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A Maggie Stewart le bastaron unos minutos para hacer flaquear al soltero más empedernido... y más sexy. Sin embargo, su matrimonio tenía fecha de caducidad: solo duraría hasta que Luke West consiguiera su cuantiosa herencia. El apuesto jinete había prometido no dejarse llevar por lo que sentía por su esposa ya que por nada del mundo quería poner a Maggie en una situación comprometida. Sin embargo ella había prometido provocar en su esposo el más irrefrenable deseo para, finalmente, ofrecerse como recompensa... con una condición: que su amor no durara solo una noche, sino toda la vida.
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Seitenzahl: 154
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Eileen Wilks
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La promesa, n.º 1124 - abril 2017
Título original: Luke’s Promise
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9702-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
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Lunes, 26 de noviembre
13:52
No pensaba dejar que su hermano se saliera con la suya.
Luke cerró la portezuela con tal fuerza que el jeep casi salió despedido. Después de subir los escalones del porche no tuvo que pulsar el timbre escondido dentro de una gárgola. Jacob insistía en que aquella casa pertenecía a sus hermanos tanto como a él, aunque Luke y Michael ya no vivían allí.
Pero, después de aquel día, su hermano mayor quizá tendría que reconsiderar el asunto. Luke metió la llave en la cerradura y abrió de un empujón.
Eran casi las dos, hora de comer para todo el mundo. Pero no se dirigió a la cocina ni al comedor sino al despacho, sabiendo que era allí donde encontraría al objeto de sus iras. Jacob estaría haciendo lo que se le daba mejor: firmar contratos, ganar dinero.
Luke abrió la puerta con tal fuerza que golpeó la pared.
–Estupendo. Estás solo.
La única reacción de su hermano fue levantar la cabeza, con expresión remota.
–¿Pasa algo?
–Acabo de comprar a Fine Dandy.
–¿El caballo de Maggie?
–Tú sabes muy bien que sí –contestó él, apoyando las manos sobre el escritorio–. Pensé que te portarías bien con ella… ¡pero has dejado que el canalla de su padre pusiera el caballo en venta!
–Espera un momento. Si estás hablando de Maggie Stewart…
–¡Claro que estoy hablando de ella! –lo interrumpió Luke, paseando por el despacho como una fiera enjaulada–. ¿Estás diciendo que no sabías nada de Fine Dandy? ¿Maggie no te contó lo que había hecho su padre?
–No sé de qué estás hablando.
Luke dejó escapar un suspiro. Aparentemente, estaba furioso por nada. Y no era la primera vez.
–Entonces puedes comprármelo a mí. Mi jefe de cuadras ha ido a buscarlo ahora mismo… hasta que Maggie decida qué quiere hacer con él.
–¿Qué?
–No me mires con esa cara.
–Ya conoces mi situación. Con el asunto de Steller en el aire no tengo mucho dinero en efectivo y disolver el fideicomiso tardará meses. Si la compra de Fine Dandy te ha dejado sin blanca puedo echarte un cable, pero…
–No necesito tu ayuda –lo interrumpió él–. Pero eres tú quien debería comprarlo, ya que eres su prometido.
Era la primera vez que decía esas palabras en voz alta y sonaban aún más amargas de lo que había esperado.
–No.
–¿Cómo que no? ¿No sabes lo que ese caballo significa para ella?
–Luke… –empezó a decir Jacob, sacudiendo la cabeza–. Si dejas de interrumpirme puede que aprendas algo. Me gustaría que Maggie conservara su caballo y que siguiera compitiendo si quiere. Pero no soy su prometido.
–Hace dos semanas le pediste que se casara contigo…
–Y ella me dijo que no.
Luke contuvo el aliento. De repente, la angustia que lo comía por dentro, desde que Jacob empezó a salir con Maggie Stewart tres meses antes, empezaba a desaparecer. ¿Le había dado calabazas?
–Me resulta difícil de creer.
–¿Eso es un cumplido?
–No.
–Vale, muchas gracias –sonrió su hermano–. ¿Por qué iba a vender Malcolm el caballo de Maggie? Solo muestra interés por su hija cuando gana algún trofeo.
–Ese hombre es un imbécil. Yo diría que tiene algo que ver con el maldito entrenador. Walt Hitchcock no cree que las mujeres deban estar en el equipo olímpico… ni en otro sitio que no sea la cocina o el dormitorio.
–¿Y por qué lo ha contratado?
–Por sus credenciales. Bronce en los juegos olímpicos –dijo Luke, con retintín, como si el bronce no fuera suficiente–. Hace once años.
–Maggie es una amazona extraordinaria.
–Sí, desde luego. Pero aún no está preparada para los juegos olímpicos –suspiró él–. Bueno, me voy.
–¿Y qué pasa con Fine Dandy?
–Yo me encargo de eso. Y de Maggie también.
