La prometida del jeque del desierto - Annie West - E-Book
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La prometida del jeque del desierto E-Book

Annie West

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Beschreibung

Acorralada por su enemigo… tentada por lo prohibido Tara Michaels había escapado de un matrimonio a la fuerza atravesando la frontera de manera ilegal, y había ido a parar al opulento palacio del jeque Raif. Sus países eran enemigos, y él era un rey del desierto carismático, autoritario y orgulloso, pero le estaba ofreciendo un lugar seguro en el que refugiarse… Raif sabía que proteger a Tara era arriesgado, pero estaba fascinado por su belleza y por el hecho de que discutiese con él cuando nadie más se atrevía a hacerlo. No obstante, tras descubrir la verdadera identidad de su invitada, la decisión que iba tomar era una que jamás habría imaginado: ¡Proclamarla su futura esposa!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Annie West

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La prometida del jeque del desierto, n.º 2862 - julio 2021

Título original: The Sheikh’s Marriage Proclamation

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-907-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

La camioneta se detuvo y a Tara se le aceleró el pulso. Había llegado la parte que tanto había temido. La parte peligrosa.

Casi no podía creer que estuviese haciendo aquello, que estuviese infringiendo la ley, intentando entrar en un país de manera ilegal.

«Intentando escapar de un país», se corrigió.

Se estremeció al pensar en cuál sería su destino si se quedaba en Dhalkur.

Cualquier duda que tuviese acerca de ponerse en manos de un hombre al que prácticamente no conocía para lograr escapar se evaporaba en comparación con aquello.

La alternativa, quedarse en el país de su madre, a merced de Fuad, era impensable. Sintió náuseas y se le puso la piel de gallina.

El miedo se adueñó de ella. Hizo que sus costillas se contrajeran alrededor de los pulmones, impidiéndole respirar. Aunque tal vez la falta de aliento también estuviese relacionada con que iba hecha un ovillo en la parte trasera de la camioneta. Era temprano, pero estaba empezando a hacer calor en el desierto.

Sintió una sacudida, como si el conductor se hubiese bajado o alguien hubiese subido al vehículo. Entonces, el motor cobró vida y volvieron a avanzar.

Habían atravesado la frontera.

Tara sintió alivio, respiró hondo. Todo lo hondo que pudo. Tenía poco espacio, pero no podía sentir claustrofobia en esos momentos. Yunis detendría la camioneta en cuanto se hubiesen alejado de la frontera y la ayudaría a salir de allí. Lo único que tenía que hacer ella era guardar la calma y esperar.

Tuvo que hacer un enorme esfuerzo. Los últimos meses habían sido los peores de su vida, una pesadilla. El dolor seguía consumiéndola, haciendo que el mundo le pareciese sombrío y gris. Todo, menos Fuad. A él lo veía en Technicolor, muy a su pesar.

No había querido volver a verlo. Su primo había pasado de ser un niño malintencionado y sádico, a convertirse en un hombre despiadado y codicioso, dispuesto a pisar a cualquiera que se interpusiese entre él y su objetivo.

Como Tara.

Esta se estremeció de nuevo, se dijo que pronto sería libre. La camioneta se detendría y Yunis la ayudaría a bajar. Yunis, que había conocido a su madre desde hacía mucho tiempo y que había corrido un riesgo enorme ayudándola. Cuando estuviese lejos de allí, Tara encontraría la manera de compensarlo.

Bostezó, estaba cansada a pesar del peligro. El calor y la falta de oxígeno le estaban afectando.

Pronto pararían y cuando lo hiciesen…

 

 

Despertó presa del pánico, en la oscuridad. Sintió algo caliente apretado a ella, asfixiándola. No podía moverse, tenía los brazos y las piernas aprisionados. No podía ver ni oír tampoco. Estaba completamente desorientada.

Tara estaba a punto de gritar cuando recordó que estaba en la camioneta, que había cruzado la frontera. Yunis se había ofrecido a esconderla entre la mercancía que tenía que transportar hasta Nahrat.

Y ella se había quedado dormida, eso era todo. Casi lloró del alivio.

Tuvo la sensación de que nunca había sentido semejante calor. Le picaba la piel y tenía el pelo pegado del sudor. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?

Sintió un golpe al abrirse la parte trasera de la camioneta. ¿Estaba oyendo voces?

