Los condenados del aire - Massimo Di Ricco - E-Book

Los condenados del aire E-Book

Massimo Di Ricco

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El 30 de mayo de 1973 el vuelo con matrícula HK-1274 de la Sociedad Aeronáutica de Medellín despegó del aeropuerto de Bogotá para realizar una ruta por varias ciudades colombianas. La aeronave cruzaba sin incidentes los Andes cuando dos hombres encapuchados tomaron el control del avión bajo la amenaza de hacerlo explotar. Daba comienzo en ese instante un secuestro aéreo que se alargó más de sesenta horas para convertirse en el más largo y enigmático de la historia.

A través de la crónica, a ratos severa, a ratos divertida y siempre delirante del asalto, Massimo Di Ricco reconstruye el latido de un continente que vio cómo sus cielos se llenaron de aviones secuestrados en los sesenta y setenta. ¿Destino? Una Cuba idílica y soñada por unos aeropiratas en busca de educación, trabajo y revolución. Los condenados del aire se sirve de multitud de historias de piratería aérea para radiografiar la realidad de una América Latina en plena guerra fría.

 
SOBRE EL AUTOR

Massimo Di Ricco nació en Lugo (Italia) y se dice que abandonó una prometedora carrera futbolística de defensa central en hostiles ligas de provincia para mudarse a España y dedicarse al periodismo y a la academia. Es doctor en Estudios Culturales Mediterráneos por la Universidad de Tarragona y fue corresponsal para la agencia de prensa Adnkronos y otros medios en Líbano y Egipto (2005-2010). Ha trabajado en varias universidades de España y Colombia y puede que sea el profe que más camisetas ha vestido de diferentes equipos universitarios de fútbol colombianos. Actualmente vive en Barcelona donde enseña historia de Medio Oriente, política internacional y sobre las relaciones entre Occidente y el mundo árabe. Su trabajo ha sido publicado en medios como Al Jazeera, Middle East Eye, The National, El Espectador y El Malpensante. Ha colaborado con Netflix en la adaptación audiovisual del libro "Los condenados del aire" a la miniserie "Secuestro del vuelo 601" y ha producido con Radio Ambulante el pódcast "Los aeropiratas".



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Massimo Di Ricco

LOS CONDENADOS

DEL AIRE

Crónica del secuestro aéreo más largo de la historia

primera edición: abril de 2024

©Massimo di Ricco, 2024

© Libros del K.O., S. L. L., 2024

Calle San Bernardo 97-99, entresuelo 8

28015 Madrid

isbn: 978-84-19119-55-1

código ibic: DNJ

diseño de cubierta: Patricia Bolinches

maquetación: María OʼShea

corrección: Melina Grinberg e Isabel Bolaños

1. «¡Muéstrelas!»

Lo primero es caminar con paso firme. Echar un vistazo a la cabina después de haber subido las escalerillas. Ubicar los dos asientos asignados, esperar que nadie se haya sentado en ellos, revisar con discreción que alrededor queden algunas filas de puestos completamente vacías. Encomendarse al azar. No mirar a las azafatas. Un ojo a las primeras filas. Mirada profunda hacia el fondo. No fijarse en nadie detenidamente, rebajar el ego, volverse invisible. No demasiado. Sentarse, maletín debajo del asiento, mirada baja. Ahora levantar la cabeza, examinar a los demás pasajeros. Pensar. Pensar y observar el alrededor disimuladamente, disimular pensar: este podría fastidiar, esta chilla mucho, el niño ya empezó a llorar, el auxiliar tiene cara de huevón, la azafata sonríe, sonríe mucho. Todo normal. Mejor. Palma de la mano abierta en la mejilla, frotarse las cejas, algunas ojeadas firmes y nerviosas por el otro lado, ninguna palabra, ningún gesto. Cinturón abrochado, paseo por la breve pista de carreteo, saludos del capitán, stop, impulso, aceleración, subidón inicial, sí despegó, ahora arriba. Lo primero está hecho. Sube, sube, sube, calma, sube, sube, hay que actuar rápido. En un recorrido de menos de cuarenta minutos, el avión justo alcanza el momento de estabilización para volver a prepararse para el aterrizaje. Pasan los minutos, sube, sube imperceptible en su movimiento por el cielo colombiano, ya van unos eternos diez. Allí abajo se va desvaneciendo el verde del Risaralda para dejar paso a las montañitas del agreste Caldas. Allí abajo se distingue el cauce del río Cauca, que acompaña el avión desde Pereira hasta Medellín. Ya se va juntando con el río Aures, allí en La Pintada. Adiós, Aures; adiós, Cauca. Uno muere, comido por el otro, el otro se va hacia su muerte cuando lo comerá el río Magdalena, más al norte, hacia el Caribe.

—¿Les puedo ofrecer un refresco, una gaseosa?

La azafata se acerca y repite:

—¿Les puedo ofrecer un refresco, una gaseosa?

Hace el ademán de dar vuelta atrás, para ir o volver hacia la cabina. Es el momento. La coordinación y la entrada en la escena es todo. Agacharse, la mano izquierda agarra el maletín, la mano derecha dentro del maletín, capucha en el puño, mano izquierda libre, dos manos agarran la capucha, arma que aprieta entre el cinturón y la cintura, agachados, firmes. Mirada cómplice otra vez, tiempo para levantar el espaldar, levantar cejas, cuatro brazos y cuatro manos se mueven al unísono para ponerse cada uno una capucha negra, pie derecho en el pasillo, se deslizan rápido y en forma coordinada, desenfundan la pistola del cinturón. ¡Ahora! La azafata ya está agarrada por la cintura. Si alguien quiere un refresco, pues están regados en el piso, el carrito ya va empujado camino hacia el fondo.

«Bum, bum».

Disparos en el piso. Algo de humo, pocos gritos.

Gritar, gritar más fuerte que los pocos gritos. Gritar más fuerte que los gritos de sorpresa.

—¡Esto es un secuestro!

—¡Quieta o la mato!

Las voces no salen tan bien de unas capuchas con dos huecos en los ojos y uno en la nariz. No hay ninguna abertura en la boca. Más silencio, el poco humo se difumina. Hay que moverse rápido hacia la cabina, repartirse tareas.

—Señorita, no se resista; siga a la cabina e informe que esto es un secuestro.

Voz más alta, que escuchen todos, niños incluso.

—Quédense tranquilos, nada les va a pasar. Tenemos unas bombas en el maletín: si alguien se atreve a hacer algo, volaremos el avión.

Más silencio. Ya no hay gritos. El humo es un recuerdo. Los disparos no han dejado daños visibles en el avión. Parece que por un segundo todo ha vuelto a la normalidad. Solamente ha pasado un segundo. Una sola voz se escucha desde no se sabe dónde. Es una voz de hombre. No se entiende si viene de adelante o de atrás. No es de consternación.

—¡Pues muéstrelas!

Pues muéstrelas, dice él. ¿A quién carajo se le ocurre decir esto frente a dos personas encapuchadas, en una caja de metal que vuela a más de 10 000 metros de altura, donde uno tiene una pistola en la mano moviéndola encima de la cabeza de todo el mundo y el otro está con otra pistola agarrando una azafata por la cintura y arrastrándola por el estrecho pasillo del avión? Pues muéstrelas, dice él.

Más silencio. No fue gracioso. Más segundos de eterno silencio.

—Deje las estupideces, que estamos secuestrados.

Se levanta primero una voz de sabiduría, tampoco muy convencida.

Sí. Que deje las estupideces.

Otras voces repiten el mismo consejo. Salvadores. Respirar hondo y seguir. Que nadie se haga el héroe, ya hay dos. Rebajar la indignación, retomar el mando. Pasó.

