Las vidas de Brian - Brian Johnson - E-Book

Las vidas de Brian E-Book

Brian Johnson

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Beschreibung

Las memorias del cantante de AC/DC, que, tras un periplo vital alucinante y accidentado, sustituyó al trágicamente desaparecido Bon Scott al frente de uno de los grupos clave del rock duro para firmar Back in Black: un hito del rock y el segundo disco más vendido de todos los tiempos. Brian Johnson nació en 1947 en Dunston, en la región de Newcastle, al nordeste de Inglaterra. Su padre fue militar y combatió en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial y su madre creció en el seno de una opulenta familia italiana. De muy joven, Brian se quedó prendado del rock cuando vio a Little Richard en televisión tocar «Tutti Frutti». Dotado de un potente chorro de voz, pronto empezó a destacar entre el coro de los boy scouts y no tardó en montar los primeros grupos de versiones. Mientras trabaja como delineante en una gran empresa de turbinas de vapor y pasa una temporada como paracaidista del Ejército, se pone al frente de Geordie, con los que consigue colocar un single en el Top 10, salir en el Top of the Pops y hacer giras por Europa y Australia… Sin embargo, la suerte del grupo se estancó y, tras una serie de álbumes fallidos, Brian Johnson se encontró en la ruina, separado, con dos hijas pequeñas y una amenaza de embargo. Pese a todo, superada la treintena y cuando parecía que el sueño del rock se esfumaba, fue convocado para un casting de AC/DC, que tras la trágica muerte de su cantante, Bon Scott, estaban en un impasse. Brian sorprendió a los hermanos Young con su potencia vocal y pericia con las letras, y lo enrolaron para grabar el que sería a la postre el mayor éxito del grupo: Back in Black, grabado en las Bahamas y que incluye himnos como «Hells Bells» o «You Shook Me All Night Long», y que acabaría siendo el segundo disco más vendido de todos los tiempos. Narrado con humor y con una sensibilidad poco común entre la fraternidad del rock, Las vidas de Brian es un excepcional y emocionante testimonio de una de las grandes voces del rock. «Estas memorias para reír a mandíbula batiente y acertadamente tituladas Las vidas de Brian están escritas desde el punto de vista de quien claramente sigue sin creerse que estas vidas fantásticas son, de hecho, parte de una misma historia… Como las mejores canciones de AC/DC, Johnson toma sus trágicas circunstancias y las convierte en un tema de valentía y éxito para nuestro regocijo, y muy probablemente también para el suyo.» Spin «Una divertidísima historia de los días gloriosos del rock y un relato profundamente humano de un chaval de clase obrera que no tiró nunca la toalla. Contadas con la prosa desenfadada y cautivadora de Johnson, son tanto todo lo que esperabas como lo que no sabías que esperabas de unas memorias de una estrella del rock.» Mail on Sunday «Un relato sobre el destino, la serendipia y una tenaz determinación.» Mojo «Unas memorias graciosísimas y conmovedoras.» Billboard «Cálido, hilarante e inspirador… Las vidas de Brian es el equivalente literario de un álbum de AC/DC: material salvaje que no te da un respiro y que te deja con ganas de más.» Hot Press «Una historia plagada de rupturas, retornos triunfales y no pocas anécdotas extravagantes.» Mail+ «Johnson es un narrador nato.» Mail Online

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The Lives of Brian: A Memoir

© 2022, Brian Johnson

Publicado originalmente con el título The Lives of Brian en 2022 por Michael Joseph, un sello de Penguin Books. Penguin Books forma parte del grupo Penguin Random House.

Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho

Diseño: Jess Hart / MJ

Maquetación: Emma Camacho

Composición digital: Pablo Barrio

Primera edición: Febrero de 2023

Primera edición digital: Febrero de 2023

© 2023, Contraediciones, S.L.

c/ Elisenda de Pinós, 22

08034 Barcelona

[email protected]

www.editorialcontra.com

© 2023, Ibon Errazkin, de la traducción

© Doug Griffin/Toronto Star vía Getty Images, del retrato del autor de la cubierta

ISBN: 978-84-18282-87-4

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

Para mis tatara-tataranietos, a los que nunca conoceré. Es bonito saber que vamos a conectar por medio de estas palabras. Seáis como seáis, os deseo lo mejor en la vida.

Con todo el cariño, vuestro tatara-tatarabuelo Brian Johnson.

ÍNDICE

Nota del autorPrólogoPRIMERA PARTE1. Alan y Esther2. Frío polar3. Auambabuluba Balambambú4. ¡A escena!5. Actividades de riesgo6. El aprendiz7. Eine kleine Rockmusik8. Desastre en la carreteraSEGUNDA PARTE9. Oops10. Un asqueroso montón de mierda11. Un auténtico Geordie12. Wardour Street13. Autopista a… ninguna parte14. Polizón15. El blues del embargo16. Una señal del cieloTERCERA PARTE17. Lobley Hill18. ¡Aspira de lo lindo!19. El Grand National Day20. Disolución21. Bienvenidos al paraíso22. Trueno salvaje23. Regreso de la oscuridad24. La última parte antes del finalEpílogoÁrbol genealógico rockeroAgradecimientosPermisos de las imágenesImágenes

Nota del autor

Experiencia es aquello que consigues cuando no consigues lo que quieres.

Este libro cuenta lo que pasó cuando, a pesar de no conseguir lo que quería, no perdí la fe ni me di por vencido. La suerte tuvo mucho que ver, por supuesto; pero estoy convencido de que si tus sueños tienen la urgencia suficiente y no te quedas sentado esperando a que pase algo, puedes conseguir prácticamente lo que quieras.

Otros tendrán recuerdos distintos de los hechos que narro en estas páginas. Al fin y al cabo han pasado más de cuarenta años desde que grabamos Back in Black, y medio siglo desde los días gloriosos de mi primer grupo, Geordie. Esto es solamente mi versión de cómo sucedieron las cosas.

Para terminar, me gustaría dar las gracias de corazón a Angus, Malcolm, Cliff y Phil por haber lanzado los dados y darme una segunda oportunidad como músico profesional bajo algunas de las circunstancias más difíciles y trágicas que haya tenido que afrontar un grupo. Malcolm: si hay un más allá, colega, cuando llegue allí os invito a una birra a ti y a Bon.

B. J., Londres, 2022

Prólogo

Me había llevado golpes duros en la vida. Pero ninguno como este.

Esta vez, como no ocurriera un milagro, no iba a poder superarlo.

La primera señal de que estaba a punto de pasar algo desastroso la tuve en Edmonton (Canadá).

Estábamos a finales de septiembre de 2015, a mitad del Rock or Bust World Tour de AC/DC, y actuábamos en el Commonwealth Stadium, el mayor recinto al aire libre del país, lleno a reventar con más de 60.000 espectadores. Hacía muchísimo frío y humedad, y delante del escenario caía una lluvia torrencial.

Angus tenía una fiebre muy alta y yo empezaba a sentirme cada vez peor, con los mismos síntomas.

El público, al ser canadiense, ni siquiera parecía percatarse del mal tiempo. Pero, claro, iban todos con ese tipo de prendas que solo puedes conseguir al norte de la frontera con Estados Unidos y que te protegen de todo, desde un viento huracanado hasta un oso polar con malas pulgas.

