9,99 €
Una deliciosa novela sobre el significado de la familia y los lugares a los que llamamos hogar, sobre la amistad y la búsqueda del verdadero camino en la vida. Esme Cahill cree haber fracasado estrepitosamente. Despedida de su trabajo como editora en Nueva York, divorciada y con poco más que un destartalado coche y una pila de manuscritos inacabados, regresa a casa, a Asheville, con el fin de cumplir el deseo de su difunta abuela Adele, quien, justo antes de morir, le había rogado que volviera al lugar donde se crio. Allí descubre que el otrora encantador refugio a orillas del lago que regentaba su familia se precipita irremisiblemente hacia la ruina económica; por lo que, con la ayuda de su abuelo George, su distanciada madre, Robyn, y el chef itinerante (y creador del mejor sándwich de queso a la plancha del mundo) Dawes, decide ponerse manos a la obra. En el desván, Esme encuentra un tesoro de colchas artesanales dignas de un museo tejidas por Adele. Al reconstruir el relato que las inspira, Esme revela un capítulo olvidado de su familia y la historia no contada de su abuela, la de una talentosa artista que nunca recibió el reconocimiento que merecía. Una novela emotiva, a veces divertida y muy humana, sobre lo que significa ser familia: los lazos que nos unen y las heridas involuntarias que nos pueden separar. Y, en el camino, Esme aprende que el fracaso puede ser el primer paso hacia la vida que uno está destinado a encontrar. «Marie Bostwick es mi autora de cabecera para las novelas que me hacen sentir bien. Su escritura es siempre poderosa, inspiradora y edificante». Robyn Carr «Marie Bostwick sorprende con esta sabia y entrañable novela sobre asumir riesgos, perseguir sueños y encontrar consuelo en los lugares que más amas. Marie Bostwick es la mejor narradora». Kristy Woodson Harvey, autora del best seller de The New York Times con The Wedding Veil «Este libro tiene todo lo que me gusta: una heroína divertida y valiente que sabe sobrellevar el fracaso, mujeres que se ayudan, un complejo turístico a orillas de un lago que necesita grandes reparaciones, una familia cariñosa y disfuncional... ¡y tarta de caramelo! Y colchas. Leí este libro sabio y reconfortante de un tirón porque no podía parar. Y ahora quiero una segunda parte». Maddie Dawson, autora del best seller Snap Out of It
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 512
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
La vida desastrosa de Esme Cahill
Título original: Esme Cahill Fails Spectacularly
© 2023, Marie Bostwick
© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© Traducción del inglés, María Maestro
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Paul Miele-Herndon
Ilustración de cubierta: Shutterstock
I.S.B.N.: 9788418976605
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Mostaza y menta
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Del invierno a la primavera
Capítulo 13
Por fin
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Desvío
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Ira y cenizas
Capítulo 21
Triunfo ordinario
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Destrozada
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Finalización
Capítulo 34
Capítulo 35
Agradecimientos
A la Gente Espectacular, aquellos que descubren cómo seguir adelante cuando tienen ganas de rendirse
Enero de 1942
La ira sabe a raíz de jengibre, picante, dulce y jugosa, un sabor que hace que te arda la lengua. Así es al menos como sabe esta ira, la ira de la frustración y la traición, la de ser descartada y bloqueada a cada paso, forzada a abandonar el camino que años atrás había trazado para mí, exiliada a las afueras de todo lo que anhelo, desechada, despreciada, marginada.
Demasiadas palabras. Pero siguen sin poder expresar del todo lo que siento, el sabor de esta furia.
Ese es el problema del inglés, de las palabras en general. Aisladamente, no tienen un significado intrínseco, y son tantas las que hacen falta para explicar una emoción…, incluso a ti misma. Por más que me gusten los libros, a veces me pregunto cómo lo harán los escritores, y por qué. Todo parece tan inútil. Puedes llenar una página y aun así no acertar a decir lo que querías.
Pero yo nunca he sido buena en eso de poner mis pensamientos en palabras. No hablé hasta los cuatro años. No es que no supiera hablar, sino que no lo hacía. Ya entonces notaba lo deficiente que es el lenguaje, intuía que vivía el mundo de forma diferente a los demás y que tratar de explicarlo solo podía dar lugar a malentendidos.
Estaba en lo cierto.
Cuando mi madre le dijo al médico de cabecera que su hija de ocho años probaba emociones y sentía colores, él frunció el ceño, refunfuñó por lo bajo y nos remitió a otros médicos, a un pediatra, a un psiquiatra infantil y, por último, a un neurólogo que le dijo a mi madre: «Adele padece sinestesia, una disfunción cerebral por la que los sentidos pueden confundirse, provocando una conexión anormal en respuesta a determinados estímulos. Por ejemplo, ver un color determinado y experimentar una sensación real del sabor asociado a este».
Yo no entendía de qué hablaba. Pero cuando pronunció las palabras «disfunción» y «anormal», mirándome como a un experimento de laboratorio, vi el color mostaza y saboreé mostaza.
Ahora bien, después de haber vivido veintiún años como sinestésica, tampoco tengo claro que el médico entendiera bien de qué estaba hablando. No es una disfunción, es un don, una porción extra de percepción que no todo el mundo llega a experimentar. Como la mayoría de la gente, puedo hablar, escribir y expresarme. Pero la mayoría de la gente no puede hacer lo que yo hago, experimentar emociones como algo tangible y concreto, una sensación que no necesita de ninguna explicación o interpretación. Puede que no sea normal, pero no renunciaría a ella.
Cuando siento el mordisco del jengibre en la parte posterior de la lengua, sé exactamente a qué tipo de ira me refiero. También tiene un color, esta ira que ha estado cociéndose a fuego lento durante las horas de viaje desde Washington y que vuelve a borbotear cuando el autobús empieza a reducir la velocidad es el gris del carbón gastado salpicado con tinta negra y canela.
Cuando era pequeña, teníamos un gato con el pelo de ese mismo color, un gato callejero que apareció para lamer un poco de crema que se me había derramado en la entrada y ya no se fue. Tenía seis dedos en las patas, un solo ojo y la oreja derecha con cicatrices de guerra, rota por tres sitios distintos. Cuando le pregunté si podía quedármelo —una pregunta tonta porque nadie puede «quedarse» un gato, vienen o se van—, mi padre me dijo: «¿Por qué? Es el gato más miserable que he visto en mi vida». Me quedé con el nombre. Y con el gato también.
Miserable vivía bajo los escalones que daban al callejón. No entraba en casa ni aunque lo tentaras con atún. Pero, a veces, en un día de verano, se tumbaba bocarriba a tomar el sol, con los brazos estirados por encima de la cabeza, y dejaba que le rascaras la barriga tres, cuatro o incluso cinco veces. Y entonces, sin previo aviso, se replegaba sobre sí mismo como una navaja en su mango y atravesaba tu mano amiga con sus doce afiladas garras, a menudo haciéndola sangrar, y se escabullía luego bajo el porche con un bufido que decía que deberías haberlo sabido.
De modo que ¿explica eso tal vez el inusual color de esta furia con sabor a jengibre? Pues la ira del momento va unida a la convicción de que algún día me vengaré de quienes deberían haber sabido que no debían interponerse en mi camino, no atravesándolos con mis garras, sino demostrándoles que están equivocados.