—Que se queden tranquilos, este asalto no es contra ustedes y nada les pasará. No digan ni pío. Nosotros estamos cumpliendo órdenes. Si fallamos, nos matan. No se asusten. Ustedes tendrán apenas un paseíto, los obligamos a acompañarnos porque si no secuestramos el avión matan a nuestras familias, que están amenazadas de muerte. Nosotros no queremos causarles ningún perjuicio.

Lo que les puede pasar por la cabeza a la mayoría de los pasajeros y a la tripulación ese miércoles, 30 de mayo del año 1973, a las dos de la tarde, a más de 10 000 metros de altura, después de haber tomado el vuelo 602 de la compañía SAM (Sociedad Aeronáutica de Medellín) que salía de Bogotá, con paradas en Cali y Pereira, sobrevolando la cordillera Central de los Andes colombianos y dirigiéndose hacia Medellín para luego seguir hacia la costa norte del país y volver finalmente a Bogotá, no es necesariamente la muerte, la violencia que se apodera repentinamente de tu vida. Quizás sí el susto, los nervios, pero también hay otra cosa que pasa por la cabeza de muchos pasajeros y de la tripulación en esta época: un viaje a Cuba. Gratis.

*

Desde 1967 hasta 1974, más de 1700 colombianos y alrededor de 3500 ciudadanos de toda América Latina, entre pasajeros y tripulantes, estuvieron secuestrados en los cielos del Caribe. La gran mayoría viajaron a Cuba como involuntarios protagonistas de una cadena de secuestros de aviones que tenían como primer objetivo llegar a la imaginada, incomunicada y utópica isla del Caribe, tierra castrista y cuna de las revoluciones latinoamericanas del siglo xx. Por entonces, secuestrar un avión era casi la única forma de viajar a Cuba, aislada de los otros países del continente como consecuencia de la suspensión de su gobierno por parte de la Organización de los Estados Americanos (OEA) en enero de 1962 y el aislamiento impuesto por Estados Unidos desde el año anterior y avalado por casi todos los países del continente. Colombia jugó un papel fundamental para aislar a Cuba en los años sesenta. Fue el primer país del continente que siguió el dictamen estadounidense en su campaña anticomunista, y también el primero en pedir una reunión urgente de los ministros de Exteriores del continente para lidiar con el asunto del «problema» cubano que enfrentaba la región:

Compatriotas. En la tarde de hoy el Gobierno de Colombia ha tomado la decisión de romper relaciones con el régimen de Cuba. El motivo concreto de esta ruptura reside en los ultrajes hechos a Colombia por el primer ministro de Cuba en un discurso público. Lo que causa la ira de Castro es el hecho [de] que Colombia haya promovido y obtenido que se ponga en marcha el mecanismo de consulta previsto en el tratado de asistencia recíproca para juzgar si como Colombia lo cree hay una grave amenaza para la integridad, la soberanía, la paz y la independencia de los Estados americanos en la grave crisis que viene afectando sus relaciones, por la intervención de una política extracontinental, dentro de cuya órbita, bajo cuya protección y subalternamente se mueve la acción del régimen cubano.

Con este mensaje a la nación desde la Radio Nacional, el presidente Alberto Lleras Camargo había decretado a principios de diciembre de 1961 la total ruptura de Colombia con Cuba. Poco a poco lo fueron siguiendo los demás países del continente. El único, junto con Canadá, que mantenía relaciones con la pequeña isla del Caribe, y desde donde se podía tramitar un visado en la embajada y viajar «legalmente» a la isla en avión, era el México del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Más que por espontánea solidaridad con la Revolución castrista, México quería erigirse en paladín regional del principio de no intervención en los asuntos de países extranjeros, aunque es muy probable que uno de los beneficios que esperaba el PRI era que esta medida impidiera que le hicieran la revolución a un partido que de revolucionario ya tenía muy poco. Colombia es firme en su postura anticubana y va más allá: en otra reunión de la OEA, en 1964, es la principal promotora de una resolución que propone sanciones económico-diplomáticas contra Cuba: quince votos a favor, tres en contra, los gobiernos de los Estados americanos interrumpen relaciones diplomáticas y consulares, intercambios comerciales y transporte marítimo con Cuba. El Gobierno de Castro es oficialmente aislado.

México, Colombia y Cuba están mágicamente conectados al albor de esta historia. El primer colombiano llevado involuntariamente a Cuba fue el ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno de Lleras Camargo, Julio César Turbay Ayala, con su esposa y varias autoridades colombianas, mientras abordaban un avión entre México y Honduras el 9 de agosto de 1961. Una advertencia del destino, más que un meticuloso plan subversivo de secuestrar a un canciller. Aún más curioso es que Turbay se encontraba de gira en América Central para concretar una conferencia entre los mandatarios americanos y exigir a Fidel Castro que definiera su postura frente a las instituciones interamericanas. Una gira diplomática motivada principalmente por el miedo compartido entre la clase política tradicional y la oligarquía del continente de que le hicieran una revolución en su propia casa.

Turbay, recibido en el aeropuerto José Martí de La Habana por el mismo ministro de Relaciones Exteriores cubano, Raúl Roa, tuvo un encuentro de más de tres horas con Fidel Castro, a quien se le avisó de la presencia del canciller colombiano en el avión secuestrado. Atenciones que a nadie le dispensaron de los cientos de aviones que llegaron a Cuba en aquellos años desde los diferentes puntos de las Américas. Encontrar al mismísimo Fidel Castro para los cientos de aeropiratas que volaron a Cuba en aquellos años se quedó como una quimera.

«Tuvimos una buena charla con Fidel Castro, le pedí que volviera a su natural esfera de influencia». O sea, que dejara de coquetear con los rusos y volviera a hacer de la isla el usual viejo césped del patio de Estados Unidos.

Pocos días antes, Turbay, de gira por América Central, declaró a la prensa sobre «la necesidad de evolucionar; si no, nos hacen la revolución. Es preciso que nosotros hagamos la reforma agraria lo más pronto posible, que proyectemos efectivamente la solución urgente a la vivienda popular, que hagamos una creciente campaña de educación del pueblo. Eso es lo que entiendo de cómo dirigir una evolución. Si no se hace esto, se crearían las mejores condiciones para que las clases desesperadas trataran de ensayar la revolución». Evolución contra revolución, la cuestión del campo, la urbanización masiva, el poder de los latifundistas, la educación para todo el mundo y el problema de la vivienda. Temas candentes para Colombia y para toda América Latina en la época de los años sesenta. Una época a menudo pintada de grandes ideales, progreso y oportunidades para todo el mundo. Aunque la historia a menudo se olvide de que siempre hay alguien que se queda fuera, que no alcanza el tren del progreso, de la educación, del mítico desarrollo.

Es una década en la que todos los ojos del continente están encima de Cuba, los diarios de toda América llenan sus páginas de titulares sobre el Gobierno de Fidel Castro. La relación de varios países con Cuba o la alerta sobre los peligros de la revolución en el continente son constantemente la noticia del día. Por muchos años. Que todos pensaran que detrás de este secuestro y de las decenas que seguirían en el continente estaba la mano de Fidel Castro y de los «barbudos» de la isla del Caribe, y que fueron obra de «agentes castristas», lo explica la viñeta de Henry en el diario conservador bogotano El Tiempo, donde con el titular «Excuse la equivocación» se veía a un barbudo y lloroso Fidel Castro, piernas delgadas y cuerpo desproporcionadamente grande, arrodillado frente a un impecable y dominante Turbay, de pie y con gafas de espejo.