Nosotros, en cambio, íbamos con nuestras pintas habituales. Yo con camiseta negra y vaqueros. Angus con su fina camisa blanca de colegial y pantalones cortos. El escenario al menos estaba seco y las luces calentaban un poco, pero a Angus y a mí siempre nos gusta salir a la pasarela para estar con el público. Así que ahí fue donde nos pasamos buena parte del concierto, y después de unas cuantas canciones estábamos tan sudados de ir de un lado a otro que nos daba igual estar calándonos hasta los huesos a una temperatura de casi bajo cero.

Dos horas, diecinueve canciones y unos bises más tarde salimos del escenario, muy contentos con el concierto. El sonido por dentro había sido perfecto. Los fans no habían parado de gritar, jalear y corear las canciones. Angus había tocado como un poseso. Pero no teníamos tiempo para quedarnos por allí; había que marcharse para el siguiente bolo. Así que nos despedimos de todo el mundo y montamos en los minibuses, que salieron a toda velocidad en dirección al aeropuerto.

Cuando subimos al avión que nos iba a llevar a Vancouver, la adrenalina del concierto estaba empezando a bajar y el desgaste físico que había supuesto era cada vez más evidente.

Yo no paraba de temblar.

Dado que en una semana iba a cumplir sesenta y ocho años, se me pasó por la cabeza que tal vez no había sido la mejor idea pasar tanto rato bajo una lluvia helada.

Angus, que andaba rozando los sesenta, tampoco se encontraba nada bien.

Ir de gira siempre es duro para el cuerpo, me dije, sea cual sea tu edad. Pillar la típica gripe entre un bolo y otro es algo con lo que tienes que contar.

Pedí un buen trago de whisky, que me sentó bien, y Angus se tomó su habitual tazón de té ardiendo; para cuando nos dimos cuenta ya habíamos llegado a Vancouver y nos dirigíamos hacia el hotel.

Pero algo no iba bien.

Eran mis oídos.

No se me habían destapado al bajar del avión.

Probé todos los trucos de siempre: bostezar, sujetarme la nariz y sonarme… Pero nada. Me rendí, pensando que ya se abrirían solos a lo largo de la noche.

Pero al levantarme al día siguiente… Mierda. Era como si llevara encima un pasamontañas de piel de oso.

Si acaso, oía peor que el día anterior.

No me sentí con ánimos de contárselo a nadie durante el desayuno. Cuando eres el cantante del grupo, tus compañeros, el equipo de la gira, el mánager, los asistentes, la casa de discos y, sobre todo, los cientos de miles de fans, dependen de que seas capaz de subir al escenario y cumplir con tu misión, pase lo que pase.

Me dije que tarde o temprano se me abrirían los oídos.

Como había ocurrido siempre.

Cuando salimos esa noche al escenario del BC Place —otro estadio, esta vez cubierto—, Angus parecía haber superado lo peor de la fiebre. Pero yo seguía luchando.

Y entonces vino el desastre.

Cuando llevábamos unos dos tercios del concierto, mis oídos dejaron de distinguir lo que hacían las guitarras y me vi perdido, buscando el tono de la canción. Era como conducir en la niebla; de golpe habían desaparecido todos los puntos de referencia. Era la peor experiencia que había tenido jamás como cantante, y lo más aterrador de todo es que estaba ocurriendo cuando aún faltaban varias canciones para terminar… y ante decenas de miles de fans que habían pagado su entrada. Pero de alguna manera conseguí salir adelante, y si alguien se dio cuenta, tuvo la amabilidad de no decir nada.

Como solo quedaban dos conciertos para terminar esta parte de la gira (el AT&T Park de San Francisco y el Dodger Stadium de Los Ángeles), me convencí de que podría seguir adelante, que los oídos se me abrirían. Me parecía imposible que no fuera así.

Pero en los dos conciertos pasó exactamente lo mismo. A los dos tercios del repertorio, perdí el tono de la canción y no pude recuperarlo. Peor todavía: después del bolo no podía oír las conversaciones en el camerino, ni tampoco más tarde, cuando fuimos a cenar a un restaurante. Me limité a sonreír y asentir con la cabeza, fingiendo que no pasaba nada.

Pero por dentro empezaba a invadirme el pánico.

Desde que Angus formó AC/DC con su hermano Malcolm en 1973 —al principio con Dave Evans de cantante, luego con el gran Bon Scott, y por último con un servidor—, siempre ha sido uno de esos grupos de todo o nada.

Un ejemplo: las torres gigantes de altavoces que llevamos en el escenario.

Muchos grupos llevan altavoces falsos, o cajas de verdad pero vaciadas por dentro, para lograr ese mismo efecto agresivo y monumental. AC/DC no. Con AC/DC lo que ves es lo que hay, y el resultado es que estás escuchando al grupo más atronador del planeta.

Y luego está Angus.

La intensidad que genera ese tío en el escenario, el torbellino de energía que puede mantener vivo durante más de dos horas… es algo que da miedo. No puede parar. Cuando vuelve al camerino después de un concierto está agotado, apenas le sostienen los pies, y necesita inhalar oxígeno como un loco.

Fuera del escenario, el Angus normal es un tipo agradable que habla bajito y mide poco más de metro y medio. Pero en el escenario le pasa algo. Se transforma. Cuando va a mear antes de salir a tocar, sigue siendo Angus. Pero cuando lo ves aparecer de vuelta por un lado del escenario, ya no es él. No puedes mirarle a los ojos y decirle «Que vaya bien».

Ya no está ahí. El doctor Jekyll se ha convertido en el señor Hyde.

Y allá va, con su traje de colegial, la Gibson colgada al cuello, alzando el puño a un público de 50, 60, tal vez 100.000 fans, todos gritando como salvajes. Y todavía no ha tocado una sola nota. Es solo su forma de moverse. El brillo en sus ojos. ¿Quién más puede hacer algo así? Quizá Elvis Presley o Freddie Mercury fueran capaces en su momento. Pero ahora, el único es Angus. Y el tío se mueve como el mejor bailarín. Las caderas. Las piernas. El cuerpo entero. Deja en pañales a Chuck Berry. Cuando estás en el escenario y lo tienes cerca, es algo digno de verse.

Claro que durante casi toda la historia de AC/DC, Angus ha tenido en el escenario a su figura opuesta: su hermano Malcolm. Todos los hermanos Young —que nacieron en Glasgow pero emigraron con sus padres a Sídney (Australia) a comienzos de los sesenta— han tenido talento musical. Otro hermano de Angus, George, fue una de las mayores estrellas del pop en Australia con los Easybeats. Es también el compositor de una de las mejores canciones de todos los tiempos, «Friday on My Mind».

Malcolm no es menos intenso que su hermano pequeño, para nada. Lo que pasa es que no busca ser el centro de atención. Se acerca al micro para cantar lo que tenga que cantar, y luego retrocede hasta su torre de amplis y se aleja de la acción. Pero no os confundáis: Malcolm ha sido el corazón del grupo.

A lo largo de los muchos, muchos años que he pasado con Malcolm en la carretera, he visto una y otra vez a los mejores guitarristas que podáis imaginar llevárselo aparte y preguntarle cómo consigue que las tensas cuerdas de su vieja y cascada Gretsch, a la que le falta una pastilla, suenen así.

«Les pego fuerte», dice, encogiéndose de hombros.

Malcolm también ha tenido la extraña capacidad de vigilar simultáneamente los movimientos de cada miembro del grupo, escuchar cómo tocan, estudiar la reacción del público y, al final de la noche, darte una opinión que no siempre es fácil de encajar, pero hará que el concierto sea mejor la noche siguiente. Nunca he visto a un músico tan respetado por sus compañeros de grupo y su equipo.

