Los amores del guerrero Aquiles y la chinita Fhí Fhí Fhú - José Marín - E-Book

Los amores del guerrero Aquiles y la chinita Fhí Fhí Fhú E-Book

José Marín

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Beschreibung

Aquiles Chilliheuque, nativo del sur de Chile, muchacho astuto pero sin educación, trabaja duramente como estibador en el puerto de Antofagasta, a la vez que ejerce como monaguillo en un bien extraño y misterioso templo. Aquiles cae fácilmente bajo el encanto de los sermones del Santo Varón, un sacerdote extravagante y pícaro, el cual tiene una controvertida forma de predicar los Evangelios. En él, Aquiles encuentra la figura de un amigo al mismo tiempo que un guía espiritual. En uno de los oficios, Aquiles conoce a Fhí Fhí Fhú, una hermosa y dulce muchacha de origen chino, cuyos padres emigraron a Chile pensando poder escapar de una terrible tragedia ocurrida años tras en China. Los dos jóvenes se enamoran perdidamente, pero antes de poder vivir plenamente su amor, tendrán que combatir un sinfín de obstáculos, peripecias y desventuras rocambolescas y absurdas.

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Los amores del guerrero Aquiles con la chinita Fhí-Fhí-Fhú ©José Marín Primera edición: diciembre 2022 © MAGO Editores Director: Máximo G. Sá[email protected] Registro de Propiedad Intelectual: N° 2021-A-5255 ISBN: 978-956-317-719-0 Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edicion electrónica: Sergio Cruz Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

LIBRO I

Aclarando las cosas

Hablar mal de alguien, más si ese alguien es persona inocente, un hombre honesto, digno, a quien vilipendiosamente se le calumnia, se le levantan falsas acusaciones, es una artimaña felonía. Mala, muy fea felonía, como debe ser por cierto toda tramposa y maldita felonía. No lo discuto. Pero, rumores, por lo demás sin fundamentos, de insensatas, de odiosas sospechas, es sencillamente basura. Es mentir por mentir. Estar enfermo. Ser bazofia de los desechos, del comistrajo más inmundo. Sí, ciudadanos de Antofagasta o el Tofo como cariñosamente la denominamos, es una impúdica bajeza, una incalificable costumbre de quizás apenas un par de viejas calumniadoras.

Debería prevalecer la verdad ante cualquier flaqueza humana. Evitarse alimentar la lengua filosa que solo consigue deformar todas las intenciones de esperanza, de bondad, de la moral que por naturaleza divina existe en el alma humana. ¿Es que acaso ustedes no creen lo mismo? Esto no es un juego que consista en suponer excesos cometidos por ciertas personas, señoritas antofagastinas, ustedes, que tanto se emperifollan cuando salen de sus casas. Cuando llegan con la nariz y los cachetes de la cara empolvados a los oficios del domingo o cuando, agarradas del brazo, salen en busca de alegrarse el corazón prolongando un paseo de ilusiones por la plaza del león, la plaza Colón, la del reloj. No olviden que fácil es ver paja en el ojo ajeno, ignorando la viga incrustada que se lleva en el propio. Debe triunfar la veracidad de los hechos, no debilidades que nos denigren, nos deshonren aún más como seres humanos y que nos dejan como vulgares chalecos de mono ante los ojos de Dios.

Ese fue parte del sermón discurseado en esa mañana dominguera por el santo Varón, un solemne As de póker en el púlpito. Sus investiduras relucientes, de exóticos colores, un gordo de buena facha. De nariz fuerte, media chueca de quien ha recibido buenas zurras en los cuadriláteros, ojos penetrantes, frente de entradas profundas que denotan agudeza de pensamiento y largos cabellos blancos. Un santo, un patriarca imponente.

Así con seguridad debieron ser los bíblicos, Isaac, Jacob, Abraham, Moisés. En fin, ellos, con sus estampas en medio de los desiertos que van más allá de Egipto y de antiguas ciudades mesopotámicas que se internan hacia el lejano y más lejano oriente. Con presencia soberbia. Como les digo, unos pintones.

Desde una de las naves orilleras del templo podía observarse un lleno total de feligreses. Todos reclinados en profunda oración pidiendo por la intercesión de cualquier alma piadosa muerta, de algún santo buena persona, de algún querubín que les diera una manito para lograr la tan ansiada salvación, la misma que les predicaba el santo Varón. Salven sus almas, que es muy embromado achurruscarse en los infiernos. Eran hombres, mujeres, niños venidos de diferentes barrios de Antofagasta, del cerro La Cruz, del cerro El Ancla, de la caleta de pescadores San Martín, de los pueblos vecinos del desierto, como Malaca, fuesen ricos o pobres. Lo cierto es que el santo Varón no hacía distinciones, entre quienes escuchaban, golpeándose el pecho, la palabra sanadora de su venerable pastor.

El santo Varón, veterano bienaventurado en la fe, en la palabra iluminada de Dios, de don Usted como él lo solía decir, desde su ministerio sagrado en el oscuro, misterioso, y recóndito templo de la calle Porras. Templo pequeñito, insignificante visto desde afuera, y enorme, de fantástica estructura una vez que se estaba adentro. Increíble templo gótico, perdida allí en el desierto del norte, enterrado en la miserable calle Porras.

Y también estaba allí, a la sombra de una columna de san Pancracio, ella, el tormento de tormentos. Ella, pasión irrefrenable de mis sentimientos vagabundos. Siempre sublime y a quien, en aquellas oportunidades que se me presentaban durante el oficio, le lanzaba miradas matadoras, deseos oscuros, pues, a decir verdad, esa hermosa mujer me traía loco. Ella era mi alma, me decía, ya que ejercía sobre mí un poder tan grande de atracción y de vulnerabilidad, que era imposible que mi corazón siquiera intentara renunciar a pensar en ella. Ella oraba, de la misma manera a como lo hacía siempre, con idéntica actitud de angelito desprotegido. Con devoción, humildad, elevando de vez en cuando su mirada, y como por turno, sus ojos deambulaban en dirección a las tres o cuatro estatuas de santos sumamente milagrosos que vigilantes miraban sin descuidar a los creyentes.

Mientras tanto el santo Varón seguía su homilía diciendo, san Antonio de Padua, bendito entre benditos, quien no come nunca y sin embargo, siempre está gordito. El mismo, que cansado de predicarle a incrédulos paganos allá en Italia, en Padua, sin que estos le prestasen ni la más mínima atención, le criticaban diciendo, de pendejo tirado a santo-beato, que no cumple ni en miserias ni en alegrías. Y es que empezó su santidad con tropiezos. ¿Se imaginan? Dios le indicaba las verdades a predicar en sus sermones y todos contentos le escuchaban. También santa Filumenita del Mercadus Municipalis, coqueta, portuguesa, se colocaba las manos en la cintura y alardeaba diciendo que hacía riquísimo el té. Sin olvidar a san Pancracio, el del trabajo, el desata nudos de los afligidos, unos a su izquierda, otros a su derecha, rodeados de tantos santos más, todos abogados, defensores de las cosas imposibles.

Entre los feligreses estaba ella, mientras yo pensaba, sufre, padece esta chinita por algo que la exige, que le debe ser irremediablemente sin solución. Entonces me decía, loco de pasión y de compasión, la amaré todavía con más pasión a esta joyita de cristal. Haré que sea la mujer más feliz que exista en Antofagasta, y sobre toda la bendita o réproba Tierra. Despejaré de ella toda aflicción o angustias que la agobien. Querida mía, mi angelito indefenso con labios de rubí, subiré al palastro del órgano, y aunque ignore siquiera interpretar el “Arroz con leche me quiero casar”, o “Los pollitos dicen”, inspirado por el amor que te tengo, haré papilla las teclas y al órgano de la iglesia, lo tocaré hasta con los dedos de las patas. Todo por ti mi vida. Seré un hombre nuevo, un alma piadosa, no un chaleco de mono. Porque yo, como que me llamo Aquiles, por nada del mundo deseaba quedar como chaleco de mono ante mi preciosa chinita, ni menos ante los ojos de Dios.

