Los cuatro jinetes del Apocalipsis - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

Los cuatro jinetes del Apocalipsis E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

Escrita durante los inicios de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Los cuatro jinetes del Apocalipsis constituyó en su época, y todavía hoy, un contundente alegato contra la guerra realizado por Vicente Blasco Ibáñez, que como periodista fue un testigo privilegiado que conoció de primera mano el campo de batalla y todos los horrores de la llamada «guerra de trincheras». El autor entrelaza con acierto escenas de guerra con la existencia —tanto sentimental como doméstica—, de sus personajes, totalmente trastocada por la contienda bélica, y que en la mayoría de los casos no volvería a ser la misma.

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LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

 

 

 

 

 

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

Vicente Blasco Ibáñez

 

 

 

 

 

 

 

Edición: Marietta Suárez Recio Diagramación: Lino A. Barrios Hdez.

Diseño de cubierta: Alfredo Montoto Sánchez

Imagen de cubierta: Fragmento de Los cuatro jinetes del

Apocalipsis, de Alberto Durero

Versión EPUB: Rubiel G. Labarta

 

Primera edición, 1971

 

© Sobre la presente edición:

Editorial Arte y Literatura & Cubaliteraria, 2018

 

ISBN: 9789590309472

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

Colección HURACÁN

Editorial Arte y Literatura

Instituto Cubano del Libro

Obispo no. 302, esq. a Aguiar, Habana Vieja

CP 10 100, La Habana, Cuba

e-mail: [email protected]

Al lector

En julio de 1914 noté los primeros indicios de la próxima guerra europea cuando venía de Buenos Aires a las costas de Francia en el vapor alemán König Friedrich August. Era el mismo buque que figura en los primeros capítulos de esta obra. No quise cambiar ni desfigurar su nombre. Copias exactas del natural son también los personajes alemanes que aparecen en el principio de la novela. Los oí hablar con entusiasmo de la guerra preventiva y celebrar, con una copa de champaña en la mano, la posibilidad, cada vez más cierta, de que Alemania declarase la guerra, sin reparar en pretextos. ¡Y esto en medio del océano, lejos de las grandes agrupaciones humanas, sin otra relación con el resto del planeta que las noticias intermitentes y confusas que podía recoger la telegrafía sin hilos del buque en aquel ambiente agitado por los mensajes ansiosos que cruzaban todos los pueblos…! Por eso sonrío con desprecio o me indigno siempre que oigo decir que Alemania no quiso la guerra y que los alemanes no estaban deseosos de llegar a ella cuanto antes. El primer capítulo de Los cuatro jinetes del Apocalipsis me lo proporcionó un viaje casual a bordo del último trasatlántico germánico que tocó Francia.

Viviendo semanas después en el París solitario de principios de septiembre de 1914, cuando se desarrolló la primera batalla del Marne y el gobierno francés tuvo que trasladarse a Burdeos por medida de prudencia, el ambiente extraordinario de la gran ciudad me sugirió todo el resto de la presente novela. Marchando por las avenidas afluentes al Arco del Triunfo, que en aquellos días parecían de una ciudad muerta y contrastaban, por su fúnebre soledad, con los esplendores y riquezas de los tiempos pacíficos, tuve la visión de los cuatro jinetes, azotes de la Historia, que iban a trastornar por muchos años el ritmo de nuestra existencia. Después de la batalla salvadora del Marne, cuando el gobierno volvió a instalarse en París, conversé un día con monsieur Poincaré, que era entonces presidente de la República.

Poincaré ama la literatura más que la política.

—Yo soy el abogado de los escritores —dice con orgullo, como si este fuese el mejor de los títulos—. Yo defendía en todos sus pleitos a la Academia Goncourt.

El presidente de la República quiso felicitarme por mis escritos espontáneos a favor de Francia en los primeros y más difíciles momentos de la guerra, cuando el porvenir se mostraba oscuro, incierto, y bastaban los dedos de una mano para contar en el extranjero a los que sosteníamos franca y decididamente a los aliados.

—Quiero que vaya usted al frente —me dijo—, pero no para escribir en los periódicos. Eso pueden hacerlo muchos. Vaya como novelista. Observe, y tal vez de su viaje nazca un libro que sirva a nuestra causa.

Gracias al presidente de la República, pude ver todo el inmenso escenario de la batalla del Marne, cuando aún estaban recientes las huellas de este choque gigantesco. Por sus recomendaciones viví en un pueblecito cerca de Reims, donde estaba el cuartel general de Franchet d’Ésperey, jefe del quinto ejército.

Luego, Franchet d’Ésperey, en el último año de la guerra, mandó el ejército de Oriente, venció a los búlgaros, obligándolos a pedir la paz, y aceleró con ello la terminación general de la lucha. Hoy es mariscal de la República francesa.