Debería estar pintando, perfeccionando mi técnica, trabajando para que un día pueda ver mis obras colgadas en galerías, o incluso en museos. En cambio, me han desterrado a las montañas, a cuidar de las pinturas y esculturas de otros mientras dure la guerra. El hecho de que mis lienzos y mis tallas de mármol estén entre las mejores del mundo me reconforta un poco. ¿No podría ser acaso que el talento de los maestros se aferre aún a las obras que han dejado atrás? ¿Podría yo tal vez respirarlo de algún modo, encontrar la inspiración por ósmosis? Pero sigue siendo un destierro, un destierro injusto, mi penitencia por el pecado de rechazar las insinuaciones de mi jefe casado.
El autobús gime, chirría y se detiene. El conductor grita:
—¡Asheville Asheville, Carolina del Norte! ¡Próxima parada, Montreat!
Me levanto de un brinco, soy la única pasajera que lo hace, y me palpo la nuca para asegurarme de que mi sombrero azul sigue en su sitio antes de bajar del portaequipajes una carpeta de cuero con mis lienzos y una maleta color trigo que contiene más pinceles y tubos de pintura que ropa. El depredador treintañero del traje arrugado, que se ofendió cuando me cambié de asiento tras despertar de un sobresalto y encontrar su mano en mi rodilla, frunce el ceño y cruza los brazos sobre el pecho, dejando claro que no piensa ayudarme.
Avanzo renqueando por el pasillo, con la maleta golpeándome las piernas a cada paso, preocupada de que se me enganche en las medias y preguntándome si podré encontrar otro par en caso de que lo haga. Hace apenas unos días que empezó la guerra, pero ya se habla de racionar las medias a fin de reservar seda y nailon para fabricar paracaídas. Estiro el brazo todo lo que puedo para evitar que la bolsa me golpee las piernas y llego a la parte delantera del autobús sin incidentes. El amable conductor, un hombre de pelo gris y un marcado acento de Baltimore que lo identifica como oriundo de mi ciudad natal, que lleva al volante desde Washington y me ha dicho que hace este mismo trayecto dos veces por semana, me quita la carga, la deposita en la acera y me tiende la mano cuando bajo las escaleras.
—Gracias. ¿Sabe dónde puedo encontrar un taxi?
—¿No le viene a buscar nadie? —pregunta.
Saco un papelito doblado del bolsillo de mi mejor chaqueta azul, ahora terriblemente arrugada por el viaje.
—Tengo la dirección de una pensión en la calle Flint.
—Bueno, no encontrará ningún taxi en esta parte de Asheville, señorita. Pero si mal no recuerdo, Flint está en el barrio de Montford —señala—. Atraviese ese callejón, gire a la derecha en Broadway, y en la siguiente esquina, gire a la izquierda por Starnes. Luego siga recto tres, quizá cuatro manzanas. No está lejos, pero no me gusta dejar a una dama sola en la calle. —Mira mis maletas, luego su reloj de pulsera y sacude la cabeza—. Si no fuera ya con retraso…
Sonrío, luego pongo adrede el acento del que tanto me había costado zafarme tras salir de casa e ir a la escuela de arte:
—No tiene por qué preocuparse por mí, señor. Soy una chica de Baltimore, no una dama.
Se ríe.
—Bueno, está bien. Supongo que sabe cuidar de sí misma —me dice, antes de desearme lo mejor y volver a ponerse al volante.
El autobús se aleja, eructando gases de escape.
Recojo mis maletas y camino por la acera desierta con mis zapatos de plataforma, saboreando el jengibre crudo, viendo el pelo del gato y el futuro que merezco, una galería con mi obra expuesta y el día en que demostraré a todos que estaban equivocados.
2009
El flamante coche de segunda mano que compré por impulso en Nueva York y al que enseguida apodé «la Tostadora» por su forma cuadrada tenía un embrague pegajoso, una velocidad máxima de unos ochenta kilómetros por hora y un aire acondicionado que olía extrañamente a chucrut y funcionaba solo de forma intermitente. De modo que, cuando llegué a las afueras de la ciudad, estaba cansada, achicharrada, de mal humor y con mucho retraso respecto de la hora prevista.
Sin embargo, al alcanzar a trompicones la cima de la colina y ver olas de montañas verdeazuladas recortando el horizonte y, en el centro, la ciudad, que parecía el único asentamiento humano del universo conocido, suspendida en el cielo infinito, la irritación dio paso al asombro. En un perfecto día de principios de junio, «La tierra del cielo» es más que un eslogan; es una acertada descripción de Asheville, Carolina del Norte.
Hubo un tiempo en que este pueblo de montaña me parecía una especie de paraíso, un lugar de rescate y redención. Pero cuando a un animal herido se le da refugio y tiempo para curarse, llega un día en que la seguridad se empieza a sentir como asfixia. A mí me pasó lo mismo. Por eso me fui de Asheville hace casi quince años con la intención de convertirme en escritora.
Llevaba diciéndolo desde que tenía doce años, garabateando historias y «perfeccionando mi arte» mientras elaboraba los detalles de un plan anual para crear una vida feliz, segura y exitosa como novelista superventas que lo tenía todo: casa, marido, familia, amigos.
El primer paso era irme a Nueva York.
Cuando les dije a mis abuelos que había llegado la hora de empezar mi carrera y dejar la casa del lago donde me habían criado, George no entendía qué tenía que ver una cosa con la otra.
—¿Por qué no puedes quedarte aquí y escribir? También tenemos papel y bolígrafos en Carolina de Norte. Por no hablar de la cantidad de material de trabajo que hay. Piensa en Thomas Wolfe —esgrimió—, La mirada del ángel es un clásico, una de las mejores novelas de todos los tiempos, y toda la historia transcurre aquí mismo, en Asheville.
—Sí. Y Wolfe hizo su maestría en Harvard, enseñó en la Universidad de Nueva York y escribió la mayor parte del libro en Europa. George —dije. No sé muy bien por qué, pero siempre llamaba a mis abuelos por su nombre de pila; quizá porque no supe que existían hasta los diez años—, Nueva York es el centro del universo literario. Si quiero que me publiquen a los veintidós, tengo que empezar a hacer contactos.
—Solo tienes diecinueve años —replicó—. ¿Por qué tanta prisa? Tienes tiempo de sobra.
—Estaré bien —dije, en respuesta a su mirada y al modo en que tiraba de la hebilla de sus tirantes, como siempre hacía cuando algo le preocupaba—. No significa que no me vayas a volver a ver. Siempre volveré a visitarte, te lo prometo. Pero ahora que he terminado los estudios, no tiene sentido que siga por aquí. Además, si planeas llevar una vida increíble, tienes que ir allí donde la vida es increíble.
George se enganchó un pulgar en los tirantes y se volvió hacia mi abuela.
—¿Qué dices a todo esto?
Adele clavó sus ojos en los míos.
—¿Cuándo piensas irte?
—Hay un autobús el viernes por la mañana.
—Ya veo. ¿Así que quieres irte antes de que Robyn vuelva a casa? ¿Estás segura? Sigue siendo tu madre, Esme. Llevas diez años sin verla.
Me mordí el labio inferior, pero no dije nada. Adele no era muy habladora, pero cuando lo hacía, no se andaba con rodeos.
—Bueno —dijo al fin, leyendo la firmeza de mi silencio y mirando luego a George—, yo diría que tenemos mucho que hacer antes del viernes.
Y sí, lo hicimos.
Desde el día en que Adele me enseñó a hacerme mi propia ropa, mi armario se llenó. Mi terapeuta dice que todo parte de privaciones de la infancia. Yo creo que me gusta la variedad. Y hacer cosas. Ese es el problema de los terapeutas: lo convierten todo en un diagnóstico.
