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Un elegante y absorbente recorrido por Tokio y sus habitantes. Durante más de 300 años, desde 1632 hasta 1854, los gobernantes de Japón restringieron el contacto con el extranjero, un casi aislamiento que fomentó una cultura notable y única que perdura hasta nuestros días. Durante su periodo de aislamiento, los habitantes de la ciudad de Edo, más tarde conocida como Tokio, confiaban en sus campanas públicas para dar la hora. En su extraordinario libro, Anna Sherman relata su búsqueda de las campanas de Edo, explorando la ciudad de Tokio y sus habitantes y la relación individual y particular de la cultura japonesa -y la lengua japonesa- con el tiempo, la tradición, la memoria, la impermanencia y la historia. A través de los viajes de Sherman por la ciudad y de su amistad con el propietario de una pequeña y exquisita cafetería, que eleva la preparación y el consumo de café a una forma de arte, 'Las campanas del viejo Tokio' sigue voces inquietantes a través del laberinto que es la capital japonesa: una anciana recuerda haber escapado de las bombas incendiarias estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial. Un científico construye el reloj más preciso del mundo, un reloj que no perderá un segundo en cinco mil millones de años. El jefe de la casa shogunal Tokugawa reflexiona sobre la destrucción de la ciudad de sus abuelos: "Una cosa perdida está perdida. Perseguirlo lleva a la oscuridad". El resultado es un libro que no sólo aborda como ningún otro la sorprendente otredad de la cultura japonesa, sino que también marca la llegada de una deslumbrante nueva escritora al presentar una absorbente y seductora meditación sobre la vida a través de la exploración de una gran ciudad y sus gentes. As read on BBC Radio 4 'Book of the Week' Shortlisted for the Stanford Dolman Travel Book of the Year Award Longlisted for the RSL Ondaatje Prize
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Tokio es un inmenso reloj. Sus pequeños callejones y sus grandes avenidas, sus canales y sus templos olvidados, forman la esfera de un gran reloj. Los meses y las semanas marcan el ritmo del tráfico que llega a la capital desde los arrozales del norte. Las horas, los minutos y los segundos de la ciudad se filtran entre los edificios derribados y los que se erigen en su lugar; en las tierras ganadas al mar. El tiempo se cuenta con varillas de incienso, con ledes y con relojes atómicos de celosía. Se mide con las vidas de todos los que se mueven en la línea de metro de Yamanote, que rodea el viejo corazón de la ciudad y, más allá, la llanura de Kantō.
Las campanas
del tiempo
Sonó la campanada de las cinco, sus notas se extendieron por el parque Shiba. Todos los días, por toda la ciudad, los altavoces de Tokio emiten a las cinco en punto de la tarde lo que se llama el bōsaimusen inalámbrico.[1] Es la melodía de una nana interpretada con xilófono que pone a prueba el sistema de transmisión de emergencia de la ciudad. En todo Japón, las melodías varían, pero las emisoras de Tokio suelen tocar la misma canción: «Yūyake Koyake».[2]
La letra dice:
El ocaso teñido de rojo marca el irremediable paso del tiempo,
al oír el tañido de la campana del templo de la montaña
cogidos de la mano, volvemos a casa; también los cuervos.
Ya en casa los niños,
sale la luna grande y redonda;
en los sueños de los pájaros,
el brillo dorado de las estrellas impregna el cielo nocturno.
Los altavoces de la noche no estaban tocando «Yūyake Koyake», sino otra cosa. No reconocí la canción, y me estaba preguntando cuál sería cuando, enroscándose en la transmisión grabada, oí otro sonido: la campana de Zōjō-ji,[3] el antiguo templo cercano a la Torre de Tokio.
Una sola campanada sonó casi como un acorde: una nota aguda que iba bajando de tono y haciéndose más grave.[4] Busqué de dónde venía el sonido y fui hacia él. Al pasar por la triple puerta del templo, pude ver una enorme campana instalada en una torre de piedra abierta y a su tañedor ataviado con ropas de color añil oscuro. Era muy joven. Una gruesa viga de madera, shumoku, colgaba horizontalmente de una cuerda de hilos trenzados de color morado, rojo y blanco. El muchacho se colgó de la cuerda, balanceando el shumoku un poco hacia atrás, y luego otra vez, antes de golpearlo como un ariete contra la campana de bronce de tonos verdosos. Arrastrando la cuerda, el chico echó todo su peso hacia atrás, cayendo y cayendo hasta casi sentarse en el embaldosado de la torre; entonces el retroceso le hizo subir y subir de nuevo. Todo el movimiento parecía una grabación inversa; una caída invertida mágicamente.
Japón es un país de campanas. Cuando era pequeña, alguien me regaló una campana de viento japonesa, un objeto endeble en forma de pagoda: los cinco aleros de los tejados de tres niveles tintineaban con pequeñas campanas y con cinco cilindros huecos colgantes que sonaban cuando se golpeaban entre sí. El hilo de pescar mantenía el juguete. Tal vez porque los hilos eran transparentes, el carillón de viento siempre parecía que estaba a punto de salir volando.
Nadie nunca la colgó y, con el tiempo, los cabos se enredaron hasta no poder deshacerse: su tañido no llegaría a oírse nunca.
Pero la campana fue mi primer Oriente: el centelleo del metal, las notas brillantes, los vientos de la noche.
Después del último toque, el tañedor desenganchó el cordón multicolor, se lo echó al hombro y se dispuso a subir un largo tramo de escaleras hasta desaparecer en el salón principal de Zōjō-ji.
Una pequeña placa metálica en la torre rezaba: «Shiba Kiridoshi. Una de las campanas del tiempo de Edo».
Antes de que Tokio fuera Tokio, se llamaba Edo. Desde principios del siglo XVII, Edo fue el centro político de facto de Japón, aunque Kioto siguió siendo la capital del país hasta 1868, como lo había sido desde el año 749. Al principio, solo tres campanas daban las horas en Edo: una en Nihonbashi, en el recinto de la prisión sito en el corazón de la ciudad; otra cerca del templo consagrado a la diosa de la misericordia;[5] y la tercera en Ueno, barrio próximo a la Puerta del Demonio, en el norte de la ciudad. A medida que Edo crecía (en 1720, más de un millón de personas vivían en la ciudad), el sogún Tokugawa autorizó la colocación de más campanas para medir el tiempo. En Shiba, junto a la bahía de Tokio. Al este del río Sumida, en Honjo. En el distrito occidental de Yotsuya, en el templo del Dragón Celestial. Al suroeste del centro, en las colinas de Akasaka, donde ahora se encuentra el Sistema de Radiodifusión de Tokio. Al oeste, en Ichigaya, cerca del Ministerio de Defensa. Y al noroeste, en Mejiro, donde en 1657 se desató el peor incendio de la ciudad.
Las campanas tocaban las horas para que la gente de la ciudad del sogún supiera cuándo era el momento de levantarse, de dormir, de trabajar, de comer.