Esta novela la escribí en París cuando los alemanes estaban a unas docenas de kilómetros de la capital, y bastaba tomar un automóvil de alquiler en la plaza de la Ópera para hallarse en menos de una hora a pocos metros de sus trincheras, oyendo sus conversaciones a través del suelo siempre que cesaba el traquetear de fusiles y ametralladoras, restableciéndose luego el silencio sobre los desolados campos de muerte. La falta de medios de comunicación dentro de París y la escasez de dinero que trajo para muchos la guerra, me obligaron a abandonar la elegante casita con jardín que ocupaba en las inmediaciones del Bois de Boulogne, instalándome en un barrio vulgarísimo del centro, en una casa de numerosos habitantes, cuyas paredes y tabiques dejaban pasar los sonidos como si fuesen de cartón.

La guerra parecía atraernos y aglomerarnos a los habitantes de la ciudad. Nuestra vida tenía algo de campamento. Los niños jugaban en la calle lo mismo que en un villorrio: toda clase de ruidos e incomodidades eran tolerados. ¡Quién iba a quejarse, como en los tiempos normales, cuando la única preocupación era saber si el enemigo había avanzado o retrocedido, y al cerrar la noche todos mirábamos inquietos la negrura del cielo cortada por las mangas luminosas de los reflectores, preguntándonos si dormiríamos en paz o si las escuadrillas aéreas, con sus proyectiles, vendrían a interrumpir nuestro sueño...!

En los diversos pisos de mi casa existían cuatro pianos, y todos ellos sonaban desde las primeras horas de la mañana hasta después de medianoche. Las vecinas distraían su aburrimiento o su inquietud con un pianoteo torpe y monótono, pensando en el marido, en el padre o en el novio que estaba en el frente. Además, había que preocuparse del carbón, que era puro barro y no calentaba; del pan de guerra, nocivo para el estómago; de la mala calidad de los víveres, de todas las penalidades de una vida triste, mezquina y sin gloria a espaldas de un ejército que se bate.

Nunca trabajé en peores condiciones. Tuve las manos y el rostro agrietados por el frío; usé zapatos y calcetines de combatiente, para sufrir menos los rigores del invierno.

Así escribí Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Reconozco que hoy no podría terminar una novela en aquella menguada habitación, con tres pianos sobre la cabeza, otro piano bajo los pies, y una ventana al lado dando sobre una calle maloliente, por la carencia de limpieza pública, donde jugaban a gritos docenas de chiquillos faltos de padres, pues estos solo de tarde en tarde podían alcanzar un permiso para volver del frente. Además, transitaban por ella sin descanso cantores populares y toda clase de estrépitos, excepcionalmente tolerados.

Pero el ambiente heroico de la guerra influía en nosotros, y durante cuatro años vivimos todos en París de un modo que nos asombra ahora al recordarlo.

La novela imaginada y escrita en un piso de la rue Rennequin ha dado después la vuelta a la Tierra, siendo traducida a los idiomas de todos los pueblos civilizados y obteniendo en algunos de estos —los más importantes y poderosos— un éxito que nunca llegué a sospechar.

V.B.I

1923

PRIMERA PARTE

I. En el jardín de la Capilla Expiatoria

Debían encontrarse a las cinco de la tarde en el pequeño jardín de la Capilla Expiatoria; pero Julio Desnoyers llegó media hora antes, con la impaciencia del enamorado que cree adelantar el momento de la cita presentándose con anticipación. Al pasar la verja por el bulevar Haussmann, se dio cuenta repentinamente de que en París el mes de julio pertenece al verano. El curso de las estaciones era para él en aquellos momentos algo embrollado que exigía cálculos. Habían transcurrido cinco meses desde las últimas entrevistas en este square que ofrece a las parejas errantes el refugio de una calma húmeda y fúnebre junto a un bulevar de continuo movimiento y en las inmediaciones de una gran estación de ferrocarril. La hora de la cita era siempre las cinco. Julio veía llegar a su amada a la luz de los reverberos, encendidos recientemente, bulto envuelto en pieles y llevándose el manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz dulce, al saludarlo, esparcía su respiración congelada por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, abandonaron definitivamente el jardín. Su amor había adquirido la majestuosa importancia del hecho consumado, y fue a refugiarse de cinco a siete en un quinto piso de la rue de la Pompe, donde tenía Julio su estudio de pintor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cristales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de púrpura como única luz de la habitación, el monótono canto del samovar hirviendo junto a las tazas de té, todo el recogimiento de una vida aislada por el dulce egoísmo, no les permitió enterarse de que las tardes iban siendo más largas, de que afuera aún lucía a ratos el sol en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las nubes, y que la primavera, una primavera tímida y pálida, empezaba a mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las últimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos.

