La república de otoño - Brian McClellan - E-Book

La república de otoño E-Book

Brian McClellan

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Beschreibung

El final de la trilogía Los magos de la pólvora Adopest ha caído en las peores manos.   El Mariscal de Campo regresa a Adro para encontrar que, por primera vez en la historia, la capital está dominada por un invasor extranjero. Su hijo ha desaparecido y Tamas debe reunir las fuerzas que le quedan para vencer a Kez.   El ejército está dividido. Las fuerzas de Kez no les dan tregua y la cúpula superior de Adro se ha vuelto contra sí misma. Alguien está vendiendo sus secretos. El inspector Adamat busca al traidor, pero a medida que desentraña la conspiración descubrirá una verdad aterradora.   Mientras, Taniel-Dos-Disparos, el mago de la pólvora que le disparó a un dios, huye. Lo persiguen hombres a los que consideraba sus amigos. Deberá salvaguardar el único recurso posible para defender la nación de Kez.   Si fracasa, todo estará perdido.

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Traducción: Federico Cristante

Título original: The Autumn Republic

Edición original: Orbit Books

© 2015 Brian McClellan

© 2015 Gene Mollica Studio, LLC, por la ilustración de cubierta

© 2024 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2024 Gamon Fantasy

www.gamonfantasy.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-01-1

Índice de contenidos
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Legales
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Epílogo
Agradecimientos
Nuestros autores y libros en Gamon
Brian McClellan
Manifiesto Gamon

Para mamá.Por empujarme en la dirección correcta y lograr que todo esto fuera posible.

Capítulo

1

El mariscal de campo Tamas se encontraba en las ruinas de la catedral Kresim de Adopest.

Lo que alguna vez había sido un magnífico edificio con agujas doradas que se elevaban majestuosamente por encima de los edificios aledaños ahora era una pila de escombros bajo el escrutinio de un pequeño ejército de albañiles en busca de mármol y piedra caliza reutilizables. Los pájaros que habían construido sus nidos en aquellas agujas ahora sobrevolaban el lugar sin rumbo fijo mientras Tamas inspeccionaba las ruinas bajo la luz del sol matutino.

Tal destrucción había sido provocada por hechicería elemental privilegiada. Las dovelas de granito habían sido rebanadas casi con indiferencia, y algunos sectores de la catedral habían sido derretidos por completo por un fuego más caliente que el interior de cualquier forja. A Tamas, la escena le revolvió el estómago.

—Parece peor desde lejos —dijo Olem. Se encontraba junto a Tamas con una mano apoyada sobre la culata de la pistola que llevaba debajo del abrigo, paseando la mirada por las calles en busca de patrullas brudanas. Hablaba con un cigarrillo apretado entre los labios—. Esta debe de haber sido la columna de humo que vieron nuestros exploradores. El resto de la ciudad parece intacto.

Tamas miró a su guardaespaldas haciendo una mueca.

—Esta catedral tenía trescientos años de antigüedad. Tardaron sesenta años en construirla. Me niego a sentirme aliviado por que los malditos brudanos hayan invadido Adopest solo para destruir la catedral.

—Tuvieron la oportunidad de arrasar con la ciudad completa. No lo hicieron. Me parece algo afortunado, señor.

Olem tenía razón, por supuesto. Habían cabalgado a toda velocidad durante dos semanas, adelantados peligrosamente respecto de la Séptima y Novena Brigadas y de sus nuevos aliados delivíes, con el objetivo de averiguar qué destino había sufrido la ciudad. Tamas se había sentido aliviado al ver Adopest aún en pie.

Pero ahora se encontraba en manos de un ejército brudano y él se veía obligado a escabullirse en su propia ciudad. No había palabras para describir la furia que sentía.

Se tragó esa rabia e intentó controlarse. Habían llegado a las lindes de la ciudad hacía tan solo unas horas y se habían escabullido bajo el amparo de la oscuridad. Tenía que organizarse, buscar a sus aliados, rastrear a sus enemigos y averiguar cómo una ciudad completa había caído en manos brudanas sin el menor indicio de que hubiera habido un conflicto. ¡Por el abismo! ¡Brudania quedaba a casi mil trescientos kilómetros de distancia!

¿Acaso lo había traicionado algún otro miembro de su junta?

—Señor —dijo Vlora señalando hacia el sur. Se encontraba por encima de ellos, de pie sobre un contrafuerte, observando el río Ad y el sector viejo de la ciudad más allá del río. Al igual que Tamas y Olem, llevaba un abrigo largo para ocultar su uniforme adrano, y tenía el cabello oscuro recogido debajo de un sombrero tricornio—. Una patrulla brudana. Cuentan con un Privilegiado.

Tamas observó los escombros y, considerando la disposición de la calle hacia el sur, comenzó a formular un plan para emboscar a la patrulla brudana. Se obligó a sí mismo a interrumpir esa línea de pensamiento. No podía arriesgarse a entrar en un conflicto abierto. No sin contar con más hombres. Solo había traído a Vlora y a Olem, y si bien ellos podrían con una sola patrulla brudana, los disparos atraerían a otras como moscas a un tarro de miel.

—Necesitamos soldados —dijo Tamas.

Olem tiró la ceniza del cigarrillo sobre las ruinas del altar de la catedral.

—Puedo intentar localizar al sargento Oldrich. Tiene a quince de mis rifleros bajo su mando.

—Eso sería un primer paso —dijo Tamas.

—Creo que deberíamos contactar a Ricard —dijo Vlora—. Averiguar qué le sucedió a la ciudad. Seguramente tendrá hombres que podamos usar.

Tamas respondió al consejo asintiendo con la cabeza.

—A su debido tiempo. Abismos. Debería haber traído a toda la camarilla de la pólvora. Quiero contar con más hombres antes de ir a ver a Ricard.

“No sé si no nos habrá traicionado”.

Tamas había dejado el cuerpo inconsciente de Taniel al cuidado de Ricard. Si alguien le había hecho daño a su muchacho, Tamas…

Tragó bilis e intentó controlar su corazón palpitante.

—¿Los reclutas de Sabon? —preguntó Olem.

Antes de su muerte, a Sabon se le había asignado la tarea de establecer una escuela para magos de la pólvora al norte de la ciudad. Los primeros informes decían que tenía más de veinte hombres y mujeres con algo de talento y que ya les estaba enseñando a disparar, a luchar y a controlar sus poderes.

Solo habían tenido unos meses de entrenamiento. Tendría que ser suficiente.

—Los reclutas —coincidió Tamas—. Como mínimo, podríamos ir a buscar a Telavere antes de ir a ver a Ricard.

Cruzaron el río Ad a la luz del fresco amanecer, mientras las calles comenzaban a llenarse de gente. Tamas notó que, si bien las patrullas brudanas eran frecuentes y los guardias de las calles eran abundantes, no molestaban a los ciudadanos. Nadie lo interrogó, ni a él ni a sus acompañantes, ni cuando cruzaron las puertas del oeste de la ciudad vieja, ni al salir de Adopest en dirección al sector suburbano del norte.

Tamas vio unos barcos brudanos en el puerto, junto al río, y divisó sus altos mástiles en la bahía, hacia el sur. Supuso con ironía que el canal de montaña que el sindicato de Ricard había estado construyendo debía de haber sido un éxito. Era la única manera de que unos transatlántico de ese tamaño hubieran podido llegar al mar Ad.

Tamas perdió la cuenta del número de iglesias y monasterios en ruinas. Parecía como si una de cada dos manzanas tuviera una pila de escombros donde alguna vez había habido una iglesia. No pudo evitar preguntarse qué les había sucedido a los sacerdotes y sacerdotisas que habían trabajado en ellas y por qué ellos en particular habían sido el blanco de los Privilegiados brudanos.

Era algo que tendría que preguntarle a Ricard.

