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En nuestro discurso sobre bioética pública, las partes contendientes suelen invocar principios abstractos o basarse en premisas que no reflejan toda la complejidad de la realidad cotidiana. Esto, a su vez, conduce a la aprobación de leyes y políticas incapaces de comprender toda la gama de necesidades humanas, a menudo en grave detrimento de los más débiles y vulnerables. ¿Pero qué pasaría si propusiéramos una visión alternativa sobre cómo gobernarnos en esta materia que partiera de una comprensión básica compartida construida sobre la experiencia y la identidad humanas? ¿Y si las instituciones jurídicas y la política que regulan la bioética pública reflejaran con mayor exactitud nuestra experiencia vivida, nuestros valores compartidos, nuestras esperanzas comunes, nuestros temores y nuestras necesidades? ¿Y si existiera una nueva forma de dirigirnos en asuntos que afectan a las cuestiones más íntimas y definitivas de nuestra humanidad? Este libro pretende ofrecer ese nuevo camino para los debates públicos sobre bioética, arraigado en lo que significa ser humano y florecer como tal, a la luz de lo que somos y de quiénes somos realmente.
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Colección Razón Abierta
Director
Leopoldo José Prieto López (Universidad Francisco de Vitoria)
Comité Científico Asesor
Daniel Sada (Universidad Francisco de Vitoria)
Federico Lombardi S. J. (Fundación Joseph Ratzinger)
Stefano Zamagni (Universidad de Bolonia. Johns Hopkins University)
Paolo Benanti (Pontificia Universidad Gregoriana)
Andrew Briggs (Universidad de Oxford)
Rafael Vicuña (Pontificia Universidad Católica de Chile)
Javier Prades (Universidad Sán Dámaso)
© 2023 O. Carter Snead
© 2023 Editorial UFV
Universidad Francisco de [email protected]
Diseño cubierta: Cruz más Cruz
Traducción: Pedro Pallares Yabur
Primera edición: marzo de 2023
ISBN edición impresa: 978-84-19488-43-5
ISBN edición digital: 978-84-19488-44-2
ISBN edición ebook: 978-84-19488-57-2
Depósito legal: M-8386-2023
Preimpresión: MCF Textos, S. A.
Impresión: Producciones Digitales Pulmen, S. L. L.
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Impreso en España – Printed in Spain
A Leigh
INTRODUCCIÓN
1. GENEALOGÍA DEL DEBATE PÚBLICO EN BIOÉTICA: EL CASO ESTADOUNIDENSE
¿Qué es la bioética pública? Historia y contexto humano
Beecher, la voz de alarma
Injusticia en Tuskegee
Investigación sobre bebés recién abortados, ex utero, pero aún vivos
Las audiencias Kennedy
El nacimiento de la bioética pública estadounidense
Un modelo de bioética pública que se mantiene
Las décadas que siguieron
1970
1980
1990
2000
Del 2011 hasta nuestros días
Un recuento del debate
2. UNA SOLUCIÓN ANTROPOLÓGICA
Individualismo expresivo
Individualismo
Individualismo expresivo
La antropología del individualismo expresivo
El olvido del cuerpo
Una antropología de la corporeidad
3. LA JURISPRUDENCIA ESTADOUNIDENSE SOBRE EL ABORTO
La jurisprudencia estadounidense sobre el aborto
Roe vs. Wade, Doe vs. Bolton
Derecho fundamental
Dos intereses en conflicto y el marco trimestral
Doe vs. Bolton y el significado de salud
Preguntas sin respuesta en los casos Roe y Doe
Aplicación de los casos Roe y Doe
La antropología de los casos Roe y Doe
Planned Parenthood vs. Casey: la regla jurídica moderna
Antropología del caso Casey
Stenberg vs. Carhart (Carhart I) y Gonzales vs. Carhart (Carhart II): los casos de aborto por nacimiento parcial
Stenberg vs. Carhart (Carhart I)
Gonzalez vs. Carhart (Carhart II)
Whole Woman’s Healt vs. Hellerstedt
El estado del aborto en Estados Unidos hasta el 2022
Dobbs vs. Jackson: desmontar los errores insuperables de los casos Roe y Casey
La antropología del estatuto jurídico del aborto en Estados Unidos
Un camino provisional hacia el futuro: una antropología de la vida humana encarnada en el ámbito jurídico sobre el aborto
4. REPRODUCCIÓN ASISTIDA
La FIV: una introducción
Maternidad subrogada
Panorama jurídico
La ART ante tribunales locales
Revisión jurídica de la ART qua ART
La antropología jurídica de la ART
El ajuste antropológico del debate público de la ART
5. MUERTE Y AGONÍA
El abandono de medidas que mantienen la vida
La antropología del derecho a las medidas de mantenimiento de la vida
El suicidio asistido
Crítica y reforma de la ley del suicidio asistido
Antropología de la corporeidad y enfermedad terminal
CONCLUSIÓN
AGRADECIMIENTOS
En Estados Unidos, como en otros países, tanto el derecho como la política se construyen a través de procesos a menudo caóticos, tanto en el discurso como en la deliberación y en las formas democráticas de toma de decisiones. Ello implica enfrentarse a cuestiones controvertidas de gran importancia sobre cómo debemos vivir y lo que nos debemos unos a otros, desde visiones morales y filosóficas diferentes que compiten entre sí. Este es, sin duda, el caso de la bioética pública, la regulación gubernamental de la ciencia, la medicina y la biotecnología en cuanto bienes éticos.
En nuestro discurso sobre bioética pública, las partes contendientes suelen invocar principios abstractos o basarse en premisas que no reflejan toda la complejidad de la realidad cotidiana. Esto, a su vez, conduce a la aprobación de leyes y políticas incapaces de comprender toda la gama de necesidades humanas, a menudo en grave detrimento de los más débiles y vulnerables. ¿Pero qué pasaría si propusiéramos una visión alternativa sobre cómo gobernarnos en esta materia que partiera de una comprensión básica compartida construida sobre la experiencia y la identidad humanas? ¿Y si las instituciones jurídicas y la política que regulan la bioética pública reflejaran con mayor exactitud nuestra experiencia vivida, nuestros valores compartidos, nuestras esperanzas comunes, nuestros temores y nuestras necesidades? ¿Y si existiera una nueva forma de dirigirnos en asuntos que afectan a las cuestiones más íntimas y definitivas de nuestra humanidad? Este libro pretende ofrecer ese nuevo camino para los debates públicos sobre bioética, arraigado en lo que significa ser humano y florecer como tal, a la luz de lo que somos y de quiénes somos realmente.
Los debates públicos en bioética1 se ocupan fundamentalmente de la vulnerabilidad, la dependencia, la fragilidad y la finitud humanas. Tienen que ver con la procreación, el embarazo, los recién nacidos, las enfermedades que llevan a la muerte, las lesiones graves, los enfermos desesperados que participan en ensayos clínicos, los pacientes que viven con miedo, los discapacitados, los ancianos, los moribundos y la disposición de cadáveres. Los debates públicos sobre bioética resultan especialmente complejos y complicados, ya que se ocupan de técnicas científicas novedosas y poderosas, prácticas clínicas y biotecnologías aplicadas al servicio de la salud y la integridad. Todos ellos conceptos a la vez esquivos y controvertidos. Se trata de discusiones que suceden entre fuertes desacuerdos y a menudo con resultados amargos, ya que afectan a cuestiones íntimas y esenciales, como el significado de la paternidad y maternidad, las obligaciones para con los niños y nuestros mayores, las reivindicaciones de los enfermos y discapacitados, nuestra libertad, nuestra maduración, nuestra propia concepción del ser, así como los límites de la comunidad ética y jurídica. Implica cuestiones de vida y muerte, como los principales conflictos vitales sobre el derecho que regula el aborto, la tecnología de reproducción asistida y los cuidados paliativos en el final de la vida. Y deja sin resolver dicotomías preconcebidas, como la de conservadores frente a liberales, o secularistas frente a visiones religiosas, que nos alejan aún más de un acuerdo o de un entendimiento compartido. ¿Cómo debemos gobernarnos en este ámbito, complejo, controvertido y vital?