Ante las sabias palabras del santo Varón, ante él y su enorme sabiduría, yo me inclinaba. Porque en honor a la verdad, era bastante desbocada mi vida en aquel lejano tiempo, y su sermón, allí en la asamblea de feligreses, me había dejado anonadado por la excesiva verdad contenida. Era como si el santo Varón me hubiese dedicado ese exuberante, exaltante, como extraordinario discurso a mí en exclusividad. Porque el asuntillo se trataba de eso. De fútiles rumores, de habladurías chismosas y blasfemantes. ¿En qué cabeza cuerda, en su sano juicio podía ocurrírsele que yo había despellejado vivo a un gatito? ¿Se imaginan? ¡Despellejar a un gato vivo! Eso es lo que se llama mentir por mentir. Dañar por dañar. ¡Qué semejante barbaridad! Y no contentos con dichos de tan monstruosa iniquidad, agregaban esos deslenguados, que luego de despellejarlo, no contento todavía con lo hecho, lo había freído en una paila de cobre rebosante de aceite hirviendo. Sé de desalmados que han cuereado burros vivos, mulas vivas y qué sé yo de otras tantas cantidades de bichitos inocentes creados por gracia y voluntad de Dios. Pero esos son individuos crueles, inhumanos, despiadados, unos auténticos cabezas de chorlito. ¿Sin embargo, un miau-miau, un minino? ¡Inconcebible! ¡Sí, señor, inconcebible! ¡Un pobre, un indefenso gatito!

Era día domingo de mañana tranquila. Los feligreses escuchaban atentos las palabras del santo Varón con su voz grave y su verbo conciso y justo. Una homilía de profundo sentido espiritual, de loable experiencia religiosa: feligresas, dijo con voz melosa, que dicen llamarse a sí mismas divinas samaritanas del santo Varón, dicen por ahí, e indicó en dirección a la calle Porras, que camina suelto por las calles de Antofagasta, un protervo individuo, quien ha desollado vivo a un morrongo inofensivo, friéndolo luego en una paila de cobre fabricada por gitanos húngaros, o gitanos romaníes, o gitanos qué sé yo, que viven normalmente en la gran Avenida de Gosianto. En fin, ¡bueno, digo yo! ¿Desollado vivo un gatito? ¡Bueno, y qué!, continuó el Santo Varón. Sí, sí, sí, no se sorprendan feligreses de mi parroquia. ¿Y qué con esa historia? Eso es lo que yo digo. A Job por ejemplo, personaje famoso, bíblico, quien debió inclinarse ante la indiscutible voluntad del Todopoderoso…, pues les digo y repito, es de ese de quien hay que cuidarse, del mal. Del “mal” que nos propaga el demonio sin jamás dejar de descansar el muy bribón. El “mal” es bellaco astucioso, traicionero, igual a como es su jefe, el cuco, el maligno, el chamuco. Y lo peor, es silenciosamente certero, cualquier día, el menos esperado, les puede seguir disfrazado con gomina en el pelo, perfumado de verijas y sobacos, atrás de ustedes, pisándole los talones, por la plaza Colón de Antofagasta, por la glorieta de la banda de música del regimiento, aquella que regaló a la ciudad la reina de Inglaterra, y en algún sombrío callejón tentarlos, convencerlos y hacerlos pecar, no una vez, sino pecar varias veces seguidas. No en contra de su voluntad, pero satanás, es un retoque atorrante, un tarugo blasfemo, un vago holgazán lleno de engañifas, embustes, un truhan, un callejero lleno de ardides, que se vale de miles de trucos, de cientos de tretas para engañar personas cándidas, inofensivas como ustedes. ¡Sepan, es un provocador que tienta, un perito en convencer! A ustedes feligreses, sepan que a menudo la treta se disfraza con bigotes a lo Errol Flynn, o bien orejón, pero muy galán a lo Clark Gable o en la piel de un individuo cualquiera con pelo en el pecho, un mec avec des poils à la poitrine, con la pinta de nuestro amigo el feligrés apodado el negro Pérez. En otras ocasiones, el truco puede venir disfrazado de minero del cobre o del salitre, como un encantador macho recio, con muchos morlacos en los bolsillos, o simplemente como míster Peter Bugui-Bugui, gringo de Chuqui, dueño de un Ford último modelo para llevarlas a pasear por nuestras playas señoritas. Sí, mis feligreses, el “mal” es un pícaro empedernido, un ñato peligrosón, tanto que les recomiendo cuiden de su virtud, porque ese bellaco actúa de la manera más indecente e impropia y lo único que quiere es precisamente eso. Sí, feligreses antofagastinos, a Job por ejemplo, el famoso personaje bíblico de quien les hablo, sin ir más lejos, se lo comió una ballena sin preguntarle siquiera si deseaba que se lo manducara. ¿Comprenden? Andaba Job por ahí, a lo mejor pajaroneando, es lo más probable o medio mermo, quién lo va a saber, ¡y plach, sopetón sorpresivo! Al verlo despistado la ballena, aprovechó el momento y se lo tragó. ¡Comprendan entonces que se puede comer a alguien sin consultárselo!

Sin ir más lejos, en Sodoma y Gomorra, ciudades abominablemente pecadoras, destruidas por el fuego del cielo, a viciosos y empedernidos depravados que vivían en ellas a las carreras y a los más escandalosos agarrones, corriendo por las calles gomorrientas o sodomíticas a las risas, a lo peor de lo peor, a tambembe al aire, sin freno, les cayó un grosso petardazo en las cabezas, y cientos de libidinosos pervertidos murieron como cucarachas asadas. Antes, el mismísimo Dios, el mismísimo don Usted había dicho, libraré a unos pocos de estos escandalosos, al fin y al cabo no todos estos pendejos son sodomitas. Salvaré a Lot quien es macho bien plantado, padre de los amonitas, además de ser sobrino de Abraham, quien es mi compadre. Pero mientras huyan de ese infierno en llamas, advirtió categórico el Señor, les está estrictamente prohibido, pachorrientos pervertidos, mirar hacia atrás, so pena de transformarse en estatua de sal yodada. Y La mujer de Lot, vieja bochinchera, petisa, de genio atravesado y piernas torcidas, pero sobre todo copuchenta como ella sola, desobedeció las órdenes de Dios y lo hizo. Viró la cabeza para mirar qué era lo que tanto prohibía el Supremo, quedando convertida la muy aturdida en un saco de sal gruesa. A Noé, que es otro caso, y nada más se los cuento para que ustedes vean cómo es la funcia entre el cielo y la tierra por culpa del “mal” y de su jefe, el muy infame, el muy siempre culposo cafiolo Cuco Cachudo. Se encontró un día Noé a Dios, pastoreando unos carneros por ahí cerca del mar Muerto. Noé era otro de sus compadres, hola, compadre Noé, le dijo. Hola, don Usted, respondió Noé. Platicaron, se rieron de esto, de aquello, principalmente de los gobiernos y gobernantes del planeta, unos mamarrachos de porquería, con más pinta de marcianos que de terrestres, unos corruptos, ladrones, sinvergonzones, comentaban, que llevaban al mundo patas arriba, directamente al fracaso, y que lo peor era que no se les arrimaba ni al corazón ni al raciocinio siquiera una pequeñita vergüenza, he visto y escuchado barbaridades de los hombres, dijo don Usted, creo que no les da el cuesco o que sencillamente comprenden para el sorete los muy brutos. ¡Ah, Noé, es un lío vigilar todo esto! Muchas veces me arrepiento habérmelas dado de inventor. Noé respondió abruptamente, ¡ya me lo imagino, don Usted! Se lo he comentado miles de veces a la Virgencita de los milagros de Andacollo, y ella insiste que no, que no se debe perder la fe en la humanidad, sostiene que los hombres no nacen con maldad en el corazón, que es el Cuco Cachudo el que siempre anda metiendo la cola. Sí, dijo don Usted, pensativo, con benevolencia, la Virgencita de los milagros de Andacollo es una chica buena persona, Noé.