Caminaron una hora con rumbo norte, hacia el lugar donde se encontraba la escuela a orillas del río Ad. Era un viejo edificio de ladrillos, una fábrica de ropa desmantelada con un terreno a un lado que había sido transformado en un campo de tiro. Al salir del camino, Vlora se aferró al brazo de Tamas. Él percibió su pánico.

A Tamas se le tensó el pecho.

Las ventanas del dormitorio que había sobre la escuela tenían los postigos cerrados y la puerta principal colgaba de los goznes. Un cartel de madera adornado con el barril de pólvora de plata de los magos de la pólvora había sido arrancado de su lugar habitual, encima de la puerta, y yacía roto en el lodo. Los terrenos que rodeaban la escuela y el campo de tiro estaban vacíos y abandonados; la maleza había crecido.

—Vlora —dijo Tamas—, ve por el lado sur, junto al río. Olem, ve por el lado norte.

Ambos se alejaron con un “sí, señor” y sin hacer preguntas. Vlora se quitó el sombrero y atravesó la maleza, mientras que Olem continuó por el camino hasta sobrepasar la escuela, con paso despreocupado, y atravesó el campo de tiro para acercarse a ella desde la colina de atrás.

Tamas esperó que estuvieran en posición y luego continuó caminando en dirección a la escuela. Abrió el tercer ojo para mirar hacia el Otro Lado en busca de cualquier indicio de hechicería, pero no detectó nada acerca del contenido del edificio. Si había alguien esperando dentro, no era ni Privilegiado ni Dotado.

Tampoco llegaba a percibir a ningún mago de la pólvora. ¿Por qué estaba vacía la escuela? Telavere había quedado al mando. Se trataba de una maga de la pólvora de muy poco poder, pero con una gran destreza técnica; la persona perfecta para enseñarles a los reclutas. ¿Acaso los había hecho ocultarse cuando llegaron los brudanos? ¿Habían sido atacados?

Al acercarse al edificio, Tamas desenfundó sus pistolas e hizo una pausa solo para espolvorearse un poco de pólvora sobre la lengua. El trance de pólvora le recorrió el cuerpo, y su vista, su oído y su olfato se agudizaron; el dolor causado por el viaje se desvaneció detrás de una cortina de fuerza.

A los oídos le llegó un sonido bajo, casi sobrepasado por el fluir suave del río Ad. No lograba identificarlo del todo, pero sí reconoció el hedor que le llenó las fosas nasales. Olía a hierro y a putrefacción. A sangre.

Tamas miró por la ventana delantera de la escuela. El brillo del sol matutino le impidió ver a través de la oscuridad que había en el interior. El sonido bajo ahora parecía un rugido para su oído mejorado por el trance. El aroma a muerte lo llenó de pavor.

Arrancó la puerta de los goznes de una patada y se lanzó hacia el interior con ambas pistolas listas. Se quedó paralizado en la entrada, con los ojos adaptándose a la penumbra.

La precaución no fue necesaria. No había nadie en el vestíbulo, y el silencio se extendía por todo el lugar, salvo por el zumbido de lo que él ahora veía que eran miles de moscas. Zumbaban y se revolvían en el aire, revoloteando contra los cristales de las ventanas.

Tamas se metió ambas pistolas en el cinturón para poder atarse un pañuelo sobre la boca y la nariz. A pesar de las moscas y del mal olor, no había cuerpos en la entrada. El único indicio de violencia eran las manchas rojizas en el suelo y las salpicaduras de las paredes. Allí habían muerto hombres y alguien se había llevado los cuerpos a rastras.

Tamas siguió el reguero de sangre desde la entrada y fue adentrándose cada vez más en el viejo edificio, con una pistola lista para disparar.

La planta de la fábrica era un salón inmenso que alguna vez había albergado, sin duda, decenas de mesas largas donde cientos de costureras trabajaban en su costura. Ahora estaba vacío; solo había algunos escritorios colocados a un lado. Allí había menos moscas, salvo por aquellas que revoloteaban alrededor de las manchas y charcos rojizos que marcaban el lugar donde alguien había muerto.

Los manchones continuaban todo a lo largo del suelo de la fábrica y salían por la puerta de un rincón trasero.

Tamas oyó un sonido y se volvió levantando la pistola. Solo se trataba de Vlora descendiendo desde la habitación del primer piso. Vio que también había bastante sangre en las escaleras.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó. Su voz resonó de manera siniestra en el enorme salón.

—Moscas. —Vlora escupió en el suelo—. Moscas, y en la parte trasera de la escuela falta media pared. Hay unas cuantas marcas de quemaduras. Alguien detonó al menos dos cuernos de pólvora allí arriba. —Maldijo en voz baja, la única grieta que sufrió su porte profesional.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Tamas.

—No lo sé, señor.

—¿No hay cuerpos?

—Ninguno.

Tamas apretó los dientes, frustrado. Había mucha sangre, eso era lo que atraía a las moscas, y bastantes restos. Decenas de personas habían muerto en aquel edificio, y no hacía tanto tiempo.

—Se llevaron los cuerpos a rastras por la parte trasera —dijo Olem. Su voz resonó por el enorme salón mientras él entraba por una pequeña puerta que había en la pared más lejana. Cuando Tamas y Vlora llegaron hasta él, Olem les señaló el suelo donde las líneas rojizas se superponían unas sobre otras hasta llegar a la salida y desaparecían por la maleza que había entre la escuela y el río Ad—. Quienquiera que haya hecho esto limpió todo antes de irse. No querían que los cadáveres contaran ninguna historia.

—La historia se cuenta sola —estalló Tamas, y volvió a entrar al edificio dando grandes zancadas. Fue hasta el frente de la escuela dispersando moscas a su paso—. Entraron por la puerta delantera. —Señaló unas salpicaduras de sangre y unos agujeros de bala de la pared—. Superaron a quienes estaban de guardia y tomaron la planta de la fábrica. Nuestros magos dieron su última batalla en el primer piso, utilizando toda la pólvora que tenían a su disposición…

Se le quebró la voz. Aquellos hombres y mujeres eran su responsabilidad. Eran sus magos más nuevos. Algunos eran granjeros, dos eran pasteleros. Una había sido bibliotecaria. No estaban entrenados para el combate. Habían sido masacrados como ovejas.

Solo podía rezar por que hubieran podido llevarse consigo algunos enemigos.

—La muerte es una pintora sanguinaria y este es su lienzo —dijo Olem en voz baja.

Encendió un cigarrillo e inhaló profundamente, después lanzó el humo contra la pared y observó a las moscas dispersándose.

—Señor —dijo Vlora mientras pasaba por delante de Tamas y levantaba algo del suelo. Le entregó un trozo de cuero redondo con un agujero en el medio—. Parece que estaba detrás de la puerta. La persona que limpió el lugar debe de haberlo pasado por alto. ¿Sabéis qué es?

Tamas escupió para deshacerse del sabor a bilis que de pronto sintió en la boca.

—Es una junta de cuero. Debes llevar algunas de repuesto cuando disparas rifles de aire. Debe de haberse caído de algún equipo.

Rifles de aire. Un arma usada específicamente para matar magos de la pólvora. Habían ido preparados.

Tamas tiró la junta al suelo y se metió la pistola en el cinturón.

—Olem, ¿quiénes sabían dónde estaba la escuela?

—¿Además de la camarilla de la pólvora? —Olem hizo girar el cigarrillo entre los dedos mientras pensaba—. No era algo guardado demasiado en secreto. Pusieron un cartel, después de todo.

—¿Quiénes lo sabían de primera mano? —preguntó Tamas.

—Algunos miembros del Estado Mayor y Ricard Tumblar.

El Estado Mayor estaba compuesto por hombres y mujeres que habían estado con él durante décadas. Tamas confiaba en ellos. Tenía que confiar en ellos.

