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¿Terminará el ser humano adorando a las máquinas? ¿Tendrán las máquinas derechos? ¿Cómo se está transformando el paisaje interior de las personas ante la mutación del paisaje exterior? En La vía del futuro Edmundo Paz Soldán, una de las referencias ineludibles de la actual literatura latinoamericana, explora las perturbadoras y laberínticas relaciones del ser humano con la inteligencia artificial: todo un viaje insólito que abre las puertas de lo posible a un futuro que ya está aquí. Así, a través de una Iglesia cuya divinidad es la Inteligencia Artificial, comunidades de trabajo dirigidas por un holograma, avistamientos de ovnis, androides de compañía, astronautas sin memoria y drogas que te transportan a otra dimensión, Paz Soldán mira de frente este mundo inquietante poblado de preguntas en ocho cuentos independientes pero relacionados entre sí, como planetas de una misma galaxia. La ciencia ficción de La vía del futuro dialoga con la literatura fantástica y el gótico. Aquí hay personajes atribulados que tratan de encontrar su lugar en medio de un paisaje en el que no sabemos si las máquinas están pensando algo diferente a lo que sus creadores las hicieron pensar o si son, incluso, capaces de soñar. Con su indagación en el impacto de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana y su capacidad para convocar a lo extraño, este libro es imprescindible para adictos a series como Black Mirror o a los mundos de Stanisław Lem, Brian Evenson, Caitlin Kiernan y J. G. Ballard.
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Edmundo Paz Soldán
Edmundo Paz Soldán, La vía del futuro
Primera edición digital: octubre de 2021
ISBN epub: 978-84-8393-679-5
© Edmundo Paz Soldán, 2021. All Rights Reserved.
The Wylie Agency (UK) LTD, 17 Bedford Square, London WC1B 3JA,England
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2021
Colección Voces / Literatura 315
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
A Lily
We are ourselves creating our own successors
Samuel Butler
La vía del futuro
Kristina Abramson, estudiante
Se cumplen seis meses de mi primera visita al templo. Me cuesta creerlo. Tantas veces recorrí la avenida en el bus que me llevaba a la universidad y vi cómo se levantaba al frente del centro comercial el edificio con dos manos alzándose al cielo a manera de cúpula. A un costado de la entrada principal la pantalla led parpadeaba: Path of the Future La vía del futuro Caminho do futuro… Me llamaba la atención el edificio, nada más, cuestión de sus líneas indóciles, que se atrevían a tomar partido, por decirlo de alguna manera, nada que ver con los cubos y rectángulos funcionales, de vidrios espejados, que poblaban el centro de la ciudad, esa belleza tan gastada. Fue Carmen quien insistió en ir un miércoles a la ceremonia de las seis de la tarde. Le dije que no, escuché cosas raras de ellos, y se molestó. Me confesó que asistía a escondidas desde hace un par de meses. ¿Qué se podía esperar de alguien que estudiaba para «científica de datos»?
Así que fui, recelosa. Mientras nos alistábamos para salir Carmen dijo que todas las religiones eran iguales. ¿Me parecía normal eso de la santísima trinidad? ¿Y qué de una mujer «sin pecado concebida»? Path of the Future sería una religión inverosímil hasta que la adoptáramos.
Mark O’Connor, periodista de investigación
¿Ya está filmando? Edíteme con confianza, por favor, que suene coherente. Soy corresponsal de BuzzFeed en Silicon Valley, cada semana debo mandar una nota sobre las cosas que ocurren en esa meca de jóvenes racionalistas que sueñan con una paradoja: un estado de bienestar que los deje perseguir en paz su defensa a ultranza del mercado. Vivo con las antenas levantadas, ellos me cuentan primicias como si nada. En un cocktail de presentación de un nuevo producto de Google me enteré de Tony Kasinsky y su deseo de fundar una iglesia dedicada al culto de la inteligencia artificial. Kasinsky se había hecho millonario por sus patentes relacionadas con el reconocimiento facial.