Apretó los labios para obligarse a seguir en silencio. Yunis iba en dirección de la capital, Nahrat, pero le había prometido dejarla a ella por el camino, en algún lugar tranquilo. Su plan no incluía a más gente.

No obstante, volvió a oír voces masculinas, apagadas porque estaba escondida y porque tenía un fuerte latido en los oídos.

¿Dónde estaban? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Habría cometido un error al confiar en el amigo de su madre?

Con el corazón a punto de salírsele por la boca, sintió movimientos. Alguien tiró del fardo en el que ella estaba escondida. Oyó voces masculinas y risas y, entonces, la sacudieron de tal manera que se alegró de no haber tenido tiempo de desayunar y la colocaron sobre lo que debía de ser un hombro.

Tara se mordió el labio y notó sangre. Contuvo un grito de sorpresa y malestar. Ya estaba completamente despierta, pero no se podía mover, solo podía guardar silencio y tener la esperanza de que el cambio de planes no significase que Fuad la había encontrado.

Sintió náuseas solo de pensar en volver a verlo.

O de pensar en la posibilidad de que Yunis fuese a dejarla a merced de otros hombres despiadados que pensasen que podían utilizar a la prima de Fuad.

 

 

Raif esperó a estar a solas y se puso en pie en el centro de la tarima de mármol. Se estiró y levantó los hombros para aliviar la tensión.

A pesar de la incomodidad, las audiencias públicas que habían tenido lugar esa semana eran una tradición centenaria que no tenía intención de cambiar. Era importante que el pueblo sintiese que su jeque lo escuchaba.

La sesión de esa mañana había comenzado con una disputa por una tierra, después había tratado un supuesto robo de una dote, problemas de planificación y cambios de zonas electorales, y una acusación de irregularidades contra un funcionario del gobierno.

Lo que más lo preocupaba era lo último, ya que se trataba de un trabajador que administraba fondos para proyectos comunitarios, y de ser cierta la acusación…

Las puertas se abrieron y entró el chambelán de palacio, inclinándose ante él. Raif le hizo un gesto a un hombre alto que llevaba algo alargado echado sobre el hombro. Incluso desde allí se dio cuenta de que el hombre estaba sudando, respiraba con dificultad y tenía los ojos muy abiertos. ¿Tanto pesaría la carga o estaba nervioso? Aquella cámara real estaba diseñada para impresionar a los visitantes con su opulencia.

–Dese prisa –lo azuzó el chambelán–. No haga espera a Su Majestad.

Volvió a inclinarse y se acercó a la tarima real.

–Señor, pidió que le informásemos de la llegada del regalo de su tía –añadió, mirando hacia el otro hombre–. Casualmente, había alguien de mi equipo en la frontera cuando llegó el cargamento, así que lo trajo aquí de inmediato. He pensado que querría comprobar que cumple con sus expectativas.

Raif asintió. Su chambelán era un buen hombre, pero, en ocasiones, demasiado celoso y ansioso por controlar todos los detalles.

Miró al extraño que, haciendo un esfuerzo, estaba dejando el paquete con cuidado en el suelo. Después, el hombre se inclinó ante él, manteniendo la cabeza agachada.

–Puedes incorporarte.

El recién llegado se mostró reacio, se puso recto, pero clavó la mirada en sus pies.

–Abra el paquete para que pueda verlo Su Majestad –dijo el chambelán, acercándose al fardo, pero siendo interceptado por el extraño.

–¡No! –exclamó este, mirando a Raif a los ojos por primera vez, con desesperación–. Por favor, Majestad, tiene que ver el contenido en privado.

Y miró por encima del hombro al guardia que había en la puerta.

–¿Por qué? –le preguntó Raif con curiosidad.

El hombre separó los labios y volvió a juntarlos. Se retorció las manos.

–Por favor, Majestad, es importante. Solo puede verlo usted.

Incluso el chambelán pareció sorprenderse.

–Dame –dijo, acercándose, como si quisiese abrir él el fardo, pero el extraño se lo volvió a impedir.

–¿Quién es usted? –le preguntó Raif, deteniendo el altercado con su voz.

–Yunis, Majestad. Soy el jefe del gremio real de Dhalkur…

–Ya sé quién eres.