Estuvieron un momento en silencio, el tiempo en que Dios reflexionó acerca del otro, y se decía para sus adentros, pensar que también fui compadre con el muy cabrón, con el Cuco Cachudo, entonces preguntó: ¿dime Noé, si no te hubiese elegido para que ejecutes a futuro cierta idea que tengo en mente sobre el mundo, y que tú hasta ahora ignoras, qué trabajo te hubiese sido de agrado realizar?Pasearon otro poco. El Mar Muerto estaba quieto, más muerto que nunca. Normalmente Dios iba un poco más adelantado y a Noé le costaba nivelar el paso del jefe.

Pues todo trabajo, don Usted, le respondió humilde. Ya fuese un buen laburo o chambas fatigosas. Sin embargo, me gusta viajar. Conocer Egipto, Roma, los polos, incluso en sueños me brotan imágenes de lugares ignotos, lejanos, jamás escuchados, lugares como Coquimbus, Gualligueiquilandia, Pillicautines.

¿Qué trabajo entonces?, insistió Dios.

Bueno, camionero don Usted, me hubiese gustado ser camionero en la ruta que une París con Marsella. O por último, si ese laburo no fuese posible, pues entonces torero, diestro en la arena de Sevilla.

Antes de despedirse, Dios le dijo, ah, Noé, me olvidaba, voy a destruir al mundo. Hay mucha maldad, ¡se pasaron de boludos! Los hombres están cada día más soberbios y ambiciosos, los muchachones atrevidos y violentos, las mujeres displicentes y orgullosas. Me tienen harto, estoy hasta la coronilla (lo que es mucho decir por parte de Dios).

Noé llegó a su casa un poquito agitado y ordenó a su mujer e hijos, rápido muchachos, el tiempo vale oro, a construir una chalupa. El mundo se va a acabar. La llamaremos Arca y será recordada en la historia de la humanidad como el Arca de Noé. A juntar jirafas, gorriones, piojos, rápido, será el fin del mundo. Bueno, ya ven ustedes las cosas en la Tierra suceden y punto. No hay nada que hacer ante la voluntad de Dios.

Saquen entonces ustedes antofagastinos y antofagastinas, prosiguió el santo Varón, sus propias conclusiones. Para eso don Usted les inventó el coco, ¡no solo para hacerse la permanente señoritas o sostenerse las orejas señores, sino para pensar! ¡Para que les cruja el mate! ¡No olviden que la dosis, nada más que la dosis es la que termina haciendo al veneno! En fin, mañana será otro día, el templo con amor los espera. Charlaremos sobre lo que el señor Jesucristo dijo en persona a los fariseos. No olviden que Jecho dijo, “es más fácil que un camello pase cantando a dúo con un elefante en un paso-doble por el ojo de una aguja, que un rico suelte un diezmo o un chismoso retenga su lengua”.Chismosos que lamentablemente abundan en Antofagasta, y que muy pretensiosos pretendan entrar al reino de los cielos, porque les aseguro que se van a ganar solo una buena patada en el trasero. Ahora, calladitos, a persignarse, pedir perdón de antemano por si el mal en algún rincón les gana la partida, y cada quien a sus casas. Hasta luego, foforocos pecadores.

Dicen que los cristianos, a diferencia de otras sectas o religiones, son individuos que saben escuchar atentos, muy cínicos y temerosos ponen orejas y simulan comprender, pero que les importa un cuerno, un soberano rábano lo que escuchan, ya que olvidan de inmediato lo que supuestamente han aprendido. Terminada entonces la ceremonia religiosa, cada quien partió a rajatabla a sus casas. Yo, Aquiles, repliqué un poco las campanas. Era un acuerdo comercial firmado con el santo Varón, replicar el campanil después de terminados los oficios, y subí a la espadaña del templo con una velocidad que me pillaba el diablo.

Desde allí se domina toda la explanada en la que se extiende Antofagasta. Las calles a lo ancho que parecen interminables, tanto hacia el norte como en dirección al sur, y las que caen de pique directamente al mar. Un océano que jamás se finiquita en el frente y un desierto seco, montañoso en ciertas partes, pleno de lomas en otras, siempre repleto de salitre y de cobre.

Allí, en la torre del templo, era donde reposaba el santo Varón después de predicar los oficios y allí fui a encontrarle. Era ágil como un leopardo con mis apenas veinticinco años. De dos o tres zancadas estuve junto a él, en ese tiempo yo era individuo atlético, delgado, como un fil de fer, término que he escuchado de marineros franceses para referirse a un delgado alambre. Sobre su litera dormitaba descansando el santo Varón. Luminoso, radiante, con la gracia divina reflejada en su rostro. Y reposando allí, junto al espectáculo incomparablemente mágico del campanario, seis verdaderos carillones de bronce en un espacio donde fácilmente podía hacerse un fiestón.

Estoy rascándole la panza al cielo, bribón, dijo al verme llegar, observando desde acá arriba cómo se mueve el mundo sumido en las tinieblas, en la más total indiferencia. Efectivamente, compañero monaguillo, acólito de este templo de Dios, bien dice el refrán-poema que la vida de los hombres es un sueño, sueños que son los ríos que van a dar a la mar, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte. Allá abajo, parece Bombay o Calcuta, te diré. Viejo sución, folklórico, mal oliente, casas de palos, de latones sin pintar, la miseria. ¡La miseria acólito, la miseria! Mira esa ropa colgando en aquella casa, e indicó hacia un lugar, cómo se secan esos calzoncillos hechos de sacos de harina. ¿Los ves? ¡Pobres gentes, pobres gentes, acólito!

Efectivamente, pero solo en parte tenía razón el santo Varón. De seguro que no era tan miserable como Bombay o Calcuta, como él lo decía, porque con Antofagasta, se había pifiado a lo grande. ¡Se le había ido un poquito la mano! Por lo demás era costumbre de los feligreses reunirse para conversar en la pequeña explanada frente al portón del templo, allí en la calle Porras. Pero los feligreses estaban impecablemente bien presentados, él mismo lo había ponderado hacía poquito rato en el sermón. Después de todo, eran sus feligreses o más bien sus hermanas samaritanas, como él las denominaba. Subían devotamente las manos hacia el cielo, como si implorasen por algo a alguien, para intercambiarse luego, pegándose los labios a los oídos la una con la otra, quizás secretos muy íntimos o para comentar pasajes del sermón del santo Varón. Una de ellas, la señorita Edujives Sandoval, incluso al verme que desde lo alto la observaba, amargó su rostro feo, arrugado, amarillento, e incluso me amenazó blandiendo sus puños cerrados, hombre sinvergüenza, criminal cobarde, zopenco degenerado. ¿Qué te hacía el gatito? Creí interpretar su enojo por el movimiento desencajado de su rostro. Sin embargo, por la vereda de enfrente, unas niñas con la cabeza excedida de rulos, cintas de colores, broches amarillos, rojos, azules, prendidos al pelo, ablandando con sus sonrisas mi corazón, se despidieron alegres saltando de contentas. Otros dos señores, bigotudos ambos, de bastón y fantasiosos chalecos con botones dorados, de los cuales en vistosas cadenillas colgaban relojes de bolsillo, intercambiaban sin detenerse unas cajetillas de cigarros leyendo minuciosos lo escrito sobre ellas. Opinaban, en posición doctoral, gesticulando aparatosos, seguramente de la calidad del tabaco de los mismos. Son cubanos, son los mejores, Montecristo, se le escuchaba apenas a uno de ellos, no, son de Jamaica, tan excelentes como lo es el ron jamaiquino.

