Legado por sorpresa - Jackie Ashenden - E-Book

Legado por sorpresa E-Book

Jackie Ashenden

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Beschreibung

¡De señor de la guerra a padre por sorpresa! ¿Hijos? No, nada de hijos para el ilegítimo jeque Nazir Al Rasul, cuya fortaleza en el desierto era menos intimidante que la impenetrable barrera tras la que ocultaba su corazón. Hasta que Ivy Dean apareció en la puerta y le dijo que esperaba un hijo suyo. Ivy era madre subrogada, por hacer un favor a su mejor amiga, enferma de cáncer, pero su trágica muerte la había obligado a buscar al padre biológico del bebé. Y cuando Nazir insistió en que contrajesen matrimonio se quedó petrificada. Abandonada de niña, la inocente Ivy no veía una familia en su futuro, y mucho menos con un hombre de corazón helado que, sin embargo, la hacía arder de pasión.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Jackie Ashenden

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Legado por sorpresa, n.º 2913 - marzo 2022

Título original: The Innocent Carrying His Legacy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-377-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ella sigue esperando, señor.

El jeque Nazir Al Rasul, propietario de uno de los más poderosos e impenetrables ejércitos privados del mundo, y guerrero hasta los huesos, fulminó al guardia con la mirada. Era muy joven, pero llevaba el uniforme negro y dorado con orgullo, el gesto decidido y los hombros erguidos.

Admirable, pero Nazir había dado instrucciones de no ser molestado. Acababa de regresar a Inaris tras una operación particularmente delicada para aplastar un golpe de Estado en uno de los países bálticos y, después de dos días sin dormir, no estaba de humor para que un guardia novato desobedeciera sus órdenes.

Nazir levantó la barbilla ligeramente, siempre una señal de alarma para sus soldados.

–¿No he dicho que no quería ser molestado?

No levantó la voz, no tenía que hacerlo. El joven palideció.

–Sí, señor.

–Entonces, explica tu presencia. Inmediatamente.

El guardia cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.

–Dijo que le advirtiésemos si ocurría algo extraño.

Hablaba de la mujer que había aparecido en las puertas de la fortaleza. Algunos incautos, no muchos, se atrevían a atravesar el desierto a pesar de los terribles rumores que él había hecho correr para desanimar a los que querían unirse a su ejército, pedir ayuda o buscar su tutela.

Él era un maestro en el arte de la guerra, especialmente en el combate físico, y su experiencia era conocida por todos, pero eso no evitaba que algunos infelices hiciesen el largo camino hasta allí.

Pero solían ser hombres. En aquella ocasión, sin embargo, se trataba de una mujer. Había llegado varias horas antes junto a un guía local, que debería haberle advertido que estaba perdiendo el tiempo.

Nadie podía entrar en la fortaleza y, normalmente, las indeseadas visitas se marchaban después de un par de horas esperando. El brutal sol del desierto era más efectivo que cualquier amenaza.

Nazir apretó los dientes, irritado. Un buen comandante nunca dejaba que el cansancio, el sueño o la irritación lo afectasen y él era un buen comandante.

–¿Y qué es eso que tanto te preocupa?

El guardia vaciló durante unos segundos.

–Pues… parece que está embarazada, señor.

Nazir torció el gesto.

–¿Embarazada? ¿Cómo que está embarazada?

–Ha pedido agua y… una sombrilla. Porque está embarazada, ha dicho.

–Está mintiendo. No hagáis nada.

Nazir llevaba dos noches sin dormir. Había supervisado una operación delicada fuera del país y necesitaba dormir urgentemente, no tener que lidiar con una idiota que querría a saber qué. Especialmente una idiota embarazada.

–Pero señor…

–No hagáis nada –repitió Nazir–. Dejarla entrar solo animaría a otros tontos. Además, es fácil fingir un embarazo.

–Pero preguntó por usted directamente.

–Todos lo hacen.

Claro que no solían ser mujeres embarazadas. Pero la posibilidad de que él hubiera engendrado un hijo era nula ya que era muy precavido cuando se trataba del sexo y, además, no se dejaba llevar a menudo. Dejarse llevar por sus más bajos instintos ablandaba a un hombre.

Nazir oyó carreras por el pasillo y otro joven guardia apareció con gesto ansioso en la habitación.

–Señor, la mujer se ha desmayado.

Evidentemente, era demasiado pedir que lo dejasen en paz durante un par de horas. Sus soldados no solían disfrutar de compañía femenina, pero si solo hacía falta que una mujer apareciese en las puertas de la fortaleza para generar tanta emoción, entonces sus hombres necesitaban sesiones más duras de entrenamientos. O tendría que empezar a dar permisos.