Junto a la placa metálica había un mapa que mostraba el alcance de cada campana, una serie de círculos superpuestos entre sí, como la imagen que crean las gotas de lluvia al caer en un estanque quieto. Gotas de lluvia congeladas en el momento que golpean el agua.
Justo antes de morir, en 2003, el compositor Yoshimura Hiroshi[6], [7] escribió un libro titulado Las campanasdel tiempo de Edo (Toshi no oto).
Yoshimura había trabajado como diseñador de sonido. Podía construir un universo entero a partir de un fragmento de música, unos pocos versos, el nombre de una colina, un pozo o un río. En su último libro, Yoshimura quiso describir Tokio tal como lo perciben los ciegos: el sonido de los pasos de los trabajadores que vuelven a casa cruzando el parque de Ueno; el tintineo de las monedas arrojadas a las cajas de ofrendas en los templos y en los santuarios; los abucheos a un torpe tañedor de campanas en el joya no kane, ceremonia de origen budista en la que suenan ciento ocho campanadas para celebrar el paso del año viejo al año nuevo (108 es el número sagrado por el que se libera a los corazones de los defectos mundanos corruptos).
«La ciudad del sogún ha desaparecido casi por completo», escribió Yoshimura. No solo los edificios y los jardines, sino también el paisaje sonoro de la ciudad. En Las campanas del tiempo, Yoshimura recorre a la deriva la vasta ciudad en busca de sonidos que no hayan cambiado en quinientos años. Algunos eran demasiado sutiles para el Tokio del siglo XXI: el sonido de los lotos cuando se abren al amanecer. «Las multitudes se reunían todos los veranos para escuchar el crujido de los brotes que ondulaban en el estanque Shinobazu. ¿Podemos imaginar lo sensible que era la gente de entonces?». Sin embargo, algunos sonidos de Edo aún sobreviven: los vendedores que gritan sus productos en los mercados; las campanas de viento de cristal que son transportadas en carros por la ciudad cada mes de julio; y el tañido de las campanas que dan la hora.
Yoshimura creía que el sonido de las campanas de los templos estaba más relacionado con el silencio que con su tañido. Y que, cuando tocaba, la campana se bebía toda la vida que había a su alrededor.
«El sogún se ha ido, pero puede oírse lo que él oía —escribió Yoshimura—. La nota se abre hacia el exterior. El sonido guarda en su interior el movimiento a través del tiempo».
Decidí seguir a Yoshimura y buscar lo que quedaba de su ciudad perdida. No tomaría las rutas de las autopistas elevadas, ni las vías de la línea Yamanote, que rodea el corazón de Tokio, sino que rastrearía las zonas en las que se podían oír las campanas, el patrón que en un mapa se parece al dibujo que hacen las gotas de lluvia cuando chocan con el agua. El viento podía llevar las notas del tañido de las campanas hasta la bahía de Tokio, o la lluvia podía silenciarlas como si nunca hubieran existido.
Un círculo tiene un número infinito de comienzos.[8] La dirección que había tomado podía cambiar, igual que podían cambiar los círculos trazados en el mapa.
Había límites, pero no eran fijos.
Daibo Katsuji era famoso[9] —aunque durante años no supe hasta qué punto lo era— por su café, y especialmente por la forma en que dejaba caer el agua hirviendo sobre los granos molidos. Vertía una gota, dos gotas, luego tres, hasta que el agua se derramaba en una cascada brillante.
El pelo negro de Daibo estaba cortado como el de un monje. Todos los días se ponía una camisa limpia de un blanco resplandeciente, pantalones negros y un delantal también negro: un uniforme que nunca variaba y que para él era como la túnica de un asceta. Tenía los ojos rasgados y oscuros, y una mancha azul oscuro en el labio inferior, tal vez una marca de nacimiento. Era un hombre menudo, pero no lo parecía cuando estaba detrás del mostrador.
Nadie se tropezaba con el café de Daibo por casualidad. Tenías que saber que estaba allí, antes de aventurarte a subir las estrechas escaleras que llevaban a él. El local era pequeño —solo veinte sillas—, el tipo de rectángulo estrecho que los japoneses llaman nido de anguila.
Tokio es una ciudad inquieta que nunca descansa, donde todo cambia y vuelve a cambiar, pero eso no ocurría con el café de Daibo. Siempre había permanecido inmutable.
Era un pequeño café situado en un primer piso, encima de un restaurante de barra de ramen que ocupaba la planta baja. Luego, el local de ramen se convirtió en una taquilla para dejar el equipaje. Antes de que existiera el restaurante, había una tienda. El piso de encima del café lo ocupaba un vendedor de espadas, y en el último piso creo que había un vendedor de netsuke: miniaturas de formas distintas talladas en hueso o madera.[10] Uno tras otro, los inquilinos del edificio se fueron jubilando o cambiaron de ubicación y el lugar fue quedando vacío, con excepción del café de Daibo. Él nunca dejaba su puesto; solo se tomaba tres días al año en agosto para viajar al norte del país, hasta las montañas de Kita-Kami, en Iwate, donde había nacido.
De un extremo a otro del local se extendía un tosco mostrador de pino que Daibo había recuperado de un aserradero y que, tal como contaba él mismo, «era un tronco flotante».[11]
Todas las mañanas, Daibo tostaba granos de café. Abría las ventanas y el humo del tostadero salía por ellas y bajaba hasta Aoyama dōri e incluso llegaba hasta el cruce de Omotesandō. Verano e invierno, primavera y otoño.
Los granos de café repiqueteaban haciendo un sonido semejante al de un palo de lluvia o al de las bolas de un bombo de lotería cuando gira. Sobre ese sonido de base flotaba el jazz, que Daibo tanto amaba. La música desaparecía ahogada por una sirena, el tráfico, la lluvia, el estridente canto de las cigarras, y luego reaparecía como si nunca se hubiera ido.
Daibo daba vueltas a la manivela de su tostador —que tenía una capacidad de un kilo— con una mano, y con la otra sostenía un libro que iba dejando de vez en cuando para probar el sabor de los granos de café que recogía con una cuchara de bambú ya ennegrecida. Luego, volvía a tomar su libro y seguía leyendo.
«Hibiya»
«Hibiya contiene reliquias de todas las épocas de Tokio: árboles tan antiguos como la ciudad, un fragmento de la muralla del castillo, un templete de música del parque original, una fuente de bronce […]».[12]
EDWARD SEIDENSTICKER
Hibiya
La noche y la ciudad se derramaban por la habitación.
El ala norte del hotel se abría a los bloques de oficinas de Ōtemachi. Frente a mi ventana, una pared ininterrumpida desde el asfalto hasta el cielo y, más allá, superficies de cristal, una tras otra, cada plano vertical roto por paneles cuadrados o rectangulares; en cada marco, una figura humana, y en algunos, dos o tres sombras. Donde las ventanas estaban vacías el resplandor era intenso, y los edificios que se agolpaban contra el hotel podrían haber sido monitores de televisión que, en lugar de proyectar pequeños dramas cotidianos en su interior, me observaban mirando hacia afuera, yo con una mano en las cortinas.