También mi chinita, la del reclinatorio de la columna de san Pancracio, se iba yendo. No rebosaba quizás los dieciocho o veinte años con su negro pelo lacio, quien a pesar de su incómoda postura en el reclinatorio del templo durante horas, mostraba un paso firme y decidido. Es extraño, pero de repente mi flor de loto me pareció como una estación de tren que se me alejaba o un tren que dejaba en el medio del desierto. Me decía para mis adentros, si gira su lindo rostro hacia mí y mira a lo alto donde estoy, entonces es que me la traigo muerta. Esperé ansioso un momento, y ella, dio vueltas su preciosa cara a lo alto y sonrió. ¡Sí, sí, me la traigo muerta!, pensé. Sin embargo, fue una sonrisa lenta, triste, que tal vez nada quería decir. Aun así, sin poder evitarlo, temblé por su hermosura de pies a cabeza. Porque esa personita era lo que realmente me maravillaba, dejándome con la boca abierta. Ella había prendado mi corazón y perturbaba mi existir, pero de quien nada sabía, ni su nombre, ni en dónde vivía o a qué se dedicaba. Nada de nada. La chinita me era un misterio. Durante noche y día pensaba en ella y no podía sacármela de los pensamientos. La veía venir cada quince días al templo y rezaba con una devoción que superaba a la de todas las otras hipócritas viejas beatas. Hincaba sus rodillas, y yo me decía, le colocaré un mullido cojín de plumas de ganso para que no dañe su magnífica y delicada piel con la dura madera de los reclinatorios. Juntaba sus blancas manos e inclinando su cabeza me dejaba admirar su cuello de cisne y ahí durante horas y horas rogaba, rogaba y rogaba. No sé qué era lo que demandaba con tanta devoción, pero casi imploraba a las lágrimas. Sus ropas eran encantadoras, vestidos coloridos en seda que realzaban todavía más su candor. Entonces le di un nombre. Lo pensé una y mil veces y por fin le encontré el apropiado. Mi flor de loto la llamé y desde ese instante pasó a ocupar el centro de mi corazón y de mis pensamientos.

Ya de tiempo lo venía pensando, me confesaré con el santo Varón. Seré sincero con él. Le diré que una bella, magnífica, una pura jovencita de la congregación, aquella que en silencio se hinca siempre junto a la columna de san Pancracio, me trae como loco. Le confesaré que ha transformado mi alma, que le ha dado un brinco a mi corazón de tal modo, que ahora soy hombre pelotudo de buenito que soy, pues al parecer estoy enamorado hasta los tuétanos. Le diré que he soñado con ella, cosas dulces y buenas, nada de cochinadas ni asuntos de maldad. Por suerte, como adivinando mis puros sentimientos, el santo Varón me dijo, estás ayudando a que el mundo, que la gente que habita en este mundo, sean mejores personas, cabrón. ¿Te das cuenta de tu suerte? Eres un elegido, un templario exportador de la fe. Un indomable guerrero de los dioses, un hijo de ellos. Mira, mira el mundo, regocíjate con él.

Miré el mundo que me indicaba el santo Varón. Miré hacia la calle Porras, miré hacia abajo. Mi flor de loto se alejaba, en la calle algunas niñas jugaban a la rayuela, habían encontrado una improvisada cancha de juego en el piso de la vereda de enfrente, con los ocho cuadritos rayados a tiza en el único trozo pavimentado de la vereda. Reían felices, saltando en una patita e intercambiándolas, derecha e izquierda, y otra vez alegres se despidieron agitando pañuelos de varios colores. La mayoría de los feligreses habían ya desaparecido por calle Latorre en dirección al centro de la ciudad. La única que aún permanecía en el lugar era la viejecita aquella, la señorita Edujives Sandoval, bochinchera y malintencionada, mujer con sangre en el ojo, todavía desde lo lejos, me amenazaba con ambos puños. ¿Qué te hacía el pobre gato, desgraciado?, dímelo, crápula del demonio. ¿Qué te hacía, bestia sanguinaria, una criatura inocente? Mientras su compañera, la llamada Panchita Angustias, una hija de gallegos llegados por el mil novecientos a la ciudad, la retenía dándole al parecer algún tipo de explicación para amortiguarle el genio, pero aquello parecía infructuoso. Toda la escena recién terminó cuando Panchita agarró del brazo a Edujives y decidió llevársela prácticamente a los tirones. Fue en ese instante que ocurrió algo desconcertante. Tanto gritaba la vieja, que le devolví entonces sus alabanzas a mi persona con unos graciosos gestos que se realizan llevándose a cabo con los dedos y los codos, a lo que Edujives, fuera de sí, extrayendo de quién sabe dónde un enorme y fiero látigo empezó con agilidad extraordinaria a blandirlo con fuerza sobre el piso terroso de la calle Porras. Los señores de los cigarros detuvieron su metódica conversación y fijaron sus ojos con cierto interés en dirección a la polvareda levantada por el látigo, se miraron sin sorprenderse en absoluto, para finalmente palmoteándose las espaldas, sacar unos cigarros, encenderlos ceremonialmente y luego de algunas bocanadas, despedirse de manera elegante y amistosa. Crapulosos, de seguro señores de espíritus libertinos, licenciosos, quienes quizás terminaban una apuesta y ahora partían satisfechos a sus casas. Y la pequeña calle Porras que topa con Condell, la que sube en dirección a la parte todavía más miserable de la ciudad, quedó en el más absoluto silencio.

Las rejas negras que encerraban el templo de un color rojo fuerte callaron aún más el lugar. Sentí una inexplicable sensación de beatífica satisfacción, como lo decía el santo Varón, de alguna manera estaba contribuyendo a que el mundo fuera mejor. Por los santos evangelios, pensé, si mis padres no hubiesen muerto, por lógica continuarían vivos y estarían orgullosos de mí. Su hijo, luchaba por un mundo mejor entre los hombres y era, según el santo Varón, un caballero templario, un guerrero exportador de la fe, era el guerrero Aquiles. Entonces Emocionado, como la ocasión lo ameritaba, no pude evitar echarme unos tiernos pucheritos.

El santo Varón me observaba, su mirada más que severa era escrutadora. Le escarbaba el alma a uno mientras le brillaba su aura. Era verdaderamente un viejo pícaro, por no decir un viejo cabrón. Sí, tenía razón, Antofagasta, aplastada por el sol del desierto, no se diferenciaba en nada de otras ciudades del mundo. A mí, me gustaba, más ahora con ese rayito de luz que iluminaba cada instante de mi vida. Por lo demás, lo importante era el estar yo iluminado por la bendición de la fe, ya que un suceso extraordinario era el que me ocurría. Quizás era la razón que fuese yo un exportador de la fe y por lo que el santo Varón me designaba como un hijo de los mismos dioses del Olimpo, aunque en los sermones repitiese que no uno, sino todos, es decir hablaba de la humanidad, éramos hijos de Dios o de dioses. Pero, se daba el extraordinario caso que solo yo lo contemplaba, esas sus apariciones… ahí solitario, como un privilegiado profeta de los pretéritos tiempos que han ocurrido en la tierra, solamente yo le podía ver. Porque el santo Varón, para creerlo o reventar, era alguien muerto en este mundo de vivos, hacía más de cinco siglos para ser más preciso.

Pero créanme, estaba tan vivo a como yo lo estaba. ¿Y qué cuentas?, preguntó. ¿Estás decidido, Aquiles? ¿Serás capaz de cumplir tu promesa pícaro haragán? Jamás sé qué pensar de ti. Te haces el tonto y logras confundirme.

Cumplo siempre lo pactado, Santo Varón, le dije, una promesa es una promesa, si me quedo, me quedo, un trato es un trato. Para mí las promesas son como las deudas, ¿las deudas se pagan, no?