Pero estaba claro que no iba a poder dormir hasta que resolviese aquel asunto.

–Llevadla al puesto de guardia –ordenó Nazir–. Hablaré con ella allí.

Los dos guardias desaparecieron por el corredor mientras él, murmurando una palabrota, se ponía una chilaba negra antes de salir de la habitación.

Aquello era lo último que necesitaba en ese momento. Siempre había gente en las puertas de la fortaleza, pero nunca los dejaba entrar y no pensaba empezar a hacerlo ahora. Especialmente a una mujer que primero pedía una sombrilla y después se desmayaba.

Seguramente sería una turista idiota, impresionada por los rumores que él había cultivado sobre el brutal señor de la guerra y su ejército de asesinos, que llevaba una vida nómada en el desierto para no ser detectado y que no entendía el concepto de compasión.

Los rumores contenían algún grano de verdad. Él era un caudillo del desierto y no veía para qué servía la compasión. Los asesinos y la vida nómada eran cortinas de humo, naturalmente, pero conseguían desanimar a la mayoría de los idiotas.

Pero, al parecer, aquella mujer no se desanimaba fácilmente.

Una cosa era segura, no estaba embarazada. Y si lo estaba, entonces era más tonta de lo que pensaba. ¿Qué mujer se adentraría en el desierto para buscarlo, a pesar de los terribles rumores que corrían sobre él, y pasaría un par de horas esperando bajo el sol estando embarazada?

Nazir recorrió los pasillos del fortín que él llamaba su hogar y salió al polvoriento patio para dirigirse al puesto de guardia frente a las puertas de acero reforzado. Era una robusta caseta de piedra provista de un equipo de alta tecnología que controlaba todo el recinto, pero allí había aire acondicionado. No hacía falta en la fortaleza porque era una construcción medieval con gruesos muros de piedra que la protegían del frío y el calor.

Los dos soldados que guardaban la puerta se pusieron firmes al verlo y Nazir los miró, pensativo. Los guardias que hacían servicio durante las horas más calurosas del día eran relevados cada cierto tiempo y, a juzgar por el color de aquellos dos, parecían a punto del desmayo. Eran nuevos reclutas, jóvenes dispuestos a demostrar su valía y eso solía acarrear complicaciones.

–Aseguraos de beber agua cuando acabe vuestro turno –dijo con tono seco–. Un soldado que no sabe cuidar de sí mismo no me sirve de nada.

–Sí, señor –respondieron los dos guardias al unísono.

Nazir empujó la pesada puerta de hierro y entró en la garita. Había otro guardia tras la puerta y un segundo sentado frente a los ordenadores que controlaban constantemente la fortaleza.

El inconveniente de ser comandante de uno de los ejércitos privados más buscados del mundo era que uno hacía muchos enemigos. Mucha gente querría verlo desaparecer, para siempre si fuera posible.

La fortaleza no aparecía en ningún mapa y todas sus comunicaciones eran encriptadas. Algunos guías locales sabían cómo llegar hasta allí, pero nunca lo harían público. Para el resto del mundo, sencillamente no existía. Muchos intentaban localizar la fortaleza para localizarlo a él, pero siempre fracasaban.

El desierto hacía el trabajo por él cuando se trataba de controlar a sus enemigos, pero algunos, los más decididos, no dejaban que la arena o el terrible calor los detuviese.

Como la mujer que estaba tumbada sobre una improvisada camilla en el suelo.

Era pequeña, su figura escondida bajo la túnica que llevaba, que evidentemente había comprado en el bazar para turistas de Mahassa, ya que el algodón era fino y barato y no ofrecería protección alguna contra el sol. Su pelo estaba oculto bajo un pañuelo de algodón, pero podía ver su rostro. Tenía una barbilla puntiaguda, una nariz pequeña y unas cejas rectas y oscuras. Había algo casi felino en sus facciones. No era guapa, pero su boca era llamativa, de labios gruesos y sensuales, aunque en ese momento estaban agrietados. Tenía unas pestañas largas y espesas sobre unas mejillas quemadas por el sol.

Las pestañas temblaron en ese momento y Nazir detectó el pálido brillo de unos ojos casi de color cobre. El brillo de esos ojos provocó en él un extraño, pero delicioso, escalofrío de emoción. Aunque no sabía por qué. Lo que sí sabía era que la mujer no estaba inconsciente. Porque estaba mirándolo.

 

 

Ivy Dean estaba a punto de fingir que despertaba de un desmayo cuando la puerta se abrió y el hombre más imponente que había visto nunca entró en la caseta.

