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Escrita durante la pandemia del Covid-19, esta interesante novela nos plantea una sociedad futura en la que las mujeres humanas han aprendido a vivir sin los hombres, usándolos apenas como meros recipiente de esperma para perpetuar la especie. En esta siniestra distopía, un hombre salvaje se enfrentará al sistema y descubrirá el escalofriante secreto detrás del día en que las mujeres dejaron de amar a los hombres. Ralph Barby nos vuelve a dejar boquiabiertos haciendo gala de su imaginación desbordante y su gusto por lo escabroso.-
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Seitenzahl: 153
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Ralph Barby
Rafael Barberán
Saga
Cuando las mujeres dejaron de amar a los hombres
Copyright © 2022, 2022 Ralph Barby and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728354353
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
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Dedico este libro, mi última obra de Ciencia-ficción, escrita en tiempos de pandemia, a los Profesores de Literatura…
Benedicto Andrés González Vargas
Profesor de Literatura.
Profesor de Enseñanza Media en Castellano en Universidad Católica Cardenal Raúl Silva Henríquez - Chile
…..
Luis Ángel Lobato
Profesor de Literatura
Ha estudiado Filología Hispánica en Facultad de Filosofía y Letras - Universidad de Valladolid
Gracias a ambos por creer y difundir que, a través de la Ciencia Ficción, se pueden decir y expresar diversidad de opiniones, como en cualquier otro género o temática literaria.
©Ralph Barby
La olía y, seguro de su olfato, avanzó entre la espesa y húmeda selva tropical con abundantes palmáceas. Sus pies pisaban firme y al mismo tiempo, con el sigilo propio de un predador. Los aullidos y chillidos de los monos que se colgaban de unas ramas para saltar a otras parecían seguirle, quizás guiarle, ¿o acaso pretendían denunciar, delatar su presencia para prevenir a alguien? ¿A quién? Las diferentes aves esparcían sus cantos, sus silbos, Jocnou no se preocupaba de ellos.
Por entre una ligera bruma permanente, que semejaba la respiración de la tierra húmeda y caliente, el arbolado exuberante, de diferentes especies, parecía disputarse el espacio vital con sus ramas y raíces. No era visible para el hombre la cúspide de sus ramas y hojas que buscaban ansiosas los rayos del sol para sobrevivir. Sus ojos captaron mayor claridad, había más abertura entre el follaje, ante él se abría un claro en la selva.
Se detuvo. La descubrió en medio del amplio claro que los árboles, matorrales ni otras especies vegetales lograban invadir, era un claro sembrado de una espesa hierba que lo alfombraba. La descubrió quieta, en pie, su olfato la captó con intensidad pese a los múltiples olores que despedía la selva. Allí estaba ella, mirándole directamente como si le esperara. Era la hembra receptiva que, a través de la distancia, de la abundante flora, debía haberle enviado sus perfumes naturales. El hombre no dijo nada, ella tampoco. Como si ambos hubieran ansiado aquel encuentro, cruzaron sus miradas. Fue como un desafío inicial, como si se estuvieran midiendo o valorando de alguna manera. Ambos estaban desnudos, mas no eran conscientes de ello. Jocnou aguantó sin preguntarse cuánto tiempo había estado esperando, el tiempo no existía para ellos. Eran dos seres del bosque tropical, podían encontrarse y minutos después, separarse para no volver a verse jamás, dos criaturas que no se sabía de donde llegaban ni hacia donde se dirigían.
Aquella mujer era tan joven que parecía recién despertada su eclosión de hembra. Sus mamas no eran muy grandes, pero sí altivas, sugerentes y obsequiosas. Los largos cabellos tenían una negritud difícil de describir, de hallar en otra parte. Jocnou aguardó inmóvil ante aquel cuerpo proporcionado, perfecto en su especie, elástico tal como se exigía para sobrevivir en un medio tan hostil.
Ella, sin moverse, esbozó una sonrisa. Jocnou, paso a paso, sin prisa, avanzó hacia el encuentro total. Sus fosas nasales aspiraron con fuerza. La mezcla de olores se convirtió en una fragancia que a otros habitantes del bosque tropical no les importaría, pero a Jocnou le estimuló. No hacían falta palabras, cuando se detuvo a menos de un paso de ella, extendió sus manos para tomarla con suavidad por las caderas.
Parpadeó perplejo, sus manos grandes, fuertes, muy propias de su sexo masculino, no consiguieron alcanzar aquellas caderas curvadas y sugerentes. Sus dedos ansiosos no llegaban a tocar a la muchacha que seguía sonriendo, como burlándose de él. Desconcertado, cejó en sus intentos, cuando lo que ansiaba era cogerla, abrazarla, besarla, lamerla, hendirse en ella, deseaba lo que la naturaleza que les envolvía le empujaba a realizar, lo mismo que hacían las otras especies de animales que convivían en la selva tropical. Jocnou no conseguía atraparla, era como si lo que estuviera viviendo sólo fuera un sueño.