Me trasladé a otra ala del hotel. La nueva habitación daba a Hibiya y a las aguas del Wadakura bori, uno de los fosos que rodean el Palacio Imperial: un laberinto de aguas alrededor de la antigua ciudadela. En lugar de diez mil ventanas, las enormes paredes de piedra seca talladas para construir la antigua ciudadela.
La ciudad había desaparecido.
Me encontraba casi en el corazón de la espiral de canales que rodeaban el palacio, pero no podía verlo.
* * *
—Entiendo que te interesa el concepto de tiempo —me dijo Arthur.
Estábamos sentados ante la larga barra del Daibo, bebiendo café con leche en cuencos de té. Arthur era estadounidense y trabajaba como traductor del japonés al inglés.
—Bueno, pues la palabra japonesa que se refiere al espacio-tiempo es kan.
Yo me puse a ojear mi diccionario con el ceño fruncido.
—¿Y qué ocurre con jikū?
—Esa es justamente la palabra oficial para tiempo —dijo Arthur sonriendo—. Tomas la palabra oficial, la diseccionas y la separas en piezas. Si así consigues algo bueno, ¡bingo!, has ganado.
Donde el inglés, el español u otras lenguas tienen una sola palabra para «tiempo», el japonés tiene una miríada. Algunas se remontan a la antigua literatura de China: uto, seisō, kōin. Del sánscrito, el japonés tomó prestado un vocablo para nombrar la inmensidad, para los millones de años que se extienden hacia la eternidad más allá de nuestra imaginación: kō. El sánscrito también prestó una palabra para la fracción más ínfima del tiempo, la setsuna:[13] «la partícula de un instante». Del inglés, el japonés tomó la palabra ta-imu. Ta-imu se utiliza cuando es necesario cronometrar, como en las competiciones, por ejemplo.
—En Occidente —siguió diciendo Arthur— vemos el tiempo como una progresión de algo abstracto, algo que va yendo hacia un fin que no conocemos y que no podemos ver. Pero tú deberías recordar que el tiempo japonés se cuenta a través de los animales del zodíaco. Los japoneses solían entender el tiempo como un ser vivo.
—No conozco esa historia.
—¿No sabes nada sobre los animales del zodíaco?[14] ¿Nunca has oído hablar de la «gran carrera»? Pues dice así: «Hace mucho tiempo, Buda convocó a todos los animales de la Tierra para que acudiesen a él antes de que dejara este mundo. Pero solo doce animales atendieron a su llamada: la rata, el dragón, el mono, el buey, la serpiente, el gallo, el tigre, el caballo, el perro, el conejo, la cabra y el cerdo. Para agradecérselo, Buda dividió el tiempo en un ciclo de doce años, y luego convirtió a cada animal en guardián de un año». En Oriente, y estamos en Japón, la gente aún se siente conectada con los animales del zodíaco. El año en que naces define cómo y quién eres. Yo nací en 1967, el año de la cabra.
Arthur le dijo algo a Daibo que no comprendí, y él, tras la barra, sonrió.
—También el reloj funciona con el zodíaco,[15] y el cuento de los animales que respondieron a la llamada de Buda contesta a preguntas como: ¿por qué no está el gato entre esos doce animales? (Pues resulta que como la rata no despertó al gato, este perdió la oportunidad de ver a Buda. Y por eso el gato y la rata son enemigos). ¿Por qué la rata llegó la primera? (Esto se explica porque la rata se coló en la oreja del buey y saltó a tierra antes de que el buey saliera del agua y saludase a Buda). Cada animal tiene su propia identidad y una realidad que le acompaña. No olvides que, para la gente del antiguo Japón, la rata estaba en la cocina, no en un libro de imágenes. En los antiguos relojes japoneses, cada número se asociaba también a su propio animal. Y todo el mundo sabe que las historias de fantasmas comienzan así: «Era la hora del buey…».[16] Eso quiere decir las tres de la madrugada. En lo más profundo de la noche. Cuando los fantasmas salen.
Arthur terminó su café. Luego se dirigió a la salida, se detuvo junto a la cabina telefónica y se inclinó ante Daibo. Después, la puerta se cerró tras él y pude verle a través de los cristales mientras se colocaba la mochila sobre los hombros y bajaba por la estrecha escalera a toda prisa. Llegaba tarde.
Daibo y yo empezábamos a conocernos. Después de haber pasado ya unos meses en Japón, por fin podíamos hablar. Yo recitaba diálogos directamente de un libro de conversación de Berlitz. Y cuando no sabía cómo decir algo, utilizaba la mímica para expresarme y que me entendiera.
Siempre, entre frase y frase, había largas pausas mientras yo hojeaba mi libro de frases. Algunas pausas duraban casi un minuto; mientras, Daibo esperaba al otro lado de la barra, sin prisa, expectante.
A Daibo le gustaba la lentitud. Una vez escribió que quería que los clientes se durmieran mientras él les preparaba el café. Daibo había nacido en Iwate, en el extremo norte de Honshu: el país de la nieve. Pero, aunque no era de Tokio, él decía que fue Tokio la ciudad que le había convertido en lo que era.
El poeta inglés James Kirkup, que vivió un tiempo en Tokio en la época de los primeros Juegos Olímpicos de 1964, escribió que los cafés eran «una forma de vida para los estudiantes de Tokio, que escriben cartas, se citan, llaman por teléfono e incluso duermen en ellos». Los cafés tokiotas eran como los clubes de Londres en la época del doctor Samuel Johnson.[17] Pero había que tener cuidado con los «farsantes, tanto japoneses como occidentales», todos garabateando conscientemente poemas o «planeando exposiciones “atrevidas”». Lo cual era un elogio, viniendo de un poeta. Daibo se había hecho mayor de edad en aquellos cafés de jazz de la década de 1960, cuando, en su silenciosa oscuridad, los cafés empezaron a parecerse a los templos sintoístas. Pero, aunque el Café Daibo tenía la quietud y la austeridad de un templo zen, en él reinaba una atmósfera generosa, indulgente; Daibo estaba muy lejos de la severidad sentenciosa del maestro cafetero del emblemático Café de l’Ambre de Ginza. Se rumoreaba que aquel hombre echaba a cualquiera que se atreviera a pedir leche o azúcar para añadir al líquido sagrado sin haberle avisado antes.[18]
Según Kirkup, las cafeterías eran una de las pocas instituciones democráticas de Japón, pues estaban abiertas a todo el mundo. En el café de Daibo, un pintor famoso podía sentarse junto a una colegiala que hacía novillos; el director de orquesta Ozawa Seiji podía estar junto a un cantaor de flamenco; un ejecutivo de publicidad junto a un vendedor de mercadillo. Daibo los trataba a todos por igual.