Que mi armario cupiera en dos maletas era imposible, así que me limité a meter mi ropa de verano y embalé el resto para enviarlo cuando encontrara un lugar donde vivir, junto con mis libros y la máquina de coser portátil que me habían regalado por la graduación. Acabó siendo un trabajo más que notable. Sin embargo, la preocupación más acuciante de Adele era enseñarme a cocinar gambas con sémola.
—La grasa da mucho sabor, así que asegúrate de que el beicon esté bien frito antes de echar las gambas —explicaba mientras removía un revoltijo de lardos crujientes en su sartén favorita de hierro fundido—. Los neoyorquinos probablemente no lo sepan, así que pensarán que estás haciendo algo exótico. Lo mejor de esta receta es que es escalable, perfecta para fiestas.
Oh, Adele.
Cualquier otra abuela a punto de enviar a su nieta adolescente a la gran y peligrosa ciudad la habría instruido en el uso correcto de la maza de mano. La gran preocupación de Adele era asegurarse de que yo estuviera preparada para recibir. Que yo no tuviera apartamento, ni trabajo, ni dos míseros centavos y no conociera a nadie en Nueva York carecía de importancia: Adele estaba completamente segura de que acabaría dando muchas cenas.
Por supuesto, eso es exactamente lo que pasó. Aunque admito que no soy una gran cocinera, las gambas con sémola se convirtieron en mi plato estrella, una receta que sirve tanto para una cena de primera cita para dos como para un baby shower de veinte personas. Como decía Adele, es escalable.
George tuvo una respuesta más práctica, o al menos más de abuelo, a mi marcha. De hecho, me compró una maza y un silbato antivioladores, y me enseñó un par de golpes de kárate por si alguna vez me atacaban por la espalda.
Por aquel entonces, yo tenía un halo de tirabuzones castaños que hacían juego con mis ojos y me llegaban a la altura de los hombros, un ramillete de pecas sobre la nariz respingona y cara de niña con forma de corazón. Al día siguiente de mudarme con Yolanda, tomé prestadas sus tijeras y me hice un desordenado corte pixie con la esperanza de que me hiciera parecer mayor y la gente me tomara en serio, pero en realidad no sirvió de nada. No pude pedir un cóctel sin que me pidieran el carné hasta que cumplí los veintiocho. Así que eso, junto con el hecho de que mido poco más de metro y medio sin zapatos y peso cuarenta y ocho kilos calada hasta los huesos, hizo que los intentos de convertirme en una matona de George resultaran un tanto irrisorios. Pero le seguí la corriente para que se quedara tranquilo y, bueno, porque… era un detalle que se preocupara por mí.
Nunca conocí a mi padre, ni siquiera sabía quién era. La rara vez que salía el tema, Robyn se refería a él como «el donante de esperma», lo que me hacía suponer que había sido uno más de sus muchos ligues de una noche. Pero George era mejor que dos padres para mí, así que nunca lo eché en falta.
Ahora, conduciendo por la autopista, he visto la salida que había tomado la maltrecha camioneta verde de George cuando me dejó tantos años atrás. Los recuerdos se agolpan en mi memoria, tan vívidos como si estuvieran acaeciendo en tiempo real.
El autobús se retrasaba. Recuerdo que yo estaba impaciente, deseando hacer borrón y cuenta nueva y que mis abuelos se subieran al camión y se fueran de una vez por todas, la forma en que George se paseaba y hacía sonar el cambio en su bolsillo me estaba volviendo loca. También recuerdo que me preocupaba que se marcharan y que el autobús no llegara. ¿Y si ya lo había perdido? En Asheville no había una terminal propiamente dicha, solo un punto de recogida y bajada frente a una gasolinera. ¿Y si era la gasolinera equivocada?
Por fin, se oyó el rugido del autobús al doblar la esquina. La larga espera dio paso al ajetreo, el recuento de maletas y las preguntas apresuradas sobre los paquetes de ropa interior nueva que Adele había dejado en mi cama la noche anterior. Y, de pronto, el autobús estaba en la parada, eructando gases de escape, y el conductor estaba levantando una puerta en la parte inferior de la bestia —rápido, rapidísimo— y cargando mis maletas en el maletero antes de volverla a cerrar de nuevo con un estruendo impaciente y decir que teníamos que ponernos en marcha, que tenía que recuperar el tiempo perdido.
Recuerdo la sacudida de euforia que sentí, la euforia de la aventura y los nuevos comienzos. Y recuerdo la última ronda de abrazos, el brillo húmedo en los ojos de George y cómo me plantó un billete de cien dólares en la mano recordándome que le llamara en cuanto llegase a Nueva York. Y a Adele poniéndome las manos en las mejillas e inclinándose hasta que estuvimos nariz con nariz, diciéndome: «Te quiero, te quiero, te quiero», y a mí diciéndoselo a ella.
Recuerdo que al seguir al conductor hasta la puerta y poner el pie en el primer escalón, un chillido me interrumpió, y que al volverme vi a Adele corriendo hacia mí en sus zapatos de vestir con pasos cortos y rígidos, sus rizos plateados rebotando a cada paso.
—¡Tu almuerzo! ¡Tu almuerzo! ¡Que se te olvida! —gritó, y me tendió una bolsa de la compra con provisiones para una semana—. Cómete primero la ensalada de huevo —me dijo—, para que la mayonesa no se eche a perder. Y luego el queso al pimentón. Deja la crema de cacahuete y la mermelada para el final. No te olvides.
—No lo haré.
—Siéntate junto al conductor —aconsejó—. Y cuidado con los machacadores.
—¿Qué son los machacadores?
—Hombres con abrigo y manos errantes.
Me reí.
—Te quiero.
—Yo a ti más.
—No te preocupes, Adele. Estaré bien.
—¡Oh, lo sé! —exclamó y me apretó las manos—. ¡Por supuesto que sí! Te esperan grandes cosas, Esme. Grandes grandes cosas.
Encontré un asiento junto a una ventanilla en la parte de atrás. Mis abuelos permanecían en la acera, sus sonrisas tensas reflejando su determinación de no llorar. Los saludé con la mano y los ojos secos, pensando que estaban demasiado afectados. Al fin y al cabo, no es que no fuera a volver nunca. Cuando viniera de visita, tendría éxito, sería feliz y, posiblemente, famosa, y ellos estarían orgullosos de mí.
Pero a medida que el autobús se alejaba, sentí una repentina punzada de…, no era exactamente remordimiento, más bien como un deseo de que las cosas hubieran sido diferentes, de no haber vivido el tipo de vida que me convirtió en la clase de persona que aceleraría su plan de salida para evitar a su propia madre, la madre a la que no había visto en casi una década. El cielo sabía que yo tenía mis razones. También mis abuelos, y por eso Adele no me había instado a retrasar mi partida. Porque ¿qué sentido tendría? Si me hubiera quedado una semana más, o incluso dos, no habría supuesto ninguna diferencia. Robyn había tomado sus decisiones y ahora yo estaba tomando la mía, la decisión de olvidar el pasado y centrarme en mi futuro.
Me puse de rodillas sobre el asiento, apoyé la palma de la mano en la mugrienta ventanilla y estiré el cuello para no perder de vista a mis abuelos durante el mayor tiempo posible. Adele tenía razón, me esperaban grandes cosas. Estaba segura. Todo lo que tenía que hacer era trabajar duro y ceñirme a mi plan.
Todo es perfectamente sencillo cuando tienes diecinueve años.
1997
Carl Zinfandel, cincuentón y medio calvo, con manos como jamones y un anillo de graduación de 1962 en uno de sus carnosos dedos, vestido con camisa de manga corta y una corbata de rayón a rayas que le colgaba un palmo por encima de la hebilla del cinturón, parecía más el encargado de una tienda de comestibles que un editor sénior de una importante editorial neoyorquina. En suma, no era para nada lo que esperaba.