Para gobernarnos con prudencia y humanidad, debemos volver al principio, es decir, preguntarnos por el fundamento normativo del derecho y la política en este ámbito. Debemos empezar por lo que significa ser humano.
En este libro, se argumenta que las instituciones jurídicas actuales, en lo relativo a los conflictos vitales centrales de la bioética pública estadounidense —pero que intuyo que se muestran de forma similar en otros países occidentales—, se basan en una visión terriblemente incompleta y parcial, y por tanto falsa, sobre la identidad y la realización humanas. Se trata de una comprensión del ser humano definido fundamentalmente como una voluntad atomizada y solitaria. Equipara el florecimiento humano únicamente con la capacidad de formular y perseguir planes futuros de invención propia. Desde esta perspectiva, el derecho considera que el mundo natural e incluso el propio cuerpo humano se tratan solo de una incipiente materia prima que hay que aprovechar y reconstruir al servicio de esos proyectos de la voluntad.
Pero los seres humanos no viven como meras voluntades atomizadas. Su vida es algo más que autocreación y construcción sin obstáculos de su propio destino. La realidad es que las personas son seres encarnados, con todos los límites naturales y los grandes dones que ello conlleva. Experimentamos el mundo, a nosotros mismos y a los demás como cuerpos vivos —y moribundos—. Porque somos cuerpos, la vulnerabilidad, la dependencia mutua y los límites naturales son características que articulan nuestra realidad y existencia humana cotidiana. Y, por razones que se analizarán más adelante, nuestra corporeidad nos sitúa en una relación particular entre nosotros, de la que surge la obligación de acudir en ayuda de otras personas también vulnerables, incluidos especialmente los discapacitados, los ancianos y los niños. Pero, como el derecho que rige varios de los principales conflictos vitales de la bioética pública se basa en una visión de la identidad y el florecimiento humanos que no toma en cuenta la corporeidad como algo esencial en su explicación de la persona, no reconoce estas obligaciones y, por lo tanto, deja invisibles y desprotegidos a los miembros más débiles y vulnerables de la comunidad humana.
Al igual que en todos los ámbitos del derecho y la política, para que la bioética pública proteja y promueva eficazmente el florecimiento de los seres humanos, debe basarse en una concepción de la identidad humana que se corresponda con su realidad vital de persona encarnada. Por lo tanto, los debates públicos en bioética deben basarse en la compleja realidad de quiénes somos y cómo nos relacionamos unos con otros como seres vulnerables, mutuamente dependientes, finitos y encarnados.
En consecuencia, este libro replanteará y recolocará tres de las principales cuestiones contemporáneas de la bioética pública dentro de lo que se denominará paradigma antropológico. El derecho y las políticas públicas son necesariamente normativos, pues apuntan a los bienes que deben perseguirse y promoverse, así como a los daños que deben evitarse o remediarse. A pesar de los esfuerzos por evitar apelar a visiones comprehensivas del bien en los debates políticos y en la elaboración del derecho, tanto las autoridades legislativas, administrativas y judiciales como el discurso público y académico que las fundamenta y sostiene se basan, inevitablemente, en visiones filosóficas controvertidas, en su mayoría no declaradas e implícitas, de lo que significa ser humano y prosperar como tal. Esto es, a fortiori, cierto para la bioética pública. Por esta razón, la primera tarea que tenemos por delante es someter las disputas centrales de la bioética pública a un análisis antropológico inductivo que descubra, ilumine y critique la concepción de la identidad y el florecimiento humanos que sustenta la legislación y la política actuales.
Para entender por qué es necesario un nuevo marco y cómo podría integrarse en el derecho y la política, debemos explorar primero la historia y los aspectos prácticos de la bioética pública tal y como sucede en el caso concreto que conozco con más detalle: el estadounidense. En consecuencia, el capítulo 1 traza la trayectoria histórica de la bioética pública en Estados Unidos, prestando especial atención a tres importantes acontecimientos que, desde sus inicios, muestran el paradigma jurídico, ético y político que persiste hasta nuestros días. El capítulo 2 reflexiona sobre el problema antropológico —y la solución—, lo que constituye el relato central del libro y una revisión crítica del individualismo expresivo, la visión de la identidad y el florecimiento humanos que anima los conflictos clave de la bioética pública en Occidente. A continuación, se profundiza en estos constantes conflictos vitales de la bioética pública sobre el origen y el final de la vida humana, incluyendo las disputas sobre el aborto (capítulo 3), la regulación de la reproducción asistida (capítulo 4) y las cuestiones relativas a la toma de decisiones al final de la vida, con especial atención al rechazo o la terminación de las medidas que mantienen la vida, y el suicidio asistido por un médico (capítulo 5).
Estas críticas mostrarán que la ley y la política estadounidenses —e intuyo que en general en Occidente— en estos ámbitos se basan en una imagen del ser humano que no refleja la experiencia vivida de la realidad humana encarnada en toda su complejidad. Por el contrario, se fundamentan en una visión parcial e incompleta de la identidad humana que se asemeja a lo que el sociólogo Robert Bellah y el filósofo Charles Taylor han identificado como individualismo expresivo, según el cual las personas se conciben simplemente como voluntades individuales atomizadas cuyo máximo florecimiento consiste en interrogarse sobre las profundidades interiores de su intimidad para expresar y seguir libremente las verdades originales descubiertas en ellas y dirigir el destino que ellas mismas han inventado de forma original.2 Por individualismo expresivo entenderemos aquella forma de equiparar la plenitud del ser humano con el acto de encontrar la verdad únicamente dentro de sí mismo y construir libremente su vida de forma individual para que sea un reflejo de aquella identidad.
Tal y como se muestra en los debates públicos sobre bioética, este marco antropológico privilegia de forma decisiva las razones y la voluntad para definir la identidad personal, dota de contenido a conceptos normativos —y jurídicos— como salud y dignidad humana, y dicta los propios límites para las normas morales y jurídicas compartidas. Distingue de forma dualista la voluntad y la cognición del cuerpo, y trata al propio cuerpo principalmente como una herramienta para perseguir los propios objetivos libremente elegidos. Entiende las relaciones humanas como transacciones, formadas por acuerdos, promesas y consentimientos para el beneficio mutuo de las partes implicadas.
Así, las personas se encuentran unas ante otras como voluntades colaboradoras o contendientes que persiguen sus propios objetivos individuales. En este marco, resulta incomprensible hablar de reclamos fundados en obligaciones no elegidas y privilegios no ganados. Bajo este paradigma, los bienes de autonomía y autodeterminación ocupan un lugar privilegiado entre los principios éticos y jurídicos. La ley y el Gobierno que surgen de estos presupuestos existen principalmente para crear las condiciones de libertad para perseguir el futuro que uno ha inventado para sí, sin ser molestado por otros y, más importante, sin encontrar obstáculos en los límites biológicos y naturales de su ser.
Se trata de una visión que rechaza una concepción teleológica que encuentra en los datos naturales una guía útil para interpretar el mundo de la realidad biofísica; por el contrario, acepta una comprensión más moderna e instrumental de las relaciones de la condición humana con el mundo natural y, de hecho, con el propio cuerpo humano.
