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No tienen conocimiento de quienes son, de donde vienen, ni a donde se diríguen; pero lo que sí saben es que es hora de que vivan su propia vida. En la "Escuela en el Cosmos", una cosmonave que no parece tener destino, viajan un grupo de jovenes que sólo conocen su género y número de identificación. Ajenos a la vida humana en la Tierra, en esta nave espacial solo viajan ellos y los robots encargados de cuidarlos, educarlos y controlarlos. Al encarcelar a los robots que los dominan, este grupo de jovenes empieza a investigar sus orígenes, su realidad y su destino en la nave, para así poder saciar su curiosidad y poder descubrir quienes son. -
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Seitenzahl: 195
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Ralph Barby
Memoria: Latitud 41,25 N. Longitud 2,10 E.
(Escuela en el Cosmos)
Saga
Memoria - Dramatizado
Original title: Memoria
Original language: Spanish (Neutral)
Imagen en la portada: Shutterstock
Copyright © 2023 Ralph Barby and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728580561
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Un grupo de muchachos, chicas y chicos, viajan por el espacio dentro de una cosmonave que no parece tener destino, es la “Escuela en el Cosmos”.
Parece que en la nave espacial sólo viajan ellos y los robots que les cuidan y educan. Los jóvenes ignoran de dónde proceden ni adónde se dirigen, pero esa curiosidad innata que posee el ser humano per se, les hace que comiencen a investigar, sorprendiendo a los robots que les controlan convertidos en sus carceleros.
Novela de Ciencia-Ficción que tuvo su primera lectura en un Instituto de Santiago de Chile bajo la dirección del Profesor de Literatura, el Doctor Benedicto González Vargas. Los alumnos entendieron muy bien el contenido de la Historia y así quedó de manifiesto en sus comentarios escritos.
Desafío a mis lectores a que descifren el punto exacto de las coordenadas que componen el título de esta novela.
Nació en Barcelona, en el cuadriculado Ensanche que la ha hecho famosa. En las épocas duras de la dictadura española, trabajó y estudió al mismo tiempo. Cuatro cursos le dieron la Diplomatura de Químico por la E.I.T.D.B. Trabajó con esencias, perfumes, productos farmacéuticos y se empleó en la multinacional norteamericana Sherwin Williams Company. Un buen día dejó los laboratorios de análisis y dedicó todo su tiempo a escribir historias de todos los géneros, especialmente novelas cortas de las que se vendieron hasta quince millones de ejemplares, con un posible cálculo de lectores de unos cincuenta millones. Destacó especialmente en los géneros de “Novela Negra”, “Terror-gótico” y “Ciencia Ficción”.
El cineasta mexicano Arturo Ripstein llevó al cine en los Estudios Churubusco de México la novela de Ralph Barby que en pantalla se tituló “5.000 dólares de recompensa”. Además de en di-versas revistas, ha publicado en ocho editoriales distintas. Tiene quince novelas grabadas en au-dio (donación altruista) en la Biblioteca del Con-greso de los Estados Unidos, Washington DC, para la distracción de ciegos y deficientes visuales de EEU.
En la “Antología del cuento español” publicada por la Nebraska-Lincoln University para el estudio de la legua castellana por sus universitarios, se incluye un relato gótico suyo, “Poemas de muerte”. Los demás autores recopilados en dicha Antología son los más prestigiosos literatos con-temporáneos. Este relato, lo mismo que un buen número de Premios Literarios que atesora, estaba firmado con su nombre “no artístico”, es decir Rafael Barberán.
Ha recibido los Premios literarios: Hucha de Plata, Confederación Cajas de Ahorro Españolas. Premio Internacional de Cuentos Ciudad de Valladolid. Premio Sant Joan O.N.C.E. Premio Radio Nacional de España en castellano. Premio Roc Boronat O.N.C.E. Catalunya.
Vive junto a su compañera y colega en un pueblecito turístico de la Costa Daurada en Cataluña. Ralph Barby tiene en marcha diferentes ediciones que, por no hallarse todavía terminadas, no son expuestas en esta breve biografía, que con el devenir de los años se irá ampliando, porque Ralph Barby sigue escribiendo.
Despertamos algo nerviosos.
Dos jornadas antes, la Voz había anunciado que tendríamos exámenes: Se evaluaría meticulo-samente cuanto habíamos aprendido en el tercer período de enseñanza técnico-teórica.