Pero quizá él estuviera pensando lo mismo de mí.
Soy bajita y la silla frente a la mesa del señor Zinfandel era extrañamente alta. Me senté ahí, con los pies colgando, mientras él leía mi currículo.
Teniendo en cuenta su escaso contenido, me sorprendió que tardara tanto. Me había pasado la noche en vela escribiéndolo, rellenando mi escaso historial laboral con una lista de premios de escritura y utilizando la tipografía más grande que encontré para salir razonablemente airosa.
Bajé la vista a mi regazo y fruncí el ceño. El lino había sido un error. Al sentarme, mi vestido se plisó en una docena de arrugas desiguales. Y no quería ni imaginarme cómo llevaría el pelo. Después de los ojos verdes que heredé de Adele, mi melena de rizos castaños era mi mejor característica, pero con la humedad se encrespaban en una maraña a medio camino entre el estropajo de aluminio y el nido de pájaros.
Me pasé la mano por el pelo, pensando en cuántos de mis autores favoritos habían sido publicados por Dorne y Merrill —E. Foster Lewellyn, Rita Harris-Crown, Oscar Glazier— y en lo increíble que sería trabajar aquí. O, bueno, para ser sincera, en cualquier otro sitio.
El señor Zinfandel se aclaró la garganta y dejó mi currículo sobre el escritorio.
—Así que… en realidad no has hecho nada. ¿No es así?
—¿Perdón?
Estaba preparada para preguntas concernientes a mis fortalezas y mis debilidades, no tanto a la honestidad. Intenté recobrar la compostura, murmurando algo sobre que había estado a cargo de los eventos de autores en la librería cuando el gerente se estaba recuperando de una operación de vesícula (solo había sido una), pero Carl agitó una mano fornida en el aire y me cortó.
—Esa amiga tuya que trabaja en el departamento de diseño, la artística del pelo morado… —Agitó los dedos sobre la coronilla como si se echara polvo de hadas en la cabeza.
—¿Yolanda? Somos compañeras de piso. Me dijo que aquí había una vacante de asistente editorial.
—Sí, Yolanda. Dijo que eras escritora, si no mal recuerdo.
—Sí. Bueno…, lo era. En realidad, nunca he publicado nada.
—¿Tienesalgo terminado?
—En los últimos tres años, he escrito quince novelas de diversos géneros. —Levantó las cejas, esperando el resto de la historia—. Y he recibido doscientos sesenta y ocho rechazos.
Sus cejas alcanzaron nuevas cotas.
—¿En serio?
Sí. De verdad.
¿Quién habría podido imaginar que tenía una capacidad tan infinita para la humillación? Admitirlo era una humillación de otro tipo. Sin embargo, por primera vez desde que entré en su despacho, el señor Zinfandel parecía interesado. Así que cuando apoyó los codos en el escritorio y la barbilla en sus grandes nudillos, hice lo que probablemente nunca se debe hacer en una entrevista: decir la pura verdad.
Le conté cómo me crie siendo hija única de una madre soltera adolescente que encontró su vía de escape en las drogas y el alcohol, y cómo Zip, uno de los muchos «tíos» con los que vivimos a lo largo de los años, me enseñó a leer antes de esfumarse como todos los demás, llevándose consigo todo el dinero del bolso de mi madre, pero dejándome con mi vía de escape, los libros. Le conté que nos habían embargado el coche, que pasábamos hambre cada vez que despedían a Robyn, cosa que ocurría con frecuencia, y el encontronazo con la ley que acabó llevándola a la cárcel y a mí a una casa de acogida. Cuando Carl empezó a compadecerse de mí, me adelanté y le hablé de George y Adele, los abuelos que nunca había sabido que tenía, y de cómo George había conducido toda la noche para recogerme después de que un asistente social le llamara para informarle de mi existencia y mi situación, y me había llevado a casa, al Last Lake Lodge, un rústico complejo pesquero a las afueras de Asheville.
—¿Y vivisteis felices para siempre? —preguntó Carl, echándose hacia atrás en su silla, aferrando los reposabrazos de cuero agrietado y haciendo crujir los muelles.
—Sí y no.
Sin entrar en demasiados detalles, le di a entender que empezar en un colegio nuevo de un pueblo pequeño no era fácil, sobre todo cuando tus compañeros se enteraban de que tu madre era drogadicta y estaba en la cárcel. No es justo juzgar a los hijos por los errores de sus padres, pero la gente lo hace. Por eso es tan importante hacerse un nombre y una reputación. Yo lo supe desde muy joven. Lo que no sabía, al principio, era cómo hacerlo.
Durante una compra de ropa escolar en Asheville, poco después de mi llegada a Carolina del Norte, Adele decidió que debíamos pasar por la librería. Oscar Glazier estaba allí, firmando ejemplares de Amanecer rojo y acero frío. Estaba emocionada, atónita al ver por primera vez a un autor publicado. El libro era una trepidante aventura para adultos y estaba muy por encima de mis posibilidades, pero Adele me compró un ejemplar de todos modos haciéndome prometerle que no lo leería hasta los catorce años. Rompí mi promesa casi de inmediato. Menos importante que el libro era el hombre que lo escribió. El señor Glazier ni siquiera levantó la vista al firmarme el ejemplar, pero el encuentro cambió algo en mí, abrió una puerta en mi mente. Empecé a esconder papel, lápices y una linterna en la funda de mi almohada y a garabatear historias bajo las sábanas cuando tenía que estar durmiendo.
Leer historias me había ofrecido una vía de escape. Escribirlas me liberaba dándome una sensación de seguridad y control, la capacidad de crear mundos en los que las heroínas siempre triunfaban ante adversidades en apariencia inevitables, siempre. Mis primeros esfuerzos fueron titubeantes, salpicados de lagunas argumentales y con una ortografía deplorable, pero me enganché. Enseguida empecé a escribir a todas horas, bajo las mantas en la oscuridad de la noche y en mi cabeza a la luz del día. Poco a poco, fui mejorando.
Tras ganar un concurso de escritura para alumnos de sexto curso de todo el condado, mis profesores decidieron que debía saltarme el séptimo curso entero. Esto me convenció de dos cosas: que escribir era mi destino y que era posible acelerar el proceso de crecimiento. Mis abuelos eran cariñosos, amables y comprensivos, pero nunca pude quitarme la sensación de que la infancia dejaba a una persona demasiado a merced de los demás. Incluso a los once años, quizá sobre todo entonces, odiaba ser dependiente, y comprendía que, si tú no te hacías cargo de tu propio destino, otra persona podría hacerlo por ti.
Así que tomé todas las clases de nivel avanzado que ofrecía el instituto, además de clases de preparación a la universidad en verano, me gradué a los dieciséis años, obtuve mi licenciatura en la Universidad Estatal de los Apalaches a los diecinueve y me mudé a Nueva York un mes más tarde, justo después de enterarme de que mi madre había salido en libertad condicional y se mudaba de nuevo al lago, «hasta que se recupere», como dijo George. Cuánto tardaría era un misterio, pero un solo día era demasiado para mí, por lo que cogí el autobús el día antes de su llegada.
Nueva York era como esperaba: bulliciosa, ruidosa y abarrotada, un asalto a los sentidos, con librerías en todos los barrios y personajes potenciales en cada esquina. Pasé mi segundo día en la ciudad plantificada en la escalera del West Side Y, garabateando notas sobre la gente que entraba y salía, convencida de que al menos uno de ellos daría para una buena historia. Pero en Nueva York, incluso la Y estaba fuera de mi presupuesto. Tras ver un anuncio de «Se busca compañera de piso» en el tablón de anuncios de una cafetería, llamé al número y ese mismo día me mudé con Yolanda.