Dado que esta antropología imperante en la bioética pública es, tomando prestadas las palabras de Alasdair MacIntyre, olvidadiza del cuerpo, resulta inadecuada como fundamento de leyes y políticas que respondan a realidades vitales como la vulnerabilidad, dependencia mutua y finitud que conforman el contexto humano en este ámbito.3 Es cierto, por supuesto, que los seres humanos existen como seres individuales, libres y particulares. Y puede ser muy valiosa la exploración de las profundidades interiores del yo para descubrir y expresar el sentido auténtico y original que allí se encuentra y que sirve de guía para los propios planes de futuro, e incluso como testigo que se opone a costumbres erróneas y represivas.
Pero esto es solo una imagen parcial e incompleta de la plenitud de la realidad humana vivida. La antropología del individualismo expresivo no puede por sí sola dar sentido a nuestra fragilidad, necesidad y límites naturales. Y, lo que es peor, no puede ofrecer una explicación coherente e internamente consistente de nuestras obligaciones con los otros vulnerables, incluidos los niños, los discapacitados y los ancianos.
Lo que se necesita, y lo que este libro ofrece, es un correctivo antropológico, una ampliación de los fundamentos de los debates públicos sobre bioética en Estados Unidos y, de alguna manera, en otros países occidentales. Para gobernarnos con prudencia, justicia y humanidad, debemos empezar por recordar el cuerpo y su significado en la creación y aplicación de leyes y políticas.
Para ello, este libro articula y defiende un relato más amplio de la identidad humana que abarca no solo la verdad y la realidad de la libertad y la individualidad personal, sino también la vulnerabilidad, la dependencia mutua y la finitud que resultan de nuestra vida particular y compartida como seres encarnados. Sobre la base de este relato antropológico más rico, el libro sostiene —siguiendo a Alasdair MacIntyre— que, tanto para su supervivencia básica como para su florecimiento, las personas encarnadas —vulnerables— dependen de las redes de entrega gratuita y recepción agradecida constituidas por otras personas que están dispuestas a hacer suyo el bien de los demás, independientemente de lo que esto pueda ofrecer como recompensa.4 Al depender primero de estas redes, y luego participar en ellas, los individuos se convierten en el tipo de personas que pueden cuidar de los demás de esta misma manera. Esta transformación de las personas, que pasan de ser consumidoras necesitadas de cuidados y apoyos incondicionales a cuidadoras maduras y no calculadoras de los demás, garantiza, por supuesto, la sostenibilidad de estas redes de vinculación básica. Pero, lo que es más importante, también ayuda a las personas a convertirse en lo que deberían ser en cuanto seres encarnados, es decir, el tipo de personas que hacen suyo el bien de los demás. Dicho de forma más sencilla y directa, en virtud de su encarnación, los seres humanos están hechos para el amor y la amistad.
El cultivo de la memoria, la ampliación del horizonte ético y la expansión de la imaginación moral son un medio crucial para comprendernos mejor a nosotros mismos y ver al otro, al que debemos obligaciones de cuidado y protección. Si recordamos que estamos encarnados, nos entenderemos mejor como organismos completos y vivos, y no como meras voluntades que habitan cuerpos que funcionan como instrumentos de la mente —re-cordar en el sentido de re-acordonar o reanudar el cuerpo y el alma—. Si recordamos que nuestra condición encarnada nos hace vulnerables y dependientes de la beneficencia de los demás para nuestra propia existencia y autoconocimiento, comprenderemos más claramente nuestras obligaciones de justa generosidad y deberes recíprocos con aquellos otros que son igualmente vulnerables —re-incorporación como revinculación entre nosotros a través de los cuerpos sociales—. Si recordamos que, como cuerpos humanos vivos, todos pasamos por etapas de la vida en las que nuestra voluntad, nuestro juicio, nuestra fuerza y nuestra belleza solo se esconden, están oscurecidos, comprometidos o aniquilados, seremos capaces de reconocer más fácilmente a los demás como miembros de la comunidad humana que nos reclaman, a pesar del ropaje a veces angustioso de la edad, la enfermedad y la discapacidad —aquí recordar opera como herramienta esencial de reconocimiento.
El camino hacia unos debates públicos sobre bioética más ricos y humanos requiere no solo reconocer los límites y las necesidades de la corporeidad, sino abrazar los grandes dones y oportunidades que solo ofrece la vida humana encarnada. Así, este libro propone una nueva serie de bienes, prácticas y principios adecuados para orientar una política de personas relacionales, necesitadas, finitas y encarnadas. Inspirándose en las virtudes de la dependencia reconocida, de MacIntyre, estas incluyen las prácticas de la justa generosidad, la hospitalidad, la misericordia —acompañamiento de los demás en su sufrimiento—, la gratitud, la humildad, la apertura a lo espontáneo, de Michael Sandel —y William May—, la tolerancia de la imperfección, la solidaridad, la dignidad y la integridad.5 En otras palabras, las prácticas de la auténtica amistad.
Después de aplicar este análisis y argumento al estatuto jurídico del aborto, la reproducción asistida y la toma de decisiones al final de la vida, el libro concluye argumentando que la visión antropológica propuesta, enraizada en la corporeidad humana, es más real, mejor y más apasionante que la alternativa que actualmente fundamenta estos conflictos vitales en los debates públicos en bioética. A diferencia del paradigma imperante en el que se basa el derecho, esta concepción de la identidad humana y su florecimiento asume el sentido de nuestra encarnación y vulnerabilidad y de las complejas relaciones con otros vulnerables, incluyendo especialmente a los niños, los discapacitados y los ancianos. También permite una explicación más coherente de la igualdad y la libertad humanas.
Este debate sirve como primer punto de estudio de cuestiones espinosas y complejas sobre cómo una nación pluralista puede y debe integrar conceptos normativos relativos a la naturaleza de la identidad y el florecimiento humanos en el derecho y la política. Y ofrecerá principios generales y objetivos políticos que se derivan de esa ampliación propuesta de los fundamentos antropológicos de los debates públicos en bioética.
Algunas de estas ideas pueden resultar sorprendentes y desafiantes tanto para quienes se identifican como liberales o progresistas como para quienes se describen como conservadores y libertarios. Tomar en serio el significado de la encarnación para la bioética pública lleva a conclusiones que no se ajustan fácilmente —o quizás de ninguna manera— a las categorías políticas actuales de los países occidentales, en particular de Estados Unidos, que es donde se basa el estudio de casos para este libro. Sin embargo, el objetivo de este capítulo es describir los principios y disposiciones de una una bioética pública más humana, no en traducirlos a soluciones jurídicas o políticas que sean concretas, operativas y directamente aplicables.
Antes de proseguir, conviene recordar que, aunque acude a obras de filosofía, teoría política, ciencia e incluso literatura, se trata más bien de un libro de derecho. La discusión se refiere a las premisas y los supuestos antropológicos en los que se basan las instituciones jurídicas, tal como se muestra a través de un análisis de su aplicación y sus presupuestos. No se hacen afirmaciones sobre las motivaciones, los compromisos o las premisas de personas individuales en su toma de decisiones. Por supuesto, el derecho da forma a los bienes que las personas aprecian y los daños que tratan de evitar, y los refleja, por lo que el análisis que sigue es relevante para la toma de decisiones personales. Pero las premisas antropológicas del derecho y las de la persona individual no son necesariamente las mismas. La investigación y la argumentación de este libro se centran en la primera.