El trato era replicar al infinito, según sus propios dichos, las campanas del templo. Todos los días a las ocho de la noche, y los domingos mañana y tarde, a cambio de momentos de calma, de protección. La promesa, redimirme, dejar mi vida oscura, confusa, bastante libertina, disoluta. Empezar de nuevo. Hombre nuevo, vida nueva. Era simple. Esa era la promesa. Para eso existía la ley. La ley que nos entrega en sabiduría la vida. Es decir, la ley de la vida. Y el santo Varón era hombre astuto, sabía con sus quinientos años, de la ley de la vida. Sabía a la vez, cómo tocarme la sensibilidad.

Hoy, he hablado correctamente de ti, me dijo, favoreciéndote, desde el púlpito sagrado, bribón, muchos de estos desvergonzados te tienen ganas, no te aprecian, si fuera por ellos te lincharían en la plaza Colón, o te rebanarían el pescuezo a orillas del mar. No te perdonan. Como mínimo, los moderados, los más juiciosos, desean colgarte de las bolas acólito. ¿Viste la mujer que acaba de amenazarte con un látigo allí en la calle Porras?

¿La señorita Sandoval?, le respondí.

¡Sí, la señorita Edujives Sandoval! Dijo el santo Varón. No es mala chica monaguillo, es una de mis hermanas samaritanas. Pues antes, Edujives, estuvo en el confesionario desnudando su alma y sus pecados, padre santísimo, me ha dicho, estoy decidida, le pido de antemano su bendición, su sagrado perdón. Haré lo que se me venga en ganas con ese idiota individuo que emplea usted de acólito. ¡Si la hubieras visto o escuchado, Aquiles! Indignada, vibrante de furia. Su voz temblaba de cólera, sus ojos, los de una fiera decidida a destrozar, a aniquilar todo lo que encontrase en su camino. No permitiremos por nada que se salga con la suya, me dijo. Lo cagaremos a palos a ese infeliz. Le diré que hace rato le vengo observando, sin que él note en absoluto que le espío, pues todo el tiempo de duración del oficio, para que usted lo sepa y vea a quién tiene de ayudante, se la pasa mirándole el trasero a esa china engreída aparecida de repente en la congregación. Y pareciera, santo Varón, que la muy descocada lo hiciera intencional, a propósito. Se hinca la descarada, levanta sus vestidos sin antes no mirar con picardía donde se encuentra este mal nacido. ¿Y qué es lo que sucede? ¡Pues que a la muy zorra se le ve todo! ¡En la iglesia, santo Varón, en la iglesia! ¿Se da cuenta usted, padre, lo que está ocurriendo en este templo sagrado? ¿No se ha percatado? En todo caso no es ninguna novedad, pues en verdad, su monaguillo mira a todo lo que se mueve y tenga faldas. Ha cometido indecencias con muchas de nuestras muchachas. ¡Usted se descuida y zas! ¡Qué le tira el lance a alguna de nosotras! Ni le cuento lo que hizo con Cassandra Campulpi. Pobrecilla, la engañó para tener sus favores mintiéndole descaradamente, diciéndole que él era de Cochabamba, que radicaba en Antofagasta para cumplir misiones encomendadas por espíritus que habitan en el más allá. ¿Escuchó bien padrecito? ¡Por espíritus del más allá, el muy hereje! La pobrecilla de Cassandra es mujer serrana, ingenua e inocente.

Es verdad señorita Edujives, le respondí con voz pausada y cadenciosa, es un individuo libidinoso, un cochino, un pervertido, pero bien lo sabes que muchos de los santos profetas lo fueron, y que el Señor aun así, les perdonó. Lee el libro sagrado que te lo ratificará. Debes saber que el monaguillo es un hombre sagrado. ¡Se trata de un espíritu bendecido por los dioses del Olimpo y por el Dios nuestro!, te lo aseguro, es un exportador de la fe, un templario de los viejos tiempos, un guerrero inmortal, de esos que ya no existen.

Pues usted lo dirá, santo Varón, me contestó. Son palabras suyas, no mías. Dígaselo a Dios. Sabemos que de Él tendremos su comprensión y perdón. Mientras tanto, con varias muchachas de la feligresía, enviaremos una nota de protesta al Vaticano. La vida, sea de quien se sea y pertenezca a quien pertenezca debe ser respetada. Le haremos llegar también al santo padre, además del reclamo del salvaje asesinato del gatito, una canasta de caña gruesa, con jugosos limones sutiles, aceitunas de Azapa, choclos, zapallos y lechugas gigantes de nuestro suelo salitroso. Le digo, el santo padre que vive en Roma nos escuchará. Sabrá ver en nuestro corazón. Tenemos claridad de mujer, honra a toda prueba. Somos mujeres decentes, jamás hemos pecado, ni en pensamientos ni por sospechas en pellejo, mucho menos hemos sentido jamás las manos trajinadas y calludas de algún vago atorrante que ande buscando vida fácil. A excepción quizás de la pobre de Cassandra, quien por su ingenuidad e inocencia fue engañada vilmente por su monaguillo canalla. Mire, juzgue usted mismo nuestra decisión, lo azotaremos, santo Varón, zurraremos a ese pervertido hasta que pida clemencia arrastrándose por el suelo a las lágrimas, como una lagartija.

¿Por un gatito, señorita Edujives?, le pregunté. Sonrió satisfecha, y yo volví a insistirle. ¿Todo lo que me insinúa es por un gatito, que de ser así está en los cielos descansando en los verdes prados del Señor? ¿No estarás exagerando, mujer?

¡Pues sí, por un gato, y no exagero! ¡También un gato es una creación de Dios! ¿Acaso no es así, santo Varón?

Compréndelo, Aquiles, la señorita Edujives Sandoval vive y es propietaria de una de las mejores casas ubicada alrededor de la plaza Colón de Antofagasta, cerca de la pérgola que le obsequió a la ciudad nada menos que la reina de Inglaterra, cabrón. ¿Recuerdas la estatua del león de la plaza? Bueno, justo allí enfrente del león vive esta mujer. Es soltera y entera, sin hijos ni parientes vivarachos que con el tiempo reclamen alguna herencia. Un día, al igual que el gato, morirá y esa casa pasará a ser un bien más del templo. Eso tú lo sabes. Ella me la ha prometido, me ha dicho: yo muero, y la casa será de ustedes santo Varón. Ya lo he conversado al revés y al derecho con el notario. La casa, fue nuestro trato, Aquiles, por una vida eterna plácida y tranquila en el paraíso. ¿Qué podía reprocharle entonces a esa alma piadosa de Edujives? Hablaba con palabras mías, dichas tantas veces desde el púlpito, el alma de todo ser vivo, pertenece a don Usted. Me era imposible contradecirla. Además, bien sabrás, Aquiles, discutiendo nuevamente el asunto del minino, que en innumerables tribus y sociedades del mundo, sean antiguas o modernas los gatos han sido tratados como animales sagrados. Inclusive en ciertas civilizaciones han sido envestidos como dioses. Los egipcios lo veneraban como tal, reinos de la Mesopotamia, culturas sumerias, de Babilonia la pecadora, los adoran cual divinidades. Tribus ancestrales norteamericanas colocaban ese nombre a sus hijos, Gato Sentado, Gato Loco, Gato Jerónimo, y en París las mujeres dicen, oh là là, quel charmant petit chat, viens, viens ici, mon chat adorable. En la mítica calle Almagrus de la vieja ciudad de La Serena, algunos comentan incluso que allí en donde los muertos se albergan y caminan tranquilamente, tienen los gaturros nombres aristocráticos y títulos nobiliarios. Te contaré incluso que el gaturro don Gilfredo Sorensen, perteneció a la vieja corte de la monarquía dinamarquesa, trabajó mucho por la eliminación de lauchas, ratones y pericotes de calle Almagrus. El alcalde en reconocimiento le entregó las llaves del pueblo y el Concejo Municipal lo recomendó al título de comendador general de La Serena y sus alrededores, y le permitió ejercer a perpetuidad como director del Museo Arqueológico de la ciudad. Otro minino, el denominado señor Vasily Porotov, íntimo amigo de los zares rusos de la dinastía de los Romanoff, ya gordo de comer tanto mondongo y ya después de un buen tiempo de ser serenense, se fue a Francia en una embarcación pirata, al valle del Loira, a gozar de su título nobiliario en los castillos de ese lugar y a darle duro a las baguetes, al queso y al vino nuevo Beaujelais. Otro gaturro apodado “El Manco”, un gato emperador Aymara que vivía en el puerto y cuyo almuerzo a diario consistía en un escabeche descansado en vinagre, una marraqueta de pan francés y un litro de vino tinto, fue condecorado por el alcalde de la ciudad como comandante en jefe de la flota marítima portuaria. En fin, ya ves, todos ellos gatos honorables y de mucha alcurnia.