Nuestro apartamento, que compartía el baño con un salón de manicura de la planta baja probablemente fruto de una operación de blanqueo, era en realidad más bien un pasillo intercalado entre otros dos apartamentos y, a todas luces, ilegal. Pero era barato y me gustaba Yolanda, una divertida licenciada en Bellas Artes de espíritu libre que hacía a ganchillo unos extravagantes y raros monstruitos de ojos saltones parecidos a los animales de papel y arcilla de la región mexicana de Oaxaca, que siempre se enamoraba de chicos que no le convenían y a la que le gustaba leer tanto como a mí.
Vivíamos a base de sándwiches de queso, fideos ramen y esperanza. Yolanda trabajaba de camarera en tres restaurantes distintos hasta que encontró una galería dispuesta a comprar sus obras. Yo vendía libros en Barnes & Noble durante el día y escribía hasta altas horas de la madrugada todos los géneros imaginables: romance, suspense, literatura juvenil, fantasía y steampunk. Al principio fue divertido. Yolanda también venía de una ciudad pequeña, y nos encantaba explorar la ciudad, descubrir todo lo que uno podía hacer para entretenerse en Nueva York por menos de dos dólares, diciéndonos que algún día, cuando fuéramos famosas, las historias de nuestros días de artistas hambrientas serían un buen material para una entrevista.
Pero los sándwiches de queso y el ramen cansan con el tiempo. Igual que el rechazo.
Cuando el casero le subió el alquiler, Yolanda aceptó un trabajo como diseñadora gráfica júnior en Dorne y Merrill y acabó gustándole más de lo que había pensado. ¿Quizá a mí también?
Me aclaré la garganta y aclaré mi postura ante la pregunta de Carl sobre vivir felices para siempre.
—Lo que quería decir es que aún no. Pero estoy trabajando en ello.
—¿Y crees que conseguir un trabajo como mi asistente podría acelerar el proceso? —preguntó. Junté las manos sobre el regazo, sin mediar palabra—. ¿Estás segura de que estás preparada para dejar de escribir?
—Absolutamente.
Lo decía en serio. Si no captas la indirecta después de doscientos sesenta y ocho rechazos, ¿cuándo vas a hacerlo? Llegados a este punto, lo único que quería era ser buenaen algo otra vez.
—Bueno. —Carl hizo una pausa para sorber su café—. No serías la primer editora que empieza pensando que es escritora. ¿Qué tipo de libros te gustan?
—De todo tipo. —Me moví hacia el borde delantero de la silla para que los dedos de mis pies, que habían perdido toda sensibilidad, hicieran contacto con el suelo, y enumeré mis favoritos por género. Tardé un buen rato—. Pero… —dije por fin, e hice una pausa para lamerme los labios, preocupada de que lo que estaba a punto de decir fuera algo equivocado—. No me entusiasma la ficción literaria. Al menos la mayor parte. Quiero decir, no es que la odie…
Carl me interrumpió con una enorme carcajada.
—¡Dios mío, yo sí! Pretenciosa, autoindulgente, una ensalada de palabras en su mayoría. Todos mueren y nada pasa. —Golpeó el escritorio con las palmas de las manos y movió el torso hacia delante, como si se dispusiera a saltar por encima de la mesa—. ¿Qué tiene de inteligente escribir un libro que no tiene trama?
¿Era una pregunta retórica? Me miraba como si no lo fuera. Antes de que pudiera formular una respuesta, Carl se reclinó en su silla.
—Si trabajas conmigo, trabajarás en títulos comerciales, los libros que la gente comprade verdad. La edición es un negocio. Y un editor es tan bueno como sus ventas del último año.
¿Si trabajaba con él?
No era definitivo, pero sonaba prometedor. Me incorporé y apoyé las manos en los reposabrazos. El tintineo de mis pulseras le llamó la atención y rio.
—Alguien a quien le gustan tanto las joyas tiene que casarse con un ortodontista.
—Oh, no tengo planes de casarme en un futuro próximo.
Era cierto. Tenía muchas ganas de casarme algún día, pero a su debido tiempo. Si no controlas tu vida, la vida acaba controlándote a ti. Por eso necesitas un plan. Al darme cuenta de que iba a perder el tren de ser publicada a los veintidós años, me reorganicé. Mi nuevo plan era bastante similar al anterior, todavía centrado en Nueva York (a pesar de sus estrechos e ilegales apartamentos reconvertidos en salones de manicura de tapadera, seguía siendo el lugar donde gente increíble vivía vidas increíbles), pero más realista y con un cronograma ligeramente más generoso.
A los veinticuatro tendría una carrera viable e interesante, a los veintiocho me casaría con el hombre de mis sueños, a los treinta y dos compraría un apartamento con jardín privado donde cultivaría flores y un amplio grupo de interesantes y buenos amigos, y a los treinta y cinco formaría una familia, dejando abierta la opción de un segundo hijo dos o tres años más tarde. De momento iba muy retrasada, pero si Carl me contrataba, ¿podría recuperar el tiempo perdido?
—Ni siquiera tengo novio —le aseguré—. Y las pulseras las he hecho yo.
—¿Todas? —preguntó, ligeramente impresionado.
—Hacer joyas es una de mis aficiones. Y coser. Este vestido me lo he hecho yo.
Me pasé la mano por el vestido. Arrugado o no, me encantaba la falda con vuelo, las orquídeas rosas y fucsias y el cinturón fucsia a juego. No era una elección convencional para una entrevista, pero seguro que la gente que trabajaba en el mundo editorial apreciaba lo original. Además, no podía permitirme un traje.
—Sí. —Carl volvió a aclararse la garganta—. No pensé que lo hubieras comprado en la ciudad. No pasa nada, chica. Es bueno que tengas aficiones.
—Oh, sí. Muchísimas. Leer, obviamente. Coser. Hacer joyas. Tejer. La jardinería.
Como no conseguía dominar los aumentos ni las disminuciones, lo único que sabía tejer eran bufandas y mi jardín actual era una lata de café oxidada en el alféizar de la ventana donde cultivaba perejil y cilantro, pero Carl no necesitaba saberlo. Una vez que mi futuro marido y yo compráramos juntos ese apartamento con jardín, me convertiría en maestra jardinera certificada. Y aprendería a hacer pan de masa madre. Y haría una salsa boloñesa realmente increíble. Al igual que los esquemas que había utilizado en mis proyectos de escritura, mi plan de vida incluía títulos y subtítulos.
—Oh, y he estado aprendiendo origami…
—¿Origami? —Carl enarcó sus pobladas cejas.
—Es muy relajante.
—Ajá. —Carl asintió con la cabeza—. Entonces, Esme Cahill, si te pidiera que me propusieras una idea para un libro de no ficción, ¿cuál sería?
—¿No ficción?
Esto debería haber sido lo más fácil del mundo. Yolanda y yo inventamos un juego al que llamábamos «Eso debería ser un libro», en el que cada una proponía un tema que pensara que podría funcionar para un buen libro y luego discutíamos sobre qué idea era mejor. La mayoría de las veces, yo proponía tramas de novela, pero también tenía muchas ideas sobre personas o situaciones reales que bien podrían constituir una lectura interesante. Sin embargo, en el momento en que Carl me pidió que le dijera el título de un libro, todas las ideas que había tenido se me fueron de la cabeza.
—Umm…
—Tómate tu tiempo.