Su tía le había hablado muy bien de aquel hombre, ese era el motivo por el que le había encargado aquel regalo a él.

–Estoy deseando ver qué me has traído.

No solo porque quisiese algo especial para su tía, sino porque sentía curiosidad. Su tía no solo había alabado su trabajo, sino también la personalidad de aquel hombre.

–Por favor, Majestad –le suplicó este–. Le prometo que no pretendo hacer ningún daño.

Y él sintió cada vez más curiosidad. Así que, con un brusco gesto de cabeza, Raif despidió al guardia, que salió de la sala y cerró la puerta tras de él.

–¡Majestad! –protestó el chambelán.

Raif no le hizo caso. Yunis no habría podido entrar a palacio si hubiese ido armado. Además, su tía había puesto la mano en el fuego por él.

–Ábrelo –le ordenó.

Yunis fulminó al chambelán con la mirada, se arrodilló y desató las cuerdas que mantenían atado el paquete. Murmuró algo entre dientes que Raif no logró oír y después, muy despacio y con tanto cuidado como si estuviese manipulando un objeto precioso, desenvolvió el paquete.

El borde de oro brilló bajo la luz mientras Yunis desenrollaba la larga alfombra, dorada y del color de la arena del desierto, que contrastaba con tonos azules y morados.

A su tía le iba a encantar. Eran sus colores favoritos. Era una pieza maravillosa, pero no entendía que el artesano hubiese querido enseñársela a solas. ¿Y por qué tardaba tanto tiempo en desenrollarla?

Era evidente que el chambelán se estaba haciendo la misma pregunta, porque, antes de que Yunis pudiese detenerlo, agarró de un extremo y tiró de él. La alfombra se abrió y, de repente, aparecieron en ella unas piernas desnudas, una melena oscura y unos enormes ojos que lo miraban.

El chambelán retrocedió de un salto. Yunis se quedó inmóvil.

Y Raif siguió con la mirada clavada en aquel ser.

En aquella mujer porque, sin duda, era una mujer, ya que llevaba un vestido del color de las frambuesas. Aunque estaba muy arrugado y casi no le tapaba los cremosos muslos. La vio respirar con dificultad, mientras seguía mirándolo.

Raif sintió que se estremecía ante aquella mirada.

Era muy bella, o casi.

Tenía los labios gruesos, ligeramente inclinados hacia abajo, pero en vez de parecer enfadada, su aspecto era sensual.

Raif sintió calor en el vientre.

El color rosado de sus mejillas, su garganta y la parte superior de los pechos, su melena despeinada y el hecho de que pareciese estar sin aliento hizo que Raif pensase en la cama. La deseó.

 

 

–Supongo que es Cleopatra.

La voz le iba bien y ella se estremeció al oírla.

Era una voz profunda, oscura y dura, lo mismo que su intensa mirada. El ángulo de su mentón era arrogante y las cejas negras, arqueadas, formaban en su rostro una expresión de duda mezclada con burla.

Ya era muy alto, pero se cernió sobre ella subido a aquella plataforma y la hizo sentirse pequeña e insignificante, tirada en el suelo delante de él. Iba vestido de manera formal, completamente de blanco, con adornos en oro, todo lo contrario que ella, que estaba hecha un desastre. Tenía los brazos cruzados, manifestando así su autoridad y cierta impaciencia.

Era un ser magnífico.

Y lo sabía.

Su instinto femenino le dijo que aquel hombre sabía el aura de poder y masculinidad que desprendía. Lo sabía y se deleitaba con él.

O, sencillamente, lo daba por descontado.

Tara parpadeó, siguió sin respirar, medio aturdida por la incomodidad y la falta de oxígeno, y tardó demasiado en entender la referencia a Cleopatra. Entonces, recordó que la historia contaba que Cleopatra había llegado a los aposentos de Julio César enrollada en una alfombra, dispuesta a seducirlo.

Se sintió avergonzada.

Agarró con dedos temblorosos el lazo que ataba su vestido y descubrió que se le había deshecho y tenía el vestido abierto.

Dio un grito ahogado e intentó buscar los extremos para atárselo. Sus manos se movían con demasiada lentitud y su estómago amenazaba con terminar de humillarla.