—Quiero respuestas, incluso si alguien tiene que sangrar para proveerlas. Búsquenme a Ricard Tumblar.

Capítulo

2

Los Nobles Guerreros del Trabajo, el mayor sindicato de trabajadores de los Nueve, tenían su sede central en un viejo depósito situado en el distrito industrial de Adopest, cerca del lugar donde el río Ad desembocaba en el mar.

Tamas observó el lugar con cierta inquietud. Había cientos de personas entrando y saliendo. Sería imposible entrar a hablar con Ricard sin que alguien lo viera y, probablemente, lo reconociese. La conversación bien podría tornarse sangrienta y Tamas no quería llevarla a cabo con los guardias de Ricard a un grito de distancia.

Si no fuera por la presión urgente de su corazón golpeteando dentro de su pecho, Tamas habría esperado que cayera la noche y habría seguido a Ricard hasta su casa.

—Podríamos haber solicitado una cita, señor —comentó Olem, apoyado despreocupadamente contra el pórtico.

Al otro lado de la calle, uno de los guardias del sindicato los observaba con el ceño fruncido. Olem saludó al hombre con la mano y le ofreció un cigarrillo. El guardia arqueó una ceja y, habiendo perdido todo interés en ellos, les dio la espalda.

—No pediré una cita —dijo Tamas con voz apagada—. No quiero que sepa que vamos a por él.

—Yo creo que de una manera u otra se enterará. Tiene más de veinte hombres armados solamente en esta calle.

—Yo he contado solo dieciocho.

Fingiendo un aire de indiferencia, Olem observó a los peatones que pasaban.

—Mirad la ventana que hay encima del local situado unos veinte metros a vuestra izquierda, señor. Francotiradores.

—Ah. —Tamas ahora los veía por el rabillo del ojo—. Algo tiene asustado a Ricard. La vieja sede nunca tenía más de cuatro guardias al mismo tiempo.

—¿Será que está preocupado por los brudanos?

—O porque yo regresé. Allí está Vlora. Vamos.

Se fueron abriendo paso por la calle, haciendo todo lo posible por evitar llamar la atención de los guardias del sindicato, y llegaron hasta Vlora, que los esperaba en la entrada de una pequeña panadería. Tamas echó un vistazo a las hogazas de pan apiladas en el mostrador y se preguntó dónde habría terminado Mihali. ¿Aún se encontraba en el sur, con el cuerpo principal del ejército?

Por supuesto. Si Mihali no estuviera manteniendo a raya a Kresimir, Adopest ya habría sido arrasada para ese entonces. Tamas sintió un gran antojo por comer un plato de la sopa de calabaza del chef justo en ese momento.

Vlora los guio por el interior de la panadería. Salieron por la parte trasera a un callejón estrecho lleno de basura y de barro.

—Por aquí —dijo ella por encima de su hombro mientras avanzaban por el callejón.

Las botas de Tamas chapoteaban al caminar; él intentó ignorar el olor. El distrito industrial era, de lejos, el sector más sucio de la ciudad, y los callejones siempre eran la peor zona.

Avanzaron por tres callejones más, subieron por una escalera de hierro a un edificio de dos plantas y se encontraron en la entrada trasera de la sede central del sindicato.

Había un par de guardias sentados junto a la puerta, con la espalda contra la pared, que tenían la cabeza inclinada debajo del sombrero como si estuvieran dormidos. Con tan solo un vistazo al barro, Tamas entendió que había tenido lugar una breve refriega, pero Vlora se había enfrentado a los dos hombres sin problema.

—¿Están muertos? —preguntó Olem, y después lanzó el cigarrillo al barro y sacó su pistola.

—Inconscientes.

—Bien —dijo Tamas—. Tratad de no matar a nadie cuando entremos. No estamos completamente seguros de que Ricard nos haya traicionado.

“Y si lo hizo, yo seré quien se encargue de matarlo”. Tamas apoyó la mano en la puerta, pero Olem lo detuvo.

—Disculpad, señor, pero yo iré primero.

—Yo puedo…

—Es mi trabajo, señor. Últimamente, no me permitís hacerlo.

Tamas se mordió la lengua. Aquel era el peor de los momentos para que su propio guardaespaldas se insubordinara, pero Olem tenía parte de razón.

—Adelante.

No tuvo que esperar durante más de tres minutos hasta que Olem regresó a por él.

—Señor. Lo tenemos.

Atravesaron los pasillos traseros y dos cuartos de servicio, y se escabulleron al interior de la oficina de Ricard por la puerta lateral. El propio Ricard estaba sentado en su escritorio, con la chaqueta manchada y la barba desarreglada, con los ojos entrecerrados de rabia. Detrás de él estaba Vlora apoyándole el cañón de una pistola contra la parte de atrás de la cabeza.

Cuando vio a Olem, Ricard golpeó el escritorio con ambas manos.

—¿Qué significa esto? ¿Qué creéis que…? —Intentó levantarse. Vlora le apoyó una mano en el hombro para que permaneciera sentado—. ¿Tamas? ¿Estás vivo?

—No pareces muy sorprendido —dijo Tamas.

Enfundó su propia pistola y le hizo un gesto a Vlora con la cabeza para que le soltara el hombro a Ricard. Olem tomó posición junto a la puerta principal de la oficina.

Ricard tragó saliva y miró alternativamente a Tamas y a Olem. Tamas intentó determinar si se trataba del nerviosismo de un hombre sorprendido en medio de un acto de traición o si era la conmoción de su aparición repentina.

—Había oído que estabas vivo, pero ninguna de mis fuentes era fiable. Yo…

—¿Qué le sucedió a mi escuela de magos de la pólvora? ¿Y dónde está mi hijo?

—¿Taniel?

—¿Acaso tengo otro?

—¿Lo tienes?

—No.

—Yo…, bueno, no sé dónde está Taniel.

—Más te vale que te expliques rápido. —Tamas tamborileó los dedos sobre el mango de marfil de una de sus pistolas de duelos.

—¡Claro, claro! ¿Te puedo ofrecer un poco de vino?

Tamas inclinó levemente la cabeza. Ricard parecía no ser consciente de que se encontraba a dos palabras incorrectas de que una bala le vaciara el cráneo.

—Habla.

—Es una historia muy larga.

—Resúmela.

—Taniel se despertó. Poco después de que partieras hacia el sur, la salvaje lo devolvió a la vida. Los dos se fueron al frente y Taniel ayudó a mantener la posición contra los keseños, pero fue sometido a un consejo de guerra por insubordinación. Lo expulsaron del Ejército y fue contratado por las Alas de Adom, pero mató a cinco soldados de la general Ket en defensa propia. Después desapareció.

Tamas se inclinó hacia atrás sobre los talones. La cabeza le daba vueltas.

—¿Todo eso pasó durante los últimos tres meses?

Ricard asintió con la cabeza, mirando a Vlora por encima del hombro.

—¿Y ahora no sabes dónde está?

—No.

—¿Qué le pasó a la escuela?

Ricard frunció el ceño.

—No tengo noticias de ellos desde hace semanas. Di por sentado que estaba todo bien.

Tamas intentó leer el rostro de Ricard. Aquel era un hombre que había hecho su fortuna siendo un sujeto agradable; allanando caminos y haciendo que la gente trabajara en equipo. A pesar de eso, era un pésimo mentiroso. El hecho de que en ese momento no pareciera estar mintiendo solo logró acrecentar la preocupación de Tamas.

El grito sobresaltado de Olem fue la única advertencia que recibió Tamas. Se volvió y vio que una mujer pateaba a Olem en un lado de la rodilla y lo enviaba al suelo entre maldiciones. La mujer saltó hacia Tamas con un estilete en la mano, moviéndose a una velocidad imposible. Él la cogió de la muñeca y la hizo pasar de largo… o al menos lo intentó. Ella retrocedió de pronto, lanzó el estilete por el aire, lo cogió con la otra mano y tiró una estocada en dirección a la garganta de Tamas.