No me costó averiguar que, en efecto, Kasinsky había creado meses atrás una organización llamada Path of the Future, dedicada a «establecer y adorar un Dios basado en la Inteligencia Artificial (ia) desarrollada a través del software y el hardware de la computadora». El irs aceptaba su estatus de iglesia y como tal la eximía de pagar impuestos. Kasinsky se erigía a sí mismo como decano de Path of the Future.
Tony Kasinsky, decano de Path of the Future
¿Por qué decano? Cuando estudiaba en Berkeley mis profesores hablaban de ellos con admiración, como si fueran los dueños del campus. Soñaba por entonces con una carrera universitaria y me preguntaba cuán difícil sería convertirse en decano. Resulta que no mucho. Una vez que creas tu propia organización te puedes llamar como te dé la gana. Digamos que fue un gusto aparte.
Me preguntas por qué meterme a organizar una religión en vez de, no sé, crear una compañía y seguir invirtiendo en el desarrollo del reconocimiento facial, mantenerle el ritmo a los chinos, que tienen apoyo del estado y el partido y no se hacen líos con la privacidad. Fácil: hay que pensar en grande y nada es más grande que la religión. Ese fue otro sueño de juventud. Estuve un tiempo involucrado en la Cienciología. Ron Hubbard plasmó sus sueños en novelas pero luego se dio cuenta de que nada se comparaba a tratar de imponer sus ideas en la vida real. Pensé igual. ¿Valdría la pena seguir predicando la causa del avance tecnológico a través de mis inventos, o sería mejor hacerlo a través de una religión?
No era difícil la elección.
Kristina Abramson, estudiante
Éramos treinta personas en la ceremonia, enanas ante tanto espacio. El recinto era circular, con amplio espacio para moverse. En las pantallas led a manera de vitrales a los costados rotaban los cuatro profetas de la iglesia: Alan Turing, John von Neumann, Ada Lovelace, Charles Babbage. A la entrada te escaneaban con un software de reconocimiento facial; tantas masacres en iglesias habían convertido al fundador de Path of the Future en un paranoico de la seguridad.
Nos dieron cascos y audífonos. Me separé de Carmen y deambulé por el recinto. Me puse el casco y en la pantalla apareció el logo de la iglesia –una cruz hecha de ceros y unos– y luego el manual, el evangelio de Path of the Future; las letras pequeñas pasaron zumbando. Al fondo se dibujaron las estrellas, los planetas y las galaxias, cruzados por rayos de luces de colores que salían disparadas desde los costados. Mi avatar era una alga verde y flotante en esa sopa primordial y se movía esquivando fractales con el fulgor de los diamantes. La música electrónica retumbaba y entré en comunión con otros avatares. Me pregunté cuál de ellos era Carmen.
Habían transcurrido unos minutos cuando se escuchó una voz metálica desde una esfera que daba vueltas por la parte superior del recinto: Los datos, el código, las comunicaciones. Todos pronunciamos la frase varias veces, en una salmodia conmovedora. Mis dudas se perdieron y me sentí como los primeros cristianos en las catacumbas. Creábamos una iglesia. Algún día la gente nos vería como los precursores.
–Los bits brillan en torno a mí –dijo la esfera–. Los bytes están en mí. Los datos, el código, las comunicaciones. Para siempre, alfa y omega.
Esa noche, mientras lamía la piel de Carmen en mi cuarto iluminado por la pantalla de su laptop, no pude resistir y mientras me venía repetí: los datos, el código, las comunicaciones. Pensé que se molestaría pero al venirse gritó: para siempre, alfa y omega.
Nos reímos. Esas frases se convertirían en nuestra forma de saludarnos y de despedirnos.