El asunto era más complicado, o por lo menos ciertamente más complejo. Pero solo era 1961, el amanecer de los secuestros aéreos en el continente. El secuestrador en aquel caso era un pintor ambulante francoargelino, Albert Charles Cadón, que quería cambiar el avión por armas con el fin de llevarlas a su país para la lucha contra el ocupante francés. La Argelia de la guerrilla del Frente de Liberación Nacional (FLN) y tierra de inspiración para el psiquiatra martiniqués Frantz Fanon, que publicó ese mismo año una de las biblias de los estudios poscoloniales: Los condenados de la tierra.

Cuba es, desde el año 1959, con la llegada de los Castro a la isla y el derrocamiento del dictador Fulgencio Batista, la cuna de la utopía, de la revolución y del «hombre nuevo» ideado por el Che Guevara, así como de todos los imaginarios de emancipación y justicia social de la época. Muchos jóvenes en todo el continente ven en Cuba un modelo para sus propios países. Porque Cuba es también el epicentro de la teoría del foco, ideada por el Che y transcrita por el francés Régis Debray, que asegura que siguiendo el modelo del Granma y la reconquista de Cuba bastaban unos reducidos grupos de guerrilleros para poder desencadenar la revolución popular y hacerse con el poder. Un ejemplo para decenas de grupos guerrilleros en el continente americano. Es la respuesta autóctona al mantra del progreso a toda costa, implantado principalmente por Estados Unidos en la región. Si, por un lado, Cuba representa el sueño para muchos revolucionarios, por el otro infunde miedo a los oligárquicos gobiernos latinoamericanos, acaparados por familias históricamente ligadas al poder o élites militares conservadoras apoyadas por Estados Unidos.

La plaga de los secuestros aéreos con destino a Cuba, y en las formas que se irá consolidando algunos años más tarde, empieza a surgir en 1961 en Estados Unidos. No es que no hubieran existido antes, al contrario, pero era prácticamente un asunto interno cubano, sin muchas ramificaciones internacionales. En los últimos días de Batista y los nuevos días del régimen revolucionario, aviones secuestrados iban y venían entre Cuba y Estados Unidos. Por un lado, los piratas eran los mismos pilotos de aviones comerciales o miembros del Ejército cubano fieles al antiguo régimen que buscaban asilo en Estados Unidos. Por el otro, eran militantes cubanos que desde Estados Unidos querían sumarse a la causa revolucionaria.

En 1961 se presenta un pico considerable para, después de un descanso, masificarse en la edad de oro del secuestro aéreo, que comienza en 1967 y acaba en 1974. Un fenómeno que, manteniendo ciertos rasgos de los secuestros anteriores, empieza a tener un alcance continental y donde la isla del Caribe se vuelve un imán para los revolucionarios de todas las Américas. El 1.º de mayo de 1961 se produce el desvío del primer avión de Estados Unidos a Cuba. Ese día, el puertorriqueño Antulio Ramírez Ortiz compra el pasaje para un avión con ruta interna bajo el seudónimo de Cofresí, apellido; Elpir, nombre. La leyenda dice que le insistió a la empleada de la compañía estadounidense que le vendió el tiquete en que había que juntar al nombre la desinencia «.ata». La vendedora no quiso. Cofresí, Elpir.ata, el pirata Cofresí, conocido pirata y contrabandista de Puerto Rico del siglo xviii. La unión indisoluble entre viejos héroes populares, picardía, el Caribe y los aires se acababa de consumar en su primera manifestación. El manifiesto de una generación y de un movimiento informal en sí mismo. El secuestro de aviones se volverá en aquellos años en uno de los símbolos de la izquierda revolucionaria global, un acto imprescindible en el pedigree de todos los verdaderos revolucionarios. Al final, Ramírez afirmó en el surrealismo más real posible que el dictador dominicano Rafael Trujillo le había ofrecido 100 000 dólares para matar a Fidel Castro, pero que él, al contrario, quiso avisarle del peligro. Cada uno cuenta lo que quiere. En aquel caso, el mismísimo Fidel Castro visitó personalmente el avión cuando aterrizó en Cuba y lo consideró un regalo divino. Un obsequio que le permitió tener algo en las manos para poder exigir a Estados Unidos que devolviera varios de los aviones que disidentes cubanos habían desviado hacia las entrañas del «imperio» para pedir asilo político después de la Revolución de 1959. En aquellos primeros tiempos de los secuestros aéreos, Cuba era también víctima y Estados Unidos se negaba a devolver a Castro los aviones cubanos desviados.

Sin embargo, el secuestro de 1961 que más impacto tuvo fue el siguiente, ocurrido en el mes de julio. La razón principal era la nacionalidad del aeropirata: cubano. Los medios de la época aprovecharon para titular «Secuestraron los cubanos un avión de E. Unidos», como si simplemente se quisiera inculcar en la opinión pública mundial la idea de que había una clara política estatal cubana para este tipo de actos de piratería.

El país más afectado por esta plaga fue sin duda Estados Unidos. De allí volaron secuestrados cientos de aviones entre el principio de los años sesenta y la mitad de la década de los setenta, plaga que luego se reanudó con otros semblantes a comienzos de los años ochenta. Un fenómeno variopinto que agrupó a miembros del movimiento de las Panteras Negras, locos, hampones, anticastristas que se querían infiltrar en la cuna del comunismo en el continente o simples aventureros.

Colombia fue el segundo país del continente americano, y del mundo, después de Estados Unidos, desde donde más intentos de desvíos de aviones comerciales a Cuba se produjeron en el periodo 1967-1974. No obstante, en el mismo periodo hubo más de cien actos de piratería aérea también en otros países de América Latina, como Argentina, Venezuela, México, Ecuador y Brasil, pero de ninguna forma alcanzaron la magnitud de los colombianos. Entre el 29 de mayo de 1967 y el 25 de julio de 1974 se secuestraron 32 aviones en la sola Colombia, algunas veces hasta dos en el mismo día, y con un tope de catorce secuestros solo en 1969. Esto ocurrió en la Colombia de los gobiernos del Frente Nacional, de la alternancia «democrática» entre liberales y conservadores que justo se acabaría en 1974. Aquella era también la Colombia de la generación que salía de la Violencia, criada con las secuelas del Bogotazo; la Colombia del progreso a toda costa con las ayudas de Estados Unidos, bajo las semblanzas de la Alianza para el Progreso y las oportunidades para todo el mundo que ofrecía la sociedad de consumo de masas. O por lo menos este era el lema que Estados Unidos con su programa de ayudas económicas vendía a los colombianos. Unos años sesenta y setenta en los que el continente fue escenario de la contracultura, del boom de la literatura latinoamericana, del acceso a la educación masiva, de los sueños revolucionarios y de la utopía de un mundo mejor, pero también de la urbanización masiva, del abandono del campo —con sus nefastas consecuencias sobre las metrópolis del continente y la vida de las personas con escasos recursos—, del comienzo de la violencia urbana, del miedo diario.

El mundo entero tampoco fue inmune al fenómeno de los secuestros de avión: después del fin de la Segunda Guerra Mundial, desde Alemania del Este iban hasta Alemania del Oeste, de Checoslovaquia o Yugoslavia a los países de la Europa Occidental, desde Corea del Norte hacia Corea del Sur, desde Etiopía, Angola, Filipinas o Japón hasta cualquier otro país. Era también una forma más para pasar de un lugar a otro de las cortinas de hierro de la época. Hasta que los grupos revolucionarios palestinos, y sus asociados alemanes y japoneses, se apoderaron del modus operandi de este fenómeno, que se había transformado en sinónimo de terrorismo, como forma de hacer reivindicaciones políticas o pedir la liberación de prisioneros detenidos en cárceles europeas o israelíes. En estos casos, las consecuencias eran a menudo trágicas, había reales detonaciones de aviones, corría sangre derramada en aeropuertos de Europa y Medio Oriente y las amenazas a tripulación y pasajeros eran marcadas por la violencia física y verbal. Algo que no se refleja en general en los casos de América Latina ni en el específico de Colombia, donde los episodios de violencia física o de sangre en contra de pasajeros, tripulantes o civiles fueron casi inexistentes.