Daibo decía que el cliente ya tenía que trabajar duro solo para encontrar su café; y que el gran bulevar Aoyama dōri allí abajo era ya un caos suficiente. «Deja que la gente suba las estrechas escaleras, se siente y se despoje de la armadura acumulada durante una semana, o incluso durante toda una vida. Si los dejas en paz y les preparas un buen café —decía Daibo—, entonces, lenta y suavemente, la gente volverá a su verdadero ser».
«Nihonbashi»
«Durante todo el periodo Tokugawa, Nihonbashi era el punto cero desde el que se medían todas las distancias en el reino, y era a través de Nihonbashi que desfilaba cualquier comitiva oficial que llegase a la corte del sogún o partiese de ella hacia el exterior».[19]
THEODORE C. BESTOR
Nihonbashi.
El punto cero
Durante más de doscientos años, la primera y más antigua campana del tiempo tocó las horas desde la prisión de los sogunes Tokugawa. Tres campanadas, doce veces al día.
El reloj y la cárcel eran uno.
—El patio de ejecución estaba por allí —dijo el jardinero, que llevaba una camiseta rosa bajo un mono negro descolorido. Y añadió—: La cárcel llegaba hasta esa escuela de primaria.
El hombre llevaba gafas de sol tipo aviador y su pelo engominado se alzaba formando picos al estilo de una estrella de pop japonés.
La prisión de Kodenmachō se ha reconvertido en parque infantil, la tierra que la sostenía queda ahora oculta bajo una gravilla gris con reflejos metálicos. El lugar desprendía una sensación de espacio aséptico, limpio, como si lo hubieran incinerado o cauterizado todo. Predominaban los tonos monocromos, excepto en las escaleras metálicas que subían al tobogán infantil, que estaban pintadas de un color rojo brillante.
La campana sigue colgada en el piso superior de una torre de ladrillo amarillo pálido, construida al estilo de la Corona Imperial de la década de 1930. La campana de bronce está alejada, inalcanzable. Un dragón se enrosca alrededor de la corona de la campana.
El parque olía a asfalto caliente, a polvo y a lluvia. Unos cuantos salarymen[20] se apiñaban para fumar bajo los aleros del edificio, cerca de la valla de la escuela. En la base del campanario dormía un sintecho. Mientras yo lo observaba, este se dio media vuelta y, acercando las rodillas a la barbilla, adoptó una posición fetal. Más allá había dos pinos y unas cuantas plantas de yuca en parterres apuntalados con rocas grises. Y aún más lejos se alzaban unas piedras toscas grabadas con unos caracteres kanji y, junto a ellas, un obelisco rodeado con unas cadenas de hierro.
Le pregunté al guarda qué quería decir lo que estaba escrito en las piedras.
—No sabría decirle —respondió—. No me interesa.
Se alejó y siguió con su tarea de rastrillar colillas, hojas secas, basura. Las cerdas de la escoba dibujaban remolinos en la pálida arena: un círculo, un cero, trazado en sentido inverso. El jardinero estaba rodeado de esos remolinos, como si fueran ensōs zen,[21] esos círculos casi completos que representan el vacío de todas las cosas.
Uno de aquellos salarymen, vestido con pantalones de traje y en mangas de camisa, se acercó al pabellón de hormigón y le susurró unas palabras al indigente que allí dormía; este fue despertándose poco a poco.
En el parque infantil, además de otros columpios, había tres pequeños balancines de madera ya muy deteriorada en forma de animales anclados al suelo con unos muelles metálicos: un panda, un koala y otro animal de color rojo que resultaba difícil de clasificar.
Cuando volví a mirar la torre de la campana, el vagabundo ya se había alejado de allí y estaba atando sus pertenencias a una carretilla de madera que luego cubrió con una lona de color azul claro. Después la agarró por el asa y se dirigió hacia Dai-Anraku-ji, un templo fundado en la década de 1870 «para confortar las almas» de las decenas de miles de personas que habían muerto en Kodenmachō desde la década de 1610, cuando se construyó la cárcel, hasta 1875, en que se clausuró.
El salaryman tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó aplastándolo con el pie.
Se apoyó en uno de los pilares de la torre y cerró los ojos.
La cárcel era más antigua que el sogunato Tokugawa[22] y sobrevivió a él. Durante más de doscientos años, Kodenmachō albergó la prisión de la ciudad: hogar de carteristas, pirómanos, asesinos, alborotadores, jugadores y disidentes. Las sentencias eran inapelables y las condenas a muerte se ejecutaban de forma inmediata.[23] Un recluso común describió el ambiente de la prisión como «una reminiscencia del periodo de los Estados Combatientes,[24], [25] con hombres desesperados que se animaban unos a otros y aprendían a reír ante la inminencia de la muerte».
Edo también tenía dos campos de ejecución pública,[26] que se encontraban en las puertas norte y sur. A medida que la ciudad creció, también los campos de ejecución se reubicaron más hacia el exterior, siguiendo los límites de la ciudad: desde Shibaguchi a Shinagawa y luego a Suzugamori en el sur; en el norte, desde Asakusabashi a Kotsukappara, en la orilla oriental del río Sumida. Pero la ciudad amurallada dentro de la ciudad que era Kodenmachō permaneció donde estaba. Frente a su Gran Puerta, los criminales eran azotados; en el interior de la cárcel se tatuaba a los condenados[27] mientras esperaban el juicio; o el exilio en las islas penales al sur y al oeste; o la muerte.
«El castigo público en el Japón de los Tokugawa —ha escrito Daniel Botsman— era una forma de teatro popular. Conseguir la representación de un espectáculo horrible era más importante que [infligir] dolor a un malhechor concreto».[28] El sogunato procuraba, sin embargo, llevar a cabo ejecuciones al aire libre solo en los casos de los crímenes más terribles, con el propósito de que la multitud no empatizara con los condenados y se amotinase.
En 1876, ocho años después de que el último sogún Tokugawa dejase la ciudad, la cárcel fue trasladada al oeste, a Ichigaya. Pero incluso después de la desaparición de la cárcel, Kodenmachō seguía siendo considerada una zona impura. Se creía que la propia tierra estaba emponzoñada por el kegare,[29] la contaminación espiritual provocada por los crímenes, las ejecuciones y la sangre vertida.