–¡Espera un momento! –exclamó Jacob, levantándose–. ¿Cómo que tú te encargas de Maggie?
–Tú no vas a casarte con ella, así que lo haré yo –contestó Luke.
Mansión de los Stewart
14:30
–Tu padre se enfadará.
–La que está enfadada soy yo –replicó Maggie, guardando un montón de camisas en la maleta.
Otras mujeres lloran. Su prima Pamela, por ejemplo. Pamela lloraba de maravilla y sus ojos se volvían más azules con cada lágrima. Pero Maggie no. A ella solo se le ponía la nariz roja como un pimiento.
–No va a gustarle nada. Ya sabes lo que opina sobre tus arrebatos.
–Al menos, no estaré aquí para oírlo.
Por eso se marchaba precisamente mientras Malcolm Stewart estaba dedicado a lo único que le importaba en la vida: ganar dinero. Cuando volviera de viaje, ella estaría en otra parte.
Donde fuera, menos en su casa.
–Es muy desagradable cuando tu padre y tú os ponéis así. ¿También estás enfadada conmigo?
Maggie levantó la cabeza, suspirando.
–No.
¿Para qué? Sharon Stewart era una mujer pastel. La ropa, la piel, la sombra de ojos, el carmín de los labios, todo en ella era de color pastel. Tanto que era prácticamente invisible. Tenía el rostro ovalado, como su hija, la piel pálida y una expresión incierta. Siempre. Incluso en aquel momento, los ojos azules de su madre mostraban apenas una perpleja ansiedad, como si cualquier emoción más fuerte hubiera sido borrada de su alma.
Pero se restregaba las manos, angustiada. Unas manos grandes, como las de su hija. Manos de campesina, según su padre.
–Dirá que debería habértelo impedido.
–Mamá, de verdad… –impulsivamente, Maggie tomó la mano de su madre. Al acercarse la envolvió el aroma de su colonia, Chanel. Siempre había usado Chanel, discretamente, apenas unas gotitas detrás de las orejas–. ¿Por qué no vienes conmigo? Así ninguna de las dos tendrá que preocuparse por los gritos de papá.
Sharon la miró, incrédula.
–Si es una broma no tiene ninguna gracia, Margaret.
–Maggie, mamá –suspiró ella–. ¿Cuántas veces te he pedido que me llames Maggie?
–A tu abuela ese diminutivo le parece muy vulgar.
–Yo no soy la abuela… Bueno, da igual. Dame la agenda, por favor.
Sharon obedeció y Maggie la guardó en su bolso.
–¿Dónde vas a ir? No tienes dinero.
–Tengo lo suficiente.
Sobre todo porque ya no tenía que pagar el establo de Fine Dandy, ni al mozo de cuadras… Maggie cerró la maleta de golpe. Prácticamente tuvo que sentarse en ella para cerrarla y con la escayola en el brazo derecho no le resultó fácil.
–Pero, ¿cómo piensas vivir?
–No lo sé. Buscaré trabajo.
–Pero… con la economía tan insegura…
–En Dallas hay mucho trabajo, mamá. No te preocupes, encontraré algo.
–Si esperases hasta mañana… Tu padre piensa comprarte otro caballo. Lo que Walt Hitchcock dijo…
–Me da igual lo que haya dicho –la interrumpió Maggie, pasándose una mano por el pelo–. Papá piensa que Walt es perfecto, pero yo no. Por eso vendió a Dandy, porque no estaba siguiendo las órdenes del entrenador y quería darme una lección. Y no quiero otro caballo. Quiero a Fine Dandy.
–Cariño… –su madre levantó una mano como si fuera a tocarla, pero no llegó a hacerlo–. No es así. Te has roto la muñeca y tu padre se preocupa por ti. Quiere que tengas un caballo del que te puedas fiar.
Ella sacudió la cabeza, incrédula.
–No es la primera vez que me caigo de un caballo, mamá. Papá no… él no… –la furia y el dolor no la dejaban hablar–. Me caí del caballo por mi culpa. El pobre Fine Dandy no tuvo nada que ver. Se lo dije a papá, pero él no quiso escucharme. Como siempre –añadió, abriendo el armario para sacar sus botas de montar.
Cuando se volvió, con las botas en la mano izquierda, su madre había desaparecido. No era ninguna sorpresa. Sharon no podía soportar las discusiones. Sencillamente, se ponía enferma.
Maggie fue a tomar su bolso. Pero había desaparecido.
Su primera reacción fue de incredulidad. Tenía que estar allí. Acababa de guardar la agenda. A menos que…
Miró debajo de la cama, en el armario, en los cajones… pero sabía que no iba a encontrarlo.
Su madre se lo había llevado.