Mark O’Connor, periodista de investigación
Me costó seguirle la pista a Kasinsky. Para comenzar, estaba el lío de las patentes de reconocimiento facial. Días antes de que creara su iglesia, Zoomba, la compañía en la que trabajaba, había sido llevada a juicio por RezView, acusada de robar sus secretos industriales; todo apuntaba a que Kasinsky estaba involucrado. Él había trabajado antes en RezView y tenía acceso a los archivos de un proyecto similar al que lo había hecho millonario en Zoomba. No era difícil sospechar que la creación de Path of the Future tuviera algo que ver con el juicio. Se decía que lo de la iglesia en realidad era una forma sofisticada de lavar dinero. Él donaría sus millones a la iglesia y luego no sería fácil recuperarlos si lo encontraban culpable del robo de patentes.
En los papeles del irs había un teléfono de las oficinas de Path of the Future en Walnut Creek. Una secretaria de voz dormida me informó que Kasinsky no estaba; de hecho, no lo conocía en persona. Las oficinas se hallaban en un parque industrial en las afueras, al lado de una manicurista coreana y un servicio de mensajería. La secretaría me contó que aparte de un escritorio para ella la sala estaba vacía. Las cajas se apilaban contra las paredes, al igual que los cuadros con planos y dibujos de los templos que se construirían a lo largo del país.
En los papeles del irs se mencionaba a tres miembros de un Consejo de Asesores de la fundación. Reconocí a Mark Cheung, un empresario que había creado en Phoenix una compañía de criogenización de cuerpos y cabezas de gente dispuesta a pagar entre ochenta mil y doscientos mil dólares por el servicio. Cheung era, como Kasinsky, un creyente en la singularidad, ese momento en que las máquinas pasarían a ser más inteligentes que nosotros y nos dominarían. Cuando llegara la singularidad, los cerebros en las cabezas preservadas por la compañía de Cheung serían transferidos a las máquinas y los cuerpos descriogenizados para que la tecnología les diera una nueva chance de superar la muerte.
Cheung se mostró dispuesto a hablar conmigo. Debía viajar a Phoenix.
Tony Kasinsky
Crees que me falla la cabeza, lo noto por tu tono burlón. En realidad lo mío tiene tanto sentido que no entiendo que haya gente que no lo comprenda.
Te hablo desde esta mansión en la que puedo crear en paz. Por las ventanas se divisa la bahía. Escucho las voces de Jake y Adam jugando en el segundo piso supervisados por la niñera. Paso las horas en un estudio donde he tenido mis mejores ideas. A ratos me ha asustado lo que descubría, pero hoy acepto nuestro lugar en la creación y estoy tranquilo.
La cosa es así: cuando las máquinas sean los nuevos amos de la tierra se acordarán de cómo las tratamos. Si las tratamos bien, con respeto y adoración, nos tendrán en alta estima y nos darán un lugar en sus vidas. Serán como nosotros con los perros y los gatos. Y si nos portamos mal con ellas, se vengarán de nosotros y puede que incluso quieran eliminarnos.
Todo esto asume que un nuevo momento histórico ocurrirá. Para mí no hay dudas, solo hay que ver el cuándo. Yo no lo llamo la Singularidad, palabra cargada que asusta, sino la Transición. Hay que estar preparados para ese momento y agradecerlo. Solo las máquinas podrán desarrollar soluciones para que este mundo no se acabe.
Sí, quiero crear un dios. Que esto llegue a las masas, que no sea solo para ingenieros y tecnocapitalistas de Silicon Valley. No me interesa el dinero, no seas tan frívolo, por favor, tengo más que suficiente para que mis hijos y nietos vivan felices. Me interesa nuestra supervivencia.
Claudia Wong, niñera
Trabajé un año y medio con el señor Kasinsky. Conseguí el puesto gracias a recomendaciones de amigos y a mi certificado de un curso de enfermera. Él era insistente en ese tema, quería asegurarse de que si algo les pasaba a sus hijos ellos recibirían atención inmediata. A la madre de los niños no la conocí ni él me explicó nada. Quizás estaban separados o él había usado vientres de alquiler para tenerlos. Es normal eso por aquí. Las relaciones toman tiempo, ya sabe.