La escritora Hasegawa Shigure[30] creció cerca del distrito de Kodenmachō, rodeada del sonido de sus herrerías y de los olores de los caracoles de mar fritos y de las tiendas de aceite de camelia. En sus memorias escribió que la gente creía que la prisión era algo sucio, lo que le parecía injusto, ya que «en ella se encerraba tanto a gente inocente como culpable». Cuando se clausuró la cárcel en 1875, los edificios que formaban sus dependencias fueron demolidos y se ofreció a algunas personas de cierto rango, como el padre de Hasegawa, una parte del terreno donde se había levantado la prisión. Este lo rechazó: «Absolutamente no».«Ya da kara, na». No era un hombre débil, escribió Hasegawa: «Era un samurái, y llevaba una espada larga y custodió el castillo de Edo en los meses posteriores a la salida del sogún, cuando la nueva capital del emperador vivía sin ley. Ni por todo el oro del mundo aquel hombre superaría su aversión a aquel lugar que consideraba mancillado».
La madre de Hasegawa le suplicó a su marido que lo reconsiderara: «¡Podríamos ser ricos terratenientes!». Pero él fue inflexible: «He oído los gritos de la gente que torturaban allí sin razón. Y he visto a hombres a punto de ser ejecutados. Vi a uno que era arrastrado por el pelo hasta el patíbulo. Seguía intentando huir. Incluso después de que le cortaran la cabeza, con las manos atadas a la espalda, su cuerpo se movía a pesar de estar muerto. No quiero tener nada que ver con ese lugar».
—¿Ha venido usted aquí porque es cristiana? —me preguntó el monje Nakayama—. Siempre sé cuándo ha estado un cristiano de visita. Suelen dejar lirios blancos en honor al jesuita que fue torturado y ejecutado en esta cárcel.
—Estoy buscando las campanas del tiempo.
—¡Ah, ya comprendo! —dijo el monje mirando hacia la torre de la campana—. Esta solía estar en el castillo de Edo, pero se trasladó a la prisión porque su sonido irritaba al sogún. Ahora solo la tocamos en fin de año. No suena muy bien porque se toca poco, pero cuando se hace a menudo, mejora su sonido.
El sacerdote, Nakayama Hiroyuki, tenía unos ochenta años y había vivido en Dai-Anraku-ji desde los catorce, cuando su familia llegó proveniente de Kioto.
El patio de Dai-Anraku-ji es una especie de delta de aluvión, lleno de objetos traídos de otros templos, de otros lugares y de otras épocas.
Hay un bloque de piedra pulida considerado sagrado por los ainus, el pueblo indígena de Japón. Y contiene el fósil de una serpiente. Se cree que si los enfermos tocan la piedra con la palma de la mano, curarán sus males. El cuerpo calcificado del reptil se curva como un látigo, o como un signo de un alfabeto desconocido.
Hay una imagen de madera de la diosa del conocimiento, las artes y la belleza: Benzaiten[31] la de ocho brazos. Tiene ojos de esmalte y un rostro oscurecido por el humo; a finales del siglo XIX fue a parar a Dai-Anraku-ji durante la restauración Meiji, cuando los templos budistas de todo Japón estaban siendo saqueados y destruidos.
—Esta imagen de Benzaiten tiene mil años. Fue tallada para la esposa de un guerrero del sogún —dijo Nakayama sonriendo—. Cuatro de los brazos de la diosa se restauraron recientemente, y costaron doce millones de yenes cada uno. Cuando los artesanos se pusieron a trabajar en ella, se dieron cuenta de que la cabeza de la imagen podía separarse del cuerpo. Entonces lo hicieron y se encontraron que en el interior había un pequeño rollo de papel en el que estaba escrito el Sutra de la luz dorada.[32], [33] Cuando desenrollaron el manuscrito se dieron cuenta de que tenía una longitud de veinticinco metros de largo. Había nueve sutras más escritos. —Nakayama abrió los brazos—. Así de grande era.
El Sutra de la luz dorada debe su nombre a su decimotercer capítulo, en el que el bodhisattva Ruciraketu sueña con un tambor de oro que «ilumina el cielo como el círculo del sol». Un hombre santo aparece para tocar el tambor que llama al arrepentimiento a quienes lo escuchan. El gobernante que copiara este sutra podría asegurarse de prosperar y de que su reino fuera rico y pacífico, así como de que no hubiera enfermedades o desastres durante su reinado. En el Japón medieval, las copias del Sutra de la luz doradase escondían en los techos de las casas para protegerlas de los rayos y de la mala suerte.
La imagen de Benzaiten tenía su propio pequeño santuario rojo y dorado justo al lado de Dai-Anraku-ji, y frente al lugar donde se ejecutaba a los condenados a muerte. El santuario tenía forma de puerta luna; era todo puerta, casi no había edificio. En la oscuridad que reinaba en el interior, las velas eléctricas parpadeaban, resaltando el pan de oro que cubría las zapatillas de Benzaiten, sus ropas de lentejuelas, los ojos del dragón en su coraza y la fruta en una de sus ocho manos. Los ojos de la diosa brillan, reflejando toda la luz que hay en el lugar.
—El color de la tierra cerca del pozo era diferente —dijo el monje Nakayama—. Más oscuro.
Era el lugar donde los verdugos lavaban las cabezas de los ejecutados una vez decapitados, antes de exhibirlas en picas en las puertas sur y norte de la ciudad. El pozo se utilizó hasta 1964. Nakayama miró las piedras que sellaban el pozo y el agua que contenía.
Estábamos sentados en el suelo de una sala trasera del templo bebiendo té de Kioto. Nakayama se lamentó:
—Podría haber hecho café, pero habría tardado una hora en tostar los granos.
La sala estaba vacía, excepto por una mesita baja lacada en rojo, un kakemono[34] colgado en la pared y un tablero de madera pálida del juego del go. Las pantallas de papel filtraban la luz.
—En 1875, un sacerdote pasó por la antigua prisión Tokugawa de Kodenmachō. Los prisioneros de la cárcel acababan de ser trasladados a Yotsuya y en aquel momento el lugar estaba siendo utilizado como almacén de alimentos. Y en el sitio exacto donde los condenados fueron decapitados, vio que se elevaba fósforo.
—¿Fósforo…? —pregunté sorprendida.
—Se cree que el fósforo emana de las almas de los muertos.
Nakayama estaba tan quieto como la imagen del salón principal de Kōbō Daishi, el monje que fundó la secta budista shingon.[35]
Nakayama parecía no tener problemas para sentarse en la posición seiza: arrodillado en el suelo, descansando las nalgas en los talones y el empeine de los pies tocando el suelo. Mientras tanto, yo estaba intentando no retorcerme por la incomodidad, y no lo conseguía: tenía las rodillas agarrotadas y me dolían las pantorrillas y los tobillos.
Llevábamos más de dos horas así sentados.
—¿Tenía el sacerdote algún familiar que hubiera sido encarcelado o ejecutado en Kodenmachō? ¿Tenía alguna conexión con este lugar?
—Era solo un sacerdote proveniente de un templo cercano a Azabu y Roppongi. Pasó por allí y vio el extraño resplandor del que le he hablado. No tenía ninguna relación con nadie que hubiera sido ejecutado allí.