Por último, este libro es una propuesta de una visión para la regulación alternativa de este fenómeno que resuena más verdaderamente con nuestra experiencia vivida, valores compartidos, esperanzas soñadas, temores sentidos y necesidades sufridas. En consecuencia, los criterios para evaluar la propuesta deben adaptarse a los estándares del debate público, donde el objetivo es la persuasión política, y no la prueba filosófica de los principios. Aquí no se ofrecen primeros principios demostrables, sino axiomas, postulados y proposiciones, que deben ser juzgados con base en el sentido común, la razón y la experiencia. Pero este es el camino del derecho, la política y las políticas públicas. En definitiva, este libro se trata de una propuesta que se ofrece en espíritu de amistad, anclada en la firme convicción de que solo podemos gobernarnos con prudencia, humanidad y justicia si nos convertimos en el tipo de personas que pueden hacer suyos los bienes de los demás.
El argumento central de este libro consiste en mostrar que el fundamento jurídico de la bioética pública surge de una visión de la identidad y el florecimiento humanos que no refleja plenamente la realidad vital en la que se plantean esas cuestiones jurídicas y políticas. Actualmente, en materia bioética, al derecho y la política los anima una visión de la persona como atomizada, solitaria y definida esencialmente por su capacidad de formular y seguir planes futuros que ella ha inventado. El mundo natural, incluso el cuerpo humano, se entiende, por el contrario, como mera materia amorfa que hay que aprovechar y reconfigurar al servicio de esos proyectos surgidos de la voluntad. Se trata de una imagen incompleta y, por tanto, contraria a la existencia vital del ser humano, que como fundamento es muy pobre para el derecho y la política de la bioética. La verdad es que las personas viven —y mueren— como seres encarnados, con todos los límites naturales y los grandes dones que esto conlleva. Por tanto, el contexto humano vital y real en el que surgen las cuestiones de bioética pública se caracteriza por la vulnerabilidad, la dependencia mutua y la finitud, no por la voluntad que decide un proyecto. La asimetría entre las actuales premisas antropológicas del derecho y la realidad vital que pretende gobernar hace que la bioética pública sea incapaz de responder con prudencia, justicia y humanidad a muchos de los conflictos existenciales que definen este ámbito. De hecho, debido a su inadecuada visión sobre la identidad y el florecimiento humanos, ni el derecho ni la política pueden ofrecer una explicación coherente de nuestra propia vulnerabilidad y dependencia ni de nuestras relaciones con otras personas frágiles, incluidos especialmente los niños, los discapacitados y los ancianos. Se necesita, por tanto, un correctivo antropológico que resuelva esta asimetría y que integre en la bioética pública los bienes, las prácticas y las virtudes adecuados para gobernar una política de seres humanos encarnados.
Para entender por qué es necesario ese correctivo y cómo podría integrarse en el derecho y la política, es necesario primero explorar con cierta profundidad lo que ha sucedido en la bioética pública. En consecuencia, este capítulo expondrá un breve relato histórico temático destinado a iluminar el paradigma jurídico, sustantivo y humano de la bioética pública americana, que es la que conozco al detalle. Desde sus comienzos hasta la actualidad. Esta genealogía establecerá un marco general para un análisis antropológico más detallado y la crítica de la bioética pública de los capítulos siguientes.
¿QUÉ ES LA BIOÉTICA PÚBLICA? HISTORIA Y CONTEXTO HUMANO
La historia de los debates bioéticos estadounidenses, y la respuesta legal y política que ha surgido de ellos, muestra una sucesión de reacciones ante la utilización, el abuso y la explotación de las personas más débiles y vulnerables que se busca proteger. Se trata de una historia sobre dependencia mutua, necesidad y finitud. Una historia que comienza con la práctica científica de investigación con seres humanos.
¿Por qué la investigación científica con seres humanos precipitó la crisis ante la que surgió como respuesta la bioética pública? La respuesta se encuentra en la definición propia y propósito básico de lo que implica la búsqueda de la salud y la plenitud, que, a pesar de su importancia, se trata de una actividad cargada de potenciales y graves riesgos éticos y personales para todos los implicados.
Una ley federal define la investigación con seres humanos como una «investigación sistemática […] diseñada para desarrollar o contribuir a un conocimiento generalizable».6 Se trata de una práctica esencial para comprender el funcionamiento biológico humano, pero también cómo operan los mecanismos que activan los medicamentos, dispositivos e intervenciones médicas para ofrecer medios seguros y eficaces —o no— a fin de prevenir o tratar enfermedades y lesiones. Cuando se dirige a curar enfermedades mortales comunes, esta investigación puede salvar vidas. Ante amenazas existenciales para la salud pública, la investigación con seres humanos puede salvar comunidades o incluso naciones enteras. No es de extrañar que la investigación biomédica goce de un amplio respaldo público y que sus más destacados científicos sean a veces aclamados, con razón, como auténticas figuras del bien común.
Sin embargo, el objetivo principal de esta investigación va más allá de quienes se benefician del trabajo de los investigadores que los cuidan y curan. Al hecho de que los investigadores utilizan a personas como herramientas para evaluar intervenciones todavía no probadas o para comprender el progreso natural de una enfermedad para la que no se aplica ningún tratamiento médico. A menudo, las personas implicadas en estos trabajos son profundamente vulnerables, están gravemente enfermas y sufren. Aunque tanto el investigador como el enfermo seguramente esperan que este último se beneficie a través de su participación en el proyecto, este no es el objetivo fundamental de ese trabajo. El objetivo consiste en obtener información válida sobre la seguridad y la eficacia de posibles tratamientos médicos. Las personas implicadas son, por diseño, medios e instrumentos para un fin que no son ellas mismas: el desarrollo del saber médico.
En consecuencia, los objetivos y las medidas de éxito no son los mismos para los médicos clínicos que para los investigadores. Los primeros se centran exclusivamente en conseguir la salud de sus pacientes. Los intereses y objetivos tanto del médico como del paciente están perfectamente alineados, incluso en la aplicación de una terapia experimental. El éxito de la atención clínica se mide por la curación o, en su defecto, por la disminución del sufrimiento. En cambio, el investigador busca un conocimiento generalizable mediante la aplicación rigurosa y sistemática del método científico. Para el investigador, un experimento que demuestre definitivamente que una intervención médica no probada es ineficaz o incluso peligrosa es un éxito, porque produce un conocimiento valioso y generalizable.
El reto para los investigadores en seres humanos consiste en encontrar la manera de llevar a cabo esta investigación sin dejar de ser fieles a los principios fundamentales de la ética, la justicia y los derechos humanos que nos vinculan a todos. Tradicionalmente, lo hacen asegurando el consentimiento informado. Este consentimiento permite a los sujetos participar libremente en la investigación, si conocen y valoran tanto los riesgos para su vida e integridad física como las expectativas de éxito que conlleva. Así, mediante el ejercicio de su propia autonomía y autodeterminación, los sujetos humanos transforman la naturaleza de la transacción, pasando de ser objetos de estudio a sujetos que colaboran.
Pero ¿basta el consentimiento informado para protegerlos de la explotación y el abuso? ¿Qué ocurre con aquellos que son incapaces de dar su consentimiento informado debido a deficiencias cognitivas causadas por inmadurez, discapacidad, escasa inteligencia o falta de conocimiento suficiente? ¿Qué ocurre con los sujetos cuya capacidad de consentimiento se ve mermada por circunstancias como el encarcelamiento, el servicio como soldados, sometidos a estrictas normas de obediencia y cadena de mando, o la pertenencia a una comunidad acosada por la injusticia racial sistemática? ¿Qué pasa con los que están tan desesperados por un tratamiento que sus deseos por curarse comprometen su comprensión de los hechos? Se trata de cuestiones serias que se manifiestan dramáticamente en el relato histórico de la bioética pública.