La hoja erró por tan solo unos centímetros porque Vlora se arrojó contra la mujer desde el flanco. Ambas dieron contra la biblioteca de Ricard con fuerza suficiente para que todo el armatoste cayera sobre ellas. Olem, de pie una vez más, se metió en la refriega para agarrar a la mujer del cuello, pero solo logró recibir un puñetazo en la ingle. Se dobló sobre sí mismo y cayó contra la pared.

Tamas se acercó a la mujer desde atrás, listo para dispararle con tal de evitar que se levantara.

—¡Fell, detente! —rugió Ricard.

La mujer dejó de forcejear de inmediato.

Sin dejar de apuntar a la mujer, Tamas ayudó a Vlora y a Olem a ponerse de pie. La mujer se sentó en el suelo en medio de la biblioteca desplomada y clavó la mirada en la pistola de Tamas.

—¡Maldita sea, Fell! —dijo Ricard—. ¿Qué abismos ha sido eso?

—Os encontrabais en peligro, señor.

—¿Estabas intentando matar al mariscal de campo?

A Fell se le ruborizaron levemente las mejillas.

—Lo lamento, señor. No os reconocí desde atrás. Y no, solo intentaba incapacitarlos.

—¡Me lanzaste una cuchillada a la cara! —dijo Tamas.

—No habría penetrado muy profundo. Soy muy precisa.

Tamas observó a Vlora y a Olem. Vlora tenía un moratón cada vez más oscuro en una mejilla producido por la biblioteca; Olem se agarraba la ingle maldiciendo en voz baja. Aquella mujer se había enfrentado sin temor a tres desconocidos armados, ¿y solo había tenido la intención de incapacitarlos? Había derribado a Olem en una fracción de segundo y casi había vencido al propio Tamas, a pesar de que él se encontraba en un leve trance de pólvora.

—Veo que has estado contratando personal más competente —le dijo Tamas a Ricard.

Ricard volvió a sentarse en su escritorio y se agarró la cabeza con las manos.

—Podrías haber solicitado una cita, ¿sabes?

—No, señor. No podía hacerlo —dijo Fell desde el suelo—. Ha estado incomunicado durante meses. La ciudad está en manos extranjeras. Seguramente no sabía qué pensar.

Ricard la miró con gesto ceñudo, pero comprendió lo que ella insinuaba y la frente se le alisó.

—Ah. Crees que les vendí la ciudad a los brudanos, ¿no es así?

—Yo solo sé que un ejército extranjero controla mi ciudad, y que te dejé a ti, al Propietario y a Ondraus con las llaves de las puertas de la ciudad.

—Es el condenado lord Claremonte.

Ahora fue el turno de Tamas de poner gesto ceñudo.

—¿El amo de lord Vetas? ¿Acaso Adamat no pudo deshacerse de ese perro?

—Adamat hizo un trabajo admirable —dijo Ricard—. Lord Vetas está muerto, y sus hombres están muertos, los que no huyeron. Terminamos con él, y eso solo hizo que su amo llegara con dos brigadas de soldados brudanos y media camarilla real.

—¿Nadie defendió la ciudad?

A Ricard se le inflaron las fosas nasales.

—Lo intentamos. Pero… Claremonte no vino con planes de conquista. O eso dice. Sostiene que su ejército solo vino a ayudarnos a defendernos de los keseños. Se postuló para primer ministro de Adro.

—Sobre mi cadáver. —Tamas comenzó a pasearse por la oficina. Aquel ejército que controlaba Adopest planteaba muchos interrogantes. Si Tamas pensaba encontrar respuestas, debería hacerlo respaldado por un ejército propio. La Séptima y la Novena, junto con sus aliados delivíes, aún se encontraban a varias semanas de distancia—. Consígueme una reunión con Claremonte.

—Puede que esa no sea la mejor idea.

—¿Por qué no?

—¡Cuenta con el apoyo de media camarilla real de Brudania! —respondió Ricard—. ¿Puedes nombrarme algún otro grupo que te odie más que las camarillas reales de los Nueve? Te matarán sin mediar palabra y arrojarán tu cuerpo al Ad.

Tamas siguió caminando. No tenía tiempo para aquello. Tantos enemigos. Tantas facetas por considerar. Necesitaba aliados urgentemente.

—¿Qué novedades tienes del frente?

—Aún están resistiendo, pero…

—Pero ¿qué?

—No he tenido información fiable desde hace casi un mes.

—¿En todo ese tiempo no has sabido nada del Estado Mayor? ¡Por el abismo! ¡Los keseños podrían llegar a las puertas de la ciudad mañana mismo! ¡Maldición! Yo…

—Señor —le dijo Fell a Ricard—. ¿Le ha dicho lo de Taniel?

Tamas se volvió hacia Ricard y lo agarró de las solapas de la chaqueta.

—¿Qué? ¿Qué pasa con él?

—Ha habido… O sea, oí algunos rumores, pero…

—¿Qué clase de rumores?

—Nada de importancia.

—Dime.

Ricard se estudió las manos y dijo en voz baja:

—Que Taniel fue capturado por Kresimir y colgado en el campamento keseño. Pero —agregó en voz más alta— solo son rumores.

Tamas podía oír su corazón retumbándole en los oídos. ¿Los keseños habían capturado a su hijo? ¿Lo habían colgado como un trozo de carne, una especie de trofeo macabro? El miedo le recorrió el cuerpo, seguido por el fuego de una ira feroz. Salió corriendo de la oficina de Ricard, abriéndose paso a empujones entre la multitud que había en el salón principal del edificio.

Olem y Vlora lo alcanzaron en la calle.

—¿Adónde vamos, señor? —preguntó Vlora.

Tamas aferró la culata de su pistola.

—Iré a buscar a mi hijo, y si no se encuentra con vida y en perfecto estado, le voy a arrancar las tripas por el culo a Kresimir.

Capítulo

3

Adamat estaba de camino para arrestar a una general.

Iba en la parte de atrás de un carruaje, mirando por la ventana los campos del sur de Adro. Los campos se encontraban dorados por el trigo de otoño, con los tallos doblados por el peso de su fruto y moviéndose suavemente al viento. La paz que emanaba la escena le hizo pensar en su familia; tanto en su esposa y los niños que estaban en su casa como en el que había sido vendido como esclavo.

Aquello podría salir mal.

No, se corrigió Adamat. Aquello no podría no salir mal.

¿Qué clase de demente iba a arrestar a una general en tiempos de guerra? El Gobierno estaba completamente desorganizado (hasta el punto de que era prácticamente inexistente), y era un milagro que las cortes aún siguieran operando a nivel local. Todos los casos federales habían sido suspendidos desde la ejecución de Manhouch, y habían tenido que sobornar y engatusar a Ricard Tumblar, uno de los miembros de la junta interina, para que firmara la orden de arresto contra la general Ket. También habían intimidado a dos jueces locales para que firmaran la misma orden. Adamat rogaba que fuera suficiente.

El conductor dio una orden seca y el carruaje se detuvo repentinamente, lo que provocó que Adamat se inclinara hacia delante en el asiento. Por una ventana se divisaban los campos de trigo y las colinas onduladas que gradualmente se iban convirtiendo en las montañas de los Leños Calcinados, con sus picos visibles en la lejanía. La otra le ofrecía una vista despejada del mar Ad, que se extendía hacia el sudeste.

—¿Por qué nos detenemos?

Una de las personas que viajaban con Adamat se despertó de su letargo. Nila era una mujer de unos diecinueve años, con cabello ondulado castaño rojizo y un rostro que, a fuerza de encanto, podría hacerla llegar hasta la corte de un rey. A Adamat le parecía que era lavandera. Aún no estaba del todo seguro de por qué se había unido al viaje, pero el Privilegiado Borbador había insistido.