No le hizo falta buscar con la mirada su propio sexo, sus gónadas se habían excitado y su falo se enderezaba y agrandaba, endureciéndose. Tuvo la impresión de que su verga se había hecho enorme, nunca antes la sintió así.
La jovencísima mujer seguía con sus ojos grandes y oscuros clavados en los de él. Comenzó a sonreír más abiertamente, casi contuvo una risita burlona, de sensual satisfacción. Las manos femeninas atraparon el pene para acariciarlo mientras a Jocnou se le cerraban los ojos y se le secaban los labios. La joven, salida de la selva tropical, le miraba el rostro como buscando sus reacciones, cada nuevo movimiento de sus músculos cambiantes y expresivos.
Las manos de Jocnou solo atrapaban el aire, no sus deseos. Ella estiró el prepucio al máximo para encerrar entre sus dedos finos, largos y sorprendentemente fuertes, la base del glande amoratado, pletórico de vida y sangre.
—Fíjate, fíjate como tiembla —observó Galatea, a punto de reírse abiertamente.
Las miradas de las dos mujeres convergieron en el abdomen y torso del hombre que se hallaba tendido boca arriba sobre la camilla de acero brillante. La mitad del rostro masculino se hallaba cubierto por una máscara digital 4D que le estaba ofreciendo una falsa realidad que Jocnou, en aquellos momentos, era incapaz de descubrir, de identificar.
—Ahora es el momento —dijo Helianna que manipulaba entre sus finos y hábiles dedos un pequeño recipiente de vidrio transparente. Introdujo el amoratado glande de Jocnou dentro del pequeño frasco preparado para la ocasión justo cuando éste comenzaba a eyacular casi con violencia
—Sujétale el pene, no vaya a escaparse y perdamos el ordeño.
Galatea asió con las dos manos el falo tratando de que no se moviera demasiado mientras su compañera conseguía que todo el esperma quedara dentro del recipiente de vidrio. Le dio un giro, como si se tratara del descorche de un vino añejo y rápidamente le colocó un tapón de la misma clase de vidrio esmerilado, dejándolo herméticamente cerrado.
—Listo —aprobó Helianna. Elevó el recipiente a la altura de sus ojos—. Tiene un color perfecto y está calentito —rio levemente.
—Fíjate, está sudado, pero ya no tiembla, se relaja.
—Sí —admitió Helianna—. Apesta.
Galatea concretó con un forzado desdén:
—Es un macho. Que no te vean disfrutar tanto con tu trabajo, podrían cambiarte de destino.
—Bah, sólo me divierte, ahora hay que higienizarlo.
Helianna deslizó sus dedos sobre la pequeña pantalla del emisor-receptor de pulsera. La camilla de intervenciones se transformó en rodante y autónoma. Accionada robóticamente, se dirigió hacia una gran circunferencia de cristal a modo de tambor de lavadora. La puerta de cristal se abrió en dos mitades mientras Helianna guardaba el recipiente en su mano como si fuera una preciada joya.
Galatea le quitó al hombre la máscara digital 4D. Jocnou, ignorante de cuando le ocurría, seguía creyendo que se hallaba en un claro de la selva tropical con una hermosa mujer desconocida. Agitó la cabeza como saliendo de un sueño inexplicable e incontrolado. Aturdido, sin saber qué le sucedía, abrió los ojos y descubrió a las dos mujeres vestidas con un mono que jamás antes había visto en ninguna mujer. Eran como una segunda piel, ajustadísimos a sus respectivos cuerpos. Una de ellas vestía en azul claro y la otra, en rosado. Sus cabellos, azul celeste una y la otra, pelirroja brillante. Sus cinturas estaban rodeadas por cinturones de piel de reptil con una gran hebilla circular donde se destacaba el grabado de una mujer.
La camilla con vida propia, se inclinó y Jocnou, aún sin poder reaccionar, cayó dentro del gigantesco bombo de la lavadora, un bombo construido en acero inoxidable y revestido de silicona verdosa que mantenía una flexibilidad que impediría dañar a un cuerpo humano. El gigantesco bombo comenzó a girar lentamente mientras sobre el hombre caía agua en forma de lluvia.
—No le pongas mucha velocidad de rotación, ya sabes que puede resultar fatal —le previno Helianna a su compañera Galatea.
—Por supuesto que no —aceptó Helianna—, este hombre es especial, nos lo advierte el informe de clasificación.