Por lo tanto, en esencia, la investigación con seres humanos presenta un contexto humano éticamente tenso y volátil, plagado de peligros potenciales para todos los involucrados. Incluso en las mejores circunstancias posibles, la investigación con seres humanos implica la gestión y distribución de graves riesgos y el compromiso para enfrentar conflictos potencialmente profundos que exigen la justicia, la dignidad humana, la libertad y el bien común. En el peor de los casos, la investigación con seres humanos puede ser ocasión de las formas más oscuras de explotación, abuso y violencia. En este ambiente nació la bioética pública estadounidense.
Los estudiosos y comentaristas no se ponen de acuerdo sobre cuándo comenzó el debate público sobre bioética en Estados Unidos de forma institucionalizada. Sin embargo, tres hechos muestran claramente la urgencia de vincular la dignidad de la persona a las directrices bioéticas que sirvan como orientación de esas prácticas de forma apropiada y justa. Además, estos eventos detonaron una cascada de respuestas políticas y jurídicas que sentaron las bases del marco legal y filosófico que subsiste en la actualidad. El primero fue la publicación del artículo «Ethics and clinical research», de Henry K. Beecher, en el New England Journal of Medicine en el año 1966. Allí se detallan veintidós ejemplos de experimentos poco éticos con seres humanos.7 El segundo fue la publicación, el 25 de julio de 1972, de los detalles del tristemente célebre «Tuskegee study of untreated syphilis in the negro male» en el Washington Evening Star.8 El tercero, el 10 de abril de 1973, fue un artículo de Victor Cohn publicado en la primera página del Washington Post donde informaba por primera vez de los debates en el Institutos Nacionales de Salud (NHI por sus siglas en inglés) —la agencia del Gobierno federal estadounidense para la investigación médica— sobre si se debían financiar o no los trabajos con «fetos humanos recién nacidos —productos de abortos— para la investigación médica antes de que mueran».9
Cada uno de estos tres episodios originó un escándalo público relacionado con el abuso de personas vulnerables tratadas como objetos por parte de investigadores o de médicos, al que siguió una respuesta gubernamental. Esta discusión incluyó la recopilación de información y el debate sobre los límites morales y legales apropiados, así como la aparición de tensiones entre el deseo de progreso científico y el respeto a la dignidad, autonomía e integridad corporal de personas marginadas y explotadas. La respuesta gubernamental terminó, finalmente, en una acción oficial, ya fuese una ley, un reglamento administrativo, una decisión judicial o un informe consultivo. Las soluciones se construyeron principalmente en torno a los bienes éticos de la autonomía y la autodeterminación individual como los valores clave que proteger contra futuros abusos.
BEECHER, LA VOZ DE ALARMA
Henry Knowles Beecher fue un eminente médico y profesor de Anestesiología en la Universidad de Harvard, y también un famoso investigador clínico. Le interesaban profundamente los espeluznantes abusos en investigación perpetrados por los médicos nazis aplicados contra más de siete mil cautivos en los campos de concentración, incluyendo judíos, gitanos, prisioneros soviéticos, polacos, sacerdotes católicos, presos políticos y homosexuales. Estudió detenidamente los documentos militares estadounidenses clasificados que detallaban estas atrocidades, junto con los registros procesales del juicio a los doctores de Núremberg (1946-1947), que culminó con la condena de dieciséis acusados; de entre ellos, siete fueron condenados a muerte.
Durante el juicio a los médicos de Núremberg, los acusados objetaron que los americanos tampoco eran un dechado de ética en la investigación y que escondían sus propias y sórdidas atrocidades. De hecho, en el interrogatorio, un testigo clave del fiscal admitió que hasta ese momento tampoco existía ninguna protección codificada a favor de personas en la investigación en Estados Unidos. De hecho, el primer código de este tipo, Principles of ethics concerning human beings, fue adoptado por la Asociación Médica Americana (AMA) en 1946 precisamente en respuesta al juicio a los doctores.
A partir de su estudio de estos documentos, Beecher exploró la falta de protección de las personas en la investigación en Estados Unidos, así como la explotación sufrida por poblaciones vulnerables en América. El 22 de marzo de 1965, pronunció una conferencia en el simposio Brook Lodge, para escritores científicos, en Kalamazoo, Michigan —patrocinado por la empresa Upjohn—. Ahí describió más de una docena de experimentos realizados que no presentaban ningún beneficio terapéutico para los sujetos implicados y para los que no se les había solicitado ningún consentimiento informado. Su discurso provocó una enérgica respuesta tanto de la comunidad de investigadores médicos como del público no especializado.10 Durante el siguiente año, habló y escribió sobre el tema mientras trabajaba en la recopilación de un estudio cuidadosamente documentado e ilustrativo destinado a demostrar el alcance y la gravedad del problema.
El 16 de junio de 1966, el New England Journal of Medicine publicó los frutos de la minuciosa labor de Beecher en un artículo con el poco llamativo título de «Ethics and clinical research» («Ética e investigación clínica»). En el artículo, Beecher argumentaba que eran «frecuentes los procedimientos poco éticos o de dudosa eticidad» y documentó veintidós trabajos de investigación publicados en los que personas no recibían ningún beneficio médico con el tratamiento.11 En los ejemplos, no se mencionaba en absoluto el consentimiento informado, excepto en dos. Muchas de las personas eran incapaces de ofrecer su terotímiento debido a su incapacidad cognitiva o a circunstancias atenuantes. De hecho, muchos de los afectados no tenían ni idea de que participaban en un proyecto de investigación biomédica. Las personas implicadas eran profundamente vulnerables. Entre ellas, había soldados, pacientes indigentes de un hospital de caridad, niños institucionalizados con graves discapacidades intelectuales, ancianos, enfermos terminales y alcohólicos crónicos que padecían daños en el riñón.
Los casos citados por Beecher incluían protocolos en los que los investigadores no aplicaban tratamientos eficaces conocidos, lo que provocaba un daño directo y grave a los participantes.12 Por ejemplo, en un estudio sobre la fiebre reumática, los investigadores intencionadamente no administraron penicilina a ciento nueve militares con infecciones producidas por bacterias estreptocócicas. Nunca se les informó de que formaban parte de un experimento. Dos de ellos desarrollaron fiebre reumática aguda y uno desarrolló nefritis aguda.13 En otro estudio sobre las tasas de recaída de la fiebre tifoidea, dejaron sin tratamiento eficaz a un grupo de pacientes de hospitales de caridad, de los cuales murieron veintitrés «que no se habría esperado que murieran si hubieran recibido la medicina adecuada».14
Otros casos se refieren a la exposición intencionada de sujetos a enfermedades infecciosas u otros agentes peligrosos. Los dos ejemplos más notorios fueron la «inducción artificial de hepatitis […] llevada a cabo en una institución para niños mentalmente limitados» —que más tarde se reveló que era la Escuela Estatal de Willowbrook, en Staten Island—, y la inyección deliberada de células cancerosas vivas en pacientes ancianos del Hospital Judío de Enfermedades Crónicas de Nueva York.15 En el primer caso, los padres de los niños con discapacidades cognitivas consintieron que se les administrara el virus, pero «no se dice nada sobre lo que se les comentó respecto a los riesgos que ello implicaba».16 En el segundo caso, a los pacientes hospitalizados «solo se les dijo que iban a recibir “algunas células”», pero «se omitió por completo la palabra cáncer».17
Beecher no proporcionó ninguna información que identificara a los investigadores o las instituciones implicadas, pero los veintidós ejemplos citados procedían «de las principales facultades de medicina, hospitales universitarios, hospitales privados, departamentos militares gubernamentales —el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea—, los institutos gubernamentales de investigación —el NIH—, hospitales de la Administración de Veteranos y la industria farmacéutica».18 Entre las instituciones que acogían las investigaciones, se encontraban prestigiosos profesores de la Universidad de Harvard y médicos del NIH. Estos proyectos de investigación éticamente sospechosos fueron revisados por pares y se publicaron en revistas de élite, como New England Journal of Medicine y Journal of the American Medical Association. Beecher detalló las fuertes presiones institucionales y personales que inducen a los académicos a correr riesgos en su investigación con personas, como el acceso a financiamiento, los requisitos para permanecer en posiciones académicas o escalarlas, el hambre de prestigio; pero también una genuina pasión por buscar el saber por sí mismos o un deseo noble por aliviar el sufrimiento humano.