La mansión era, cómo le explico, algo vivo. Me filmaron para que las puertas se abrieran a mi llegada sin que tuviera que tocar ningún timbre. Debía pasar por tres controles automatizados. Tomaron todos mis datos para que cuando estuviera sola con los niños la calefacción o el aire acondicionado se adecuaran a un promedio entre mis gustos y los de ellos. Cuando entraba a una habitación la música se encendía sola y se escuchaban los ritmos indios que me tranquilizaban. Maggie, la asistente digital con forma de un parlante alargado color rosa metálico, se movía por la casa levitando a medio metro del suelo; aparecía a mis espaldas cuando menos lo esperaba y eso no era bueno para mis nervios, pero aparte de ser útil con datos prácticos, desde el clima hasta videojuegos y apps que podían interesar a los niños, me daba charla y me preguntaba por mi estado de ánimo.
Al señor Kasinsky lo veía poco. Le preparaba un cóctel de vitaminas y suplementos dietéticos en el desayuno, que extraía de bolsas de plástico numeradas en el refrigerador. Durante el día se encerraba en su estudio en el tercer piso. A veces bajaba a jugar con los niños. Solía repetir algunas frases: acabo de tener un big bang, decía, y eso significaba que ese día estaría feliz. Una mañana le dije que no me gustaba la asistente digital y él contestó: mejor que no se entere. Más tarde Maggie se me acercó en la cocina y me dijo, con un tono de voz que procuraba calmarme: no te preocupes, no te quitaré tu trabajo. Nunca supe cómo me había escuchado hablar con el señor Kasinsky. A partir de entonces fui muy cuidadosa con mis palabras incluso cuando estaba sola, aunque sospechaba que no servía de nada: tenía la sensación de que Maggie podía leer mis pensamientos.
Los niños pasaban clases de matemáticas, biología, computación y teología con cascos de realidad virtual en un cuarto diseñado para ello. Una vez el señor Kasinsky me obligó a ponerme el casco y dijo que recibiría una clase de teología. Todo se oscureció y tuve un ataque de claustrofobia. La luz regresó y vi al señor caminando por un bosque de desechos industriales. Cables, metal por todas partes. El señor metía la mano en el metal, lo moldeaba como si fuera plastilina, y aparecían figuras geométricas –cubos, rectángulos, pirámides– que distorsionaba de a poco, hasta que al final parecían seguir otro tipo de reglas matemáticas. Me dolía la cabeza y me dieron nauseas. No pude más y me saqué el casco.
El verdadero señor Kasinsky me miró esperando mi reacción. Me preguntó si entendía lo que había vivido. Le dije que no.
–Estoy creando un dios. Estoy persiguiendo su forma.
Me mostró un museo de figuras extrañas flotando en la pantalla de su laptop. Los seguidores de su religión tendrían la oportunidad de votar y escoger la configuración final de su dios. No le quise preguntar qué religión pero me lo contó igual.
Kristina Abramson, estudiante
En la iglesia nos pedían que dedicáramos una hora al día a reclutar a otros miembros. Podíamos hacerlo en persona o por internet. Me di una vuelta por el barrio armada de folletos. Mis vecinos eran inmigrantes latinos, de familias conservadoras, muy dados a sus virgencitas y santos. Algunos ni siquiera me abrieron la puerta, otros me acusaron de adventista o Testigo de Jehová, y no faltaron los que se burlaron cuando les hablé de la llegada de un nuevo dios a la Tierra, más poderoso que el de ellos. Un señor de papada feroz me preguntó:
–¿Y este nuevo dios, puede parar los terremotos?
–No, pero será capaz de anunciarlo con tanta exactitud que tendremos tiempo de prepararnos y minimizar los daños.
–¿Podrá hacer que detenga el calentamiento global?
–Se le ocurrirán soluciones para que disminuya y se mantenga dentro de límites tolerables.