Como ven, el santo Varón me cuentea permanente, es un hijo de las mil putas. ¡Miren eso de gatos príncipes, con nombres como los cristianos y títulos de nobleza! Luego de tamaño discurso, le dije cualquier gilada, como para no quedarme callado, “por sus hechos los conoceréis”. Lo dije de forma doctoral, muy filosófica.

El santo Varón se hizo el sordo. Sin embargo, respondió algo a media, “pocos son los que merecen el nombre de santos o de hidalgos y caballeros”. Luego, volvió a hacerse el sordo, sin prestarme ya ni la más mínima atención. Pero, entre dientes agregó algo intrigante y curioso: le he preguntado a Edujives en el confesionario, ya que cada vez que te menciono, monaguillo, o en momentos en que ella misma hace alusión a ti, noto que su rostro se ilumina de una rara expresión de felicidad truncada. ¡Mmmh…, aquí sucede algo raro, hay nerviosismo e inquietudes en esta mujer! Despotrica en contra del monaguillo, desea azotarlo con su látigo turco, sin embargo este rostro me dice lo contrario, ¿No es que estarás algo enamorada del acólito, señorita Edujives?, le pregunté brutalmente, de sopetón. Pregunta inesperada para ella. Se quedó muda, confundida. Tartamudeó balbuceante, palabras estropajosas, farfallosas. Tal cual la hubiese sorprendido con las manos en la masa, ¿el amor, santo Varón?, preguntó mientras se restregaba las manos, es como beber agua fría en los polos o tomarse un té hirviendo acá en medio del desierto.

¡Ah, lo amas, lo amas calladita, picarona!, le repliqué. Pensé que algo me diría, pero nada respondió, sin embargo, sus cachetes se pusieron rojos como granadas. ¿No estarás enamorada del acólito, señorita Edujives?, la miré a través de la ventanilla del confesionario, y sorpresa mía, me replicó arreglándose el cabello coquetamente. ¿Usted lo cree?, preguntó. Era joven, y para qué mentirte Aquiles, estaba hermosa. Creo que esa vieja está prendada contigo, Chillihueque, quizás te ama con locura.

Yo solo lo escuchaba y afirmaba con la cabeza. A todo respondía que sí, sí santo Varón, sí, con la condescendencia otorgada a los locos, con qué razón contradecirlo. Por nada del mundo deseaba fallarle a un hombre santo. Me olvidé inclusive de eso que Edujives Sandoval andaba loquita conmigo. Mi actitud desenfadada y displicente terminó por sacar de las casillas al santo Varón haciéndolo romper de rabia explosivamente, ¿es que tendré que colgar estas investiduras acaso?, levantó la voz a grito pelado. Eres más falso que Judas, un desagradecido, monaguillo de mierda. ¿Dudas de mí o eres solo un monaguillo sarcástico? Estas sagradas vestimentas, me las indicaba casi a rasgárselas, tienen más de quinientos años. ¿Sabes cabrón, que estas investiduras, estas posesiones de dignidad me fueron entregadas por Enrique Octavo, el rey Tudor de Inglaterra, obedeciendo las órdenes que le envió don Usted, en la misma Abadía de Westminster, la misma abadía en que se rebeló y rompió con la Iglesia de Roma, en el año 1 534.

No pude impedir responderle con malicia, pues todos aseguraban, la historia misma lo dice, lo leí santo Varón, lo leí, que el papa odiaba a Enrique Octavo. Lo encontraba soberbio, cachetón y desobediente. Que se mandaba las partes, que era un gordo fastidioso, pesadito como collar de melones, y requete mujeriego. ¡Lo leí, santo Varón, lo leí! ¿Qué me dice al respecto?

El papa lo engañó, Aquiles. Lo engañó de la manera más miserable. No olvides que picardía es lo que más sobra en este mundo. Primeros en la fila de los decadentes están los tramposos, quienes no son otros que se hacen llamar banqueros, vulgares prestamistas que viven de la usura utilizando a corruptos y aprovechándose de los gilipollas. Atrás de los usureros siguen monarcas, políticos, médicos, abogados, y mi buen amigo, ¡ahhh, los curas!, quienes se encargan en patota de tener al mundo en permanente riesgo de suicidio. Son unos caraduras. Al servicio solo de ellos mismos se burlan del pobre pueblo que es el que siempre termina pagando los platos rotos. Es cierto que el rey Enrique Octavo era un cabrón, el gordinflón no podía con su genio, no le hacía asco a nada. Le echaba nomás pa adelante. Así era de desmedido en cuestiones de piel. Además era el monarca, el mandamás de tierras y mares. ¡Y quién iba a ser tan atrevido para contradecirlo!, si no aprovecho ahora, no aprovecho nunca, era su lema. Es cierto que mató a cuánto moro y cristiano se le atravesaba en el camino. Dicen que mató en la torre de Londres a un promedio de cinco personas diarias durante los años de su reinado, e incluía también la muerte de algunas de sus amantes. ¡Pero la mayoría de las veces los intereses del Estado son superiores! A cambio de tantas barbaridades, ahí tienes a la armada invencible, formada por él para dominar los mares del mundo, y adueñarse de cuanta riqueza existe en él y gracias a la cual los englishmen viven hasta el día de hoy. ¡Cada cual hace lo que sabe hacer, monaguillo! Ya lo ves bien, por siempre el planeta ha pertenecido a los saqueadores. Afanan y se apropian de lo que pueden. Pero lo que verdaderamente quiso Enriquito fue fundar una nueva iglesia, la fe dependiendo del reino y de la corona de Inglaterra, no de Roma, la que era déspota y estrujadora. No olvides que todos los reinos, por una u otra razón económica le chupaban las calcetas al papa para tenerlo contento. Mira tú Aquiles, hasta estas viejas antofagastinas dicen que junto al reclamo de la horrorosa muerte del gatito le llevarán al santo Padre una canasta con limones sutiles, aceitunas de Azapa y mariscos del mar indómito de estas costas del sur. Ya ves, Aquiles, la vida le entrega de sobra a algunos y a otros ni siquiera una chaucha de propina. Repitió lo mismo una y otra vez, luego prosiguió murmurando historias incoherentes de ángeles, demonios y duendes antofagastinos. A los cabeceos, antes de dormirse, me indicó traerle un tazón de café con leche y pan amasado con abundante mermelada de alcayota para cuando despertara.

Viéndolo dormir de manera apacible, serena, a pata suelta, pensé, ¿es que soy verdaderamente un peregrino, un penitente, un caballero templario, un exportador de la fe, un guerrero de los dioses, como dice el santo Varón, o en igual medida solo un miserable monaguillo cachondo? No terminaba de acostarme y estaba ya levantándome. Reía, callaba, lloraba al mismo tiempo. Empecé a convencerme que conquistaría con facilidad a mi flor de loto de la columna de san Pancracio. Me convencí también de que era capaz de bailar sin duda alguna, un par de mazurcas polonesas bien alegres y saltarinas sobre la fina antena de una hormiga.