A pesar de que Beecher compartía la certeza de que «la medicina estadounidense es sólida, y la mayor parte de los progresos en ella se han alcanzado de forma consistente», y de que sus propuestas de solución eran modestas —pensaba que era suficiente con llamar la atención del público sobre estos fallos éticos—, el artículo conmocionó a la comunidad científica médica y a la sociedad en general.19 Las portadas de los principales periódicos nacionales cubrieron los escándalos y el Congreso ordenó una investigación en el NIH. Como se verá más adelante, el artículo de Beecher —y su testimonio— cumplió un papel esencial en las audiencias del Congreso y terminó en una ley federal en la que nacieron las instituciones públicas —jurídicas y políticas— que debaten asuntos bioéticos en Estados Unidos.
INJUSTICIA EN TUSKEGEE
El 25 de julio de 1972, apareció un artículo en la portada del Washington Evening Star titulado «Conejillos de Indias: Pacientes de sífilis mueren sin tratamiento», escrito por Jean Heller, periodista de Associated Press.20 Al día siguiente, esta vergonzosa historia de explotación, engaño y abandono de cientos de afroamericanos pobres y sus familias por parte de los investigadores del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos capturó los titulares de todo el país. Los detalles eran espeluznantes. En 1932, investigadores del Gobierno federal iniciaron un «estudio del Servicio de Salud Pública sobre la sífilis no medicada en afroamericanos del condado de Macon, Alabama». Se trataría de un estudio de historia natural sobre la progresión de la devastadora y mortal enfermedad sin ninguna intervención médica significativa. Estudiarían una enfermedad muy extendida en el condado de Macon, donde vivían agricultores negros pobres, la mayoría sin educación. De hecho, en Macon se registraba la tasa de sífilis más alta del país. Los investigadores reclutaron a seiscientos hombres en total, con anuncios vagos y engañosos que prometían pruebas y tratamiento contra «sangre contaminada» en «personas de color». De todos los inscritos, se conocía la sífilis latente de 301 y utilizaron a otros 299 como grupo de control. Los registros y protocolos originales del estudio son escasos, pero, hasta donde se sabe, el plan inicial consistía en estudiarlos durante seis meses. Sin embargo, se decidió después seguirlos hasta que murieran y entonces realizar autopsias de investigación. Así, la investigación se extendió durante cuarenta años.21
Los científicos nunca dijeron a los participantes que padecían sífilis ni les comunicaron las consecuencias ya conocidas de no tratar la enfermedad. Tampoco les informaron sobre los riesgos de transmisión de la infección a sus parejas sexuales o a sus hijos. De hecho, no hubo prueba alguna de que se intentaran obtener en alguna medida el consentimiento informado de su parte. Solo se les dijo que se les iba a hacer una prueba de «sangre contaminada». Se los sometió a pruebas invasivas, incluida una punción lumbar. Como incentivo para participar en el estudio, se les ofreció atención médica general, almuerzos gratuitos y estipendios para compensar los costes del entierro tras la autopsia de investigación.22
Los investigadores no solo engañaron a los participantes y ocultaron información crucial sobre el estudio y sus riesgos, sino que tomaron medidas para impedir que los pacientes obtuvieran la necesaria atención médica. Se los privó del tratamiento eficaz de sus síntomas, incluso se documentó cómo los investigadores convencieron a los médicos locales —junto con sus socios del Instituto Tuskegee— para que no los consultaran ni medicaran, de modo que se pudiera observar la historia natural de la enfermedad sin interrupciones. Lo más escandaloso de todo es que los investigadores retuvieron deliberadamente el tratamiento de la sífilis con penicilina, a pesar de que el medicamento estaba disponible y, durante la década de 1940, ya se conocía como remedio altamente eficaz para atender la sífilis.23
El coste humano para estos pobres hombres y sus familias fue terrible. La enfermedad truncó la vida de muchos de ellos. Quienes sobrevivieron padecieron sus estragos, como dolor intenso, lesiones cutáneas, disfunción neurológica, defectos óseos y articulares, enfermedades cardiovasculares, parálisis y demencia. Otros, sin saberlo, transmitieron la enfermedad a sus cónyuges e hijos.
En 1966, un investigador sobre enfermedades venéreas, con un puesto secundario en el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos, Peter Buxton, se enteró del estudio e informó alarmado a sus colegas, que lo ignoraron casi por completo. Cuando sus superiores no tomaron ninguna medida, pasó la historia a un amigo periodista, quien lo puso en contacto con la reportera de Associated Press Jean Heller. Ella publicó su investigación en 1972. Los sobrevivientes presentaron una demanda colectiva de derechos civiles contra el Gobierno, que se resolvió por diez millones de dólares.24
Las infracciones éticas denunciadas por Beecher y las escandalosas injusticias de Tuskegee constituyen el segundo gran acontecimiento del que surgió la bioética pública estadounidense. Pero, antes de pasar a las respuestas gubernamentales a estos acontecimientos, vale la pena repasar un último escándalo que catalizó aún más el nacimiento de esta rama específica del derecho y la política.