Después del brote de 1961 y hasta 1967 los secuestros se vuelven esporádicos, pero precisamente Colombia es el país que vuelve a estrenar otra vez esta práctica, para dar comienzo a la así llamada edad de oro de la piratería aérea. El primer caso de secuestro de avión en territorio colombiano ocurrió el 6 de agosto de 1967. El DC-4 de la compañía Aerocóndor que viajaba entre Barranquilla y la isla caribeña de San Andrés fue secuestrado por cinco personas que se levantaron de sus asientos, con armas y cuchillos, y se dirigieron a la cabina del piloto. Una vez allí, le pidieron que desviara el avión hacia Cuba. «Nos echamos a reír cuando nos dijeron que debíamos dirigirnos a La Habana, porque pensamos que era un grupo de amigos que iba de fiesta a San Andrés». Tanto el copiloto, Germán Durán, como la tripulación entendieron rápidamente que no era broma cuando vieron las armas. En Cuba, los cinco pidieron asilo político, mientras a los pasajeros, en un protocolo que se volvería rutina en los años siguientes, los acomodaron en un hotel de la isla. Al día siguiente, los despidieron de vuelta a Colombia con toque de orquesta y guardia de honor, formada por dos filas de estudiantes que los acompañaron hasta la escalerilla del avión.

*

En la cabina, cuando se alcanzan los casi 10 000 metros de altura, empieza un extraño proceso de momentáneo relajamiento. Hay que controlar que los datos estén equilibrados, se puede bajar la concentración por un rato, antes de volver a retomar el mando para el descenso.

El capitán Jorge Lucena, comandante del Lockheed Electra Venus, vuelo 602 de la Sociedad Aeronáutica de Medellín (SAM), matrícula HK-1274, está sentado frente a los mandos de vuelo. A su derecha se encuentra el ingeniero de vuelo Tulio Lozano, pendiente de los controles del Electra; a su izquierda, el copiloto Pedro Gracia está escuchando la torre de control de Pereira. De pie, atrás, el joven aprendiz que está acumulando horas de prácticas como ingeniero de vuelo, Germán Murillo. Lucena ya ha empezado a silbar y ya ha prendido un cigarrillo. Los ruidos más allá de la puerta pueden ser a veces imperceptibles.

«Toc, toc». La puerta se escucha bien. El practicante Murillo, el de nivel más raso en el escalafón de mando, es el que más cerca se encuentra de la puerta. Se levanta. Desde fuera se ve un ojo que observa por la mirilla. Desde dentro se ve a la azafata que sonríe. La puerta se abre un poco, pero lo bastante fuerte para empujar a Murillo al piso y para que la azafata salga despedida hacia el mismo lado donde cae Murillo. Ya hay siete personas en la cabina. Dos son intrusos o, por lo menos, inesperados. Dos hombres, al parecer jóvenes, pero no demasiado, uno más alto que el otro, pero no por muchos centímetros, buen físico, con una capucha negra en la cabeza, ambos con una pistola en la mano.

El copiloto Pedro Gracia le llama la atención:

—Capitán, aquí lo necesitan.

En el corto pero eterno tiempo que toma el capitán Lucena para mover la cabeza a noventa grados, la pistola del más alto de los encapuchados entra en su vista periférica. El secuestrador camina como un imán en dirección contraria al movimiento de su cabeza, específicamente hacia su oreja derecha. Hasta que allí se queda cuando toca piel. Metal y piel, frío y caliente. Frío. Lucena palidece.

Las primeras palabras salen con fatiga de la capucha, pero con vehemencia.

—¡Quieto! ¡Esto es un secuestro!

Silencio.

—Che, ¡vamos a Aruba!

Lucena está evidentemente consternado. No entiende. Pregunta.

—¿A Cuba?

—¡No! Aruba, capitán.

La pequeña isla de las Antillas Holandesas, que junto con otras islas del Caribe eran a menudo unas etapas técnicas obligatorias de los aviones secuestrados para llenar el tanque de carburante antes de sobrevolar el mar abierto.

2. Otra vez

El hierro de la pistola que le presiona la sien. Siete personas en la cabina. Dos de ellas con la cara cubierta con una capucha negra que les llega hasta los hombros. Solo se ven dos huecos alrededor de los ojos. Uno de los dos es más alto y fornido, el otro es más bajito. El plan de Jorge Lucena, capitán del Venus de la compañía SAM, cuando se levantó de la cama esa mañana y se despidió de su esposa Elvira y sus cuatro hijos, era diferente: ir rumbo al aeropuerto El Dorado de Bogotá, pilotear hasta Cali, Pereira, la costa caribe y vuelta a casa. Todo en un día, dejando y recogiendo pasajeros. La «vuelta a Colombia», como se la conoce en la jerga del gremio de la aviación civil. Además, fue él mismo quien le propuso a su colega, el piloto Pedro Ramírez, cambiar de turno para poder tener libre el fin de semana siguiente y hacer una diligencia personal. Sus primeros pensamientos cuando el metal de la pistola le toca toman la forma de dos simples palabras: «Otra vez». Pero en esta ocasión parece diferente. La vez anterior, cuatro años antes, el aeropirata amenazó a la tripulación con un cuchillo que acabó apoyando sobre el cuello de su copiloto. Ahora es él quien siente el frío cañón en la sien. No es un arma blanca, es una pistola; eso hace la diferencia. Claro, hay dos notas positivas:

Una. La otra vez todo salió bien.

Dos. En los más de veinte casos de secuestros aéreos anteriores en Colombia, ningún piloto salió perjudicado ni se presentaron episodios de extrema violencia que le hicieran pensar que su vida pudiera estar en peligro.

Bueno, si Lucena supiera que su Venus es del mismo modelo del Lockheed Electra que hizo el primer viaje a Cuba por cuenta de Cofresí Elpir.ata, probablemente empezaría a ver la situación de manera diferente. Jorge Lucena y la tripulación que lo acompañaba no eran los únicos que convivían con la paranoia de que su vuelo fuese secuestrado y de un inesperado viaje a Cuba.

El copiloto Digno Cortina, empleado de la aerolínea colombiana Avianca, fue por primera vez a Cuba con un avión desviado por un aeropirata solitario el 23 de septiembre de 1968 y repitió menos de cinco meses después en el secuestro protagonizado por Ovidio Muñoz, un bachiller de la Policía Nacional de estancia en Barranquilla, que ya había vivido en Cuba anteriormente, se había aburrido de Colombia y quería volver a la isla para trabajar. En el segundo episodio del que fue víctima el copiloto Cortina, el del 6 de enero de 1969, su esposa declaró a la prensa no estar particularmente nerviosa, quizás ya acostumbrada. Lo mismo le pasó a Anita Quintana Ordóñez, la esposa de Hernando Ordóñez, capitán de otro avión secuestrado un mes después, cuando entrevistada por la prensa mientras su marido viajaba involuntariamente a Cuba, dijo que estaba tranquila: «Hernando tenía previsto que algún día le iba a tocar ir forzosamente a Cuba, y como él vuela frecuentemente hacia Miami, había estudiado esa posible ruta». Preparación. Los pilotos juegan con las estadísticas y como adivinos juegan con el tiempo. Todo tipo de tiempo: meteorológico, de recorrido, huso horario. En una época donde no todo era electrónico y el aporte manual a la navegación aérea era relevante, lo importante era la preparación.