Pero hasta un grupo de todo o nada como AC/DC tiene que sortear de alguna forma los obstáculos y tragedias que surgen inevitablemente cuando te pasas la vida entera en la carretera.

Un año antes de empezar el Rock or Bust World Tour, Malcolm tuvo que dejar el grupo para recibir tratamiento por un brote prematuro de demencia senil. Llevaba sufriendo lapsos de memoria y concentración desde la gira Black Ice de 2010. Así que se retiró y fue sustituido por su sobrino Stevie.

Para el grupo fue el mayor shock desde la muerte de Bon, treinta y cinco años antes.

Y ese no fue el único shock. El maestro del bajo Cliff Williams —que lleva en el grupo desde 1978 y es el contrapunto de Essex a mis raíces de Newcastle— anunció que Rock or Bust sería su última gira. Y encima Phil Rudd tuvo que ausentarse debido a problemas legales en Nueva Zelanda, siendo sustituido por Chris Slade, que ya había tocado en The Razors Edge.

Y luego… Bueno, luego estoy yo.

Se me hace raro hablar de mi papel en AC/DC… Por no hablar de mi voz. Hace falta ser una bestia enjaulada y colérica para poder llegar a esas notas altas de «Back in Black», «Thunderstruck» y «For Those about to Rock». Antes de un bolo es como si tuviera los pies metidos en los tacos de salida de un esprint por la medalla de oro olímpica, porque sé que voy a necesitar todas mis fuerzas para producir ese rugido lleno de fuerza, furia y ataque y mantenerlo bien arriba canción tras canción. Es como cantar con una bayoneta lista para atacar.

Pero, ¿cómo hacerlo sin mis oídos?

No podía quitarme de encima la sensación de que, al cabo de treinta y cinco años con el grupo, tal vez yo también me estuviera asomando al final.

Después de tres bolos seguidos en los que no pude oír las guitarras, tuvimos el mes de octubre libre; yo contaba con que eso bastara para dar un descanso al cuerpo y los oídos, y que todo volviera a la normalidad.

Pero al volver a mi casa de Sarasota (Florida), vi más claro que nunca que tenía un grave problema. Llevaba ya seis semanas sin que se me destaparan los oídos.

Necesitaba ayuda.

La siguiente etapa de la gira iba a empezar en Sídney (Australia). Casualmente yo sabía que uno de los mejores especialistas en oídos, nariz y garganta del mundo, el doctor Chang, vivía allí. Así que hablé con el mánager de giras del grupo, Tim Brockman, y decidí volar diez días antes para hacerme un chequeo exhaustivo de los oídos. Además Malcolm estaba recibiendo tratamiento para su demencia senil bastante cerca de allí, así que contaba con poder hacerle una visita.

Fue un alivio ver al doctor Chang y contarle a alguien por fin lo que me pasaba. Pero el alivio no duró mucho. Después de hacerme una revisión y una serie de pruebas, me miró muy serio y dijo que iba a tener que ingresarme y operar.

—¿Después de la gira? —pregunté.

—No, ahora mismo —dijo él.

El doctor Chang me explicó que, cuando pillé aquella fiebre en Edmonton, se me había formado un fluido en los oídos. El vuelo a Vancouver había hecho que se hinchara y quedara atascado. Por eso no se me destapaban los oídos. Y como en vez de buscar tratamiento había seguido de gira, el fluido había cristalizado y por cada minuto que siguiera allí, mayor sería el daño que causara. Así que había que extraerlo inmediatamente.

—¿Se arreglará con la operación? —pregunté.

—No lo sé —contestó el doctor Chang—. Pero podemos intentarlo y evitar que empeore.

—Pero tengo un bolo dentro de diez días…

—Haremos todo lo posible por que esté mejor para entonces.

—Otra cosa, doctor —dije, ya muy nervioso—. ¿Cómo va a sacar los cristales de ahí?

—¿De verdad quiere que se lo diga?

—Eh… sí.

—Con un cincel.

No tenía pinta de estar bromeando.

PRIMERA PARTE

1Alan y Esther

La banda sonora de mi infancia fue el repiqueteo de la máquina de coser de mi madre, seguido de sus sollozos ahogados por las noches, cuando se acostaba en el piso de abajo.

Mamá era italiana —su nombre de soltera era Esther Maria Victoria Octavia de Luca— y se había mudado al noreste de Inglaterra con mi padre después de la guerra, sin darse cuenta de que aquello no se iba a parecer en nada a Frascati, su pueblo natal a las afueras de Roma.

Me imagino cómo se sintió la pobre cuando llegó por primera vez a Dunston, la zona de Gateshead —justo al sur del río bajando desde Newcastle upon Tyne— de la que era mi padre. Las fábricas y los vagones de carbón. Las casas adosadas por detrás y por los lados en la inclinada pendiente de Scotswood Road. Los hombres volviendo del trabajo con la cara sucia de hollín. Casas bombardeadas por todas partes. El viento y la lluvia constantes.

Luego estaba el racionamiento, que se alargó durante nueve años después de que «ganáramos» la guerra, y lo mal que sabían los alimentos, debido a la costumbre británica de hervirlo todo haciendo que se desintegrara hasta el último átomo y convirtiendo cualquier comida en un amasijo de fango gris.

Vamos, que tiene mérito que mi padre —que había luchado en la Infantería Ligera de Durham en el norte de África y después en Italia, donde conoció a mi madre— consiguiera convencer a una mujer tan joven, guapa y de buena posición de que se fuera con él a su pueblo.

Lo más increíble de todo es que mi madre ya estaba comprometida con un dentista italiano alto y apuesto que seguramente tendría un nombre fabuloso como Alessandro o Giovanni o algo así, mientras que mi padre era un sargento inglés del norte de Inglaterra, de poco más de metro y medio, llamado Alan. Pero el arma secreta de mi viejo era su voz. Era tan potente y dominante que podía hacerte prestar atención y cagarte en los pantalones a un kilómetro de distancia. Incluso cuando gruñía —cosa que hacía a menudo—, de algún modo conseguía que sus palabras brotaran al mismo volumen atronador. Su gran baza fue que aprendió a hablar italiano y le prometió a mi madre que en Inglaterra hablarían siempre en italiano, promesa que mantuvo hasta el final de su vida. De pequeños les oíamos hablar y nos preguntábamos por qué nadie más hablaba así. Era un poco confuso ir al cole y oír a todo el mundo hablar en inglés.

Papá se alistó en el Ejército en 1939, justo antes del reclutamiento, para no tener que trabajar en la mina. Pero entonces Hitler invadió Polonia, Inglaterra declaró la guerra y, de repente, el soldado raso Johnson fue destinado al norte de África, donde luchó contra las Ratas del Desierto. Ahora bien: como sabe cualquiera al que le interese un poco la historia, el Africa Korps de Alemania era una fuerza militar muy superior a la británica en aquellos primeros días de la guerra, así que el hecho de que mi viejo sobreviviera a dos años sangrientos en pleno desierto tunecino es poco menos que un milagro. Y no solo sobrevivió, sino que fue ascendiendo hasta llegar a sargento —tampoco es que hubiera mucha competencia, porque casi todos los candidatos murieron antes de poder optar al puesto—.

Mi propio padre estuvo a punto de no volver entero.