Sorprendida, se sentó sobre la cama. Era una traición tan absurda. ¿De verdad pensaba que podría retenerla allí solo por esconder su bolso? Aunque, en realidad, ¿cuándo había hecho su madre algo que fuera efectivo? Dulce, tranquila… y débil, así era Sharon Stewart. Especialmente cuando se trataba de defender a su hija frente a un hombre egoísta y tiránico.
Pero necesitaba el bolso. Allí guardaba las llaves del coche, su documento de identidad, las tarjetas de crédito… Y, sobre todo, cosas irreemplazables como su colgante favorito, la navaja suiza que le había regalado su padre cuando cumplió dieciocho años, la agenda, su pluma favorita y… su diario.
Oh, no. El diario estaba en el bolso.
Maggie se levantó de un salto. Aquella vez no dejaría que su madre se saliera con la suya. Sharon podía apoyar a su padre todo lo que quisiera, pero aquella vez le diría lo que era en realidad: una traidora.
Agitada, se puso la única prenda de abrigo en la que entraba la escayola: una cazadora de piloto que había comprado el año anterior y que su madre odiaba. Después, tomó la maleta y salió de la habitación.
La escalera podía hacerle honor a la mismísima Tara, de Lo que el viento se llevó. Cuadros enmarcados en pan de oro colgaban de las inmaculadas paredes, que no habían visto nunca una huella ni una mota de polvo.
Pero Maggie, furiosa, no le prestaba atención a nada de aquello. Se limitaba a tirar de la maleta, intentando que no volcase.
Cuando estaba llegando al vestíbulo oyó a su madre hablando con alguien. No podía ser un vendedor porque nadie iba a vender nada en aquella casa. No, la gente que iba a importunarlos era de mucha más «categoría», senadores, por ejemplo. O millonarios, como su padre. Y, sobre todo, esposas de millonarios, pidiendo dinero para causas benéficas. Era una casa de voces apagadas, té de las cinco y fiestas elegantes donde carreras y vidas podían destrozarse sin armar escándalo.
Pero nada de eso le importaba. Por una vez, estaba dispuesta a entrar en territorio desconocido. Le daba igual montar una escena.
–¿No crees que soy un poquito mayor para castigos, mamá?
–Margaret, por favor –exclamó Sharon, sin levantar la voz, por supuesto–. Hablaremos más tarde.
–Más tarde no voy a poder. Quiero mi bolso. Ahora.
Las botas de montar pesaban una tonelada y la maleta amenazaba con destrozarle la muñeca, pero daba igual.
–Tenemos un invitado.
–Estupendo. A lo mejor él puede decirme qué has hecho con mi bolso.
Mientras arrastraba la maleta por el suelo de mármol, vio las piernas del visitante envueltas en unos vaqueros muy gastados… sobre todo en ciertas partes, donde el cuerpo de un hombre gasta más los pantalones.
El corazón de Maggie dio un vuelco. Además de los vaqueros, solo podía ver la manga de una camisa que una vez fue roja y que, en aquel momento, era de un suave color rosado.
Y vio su mano. Una mano de dedos largos y elegantes. Lo que no podía ver era la cicatriz que tenía en la palma.
Pero la recordaba.
Maggie se detuvo y la maleta se ladeó sobre las ruedas. No se dio cuenta. Se había quedado sin aliento.
–Parece que he venido en mal momento –dijo él entonces.
Afortunadamente, estaba parada. Si no fuera así, seguramente el instinto la habría obligado a echarse en sus brazos.
Lucas West era un hombre como para caerse de espaldas. Tenía el pelo de color castaño, siempre un poco demasiado largo, lo suficiente como para que una mujer enredara los dedos en él. La piel bronceada, los hombros anchos, las caderas estrechas y el trasero apretado… Sus rasgos eran perfectos y tenía la boca más sensual al oeste del río Rojo. Pero eran sus ojos, unos ojos brillantes como el pecado, ojos de ángel caído, lo que volvía locas a las mujeres.
Sí, desde luego Luke era increíblemente guapo. Y él lo sabía.
Maggie se inclinó para tomar la maleta.
–Estaba a punto de marcharme, pero no puedo hacerlo hasta que mi madre me devuelva el bolso. No quiere que me vaya de casa –dijo, intentando recuperar el aliento–. ¿Cómo estás?
–Bien. Vendí Hunter Child la semana pasada y espero tener pronto una cuñada o dos. Pero eso ya lo sabes –sonrió Luke, con aquellos ojos azules tan brillantes como el cielo después de la lluvia–. Supongo que Jacob te lo diría cuando te pidió en matrimonio.
Sharon contuvo un gemido.
–¿Jacob West te pidió que te casaras con él? Margaret, no me lo habías dicho. Jacob es un hombre tan inteligente…
–Tan rico, quieres decir –la interrumpió Maggie–. Y, por cierto, le dije que no.