Mi cerebro estaba en blanco. Lo único que penetraba era el sonido del reloj de la mesa de Carl, agotando los segundos y mis posibilidades de conseguir un trabajo de verdad. Pero, entonces…
—¡Oh! ¡Oh, un momento! ¡Ya lo tengo!
—Solo dímelo. No hace falta que levantes la mano.
—Yo… Yo conozco a una mujer que siente los colores. A veces también los saborea. —Carl se inclinó un poco para que yo prosiguiera—. Hace colchas. Cada color que pone en ellas está relacionado con las emociones que ha experimentado en un momento concreto de su vida.
—¿Una mujer que hace colchas con sinestesia? —Carl ladeó la cabeza—. ¿Sabe escribir?
—No lo creo —dije, sinceramente.
—Bueno, es una idea interesante. ¿Sabes?, los editores no siempre nos limitamos a esperar sentados a que los manuscritos aterricen en el escritorio, Esme. A veces nuestro trabajo consiste en coger el teléfono y convencer a la gente para que comparta sus historias.
¿Nuestrotrabajo? ¿Estaba Carl Zinfandel diciendo lo que yo creía?
—Entonces…, ¿quiere que la llame?
Se me cayó el alma a los pies. Adele rara vez hablaba de sí misma, esquivando las preguntas que le hacía con las suyas propias. Si conseguir este trabajo dependía de convencer a mi abuela para que hablara de su vida, estaba condenada.
—El trabajo de un asistente editorial es ayudar —dice Carl—. Responder al correo electrónico, programar reuniones, mantener el engranaje en marcha. Es un trabajo duro. Pero nunca contrataría a un ayudante a menos que creyera que tiene potencial para ocupar mi puesto algún día.
Se quedó callado. Contuve la respiración, presintiendo que se acercaba a su veredicto.
—Eres una joven extraña, Esme. Pero tengo un buen presentimiento contigo. Has tenido que luchar por las cosas que quieres. Eso significa que comprendes lo que es leer: encontrar conexión, saber que no somos los únicos que luchamos, o soñamos. Tienes que entender a los demás antes de entenderte a ti misma.
Se inclinó hacia delante, apretando las palmas de las manos.
—Los editores creamos libros, pero lo que realmente vendemos es esperanza. Si nunca has tenido que depender de ella, si nunca has tenido que averiguar cómo seguir adelante cuando tenías ganas de tirar la toalla, nunca entenderás qué es una historia y por qué la gente la necesita.
Se me erizaron los pelos de la nuca. Carl Zinfandel estaba explicando lo que significan los libros para la gente, pero yo no podía evitar la sensación de que me estaba explicando a mí misma.
Tenía que conseguir este trabajo. ¡Teníaque trabajar para este hombre!
—Eres muy joven. Pero de alguna manera…, de algún modo creo que lo sabes. —Carl entrecerró los ojos y chasqueó la lengua contra los dientes, pensativo—. No, Esme Cahill, no quiero que llames a la tejedora sinestésica. Lo que sí quiero es que vuelvas aquí el lunes por la mañana, vestida… —me miró de arriba abajo— con cualquier cosa menos eso, y que empieces a trabajar para mí.
2009
¿Me he sentido alguna vez en mi vida tan feliz como al salir de la oficina de Carl con la promesa de un trabajo?
Después de tres años de no oír más que no, no y no, ¡alguien del mundo del libro había dicho al fin que sí! Devolví mi pase de visitante al aburrido guardia del mostrador de seguridad, grité: «¡Hasta el lunes!», y bajé prácticamente flotando por la calle 58 Oeste. Estaba emocionada, convencida de que la profecía de Adele se estaba cumpliendo y de que me esperaban grandes cosas.
Durante un tiempo, parecía que sí. Carl era un editor con experiencia y un mentor que me apoyaba y compartía conmigo todo lo que sabía. Al cabo de un par de años, empecé a editar libros por mi cuenta. Gracias a la suerte del principiante, cuando uno de mis títulos entró en las listas de los más vendidos, conseguí mi primer ascenso y un aumento de sueldo, y alquilé un bonito (y legal) estudio en Queens.
¿Establecerme en una carrera viable a los veinticuatro años? Sí, cumplido.
Carl se jubiló y se mudó a Florida cinco años después de que yo empezara a trabajar en DM. Echaba de menos trabajar con él y me preocupaba que mi carrera pudiera estancarse sin su orientación. Sin embargo, edité otros dos best sellers y al año siguiente fui ascendida de editora adjunta a editora, con un aumento de sueldo que me permitió empezar a ahorrar para comprarme una casa. Tras advertir que odiaba la humedad, los bichos y el golf, y que no estaba dispuesto a pasarse el día cenando a las cuatro y esperando la muerte, Carl regresó a Nueva York y abrió una agencia literaria. Quedábamos para comer casi todas las semanas y le compré unos cuantos títulos a lo largo de los años.
Así que sí, mi vida era buena. Y según lo previsto. Lo cual no quiere decir que no tuviera sus contratiempos.
Yolanda, mi amiga y más íntima confidente durante más de ocho años, abandonó DM y Nueva York, desapareciendo sin dejar rastro. El hecho de que ocurriera justo dos días antes de mi boda con Alex y que nunca supiera el motivo hizo que fuera aún peor. Me quedé en la escalinata del ayuntamiento con un ramo de margaritas que había comprado en una tienda de la esquina, escudriñando la acera en busca de Yolanda durante tanto tiempo que casi perdemos nuestra cita con el juez de paz.
No fue la boda que yo había imaginado, eso seguro. Acabamos pagando cinco dólares a una señora vestida con licra roja y zapatillas de casa, a la que encontramos merodeando frente a la oficina del secretario municipal, para que fuera testigo de la ceremonia. Pero estaba hecho. Me había casado con Alex, un hombre guapo, encantador, atlético, perfectamente vestido y arreglado, con un acento de Georgia y unos modales a la altura. Además, con un poco de insistencia, había logrado convencerlo para que nos casáramos una semana antes de mi cumpleaños.
¿Felizmente casada a los veintiocho años? Sí, cumplido.
Bueno, vale… No tan felizmente.
No me malinterpretes, Alex le caía bien a todo el mundo, incluso a mí. Así que, en lugar de lamentarme de que el lado romántico del matrimonio fuera decepcionante, me centré en la suerte que tenía de estar casada con un hombre que me parecía más un amigo que un marido. Ningún matrimonio es perfecto, ¿no? Pensé que la pasión no era más que un factor en una enorme y compleja ecuación y que, aunque no fuéramos totalmente felices, lo éramos suficientemente.
Pero las matemáticas nunca fueron mi fuerte. Y, por lo visto, captar las señales tampoco.
El aspecto más embarazoso de mi divorcio es cuando la gente se inclina, baja la voz al mínimo y te dice en un susurro: «¿Así que sinceramente no lo sabías? ¿O lo sospechabas? ¿Un poco al menos?».
Que conste en acta que no, no sabía que mi marido era gay. Para ser justos, creo que Alex tampoco, no al principio. O quizá intentaba nosaberlo. Quizá nos engañábamos los dos. Lo único que sé con certeza es que un hermoso sábado arrastré a Alex a una jornada de puertas abiertas de un adorable apartamento con jardín en Queens. Necesitaba algunas reformas y tenía un precio desorbitado, pero era la casa de mis sueños, o lo sería una vez la reformáramos. El hecho de que hubiera salido al mercado seis meses antes de mi trigésimo segundo cumpleaños me pareció un buen presagio. Soplaría las velas y tacharía otro hito de mi lista, justo a tiempo.