El día que estuvo más cerca de palmarla fue cuando iba en la parte de atrás de un camión y de repente se encontraron con un semioruga alemán armado con un cañón antiaéreo de 20 mm. Al cabo de un par de segundos, el camión y todos los que aún seguían dentro fueron convertidos en cenizas y polvo. Mi padre y varios más consiguieron saltar a tiempo y se apiñaron en una cueva cercana buscando refugio. Pero los alemanes apuntaron con el cañón hacia la cueva y estuvieron disparando hasta aburrirse. Cuando al fin paró el fuego, mi padre era el único que seguía vivo. Estaba convencido de que los alemanes le vieron salir a rastras, pero le dejaron marchar; tal vez no quisieron tomarse la molestia de cargar con un prisionero conmocionado que apenas podía caminar.

Pero eso no quiere decir que estuviera a salvo, ni mucho menos.

Cuando al fin llegó cojeando hasta la posición más cercana de los aliados —que estaba a varios kilómetros—, el centinela británico se asustó y abrió fuego con el rifle. Pero por suerte mi padre tenía un arma aún más poderosa: su voz.

—¡¡SOY UN SARGENTO BRITÁNICO, IMBÉCIL!! —rugió—. ¡¡TIENES QUE PEDIRME LA CONTRASEÑA!!

Hubo una pausa tímida, y después una pequeña tos.

—Ehh… Lo siento, sargento. ¿Me puede decir la contra…?

—¡NO ME ACUERDO! ¡DÉJAME ENTRAR YA!

Mi padre y su unidad llegaron finalmente a Sicilia, lo cual les valió una invitación para participar en la batalla de Anzio, que duró casi cinco meses. Decenas de miles de hombres murieron o fueron heridos en aquel monumental fracaso táctico, en el que los titubeos del comandante estadounidense, el mayor general John Lucas, dejaron a mi padre y sus compañeros embarrancados en la playa de Nettuno, a pocos kilómetros del lugar donde habían atacado los ingleses.1 Pero una vez más, el sargento Johnson vivió para contarlo.

Cuando acabó todo, mi padre había visto suficientes masacres y desgracias para hacerse ateo de por vida. Pero cuando llegó a Roma y se encontró con una ciudad llena de preciosas jovencitas católicas dispuestas a dejarse engatusar, decidió omitir ese detalle.

La vida de mi madre antes de la guerra no pudo ser más distinta que la de mi padre.

Para empezar, los De Luca eran ricos y estaban bien relacionados. En sus fotos de los años treinta se les ve tan despreocupados, felices y bronceados que parecen estrellas de cine. En el noreste de Inglaterra no había gente así.

Mi madre y sus hermanas iban a casarse como Dios manda, y eso es lo que hicieron. Una de mis tías italianas se casó con el dueño de una fábrica de azulejos. Otra emparentó con la familia que aún hoy es propietaria del equivalente en Frascati de la cadena de droguerías Boots. Uno de mis primos por parte de los De Luca, Giacomo Christafonelli, fue parlamentario durante años.

«Amor a primera vista» era como describía mi madre su encuentro con mi padre en Roma al final de la guerra.

Decía que era clavado a la estrella de cine americana George Raft, que protagonizó la versión original de Scarface en los años treinta y más tarde salió en Con faldas y a lo loco. De acuerdo que el sargento Johnson no andaba sobrado de altura, pero como ella también era bajita, ¿qué importaba eso?

A veces pienso que me gustaría haber conocido a la versión de mi padre de la que se enamoró mi madre: sonriente, chistoso, con todo a su favor, la guerra no solo terminada sino además ganada y un «hogar para héroes» esperándole en Dunston. Ninguno de sus hijos llegamos a conocerle así.

Cuando Roma cayó en manos de los aliados, está claro que al Ejército inglés no le hacía gracia que sus hombres se mezclaran con las mujeres del enemigo, y menos aún si eran católicas. Los gerifaltes hacían lo que podían por impedir posibles romances; querían que los victoriosos soldados británicos regresaran a casa disponibles para las chicas de su país. Pero el cabrón de mi padre siempre fue un caradura y comprendió que habría muchas menos objeciones si se convertía al catolicismo. También pensó que así ganaría puntos con la familia de mamá, que se quedó lívida cuando ella canceló el compromiso con su apuesto dentista.

Mi padre apenas se había recuperado de la gran cogorza con la que celebró su vuelta a casa cuando empezó a comprender que los servicios del sargento Johnson ya no eran requeridos. Porque claro, lo único que sabía hacer era matar alemanes, y en Dunston no es que hubiera muchos después de la guerra. Y los americanos, a la vez que imprimían dinero para reconstruir Europa, se dedicaron a desvalijar a Inglaterra a base de deudas. Para un soldado retornado como mi padre, que recibió una medalla por correo y la baja del Ejército, fue como si en vez de ganar la guerra la hubiera perdido. Todo estaba bombardeado y hecho pedazos. No había dinero para nada. Inglaterra no abrió su primer tramo de autopista hasta 1958, más tarde que cualquier otro país europeo. El único trabajo que encontró mi padre fue en la fundición Smith Patterson de Blaydon, en el condado de Durham; allí se hacían moldes para todo tipo de cosas, desde tapas de alcantarilla hasta vías de tren. Su tarea era limpiar el interior de los hornos, un trabajo tan asqueroso que a veces debió de añorar los días en que los nazis le pegaban tiros en el desierto.

En aquel sitio ni siquiera le daban un mono y unos guantes, o unas gafas de protección. Iba con chaqueta de calle y un pañuelo anudado a la cara, como el resto de sus compañeros. Para el pobre debió de ser una tortura porque, habiendo sido sargento, estaba acostumbrado a ir siempre impecable.

Mamá se quedó embarazada de mí ya antes de marcharse de Italia, y con mi llegada, el 5 de octubre de 1947, nacieron un padre y una madre. Un año después vino mi hermano Maurice, seguido otro año más tarde de mi hermano pequeño, Victor. La última de los Johnson fue mi hermana pequeña Julie, cinco años más joven que yo.

Mi padre, por supuesto, no podía permitirse pagar una hipoteca con su sueldo de obrero, y la lista de espera para una vivienda social era de diez años. Así que él y mamá tuvieron que vivir con sus padres en el nº 1 de Oak Avenue en Dunston, donde también vivían otros miembros de la familia. Entre ellos el odioso tío Norman, que era soltero, no llegaba a metro y medio y era aficionado a hurgarse con el tenedor en diversos orificios en plena comida. Luego estaban la tía Ethel y su hija Annette, ambas muy duras de pelar, y el marido de tía Ethel, un minero escocés muy majo al que llamábamos «tío Shughie». No se llamaba Shughie, pero así es como sonaba cuando lo pronunciaba la tía Ethel. También vivía allí el tío Billy, que conducía un Vauxhall de antes de la guerra, lucía un pequeño bigotito e iba siempre de punta en blanco. Después de que naciéramos yo, mis dos hermanos y Julie, hubo un momento en que llegamos a ser diecisiete en aquella casa. Como decían los vecinos: «¡Qué horrible desgracia!».

En esa época mi madre aún no hablaba mucho inglés y, cuando empezó a aprenderlo, casi nunca lo hacía en casa. Mi padre hablaba italiano con un fuerte acento de Newcastle, y cuando mamá no entendía lo que decía, él se limitaba a repetirlo más fuerte. A los otros Johnson de la casa no les hacía ninguna gracia; para empezar, porque acababan de estar en guerra con Italia, y odiaban a los extranjeros. Incluso el bendito de mi abuelo llamaba entre dientes «cerdos italianos» a sus propios nietos.