Oyó voces, tal vez la de Yunis, pero no fue capaz de asimilarlas, solo podía pensar en tapar su cuerpo y en dejar de sentir arcadas. El largo e incómodo viaje, el calor y la falta de aire le habían puesto el estómago del revés.

Más allá de la alfombra vio en el suelo de mármol un complejo diseño realizado con piedras semipreciosas. Levantó la cabeza y se dio cuenta de que el espacio en el que estaban era enorme. El techo era muy alto y abovedado, pero lo único que había en la habitación era el podio en el que estaba subido él.

El escenario confirmó sus peores sospechas.

Aquella no era una habitación cualquiera. Y el hombre que la observaba tampoco era un hombre cualquiera.

Tara conocía aquel rostro austero y bello. Cualquier persona interesada en temas de actualidad habría sabido que se trataba del jeque de Nahrat.

Horrorizada, sintió que su estómago volvía a protestar y que se le ponía el vello de punta.

Había conseguido cruzar la frontera, pero no estaba a salvo. Ya habían descubierto que había entrado en el país de manera ilegal, pero sería peor si descubrían quién era y decidían devolverla a manos de su primo.

Se agarró el vestido y se incorporó con dificultad, obligándose a poner los hombros rectos y a apretar la mandíbula.

–Majestad.

No consiguió hacer una reverencia, pero inclinó la cabeza y se concentró en mantenerse de pie a pesar de lo mucho que le temblaban las rodillas y de las náuseas.

–Qué entrada tan impresionante.

Tara no supo medir su humor a través de esas palabras. ¿Estaba siendo sarcástico? No levantó la mirada para adivinarlo. En su lugar, tragó saliva y se dijo que no podía vomitar allí.

–¿Cómo se llama?

Ella levantó la vista poco a poco, con la esperanza de encontrarse una imagen menos impactante, pero su esperanza no tardó en desvanecerse. El jeque Raif ibn Ansar de Nahrat parecía todavía más imperturbable que unos segundos antes.

–Tara, Majestad.

Respiró hondo y cruzó los dedos en su mente. Era poco probable que el jeque supiese quién era.

–Tara Michaels.

–¿Y a qué se debe el espectáculo, señorita Michaels? –le preguntó él con el ceño fruncido–. Admito que ha sido una entrada que no había visto nunca hasta el momento, pero, a pesar de lo que piensan algunos, no tengo ningún interés en que las mujeres caigan rendidas a mis pies, ni literal ni metafóricamente.

El jeque siguió con la mirada clavada en su rostro y ella se ruborizó como si hubiese recorrido todo su cuerpo con ella.

Porque había algo en su mirada que hacía que fuese consciente de que, al fin y al cabo, eran un hombre y una mujer.

¿Cómo era posible que el jeque pudiese dar por hecho que ella había planeado aquella escena tan humillante? Estaba segura de que la historia de Cleopatra había sido invención de un hombre. De un hombre con una mente muy sucia.

Se sintió indignada.

–Ha sido un error, Majestad –intervino Yunis, dando un paso al frente–. Esto… no tenía que haber ocurrido.

Luego, miró a Tara.

–Me interceptaron en la frontera y no pude impedirlo ni dejarte salir antes de llegar a palacio.

–Eso es tráfico de personas –dijo otra voz, y un hombre menudo apareció en la línea de visión de Tara–. Llamaré al guardia y haré que los encierren.

Al oír aquello, Tara sintió que perdía las pocas fuerzas que le quedaban. Se le doblaron las rodillas, pero Yunis la agarró del codo para sujetarla.

–No es necesario –dijo el jeque–. Yo los entrevistaré en persona. Puedes marcharte. Y no quiero que hables de esto con nadie hasta que yo decida qué hacer al respecto.

Tara casi no oyó salir de la habitación al otro hombre, pero sí los pasos del jeque al bajar del estrado y acercarse a ella.

–¿Se encuentra mal?

Tara se esforzó en mantener la espalda y las rodillas rectas.

–Estoy mareada –murmuró–. No había casi aire y hacía mucho calor.

El jeque estuvo varios segundos en silencio, mirándola. Tan cerca de ella que Tara pudo ver que tenía los ojos tan oscuros que parecían negros. El efecto era impactante.

La necesidad de mantenerse firme ante su escrutinio le permitió controlar las náuseas y el temblor de las piernas.