Si algunos pasajeros se imaginaban cada vez que se embarcaban en un avión en aquellos años que podría ser la oportunidad de su vida para descubrir la enigmática Cuba y poder contar a la vuelta sus impresiones sobre la misteriosa e inaccesible isla al otro lado de la cortina de hierro del Caribe, la tripulación solo pensaba en cómo actuar en medio de las circunstancias, cuál era el mejor protocolo para seguir, a falta de directivas claras tanto a escala nacional como internacional. A pesar de la plaga de secuestros aéreos, no todas las aerolíneas habían puesto en marcha un protocolo antisecuestro ni ofrecían una capacitación concreta sobre dichos temas a las tripulaciones de los aviones comerciales. Es posible que Jorge Lucena viviera con la misma paranoia, sabiendo que antes o después le habría podido tocar a él. Quizás se sentía más confiado por haber ya vivido uno. «Ya me tocó», habrá pensado. Elvira, su esposa, que lo acompañaba en la vida desde hacía veintitrés años, también sabía que no era una posibilidad tan remota. Sus cinco hijos —Martha, Gloria, Mónica, Jorge Mario y Pilar— lo habían aprendido y también se habían acostumbrado a las largas ausencias de su padre.

En 1967, el psiquiatra estadounidense David G. Hubbard empezó casi por casualidad a recolectar datos sobre la oleada de secuestros en su país y en el mundo, con el propósito de trazar un perfil psicológico de los piratas del aire. Luego de varios años de estudios publicó el libro The Skyjacker: His Flights of Fantasy (1971), en el que expuso algunas peculiares teorías, con base en la idea de que los secuestradores de aviones sufrieron algún tipo de deterioro del oído interno durante la infancia que les produjo graves efectos psicológicos, y que estos se acentuarían debido a los efectos de la fuerza de la gravedad sobre el oído interno. ¡Bárbara hipótesis!

Hubbard es casi siempre el referente principal para quienes se acercan al estudio de la piratería aérea de aquella época. Casi medio siglo después, el psiquiatra estadounidense parece haber acertado en algunos aspectos, como en la caracterización de los aeropiratas, mientras que en otros puntos sus teorías parecen salidas de la fantasiosa y estrambótica mente de un desquiciado. En su segundo libro sobre el tema, Winning Back the Sky: a Tactical Analysis of Terrorism (1986), considerado en una reseña de The New York Times como «delgado en hechos, gordo en pronunciamientos», Hubbard intentó trazar, a través de varios análisis de casos, el perfil de los pilotos víctimas de los aeropiratas:

La mayoría de los pilotos están genuina y casi constantemente interesados en los pasajeros. ¿Estarán bien? ¿Estarán cómodos? ¿Se sienten seguros? La mayoría de los pasajeros están contentos con las atenciones de los pilotos, pero su actitud puede ser problemática. Puede parecer raro, pero desde el punto de vista del piloto, el secuestrador es un pasajero. El respeto que los pilotos tienen por su carga humana es el motivo de su actitud sobreprotectora hacia los secuestradores, que a veces reciben el mismo cuidado y consideración que los pasajeros menos hostiles… Así, improbable como suena, la actitud de resolución de problemas que tienen los pilotos hace sentir a los pasajeros seguros, pero también hace que el porcentaje de éxito de los secuestradores sea más alto del que debería ser.

Acierta Hubbard, en este caso. En la mayoría de los casos, los pilotos cumplieron, especialmente en Colombia. Del total de vuelos secuestrados en el país en aquellos años, menos del 10 % no consiguieron el objetivo de llegar a Cuba, a menudo por evidente incapacidad del aeropirata. Además, los pilotos tenían claro cuál era el objetivo principal: la seguridad de los pasajeros y de la aeronave, al igual que limitar las pérdidas para la compañía en caso de accidente. Así que, jugar en los límites de la complacencia, llenar el tanque del avión lo suficiente para llegar a Cuba, tres o cuatro horas de viaje sobre el mar Caribe antes de alcanzar por lo menos Santiago de Cuba. Cuanto antes se arribara allí, más rápido se acabarían los problemas. La compañía pagaría un cheque de estancia por el estacionamiento en la pista de aterrizaje al Gobierno cubano por intermedio de la embajada suiza en La Habana, pagaría el reabastecimiento, los pasajeros descansarían en la isla, se prenderían otra vez los motores, se volvería a Colombia con el avión intacto, los pasajeros felices, algunos indignados por la propaganda castrista, todos sin un rasguño.

Sin embargo, las tripulaciones no siempre eran complacientes. El 10 de julio de 1969, dos aviones colombianos despegaron a pocas horas de distancia uno del otro: el primero, capitaneado por Jorge Lucena, salió de Cali con dirección a Bogotá, y el otro partió de Barranquilla rumbo a Santa Marta, con escala en Riohacha y última parada en Maicao. Ambos fueron escenario de secuestros frustrados, gracias a la actuación de la tripulación.

Cuando el joven veinteañero Orlando Olarte Sierra se encaminó con paso sostenido hacia la cabina, cuchillo en mano, ya el avión, que pilotaba Lucena, estaba en proceso de aterrizaje hacia el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Abrió la puerta, entró como una fiera, le puso el arma sobre el cuello al copiloto Gabriel Acevedo para forzar al capitán Lucena a cambiar de trayecto hacia Cuba y pronunció las palabras mágicas: «¡A Cuba!». En la excitación de la entrada en escena, el joven no se dio cuenta de que la azafata Dora López lo estaba siguiendo desde el momento en que se levantó de su asiento. Desestimó que ella pudiera ser una fuente de peligro para su objetivo. Al tiempo que Olarte puso el cuchillo sobre el cuello del copiloto, Dora López se le colgó de los hombros, el copiloto le cogió la mano con el arma y Lucena le pegó un puñetazo en la cara. Los tres y la otra azafata en la puerta gritaron en busca de refuerzos para inmovilizarlos. Ninguno de los veintidós pasajeros se movió, salvo el sargento de la policía colombiana Jesús A. Porras Gamboa, que estaba fuera de servicio. Dominado el supuesto secuestrador, lo llevaron fuera de la cabina.

Unas horas antes, en Barranquilla, el joven Luis Hernando Herrera Mercado, apenas despegó el avión del aeropuerto internacional Ernesto Cortissoz, entró a la cabina con una pistola y, según cuentan miembros de la tripulación, una cajetilla de Lucky cubierta por un pañuelo blanco, sucio. «Tengo una bomba de tiempo», amenazó. El capitán Humberto Sánchez lo miró detenidamente a los ojos, lo agarró por el cuello con un rápido movimiento, y con los otros tripulantes se lo llevaron afuera. Cuando empezó a verse rodeado por una turba de pasajeros, el joven Herrera decidió, como única solución para su salvación, involucrar a alguien más en su personal empresa heroica. «No voy solo, ese que está ahí me acompaña». Noventa y dos ojos voltearon al unísono hacia el incrédulo Roberto Orozco, comerciante de Maicao. Solo la llegada de los agentes de inteligencia policial del F-2 en el aeropuerto, después de la imprevista vuelta y aterrizaje en Barranquilla, sacó de apuros al comerciante. Hubbard definiría en estos casos a los miembros de la tripulación que intervinieron en el acto del secuestro como los antihéroes que querían suplantar al héroe y robarle el protagonismo al secuestrador.