Las lecciones habían sido duras o, cuando menos, eso pensábamos la mayoría, aunque he de confesar que yo, particularmente, no había tenido problemas para asimilar las materias del último período.
—V-Tres, V-Tres —llamó en voz baja V-Dos desde su litera; estaba cerca de mí.
Dormíamos en celdas con tres camas. Cada uno de nosotros disponía de una mesita de brillante metal y un armario empotrado cuya puerta también era de plancha brillante. Una suave luz de color naranja, que nunca se apagaba, evitaba que estuviéramos a oscuras.
La estancia carecía de ventanas, ninguna celda las tenía, sólo unas rejillas en el techo para la aireación y la puerta que daba al corredor, que sólo se abría al inicio de la jornada. Ah, se me olvidaba, disponíamos de un aseo para los tres. Todas las celdas eran iguales y poseían el mismo servicio; de este modo, nadie salía de su celda durante el tiempo de descanso.
—V-Tres...
— ¿Qué, V-Dos? —respondí con un bostezo, fingiendo más sueño del que tenía.
— ¿Te lo sabes todo?
—Uf, no sé —objeté, evasivo—. Ya veremos, depende del examen.
—Tú siempre te lo sabes todo —musitó V-Dos. Su voz aún era fina, muy parecida a la de las chicas.
A otros, no entendíamos por qué, se nos había enronquecido la voz. También empezábamos a diferenciarnos mucho en estatura y complexión física. Mientras algunos crecíamos de forma que, incluso, nos asustaba un poco, otros apenas crecían y, para sorpresa nuestra, se creaban diferencias de estatura de hasta una cabeza.
El propio V-Dos apenas me llegaba al hombro. Yo notaba que de los ojos de mi compañero y amigo escapaba algo que parecía admiración. El procuraba siempre estar cerca de mí, especial-mente cuando se organizaban broncas cuyos motivos nadie sabía bien cuáles eran, pero que culminaban en enfrentamientos entre los "V", porque entre las chicas, las llamadas "F", las discusiones y peleas no eran tan frecuentes.
—Yo siempre saco puntuaciones bajas y bastantes insuficientes —confesó V-Dos.
Se rió ligeramente, como si le divirtiera su escaso éxito en los exámenes, pero yo sabía que tras aquella risita nerviosa había inseguridad, miedo, llanto.
—Verás cómo esta vez sacas un suficiente —intenté tranquilizarle, aunque no estaba nada seguro de que así ocurriera.
Observé el reloj digital que había sobre el dintel: faltaban sólo cinco minutos para que se iniciara una nueva jornada.
Hasta que se encendiera la luz, debíamos permanecer acostados, así lo exigía la Voz, esa Voz que llegaba de todas partes y se propagaba por aquel mundo limitado en el que vivíamos: el mun-do interior de una nave espacial.
Sin saber por qué, acudió a mi mente el recuerdo de lo sucedido con N-10 cuando todos éramos simplemente "N", antes de que se nos nominara con la letra "V" a los chicos y "F" a las chicas.
Sí, hubo un tiempo que se diluía en la noche de los recuerdos en que todos éramos simplemente "N". Entonces, cada uno de nosotros tenía siempre a su lado un androide amarillo que nos conducía, nos protegía, nos limpiaba y nos daba de comer. Pero, una jornada memorable, gran parte de la cual la habíamos pasado en el templo, escuchando la voz de Omega, esos androides amarillos habían desaparecido para siempre de nuestras vidas.
La mayoría acogimos satisfechos aquella desaparición. No sabíamos bien qué podía signifi-car "ser adultos", pero nos sentimos más impor-tantes, como más libres, una sensación que duró poco tiempo, pues los androides amarillos fueron sustituidos por los azules. Estos eran más altos, más fuertes, más ásperos de trato. Cada uno de nosotros tenía asignado un androide azul que, aunque fuera a distancia, nos vigilaba. Parecían capaces de leer nuestras mentes, saberlo todo.
Si tenían algo mejor que sus predecesores, era que no estaban tan encima de nosotros, gozába-mos de cierta libertad de movimientos.