¡Cumplido!
Pero justo cuando estábamos a punto de cruzar una puerta en la que un agente inmobiliario había clavado un cartel rojo con un tipo de letra realmente feo que rezaba: «¡Bienvenidos a vuestronuevo hogar!», Alex me tiró de la manga.
—Esme, hay algo que tengo que decirte…
Por si no lo sabías, «hay algo que tengo que decirte» nunca es preámbulo de buenas noticias. Jamás.
Debería saberlo. En el infernal año y medio que ha pasado desde que Alex me informó de que nuestro matrimonio era una farsa, he cubierto el cupo de malas noticias. Para empezar, la debacle del divorcio. Cuatro años es tiempo suficiente para que separar tu vida de la de otra persona sea un procedimiento terriblemente complicado y costoso. Y aun cuando tu matrimonio estuviera basado en una mentira y careciera por completo de pasión, los aspectos emocionales del divorcio tampoco son moco de pavo.
Por un lado, estaba furiosa con Alex. Por otro, echaba de menos tenerlo cerca. ¿O tal vez solo extrañaba tener a alguiencerca? Es difícil de saber. En resumidas cuentas, la soledad es un asco. Ya no estoy enfadada con Alex, no como antes. Ojalá hubiera sido un poco más consciente de sí mismo; ojalá lo hubiéramos sido los dos. Además, cuando tu matrimonio acaba como acabó el mío, convirtiéndose rápidamente en la comidilla de las burlas y risitas de la gente, de esa gente que creíaseran tus amigos…, bueno, ahí es cuando empiezas a preguntarte si alguna vez has tenido amigos. O si alguna vez los tendrás.
El trabajo siempre había sido mi automedicación preferida, pero tampoco iba bien. En parte fue mala suerte. ¿Quién iba a predecir un brote de la enfermedad de las vacas locas la misma semana que publicamos Cocina para carnívoros? Con todo, no era la única editora cuyas ventas habían caído. Los libros son una de las primeras cosas que la gente recorta en una recesión.
Sin embargo, para ser totalmente franca, no fue solo mala suerte, ni siquiera la economía. Aunque hacía todo lo posible por poner buena cara, no podía encontrar alegría en mi trabajo, ni en ninguna otra cosa.
Y hace ocho meses, las cosas empeoraron. Fue entonces cuando Adele llamó.
—Esme, quiero que vengas a casa para Acción de Gracias.
Me excusé diciendo que tenía mucho trabajo, lo cual era cierto.
—¿Por qué no venís George y tú? Tendré que estar en la oficina, pero puedo apañar mis reuniones para que podamos hacer algo de turismo y compras. Podríamos ir al desfile de Acción de Gracias y quizá pueda conseguir entradas para las Rockettes. ¿Qué te parece?
Pensé que daría saltos de alegría. Adele y George habían venido a Nueva York tres años atrás y a ella le había encantado, había comprado tanta tela en el distrito de la moda que tuvo que comprar otra maleta para poder llevársela a casa, y había quedado tan maravillada con el famoso Espectáculo de Navidad del Radio City que acabamos yendo tres veces en cinco días.
—No, no, no —insistió—. Esme, entiendo que no te guste pasar tiempo cerca de tu madre, pero necesito que vengas. Tengo algo que decirte.
Como era de esperar, Robyn Cahill nunca había conseguido «recuperarse» tras salir de la cárcel, y seguía viviendo en el lago a expensas de George y Adele.
Aunque había programado adrede mi partida a Nueva York para evitar ver a mi madre, nuestros caminos se cruzaban cada vez que iba al lago de visita. Por el bien de los abuelos, siempre me esforzaba por ser cortés con Robyn, esfuerzos que no siempre eran correspondidos. Eso, unido a mi siempre interminable horario de trabajo, era la razón por la que rara vez volvía a casa. Sin embargo, en ese momento, tratar con Robyn era menos preocupante que el tono tenso de la voz de mi abuela. Algo no iba bien aquí.
—Adele, ¿qué pasa? ¿Estás bien? ¿Y George?
—Estoy bien —me aseguró—. Y George está… George también está bien. Pero quiero que vengas a casa unos días. Hay algo para lo que necesito tu ayuda, algo que no puedo hacer sola.
—De acuerdo —dije con voz firme—. ¿Pero no puedes contármelo primero?
—Si fuera buena contando las cosas, no necesitaría tu ayuda. —Soltó una pequeña carcajada, volviendo a ser más ella misma—. No es nada tan terrible o inesperado, lo juro. Es solo…, solo la vida. Pero necesito tu ayuda, Esme. Hay cosas que debo enseñarte, conversaciones que solo se pueden tener cara a cara. —Hizo una pausa, cogió aire—. Así que vendrás.
Lo habría hecho. Pero no tuve ocasión. Cinco días más tarde, Adele murió de un derrame cerebral. No lo podía creer. Tenía ochenta y tres años, pero, de alguna manera, estaba convencida de que seguiría ahí por siempre. Tal vez eso explique que pudiera mantener la compostura al enterarme, porque no parecía real.
George me llamó para contarme lo ocurrido, pero estaba tan angustiado que tuvo que pasarle el teléfono a Robyn. Después de colgar, metí algunas cosas en una bolsa y cogí un taxi al aeropuerto JFK. Por suerte, había un asiento disponible en un itinerario que acabaría llevándome a casa, pero tuve que cambiar dos veces de avión y pasar cinco horas en el aeropuerto de Atlanta. Llegué tan pronto como pude, cogí un taxi directo a la funeraria para reunirme con George y Robyn, y pasé los cuatro días siguientes ocupándome de los preparativos, tan ocupada que apenas tuve tiempo de pensar, lo cual era de agradecer. De haberme parado a intentar procesar lo sucedido, habría perdido la cabeza por completo y no le habría sido útil a nadie.
Esa parte no llegaría hasta más tarde, tras volver a Nueva York.
La presentación de novedades, una reunión trimestral de varios días en la que los editores presentan su lista de futuras publicaciones, es un acontecimiento importante en el mundo editorial. Es la primera y mejor oportunidad que tiene un editor de entusiasmar al departamento comercial con sus títulos y empezar a crear una corriente interna de apoyo a un posible gran éxito de ventas. Yo tenía nueve libros cuya publicación estaba prevista para la primavera siguiente, así que me puse a preparar mis presentaciones en cuanto volví de Asheville, metí mis emociones en una caja y tiré la llave. Al principio, mi concentración dio sus frutos. Mis presentaciones fueron sobre ruedas. Cuando terminé, Stephanie Mandela, la directora editorial, me dedicó una sonrisa y un gesto con la cabeza que parecía decir: «Así se hace, gente. La vieja Esme ha vuelto».
De modo que cuando me senté, me sentía bastante bien. Acto seguido Camille Espinoza se levantó para presentar su libro, una historia sobre una divorciada cuyas heridas emocionales se curan tras adoptar, de manera incidental, un perro callejero. No era un argumento especialmente original; he leído variaciones de esa historia infinidad de veces. Pero cuando Camille describió cómo el perro se lanzó a la calle para salvar a la mujer de ser atropellada por un coche que venía en dirección contraria, para acabar siendo arrollado en su lugar, empecé a moquear, luego a llorar y después a sollozar sin control.
La reunión se detuvo por completo. Durante diez segundos que a mí me parecieron diez años, mis colegas se limitaron a mirarme fijamente. Luego Camille me dio un clínex y Stephanie me sirvió un vaso de agua. Me recompuse lo suficiente como para bebérmelo sin atragantarme, musité una disculpa y salí de la sala.