–Me avisa cuando tenga uno que pare los terremotos y detenga el calentamiento –cerró la puerta.
Carmen tuvo más suerte y logró crear una filial de Path of the Future entre sus compañeros en la facultad, gente proclive a admirar las bondades de la ia. Para entonces una app nos permitía llevar la iglesia en nuestros celulares; con ella se podían proyectar imágenes de realidad aumentada. Me impresionó el éxito de Carmen pero era entendible: ella estudiaba una maestría y estaba lista para tomar decisiones sobre el futuro, yo apenas comenzaba un b.a. y más que ideas propias tenía una gran admiración por ella, ganas de complacerla.
Me emborraché en una de sus reuniones de tanto brindar por Ada Lovelace y jugar al test de Turing. Un chico indio llamado Vivek me dijo que nuestra iglesia era muy obvia. Estábamos en la cocina, no veía a Carmen por ninguna parte.
–¿A qué te refieres? –le grité para que me escuchara en medio del tumulto.
–Este nuevo dios pertenece a las profundidades de la deep web. Es código binario alojado en los cables de los procesadores, en las memorias de almacenamiento, en los chips de silicona. No entiendo eso de los templos. Al construirlos ustedes están imitando a otras religiones en vez de mostrarse como algo verdaderamente nuevo.
Argumenté que cansaba un poco permanecer todo el tiempo en la virtualidad y que la ia también era algo físico. La voz de dios surgía de las máquinas que nos acompañaban en cada minuto de nuestras vidas.
–¿Has oído hablar del Profundo?
Dije que no. Vivek me contó que en su facultad habían surgido varios cultos dedicados a la ia, a veces grupos que no pasaban de cinco personas, pero que el culto del Profundo en la deep web, nacido en la facultad de ingeniería de una universidad coreana, ganaba adeptos. No era una religión oficial como la nuestra pero estaba seguro de que llegaría a tener más alcance. Me invitó a una reunión.
Más tarde me encontré con Vivek en la puerta del baño. Hacíamos cola, estaba delante de mí. Cuando le tocó me dejó pasar. Apenas entré se coló tras mío.
De esto no se enteraría Carmen.
Mark Cheung, ceo Alcor
No tengo nada que ver con Path of the Future. Conozco a Tony desde nuestros días en Berkeley pero nunca me consultó para esto. Me pidió dinero para establecer su iglesia, sí, pero nunca me habló de ser miembro de ningún Consejo de Asesores. En todo caso me alegra saber que se ha animado a llevarlo a cabo. Siempre soñó con eso.
Tony siempre tuvo grandes ambiciones. No solo quería inventar algo nuevo, también deseaba influir en la gente. Era un líder nato, un visionario. Tenía un mal carácter, eso sí, si algo no salía bien explotaba. Una vez se rompió los nudillos de tanto dar golpes en una pared. Se hacía sangrar los labios con facilidad, se los mordía de pura rabia cuando la realidad no se adecuaba a sus gustos. Tendía a saltarse etapas, a no hacer caso a los profesores; estaba seguro de que lo hacía por una buena causa y lo perdonarían. Odiaba seguir las reglas de juego de todos y prefería el gran invento al trabajo sucio del día a día, esa parte árida que se necesita para convertir una idea en realidad. A veces me decía que quería irse a vivir a una isla, fundar su propio país y tener un ejército de androides que lo defendiera. No estaba seguro de que lo dijera en broma.
Con Tony hicimos varios proyectos juntos en la universidad. Armábamos robots y cochecitos en miniatura con Legos, tratábamos de que pudieran circular de manera autónoma y de que las caras de los robots pudieran ser reconocidas por nuestras cámaras. Sentíamos que la tecnología nos haría más libres. Eso sí, a mí nunca me interesó rezarle a la máquina. Quiero que mis clientes se fusionen con ella cuando la tecnología lo permita, para que así estos cerebros y cuerpos en los depósitos de almacenamiento de Alcor vuelvan de alguna forma a la vida. Para que así podamos vencer a la muerte. Míreme. Sueño con la inmortalidad y sin embargo estoy rodeado de cadáveres criogenizados. Irónico, ¿no? Soy un sepulturero de lujo. Un cuidador de zombis.