INVESTIGACIÓN SOBRE BEBÉS RECIÉN ABORTADOS, EX UTERO, PERO AÚN VIVOS
Entre el 10 y el 15 de abril de 1973, el Washington Post publicó tres artículos distintos en primera plana en los que se detallaba un debate del que no se había informado previamente. En el NIH, se proponía financiar investigaciones que implicaban el uso de «fetos humanos recién nacidos —productos del aborto— antes de su muerte».25 El primer artículo —10 de abril— relataba que, trece meses antes, el NIH había recibido una recomendación interna para proceder con dicha investigación, aunque más recientemente había optado por «considerar de nuevo las implicaciones éticas del proyecto», a la luz del escándalo del estudio sobre la sífilis de Tuskegee. Dos años antes, otro comité consultivo del NIH propuso el uso de esos niños abortados recién nacidos siempre que tuvieran una edad determinada —no más de veinte semanas—, un peso —no más de 0,5 kg— y una longitud —no más de 24,9 cm de la coronilla al talón—. Se informaba de que en Gran Bretaña y otros países los investigadores utilizaban «fetos de meses para la investigación y que los mantenían vivos tres o cuatro días» ex tero. Un investigador americano afirmó que algunos científicos de su país investigaban con experimentos similares en terceros países, pero con financiación del NIH. Sin embargo, el NIH rechazó que se utilizara tal práctica. Un funcionario federal, el director científico del Instituto de Salud Infantil, señaló que el financiamiento federal a este tipo de investigación resultaba controvertido debido a «una minoría articulada católica» que no estaba de acuerdo y a «una importante y articulada minoría negra» que se oponía al aborto.26
Este comentario resultó profético, pues el segundo artículo del Washington Post, publicado tres días después —13 de abril—, daba cuenta de que más de doscientos estudiantes católicos de bachillerato se habían reunido en el auditorio del NIH para protestar y formular preguntas a los funcionarios federales. La protesta fue organizada por un grupo de la Stone Ridge Country Day School of the Sacred Heart (Escuela de Tiempo Completo del Sagrado Corazón del Stone Rige Country), liderado por tres estudiantes, entre ellos Maria Shriver, de diecisiete años, hija de Eunice y Sargent Shriver. Maria era sobrina del senador Edward Kennedy y de los difuntos senador Robert y presidente John F. Kennedy. Como se sabe, tuvo una distinguida carrera como periodista y fue primera dama de California. En respuesta a los estudiantes, el Dr. Robert Berliner, director adjunto científico del NIH, afirmó en un boletín que la agencia no financiaba dicha investigación y que no existía «ninguna circunstancia en el presente ni en el futuro previsible que [justificara] el apoyo del NIH».27
Dos días más tarde (el 15 de abril), el Washington Post publicó otro artículo donde describía el trabajo de dos científicos estadounidenses que, en distintas ocasiones, habían viajado a Finlandia para realizar experimentos con bebés recién abortados, ex tero, pero aún vivos. Uno de ellos, el Dr. Jerald Gaull, describía que su trabajo implicaba extirpar el cerebro, los pulmones, el hígado y los riñones mientras el corazón del niño aún latía. El otro médico, jefe de Pediatría del Hospital General Metropolitano de Cleveland, tomaba muestras de sangre mientras los bebés seguían unidos a su madre por el cordón umbilical. Una vez cortado el cordón, pero antes de que dejara de latir el corazón, extraía quirúrgicamente varios órganos. En la justificación de sus proyectos, apelaban, en primer lugar, a la utilidad de tales experimentos para mejorar la salud maternofetal y, en segundo lugar, porque los bebés recién abortados eran demasiado inmaduros desde el punto de vista biológico —dado que sus pulmones estaban poco desarrollados— para sobrevivir ex tero durante un periodo prolongado de tiempo.28
Estos científicos viajaban a países en los que los abortos se realizaban en fases tardías del embarazo mediante cesárea, lo que permitía acceder fácilmente a los neonatos recién extraídos y aún vivos. El Dr. Gaull indicó que, previamente, en Finlandia, había trabajado un mes y que había realizado cinco o seis procedimientos al día. Tanto él como sus colegas lograron estudiar «incluso el feto intacto completo, al que inyecta[ban] radioisótopos y seguía[n] ciertas reacciones químicas. En Europa [estudiaron] la transferencia de aminoácidos de la madre al feto mientras el cordón umbilical se mantenía intacto». Otro científico, el Dr. Abraham Rudolph, inyectó «microesferas marcadas radiactivamente» en un bebé vivo intacto después de su extracción, todavía unido a su madre por el cordón umbilical, para estudiar la circulación sanguínea en el feto. Un entrevistado más sugirió que docenas de investigadores realizaron experimentos similares. Un grupo de científicos que no utilizaban fondos federales del NIH recomendaron en 1971 que se permitiera a los investigadores mantener artificialmente la vida de los neonatos posaborto durante al menos tres o cuatro horas. Esta propuesta no parece haber sido aceptada como política formal del NIH, aunque algunos investigadores financiados por el NIH parecen haber participado en estudios realizados en el extranjero con neonatos abortados aún vivos.29
Los artículos publicados en revistas académicas también confirmaron las investigaciones que utilizaban y destruían bebés vivos recién abortados únicamente con la intención de investigar con ellos, incluidos los experimentos para prolongar intencionadamente sus vidas ex tero. Una de estas investigaciones se publicó en el American Journal of Obstetrics and Gynecology y consistía en desarrollar una placenta artificial.30 Otro artículo que se publicó en Transactions of the American Pediatric Society describía la decapitación de bebés vivos recién abortados in tero —a las 12-20 semanas de gestación—, a los que después se les bañaba el cerebro con marcadores químicos para estudiar el metabolismo cerebral del feto.31
Gran parte del público no especializado se escandalizó por los informes de estos experimentos, y los dirigentes del NIH trataron rápidamente de tranquilizar a la gente diciendo que no se trataba de proyectos que utilizaran dólares de los contribuyentes. Pero, como se detallará más adelante, esto no fue el final de la historia, sino solo el principio.
Estos tres escándalos —los abusos éticos denunciados por Beecher, el escándalo de Tuskegee y los controvertidos experimentos con bebés no viables, abortados pero aún vivos ex utero— fueron la mezcla de acontecimientos que detonaron una respuesta gubernamental que sentaría las bases para los procedimientos, leyes y programas de la bioética pública estadounidense de los años posteriores.
LAS AUDIENCIAS KENNEDY
Todo comenzó en febrero de 1973. El Subcomité de Salud del Comité de Trabajo y Bienestar Público del Senado de Estados Unidos, dirigido por el senador Edward Kennedy, convocó una serie de audiencias en respuesta a las prácticas y los avances de la ciencia biomédica y la medicina, que en su opinión planteaban profundos retos éticos, jurídicos, políticos y sociales. Las audiencias duraron once días en total e incluyeron diez reuniones del subcomité desde febrero hasta julio de 1973 y una en julio de 1974 —una semana después de la aprobación de una importante ley federal, fruto directo de las audiencias del año anterior.
Pero estas no fueron las primeras audiencias del Congreso sobre cuestiones de bioética. Años antes, en 1968, el senador Walter Mondale organizó siete días de audiencias con el fin de aprobar una resolución conjunta por la que se creaba una Comisión sobre la Ciencia de la Salud y la Sociedad federal para supervisar y orientar las cuestiones bioéticas de importancia pública. Mondale había leído los informes sobre el primer trasplante de corazón humano, realizado por el Dr. Christiaan Barnard en Sudáfrica, así como sobre diversas cuestiones relativas a la manipulación genética, que prefiguran los debates actuales sobre clonación humana e ingeniería genética. Pero también, como es evidente, conocía el artículo de 1966 de Henry Knowles Beecher, quien testificó en esas audiencias. Ahí recapituló sus argumentos sobre las presiones profesionales y financieras que incentivaban formas cada vez más agresivas de investigación con seres humanos. Pero las iniciativas de Mondale fracasaron. Todo cambió en 1973 con los esfuerzos del senador Kennedy.
Las audiencias Kennedy se tradujeron formalmente en la discusión de tres propuestas legislativas: Los Proyectos de Ley SB 878 y SB 974, y la Resolución Conjunta 71. Los Proyectos de Ley SB 878 y SB 974 tenían como objetivo, respectivamente, la supervisión de la investigación patrocinada por el Gobierno federal en seres humanos y la redacción de los estándares éticos, legales, sociales y políticos de la investigación biomédica. La tercera propuesta, la Resolución Conjunta 71, pretendía crear una comisión consultiva nacional de bioética con el mismo espíritu que la propuesta de Mondale de 1968.