Le pregunté a Nakayama si pensaba que lo que había visto el sacerdote reflejaba su conmoción: que el viejo orden había cambiado después de doscientos cincuenta años, que de repente cualquiera podía hablar sobre lo que había sucedido dentro de la cárcel.
Nakayama hizo una pausa.
—Bueno, ahora la gente no entiende lo que significa «la combustión del fósforo». Percibirlo es una habilidad, como lo es leer la palma de la mano: aunque algunos aún son capaces de entender lo que está escrito en la mano, ya son muy pocos.
En el oscuro Tokio de hace ciento cincuenta años, durante los últimos tiempos antes de la luz eléctrica, la ciudad se quedaba a oscuras todas las noches. En el siglo XX, en medio del resplandor de faros y farolas, de luces led, de anuncios de neón verticales y de bombillas halógenas, si del suelo brotara la luminiscencia del fósforo nadie se daría cuenta.
El sacerdote entró en un restaurante cercano y pidió a dos hombres que estaban allí un donativo para fundar el templo. Nakayama sonrió.
—Uno era Ōkura Kihachirō. El otro era Yasuda Zenjirō.
Tanto Ōkura como Yasuda eran los fundadores de sendos imperios empresariales que se encontraban entre los primeros zaibatsu[36]de Japón, los influyentes conglomerados empresariales que dominaban la industria japonesa antes de la Segunda Guerra Mundial. El religioso fundador de Dai-Anraku-ji tuvo suerte o astucia, o ambas cosas a la vez.
—¿Así que cree que el primer sacerdote del templo realmente vio algo?
Nakayama jugó con las cuentas de su pulsera de oración.
—Yo no estaba allí. No sabría decirlo.
«La escuela infantil que está aquí delante se derribará pronto», me dijo Nakayama. El distrito no tenía suficientes niños para llenar sus aulas. En su lugar se construiría un asilo de ancianos.
Durante la renovación, los equipos de construcción descubrieron los cimientos de la antigua prisión. Nakayama quería que aquellos restos fueran declarados patrimonio de la humanidad.
—Podías ver dónde se abastecían de agua los prisioneros y también los reducidos espacios donde dormían. Podías ver las cocinas donde se les preparaba la comida y el lugar donde se bañaban las pocas veces que tenían la oportunidad de hacerlo. Los condenados a muerte eran ejecutados siempre en el mismo lugar. Nunca cambió.
El monje quería que se mantuviera la conexión entre la época actual y la pasada. Conservarlo.
Una vez se desenterraron las ruinas, la empresa constructora presionó para que el edificio del asilo no solo siguiera adelante, sino que las obras se aceleraran.
—Me dirigí al Gobierno Metropolitano de Tokio[37] para pedir que se conservara la prisión —me dijo—, pero me respondieron que no podían proteger aquellos restos, que la decisión era competencia del distrito. Vinieron unos arqueólogos a estudiar las ruinas, y dos premios Nobel apoyaron la conservación del patrimonio histórico, pero cuando el consejo del distrito sometió la decisión a votación, el resultado fue cuarenta contra uno a favor del hogar de ancianos.
El único voto en contra fue el de Nakayama.
—Usted debió de enfrentarse a una situación terrible —comenté, preguntándome cómo decir «derrota aplastante» en japonés. En esta lengua hay muchas formas de referirse a la derrota, si bien no tantas como para referirse al tiempo. La forma en que se pierde y cómo se pierde es importante.
—Sí —respondió Nakayama—. Mirando las ruinas podías entender, de un solo vistazo, cómo vivía aquella gente.
—Lo siento —murmuré.
—Hice una petición pública y el distrito decidió conservar los muros de piedra. Había la posibilidad de colocar un suelo de vidrio para mirar hacia abajo y ver los restos de la cárcel.
—¿Cómo consiguió que el distrito estuviera de acuerdo en eso? —pregunté pensando en la oposición de Nakayama, que era de cuarenta contra uno.
Parecía satisfecho:
—Bueno, el jefe de la junta realmente quería retirarse con un cierto rango, con ciertos honores. Y si hubiera habido una sola queja contra él, no lo habría conseguido.
Miré a Nakayama sentado al otro lado de la mesa lacada.
—¿Una única queja podría haberle perjudicado? —inquirí.
Nakayama asintió.
Aparté la mirada de él y la dirigí al tablero de go que estaba en la esquina. Me pareció lo más hermoso que había visto en Japón o en cualquier otro lugar: luminoso y austero a la vez. El go es un juego de estrategia en el que un participante trata de rodear las piedras del adversario con las suyas.
—No me gustaría jugar al go contra usted —dije.
—Ese tablero es demasiado bueno para usarlo —dijo encogiéndose de hombros. Seguía sonriendo. Casi sentí pena por el viejo jefe de distrito.
—Entonces, es un tablero para usar solo cuando se sueña.
—Es una pena que no hayamos podido conservar la antigua prisión. Se podía ver cómo era a principios del año 1600. Se incendió doce veces, y después de cada incendio se reconstruía tal y como había sido a partir de los planos.
—Incendios…
Visualicé a los guardias, los muros, los candados de hierro. A la gente que estaba allí encerrada… Nakayama dejó de sonreír.
—Bueno, cuando la ciudad ardía, los guardias de la prisión abrían las puertas y dejaban salir a todos los presos. Cuando se sofocaba el incendio, estos tenían tres días para volver.
Levanté las cejas en señal de asombro.
—Pues sí, volvían. Todos volvían siempre.[38] Si no volvías…, acababan encontrándote. Y te mataban. Era mejor entregarse.
El dramaturgo de kabuki del siglo XIX Kawatake Mokuami[39] creció en Nihonbashi, a solo diez minutos a pie de la prisión de Kodenmachō. En una obra tardía suya (Cuatro mil piezas de oro, como hojas de ciruelo), que trata sobre un samurái que fue sorprendido cuando estaba robando en la caja fuerte del sogún, Mokuami traslada con su historia a su público al interior de la antigua prisión.[40] El autor teatral entrevistó a hombres que habían estado en la cárcel —tanto guardias como convictos—, y escribió sobre el lenguaje secreto de los reclusos y sus rutinas, sobre sus jerarquías y sus códigos de honor. La escena de la cárcel se abre con un pobre campesino que es obligado a bailar desnudo para que los hombres que le rodean puedan divertirse y durante un rato olvidar el hambre. Con un contenido extra de crueldad, Mokuami hace que el hombre baile al ritmo de la llamada de un vendedor de dulces que llega desde el exterior de las murallas de la prisión, pues el barrio de Kodenmachō era famoso por sus tiendas de dulces. «¡Los mejores dulces! ¡Las golosinas más sabrosas!», canta el actor llorando.