Debíamos obedecer a todos los androides azu-les; sin embargo, cada uno de ellos llevaba una placa luminosa en el pecho que indicaba a quién debía cuidar específicamente. El androide que se ocupaba de mí llevaba escrito "V-Tres" en su placa, y otro tanto ocurría con los restantes jóvenes que conformábamos aquella colonia que viajaba por el espacio, sin saber cuál era nuestro origen ni mu-cho menos nuestro destino.
El recuerdo de N-10 nunca se borraría de mi mente.
En los juegos didácticos, mezclaba mal los colores y nunca conseguía encajar las formas geométricas en sus matrices de plástico, siempre lo confundía todo y se reía mucho. También me di cuenta de que cojeaba en algunas ocasiones. N-10 siempre había sido muy cariñoso. Destruía a manotazos las construcciones que conseguíamos levantar con las piezas de plástico coloreadas, paralelepípedos, cubos, pirámides, conos y esferas. Sí, N-10 desbarataba todos nuestros juegos y cuando nos enfadábamos, se reía y nos daba besos, muchos besos húmedos y muchos abrazos. Todo eso ocurría en aquel tiempo que algunos ni siquiera recordaban, cuando éramos simplemente "N". Ahora, ya éramos "V" y "F" y se nos había di-cho que en el futuro, cuando alcanzáramos el grado suficiente, seríamos "VA" y "FA", o quizás nos llegaran a dar nombres, nosotros no sabíamos qué podía significar eso.
— ¡Ven, ven conmigo! —me había pedido N-10, riendo.
Se alejaba por el corredor, cogido de la mano del androide amarillo. Sabía que no podía seguirle, ninguno de nosotros podía dirigirse a parte alguna sin ir de la mano de su androide correspondiente.
La puerta negra que estaba en el quinto nivel, el nivel más alto de nuestro mundo, se abrió automáticamente. El androide amarillo, llevando de la mano a N-10 que se alejaba riendo, cruzó el umbral. La puerta se cerró y ya no volví a verle. Era como si aquella puerta negra lo hubiera engullido hacia la eternidad.
Se olvidó a N-10 y a otros dos niños más que, como él, desaparecieron para siempre de nuestras vidas, de nuestro mundo. Ninguno de nosotros se preocupó por su desaparición; continuamos ju-gando con nuestras construcciones, con nuestros juegos didácticos, quizás con mayor seriedad, con menos risas. Yo conseguía levantar construcciones con aquellas figuras de plástico que me parecían soberbias, pero les faltaba algo, sí, un N-10 que las derrumbara de un manotazo y luego se echara a reír y nos inundara de afecto, de hermandad, de todo aquello que gritaba que éramos más, mucho más que los juegos en que nos ocupábamos.
Comenzaba la nueva jornada. Los exámenes estaban ante nosotros y debíamos demostrar que habíamos asimilado las enseñanzas.
V-Uno fue el primero en levantarse de su li-tera. Era callado y estaba muy seguro de sí, había suficiencia en su rostro un poco anguloso, era como si estuviera muy satisfecho de su perso-nalidad, de su físico. En las competiciones en el gran gimnasio, había vencido en no pocas oca-siones. Se aseó y peinó mientras silbaba por lo bajo.
Bostecé, aquella noche había dormido poco. Las ideas, los recuerdos, se entremezclaban en mi mente. Había muchas cosas que me preocupaban y no sabía exactamente cuáles, todo yo era un mundo de confusión.
V-Dos se había encerrado en el aseo y tardó mucho en salir, tanto que me vi obligado a golpear en la puerta con los nudillos.
—¡Se te va a hacer tarde!
—Ya voy, ya voy —respondió, ahogadamente.
No salió en seguida. V-Uno me apremió:
—Vamos a desayunar o llegaremos tarde. Por cierto, ¿crees que llegarás a levantar los sesenta kilos?
Parecía preocuparle que yo lograra la marca de los sesenta kilos en el levantamiento de pesas. Él había levantado ya los cincuenta y cinco, y los dos sabíamos que al paso del tiempo y con la evolución física que notábamos en nuestros respectivos cuerpos, conseguiríamos levantar esos pesos y más, pero la cuestión era: ¿Quién los levantaría primero por encima de su cabeza?
—No lo sé —respondí—. A mí me gusta más entrenarme en la barra fija.
—¡Bah! —objetó, algo despreciativo—. La barra fija también la hacen bien las "F"; en cambio, en la halterofilia, sí que destacamos nosotros.
—No creas, F-Catorce también ha conseguido levantar cuarenta y cinco kilos —puntualicé.