–Acompáñenme –dijo él por fin, dándose la vuelta y saliendo de la habitación, sin molestarse en comprobar si lo seguían.

 

 

Veinte minutos más tarde, Tara estaba instalada en un lujoso salón de estar. El sillón era tan cómodo que deseó hacerse un ovillo y apoyar la cabeza. No había dormido la noche anterior ni había descansado en todo el día.

Casi había esperado que la condujesen a una celda vacía en la que interrogarla. En su lugar, una mujer sonriente le había llevado una jarra de agua con hielo y un plato de galletas.

Se le habían pasado las náuseas y en esos momentos lo único que quería era marchase de allí, pero el jeque se había llevado a Yunis y ella no podía marcharse sin saber que Yunis estaba bien. Al fin y al cabo, era ella quien lo había metido en aquel embrollo.

Habría salido a buscarlo, pero había un guardia en la puerta. Así que se contentó con apoyar la cabeza en la suave tapicería y cerrar los ojos, necesitaba recuperar las fuerzas.

No supo qué la había despertado. No fue un ruido, sino, más bien, la sensación de que la estaban observando. Abrió los ojos y descubrió que ya no estaba sola. Unos ojos muy oscuros la estudiaban. El jeque Raif de Nahrat ni siquiera parpadeaba, sentado enfrente de ella.

Tara estiró las piernas y apoyó los pies en el suelo. Buscó con las puntas de los pies las sandalias, pero no tardó en rendirse y aceptar que estaba descalza. De todos modos, él ya la había visto con el vestido abierto, ¿qué importaba que la viese descalza?

Comprobó que no se le había abierto el escote del vestido mientras dormía y se agarró las manos sobre el regazo.

–¿Dónde está Yunis?

–No se preocupe por él.

–¿Lo han dejado marchar?

El jeque golpeó el brazo de su sillón con los dedos.

–Por supuesto que no. Ha infringido la ley al hacerte pasar a escondidas la frontera. Están examinando el resto de la mercancía, quién sabe qué más llevará.

Tara negó con la cabeza.

–No es un contrabandista.

–¿No? –preguntó él en tono escéptico.

–¡No! Solo me estaba haciendo un favor.

–Eso no es una excusa para traficar con personas. Es un crimen muy grave. Si ha sido capaz de hacer eso, quién sabe qué otros delitos ha podido cometer. Recibirá el trato que merece.

El jeque parecía tan severo que a Tara se le encogió el corazón. Se sentó en el borde del sillón, con las manos todavía agarradas.

–¿Qué ha hecho con él?

Nahrat era conocido por ser un país progresista, con leyes modernas, pero su reciente relación con Fuad le había demostrado lo poco que significaban las leyes cuando un hombre poderoso y despiadado decidía ignorarlas. ¿Estaría Yunis enfrentándose a algo más que a un interrogatorio? Horrorizada, Tara se puso en pie.

–¿Le han hecho daño?

El jeque apoyó la espalda en el sillón.

–¿Acaso importaría?

Tara se sintió horrorizada.

–¡Por supuesto que sí! La tortura es ilegal, y no está bien.

Respiró profundamente, pero siguió con la vista clavada en la enigmática mirada del jeque. Aquellos ojos oscuros le habían parecido muy sensuales, pero en esos momentos le resultaban amenazadores.

–Es un buen hombre, de verdad. Nunca había hecho esto. Me vio desesperada y me ofreció su ayuda para escapar. Solo intentaba ayudarme.

El jeque asintió.

–Eso mismo ha dicho él. Está esperando, sano y salvo, a que verifiquemos su historia.

Tara sintió que se desinflaba como un globo pinchado. Se dejó caer sobre el sillón con el corazón acelerado y el cuerpo sin fuerzas.

–¿Y por qué me ha hecho pensar que le habían hecho daño?

–Eso ha sido fruto de su imaginación, señorita Michaels. Yo respeto las leyes de mi país, lo que significa que los infractores reciben un trato justo.

Tara se fijó en las líneas que surcaban la frente del jeque que, además, tenía los labios apretados con firmeza.

¿Habría herido su orgullo al hacerle aquella pregunta? Seguro que no. El jeque debía de estar jugando con ella para preocuparla, tal vez para desestabilizarla.