Pero bueno, no olvidemos que esto era Dunston en los años cuarenta. Aparte de los vendedores de cebollas franceses que iban con boina y fumaban Gauloises, había poquísimos extranjeros. No recuerdo ver a una sola persona negra o asiática en toda mi infancia, y al ser una sociedad tan cerrada, a los de fuera se les trataba con enorme suspicacia. Incluso si aparecía por allí alguien de Sunderland, ya provocaba murmullos. Los escoceses eran prácticamente extraterrestres. Supongo que por eso nunca intenté aprender italiano; lo único que quería era no destacar, ser uno más.

La tía Ethel era la que más se metía con nosotros por ser «extranjeros», lo cual es bastante fuerte teniendo en cuenta que éramos familiares suyos. Uno de mis primeros recuerdos de ella es del día en que la acompañé a la oficina de correos, cuando tendría unos cuatro años. Estaba a algo más de un kilómetro de casa. Y era invierno, y nevaba. Pero la tía Ethel no me puso calcetines ni zapatos. «A vosotros no os hace falta nada de eso, asquerosos extranjeros», dijo resoplando.

Para cuando llegamos allí, yo era un gran cubo de hielo con forma de niño. A la señora mayor del mostrador casi le da un ataque al verme. «¿Pero qué hace?», le gritó a mi tía. Esta explicó que «no pasa ná, porque es extranjero y eso». La señora me cogió y me envolvió los pies con una toalla, y su marido fue a la tienda de al lado a comprarme una piruleta. No tengo ni idea de cómo volví a casa. Lo único que recuerdo es a la señora de correos metiéndole caña a tía Ethel y gritando: «¡Cómo puede ser tan estúpida! ¡Ese niño va a morir congelado!».

Me aterra pensar lo sola que debió sentirse mi madre después de la guerra. Todas las mujeres de nuestra calle —que de pequeño me parecían ancianas, pero no tendrían más de veinte o treinta años— se juntaban a diario en la esquina con su bolsa de la compra y su pañuelo en la cabeza, y se pasaban horas (o eso parecía) cotilleando. Pero mi madre apenas entendía el inglés, y mucho menos con el fuerte acento de Newcastle. Con los años, sin embargo, los vecinos se fueron dando cuenta de que era una mujer dulce, amable y generosísima, siempre contenta y sonriente, siempre obsequiando a los vecinos con platos que había cocinado y cosiéndoles la ropa. Y su forma de decir «¡Hola!» era irresistible.

Si algo impidió que mi madre se volviera loca esos años fue su máquina de coser. Primero tuvo uno de esos tableros que iban a pedales, y luego una Singer eléctrica. Se pasaba el día entero y parte de la noche dándole a la máquina, y era la mejor costurera del mundo. De hecho, acabó teniendo un modesto negocio a base de coser trajes de boda a las novias del pueblo. Por no hablar de la ropa que llevaba cierto jovencito en el escenario cuando se hizo cantante profesional…

A mi madre también le encantaba tejer. Tejía lo que hiciera falta. Pasamontañas. Manoplas. Cubreteteras. Jerseys. Un día los Johnson decidieron ir a pasar el día a la costa —la costa del mar del Norte, apenas más cálida que una capa de hielo continental—, y ella nos tejió bañadores a mí y a cada uno de mis hermanos, ya que no podía permitirse comprarlos en la tienda. Recuerdo que eran de color azul oscuro, y los retales iban unidos por tiras elásticas procedentes de bragas viejas. Debo añadir que ninguno habíamos pisado jamás el mar ni teníamos la menor idea de nadar, pero estábamos emocionadísimos con la idea de ponernos nuestros nuevos trajes y chapotear en el agua.

La emoción se fue desvaneciendo rápidamente a medida que nos acercábamos a la orilla de la playa. «¡Muy bien chavales, pa dentro!», vociferó mi padre. Y nos empujó al agua. El frío nos cortó el aliento.

Pasados unos quince minutos, mi padre dijo que éramos unos inútiles y se alejó. Y entonces fue también cuando entendimos por qué nadie lleva bañadores tejidos: la lana tiene la capacidad de absorber muchas, muchas veces su propio peso en agua —¡es como una esponja!—, con lo cual se vuelve increíblemente pesada.2 Así que nuestras pequeñas pililas acabaron quedando a la vista de todos. Volvimos a la arena como pudimos, tapándonosla con las manos, con las posaderas al aire y los bañadores empapados golpeándonos la parte trasera de las piernas.

Aquellos primeros años de mi infancia, Gateshead era un lugar gris y mugriento. Durante la guerra, cuando «Lord Haw-Haw»3 emitía sus programas de radio de propaganda alemana, decía cosas como: «En Gateshead no vamos a tirar bombas, ¡tiraremos pastillas de jabón!». Eso molestaba mucho a todo el mundo, por supuesto, y fue un aliciente para que los tanques de la fábrica Vickers se fabricaran al doble de velocidad. Pero lo cierto es que todos teníamos siempre una sombra sospechosa en el cuello de la ropa.

La comida tampoco hacía mucho por mejorar las cosas, y para mi pobre madre —acostumbrada al melón fresco, las carnes ahumadas, el pan de hogaza, el aceite de oliva y el parmesano— aquello era una tortura. Lo único que no se cocía era el hígado, que se servía frito, pero estaba tan duro que si lo tirabas por la ventana podías cargarte una farola. Mi madre lloriqueaba delante del plato y decía: «¡No puedo comerme esto!». Y tampoco podía improvisar su propia cocina italiana casera. En el Dunston de posguerra, para conseguir una botella de aceite de oliva tenías que irte a una droguería. La única salsa de tomate disponible era el kétchup. El ajo seguramente era ilegal. Hasta la panceta —un básico italiano— estaba racionada a ocho rodajas semanales, repartidas en dos entregas.

Tampoco contribuía a aliviar la falta de apetito de mi madre ver a mi abuela fumando en pipa, envuelta en su chal, mientras insultaba entre dientes a los «panini» que vivían en su casa y troceaba el periódico del día anterior para que lo usáramos como papel higiénico.

Por si todo eso no fuera suficiente, mi padre enfermó después de la guerra. Cuando quedó atrapado en aquella cueva de Túnez inhaló vapores tóxicos de los proyectiles y partículas de metralla, además de todo el polvo y el humo, y eso lo envenenó y le dejó un dolor de estómago crónico. En apariencia tenía buen aspecto; la única secuela visible era una cicatriz en el pulgar. Pero cada vez tenía el estómago peor, y llegó un momento en que no podía tragar los alimentos. Y cuando llegó a ese punto, por muy testarudo que fuera, no pudo seguir fingiendo que no pasaba nada.

La primera noticia que tuve de esto fue el día que me levanté por la mañana y vi que no estaba. «Brian, hijo, tu padre… ha tenido que ir al ospitale», dijo mi madre con voz temblorosa.