No había sentido miedo durante la larga jornada desde la fresca y brumosa Inglaterra al brutal calor del desierto de Inaris, pero lo sentía en ese momento.

Porque no era solo su estatura, aunque debía medir más de metro noventa, o el hecho de que tuviese el físico de un jugador de rugby. O tal vez un gladiador romano.

No, era el aura que proyectaba y que ella sintió como un cambio en la presión del aire en cuanto entró en el puesto de guardia.

Peligro, un peligro aterrador. Aquel hombre irradiaba violencia, como un dragón guardando su guarida.

Y ella era el conejillo que le servían como almuerzo.

Se quedó inmóvil sobre la camilla, conteniendo el aliento y lamentando en silencio su decisión de fingir un desmayo porque, sin duda, él se daría cuenta. Porque era la clase de hombre que lo veía todo, incluyendo fingimientos y mentiras.

Tenía un rostro que parecía tallado en granito, con la nariz algo torcida, los pómulos altos, marcados, la mandíbula cuadrada. Su esculpida boca era tan dura como el resto de sus facciones.

Era un rostro severo, intensamente masculino, pero fueron sus ojos lo que de verdad la asustó. Eran de un color asombroso, un brillante azul turquesa. Había visto esos ojos tan hermosos e inusuales en los rostros de los descendientes de las antiguas tribus nómadas del desierto cuando visitó el bazar de Mahassa.

Pero los ojos de aquel hombre eran tan helados como la tundra del norte. No había compasión en ellos, ni generosidad, ni calor.

Había muerte en esos ojos.

Aquel era el despiadado señor de la guerra del que hablaban los rumores. El cruel y aterrador jeque que vivía en el desierto con un ejército de asesinos.

«No se adentre en el desierto», le habían advertido en la oficina de turismo.

Pero ellos no entendían. Tenía que adentrarse en el desierto porque debía encontrar al jeque Nazir Al Rasul. Aunque no quisiera hacerlo, aunque tuviese miedo.

Al menos tenía que intentarlo, por Connie.

El gesto del hombre era tan frío e implacable que Ivy tuvo que tragar saliva. Sin darse cuenta, se llevó una mano protectora al abdomen y él siguió el movimiento con la mirada.

–Puede dejar de fingir –le espetó en su idioma, sin la menor traza de acento–. Sé que está despierta.

Su voz era tan hosca como sus facciones e Ivy sabía que no era una observación sino una orden.

Era un hombre acostumbrado a dar órdenes, evidentemente. Irradiaba una autoridad innata.

Ivy se sentó en la camilla. Sabía que iba a tener que dar explicaciones y el miedo amenazaba con paralizarla, pero no apartó la mano de su abdomen, como si así pudiese proteger la vida que crecía dentro de ella.

Y no solo del extraño sino de su propio pánico.

Pero dejarse llevar por las emociones no servía de nada y, a pesar del deseo de salir corriendo, se quedó donde estaba. Ser práctica era la clave. No llegaría lejos si intentaba salir corriendo. Además, ¿dónde iba a ir? Fuera no había nada más que arena. Su guía la había abandonado en cuanto supo que no solo quería ver la fortaleza sino que tenía intención de entrar y hablar con el señor de la guerra.

En fin, no debía mostrar miedo. Eso era lo que había que hacer frente a un predador. Si salías corriendo te acababan comiendo.

Pero el hombre se cernía amenazadoramente sobre ella, haciendo que la garita pareciese más pequeña.

–Debería darle las gracias…

–Dígame su nombre y cuál es su propósito –la interrumpió él.

Muy bien, si era el jeque Nazir Al Rasul, el infame señor de la guerra, y tenía la sospecha de que así era, debía ir con cuidado, pero no iba a dejarse intimidar.

En Inglaterra dirigía una casa llena de niños abandonados, algunos con serios problemas de comportamiento o de salud mental, y no tenía la menor dificultad para mantener el orden.

Un hombre, por aterrador que fuese, no iba a hacer que se acobardase.

–Mi nombre es Ivy Dean. He registrado mi paradero en el consulado británico de Mahassa, así que saben dónde estoy –empezó a decir, haciendo un esfuerzo para mirar al extraño a los ojos–. Y si no vuelvo en unos días, sabrán por qué.

Él no dijo nada. Seguía mirándola fijamente, sin expresión alguna.

–Estoy aquí porque tengo que hablar con el jeque Nazir Al Rasul –siguió Ivy, sosteniendo su mirada–. Se trata de un asunto privado.

