosas de los chóferes.

—¿Y quién es ella?

—No lo sé. La policía se ha quedado con sus efectos personales, a mí solo me han dejado los despojos humanos y, ciertamente, me han dejado muy preocupado.

—En esas circunstancias será muy difícil hacer la autopsia, ¿verdad?

—Sí, lo es. De momento sabemos que estaba ahogada, pero será muy difícil determinar si cayó al río, si se tiró o si la echaron. El choque de la ambulancia ha podido añadir traumatismos al cadáver;, si bien pueden diferenciarse de los traumatismos que pudo recibir en vida, hay que añadirle los efectos destructores del fuego.

Laura dejó la cafetera lista sobre el fuego y se sentó junto a su padre. La perra «Kitty» seguía junto a las zapatillas y miraba los zapatos que aún calzaba su amo, no muy conforme.

—Laura, esa chica estaba embarazada.

—¿En estado avanzado?

—Sí, eso demuestra el examen que le he hecho, pero hay algo que no encaja.

—¿Y qué es, papá?

—El feto no está, ha desaparecido.

—Pudo abortar en el río, ¿no?

—Es una hipótesis, pero no lo creo. La verdad es que tampoco sé dar una explicación, algo se me escapa. Es como si intuyera lo sucedido, pero...

—Papá, me da la impresión de que conoces la solución de ese desagradable problema; lo que ocurre es que intuyes que no te gusta y prefieres no decirlo.

—Puede ser.

—¿Y por qué no expones tu idea?

—Lanzaré al aire una hipótesis, pero solo te la digo a ti por el momento, no me atrevería a exponerla ante nadie más.

—Ya sabes que desde que murió mamá soy toda oídos para ti.

—Menos mal que eres discreta, de lo contrario ya me habrían despedido. ¡Eh, el café se escapa...!

Mientras Laura se levantaba para retirar la cafetera del fuego, la perra «Kitty» volvió a ladrar.

—Soy como tu psiquiatra, papá. ¿No dicen que contar los problemas descarga y que en realidad ésa es la terapia que utilizan muchos psiquiatras?

—Sí, pero en este caso...

—No voy a horrorizarme, me has contado ya muchas cosas estremecedoras.

—Laura, creo que me hago viejo y por eso llego a pensar monstruosidades. Yo diría que esa desgraciada muchacha murió en el río y llevaba el niño en sus entrañas. Eso confirma lo que dijo el veterano policía que luego se presentó en el hospital para reconocer a su joven compañero muerto.

—¿Quieres decir que tuvo un aborto después de estar muerta?

—Sí. Es como si la criatura hubiera conseguido nacer y se hubiera marchado lejos de su madre.

—Papá, un bebé humano no es un tipo de animal que pueda valerse por sí mismo.

—Es cierto. —Vaciló y buscó su pipa palpando en los bolsillos—. Pero tampoco encaja lo que yo he encontrado en la inspección. Esa muchacha ha parido y digo parido y no abortado, porque pienso que estaba en el séptimo u octavo mes de gestación.

—¿Pudo salir el niño al chocar la ambulancia contra el muro?

—Si la madre hubiera estado viva, esa circunstancia podría haberse producido, pero hacía horas que estaba muerta. No, no creo, aunque hay diversas teorías sobre el tiempo de vida de un feto en el interior del cadáver de la madre.

—¿No puede haberse quedado el bebé en la ambulancia?

—Es una hipótesis. Después de examinar el cadáver de la supuesta madre, ya que no se puede dar nada como cierto, he pedido al policía que busque un bebé y que si encuentra algún resto de carne quemada, sin forma evidente, que lo diga.

—Papá, creo que nunca podría dedicarme a ese trabajo —suspiró Laura.

—Sí, por eso eres public relations de la Aseguradora Taylor.

—Bueno, que si no me doy prisa voy a llegar tarde y será tuya la culpa por tu tardanza en llegar a casa.

La perrita comenzó a mordisquear los zapatos de su amo, invitándole a que se los quitara y se calzara las zapatillas que le había preparado.

—Quieta, «Kitty», quieta —pidió Floid Emerson que había chupado la pipa sin llegar a encender, mientras miraba el café negro y espeso que le preparara su hija.

Laura cogió su automóvil y se dirigió al centro de la ciudad. Lo que antaño fuera una mansión palaciega, ahora era la sede central de la Compañía Aseguradora Taylor.

Estacionó el coche en el aparcamiento ubicado bajo el espacioso jardín que el arquitecto de la compañía había insistido en respetar cuando aceptara la misión de remodelar el interior del edificio para adaptarlo a oficinas.

Exteriormente, la mansión palaciega había sido limpiada y remozada, sin ningún añadido que pudiera indignar a los amantes del arte arquitectónico.

A través de un amplio túnel de paredes enmoquetadas, Laura se dirigió a las oficinas caminando junto a otros ejecutivos. Tenía noticia de que aquella mañana llegaría el nuevo director y coordinador general de publicidad con el que ella debería colaborar estrechamente.

—¡Laura!

—Hola, Sandra.

Se volvió hacia la atractiva Sandra, una mujer alta, de grandes curvas que llamaban la atención. De ascendencia italiana, había comenzado a trabajar casi al mismo tiempo que Laura, lo que había hecho que fueran muy amigas. Sandra se hallaba en la secretaría en dirección general.

—¿Has leído el periódico?

—No, aún no.

—Mira.

Sandra le mostró una fotografía en la que se veían los restos de un automóvil, retorcido y aplastado contra un muro.

—¿Ha sido el choque de la ambulancia?

—Sí, cuatro muertos.

—Ha sido horrible, ya lo sabía.

—-¿Sabías también que la mujer muerta era Jennie Hamilton?

—¿Jennie?

—Sí, la auxiliar de caja que se despidió hace unos meses. La han reconocido por sus efectos personales y el departamento de necrodactilografía de la policía la ha identificado pese a que solo han encontrado entero uno de sus dedos. No se habla de otra cosa en las oficinas.

—Es horrible -—musitó Laura, impresionada—. Sabía que era una mujer joven, pero ignoraba que se tratara de Jennie. —Pensó en todo lo que le contara su padre y preguntó—: ¿No estaba casada con Charles Abelson...?

—Sí, Charles Abelson, el de contabilidad. Esta mañana no ha venido, seguramente estará en la estación de policía. Jennie apareció ahogada en el río.

—¿Crees que Charles Abelson pudo tener algo que ver con esa muerte?