Durante doscientos cincuenta años, la prisión fue un lugar de horrores y de misterio. Mokuami representó a los recién llegados al ala oeste («la más infame de todas») arrastrándose a través de la puerta y luego pasando agachados entre las piernas abiertas de otro recluso, un ritual que tenía como fin que todo nuevo recluso comprendiera que, cualquiera que fuera su estatus en el exterior, desde ese mismo momento lo había perdido, ya no era nadie. Mokuami retrató al jefe de la sala que supervisaba a los presos subido a un montículo formado por los tatamis apilados que correspondían a los más débiles de entre ellos, los convictos menos importantes, que estaban hacinados en un espacio llamado el «Camino Lejano». El dramaturgo escribió sobre la enfermedad y el hambre, sobre los muchachos jóvenes y bellos que trataban de defenderse de los más fuertes; escribió sobre los viejos resentimientos que se resolvían con palizas; habló de los recién llegados, que eran castigados si no tenían dinero para protegerse en el interior del recinto. «Tu destino en el infierno depende de tu dinero —escribe Mokuami, en una de las frases más citadas de la obra—. Este es el infierno número uno. No hay un número dos».
Tal y como lo retrató Mokuami, Kodenmachō era un espejo cóncavo[41] de la ciudad más allá del foso que la rodeaba: sus rituales, sus jerarquías, sus protocolos. Los reclusos estaban divididos según su clase y su estatus: los samuráis, cuyo rango les daba derecho a una audiencia con el sogún, vivían en dependencias especiales por encima de la planta baja. Los monjes budistas, los sacerdotes sintoístas y las mujeres también se alojaban en esas dependencias superiores. Pero abajo, en el Camino Lejano, un preso común que hubiese llegado sin dinero podía verse obligado a compartir un solo tatami con otros seis o siete hombres y, a menudo, no tenía casi nada que comer.[42]
En Cuatro mil piezas de oro, el ladrón de cajas fuertes de Mokuami es admirado por su audacia y por su pericia. El jefe de la prisión le ofrece un elegante kimono y un fajín para que lo lleve el día de su ejecución. «Mereces morir con ropa hermosa — le dice el jefe de la prisión—. Te lo mereces, por la genialidad de tu delito».
—Este lugar es muy silencioso —comentó Nakayama pensativo—. Viviendo aquí, no tenemos la conciencia de estar en el corazón de una ciudad.
Seguí a Nakayama a lo largo del pasillo, donde las sombras amortiguaban la luz y el sonido, y los techos se elevaban tan alto que podrían haberse abierto al cielo, aunque seguramente siempre habría sido de noche allí, pues la madera estaba teñida de color muy oscuro. El pasillo rodeaba un pequeño jardín de rocas: piedras y arbustos de camelias sasanqua con un estanque de carpas en el centro que se deslizaban y saltaban en el agua. Parecía que estábamos en Kioto, no en Tokio.
—Antes de entrar en el santuario, hay que purificarse —dijo Nakayama. Abrió una cajita lacada y sacó una pizca de incienso, que espolvoreó sobre las palmas de mis manos indicándome que me las frotara—. Y esto, por favor, cómaselo —dijo pasándome una bolsita llena de clavos de olor.
Cogí uno pequeño y lo mastiqué. Me sorprendió lo fácil que era tragar el clavo, y también el sabor dulce a la vez que amargo y picante que me dejó en la boca.
Entramos en el salón budista, que, aunque no era hermoso, tenía la venerabilidad que concede la edad; durante casi un siglo, el humo había oscurecido el pan de oro que cubría las vigas. Nakayama encendió una enorme linterna led y dejó que su haz incidiera sobre la imagen sagrada de Kōbō Daishi,[43] cuyo rostro había adquirido el color apagado de la corteza húmeda gracias a mil años de incienso.
—Cuando ocurrió el terremoto de 1923, la multitud gritaba y se empujaban unos a otros; los creyentes colocaron la pesada figura de madera en un carro y la trasladaron a través del humo, entre coches y carros abandonados, sorteando las grietas que se habían abierto en la superficie de la calzada.
—¿Cuántos años cree que tienen estas cuentas de oración nenju?[44] —inquirió Nakayama mientras me ofrecía la ristra de cuentas de ámbar, que yo sostuve entre mis manos.
Había pensado que las cuentas eran de madera, pero no, eran demasiado ligeras, incluso para ser de madera de balsa, y cada esfera brillante estaba débilmente salpicada por pequeños puntos blancos. Miré las borlas de seda blanca que colgaban de un extremo y que se habían vuelto ligeramente grises. Luego dije:
—¿Meiji? ¿Ciento veinticinco años?
—Muy bien —respondió amablemente—. Pero tienen cuatrocientos años. Antes debían de ser de color dorado brillante. El tiempo fluye y fluye, constantemente. Nunca se detiene, ni siquiera por un segundo. A veces podemos pensar en el pasado diciéndonos: «Debería haber hecho esto, debería haber hecho aquello…». Y es a través de esos reproches, de esas reflexiones, que avanzamos…
Por encima de nuestras cabezas se extendía un pergamino amarillento: Para el reposo y el consuelo de los que murieron.
—Es porque solo duramos un abrir y cerrar de ojos por lo que nuestras vidas importan tanto —dijo Nakayama.
Salí y me encontré de vuelta a la dura luz del sol de Kodenmachō, frente a aquella campana que había sobrevivido incluso después de que se clausurara la prisión que la rodeaba. Nakayama se inclinó, sonriendo de nuevo, y volvió a entrar en su templo. Sus pasos eran livianos.
En 2002 y 2003, cuando los enclaves bohemios de Omotesandō dieron paso a los promotores y a las tiendas de Moët Hennessy Louis Vuitton, mis cafeterías favoritas fueron cerrando una tras otra: Café des Flores en Omotesandō dōri, Aux Bacchanales en Harajuku. De repente había cuatro Starbucks donde antes no había ninguno. Solo quedaba Daibo’s, en el mismo lugar que ocupaba desde 1975; el destartalado edificio de hormigón de cuatro plantas era un superviviente entre relucientes paralelepípedos de acero y cristal. Llevé a la gente que quería, o a la que quería impresionar, para que vieran cómo Daibo tostaba el café en la penumbra; el café se vierte sobre fragmentos de hielo en verano y en cuencos de porcelana en invierno.
Cuando el lugar estaba tranquilo, yo practicaba japonés con Daibo, que hablaba muy poco inglés. Intentaba construir frases o pronunciar nuevas palabras, pero dijese lo que dijese, Daibo siempre se reía para sí mismo. A veces, en lugar de «diccionario», decía «bicicleta». O para decir «cataclismo» o «catástrofe» utilizaba una palabra que significaba «un pequeño inconveniente». A Daibo le encantaba corregirme: «¡Sigue intentándolo!», decía, convencido de que mi japonés siempre sería horrible, que nunca mejoraría. La mujer de Daibo, que a veces trabajaba en la cafetería con él, hablaba en inglés conmigo. Al igual que Daibo, procedía del país de la nieve; se habían conocido en una producción de teatro estudiantil de una obra de Jean Anouilh, en la década de 1960, cuando la cultura francesa estaba de moda en Japón. La familia de ella no quería que se fuera a Tokio. Entonces Daibo convenció a la abuela de su futura esposa para que le enseñara a hacer fideos soba de trigo sarraceno, y a ella le gustó su iniciativa.