Las audiencias se dividieron por temas. Las primeras se centraron en los riesgos y abusos éticos de la investigación farmacéutica en poblaciones vulnerables, incluido el controvertido uso extraoficial de Depo-Provera y DES como anticonceptivos experimentales. Una segunda serie de audiencias exploró los desafíos éticos de la investigación que implica la manipulación neuroquirúrgica o farmacológica del cerebro y del comportamiento, así como la investigación que implica la selección e ingeniería genética. Una tercera serie de audiencias se centró en la investigación realizada con sujetos vulnerables, incluidos los presos, y en un debate sobre lo que se denominó abusos escandalosos en la investigación. Esto incluía el uso experimental de un peligroso procedimiento de aborto durante el segundo trimestre, aplicado en mayo de 1972 por el Dr. Kermit Gosnell, que provocó graves complicaciones en el sesenta por ciento de un grupo de mujeres que pertenecían a minorías pobres, a quienes trasladaban en autobús desde Chicago hasta Filadelfia para que se les aplicara el procedimiento.32 La cuarta ronda de audiencias se centró por completo en el escándalo del estudio sobre la sífilis de Tuskegee. Una quinta audiencia, celebrada un año después, se dedicó a examinar el controvertido uso en investigación de niños recién abortados todavía vivos.
A pesar de la gran variedad de temas de las cuatro primeras rondas de las audiencias Kennedy en 1973, en todas ellas se señaló con frecuencia el trabajo de Henry Knowles Beecher, los abusos de Tuskegee y, en menor medida, la investigación con niños no nacidos durante y después del aborto. Este último tema resurgió de forma importante en la última audiencia de bioética de Kennedy, dedicada por completo a explorar este controvertido asunto.
Los participantes utilizaron con frecuencia al trabajo de Beecher. Citaron su investigación —especialmente el artículo de 1966— en casi todas las audiencias. Beecher testificó directamente en la tercera serie de audiencias sobre los abusos en la investigación de sujetos humanos vulnerables. Se trató de una voz simbólica pero potente que advertía contra el atractivo y la tentación de utilizar y explotar a los más vulnerables en nombre de la investigación biomédica, ya fuese para ganar prestigio, ascender profesionalmente u obtener financiación, o incluso por una noble búsqueda de conocimientos útiles.
En todas las audiencias, también apareció el escándalo de Tuskegee, tanto en el número como en el alcance de los temas que tratar. El senador Hubert Humphrey envió su testimonio por escrito, que se leyó en la primera audiencia. Al recordar los abusos de Tuskegee, se refirió a las palabras de Beecher: «Es probable que las personas, sanas o enfermas, no comprendieran todas las implicaciones de los complicados procedimientos, incluso después de que se lo hubieran explicado cuidadosamente».33 Tuskegee fue una referencia constante también durante la tercera ronda de audiencias relacionadas con personas vulnerables y los escandalosos abusos de la investigación. Los miembros del Comité Asesor Especial sobre el Estudio de Sífilis en Tuskegee —creado por el subsecretario de Salud, Educación y Bienestar— testificaron sobre lo que encontraron ahí. Fred Gray, un prominente abogado de derechos civiles —representó a Rosa Parks—, testificó sobre su trabajo en nombre de las víctimas de los experimentos de Tuskegee. También hablaron un par de supervivientes, Lester Scott y Charles Pollard. La cuarta ronda de audiencias, que duró cuatro días, se dedicó por completo a investigar el escándalo de Tuskegee y a escuchar a los implicados. A lo largo de todas las audiencias, el incidente de Tuskegee sirvió como duro recordatorio constante de que todas las instituciones estadounidenses —incluso el propio Gobierno federal— eran capaces de cometer graves abusos y profundas injusticias en nombre del progreso biomédico.34
La investigación con recién nacidos abortados pero aún vivos también formó parte de los temas de las audiencias de 1973. En la segunda ronda —celebradas el 23 de febrero y el 6 de marzo—, se presentaron casi sesenta páginas de testimonios escritos y materiales de apoyo que describían ejemplos y planteaban graves preocupaciones sobre dicha investigación. Aunque fue menos relevante durante las audiencias Kennedy de 1973, el tema y la controversia pública que ocasionó resultaron ser fundamentales para las leyes que se siguieron, impulsaron una audiencia adicional completamente dedicada a la investigación con fetos vivos, celebrada en 1974.
EL NACIMIENTO DE LA BIOÉTICA PÚBLICA ESTADOUNIDENSE
Si bien las audiencias Kennedy de 1973 marcaron un momento esencial para el inicio de la bioética pública como campo del derecho, la política y la sociedad estadounidenses, las leyes que se diseñaron en esas audiencias fueron aún más trascendentales. En efecto, constituyeron las primeras disposiciones legales que ofrecían al Gobierno los principios y su forma de aplicación sobre normas bioéticas a nombre del Estado.
La Ley de Investigación Nacional fue promulgada por Richard Nixon el 12 de julio de 1974. En parte, pretendía facilitar y promover la excelencia en la investigación biomédica mediante programas federales de formación y financiación. Pero más importante aún es que se trata de la respuesta legal concreta a los escándalos y preocupaciones que surgieron y se examinaron durante las audiencias Kennedy. El título II de la Ley creó la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos de la Investigación Biomédica y de su Comportamiento. Debía ser un consejo consultivo de once miembros compuesto por expertos procedentes de diversas disciplinas, como medicina, derecho, ética, teología, filosofía, gestión sanitaria, asuntos gubernamentales y ciencias duras. Disponía que cinco de sus miembros —pero no más de cinco de los once— debían participar activamente en la investigación con seres humanos.35
La Comisión Nacional estaba facultada por la nueva Ley para «identificar los principios éticos básicos que deben subyacer en la realización de investigaciones biomédicas y del comportamiento en seres humanos». Se encargó a la Comisión que se centrara en la cuestión sobre el tipo y significado del consentimiento informado en el contexto de la investigación. En una clara respuesta a los abusos señalados por Beecher, se encomendó a la Comisión la tarea de articular las normas para la realización de investigaciones éticamente apropiadas con «niños, presos y enfermos mentales institucionalizados».36
La Ley encomendaba a la Comisión que estudiara la cuestión sobre investigación con fetos vivos y se le ordenó presentar un informe sobre este tema a más tardar cuatro meses después de que sus miembros asumieran el cargo.37 También se le pidieron estudios sobre la ética de la psicocirugía, otro tema de las audiencias Kennedy. Además, se le pidió, más ampliamente, un estudio especial «comprensivo sobre las implicaciones éticas, legales y sociales del avance en la investigación biomédica y del comportamiento con la tecnología».38 La Comisión estaba facultada para convocar audiencias, recabar testimonios, solicitar información a las agencias federales y proveer de recomendaciones al presidente, al Congreso y al secretario de Salud, Educación y Bienestar. La Ley de Investigación Nacional ordenaba al secretario que publicara dichas recomendaciones, invitara al público a comentarlas y actuara con rapidez o publicara sus razones para no hacerlo en el Federal Register, el diario oficial del Gobierno de Estados Unidos. En pocas palabras, la Ley de Investigación Nacional creó una comisión con el poder de hacer recomendaciones presumiblemente operativas para el Gobierno de Estados Unidos sobre las cuestiones de bioética que escandalizaron a la sociedad americana durante casi una década.
Pero la Ley hizo aún más. Añadió una disposición por la que el secretario de Salud debía adecuar sus normas para otorgar financiamiento público federal hasta que demostraran que contaban con una junta de revisión institucional que revisara los protocolos en los que participaran personas y velara por su protección. Además, se le ordenaba la promulgación de reglamentos sobre el modo de realizar dichas investigaciones. Por último, la Ley Nacional de Investigación determinó suspender la investigación financiada con fondos federales «sobre cualquier feto humano vivo, antes o después del aborto inducido de dicho feto, a menos que dicha investigación se [realizara] con el fin de asegurar su supervivencia».39 La prohibición debía mantenerse hasta que el Congreso recibiera el informe específico de la Comisión Nacional y lo estudiara.