—Es que F-Catorce se parece más a un "V" que a una "F".
Llegamos al comedor. A derecha e izquierda del túnel de entrada, había los rectángulos blancos donde debíamos poner nuestra mano diestra plana hasta que se encendía un piloto verde que indicaba que podíamos pasar. Aquellas placas blancas eran nuestro control. El orden y la hora exacta de nuestra entrada en el comedor quedaban así registrados.
Todo cuanto hacíamos pasaba al archivo del gran ordenador central de la cosmonave.
Incluso, quedaba registrado lo que comíamos, pues estaba absolutamente prohibido que ninguno de nosotros cediera una parte de su alimento a otro compañero más voraz. En ocasiones, este pa-se de alimentos se hacía por debajo de la mesa, pues cuando no se habían tomado precauciones, ojos invisibles lo detectaban y después venían los castigos de incomunicación y, lo que era más temido, el descenso en las puntuaciones.
Cada uno de nosotros tenía unas puntua-ciones por materias y comportamientos, unos promedios globales y unos promedios parciales por jornadas y períodos. Nos habíamos acostumbrado a valorar mucho aquellas puntuaciones porque significaban tener más tiempo libre, menos tiempo de recuperación, mayor valoración entre nosotros mismos y, lo que parecía más importante, una mejor colocaci6n dentro del templo. A menor puntuación, más atrás, más lejos del altar, más lejos de Omega, aunque sus ojos, su voz, llegaban a todos por igual.
Había cuatro mesas en el comedor y cada una de ellas, era para seis comensales. Sin embargo, yo sabía que en otros tiempos habíamos sido más. Algunos niños y niñas habían desaparecido, quizás tras la puerta negra del quinto nivel.
—El examen de hoy será muy duro —comentó F-Siete, una muchacha de pelo castaño, muy jovial y muy locuaz; cuando las circunstancias lo permitían, no paraba de hablar.
—¿Quién te lo ha dicho, tu androide? —preguntó despectivo V-Uno. El siempre trataba de saber más que nadie.
—Ya lo verás.
El desayuno estaba compuesto por leche con cacao, mermelada y margarina con minerales y vitaminas debidamente calculadas. Todos sabía-mos que no podíamos dejar absolutamente nada de aquella margarina que se nos servía en cada comida, pues en ella estaban todos los elementos que nuestros cuerpos necesitaban para su perfecto desarrollo.
Desvié mi mirada hacía F-Cinco y me encontré con sus ojos profundos y turbadores. Sentía una especial atracción hacia aquella muchacha más bien delgada, de cabellos muy negros y ojos de intenso color verde. Yo había visto aquel color, aquel brillo, en alguna otra parte, sí, lo había visto en un programa de piedras preciosas que se nos pasó en el estudio de ciencias naturales. Era el brillo y el color de una gema llamada esmeralda, colocada bajo los rayos luminosos de una estrella, por ello me decía a mí mismo que F-Cinco tenía ojos esmeraldinos.
En mi pantalla de borradores había llegado a escribir palabras, frases que me parecían hermosas y que luego me apresuraba a borrar. Era algo que brotaba incontenible de mi interior, como sentimientos que se encadenaban unos a otros y que no encajaban con los programas de enseñanza que recibíamos. No se nos instruía en absoluto en algo que significara narración, tampoco sabíamos lo que era historia o literatura.
Mi mirada se cruzó con la de los ojos esmeral-dinos y ella bajó sus pupilas como avergonzada, yo no sabía de qué.
—Ahí llega el tonto ese —dijo V-Uno al ver que V-Dos entraba en el comedor y se dirigía a nuestra mesa.
V-Dos parecía nervioso y observé que tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado. Yo no sabía con exactitud el significado de hallarse el último o el penúltimo en la puntuación, y daba la impresión de que V-Dos cometía adrede más torpezas para distanciarse y quedar en los números rojos del eslabón de la insuficiencia en el programa de educación general.
—¿Qué te pasa, V-Dos? —le preguntó la chica de los ojos como esmeraldas.
—No sé, no me encuentro bien.
—Lo que tú necesitas es una hora de noria —sentenció V-Uno—. Allí sudarías, expulsarías todas las toxinas de tu cuerpo y te sentirías mejor. Además, comes poco.
—No tengo hambre —rechazó V-Dos.