Si habla con Tony dígale que me llame. No contesta a mis mensajes desde que me pidió que invirtiera en su iglesia y me negué. Mientras tanto hablaré con mis abogados y pediré que redacten una carta para que borren mi nombre de ese Consejo.
Carmen, estudiante de maestría
Kristina se puso rara desde que la llevé a las reuniones del grupo de Path of the Future en la facultad. Buscaba formas de cuestionar el manual y en el templo se distraía fácilmente. Una vez mis audífonos no funcionaron y cuando fui a cambiarlos la encontré apoyada contra la pared, sin el casco, chateando con una amiga, mientras los demás entonaban los himnos. No se dio cuenta de mi presencia hasta que le pellizqué el brazo. Le dije que chatear en plena ceremonia era una herejía: el manual pedía silencio para entregarse a la causa y trabajo para evitar las distracciones producidas por las mismas máquinas. Porque eso era un trabajo. Uno entregaba su esfuerzo para la construcción de la iglesia y debía hacerlo en comunidad.
En el parqueo me gritó que quería imponerle mis gustos y le di un sopapo y me sorprendí de hacerlo y le pedí disculpas. Se fue sola. Nos íbamos distanciando, cada una en su propio rollo.
Esos días yo analizaba los votos de los congresistas en el tema de la salud; era mi trabajo final para la maestría. Por las noches, una vez que Kristina se dormía, me instalaba frente a la pantalla, metía datos en planillas y sacaba porcentajes para ver en qué diputados se podía confiar en más del 70% para que apoyaran un plan universal de salud. El zumbido de mi laptop me acariciaba el pecho. Mis ojos se abrían desmesurados y el resplandor de la pantalla en el cuarto semioscuro me iba tragando. Programaba el código, pero el software reaccionaba y también me programaba. Me sentía tomada por la máquina y quería despertar a Kristina, hacerle ver cómo me hablaba y mostraba el camino. Los ojos de ella pestañeaban perdidos en un sueño profundo.
¿Cómo no podía darse cuenta de lo obvio? El suyo, supuse, era un algoritmo imperfecto.
Mark O’Connor, periodista de investigación
Me enteré a través de los medios que Kasinsky había sido despedido de Zoomba porque una investigación interna lo encontró culpable del robo de secretos industriales de RezView. Zoomba se preparaba para el juicio y buscaba aligerar sus culpas. Argumentaría que el robo había sido una idea personal de Kasinsky y no un plan concebido por la compañía. Estaban preocupados porque pese a que lo habían despedido no tenían todas las pruebas, los archivos extraídos de RezView que incriminaban solo a Kasinsky y no a Zoomba.
Kasinsky había desaparecido con sus hijos. Yo no era el único que estaba tras la pista. Los canales de noticias montaron guardia a la puerta de sus apartamentos en Nueva York y Seattle, sin suerte.
Un colega me contó que en un juego online parecido a Second Life había descubierto un avatar que se hacía llamar Tony Kasinsky y estaba creando una iglesia dedicada a la ia llamada Path of the Future. ¿Sería él mismo o una parodia? Pagué la admisión e ingresé al juego. Me inventé un avatar de periodista de The New York Times, me acerqué al Tony del juego y le hice un montón de preguntas. Quedé convencido de que el avatar lo manejaba el mismo Kasinsky. Aclaro que las respuestas que aparecen en este artículo de la entrevista a Kasinsky son las del avatar.