–Eso parece –intervino Luke. Se había puesto serio de repente–. Por eso estoy aquí. Por eso y por… Fine Dandy.
–Fine Dandy ya no está –replicó ella, intentando disimular un gesto de dolor–. Y tampoco mi bolso.
Sharon se puso colorada.
–No es culpa mía que pierdas las cosas.
–Yo no he perdido nada. ¿Dónde está mi bolso, mamá?
–Lo he guardado en el Cadillac de tu padre.
–Podría romper la ventanilla.
Su madre no se molestó en replicar. Las dos sabían que no lo haría.
–Quizá yo pueda echar una mano –dijo Luke entonces.
–No, por favor –dijo Sharon–. Este es un asunto familiar.
–¿Sabes cómo abrir un coche?
–Supongo que sí. Pero yo me refería a otra cosa. Vi en Internet que Fine Dandy estaba en venta y lo compré.
Maggie lo miró, incrédula. La tristeza se mezcló entonces con una rabia feroz.
–Pues me alegro por ti. Y ahora, vete a tomar…
–¡Maggie! –exclamó su madre, horrorizada.
–No pasa nada. Yo había pensado llegar a un acuerdo.
–¿Qué clase de acuerdo?
–Cásate conmigo y te devolveré el caballo, tendrás dinero para seguir compitiendo… y yo seré tu entrenador.
Maggie ni siquiera parpadeó.
–Muy bien. No tengo nada mejor que hacer…
La puerta se cerró firmemente tras ellos. Maggie había permitido que Luke tomara la maleta y las botas, pero sujetaba su bolso con fuerza.
–Mi madre no está muy contenta contigo –dijo alegremente–. No le hizo ninguna gracia esa petición de matrimonio, pero amenazar con romper el coche de mi padre… no, no está nada contenta.
Luke miró a la mujer que caminaba a su lado. Maggie era muy bajita, pero poseía la energía de tres personas.
Tenía pecas, el pelo muy corto, ni liso ni rizado, ni castaño ni rubio. Su ropa era más definida: desafiante e informal. Sobre unos pantalones de color caqui, llevaba una vieja camiseta de color lila, una cazadora de piloto que parecía haber pasado por la Segunda Guerra Mundial y una escayola en el brazo derecho pintada de color verde radiactivo.
Y tenía la voz ronca. Una voz que hacía pensar a un hombre en sábanas arrugadas. A Luke le encantaría acostarse con ella.
–Me gusta tu camiseta.
Ella bajó la mirada hacia las modestas curvas que se intuían bajo la tela. En la camiseta estaba escrito «Movimiento antiglobalización».
–Es un recordatorio de la campaña.
–Sigues tan peleona como siempre, ¿eh?
–¿Peleona yo? Si no hubieras aparecido, seguramente me habría ido sin el bolso.
Luke se detuvo, mirándola a los ojos. Había esperado que presentara batalla, pero ella sonreía muy tranquila.
–Lo estás pasando bien, ¿no?
–De coña.
–Es la primera vez –dijo Luke entonces, abriendo la puerta del jeep.
–¿Cómo?
–Es la primera vez que te oigo decir un taco.
–No suelo hacerlo.
–¿Los tacos van con lo de la antiglobalización?
–Supongo que sí –contestó Maggie–. ¿De verdad habrías roto la ventanilla del coche si mi madre no hubiera abierto?
–Por supuesto que sí –sonrió Luke.
Ella lo miraba con los ojos brillantes, despertando unos recuerdos que no debía despertar. Pero tendría que acostumbrarse.
–No podíamos irnos sin el bolso. Te hará falta el documento de identidad cuando lleguemos a Las Vegas.
–Ah, claro. A mi madre se le habría ocurrido eso tarde o temprano. Y si no, a mi padre. Sin el bolso no se habrían tragado lo de la boda.
Luke la miró entonces, sorprendido.
–Crees que esto es una broma. Solo quieres que tu padre piense que vas a casarte conmigo.
–Desde luego, ha sido una inspiración. Mi madre ha puesto una cara… Pero supongo que lo has hecho para que pueda montar a Fine Dandy cuando se me cure la muñeca.
–Quiero que montes a Fine Dandy –dijo él, mirando sus labios.
–Entonces, seguro que podremos arreglarlo. Pero deja de mirarme de esa forma.
–Siempre me han gustado tus labios.
–No quiero ofenderte, pero te gustan todos los labios.
–Solo los de las mujeres guapas –murmuró Luke, dejando la maleta en el asiento de atrás–. Será mejor que nos demos prisa. El vuelo sale a las cuatro.
–¿Dónde vas? Podrías dejarme en casa de Linda… o puedo llamar a alguien para que vaya a buscarme al aeropuerto…
–Nos vamos a Las Vegas, Maggie. Los dos.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, pero no dijo nada. Satisfecho, Luke arrancó el jeep.