Pese a que los diarios de la época se afanaron en atribuir los dos secuestros a fervientes castristas, ni Olarte conocía a Herrera ni Herrera conocía a Olarte, ni tampoco existía alguien que conociera a ambos en aquel mundo. Uno en Barranquilla, el otro en Medellín. Nadie tenía planeado un doble secuestro de aviones el mismo día, nadie les financió el acto heroico. Una surrealista pero mágica coincidencia que bien expresa el número de actos de piratería aérea que se dieron en aquellos años. A las preguntas de la prensa en el aeropuerto de Barranquilla sobre cuántos años tenía y sus motivaciones, Luis Hernando Herrera Mercado, de dieciocho años, contestó: «Mi mamá sabe, ella dijo el otro día que tengo doce años. Yo quería ir a Cuba porque allá hay trabajo y yo soy mecánico de carros, aquí no conseguía trabajo y allá yo vi en una revista que si trabajaba yo podía comprar de todo, bastante ropa». Cuba revolucionaria, tierra del sueño del consumismo. «Yo no estoy loco, me siento bien». Los vecinos decían que cuando el Atlético Júnior de Barranquilla perdía, él se ponía como una fiera, sacaba la comida de la nevera y la arrojaba al patio de los vecinos: frutas, verduras, botellas, helados, gaseosas. ¡A los tiburones! Su historial en varias clínicas de salud mental llevó a su padre a hacer una petición pública después del intento de secuestro para que las autoridades lo dejaran libre. La plata para el pasaje se la pidió a su abuela diciendo, por supuesto, que iba a comprar unas cajetillas de Lucky para revenderlas en el paseo Bolívar, en la carrera 34, en el centro de Barranquilla. La abuela nunca vio la plata de regreso.

A cientos de kilómetros de distancia, Olarte declaró: «Yo iba a secuestrar el avión, pero me dieron una bofetada no sé quién y al que secuestraron fue a mí. Me tocó quedarme quieto y desistir de mi empeño. Quería ir a Cuba porque aquí no se encuentra trabajo, soy zapatero y estoy varado hace tiempo. Viajé de Medellín a Cali la semana pasada pero tampoco allí encontré oficio. Fue entonces, pues se me estaba acabando la plata, cuando resolví apartar lo del tiquete y tomar un avión para hacerlo ir a Cuba. Los cuchillos los había encontrado en un basurero». Rompió en llanto cuando lo entregaron a la policía: «He fracasado en todas las gestiones para buscarme un puesto». Su única relación con Cuba eran una figurita del Che y una carta que escribió a un locutor de radio en La Habana. Muy poco para ser supuestos agentes castristas.

En el imaginario de pilotos, auxiliares y azafatas, el prototipo del aeropirata de la época tenía ya un perfil establecido y tanto Olarte como Herrera encajaban perfectamente. Ambos daban mala espina. Ambos llegaron con retraso, cuando el avión ya estaba saliendo, para evadir los pocos controles policiales existentes. Ambos estaban sin maletín. Ambos se sentaron muy cerca de la cabina de pilotaje, en las primeras filas. Ambos, además, vestían mal: uno con camiseta deportiva y pantalón café; el otro iba sin medias, con unos zapatos de tela rotos y suela de goma, y una camisa mal abotonada. Ninguno presentó documentación en el proceso de embarque. Por falta de una reglamentación clara y precisa, cualquiera podía comprar un tiquete de avión en ruta nacional en cualquier agencia de viajes sin tener que presentar alguna documentación ni tener que respaldar su identidad al momento del abordaje. Además, como los aviones solían hacer varias paradas intermedias en sus trayectos, siempre era bastante complicado saber rápidamente quién había bajado o subido en cada aeropuerto.

El protocolo del secuestro para el pirata era casi siempre bastante parecido. Agarrar a una azafata o un auxiliar de vuelo, intimidarlo con un arma, llevarlo a la cabina, lograr que abrieran la puerta y pronunciar las fatídicas palabras: «A Cuba». Algunas veces los aeropiratas no alcanzaban a decir nada porque la tripulación a menudo los anticipaba y les preguntaba, como hizo en este caso Lucena, si iban a tomar rumbo a Cuba. Tranquilos.

*

En el vuelo HK-1274 de SAM, los dos encapuchados sustituyen «A Cuba» con «A Aruba», pero no cometen los mismos errores. Aunque abordan el avión de últimos, no van ni hasta el fondo ni se quedan en los primeros asientos, sino que se sientan en la mitad del avión; llevan maletín, bien vestidos aunque un poco excéntricos: ambos con pantalones de rayas, relojes de pulso, buzos de seda, uno habano y otro negro con botones, uno con botas andinas y el otro con mocasines. Pinta de viveurs, de amantes de la buena vida. No encajan en el prototipo. Además, introducen un detalle novedoso: la capucha sobre la cara. Esa es una gran novedad, pues nadie en el mundo hasta el momento ha secuestrado un avión con una capucha que le cubra el rostro. Esto significa que están lo bastante confiados en llevar a buen fin su hazaña y algún día poder volver a su vida normal sin el temor de haber sido identificados.

Lo más parecido que se encuentra en la época es la icónica imagen tomada por el fotógrafo Kurt Strumpf de los secuestradores palestinos en la Villa Olímpica en Múnich, en 1972, menos de un año antes. Un comando del grupo militante Septiembre Negro, que secuestró a miembros del equipo olímpico israelí, pedía la liberación de más de doscientos palestinos presos en las cárceles israelíes. En las fotos se ve a los secuestradores palestinos, con capucha puesta, cuando salían al balcón de la residencia para dialogar con los negociadores. Estas imágenes le dieron la vuelta al mundo, en un momento en que comenzaba la masificación de la televisión en los hogares.

«Tú y tú, fuera». Azafata fuera, practicante fuera; uno de los encapuchados, a mirar el pasillo. Germán Murillo, el ingeniero de vuelo en práctica, acata la orden con pena. En la cabina quedan los esenciales. Lucena está encañonado. La tensión entre el supuesto líder de los aeropiratas y el capitán es latente.

—Se calma, señor capitán; si no, nos toca volar el avión.

Con las bombas, claro. Las granadas. Las de «muéstrelas». Las de «dejen las estupideces». Las que están en el maletín. El maletín. Si tienes en la mano una pistola, o una pistola y un cuchillo, debes agarrar a una azafata y hacer la entrada en escena más importante de tu vida. ¿Quién se iba a acordar de que la primera cosa que había que hacer después de apoderarse de la aeronave era recoger el maletín con las bombas? En la tensión de la entrada en escena, ¿quién se iba a poner a pensar en el maletín?

—¡Vaya a recoger el maletín!

La azafata corre por el estrecho pasillo a recoger el maletín, seguida por uno de los secuestradores. Encapuchado, el aeropirata ya puede darse el lujo de mirar a todos directo a los ojos, incluso a los que más cerca estaban de sus asientos. Aquellos de los que más intentó escabullirse. Hasta se atreve a hablarles:

—Usted, usted; sí, usted. ¿Qué cogió del maletín?

La mala suerte de haber estado sentado cerca de los piratas.

—Nada.

—¡Démelo o lo mato!

—No cogí nada, ni lo vi. Si quiere máteme, pero yo no cogí nada.

Bastante para convencerlo. Bastante para salvar la vida si alguien pensaba que se habían olvidado del maletín. Bastante amenazante para convencer a los pasajeros de que la cosa va en serio. Bastante para hacerle entender quién es el comandante de la aeronave ahora. Un conejillo de Indias.