Como si aguardara aquel preciso momento para dejarse oír, la Voz inundó todos los recovecos de la sala comedor.
—Jóvenes miembros de la colonia "Retorno", debéis alimentaros suficientemente: Calorías, vitaminas, minerales, lípidos, fibras vegetales... Todo lo que es necesario para vuestros cuerpos se os proporciona adecuadamente y debéis comerlo en bien de vuestra salud.
Habíamos aprendido que cuando la Voz se dejaba oír, debíamos permanecer callados, en ab-soluto silencio. Si alguien hablaba en tales oca-siones, aparecía el androide azul correspondiente y se llevaba al transgresor a la celda de incomunica-ción.
—Ya lo has oído, la Voz lo dice —apuntó V-Uno, señalando al aire con su dedo índice mien-tras miraba a su compañero.
—Déjame en paz.
—Eso, déjalo en paz, ya has oído que no se encuentra bien —gruñí, saliendo en defensa de V-Dos que, obviamente, era el más débil, pese a que era consciente de que V-Dos no cumplía todo cuanto la Voz ordenaba y tampoco los reglamentos que la colonia "Retorno" imponía.
A quien V-Dos tenía verdadero pánico era a Omega, a sus ojos siempre abiertos dentro del templo y que parecían capaces de abarcarlo todo, pues nada les quedaba oculto.
Tuvimos una hora de recreo en el jardín cuyo techo era de color azul celeste. Allí teníamos arbustos y árboles que nos parecían grandes, mas algún día llegaríamos a descubrir que no lo eran tanto en su propia especie. Los androides azules merodeaban por allí, controlándonos a distancia.
Nos habíamos acostumbrado a su aspecto, pero se diferenciaban bastante de nosotros. Eran grandes y muy fuertes. Cierta ocasión, un mucha-cho se había rebelado contra uno de ellos y la pelea resultó inútil para el chico, pues el androide azul poseía una fuerza extraordinaria. No golpea-ban, pero sujetaban de tal forma a quien se desmandaba o mostraba agresivo, que éste queda-ba inmovilizado. Además, según habían explicado, de las manos de los androides brotaba una especie de fluido que hacía temblar todo el cuerpo.
—Es electricidad —había cuchicheado una de las muchachas.
La jornada hubiera resultado monótona, una más entre las muchas iguales que vivíamos, de no ser porque aquel día comenzaban los exámenes más importantes de aquel período.
No sé cómo ocurrió, pero F-Cinco y yo nos rozamos. De pronto, me di cuenta de que asía su mano con la mía y ambos las ocultamos ajustando nuestros cuerpos de lado como si no deseáramos que nadie nos descubriera.
¿Por qué había tomado la mano de F-Cinco, qué esperaba conseguir con aquel gesto? Lo cierto es que sentía su mano dentro de la mía y la noté distinta, no tenía el mismo tacto ni el calor que podía hallar en mi otra mano.
Con timidez, los ojos esmeraldinos se volvieron hacia mí. Nos miramos sin sonreír. Nuestros ojos eran muy limpios, los dos nos preguntábamos algo y no sabíamos el qué. Se alzaron algunas voces y F-Cinco y yo volvimos nuestros rostros hacia el centro del jardín donde V-Uno medía sus fuerzas con V-Nueve. Aquel tipo de juegos no eran peleas en sí, eran mediciones controladas de fuerza. Ambos se tocaban mutua-mente con las puntas de sus pies diestros mien-tras las manos se entrelazaban y cada uno de ellos trataba de doblegar al contrario. En aquel tipo de juegos, los androides jamás intervenían para sepa-rar a los contendientes y tampoco había sanciones por participar en ellos.
Chicos y chicas corearon a los luchadores.
A V-Uno le costó, pero acabó venciendo a V-Nueve. Con una sonrisa contenida, V-Uno miró en derredor y entonces se fijó en mí. Sabía que quería medir sus fuerzas conmigo, pero él evadía la situación y yo también. No le tenía miedo, pero sabía que si V-Uno lograba vencerme, se volvería insoportable.
Terminó el recreo y abandonamos el jardín, cada uno de nosotros acompañado por su respec-tivo androide azul. Me hubiera gustado salir de allí llevando de la mano a F-Cinco, pero sabíamos que ciertas actitudes podían ser castigadas. Nuestros ojos volvieron a encontrarse en el corredor de las cabinas de enseñanza antes de que cada uno de nosotros se introdujera en la que tenía asignada. Nuestro androide azul quedó montando guardia ante su puerta.