Galatea observó como Jocnou se incorporaba dentro del tambor de la lavadora gigante, pero volvía a caer con su cuerpo ya totalmente mojado y el nivel del agua seguía subiendo.
—Según las normas, es un espécimen fuerte, muy fuerte, proporcionado, estatura metro noventa, en apariencia carece de defectos.
—Eso ya lo sabremos después de realizarle todas las analíticas. No me gustaría tener que desechar su esperma, lo están esperando en el laboratorio de genética. Ya sabes que todo ha de ser perfecto y no se admiten sorpresas decepcionantes.
Mientras las dos mujeres hacían sus comentarios, Jocnou, desconcertado y aturdido, se enderezaba con grandes dificultades y se pegaba a la puerta circular de cristal. La golpeó, trató de introducir sus uñas por entre la junta que unía las dos medias circunferencias, pero volvía a caer sin lograr sus propósitos. Helianna, muy segura de sí, opinó:
—Ahora, cuando el giro del bombo aumente de velocidad, se verá obligado a caminar dentro de la rueda.
Y así sucedió. Golpear el cristal con los puños no le sirvió de nada y para no rodar de forma incontrolada, Jocnou comenzó a caminar en el sentido contrario en que giraba el gigantesco bombo. El agua había subido de nivel y debía de tener disuelta una cierta cantidad de detergente. Ya no veía los rostros de Galatea y Helianna, ni siquiera distorsionados como los contemplaba antes, las salpicaduras de agua contra el cristal parecían copos de nieve. Jocnou rugía de rabia e impotencia, obligado a caminar dentro de aquella rueda gigante. Si caía y quedaba quieto, corría el riesgo de ahogarse en el agua jabonosa, un agua que ya debía alcanzar una temperatura de unos 50ºC.
Las dos mujeres, considerando que su labor había terminado, se alejaron mientras la máquina de lavado proseguía implacable haciendo su trabajo. Si el hombre sucumbía allí dentro, dejaría de ser el espécimen fuerte que les interesaba.
Como la velocidad del tambor era cambiante, lo mismo que el sentido de rotación, Jocnou cayó en varias ocasiones. Chapoteó en el agua con detergente que escupió temiendo tragársela. Se sentía ya agotado, el agua le llegaba hasta la rodilla cuando trataba de quedarse quieto y en pie, lo que resultaba más que difícil. Comenzó a descender el nivel del agua provocando un gran ruido, pero la máquina seguía girando y girando. Encima del hombre que semejaba estar sometido a una tortura, comenzó a llover agua limpia. Luego, el mismo ruido de vaciado. Cuando esperaba que se abriera la puerta de cristal, corrientes de aire caliente lo fueron secando hasta que no quedó una gota de agua dentro de la lavadora que, inesperadamente, se detuvo.
Jocnou, jadeante se encaró con la puerta circular de cristal esperando que se abriera, pero no sucedió como esperaba. Bajo sus pies se abrió una trampilla que formaba parte del tambor y, sin poder remediarlo, se hundió en un canal que se lo tragó literalmente.
El instinto de supervivencia le despertó con violencia. Un dolor de cabeza insoportable enturbió su visión. El águila enfurecida se lanzaba sobre él, no consideraba a Jocnou una presa, sino un peligro a destruir ya que se hallaba encima del nido donde el ave carnicera tenía depositados sus huevos.
Si el águila conseguía hundirle las afiladas y poderosas uñas de sus garras, no podría soltarse, sería su fin, imposible esquivar el mortal pico. Jocnou, sin mirar siquiera, cogió uno de los huevos y con violencia lo lanzó contra la cabeza del águila estrellándoselo contra los ojos. El ave carnicera aleteó desconcertada.
Jocnou repitió la jugada, acertando de nuevo, se le daba bien el lanzamiento de piedras. Con los huevos que tenía a mano consiguió su propósito. Con gran rabia, el ave aleteó; estrellado el contenido de los huevos, estos ya no iban a convertirse en sus polluelos. Jocnou recuperó la visión y olvidándose del dolor de cabeza que amenazaba con hacer estallar su cráneo, se percató de que se hallaba en la cúspide de una montaña rocosa, de difícil acceso. No se preguntó por qué estaba en aquel lugar, no se preguntaba nada, tenía que salvar su vida y eso era prioritario. No lo dudó. Sus manos de musculatura poderosa se aferraron a las patas del águila por encima de sus garras, de tal modo que éstas no pudieran hundirse en sus brazos. La poderosa ave carnicera se dejó caer al abismo en vuelo de planeo incontrolado, como si transportara una presa recién capturada. Jocnou pesaba más que un rebeco o cualquier herbívoro de tamaño semejante, por ello no podía desplomarse junto con el águila, eso significaría su fin.