Adamat abrió la puerta y le preguntó al conductor:

—¿Qué sucede?

—El sargento ordenó que nos detuviéramos.

Volvió a meter la cabeza. ¿Por qué habría ordenado Oldrich que se detuvieran? Estaban demasiado al norte para haberse topado ya con el ejército adrano. Aún les quedaba más de un día de viaje para llegar al frente.

El carruaje volvió a moverse, pero solo para hacerse a un lado y no estorbar al resto del tránsito que había por el camino. Una diligencia pasó retumbando, y luego un trío de vagones llenos de provisiones para el frente.

—Algo va mal —dijo Adamat.

Nila se restregó los ojos para despabilarse.

—Bo —dijo mientras tocaba al hombre que dormía sobre su hombro. El Privilegiado Borbador, el único miembro que quedaba de la camarilla real de Manhouch, se sobresaltó, pero siguió roncando sonoramente—. ¡Bo! —Nila le dio una palmada en la mejilla.

—¡Aquí estoy! —Bo se sentó derecho, moviendo las manos desnudas en el aire frente a él. Parpadeó un par de veces para terminar de despertarse y lentamente bajó las manos—. Por el abismo, muchacha —dijo—. Si hubiera tenido los guantes puestos, os podría haber matado a los dos.

—Bueno, no los tenías puestos —dijo Nila—. Nos hemos detenido.

Bo se pasó una mano por el cabello rojizo y sacó un par de guantes blancos cubiertos de runas arcaicas.

—¿Por qué?

—No estoy seguro —dijo Adamat—. Iré a ver.

Se bajó del carruaje, feliz de no tener que permanecer en ese lugar estrecho con el Privilegiado. En tan solo unos segundos, la hechicería elemental de Bo podría matar a Adamat, a Oldrich y a todo el pelotón de soldados adranos que los escoltaban. Adamat lo había visto romperle el cuello al verdugo de Manhouch con un movimiento de muñeca. A pesar de todo su encanto, Bo era un asesino de sangre fría. Adamat echó una mirada hacia el carruaje y ascendió la leve pendiente en dirección al lugar donde el sargento Oldrich y varios de sus hombres hablaban entre ellos a un lado del camino.

—Inspector —dijo Oldrich inclinando la cabeza—. ¿Dónde está el Privilegiado?

—Mejor que comiences a llamarlo “letrado” —dijo Adamat.

Oldrich resopló.

—Muy bien. ¿Dónde está el abogado? Nos hemos topado con algo que no esperábamos.

—¿Qué es?

—Hay un ejército sobre esa colina —dijo Oldrich.

Adamat sintió que el corazón se le iba a la garganta. ¿Un ejército? ¿Acaso los keseños finalmente habían logrado pasar? ¿Marchaban sobre Adopest?

—Un ejército adrano —agregó Oldrich.

El alivio de Adamat duró poco.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó—. Se suponía que aún estaban en el Camino de Surkov. ¿Acaso ya los han hecho retroceder hasta aquí?

—¿Qué pasa? —Bo llegó hasta ellos estirando los brazos por detrás de la espalda.

Adamat recordó una vez más lo joven que era Bo realmente; a simple vista, poco más de veinte años. Sin duda, aún no había llegado a los treinta. A pesar de su juventud, el Privilegiado tenía la frente llena de arrugas de preocupación y ojos de anciano.

Adamat miró fijamente los guantes de Bo.

—Se supone que sois abogado —le dijo.

—No me gusta moverme sin los guantes —dijo Bo sonándose los nudillos—. Además, nadie los verá. El ejército aún está muy lejos.

—Eso no es del todo cierto —dijo Oldrich señalando con la cabeza la elevación del camino.

Nila los había alcanzado.

—Ven conmigo —le dijo Bo.

Ambos se dirigieron hacia el ejército que había sobre la colina para echar una mirada. Oldrich los observó alejarse.

—No confío en ellos —dijo cuando ya no podían oírlos.

—No nos queda otra —dijo Adamat.

—¿Por qué? El mariscal de campo Tamas siempre se las ha arreglado sin necesidad de Privilegiados que lo llevasen de la mano.

—Tamas es un mago de la pólvora —dijo Adamat—. Ni tú ni yo contamos con ese beneficio. Y Bo es nuestro refuerzo. Si esto no funciona, si la general Ket se niega a venir pacíficamente para enfrentarse a la ley en Adopest, entonces necesitaremos que Bo nos saque del lío que provoquemos.

Oldrich se masajeó las sienes con ambas manos.

—Abismos. No puedo creer que os haya dejado convencerme.

—Quieres justicia, ¿no es así? ¿Quieres ganar esta guerra?

—Sí.

—Entonces necesitamos arrestar a la general Ket.

Bo y Nila regresaron. Nila tenía el ceño fruncido; Bo parecía pensativo.

—¿Qué crees que está pasando allí arriba? —le preguntó Bo a Oldrich—. Ese campamento debería estar a decenas de kilómetros hacia el sur.

—Podría ser cualquier cosa —respondió Oldrich—. Podrían ser los heridos del frente. O refuerzos. Puede que nuestros muchachos hayan sido derrotados y se estén retirando.

Bo se rascó la barbilla. Se había quitado los guantes de Privilegiado.

—Es por la tarde. Si nuestros muchachos hubieran sido derrotados, en este momento estarían marchando hacia Adopest. No sé qué es, pero algo va mal. No hay más de seis brigadas en ese campamento. Son demasiadas para tratarse de refuerzos y muy pocas para ser el ejército completo.

—Deberíamos averiguar qué está pasando —dijo Adamat.

—¿Cómo? —le preguntó Bo—. Solo sabremos qué sucede si cabalgamos hasta el campamento. Que es lo que tenemos que hacer, dicho sea de paso. Si quiero salvar a Taniel (por el abismo, si es que sigue con vida siquiera) y si vos queréis mi ayuda para salvar a vuestro hijo, entonces iremos.

Bo se alejó en dirección al carruaje.

Nila permaneció allí, mirando alternativamente a Oldrich y a Adamat.

—Si esto se nos va al abismo, ¿él nos ayudará? —le preguntó Oldrich a Nila.

Nila se volvió para observar a Bo.

—Creo que sí.

—¿“Crees”?

Nila se encogió de hombros.

—También puede que haga arder todo a su paso entre las compañías de soldados y nos deje entre las ruinas.

—¿Qué es lo que dijiste que hacías tú? —preguntó Oldrich.

—Soy la secretaria de Bo… del letrado —dijo Nila.

—¿Y antes de eso?

—Era lavandera.

—Ah.

Regresaron al carruaje y enseguida comenzaron a avanzar de nuevo en dirección a la colina. Allí, la vista dejó a Adamat sin aliento. El campamento adrano se extendía por la llanura en un mar de tiendas blancas. Parecía moverse y retorcerse como un hormiguero observado desde arriba; miles de soldados y seguidores de campamento en plena rutina diaria.

El carruaje volvió a detenerse poco más de un kilómetro después, cuando llegaron a los piquetes del campamento. Adamat oyó que, de entre los guardias apostados, una voz de mujer le gritaba a Oldrich.

—¿Refuerzos?

—¿Eh? No, estoy escoltando a un abogado que viene bajo las órdenes de la junta interina.

—¿Un abogado? ¿Para qué?

—No tengo idea. Me ordenaron traer al abogado hasta aquí y convocar una reunión con el Estado Mayor.

Bo tenía la cabeza cerca de la ventanilla y escuchaba con atención la conversación. Se había vuelto a poner los guantes de Privilegiado, pero los mantenía por debajo del borde de la ventana. Los dedos se le movían casi imperceptiblemente.