El maletín ya está en la cabina, empuñado como un trofeo. Pasa de una mano a otra.

—Así que relájese, señor capitán, o si no aquí volamos todos.

Jorge Lucena lo mira de reojo; quizás sonríe, quizás parece sonreír. No se le puede olvidar que la mayoría de las veces lo de las bombas era una mentira, un arma de disuasión psicológica contra quien quería hacerse el héroe y jugar con la vida de decenas de personas. Una mentira aceptada, pocas veces cuestionada. Como también lo era el usual anuncio de los aeropiratas de «tengo cómplices escondidos entre los pasajeros». En ambos casos quedaba siempre la duda, pero ¿quién se atrevía a cuestionar a alguien con una pistola en la mano? ¿A qué precio? ¿Quién iba a saber si en realidad los aeropiratas tenían cómplices?

—¿Cree que es mentira? ¡Tóquelas!

Jorge Lucena se arrepiente de la fugaz sonrisa que esboza.

—¡Tóquelas! Adelante.

Lucena pone la mano en el maletín negro con toda la delicadeza que se pueda tener cuando hay que averiguar prácticamente a ojos cerrados si hay una bomba en un maletín, y en efecto detecta y toca dos o tres cuerpos ovalados. Pueden ser granadas. No tienen pinta de cocos o peras. ¿Peras? El sastre Carlos Arturo Londoño, en septiembre de 1968, consiguió llevar un avión a Cuba desde Barranquilla amenazando a todos con una pera que, según él, tenía dentro una granada. Al llegar a Cuba en su asiento, los pasajeros vieron que tenía una bolsa de plástico de la cadena de almacenes Tía con «varias peras que se veían apetitosas».

—Tranquilo, sé que usted no miente.

Silencio. Más silencio. Complacencia. Palabras bonitas. Seguir cada uno con su nuevo rol. El de Lucena es la protección de sus compañeros, de todos los pasajeros y del avión. Resolver las cuestiones técnicas para hacer volar el avión sin problemas.

—El avión no tiene ni aceite ni combustible suficientes para llegar a la isla de Aruba; déjeme hablar con la torre de control porque tenemos que aterrizar antes en algún lado.

Cualquier contacto, cualquier cambio respecto a aquella burbuja feliz aislada de los problemas del mundo que se ha vuelto la cabina de pilotaje bajo control total de un aeropirata es cuestión para titubear. Volver al aeropuerto de Palmaseca en Cali o al Matecaña en Pereira, ir a Medellín al Olaya Herrera, a Crespo en Cartagena, al Ernesto Cortissoz en Barranquilla. Pocos segundos para decidir la frecuencia de la torre de control con la que hay que entrar en comunicación.

—Vamos para Medellín, señores.

La tarea es simple. Contactar a la torre de control, aterrizar, poner combustible y aceite, y despegar otra vez. Comunicar a la torre de control la situación y el protocolo que hay que seguir. ¿Qué más?, ¿algún mensaje más? A la orden. Un mensaje más.

—Avise a la torre de control de Medellín que somos del Ejército de Liberación Nacional, y que haremos volar el avión con unas bombas que tenemos en el maletín si el Gobierno colombiano no libera los presos políticos del Socorro y no nos entrega 200 000 dólares en efectivo.

Oleada de novedades. Además del original detalle de la capucha negra hasta los hombros, ahora se pide plata y se adentra en cuestiones de política nacional. Hasta la fecha, ningún aeropirata en Colombia había pedido dinero como rescate. Mucho dinero. Nadie en Colombia había desafiado tan abiertamente al Gobierno con la petición de la liberación de presos políticos.

3. Consejo de guerra

«El Califa era un pastor alemán muy fino que todavía no había cumplido un año y murió en cumplimiento de su deber».

Honor y gloria para el Califa. Según cuenta Leonor Esguerra, bautizada por los medios hasta el día de hoy como la Monja Guerrillera, el pastor alemán se quedó al lado del morral de su dueño, uno de los principales líderes y fundadores del Ejército de Liberación Nacional (ELN), Fabio Vásquez Castaño, sorprendido por los militares colombianos con sus compañeros cerca de Aguachica, en la quebrada Ineina, a finales de julio de 1972. En aquella mochila que tuvo que dejar atrás, Vásquez Castaño no guardaba camisetas o calzoncillos. Califa la defendió hasta la muerte. Cuando llegó el ejército, tuvieron que darlo de baja para que les dejara apoderarse del morral. Allí había cartas, mapas, listado de operaciones realizadas, documentos de la organización, contactos de la guerrilla en las principales ciudades, cientos de alias y nombres de guerra. Todo en código. Quizás un código demasiado rudimentario para burlar a los agentes de la inteligencia colombiana. Poco a poco empezaron a caer en todos los rincones de Colombia artistas, doctores, cineastas, maestras, agrónomos, profesores, transportistas… Más de cien personas, todas acusadas de ser integrantes de la red urbana del ELN. Las llevaron a consejo de guerra en la V Brigada, con sede en el Socorro, departamento de Santander, el segundo que enfrentó el ELN después del consejo de guerra del siglo, celebrado entre 1968 y 1969 en la ciudad de Bogotá. Las leyes y su orden en tiempo de declarado estado de sitio.

A los pocos aeropiratas capturados en aquella época, a falta de más legislación, también los juzgaban en consejos de guerra montados ad hoc, al igual que a muchos secuestradores y hampones. Este grupo guerrillero colombiano, que vio la luz a principios de los años sesenta, estaba recibiendo duros golpes por parte del Estado. El ELN era el grupo levantado en armas del continente que más profundamente había asumido las ideas de Ernesto «Che» Guevara y la teoría del foco guerrillero. Como solía repetir a menudo el cura Camilo Torres, emblema de esta organización subversiva, fallecido en batalla contra el Ejército colombiano en febrero de 1966, la suya era una lucha contra la pobreza, por los marginados, los que habían sido olvidados por el Estado, y por la que había que derribar el sistema, si era necesario, con las armas.

El 13 de abril de 1973, un mes y medio antes del secuestro del avión de SAM, cada uno de los 48 supuestos miembros del ELN sindicados en el Socorro, sentados en una sala repleta, uno pegado al otro, tienen en la mano un bastón con un cartoncito blanco cuadrado con el número que representa su caso. En medio de protestas y quejas por las condiciones de reclusión en la brigada militar, escuchan en una sola mañana más de cuatrocientos folios de acusaciones, de los más de diez mil que componen el caso. Es un juicio lleno de irregularidades. El objetivo de la defensa es alargar el juicio hasta las elecciones de 1974 y esperar que con un nuevo Gobierno se dé por terminado el estado de sitio. Un proceso en el que los abogados de la defensa acusan a los militares de malos tratos, presentan quejas por el hacinamiento de los presos, condiciones desfavorables para sus necesidades humanas y fisiológicas, total falta de agua y graves síntomas de gastroenteritis entre los detenidos. El abogado defensor Ricardo Villa Salcedo llega a denunciar a dos auditores de la V Brigada porque una tarde, evidentemente bajo los efectos del alcohol, lo insultaron, amenazaron y hasta lo convidaron a una pelea con armas. A los acusados que no tenían defensa propia se les asignaban defensores de oficio que eran miembros del F-2 o del DAS (Departamento Administrativo de Seguridad, uno de los organismos de inteligencia policial colombiana). Un sinsentido que anulaba en sí la supuesta inocencia de los acusados. Pero sobre todo se acusaba a la jurisdicción militar de querer ser al mismo tiempo juez y parte.