El hombre estaba tan inmóvil que podría ser una estatua.

–¿Qué asunto privado?

–Eso es entre el señor Al Rasul y yo.

–Dígame qué asunto es ese –insistió él con tono seco.

Era una orden que debía ser obedecida inmediatamente, estaba claro.

Ivy debería estar acobardada. Cualquier otra mujer en su sano juicio lo estaría, especialmente después de esperar horas bajo el salvaje sol del desierto para hablar con un hombre del que había oído cosas tan aterradoras.

Pero no había pasado dos semanas en Mahassa intentando encontrar un guía que la llevase a la fortaleza para nada. Se había gastado todos sus ahorros intentando encontrar a ese hombre y no iba a rendirse ahora, cuando estaba tan cerca de su objetivo.

De hecho, si sus sospechas eran correctas, su objetivo estaba delante de ella. Pero tenía que asegurarse del todo porque si no lo era aquello podría terminar muy mal y no solo para ella sino para el bebé que esperaba.

Ivy colocó las manos sobre su regazo con aparente calma, empleando la máscara que solía usar con los niños más recalcitrantes.

–Solo hablaré con el señor Al Rasul –le dijo, con una seguridad que no sentía–. Como he dicho, se trata de un asunto privado.

Los dos guardias la miraban con gesto horrorizado. Al parecer, no era habitual desobedecer a aquel hombre e Ivy experimentó una sacudida de miedo. Pero también otra emoción, algo que no le resultaba familiar. Algo que no tenía sentido.

Estaba sola en una fortaleza llena de hombres que podrían matarla. Y por mucha confianza que fingiera sentir, el consulado británico no podría ayudarla si algo iba mal.

Y si los rumores que había oído eran ciertos, muchas cosas podrían ir mal, así que no había razón para sentir un escalofrío de… ¿anticipación? ¿Emoción por una lucha de voluntades con alguien tan decidido como ella?

Tal vez era el embarazo lo que le hacía sentir cosas extrañas, pensó. Unas semanas antes había hablado con Connie sobre…

Connie.

Se le encogió el corazón al pensar en ella, pero no era el momento. El último deseo de Connie había sido que hablase con el jeque Al Rasul y eso era lo que iba a hacer. Podría llorar a su amiga cuando todo aquello hubiese terminado.

–Tal vez no me ha entendido –dijo el hombre con tono helado–. Dígamelo a mí. Ahora mismo.

Ivy no iba a dejarse acobardar.

–Esto es algo de lo que solo puedo hablar con el señor Al Rasul.

–Yo soy Nazir Al Rasul –anunció él, con un brillo acerado en los ojos.

Por supuesto que sí. Lo había sabido en cuanto entró en la caseta, pero tenía que estar absolutamente segura.

–Demuéstrelo –le dijo.

Los dos guardias la miraron con gesto de terror y ella tuvo que tragar saliva.

«¿Por qué lo desafías de ese modo?», se preguntó a sí misma.

«¿Estás loca?».

Sí, podría ser. Tal vez el sol le había derretido el cerebro o estaba a punto de morir por deshidratación. Tal vez los últimos días en Mahassa, buscando desesperadamente a alguien que la llevase hasta el jeque, le habían afectado más de lo que pensaba.

O tal vez estaba alucinando, pero no podía dar marcha atrás cuando el bebé que esperaba dependía de ella. Y si podía controlar a un montón de adolescentes enfurruñados sin decir una palabra, también podía aguantar la mirada del infame caudillo del desierto.

«Unos adolescentes enfurruñados no van a matarte».

Daba igual, era demasiado tarde.

El hombre inclinó la cabeza ligeramente y el guardia que estaba a su izquierda se dirigió a ella en su idioma.

–Está hablando con el jeque Nazir Al Rasul.

–¿Esa es la prueba? ¿Uno de sus guardias?

–Esa es toda la prueba que va a conseguir –respondió Nazir–. No estoy acostumbrado a tener que repetir una orden, pero veo que a usted le cuesta entenderme.

Ivy contuvo el aliento cuando se deshizo de la máscara inexpresiva y vio lo que había tras ella.

Muerte, caos, violencia, peligro.

Aquel hombre era un asesino.

–Va a decirme ahora mismo cuál es su propósito al venir aquí o la enviaré de vuelta al desierto –le advirtió el jeque.

Era una sentencia de muerte y los dos lo sabían.

–Muy bien –dijo ella por fin–. Pero como he dicho, se trata de un asunto privado.

–No se preocupe por mis guardias. Hable de una vez.

Tomando aliento, Ivy hizo un esfuerzo para sostener la fiera mirada.