—Bueno —dijo la guardia con un tono de voz aburrido—, eso resultará más difícil de lo que crees.

Oldrich lanzó un gemido.

—¿Qué es lo que pasa ahora?

—Em, bueno… —La guardia se aclaró la garganta, y lo que dijo a continuación fue en voz demasiado baja, por lo que Adamat no llegó a oírla. Delante de él, Nila parecía muy concentrada.

Oldrich lanzó un silbido a modo de respuesta.

—Gracias por el aviso.

Un momento después, el carruaje siguió avanzando. Adamat maldijo en voz baja.

—¿Qué está pasando? —le preguntó a Bo—. ¿Ha podido oír lo que ha dicho?

En lugar de responder, Bo miró a Nila.

—¿Escuchaste como te enseñé?

—Sí —dijo Nila. Se pasó las manos por la falda y miró por la ventana—. Parece ser que la general Ket ha sido acusada de traición —le dijo a Adamat—. Se ha llevado tres brigadas con ella y se ha separado del cuerpo principal del ejército. En este momento, el ejército está en un estado de guerra civil.

El puesto de mando del Estado Mayor era una granja expropiada, alejada aproximadamente un kilómetro y medio del camino principal. Estaba situada en el centro de las tiendas blancas del ejército; unas seis brigadas. Las tiendas se extendían hacia afuera en espiral, lo que daba como resultado un campamento organizado pero, en última instancia, poco compacto.

Hicieron esperar a Adamat y a Bo casi tres horas confinados en su carruaje hasta que finalmente los hicieron pasar al centro de mando. Los guardias les dejaron claro que los miembros del Estado Mayor se encontraban todos muy ocupados y que su reunión no le robaría al general más que cinco minutos de su tiempo.

La casa constaba tan solo de una gran habitación con paredes de piedra, un hogar bajo en un extremo y, en un rincón, dos camastros cuidadosamente hechos. En el centro había una mesa, una de cuyas patas era demasiado corta, y no había sillas a la vista. Sobre la mesa había varios mapas, con pistolas en las esquinas a modo de pisapapeles. Adamat les echó una mirada a los mapas para memorizarlos con su memoria perfecta y más tarde poder estudiarlos a su antojo.

—Inspector Adamat.

Adamat reconoció al general Hilanska de un retrato que una vez había visto en la galería real. No era un hombre alto, y tenía un sobrepeso significativo debido a las complicaciones ocasionadas por la pérdida de un brazo cuando era un joven soldado. Hilanska, de unos sesenta años, era un héroe famoso que se había hecho su nombre como comandante de artillería en las campañas gurlas. Según los rumores, se trataba de uno de los generales de mayor confianza de Tamas.

Adamat saludó con la cabeza al general y se acercó para estrecharle la mano que le quedaba.

—Este es el letrado Mattias —dijo presentando a Bo—. Venimos de Adopest por un asunto urgente.

Bo se quitó el sombrero y le hizo una gran reverencia al general, pero Hilanska casi ni se dignó a mirarlo.

—Eso es lo que me han dicho —dijo Hilanska—. Deberíais saber que aún estamos en guerra. He rechazado a decenas de mensajeros de Adro por el simple hecho de que no tengo tiempo para lidiar con asuntos domésticos. Vos estáis aquí solo porque sé que el mariscal de campo Tamas os encomendó una misión especial antes de morir. Ciertamente, espero que tengáis algo importante que decirme. Me temo que el sargento Oldrich fue poco específico con los detalles, por lo que si pudierais…

Bo se adelantó de inmediato y no dejó hablar a Adamat.

—Por supuesto, general —dijo sacando un fajo de documentos de una cartera que le colgaba del hombro. Fue pasando papeles hasta que encontró uno firmado y sellado por Ricard Tumblar y los jueces de Adopest—. Lamento que no hayamos podido darles más detalles a sus hombres, pero se trata de un asunto delicado. Como podréis ver, tenemos aquí una orden de arresto contra la general Ket y contra su hermana, la mayor Doravir.

Hilanska recibió el documento de Bo y lo examinó durante algunos momentos. Se lo devolvió.

—¿Adopest no está al tanto de la situación que hay aquí? —preguntó.

—¿Qué situación? —preguntó Adamat.

—Durante las últimas dos semanas envié varios mensajeros. Seguramente os habrán informado…

—No, señor —dijo Adamat.

—El ejército está en guerra consigo mismo. La general Ket tomó tres brigadas bajo su mando y se separó del cuerpo principal del ejército.

Aunque Nila le había dicho a Adamat exactamente lo mismo, él no necesitó fingir la sorpresa de su rostro.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Ket me acusó de traición —respondió Hilanska—. Me llamó traidor. Dijo que yo estaba aliado con el enemigo, y cuando el resto del Estado Mayor me dio su apoyo, ella se llevó a sus hombres y rompió su relación con nosotros.

Bo se puso rígido al oír las palabras de Hilanska, y sus manos se movieron en dirección a los bolsillos; a sus guantes, sin lugar a duda.

—¿Y esa acusación carece de fundamentos? ¿De pruebas?

—¡Por supuesto! —Hilanska tomó su bastón y se puso de pie—. Basó su acusación en el informe de un soldado de infantería que decía haberme visto conspirar con mensajeros enemigos.

—¿Y era verdad? —preguntó Bo. Adamat le lanzó una mirada, pero el daño ya estaba hecho.

—¡Por supuesto que no! —le respondió Hilanska—. Fue uno de sus dragadores, un convicto de la Guardia de la Montaña. La peor de las escorias. Pensar que ella le creyó a él antes que a mí… —Meneó la cabeza con tristeza—. Ket y yo nos conocemos hace décadas. Nunca fuimos amigos, pero de ningún modo éramos enemigos. Nunca pensé que ella podría llegar a hacer semejantes acusaciones sin fundamentos. A menos que… —Extendió la mano pidiendo la orden de arresto, y Bo se la entregó. Recorrió la página con la mirada—. A menos que esté intentando cubrir su rastro.

Adamat intercambió una mirada con Bo.

—Nosotros hemos llegado a la misma conclusión, pero con respecto al consejo de guerra de Taniel Dos Tiros. Taniel le envió un mensaje a Ricard Tumblar en el que le pidió que revisara las cuentas de Ket, y fue eso lo que nos puso tras su rastro.

—¿El hijo de Tamas hizo eso? Es el doble de listo de lo que Ket pensaba. Eso fue algo muy triste.

Bo se situó a un lado de Hilanska, moviéndose despreocupadamente y metiéndose una mano en el bolsillo.

—¿Qué tiene de triste?

—Taniel fue capturado por los keseños —respondió Hilanska. —Lo izaron sobre el ejército como si fuera un trofeo.

—No. —Bo tragó saliva; sacó la mano del bolsillo, pero sin los guantes.

—Todo el ejército lo vio. Según los rumores, intentó ir tras el propio Kresimir. —Hilanska meneó la cabeza—. Yo vi crecer a ese muchacho desde niño. Me alegro de que Tamas no haya estado vivo para verlo.

Adamat intentó concentrarse en los tics de Hilanska; el modo en que su mano izquierda jugueteaba con la manga derecha de la chaqueta, el modo en que sus ojos recorrían el lugar. El general estaba evitando la verdad. Les había dicho una parte, pero no todo.

Desafortunadamente, no tenía forma de descubrir qué era lo que Hilanska estaba omitiendo.

—¿Y está muerto? —preguntó Bo.

—Volvieron a bajar el cuerpo enseguida después de capturarlo. Solo lo exhibieron durante un día, pero estaba muerto, sin duda.

Adamat le echó una mirada a Bo. El rostro del Privilegiado se había tornado pálido como el de un cadáver. Parpadeó como si tuviera algo en los ojos y comenzó a agitarse. Adamat se le acercó y le ofreció una mano, pero Bo lo rechazó con un gesto y súbitamente salió corriendo.