Apenas sin ver, los ojos sucios por el contenido de los huevos estrellados, el ave descendió en oblicuo, pero cerrándose casi hacia la temida verticalidad rocosa. Jocnou observó la proximidad de las ramas altas de un pino-abeto y no lo dudó. Soltó las patas del águila y ésta, al sentirse libre del peso que la precipitaba en la caída que podía ser mortal para ambos, agitó las alas y remontó el vuelo.
Las manos de Jocnou se abrieron paso entre el ramaje del gran árbol y fue descendiendo hasta que le bastó un salto para llegar al suelo tapizado de pinaza muerta que le hizo resbalar unos metros por la pendiente. Quedó quieto, tendido, mirando hacia un cielo que no podía ver por el abundante ramaje del bosque. Resopló, buscó aire para sus pulmones y ese aire le llegó aromatizado por el aroma de las coníferas.
Parpadeó, aclarando su vista para precisar mejor lo que acababa de descubrir. Ante él, a poca distancia, un niño al que calculó una edad de diez u once años. Le estaba mirando fijamente, sus ojos muy abiertos expresaban admiración.
—Hola, hola. ¿vives por aquí?
El niño decidió que no tenía por qué temer al extraño y se le acercó. Antes de responder, se inclinó sobre Jocnou que seguía sentado en el suelo. Alargó su mano y tocó la prenda que cubría el torso del hombre.
—Bonito —dijo en voz baja.
Fue entonces cuando Jocnou se descubrió así mismo, y le sorprendió la ropa que vestía: Pantalón y cazadora-guerrera, todo tintado en estilo camuflaje. Se extrañó, no recordaba haber tenido nunca tales prendas, alguien le habría vestido de aquella manera. Él no se cubría con pieles lo mismo que el niño que tenía delante. Era como si ambos pertenecieran a tribus diferentes.
—¿Vives en familia? —preguntó Jocnou.
El niño asintió con la cabeza. Si no era tímido, tenía miedo al desconocido, o sencillamente su habla, su verbo, era escaso, limitado, lo que no extrañó a Jocnou que había conocido a otras personas así.
El niño comenzó a caminar montaña abajo y Jocnou, en silencio, le siguió a uno o dos pasos de distancia. El bosque tenía un arbolado espeso, podían esconderse bien dentro de él, pero también propiciaba que surgiera cualquier animal depredador y atacarles. Ninguno de los dos llevaba palos ni cuchillos, ningún arma, nada. Cuando descubrió la cueva, Jocnou se detuvo. El chico siguió caminando hacia la entrada de la oquedad en la roca, en torno crecían matorrales que medio la ocultaban. Aguardó hasta que el chico volvió a aparecer y con él, del interior de la cueva, surgieron un hombre y una mujer. Jocnou intuyó más que vio a otra persona. Levantó el brazo derecho medio doblado en el codo y mostró la palma de su mano para demostrar que llegaba con amistad y paz, que no debían de recelar de él.
El hombre salido de la cueva llevaba una gruesa rama a modo de palo y vestía con pieles, lo mismo que la mujer. El chico señaló a Jocnou con la mano, aunque ya no hacía falta, allí no parecía haber nadie más, a excepción de aquella otra persona que aún permanecía dentro de la cueva como medida de protección ante la llegada del extraño.
—¿De dónde vienes? —preguntó el hombre de la cueva. Su lenguaje era corto en palabras y deficiente en la vocalización, lo que resultaba muy normal entre las personas que vivían dispersas por bosques, selvas y montañas. Algunas llegaban a perder el habla, o lo que podía ser peor, que nunca la hubieran aprendido por falta de contacto con otros humanos.
Fue entonces cuando Jocnou se percató de que los recuerdos en su mente eran confusos, borrosos, incluso carecía de recuerdos de tiempos recientes. Respondió explicando aquello que le había sucedido hacía muy poco.
—Vengo de lo alto de la montaña, el águila ha querido matarme, estaba enfurecida. Creía que iba a robarle los huevos de su nido.
Hombre y mujer se miraron entre sí, sorprendidos por la facilidad oral que Jocnou tenía, aunque era posible que sólo hubieran entendido la mitad de cuanto había dicho. La comunicación verbal no debía ser extensa entre aquella familia de la cueva.
—¿Has traído huevos águila?
—No, por poco me mata —respondió Jocnou al hombre.
—¿Hambre? —preguntó la mujer de edad indefinida, posiblemente fuera más joven de lo que Jocnou pudiera deducir por su aspecto. Los cabellos femeninos eran tan largos como descuidados y muy negros, si llegara a lavárselos en el río, era posible que aún se vieran más negros.
—Sí —afirmó, al tiempo que asentía con la cabeza.