Unos días después fuimos a visitarle a un centro de convalecencia en una hermosa propiedad antigua, muy señorial, cerca de Ryton, junto al Club de Golf de Tyneside. Jamás había visto un sitio tan impresionante. Al entrar vimos a papá sentado en una cómoda butaca; para pasar el rato hacía punto, ya que apenas podía moverse del dolor. Yo pensé, guau, ¿ahora vive aquí? Pues sí que se lo ha montado bien…

Luego eché un vistazo alrededor y vi a muchos otros padres como él, sentados, con la cabeza vendada, ojos de cristal, muchos de ellos sin algún miembro de su cuerpo. A algunos los veías arrastrarse llevando en las piernas las primeras prótesis de la Seguridad Social, que por entonces eran de madera y hacían un crujido horrible. Comprendí que estábamos en una especie de hospital, pero no lo relacioné con la guerra, porque en clase solían ponernos en fila para cantar: «¡Hemos ganado la guerra, viva Inglaterra!». No teníamos ni idea. Devorábamos aquellos tebeos de Eagle en los que salían apuestos soldados ingleses de brazos musculosos y nombres como Slogger4 Smith, que iban por ahí matando nazis. Por eso, en mi mente infantil, no había motivo para pensar que la guerra tuviera algo que ver con estos hombres de aspecto normal que por algún motivo habían sufrido lesiones tan horribles.

Mi padre tuvo varias estancias largas en aquel lugar, cada una de ellas tras una nueva operación de estómago. Mi madre cogía el autobús para visitarle a diario y nos dejaba con la tía Ethel, que nos trataba como a prisioneros de guerra, porque de hecho nos veía así. Y cuando mi padre se recuperó y volvió a casa, se trajo todos aquellos preciosos tapetes que había bordado en el centro. En otra época y otro lugar, mi madre y él podrían haber montado un negocio y forrarse. Pero no allí. En cuanto a mi padre le dieron el alta en aquel hermoso lugar, regresó al trabajo.

También estuvo una temporada de obrero en Londres; bajaba todos los lunes en el tren de vapor y volvía a casa los fines de semana.

Mi hermano Maurice y yo fuimos una vez con él. Fue el viaje más emocionante que habíamos hecho nunca, y tampoco es que mi padre viviera a lo grande en Londres, ni mucho menos. Recuerdo que al bajarnos del tren en King’s Cross nos dirigimos a la fila de taxis, y a mí se me aceleró el corazón solo de pensar que íbamos a montar en uno de esos coches negros.

Pero al llegar allí, mi padre pasó de largo… en dirección a la parada de autobús de la acera de enfrente.

Para mi madre no fue fácil mantener el contacto con su familia de Frascati. Cada vez que mandaba una postal a su sobrina y le contaba lo dura que era la vida en el noreste, las hermanas de mamá le escribían pidiéndole su número de teléfono. Todos los De Luca tenían teléfono en casa, pero mamá tenía que darles el número de la cabina de nuestra calle e instrucciones para llamar en cierta fecha y a cierta hora. El día de la llamada, sus hermanas se reunían y se apiñaban en torno al teléfono, y eran tan felices de oír de nuevo su voz —había muchas lágrimas y muchos «Ti voglio bene»— que inmediatamente hacían otra llamada (de un máximo de tres minutos, que por entonces era el límite de las llamadas internacionales desde cabina).

Cuando las hermanas de mi madre comprendieron lo difícil que era su situación, se mostraron dispuestas a ayudarla.

Al igual que ella, habían creído que a un sargento británico le esperaría a su regreso una casa de campo con un césped impecable y un jardín lleno de flores, algo salido de una novela romántica victoriana, y no una vivienda social en Dunston. Así que empezaron a mandarnos provisiones. Un juego precioso de cacerolas y sartenes nuevas. Un abrigo de visón que había pertenecido a una tía abuela. Bufandas y blusas. Las cosas básicas de la vida para su mentalidad de clase alta. Pero en su afán de ayudar, a veces solo conseguían empeorar las cosas.

En la aduana inglesa solían abrir muchos de los paquetes, y la mayor parte del contenido se «perdía». Y lo que finalmente llegaba a Dunston a menudo era interceptado por el tío Norman o el tío Colin, que lo empeñaban para sacarse unas perras. Tal como lo veían ellos, mi madre no había comprado nada de eso, y ellos necesitaban el dinero mucho más de lo que ella necesitaba regalos caros de Italia, así que ¿por qué se iba a quejar?

Cada vez que pasaba algo así, mi madre lloraba sin parar.

Y se repetía una y otra vez, semana tras semana, mes tras mes.

Y el viento no dejaba de soplar… y la lluvia era incesante.

Y la comida no mejoraba.

Y hacía un frío polar.

Y mi padre apenas ganaba dinero suficiente para pagar su parte del alquiler, y mucho menos para tener una casa propia.

Y llegó un momento en que mi madre ya no pudo más.

El día que ocurrió yo estaba sentado en el salón, a mi bola, jugando con unos bloques de madera. Mis padres habían discutido por algo en otra habitación —algo más fuerte de lo normal, pero nada del otro mundo— cuando de repente mamá me levantó del suelo, me puso el abrigo y me arrastró a la calle.

—¿Adónde te crees que vas? —rugió mi padre en su italiano de Newcastle. No entendí lo que decía, pero con mi padre eso no hacía falta. El volumen era suficiente.

—¡Este sitio es horrible! —gritó ella llorando—. Me marcho a mi casa. Tu familia es…

No se le ocurrió una palabra lo bastante mala.

—Vamos, Esther —resopló mi padre—. Tú no te vas a ninguna parte.

—¡Me marcho!

—¡Tú no te marchas!

—Esto es horrible. ¡Horrible! ¡Me vuelvo a casa!

Y así fue como pasó; abrió la puerta y salió llevándome a rastras. No creo que lo hubiera planeado. Fue el típico arrebato. Pero llevaba encima dinero suficiente, así que debía de tener algo guardado por si acaso.

Nos montamos en un autobús antes de que mi padre pudiera alcanzarnos; en un abrir y cerrar de ojos estábamos bajándonos en la estación central de Newcastle. Y claro, aquel sitio era puro espectáculo para un niño como yo. Por entonces todos los trenes funcionaban a vapor, y resoplaban y pitaban a tal volumen que tuve que taparme los oídos, y luego estaban el eco de los anuncios por los altavoces, el vendedor del Evening Chronicle desgañitándose, los grupos de gente que corrían de un andén a otro y los porteros uniformados que arrastraban carritos repletos de maletas, maldiciendo cada vez que se les caía una y su contenido se desparramaba por el suelo.

Y allí estaba mi pobre madre, tirando de mí de un lado a otro mientras yo intentaba preguntar qué pasaba y empezaba a asustarme un poco. Ella tenía el rostro húmedo e hinchado, y estiraba el cuello para estudiar el inmenso tablero de papel con los horarios —tendría dos metros y medio de altura, y era tan ancho como un autobús de dos pisos— y encontrar un tren a la estación Victoria de Londres. Tenía que ser a Victoria, porque desde allí podría coger el servicio del «tren barco» a la Gare du Nord de París, donde podría volver a cambiar, esta vez en dirección a Roma.

Por fin encontró el tren que buscaba y salió corriendo hacia él, sin dejar de tirar de mí.

Pero en ese mismo momento oímos un rugido inconfundible a nuestras espaldas, lo bastante fuerte para ahogar el ruido de un Flying Scotsman a toda máquina. Todo el mundo se detuvo a mirar qué era aquello.

—¡¡¡ESTHER!!!

Era mi padre, parado en mitad del andén, con la estampa más triste que quepa imaginar.

Él sabía muy bien lo que pasaba. Sabía lo que había prometido a su preciosa esposa italiana. Lo que no había cumplido.

Supongo que mi madre percibió el dolor en su mirada. Y quizá entendió que él hacía todo lo que podía, que se dejaba la piel día tras día.