Enrique Octavo llevó a cabo lo que se le antojó, ¿por qué no yo? Las situaciones que para bien o para mal le ocurren a un individuo en la vida, empiezan siempre de un principio predestinado, y yo, también tenía un comienzo prometedor, quizás igualmente predestinado, esa enigmática fuerza mayor de la que muchos hablan, del destino, el cual puede ser cariñoso como un buen hermano o peligroso si corres el riesgo de ser un rebelde, no estar de acuerdo y enfrentarlo como a un enemigo. Yo era Aquiles, con una historia por delante, como la tiene todo el mundo, en su pleno derecho desde luego, mientras viva y sea más o menos consciente de lo que ocurre en la tierra.

Mi humilde historia

Venía de la zona sur del país, de las islas desmembradas por los terremotos y olvidada por el tiempo y por la eterna rotación de la Tierra. De Chiloé, pues a honra y orgullo allí es donde pertenezco, soy chilote. Sí, desde épocas inmemoriales hasta que las generaciones de hombres se pierdan en el infinito, moros y cristianos hablarán solo suposiciones y leyendas de mi pueblo. De los olvidados, de los maltratados pueblos del extremo sur del mundo. Los hombres se trasladan de la isla Grande, entre canales apestados de vericuetos que se abren entre miles de islas y de pequeños poblados que componen el archipiélago. Lo hacemos comerciando papas, cerdos, tejidos de una artesanía propia, maderas para los palafitos. Nos movilizamos en pequeños barcos que navegan a vela abierta. Somos gente decente, sin prontuarios ni malas vidas, sin rencores ni ambiciones desmedidas. Gentes del sur, de vivir tranquilo, mientras no se nos moleste ni se nos despoje.

En Chiloé las tierras son verdes, de lomajes suaves y bellos, llueve hasta el hastío durante todo el día y toda la noche cada día del año. Es vida dura, sumamente recia, pero a cambio de estas desventajas propias de la señora naturaleza, comemos opíparamente, es decir como comen los reyes, los presidentes o los legisladores. Nuestra mesa está siempre repleta de abundantes delicias locales, de frutos del mar, de lechones, de terneras sabrosas, carne tierna de cordero, de deliciosas longanizas. Adornamos nuestros platos con cientos de variedades de papas con las que hacemos deliciosos curantos y chapaleles. Y después de abundante comer, nos bailamos hermosos valses chilotes, con guitarras, flautas, violines y acordeones, todos instrumentos fabricados con nuestras propias manos. De allí, que en las calles de Castro u Achao, en honor a nuestro buen vivir y comer gourmet, nos saludemos con un hola diputado, hola ministro, hola gobernador. Jamás persona alguna del continente o de otros lugares del mundo lo ha desconocido o discutido. Suelen decir por aquí y por allá, “comen bien esos chabones, se ven rebosantes de salud y alegría”.

Lo cierto es que de allí vengo, de ese sur lluvioso y alegre, nunca lo debes olvidar, me dice el santo Varón, y también que nuestro Señor Supremo, hacedor de cuánta funcia existe en el universo, vendrá a buscarnos y pedirnos cuentas en el juicio final, y debo saber comportarme y responder, sobre todo con relación al asuntito que me gusten demasiado las mujeres. Cuando Dios me llame y grite, chaleco de mono, en ese instante, y solo en ese segundo de relámpago, tendré que dejarme de hacer el sordo-cucho y responder, presente don Usted, acá en donde me ve, estoy. Y a su consulta divina, ¡a ver, pelón chilote, que en vida te llamaste Aquiles Chillihueque Llanpiray, por parte de padre y de madre, nombres, que en las memorias de esa lengua indígena del sur significan algo así como “el carnero en busca de las flores perdidas”. ¿Acaso sucumbiste en alguna de las islas del archipiélago, que creé con tanto amor o en algunas de las calles de Antofagasta que imaginé con tanta devoción, a los placeres de la carne?

Porque es la manera a como pregunta don Usted, a lo mero macho, sin pelotudeces, está más allá del bien y del mal, entiende bien esto del pecado y de la carne, no se anda con gilipolladas, ni seriedades, ni siúticas boludeces. Es directo, sin atajos, va al grano, ¿cuántas minas te tiraste, avispado?, entonces tendré que responderle: bueno, verá don Usted, soy un carnero casto o medio casto, usted lo sabe, un ca-a-llero con todas sus letras. Mis pensamientos han sido siempre celestiales y de obedecerle a sus principios ymandatos, le sigo la onda don Usted, le sigo el amén, pero a veces… bueno, usted sabe, las hizo usted tan lindas, usted sabe, por aquí, por allá, que terminé follándome a unas cuantas flores del prado le diré, discúlpeme, eh, pero a verdad, pagaría mil veces castigo si su merced tiene al asuntito en la lista de pecados...

Porque ocurre que siendo chilote, de un lugar ubicado tan al sur del globo terrestre, de repente me encuentro en Antofagasta, ¿se dan cuenta? ¡En el Tofo! ¿Curioso, no? Pues ni a paso lento o en zancadas ligeras, habría llegado en un abrir y cerrar de ojos a un desierto más seco que el mismo Sahara. Porque Antofagasta está en un desierto, en el desierto de atacama, y eso fue lo que me sucedió. Pestañeé y antes de abrir nuevamente los ojos, me hallaba en medio de la calle Bolívar de Antofagasta, silbando boleros, fumando un Liberty, frente a la pensión “Miami Florida” que es donde vivo.

Verdaderamente extraño, ¿que cómo había llegado a Antofagasta entonces?, pues no tengo ni la más pendeja idea. A lo mejor por mar, acaso en vapor, o bien en un tren de carga o militar, quizás caminando en una noche de borrachera, pero la cuestión era que me encontraba en el norte, entre arena y metales, en el desierto. Lugar al que siempre se viene en busca de trabajo. Se suele decir por ahí, ¿para dónde partió fulano? A buscar trabajo al norte. ¿Y Zutano? Le ofrecieron laburo en el norte. ¿Y mengano? Trabaja en el norte. Por lo consecuente concluí el asunto en que con seguridad había venido al norte en búsqueda de changas de peón, de obrero, de laburante desde luego, y era la razón por la que estibaba en el puerto. Es decir, al mandado de distribuir, de la colocación y acarreo de mercaderías entre los galpones de guarda del malecón dos del puerto. Así estaba de contento, alegría acarreada por el hecho de tener un laburo estable que me permitía sueldo permanente, y con esos morlacos, buena comida en restoranes modestos, o por último, en donde se me antojase. La seguridad del techo duradero cada noche en la pensión, allí en la calle Bolívar. Amores pasajeros pagos con las muchachas de los burdeles cercanos. Pero de fulminante golpe, aquella vida que me ocurría y que consideraba placentera, empezaría a nublarse de negras, de espesas tinieblas, de oscuros túneles sin salida, de dudas absurdas acerca de la existencia, de reflexiones que jamás me habían importado, que me eran igual que pensar en un rábano o en un paquetito con comino. Es más, de hecho jamás las había pensado. Porque se dan situaciones insignificantes de vez en cuando, que estando en sano juicio, no tienen interés alguno ni influyen en nada para intranquilizarle a uno los días. Pero me ocurrió, inesperado, difícil de comprender. Caminando cierta noche de regreso a “Miami Florida”, noche como cualquier otra, que nada extraordinario presagiaba, veo allí, en la calle Porras, lugar por lo demás que no constituía para nada parte de mis andanzas nocturnas, a un individuo gordo, fachoso, de aspecto petulante, burlón y a la vez excéntrico, muy estrafalario, vestido con extraños ropajes quien captó de inmediato mi atención, “el joker de la carta de naipes”, fue lo primero que pensé. El fulano parecía de momentos ridículo y extravagante, saltaba en una pata o bailaba más bien en una pata, pues una extraña música acompañaba sus movimientos. Lo hacía con una petulancia que yo jamás había presenciado y luego se detenía, caminaba seriamente como un dandy indiferente, ofendido. Tenía el aspecto de un faquir hindú, pero gordo, estrambótico, un dibujo de sacerdote extraído de una carta de naipe. Lo veía claramente, a pesar de que las farolas iluminaban débilmente, transformando todo en solo sombras que desfiguraban aún más la noche en la calle Porras. Era una calle angosta, al punto que se estrechaba en demasía, tanto que al avanzarla podía tocar uno las murallas que correspondían en cada costado a sus veredas y casas, pues así era su estrechez.