Me acomodé en mi butaca giratoria, como en aquellos mismos momentos hacían mis compañe-ros en cada una de las restantes cabinas, total-mente aisladas unas de otras.
Disponía de un teclado visual-táctil de color verde fosforescente y tres pantallas, una grande central y dos más pequeñas; la pantalla que tenía a mi derecha era la que utilizaba como borrador. Allí podía hacer mis cálculos y operaciones que luego serían anuladas. A mi izquierda estaba la segunda pantalla, conectada al computador central de la nave, y la tercera pantalla, que tenía frente a mí, era la monitora de enseñanza en la que debíamos operar para los exámenes.
Yo había comenzado a plantearme infinidad de cuestiones y sabía que algunos de mis compañeros hacían otro tanto. Si sólo existíamos nosotros como seres biológicos inteligentes, ¿cómo seríamos cuando pasara más tiempo? Era indudable que, al paso de cientos de jornadas, sufríamos transfor-maciones físicas. Avanzábamos en la enseñanza, pero también evolucionaba nuestra morfología, ya no éramos los mismos que hacían mil jornadas.
Sacudí la cabeza como tratando de borrar de mí mente todos aquellos interrogantes sin res-puesta, porque ¿a quién preguntar? Los androides azules no respondían jamás, ellos siempre nos remitían a los monitores de enseñanza donde, aseguraban, estaba toda la sabiduría que debía-mos asimilar.
ELECTRÓNICA DÉCIMO GRADO, leí en la pantalla, en letras amarillas sobre un fondo azul claro.
La electrónica no se me daba mal y resolví los problemas del examen con relativa facilidad. Tuvimos un recreo intermedio y regresamos a las cabinas para un nuevo examen, esta vez de telemática. Estaba seguro de obtener la máxima puntuación en esta materia, pues resolví uno tras otro todos los problemas que se me plantearon.
Realicé unos planos de ultra microchips y fui coloreando la pantalla con líneas que parecían un laberinto, pero yo sabía que tenían una misión concreta en el mundo de la microelectrónica, que no era una simple obra plástica.
El monitor de enseñanza nos advertía que la belleza se encontraba en la perfección y, no sé por qué, en ocasiones llegaba a decirme que aquella frase no era tan cierta.
—¿Cómo te ha ido? —me preguntó V-Uno, muy interesado por la puntuación que yo pudiera conseguir en aquella primera jornada de exámenes.
—Psh, no me quejo, pero habrá que esperar a las puntuaciones. A veces crees haberlo hecho bien y luego resulta que algo está mal.
—Pues, yo estoy seguro de haberlo hecho bien. Sacaré un sobresaliente —aseveró, arrogante.
—Me gustaría estar tan seguro como tú —respondí, dando media vuelta.
—¿Adónde vas, V-Tres? —me preguntó mi androide azul.
—Voy al gimnasio.
—No es hora de gimnasia —objetó, mientras en una pantallita rectangular que tenía en la base del cuello se encendía una línea quebrada en color rojo, como si fuera un rayo vibrante inestable. Yo sabía que aquello era un equivalente a lo que los humanos biológicos podíamos llamar irritación.
—Sí, ya sé que es hora de descansar, pero prefiero ir al gimnasio —repliqué, mirándole al rostro sin temor.
El rayo oscilante de la pantallita rectangular desapareció.
—Cuando termines del gimnasio, dúchate y ve a descansar —dijo, mirándome con sus ojos electrónicos e incansables que jamás lloraban, unos ojos sin párpados, perfectos y redondos.
Los androides azules eran, como ya he explicado, más altos que nosotros y más fuertes. Se nos parecían pero eran distintos. No les temíamos porque estábamos acostumbrados a su presencia. Si la belleza está en los ojos que miran, no existe ser ni objeto horrible mientras haya ojos que deseen verlos hermosos.
Mi androide azul se alejó por el corredor y yo me dirigí al gimnasio. Estaba vacío. Sus paredes eran blancas, su techo tendría unos cuatro metros de altura y las dimensiones de la planta eran más que suficientes para que toda la colonia de jóvenes pudiéramos hacer gimnasia al mismo tiempo.