Hilanska lo observó irse.

—Qué sujeto tan extraño. ¿Conocía a Dos Tiros?

—No que yo sepa —dijo Adamat suavemente—. Me dijeron que se pone muy sensible cuando se habla de muerte.

—Ya veo. —Hilanska lo meditó durante un momento arrugando la frente.

—Señor —continuó Adamat para no darle más tiempo a Hilanska de considerar el comportamiento de Bo—, ¿contáis con algún plan para cerrar esta brecha y enfrentaros a los keseños?

Si Dos Tiros realmente estaba muerto, Adamat tendría que salvar la situación. ¿Lo ayudaría Bo a recuperar a su hijo? ¿O ahora se encontraba solo? Independientemente de eso, Adamat sintió que era su deber como patriota hacer todo lo posible por volver a unir al ejército.

Hilanska se acercó a la mesa, pasó la mano para quitar los marcadores de brigada y comenzó a enrollar uno de los mapas con la mano, no sin cierta dificultad.

—Creo que no debería discutir tácticas con vos, inspector.

—¿Tácticas? ¿Acaso habrá una batalla?

¿Adranos luchando contra adranos? Los keseños superaban en número al ejército adrano por mucho, y una lucha interna seguramente los condenaría a todos. Era un milagro que los keseños no hubieran aprovechado el conflicto para atacar. Los pensamientos de Adamat comenzaron a dar vueltas mientras él intentaba reorganizar sus prioridades.

—Por supuesto que no. Estamos haciendo todo lo posible para arreglarlo de forma amigable. De hecho, con estas nuevas pruebas tal vez pueda hacer que los aliados de Ket se aparten de ella. Si el abogado se recupera, dígale que me traiga absolutamente todos los documentos que tenga. Podemos mostrarles a los oficiales que Ket solo está intentando cubrir sus propios crímenes. Al menos, nuestros hombres sabrán que estamos del lado correcto.

—Así es —dijo Adamat—. Pero los keseños…

—Tenemos todo bajo control —lo interrumpió Hilanska—. No os preocupéis más. Confío en que regresaréis a Adopest y le aseguraréis a la junta que cerraremos esta escisión y rechazaremos la amenaza keseña. Después regresaremos para lidiar con los brudanos.

Era la primera vez que Hilanska mencionaba el ejército extranjero que controlaba Adopest. Adamat abrió la boca para preguntarle qué quería decir, pero el general le hizo un gesto con la mano para dar por finalizada la reunión y le dio la espalda.

Adamat encontró a Bo sentado fuera de la casa con la espalda apoyada contra la pared de piedra y los bajos de la chaqueta metidos en el barro. Lo tomó por el codo.

—Vamos.

—Dejadme en paz.

—Vamos —insistió Adamat tirando de él para que se pusiera de pie. Le habló con un susurro feroz para llamar la atención de Bo y lo alejó de los guardias de Hilanska—. Aún tenemos trabajo por hacer.

—Al abismo con todo. Ya lo habéis oído. Taniel está muerto. —Bo se soltó de Adamat.

—¡Bajad la voz! Puede que no esté muerto.

Bo lo miró como si hubiera recibido una bofetada.

—¿Qué queréis decir?

Adamat se sintió culpable de inmediato por darle falsas esperanzas.

—Bueno, al menos confirmemos la historia de Hilanska antes de que hagáis el duelo. Puede que Taniel se encuentre prisionero de los keseños, o puede haber escapado o… —Se quedó en silencio. Bo lo observó con desconfianza y escepticismo.

—¿Por qué sois tan optimista? —preguntó Bo—. ¿No os convendría que Taniel estuviese muerto para que podamos ir a buscar a vuestro hijo? ¿O es que tenéis miedo de que falte a mi palabra?

Adamat tenía miedo de que Bo faltara a su palabra.

—Hay algo de Hilanska que me molesta. Los mapas que tiene sobre la mesa. —Adamat los visualizó mentalmente, los giró y los analizó antes de volver a hablar—. La única experiencia que tengo planificando batallas es de mis días en la academia, pero apostaría mi pensión a que Hilanska planea atrapar las fuerzas de Ket entre las suyas y las de los keseños.

—Sería un razonamiento lógico por parte del general —dijo Bo.

—No si lo que intenta es volver a unificar a las brigadas, como dice.

Bo se encogió de hombros y miró al horizonte con expresión sombría.

—Bo —dijo Adamat—. ¡Bo! —Extendió una mano, tomó a Bo por las solapas y lo obligó a volverse hacia él.

Bo tiró de la chaqueta para soltarse y dio un paso hacia atrás. Adamat lo siguió, volvió a aferrarlo de la chaqueta y le dio una bofetada. Un estremecimiento de miedo le trepó por la columna vertebral. Acababa de abofetear a un Privilegiado. Por el santo abismo. ¿Qué había hecho?—. Controlaos —le dijo intentando evitar que le temblara la voz.

Bo estaba boquiabierto, con un guante de Privilegiado en la mano, listo para ponérselo.

—He matado gente por menos.

—Ah, ¿sí?

—Bueno. Lo he pensado. Estoy seguro de que otros Privilegiados lo han hecho. Contáis con algunos segundos para decirme por qué considerasteis que era necesario hacerlo.

—Porque tenemos una obligación aquí. Esto es más grande que un solo hombre. Aquí se juega el destino de nuestra familia y de nuestros amigos y de nuestro país.

—Vos no entendéis por qué estoy aquí, ¿verdad, inspector? —dijo Bo—. Estoy aquí porque Taniel Dos Tiros es mi único amigo. Él es mi única familia. Normalmente, los Privilegiados no pueden darse el lujo de tener ni uno ni otra, y os podéis ir al abismo si creéis que este país significa más que eso para mí.

Adamat inspiró profundamente, aliviado de que Bo no hubiera intentado matarlo allí mismo.

—Si Hilanska echa por tierra estos procedimientos, mis niños terminarán como esclavos de los keseños —le susurró—. Tengo que tratar de evitar que eso suceda. Si la mejor manera de hacerlo es ayudaros a encontrar a vuestro amigo, que así sea. Tenéis que controlaros y, discretamente, preguntar por ahí acerca de Taniel. Yo investigaré a Hilanska.

Bo tiró de la chaqueta y volvió a soltarse. Parpadeó varias veces, respirando agitado, y pareció recuperar un poco la compostura.

—Nos estamos olvidando de los mercenarios.

El cambio de tema fue tan rápido que a Adamat le llevó un momento entender a qué se refería. Por supuesto. Las Alas de Adom, la compañía de mercenarios empleada por Adro. Deberían haber tenido varias brigadas en el frente. Adamat volvió a rememorar el mapa de Hilanska, en busca de las banderas: una aureola de ángel con alas doradas. Allí estaban, arriba en una esquina.

—Están acampados a unos quince kilómetros de aquí. Probablemente estén intentando mantenerse al margen de esta disputa infernal.

—Muy sensatos. —Bo tensó la mandíbula y volvió a meterse el guante de Privilegiado en el bolsillo—. Comenzad a preguntar por ahí. Averiguad algo, y que sea rápido. O volveré a entrar ahí e interrogaré a Hilanska a mi manera.

—¿Estáis bien?

—Me escuece un poco la mejilla.

—Quiero decir por lo de Taniel.

Bo parecía haberse tragado algo amargo.

—Fue un momento de debilidad, eso es todo. Estaré bien. Y… ¿Adamat?

—¿Sí?

—Si volvéis a ponerme las manos encima, os daré vuelta como a un calcetín.

Capítulo

4

Nila esperaba junto al carruaje que Bo y Adamat regresaran de su reunión con el general Hilanska.