—Vamos, Esther —le dijo con suavidad. Ella se puso a llorar como yo no había visto llorar a nadie en mi vida—. No puedes marcharte. Tendremos nuestra propia casa. Llamaré al ayuntamiento. Conseguiré algo mejor.

Dudo que le creyera.

Pero fue suficiente para que volviera a casa.

2Frío polar

Era invierno en Dunston y estábamos a mitad de la década de los cincuenta, unos años después del intento de fuga de mi madre. Ahora vivíamos en una casa de protección para nosotros solos en Beech Drive, a diez minutos andando de casa de mis abuelos en Oak Avenue. Primero vivimos en el 106, que tenía dos dormitorios, pero mi padre, cumpliendo con la promesa que le había hecho a mamá, convenció al ayuntamiento de que nos promocionara al 1, que tenía otra habitación al fondo. Seguía siendo demasiado pequeña para una familia de seis —mis dos hermanos y yo compartíamos una cama doble en uno de los dormitorios—, pero con once Johnsons menos que en casa de mis abuelos, aquello nos parecía el Palacio de Buckingham.

Pero justo cuando nos mudamos, yo hice algo que me hizo ponerme tan enfermo que casi no lo cuento.

Todo empezó cuando vi el documental de cine mudo Nanuk, el esquimal en nuestra flamante televisión en blanco y negro. La película está rodada en los años veinte —se puede encontrar en internet— y debieron de ponerla en la BBC, porque era lo único que sintonizaba por entonces la antena del tejado. (En el noreste no tuvimos televisión hasta seis años después de la guerra.)

A mí en general no me interesaba mucho la tele. Solo había programas de jardinería, recitales de órgano de iglesia y, con suerte, reposiciones de pelis de Gregory Peck y dibujos animados de Mickey Mouse; un rollo insoportable que no habría visto ni aunque me pagaran, sobre todo pudiendo salir a la calle a jugar con mis amigos. Pero Nanuk, el esquimal era algo distinto. Me cautivó. El protagonista era un inuit llamado Nanuk que vivía en el Círculo Polar Ártico canadiense, y se le veía construir un iglú, cazar focas y comer su grasa, o luchar con un oso polar, todo esto mientras arreciaba una tormenta de nieve, el hielo se resquebrajaba bajo sus pies y hacía veinte grados bajo cero. Llevaba siempre un gran cuchillo de caza y tenía una esposa inuit guapísima y un bebé inuit precioso que llevaba un gorrito de piel. Y como en Dunston era invierno y nevaba, me dejé llevar por la imaginación.

En cuanto terminó la película, salí corriendo a la nieve y me dije: «Muy bien, me voy a hacer un iglú como el de Nanuk». Y eso hice. Y me quedó fabuloso. Tenía más o menos metro y medio de ancho y una altura similar, con un pequeño hueco por delante para entrar y salir agachado.

Lo malo de hacer algo tan superemocionante a última hora del día, cuando eres pequeño, es que luego no puedes dormir; tu cerebro sigue funcionando a mil por hora mucho después de que todos se hayan acostado. Y eso fue lo que me pasó, y por eso decidí, en mitad de la noche, salir a echar un rápido vistazo a mi construcción. Así que me puse un jersey encima del pijama, cogí la linterna de mi padre, me escabullí por la puerta de atrás y salí al jardín. Y cuando entré a gatas en mi iglú, dejé de ser Brian Johnson en el jardín de su vivienda social de Dunston y me convertí en Brianuk del Noreste, regresando al hogar tras una dura jornada cazando focas para darse un atracón de pastel de grasa. Bostecé como lo haría Nanuk (un gran error, porque me hizo darme cuenta de lo agotado que estaba) y me quedé frito al instante.

Cuando unas horas más tarde mi padre se levantó para ir a trabajar —solía salir de casa hacia las seis y media—, enseguida notó que pasaba algo raro. En casa hacía un frío polar, porque la puerta de atrás se había quedado abierta y estaba entrando nieve. Y cuando echó un vistazo al cuarto de los niños, vio que faltaba un Johnson.

Pero gracias a un golpe de suerte, los ruidos que llegaban de casa me despertaron en el iglú y entré corriendo justo cuando mi padre bajaba las escaleras. Él se creyó que me había levantado muy temprano; no tenía ni idea de que había pasado casi toda la noche ahí fuera.

—¡Venga cabroncete, que te vas a helar! —gruñó—. Vístete ahora mismo…

Yo pensé que ese era el final de mi pequeña aventura.

Pero esa mañana en el cole, mientras hacíamos un ejercicio de redacción, ocurrió algo horrible. Me empezó a salir líquido del cuerpo, como si fuera un bloque de hielo derritiéndose. El líquido cayó encima de la redacción y del tintero, y nuestra profesora, la señorita Patterson, se acercó.

—¡Brian Johnson! ¡Eso es una chapuza! ¡Empieza de nuevo! —me dijo.

Yo estaba tan mareado que fui incapaz de contestar.

—¡Espabila! —gritó, tirándome de la oreja—. ¡Has echado a perder este folio! ¿Qué te pasa? Vete a casa ahora mismo. ¿Está tu madre en casa?

Me las arreglé para gruñir un «sí», y eso le bastó para ponerme de patitas en la calle, donde nevaba y arreciaba el viento.

Cuando la profesora te mandaba a casa, podías estar seguro de que te iban a dar una buena tunda con el cinturón, pero yo me encontraba tan mal que ni siquiera pensé en eso. Fui recorriendo el camino habitual desde el cole hasta Beech Drive cada vez más y más lento… hasta que los pies dejaron de obedecerme. No tenía ni idea de lo que me pasaba. Porque a ver, normalmente yo iba a todas partes corriendo como un loco, pero ahora apenas podía tenerme en pie. Terminé por sentarme en la acera y enroscarme como un ovillo. Brianuk del Noreste iba a conocer muy pronto a su Creador.

Entonces oí la voz de una amable ancianita que me vio ahí tirado en medio de la calle.

«¿Puedes decirme cómo te llamas, corazón?»

Por entonces aún no teníamos teléfono, así que cuando aquella buena samaritana de Dunston me dejó en casa, mi madre tuvo que dejarme delante de la chimenea y salir corriendo a la cabina más cercana para llamar a nuestro médico de cabecera, el viejo y encantador doctor Fairbairn. Le dijo que vendría enseguida, en cuanto terminara de comer y atendiera un par de operaciones, lo cual le llevaría, eh, unas cinco horas.

Cuando al fin llegó eran las cinco de la tarde. Para entonces yo no paraba de lloriquear y sudar y temblar de frío, todo a la vez, y empezaba a tener problemas para respirar. El doctor Fairbairn anunció que estaba «gravemente enfermo» y me tumbó boca abajo para ponerme una inyección en el trasero que me estabilizara un poco. Se quedó conmigo hasta bien entrada la noche, lo cual era bastante insólito.

—Hoy quiero que te portes como un soldado valiente, ¿de acuerdo, Brian? —recuerdo que dijo antes de ponerme otra inyección. Luego me preguntó si me gustaban los coches.