Una vez que la abuela aprobó el emparejamiento, Daibo pudo llevarse a su novia a la gran ciudad.
La señora Daibo tenía el rostro como una flor: un iris.
Cuando la esposa de Daibo no estaba, Maruyama, la bella pero intimidante ayudante de Daibo, tomaba los pedidos y cobraba las cuentas. Si Daibo salía o estaba ocupado clasificando granos de café, ella lo preparaba. Maruyama y yo nunca hablamos.
Cuanto más tiempo llevaba viviendo en Tokio, más se convertía el Café Daibo en el lugar al que yo acudía cuando algo iba mal.
No estaba sola.
En una ocasión, una mujer japonesa que parecía trastornada vino por allí y se sentó junto a mí en el mostrador, donde vació su enorme bolso: rebuscó entre barras de pintalabios, clínex sucios, otros sin usar, papeles y un cepillo para el pelo.
Maruyama miró a la mujer que estaba profanando el prístino mostrador. Su rostro parecía una máscara noh: belleza enfurecida. Pero no dijo nada, porque Daibo no dijo nada. Se limitó a sonreír.
—¿Qué puedo ofrecerle? —preguntó.
—Quiero cap’chino. ¿Puedes servirme uno de esos?
—No, no sirvo café con espuma de leche —dijo él.
—¿Qué significa que no sirve eso? —soltó ella, y volvió a meter en su bolso de piel los restos de maquillaje, los papeles y las chucherías—. ¡No hay cap’chino! Todo el mundo sirve uno de esos.
—Aquí no lo hacemos —respondió Daibo, gentilmente—. ¿Quiere usted cualquier otra cosa?
—Bueno, dame un café con leche, entonces —contestó ella.
Daibo se dio media vuelta y alcanzó un cuenco de vajilla Bizen de la estantería que tenía a su espalda. Una vez, Daibo me contó que le encantaba ese esmalte liso, que «era su favorito» porque puedes ver cómo se ha cocido el cuenco. La arcilla no miente. Simplemente es ella misma. Sobre los cuencos de Blanco de China que yo siempre elegía, de un blanco puro, sin ningún defecto, dijo: «Son hermosos, por supuesto, pero nunca se sabe lo que hay debajo del esmalte. No me fío de ellos».
Daibo empujó la taza de café al otro lado del mostrador. Mientras la mujer lo bebía, se quedó quieta, callada, pensativa.
Entonces llegó mi turno.
Daibo preparó los granos para mi café en un viejo y maltrecho vaso medidor de aluminio. Los molió y los puso en el filtro de franela que él mismo había fabricado con tela de muselina sin blanquear y un grueso alambre al que había dado forma usando una botella de whisky. Cogió un cazo de acero inoxidable y dejó que el agua caliente cayera en un hilo brillante, gota a gota, sobre los granos de café. A excepción de sus manos, el cuerpo de Daibo estaba absolutamente inmóvil.
Daibo vertió la leche en el café, colándola para que no se formara ninguna telilla en la superficie. El tazón era blanco como la luna.
«Bebe esto. Y sánate».
«Asakusa»
«Sensō-ji demarcó la frontera entre este mundo
y el otro mundo: la que separaba
la vida de la muerte».
NAM-LIN HUR[45]
Asakusa.
La mítica llanura de Kantō
El bar tenía paredes de cristal. Muchos pisos más abajo, se extendían los distritos de Hanakawado y Kaminarimon: focos de oro pálido, farolas de oro, luz dorada bajo los aleros del templo Sensō-ji, oro en cada uno de los niveles ascendentes de la pagoda de cinco pisos roja y dorada que había junto a él. El oro motea la Puerta del Trueno que conduce al templo. El Flamme d’Or de Philippe Starck en el Asahi Super Dry Hall, al que todo el mundo en Asakusa se refiere como kin no unko (el zurullo dorado).[46] El SkyTree y unos cuantos rótulos de neón de locales de karaoke le daban un matiz azul eléctrico al paisaje. La oscuridad no dejaba ver el río Sumida; sus aguas fluían en su negrura hacia el este.
Yo estaba sentada sola en el bar, leyendo el Sutra del loto:
Es raro escuchar esta Ley, y es rara la persona capaz de escuchar esta Ley. Es como la flor de udumbara, que todo el mundo ama y se deleita con ella, pero que solo aparece una vez cada mucho mucho tiempo.[47]
Me estaba preguntando qué era la flor de udumbara,[48] cuando alguien me tocó el codo con dedos ligeros. Era joven, con un buen corte de pelo y un buen traje.
—Disculpe —dijo—, nuestro… colega quiere practicar su inglés con usted. ¿Querría usted unirse a nosotros?
Vaciló con la palabra colega y señaló los tres asientos vacíos que había entre yo y un hombre viejo, casi calvo, vestido con un traje de raya diplomática. El hombre llevaba unas gafas de enormes cristales; su ojo izquierdo estaba tan cerrado que casi parecía cosido.
—Estoy bien aquí, gracias —respondí, dirigiendo de nuevo la mirada a las páginas del Sutra del loto.
—¡Habla usted japonés! —exclamó, a la vez que levantaba las cejas y adquiría una expresión de exagerada sorpresa—. ¡Maravilloso! Entonces, ¿podemos unirnos a usted?
Me encogí de hombros. El hombre hizo un gesto al camarero, que deslizó la copa de vino del anciano por el mostrador. Una camarera me trajo una pequeña cocotte: carne con patatas.
—¿Usted no va a comer? —pregunté.
—¡Ni hablar! Nunca toco la comida occidental.
—Bueno, por favor, perdóneme si empiezo —dije, recurriendo a una de esas fórmulas conversacionales japonesas que llenan los espacios en blanco cuando no sabes qué decir.
El anciano me entregó una tarjeta con su nombre: presidente y director general.
Sus dos jóvenes empleados salieron del bar, riéndose como lo hacen los niños pequeños cuando un amigo más valiente amenaza con comerse algo asqueroso: un caracol vivo, una rana, una medusa.
—¿De dónde es usted?
—Vivo en Inglaterra, pero…
—¡Piccadilly Shurkush! ¡Adoro Inglaterra!
Respiró hondo y se lanzó a cantar «O Danny Boy». Los otros clientes del bar le ignoraron deliberadamente.
—Tis I’ll be here in sunshine or in shadow! O Danny Boy! I lo—o-o-o-o-o-ve you so…
Luego cantó una estrofa de «Love Me Tender» y, finalmente, una balada en mandarín. Cuando terminó de cantar, impresionada por su acento chino, no pude evitar aplaudirle.
—Tengo una segunda esposa en Taipéi y una enorme enorme…