El proceso mismo fue un punto de quiebre tanto dentro de las filas del ELN como dentro de la misma justicia militar. En el ELN se debatía entre dos posiciones: por un lado, la así llamada «posición argelina», o sea, la oportunidad ofrecida por el consejo de guerra de asumir públicamente que los actos en contra del Estado eran políticamente legítimos, y por el otro, la posición de quienes consideraban que aún no era el momento para un enfrentamiento tan directo con el Estado y solo había que negar las acusaciones. Pero el choque también se produjo entre el procurador delegado para las Fuerzas Militares, el general Carlos Lombana Cuervo, que pedía anular el proceso por violación del artículo 441 del Código Penal Militar, y el comandante de la V Brigada, general Ramón Arturo Rincón Quiñones, quien junto con el procurador Gustavo Moure Ramírez se amparaban en el estado de sitio para seguir ejerciendo la ley sin tener que responder frente a nadie.

Como si no fuera ya una situación difícil de manejar, unos años antes, al final de la década de los sesenta, el ELN introdujo el secuestro de personas, sobre todo de latifundistas, industriales y sus familiares, como fuente de financiación para alcanzar sus objetivos militares de hacerse con el poder del Estado. Confiando en la misma práctica utilizada por otros grupos guerrilleros del continente, como el Ejército Revolucionario Popular (ERP) argentino o los Tupamaros uruguayos, el ELN rompió las dudas iniciales y la asumió como modalidad legítima. En el mismo mes de enero de 1973, un grupo de guerrilleros del ELN secuestró a tres personas, familiares de industriales locales, en la zona de Ayapel, Córdoba. Pocos días antes, el mismo ELN había liberado al profesor Jairo Duque Pérez después del pago de 500 000 pesos colombianos por parte de su familia. Así como comentaron con el secuestrado, cumplieron: recibido el dinero, liberado el raptado; palabra de honor. Buen trato, ni un rasguño.

Como el ELN, pandillas de criminales comunes hicieron de esta modalidad delictiva una forma rápida de ganar dinero. Así es como la plaga del secuestro empezó a azotar al país: según la policía colombiana, desde 1965, año en que la modalidad asume proporciones alarmantes, hasta 1973, hubo centenares de casos con resonancia nacional. Pero es específicamente en 1972 cuando las alarmas por la nueva ola de secuestros se apoderan de la opinión pública. Únicamente en este año se registran más de cuarenta casos de secuestros en el territorio nacional. El diario bogotano El Tiempo publica, pocos días antes del secuestro del avión de SAM, un breve vademécum que la policía dirige a la ciudadanía, en el que sugiere medidas para evitar un rapto, pero si este se presenta, la policía le aconseja al secuestrado ganarse la confianza de alguno de los vigilantes: «Lléguele al alma. Cuéntele que tiene hijos».

En el nefasto fenómeno de los plagios de la época se cuelan excesos surrealistas, como la petición de 3000 pesos a la dueña de un perro chihuahua para devolverle el animal o los falsos secuestros para extorsionar a sus propios familiares. Todo vale. Esto fue lo que reveló por casualidad el secuestro del jet de Avianca Camilo Torres, cometido el 20 de marzo de 1970, en un operativo que cuatro aeropiratas, que se declararon «universitarios», bautizaron por casualidad «Operación Camilo Torres contra el cierre de las universidades». En una escala de nueve horas en la pista del aeropuerto de Barranquilla a causa de la falla de un motor, un reportero gráfico fotografió a uno de los aeropiratas en una dramática secuencia mientras apuntaba con la pistola a la cabeza del piloto en la cabina del avión.Al día siguiente, al aeropirata que salía en la foto, Rubén Darío Gómez Mejía, lo reconocieron sus padres, dueños del Hotel Medellín ubicado en una de las principales zonas turísticas de Colombia, el Rodadero en Santa Marta. Ellos pensaban que su hijo estaba secuestrado porque habían recibido unas cartas un mes antes en las que les exigían dinero para su liberación. El titular del Diario del Caribe de Barranquilla, entre la inocencia y la picardía, fue de lo más certero: «Un secuestrado resulta secuestrador». Otro de los plagiarios, revelaron las autoridades colombianas, estaba sindicado de estafa por haber desaparecido con una gruesa suma de dinero de un negocio que montó con otra persona. Que por el nombre del operativo los secuestradores tuvieran alguna relación con el ELN se descartó en el preciso instante en que su familia lo reconoció y se supieron las identidades de los otros raptores.

La sensacional alerta en la prensa sobre la presencia de supuestos jefes guerrilleros en aviones secuestrados era frecuente. Cualquier acontecimiento de carácter político en Colombia en esta época hacía pegar el grito en el cielo sobre la presencia de «agentes castristas» en la sombra. Al ELN lo mencionan a menudo como autor de los secuestros aéreos o, por lo menos, se tilda a los aeropiratas de simpatizantes del grupo guerrillero. A veces se afirma que son miembros de las FARC, y más tarde, hacia la mitad de los setenta, se apunta al M-19, sobre todo en relación con otras impresionantes operaciones con resonancia mediática. La prensa señaló al mismo Fabio Vásquez Castaño, uno de los fundadores y líder histórico del ELN, junto a otros cuatro compañeros como los autores del primer secuestro de avión en Colombia desviado a Cuba, sucedido en el agosto de 1967, con el supuesto objetivo de ir a tratarse en la isla de una enfermedad gástrica. Días más tarde, el ministro de Defensa colombiano excluiría la presencia de Castaño en el avión. Después de un mes del acontecimiento, el diario El Tiempo aseguró tener una exclusiva en la que exguerrilleros desmovilizados del ELN le confirmaron que en el avión iba sin duda Fabio Vásquez Castaño, junto con otros cuatro guerrilleros más: alias Libardo, alias Lácides, alias Pelé y un ecuatoriano. Difícil establecer si era verdad.

Algo muy parecido pasó el 5 de marzo de 1968, cuando los medios manifestaron que Ricardo Lara Parada, jefe del Frente Camilo Torres del ELN, viajaba en otro avión secuestrado en el trayecto Riohacha-Maicao-Barranquilla y que acabó en Cuba. Los medios reportaron que fue a la isla para curarse una gangrena, pero también en los días siguientes las autoridades colombianas desmintieron su participación. Los tres aeropiratas, identificados como Sami Salín Alalaya, Arístides Villalobos y Jairo Enrique Ortiz Acosta, eran simpatizantes de la causa comunista, según las autoridades; probablemente estaban en lo cierto, y tal vez tenían el deseo de cambiar de vida. Según el senador guajiro Eduardo Abuchaibe Ochoa, que se encontraba por casualidad entre los pasajeros del avión secuestrado, Villalobos le confesó en el viaje hacia Cuba que era un simple transportador de Maicao que estaba sin trabajo desde hace un tiempo y que ciertas medidas de las autoridades de tránsito le impedían trabajar. Cuba fue su solución. Unía la salida de la marginalidad en Colombia con sus ideas políticas y el sueño de empezar desde cero en otras tierras.

En otro caso, ocurrido el 20 de junio de 1969, una expendedora de tiquetes de avión en Villavicencio al parecer reconoció haberles vendido dos pasajes para un vuelo de la línea Urraca (secuestrado y desviado a Cuba posteriormente) al mismísimo jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Pedro Antonio Marín Marín, alias Tirofijo, y a Januario Valero, alias Óscar Reyes. No tanto por el nombre que dieron en la ventanilla, sino por su aspecto físico. En teoría, Tirofijo iba a Cuba para tratarse un grave caso de tuberculosis, una herida gangrenada en el tobillo izquierdo y un brazo paralizado. Esto también lo desmintió el DAS al cabo de unos días.