Más abajo, un pequeño arroyo serpenteaba por el campamento, con sus orillas llenas de barro por el pisoteo de miles de botas. Nila observó a una lavandera llenar un cubo con aquella agua sucia y regresar con ella a su fogata, donde la esperaba un montón de uniformes apilados sobre la mesa. La mujer llenó el caldero de lavar con el agua, se sentó a esperar que hirviera y se pasó una mano sucia por la frente.

Si Nila hubiera tomado una decisión distinta durante los últimos meses, aquella podría haber sido ella. Se miró las manos. Durante años, había tenido la piel agrietada y curtida por el jabón, el agua y la lejía que había usado para lavar ropa. Ahora le parecían muy suaves al tacto y, por lo que Bo le había dicho, haría un mejor uso de ellas.

Una Privilegiada. Aún no podía creerlo, ni siquiera después de haber visto brotar fuego de sus propios dedos la primera vez, ni durante las prácticas posteriores.

Los Privilegiados eran criaturas de gran astucia y fuerza. Daban órdenes a los elementos y hacían temblar a los ejércitos. Le parecía algo burdo que una lavandera sin familia ni conexiones de pronto pudiera tener semejante poder.

Y tampoco podía evitar sentir que la habían estafado. Si hubiera sabido lo que tenía latente en su interior, tal vez podría haber usado ese poder para escapar de Vetas o para proteger a los realistas. Nila apretó el puño y sintió un leve calor en el dorso de la mano; una llama, azul y blanca, comenzó a danzar entre sus nudillos como si estuvieran dentro de una chimenea. Echó una mirada a su alrededor para ver si alguien lo había notado, agitó la mano para apagar el fuego y la escondió detrás de la espalda.

Pensó en el tiempo que había pasado con los realistas y recordó a Rozalia, la Privilegiada que había luchado para ellos. ¿Acaso Rozalia había percibido el poder latente dentro de Nila y sencillamente había decidido no mencionarlo? ¿O había sido amable con ella por algún otro motivo? ¿Nila se convertiría algún día en alguien como ella, vieja, sabia y poderosa? ¿Pondría nerviosa a la gente que la rodeara como Rozalia la había puesto nerviosa a ella?

—¡Risara!

Nila emergió desde lo más profundo de sus pensamientos y tardó un momento en recordar que ese era el nombre que usaba en su papel de secretaria de Bo, quien se estaba haciendo pasar por abogado. Giró la cabeza y lo vio atravesando el campamento a toda prisa en dirección a ella. Había una urgencia en su caminar que la preocupó.

—¿Has encontrado a Taniel?

—No. —Bo la tomó del brazo y la llevó hasta el otro lado del carruaje, donde sería menos probable que alguien los oyera—. El general Hilanska dice que Taniel está muerto.

Bo dijo las palabras de una manera tan desapasionada que la hizo retroceder un paso. Desde el momento en que Bo se había encargado de ella y de Jakob, Taniel había sido su obsesión. Según decía, era su único amigo. Había estado buscando a Taniel durante meses con una pasión que a Nila le resultaba inspiradora. ¿Y ahora actuaba así? Bo podía volverse distante por momentos, incluso hasta frío, pero aquello…

—¿Hay algo más? —le preguntó.

—Vamos a asegurarnos. Adamat piensa que hay probabilidades de que siga con vida, y Hilanska es un solo hombre.

Nila se dio cuenta entonces de que Bo no se estaba comportando desapasionadamente; estaba aturdido.

—¿Cuál es nuestra situación?

—Hilanska nos ha ordenado retirarnos, pero yo no me iré hasta confirmar que Taniel está muerto. Quiero un cadáver o una tumba o algo más que tan solo la palabra de Hilanska. Incluso iré al campamento keseño si debo hacerlo. Adamat está corroborando la historia del general con los soldados. Yo iré a hacer lo mismo. —Hizo una pausa y la miró de arriba abajo—. Esto será peligroso. Si Hilanska averigua quién soy, puede que me maten de inmediato; después a ti, a Adamat, a Oldrich y a sus hombres.

—¿Solo por hacerte pasar por abogado?

Una sonrisa se asomó en el rostro de Bo, pero la suprimió enseguida.

—Hablo en serio. A Hilanska no le agradan los Privilegiados, no confía en nosotros. Es un hombre que tiene algo que ocultar, y el solo hecho de que estemos fisgoneando lo hará sospechar. Es como Tamas; hace lo que le resulte conveniente. Incluso si eso significa matar a mucha gente.

—Eso me suena a algo que tú respetarías.

—Y puedo respetarlo evitando que se entere de lo que soy en realidad. O lo que eres tú, que viene a ser lo mismo.

Le miró las manos y se quedó en silencio. Él le había dicho que, salvo los dioses, no había Privilegiados que pudieran tocar el Otro Lado sin usar los guantes con runas; eran lo único que evitaba que se abrasaran desde dentro por hechicería pura.

Excepto ella, al parecer. Y distaba mucho de ser un dios.

No le cabía duda de que, si ella lo pedía, Bo la enviaría de regreso a Adopest ese mismo día. Aquella era su oportunidad de huir. Podría recoger a Jakob y ocultarse, usando los fondos que Bo le había dejado. Podría mantenerse fuera de peligro.

Pero si se iba ahora, nunca aprendería a controlar sus nuevos poderes. Nunca encontraría otro Privilegiado tan paciente o considerado o siquiera humano como Bo. Y nunca tendría la oportunidad de devolverle la bondad que les había mostrado a ella y a Jakob.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Nila.

Nila esperó dentro de la pequeña estructura de madera y piedra que, según uno de los soldados, en algún momento había sido un establo.

La construcción casi no tenía techo y la puerta no era más que un trozo de cuero de vaca, pero parecía que la intendente de la Decimosegunda Brigada se las arreglaba. El suelo estaba cubierto de paja y todo el espacio disponible estaba ocupado por cajones de madera y barriles de pólvora.

Bo le había pedido que preguntara por ahí sobre Taniel Dos Tiros. Había acallado sus protestas de que las instrucciones le parecían bastante vagas y la había dejado por su cuenta. No era precisamente la imagen del líder motivador.

Ella no sabía cómo preguntarles a los soldados acerca de la muerte de uno de los suyos. Le parecía algo grotesco. Entonces, decidió que haría lo que sí sabía hacer.

A pesar del horror de haber sido prisionera de lord Vetas, le había servido para aprender muchas lecciones valiosas. Una de ellas era la importancia de mantener buenos registros, y el modo en que se podían usar contra las propias personas que llevaban esos registros.

El cuero de vaca se hizo a un lado y una mujer de unos cincuenta años entró lentamente. Llevaba la chaqueta azul del ejército adrano con la insignia de intendente en el cuello. Era una mujer delgada que llevaba casi todo el peso en las caderas, y tenía el cabello grisáceo recogido en un moño detrás de la cabeza.

—¿Qué puedo hacer por ti, querida? —preguntó dejándose caer despreocupadamente sobre un barril de pólvora.

—Me llamo Risara —dijo Nila alisándose la falda—. Soy la secretaria del letrado Mattias de Adopest y necesito acceso a los registros de las brigadas.

—Muy bien. —La intendente se sorbió la nariz—. Tendré que pedir la autorización del general Hilanska.

Nila tomó el maletín que llevaba debajo del brazo y lo abrió sobre su regazo, haciendo un gran esfuerzo por revisar uno por uno los documentos de apariencia oficial que había dentro. Retiró uno en particular y se lo entregó a la intendente.

—Esta es una orden que me autoriza a acceder a todo registro que desee ver. ¿Le parece que esto sea algo con lo que el general tendrá ganas de lidiar en medio del conflicto actual?

La intendente leyó la orden dos veces. Nila trató de evitar que se le notara el nerviosismo. La orden era perfectamente válida, pero Bo le había advertido que el ejército operaba fuera del ámbito judicial de los civiles, fuera o no fuera un asunto legal.