¿Gustarme los coches? Yo era un «pirao» de los coches, como solía decir mi padre. En aquellos días no se veían muchos. En nuestra calle solo había uno, el Morris Minor del jefe de mi padre. Podía pasarme horas mirándolo, imaginándome al volante, perdido en mi propio país de Nunca Jamás. De hecho, mi padre estaba tan harto de oírme hablar de coches y de que siempre anduviera fijándome en coches nuevos para admirar en la calle que un día fue al garaje local y les pidió un volante. (Con la única condición de que no fuera de un coche alemán.) Consiguió uno por seis peniques —que salieron de mi paga—, cogió un palo largo, lo sujetó al cabecero de nuestra cama, lo unió al volante y puso un montón de almohadas alrededor, como si fuera un asiento de conductor. De pequeño habré recorrido unos 50.000 kilómetros en esa cama.

—Sí, me gustan los coches —dije al doctor Fairbairn con voz lastimera.

—Bueno, me alegra oír eso, hijo —sonrió—. Porque, entre tú y yo, me acabo de comprar un Rover nuevo. Y si eres fuerte y consigues ponerte mejor, te daré una vuelta en él.

Detrás del doctor, mis padres me miraban cogidos de las manos, lo cual me acojonó muchísimo porque ellos jamás se cogían de las manos. La expresión de mi padre, en concreto, era algo que no había visto nunca. Expresaba, bueno… amor, supongo. Y miedo. Dos cosas que un tipo como mi padre nunca dejaba transmitir. Y también algo así como una extraña resignación. Porque para la generación de mi padre no era tan raro perder a un hijo o dos a causa de la gripe o la tuberculosis, o incluso por una infección de garganta. Ahí se nos va el primero, parecía estar pensando.

Lo que mi padre no tuvo en cuenta es que, en aquellos años, un Rover no andaba muy lejos de un Rolls-Royce. Tenía mandos cromados y un salpicadero de madera con radio de onda media. Y el motor era tan potente que podía pasar de cero a cien kilómetros por hora en menos de veinte segundos… ¡hasta alcanzar una velocidad máxima de más de ciento treinta!

Así que por nada del mundo iba a morirme y dejar pasar una ocasión como esa.

Dejando de lado mi experiencia casi mortal con el iglú, la vida en Beech Drive era considerablemente mejor que en Oak Avenue. Recuerdo que, al poco tiempo de llegar —esto fue en el 106—, un día me levanté y vi la calle llena de banderines, sillas y mesas llenas de comida y bebida; el pueblo entero celebraba por todo lo alto que teníamos una nueva reina. Por supuesto, llovió sin parar casi todo el día, pero a nadie le importó; incluso mataron un cerdo y lo asaron en Dunston Park. Y para rematar, todo el mundo estaba invitado a una pinta gratis. No sé cómo describir lo flipante que fue aquello en plena época de panceta racionada. Era como decir: joder, si invitan a toda la gente del pueblo a una pinta gratis, ¡entonces todo es posible!

Quizá deba explicar que Beech Drive era un proyecto urbanístico muy reciente, la joya de la corona de los bloques de viviendas sociales del noreste. Todo era nuevo y moderno, desde el pavimento rojo recién instalado hasta las puertas de las casas, siempre de vivos colores. Y todos, pero sobre todo las madres y esposas, estaban tremendamente orgullosos de vivir allí. Los umbrales de las casas se veían impolutos. Los visillos, inmaculados. Y en cada sala de estar había un «aparador», un «secreter» y una chimenea tan limpia que podías cenar en ella. Muchas madres incluso cubrían de plástico los sofás para que no envejecieran.

Eso sí, en la calle aún había farolas de gas, y cada noche iba un tipo y las encendía con un palo alargado. Y seguía habiendo un ropavejero —«el trapero», le llamábamos— que iba en un carrito tirado por un caballo de aspecto patético, con un globo atado a las riendas. Nunca olvidaré el día que supe que, si le dabas al trapero un jersey o una sábana vieja, él te daba a cambio un penique o un globo. ¿Cómo es que nadie me había contado eso? Pero, claro, en cuanto mi madre se enteró de lo que había hecho, salió corriendo por la calle detrás del trapero para recuperar un par de calcetines viejos de mi padre.

Era increíble lo bien que lo pasábamos. En una época en la que no había ni coches ni tráfico ni pantallas refulgentes ni videojuegos a los que engancharse a lo bestia —y en la que todos cuidaban de los hijos de los demás—, éramos libres de una forma que hoy en día resulta inimaginable. Y como vivíamos en casas enanas, los chavales nos pasábamos el día al aire libre, buscando entretenimiento y formando pandillas. En Beech Drive, por ejemplo, estaban la Pandilla de Arriba y la Pandilla de Abajo (dependiendo del lado del bloque en el que vivieras), y dentro de la Pandilla de Arriba estaban los Grandes (yo y mis amigos) y los Pequeños (nuestros hermanos). Lo gracioso es que Maurice pertenecía a los Pequeños, aunque era más alto que yo.

Pensándolo bien, ni siquiera el colegio —la escuela primaria de Dunston Hill, a la que después seguía el bachillerato— estaba mal del todo.

Los Grandes llevaban y traían del colegio a los Pequeños día tras día, siempre vestidos con pantalones cortos; daba igual que lloviera, nevara, granizara o lo que fuera. Iba a añadir «hiciera sol», pero creo que podría contar con los dedos de la mano las veces que vi brillar el sol en Dunston durante mi infancia.

Una de las razones por las que me gustaba tanto ir a la escuela primaria era que había un balancín y un pequeño tiovivo, que hacían vomitar a todos los niños que se subían en ellos. El señor Graham, nuestro cuidador, siempre estaba ahí sentado con el cubo y la fregona a mano.

Cuando se acababa el recreo, la señorita Patterson nos daba a cada uno una pizarrita y una tiza para practicar caligrafía. Después venía la clase de música, en la que las chicas tocaban la flauta y a los chicos nos daban triángulos y panderetas.

Allí empezó ese amor por la música que me ha acompañado toda la vida: me flipaba el tintineo que hacía con el triángulo. Me podía pasar horas tocándolo. Y cantábamos canciones, acompañados al piano por la señorita Patterson. Cosas horrorosas como «Underneath the Spreading Chestnut Tree». Pero me daba igual; con tal de darle al triángulo, yo cantaba lo que hiciera falta.

Mi asignatura favorita era lengua inglesa. Me encantaba escribir; siempre sacaba las mejores notas con mis historias y redacciones. Y cuando me daban una estrella de oro, la llevaba a casa para enseñársela a mis padres.

Pero la verdadera vida empezaba después del colegio.

Todas las noches, aunque estuviera diluviando, colocábamos los jerséis en el suelo para hacer porterías y jugábamos a fútbol. Y cuando nevaba la calle se convertía en un gran campo de batalla, y hacíamos guerras de bolas de nieve que podían durar horas.

En esas guerras yo siempre iba con desventaja por culpa de las manoplas que me tejía mi madre. Como no quería que las perdiera, le cosía una tira elástica a cada guante y pasaba el elástico por las mangas de la chaqueta hasta llegar al otro extremo. Era un invento perfecto para evitar que los guantes se cayeran; lo malo es que cada vez que estiraba el brazo para tirar una bola, el elástico salía disparado por la otra mano y me daba un sopapo en toda la cara. Pero estaba tan emocionado que, aunque acabara con los labios hinchados, siempre se me olvidaba. «¡Mira, Brian Johnson se ha vuelto a pegar él solo en la cara!», gritaban los demás chavales al ver que me corría sangre por la cara y llamaba a mi madre lloriqueando. «¡Tira otra, Brian! ¡Tira otra!»

En esa época también descubrí de verdad el fútbol y la música.