El faquir gordo y fachoso se me quedó mirando sin decir nada, mudo, pero fijos sus ojos en mí, empezando a trasladarse presuroso, calle arriba. Miraba burlón apurando el paso. Le seguí, pues no sé por qué razón me pareció que se burlaba intencionadamente o que algo deseaba comunicarme. Sentí que tenía que trotar para alcanzarle, para exigirle me explicara de qué se trataba esa absurda e incomprensible situación, ya que en verdad no entendía ni jota, estaba colgado cual campanilla en el cuello de un gato. Para cerciorarme leí el letrero que indicaba el nombre de la calle. Debía estar escrito en el letrero calle Porras, pero no, lo leí tres o cuatro veces para bien cerciorarme, “Calle del Templo” decía el letrero y abajo se dibujaba una flecha que indicaba hacia un templo pequeño e insignificante. Solo esas palabras “Calle del Templo” y allí entonces la calle Porras terminaba dando paso a una explanada que más me pareció un lugar lacerante, más lleno de desesperación que un sitio de rezo y reflexiones espirituales. El faquir estiró su mano indicándome el pequeño y humilde templo que me presentaba. Un templo simpático, afable por su humildad, por la sencillez de sus formas, con un portón grueso, ventanillas ovaladas y un campanario igual de tímido y bondadoso. El fachoso del circo hizo un gesto lleno de ostentación, de fastuosidad y petulancia, malabarearon aparatosos sus brazos al hacerlo, como queriendo decirme, “esto es mío, es mi templo, de nadie más, míralo, siente el frescor infinito la de inmensidad”. Abrió el portón de entrada del mismo iluminándose al instante hasta el más miserable rincón de la calle Porras, y pude estupefacto ver la maravilla de maravillas, un espejismo de belleza jamás contemplado, un enorme y colosal templo gótico. Sus gruesas columnas de piedra caliza que parecían perderse hacia un infinito inalcanzable, sosteniendo su estructura fenomenal. Sus vitrales de colores que enceguecían con la presencia de escenas bíblicas conmovedoras. Jesús crucificado en agonía, después de haber soportado la burla, el escarnio, el atropello, haberle hecho frente a la insoportable estupidez del mundo, con la corona de espinas en la frente, sangrando, padeciendo los más intensos dolores físicos como morales y aun así, perdonando, ¡grande, macho, grande, único, atrevido hasta lo indecible!

Decoraban los muros del templo ángeles flotando sobre un infierno en llamas, donde esqueléticos individuos pedían a gritos aunque fuese se les prestara una pequeña ayudita, el rostro de algunos santos parecían preguntarse unos a otros, “¿y ahora, qué hacemos Señor, qué hacemos ahora sin ti?”. Su colosal altar mayor, bañado en oro esparcía un poder invencible y los altares adyacentes menores eran de una casi igual envergadura. Trofeos, más vitrales representando con seguridad a altos y dignos mandatarios de las iglesias de todas las religiones del mundo. Estatuas de santos, profetas, quienes más que santos eran imbatibles guerreros de pretéritas batallas celestiales, con rostros duros y de una viveza tan evidentes que denotaba una decisión, sin pesadez ninguna, de ir a cuantas guerras se les presentasen o se les pidiesen para defender su fe. Guardé silencio y desde el púlpito, el faquir, más que un sacerdote parecía un individuo guiando una nave espacial pronta a partir a los confines mismos del universo. Era demasiado, caí de rodillas. No me importaba humillarme ni ser un burdo decadente. Todo este lugar del mundo lo es. Era solo uno más.

Soy el santo Varón, dijo autoritariamente el faquir con voz profunda. Has encontrado por fin tu camino, pinche cabrón. Has comprendido que tu vida estaba dominada por el mal. ¡Que ese mandinga te agarraba la orejita, ahhh, sinvergüenza ese Mandinga!

Continué mudo, aunque estuviera burlándose de mí en la misma cara, le creí. No porque fuese convincente aquel extravagante faquir, casi ni había abierto la boca. Su homilía había sido corta y puntual. Era el templo el que me convencía, sus macizas estructuras y su grandeza interior, las cuales comparé en mi imaginación con las oficinas y principales dependencias del paraíso. ¡Eso debía ser el glorioso Edén! Tal era la impresión que me había causado ese curioso templo, convenciéndome que aquella situación era la primera verdad que llegaba a mi perra y miserable vida. Así fue como todo empezó.

A la mañana siguiente, de madrugada, sin haberlo mucho reflexionado, sabía bien a qué se debe nuestra presencia en este mundo, cuáles son los motivos superiores que guían, que ordenan nuestras vidas. Y la razón principal, cumplir a pie junto la misión acá sobre la tierra. La que me concernía era fácil de ejecutar. Entonces me dije, desde mañana mismo la obedezco. Estaba agotado, tan terriblemente cansado como cuando allá en Chiloé, en las embarcaciones Volcán I y Volcán II, salíamos de madrugada por días completos a pescar pulpos y erizos por los fríos y neblinosos canales del archipiélago. Los querubines del templo también parecían agotados, no por agarrar pulpos en esas aguas del sur, sino fatigados de tanto sonreír sin detenerse, murmullando unos con otros perezosamente. Y allí estaba el faquir, tirado en el púlpito, durmiendo a pierna suelta. Fui hacia él tropezando con uno de los confesionarios. Jamás se me habría siquiera imaginado lo abrigado y cómodo que era el lugar. Inclusive, en una hendidura de la puerta, varias petaquitas de ron endulzaron mi vigilia. Me acurruqué y dormí como un tronco sin ninguna vergüenza, después de todo, tal era el comportamiento de todos los feligreses de ese templo.

Allí soñé en continuado con la emperatriz de la China, su excelencia Wuin-Wuin-Wuan, la soberana de toda Asia, quien era una bella y coqueta mandarina, y que a cambio de mis innumerables favores, me ofrecía un plato de arroz con carne de cerdo condimentada con aromáticas hierbas de Asia, “pala que homblecito tenga enelgías”, murmuraba graciosamente al oído. El emperador Chinchu-lan-cha de la dinastía Quing, traducido del mandarín al español, tal como se habla por las regiones del sur, sin su Lancha, meciendo su larga barba, miraba preocupado y en silencio. Junto a sus asesores Confucio y un tal Marcus Polus, los cuales le aconsejaban al oído, majestad, debe terminar en el oriente la muralla. Las tribus bárbaras japonesas entrarán y se tumbarán a todas nuestras mujeres. Haga algo, su majestad. Esos cabrones nos harán turumba. Sabio entre los sabios el emperador respondió con una de las máximas de Confucio, cabrones, démosle fideos con bastante tuco, bien sabroso. Platos grandes, que se harten de comer. Esos bárbaros son unos hambreados. Terminaremos la Gran Muralla, ni siquiera un piojo la podrá cruzar.

¡Una muralla! ¡Una muralla! ¡La muralla China!, escuché. Y como un presagio que salía de mis más profundos sueños, me dije a mí mismo, ¡muralla, muralla! Automáticamente hice cálculos del tamaño de mi cabeza y del tamaño de las murallas de Antofagasta, ¡entendí por fin cuál era mi misión!

Una misión espiritual