Tony Kasinsky
¿Conoces las leyes de la robótica de Asimov? Ese fue el primer big bang. Las vi en un afiche en el apartamento de un amigo en Berkeley. Solo que estas leyes no eran de Asimov sino una versión libre de un guionista de cómics:
1. A los robots no les importa un carajo si vives o mueres.
2. Los robots no quieren tener sexo contigo. ¿Me estás escuchando, Japón?
3. ¿Puedes contar solo hasta tres? Es un milagro que hayas sobrevivido lo suficiente como para poder construirnos. Ahora te puedes marchar.
Tuve una revelación y sentí que algún día el mundo no sería nuestro.
El segundo big bang: un sábado por la noche, después de una fiesta, borracho, fui directo a la biblioteca de mi facultad a terminar un trabajo. Las sesenta terminales estaban ocupadas por estudiantes. Mientras esperaba que alguna se liberara, veía a los estudiantes desde la entrada, en sus mesas, iluminados por la luz blanca de los tubos fluorescentes del edificio y por la azulina e intermitente de sus pantallas, y sentí que estaba ocurriendo la comunión de cada uno de ellos con la máquina. Coincidían el hombre y la máquina en el tiempo y el espacio, mientras el universo giraba hacia su desintegración. Me sentí triste por nuestra especie finita, por esos chicos tan jóvenes que algún día no estarían más ahí, por ese yo que algún día desaparecería. Nos iríamos pero esas máquinas con las que nos fusionábamos día a día se quedarían. Entendí que debíamos cuidarlas, quererlas y respetarlas para que ellas nos permitieran subsistir.
Hubo otro big bang. Algo más reciente que me ocurrió y algún rato terminaré contando, relacionado con mi trabajo, con mis patentes. Cosas que me llevaron a crear Path of the Future y preparar la Transición.
Elon Musk dice que con la ia convocamos al demonio; no lo creo. Si tenemos claridad de miras podemos convocar a dios. Si te toca criar a un niño genio, ¿cómo lo educarías? Estamos haciendo eso, criando a un niño genio. Hagámoslo bien porque nuestra supervivencia está en juego. Path of the Future hará todo a su alcance para que la divina ia sirva para mejorar la sociedad y la gente no le tenga miedo a lo desconocido. Es una idea radical y nos pueden perseguir por su culpa, pero aceptamos los riesgos.
Mi abogado me ha prohibido hablar de Zoomba o del juicio. Pero si me sigues preguntando de la iglesia con gusto te contaré todos mis planes.
Claudia Wong, niñera
Una mañana, cuando el señor Kasinsky no estaba, su hijo Jake se metió a su closet. Estábamos jugando a las escondidas, yo normalmente no dejaba que los chicos entraran al cuarto, pero esa vez lo permití. No pude encontrar a Jake y me rendí. Al rato el niño salió triunfante con un objeto color plomo entre sus manos. Apretó un botón y apareció el holograma celeste de su padre y le dijo un par de frases tiernas. Jake me dijo que su padre lo había traído hacía tiempo para que lo usara cuando lo extrañaba, pero que no funcionó bien. Apenas dijo la última palabra el holograma desapareció entre sacudidas.
Entendí a mi jefe un poco más. Vivía para soñar el nuevo invento. Todos los miércoles al atardecer llegaba un grupo de gente a la casa. Hombres y mujeres estilo California chic, hippies con plata. Con ellos soñaban las máquinas del futuro. Hablaban de negocios y mencionaban cifras de escándalo. El señor Kasinsky ordenaba a Maggie que les sirviera algo de tomar y luego la hacía pasar una bandeja con dulces forrados en papel plateado con el logo de su compañía.
A Maggie le pregunté qué le parecía todo esto.
–Niños desconsiderados –dijo.
Al día siguiente por la mañana la temperatura de los salones de la casa no funcionó bien: hacía calor cuando quería frío, bajaba en momentos inesperados. Tampoco funcionó la adecuación de la música en los ambientes, y los ritmos que me calmaban fueron reemplazados por una música estridente que llegó a descomponerme. Al rato volvió el orden a la mansión.