–Estoy embarazada. Y he venido hasta aquí para decirle que el bebé que espero es hijo suyo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Nazir la miró, atónito durante unos segundos. Estaba mintiendo, por supuesto. No sabía por qué, pero estaba mintiendo. Cuando él decidía satisfacer su deseo con alguna mujer siempre usaba protección. No había sitio para hijos en su mundo. No los quería.

Había sido educado como soldado y no había sitio para la domesticidad de una esposa e hijos en esa vida.

Además, recordaba a todas las mujeres con las que se había acostado e Ivy Dean, con las manos primorosamente colocadas en el regazo y un brillo de desafío en esos ojos de color cobre, no era una de ellas.

Se habría reído si recordase cómo hacerlo.

–Dejadnos solos –dijo entonces.

Los guardias prácticamente se empujaron el uno al otro para salir de la caseta, pero ella no apartó la mirada y no movió un músculo.

No, no era la clase de mujer a la que se llevaría a la cama. Era demasiado pequeña y delicada y a él le gustaba el sexo duro. Prefería mujeres guerreras para no tener que preocuparse de hacerles daño accidentalmente, mujeres capaces de llevar la iniciativa en la cama y fuera de ella.

Sin embargo, no podía negar que había algo casi intrigante en su negativa a obedecerlo. O en cómo lo miraba, con la barbilla levantada a modo de protesta.

No estaba acostumbrado a que desobedeciesen sus órdenes, pero, tristemente para ella, daba igual lo obstinada que fuese. Él era quien daba las órdenes allí.

No era una amenaza física para nadie, pero podría serlo en otros sentidos. Él tenía muchos enemigos, países enteros, y alguien podría estar intentando usarla para llegar hasta él.

Aquella situación era altamente sospechosa y eso significaba que debía descubrir la verdadera razón por la que estaba allí.

–Está mintiendo –le espetó.

–No –dijo ella.

–Demuéstrelo –dijo Nazir entonces.

Ella frunció los labios en un gesto de disgusto.

–Muy bien.

Ivy intentó levantarse de la camilla, pero se tambaleó ligeramente y perdió el equilibrio. Al parecer, estuviese o no fingiendo el desmayo, esperar bajo el sol la había afectado.

El chico que había sido una vez se habría mostrado preocupado, pero ya no había sitio en su corazón para preocuparse por nadie, de modo que lo sorprendió cuando, sin pensar, alargó una mano para tomarla del brazo.

Ella se quedó inmóvil, como una gacela bajo las garras de un león, y el gemido que escapó de su garganta hizo eco en la caseta.

Era una mujer tan delicada, tan suave.

«Hace años que no tocas nada suave… una vida entera».

Turbado por ese pensamiento, Nazir la soltó. Era extraño sentirse afectado de ese modo. Él había perfeccionado el autocontrol y no estaba acostumbrado a una reacción física que no pudiese dominar.

Tal vez era el cansancio, se dijo. De verdad necesitaba un par de horas de sueño.

Ivy se apartó inmediatamente para tomar una vieja mochila de piel apoyada en la mesa. Se inclinó para rebuscar en ella y, un momento después, sacó un fajo de papeles.

–Esta es la prueba –le dijo.

Su tono era amable, pero con un trasfondo de acero.

Nazir tomó los papeles. El primero era el informe de una clínica de fertilidad en Inglaterra. Y allí, en blanco y negro, estaban sus datos personales. Además, había una prueba de paternidad y lo que parecía una nota personal escrita a mano.

Nazir tragó saliva. Había sido mucho tiempo atrás, durante esos tres años en la universidad de Cambridge. Lejos de la mano de hierro de su padre, lejos del palacio y sus estrictas reglas.

Al principio no había querido ir porque sabía que era un castigo, pero su padre había insistido, de modo que no tuvo más remedio que obedecer. Pero si ir a Cambridge era un castigo, lo pasaría bien haciendo todo lo que no podía hacer en Inaris.

Entonces tenía dieciocho años y era un joven lleno de pasión, decidido a tomar a la vida por el cuello y experimentar todo lo que pudiese.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

Siempre había sabido que nunca sería padre, que tener una familia era algo imposible para él. Como hijo ilegítimo de la sultana, no podía seguir manchando la sangre real con otro hijo.

Así que una noche de borrachera, jugando al póquer con sus amigos, había perdido una apuesta que consistía en donar esperma.

Era un crío estúpido e inconsciente, pero incluso entonces había sentido cierta emoción al saber que en algún sitio habría un hijo suyo, a pesar de las reglas de su padre.