Me tomé unos días y pasé gran parte de ellos en la cama, durmiendo y llorando. Tras agotar todas las vacaciones que me quedaban (la primera vez que lo hacía), volví a la oficina.
Recuerdo que cuando entré en el ascensor y pulsé el botón de la decimoctava planta, me sentí aliviada, pensé que todo iría bien si conseguía volver al trabajo y reanudar mi vida normal. Pero no fue tan fácil. Aunque cumplía todos mis plazos, el malestar se negaba a desaparecer. La mayor parte del tiempo me limitaba a seguir la rutina. Al cabo de un par de meses, Stephanie me llevó a comer y me sugirió que «hablara con alguien».
Cuando digo que en Nueva York todo el mundo tiene un terapeuta, no exagero. En el Upper West Side, hasta los perros tienen terapeutas. De ahí mi escepticismo. Con todo, la terapia me ayudó a comprender el alcance de mi dolor. Había perdido muchas cosas en el último año: a Adele, a Alex y mis sueños. Nada salía como yo pensaba.
Sin embargo, saber que Darius Ebersoll se retiraba ayudó algo más.
El trabajo siempre ha sido mi antídoto contra el dolor. Estaba convencida de que ser ascendida al puesto de editora sénior que Darius dejaba vacante aliviaría el mío, dándome la oportunidad de encarrilar mi vida y salir victoriosa de las fauces de la derrota. Aunque sabía que era una posibilidad remota, me metí de lleno en el trabajo, intentando demostrar que podía ocupar el lugar de Darius. Había sido el editor de Oscar Glazier durante veinte años, así que cuando me dieron el trabajo de editar el nuevo manuscrito de Oscar, me pareció una buena señal. Y tres meses después, cuando, a la vuelta de sus vacaciones, Stephanie dijo que quería verme, tenía claro que era para decirme que me habían ascendido. En cambio, lo que pasó fue…
Bueno, un acontecimiento tan fenomenalmente humillante que no quiero pensar ni hablar de él, y al que ahora simplemente me refiero como «El Incidente», un fracaso más espectacular y desmoralizador que todos mis rechazos anteriores juntos y que terminó, no con un ascenso, sino conmigo metiendo doce años de recuerdos en cajas bajo la atenta mirada de un guardia de seguridad, siendo expulsada del único trabajo real que había tenido y haciendo lo único en lo que realmente había destacado. Tras dos meses de infructuosa búsqueda de empleo, me tocaba renovar el contrato de alquiler y advertí que no tenía más remedio que volver a casa con el rabo entre las piernas: divorciada, deprimida y en paro, un fracaso a todos los niveles.
—Deja de decir eso —me ordenó Carl, frotándose la corbata con una servilleta de papel para limpiarse la sopa que había derramado durante la comida de despedida en su cafetería favorita del centro—. Y deja de dar lástima. Esto es solo un contratiempo, chica. Un desvío, no un destierro. Volverás.
—No si no encuentro trabajo —me quejé—. He presentado solicitudes en todas partes y para todo.
Bueno…, todono.
Durante unos quince minutos, me planteé cambiar de sector y solicitar el puesto de jefe de proyecto de control de transformación de la planificación, que «apoyaría la evolución de las iniciativas de transformación dentro de las iniciativas de planificación, colaborando con los accionistas para impulsar la ejecución y garantizar que la definición del alcance de la iniciativa cumpla los objetivos de armonización». Sin embargo, justo antes de pulsar la tecla de «enviar» tuve un momento de lucidez al darme cuenta de que lo único peor que ser rechazada para este trabajo sería que me contrataran para hacerlo.
Aparte de eso, había presentado mi candidatura a puestos para los que no estaba ni remotamente cualificada y no había conseguido ni una sola entrevista.
—Es por El Incidente —murmuré—. Nunca perdonaré a Oscar. Jamás.
Carl dejó de sorber la sopa el tiempo que tardó en poner los ojos en blanco.
—Otra vez con el drama. Aquí no hay ninguna conspiración, Esme. Oscar no ha tenido nada que ver. La economía está fatal, las ventas de libros se han hundido, DM ha tenido que recortar personal y tú has publicado un libro de cocina sobre carne durante un brote de vacas locas.
—¡Eso no fue culpa mía!
—¿Qué tiene que ver la culpa? Se trata del momento —dijo, luego dejó la cuchara—. Esme, ¿qué te dije? El primer día que nos conocimos, cuando entraste en mi despacho con un vestido hecho por ti y tu currículum inflado, ¿qué te dije?
—Un editor es tan bueno como sus ventas del último año —murmuré.
—Exacto. Sé que estás enfadada, pero llevas años yendo a cien por hora con la cabeza ardiendo. Esta es la oportunidad para coger aire, hacer balance.
—¿De qué?
—De tu vida. —Me tendió medio panecillo, invitándome a probarlo. Negué con la cabeza—. Entiendo cómo te sientes; yo también he estado en tus zapatos, ¿recuerdas? Lo llamaron jubilación anticipada, pero estaba claro: o lo coges o estás despedido. Retrospectivamente, fue lo mejor que me pudo pasar. De lo contrario, nunca habría abierto la agencia.
—Para mí es diferente, Carl. Ser editora es todo lo que siempre he querido hacer.
—No todo—me recordó.
—Por favor. Eso no cuenta —dije, descartándolo con la mano—. Era una niña. Escribir era una fantasía. Y para más inri, se me daba mal. Nadie me publicaría, nadie.
—Después de doce años de experiencia de vida y como editora, ¿no crees que puedes haber mejorado algo?
Carl siempre había sido de los que ponen buena cara al mal tiempo. Yo también lo era, casi siempre. Sin embargo, mi éxodo temporal de la ciudad era una cuestión de supervivencia, no de reinvención ni de hacer balance. La única razón por la que volvía a casa era porque mi contrato de alquiler había terminado y mi indemnización no me iba a durar eternamente. Pero en cuanto encontrara otro trabajo, volvería a Nueva York e intentaría reconducir mi descarrilada vida…, siempre y cuando para entonces la Tostadora no hubiera petado del todo.
Cada vez que cruzaba un estado, descubría un problema nuevo. Al entrar en Nueva Jersey, descubrí que el aire acondicionado olía raro y solo funcionaba a veces. Entre Pensilvania y Delaware, advertí que los amortiguadores estaban estropeados. Al entrar en Maryland, empezó a traquetear cada vez que aceleraba. Tras pasar la noche en un motel de Virginia y levantarme antes del amanecer con la esperanza de salir temprano, me di cuenta de que solo me funcionaba un faro.
Por eso tenía que llegar a Last Lake antes de que oscureciera. Pero también tenía que comprar de camino pasta de dientes y espuma para el pelo. Si no recordaba mal, cerca de allí había un Harris Teeter donde podría conseguir lo que necesitaba.
Faltaban tres horas para la puesta de sol, pero cuando salí de la autopista y giré a la izquierda en una carretera comarcal, el día se oscureció de repente. Mi coche estaba envuelto en un denso banco de niebla. La niebla no es inusual en Asheville, pero suele desaparecer por la mañana. Aun así, en ese momento no me resultó tan extraña.
Volutas de vapor blanco y gris se arremolinaban en el aire. Pisé el freno para reducir la velocidad. En ese momento, un gran autobús gris salió de entre la niebla y giró bruscamente a la derecha, justo delante de mí. Jadeante, volví a pisar el freno, deteniéndome bruscamente. El autobús también se detuvo a escasos metros de mí, con los frenos chirriando al subir al bordillo.
La carretera era estrecha y la niebla me impedía ver lo que venía en dirección