Luego, Julio había hecho un viaje a Buenos Aires, encontrando en el otro hemisferio las últimas sonrisas del otoño y los primeros vientos helados en la pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno era para él la eterna estación, pues le salía al paso en sus cambios de domicilio de un extremo a otros del planeta, he aquí que se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín de barrio.

Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vio Julio al entrar fue un aro que venía rodando hacia sus piernas empujado por una mano infantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los castaños se aglomeraba el público habitual de los días calurosos, buscando la sombra azul acribillada de puntos de luz. Eran criadas de las casas próximas que hacían labores o charlaban, siguiendo con mirada indiferente los juegos violentos de los niños confiados a su vigilancia, burgueses del barrio que descendían al jardín para leer su periódico, haciéndose la ilusión de que los rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos estaban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos a pago, servían de refugio a varias señoras cargadas de paquetes, burguesas de los alrededores de París que esperaban a otros individuos de su familia para tomar el tren en la gare Saint-Lazare... Y Julio había propuesto en una carta neumática el encontrarse, como en otros tiempos, en este lugar, por considerarlo poco frecuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad, fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que, después de pasar unos minutos en el Printemps o las Galeries con pretexto de hacer compras, podría deslizarse hasta el jardín solitario, sin riesgos de ser vista por algunos de sus numerosos conocidos.

Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada —la del movimiento en un vasto espacio— al pasear haciendo crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte días, sus paseos habían sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de picadero la vista ovoidal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas a un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y venidas no despertaban la curiosidad de la gente sentada en el paseo. Una preocupación común parecía abarcar a todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que tenían un periódico en la mano veían aproximarse a los vecinos con sonrisa de interrogación. Habían desaparecido de golpe la desconfianza y el recelo que impulsan a los habitantes de las grandes ciudades a ignorarse mutuamente, midiéndose con la vista cual si fuesen enemigos.

«Hablan de la guerra —se dijo Desnoyers—. Todo París solo habla a estas horas de la posibilidad de la guerra».

Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad que hacía a la gente fraternal e igualitaria. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los transeúntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía rodeado de un grupo que le pedía noticias o intentaba descifrar por encima de sus hombros los gruesos y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del square, un corro de trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los comentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando el periódico con ademanes oratorios. El tránsito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en otros días; pero a Julio le pareció que los vehículos iban más aprisa, que había en el aire un estremecimiento de fiebre, que la gente hablaba y sonreía de un modo distinto. Todos parecían conocerse. A él mismo lo miraban las mujeres del jardín como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía acercarse a ellas y entablar conversación, sin que experimentasen extrañeza. «Hablan de la guerra», volvió a repetirse; pero con la conmiseración de una inteligencia superior que conoce el porvenir y se halla por encima de las impresiones del vulgo.

Sabía a qué atenerse. Había desembarcado a las diez de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era la de un hombre que viene de lejos, a través de las inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan a los grandes grupos humanos. Al desembarcar había estado dos horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren especial de los viajeros de América le había conducido a París, dejándolo a las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces mi secretario y otras mi escudero, por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona. En realidad era una mezcla de amigo y de parásito, el camarada pobre complaciente y activo que acompañaba al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los días prósperos e inventando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.

—¿Qué hay de la guerra? —Le había dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje—. Tú vienes de fuera y debes de saber mucho.

Luego se había dormido en su antigua cama, guardadora de gratos recuerdos, mientras el secretario paseaba por el estudio hablando de Servia, de Rusia y del kaiser. También este muchacho escéptico para todo lo que no estuviese en relación con su egoísmo, parecía contagiado por la preocupación general. Cuando despertó, la carta de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de enamorada, parecía transpirar la preocupación de París. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restaurante, en el café, en la calle, siempre la guerra..., la posibilidad de una guerra con Alemania... Desnoyers era optimista. ¿Qué podían significar estas inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera del Imperio? Había salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el König Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra. Solo en México blancos y mestizos se exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el trasatlántico, el pequeño mundo de pasajeros de las más diversas nacionalidades parecía un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas. Una mañana, la música de abordo que hacía oír todos los domingos la Coral, de Lutero, despertó a los durmientes de los camarotes de primera clase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían La Marsellesa, por los pasillos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su asombro, acabó por explicar el acontecimiento: «Catorce de julio». En los vapores alemanes se celebran como propias las grandes fiestas de todas las naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión de la bandera y del recuerdo histórico. La más insignificante república ve empavesado el buque en su honor. Es una diversión más, que ayuda a combatir la monotonía del viaje y sirve a los altos fines de la propaganda germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia era festejada en un buque alemán; y mientras los músicos seguían paseando por los diversos pisos una Marsellesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el suceso.

—¡Qué finura! —Decían las damas sudamericanas—. Estos alemanes no son tan ordinarios como parecen. Es una atención..., algo muy distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van a golpearse…?

Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían admirados, como si hubiesen crecido desmesuradamente ante la pública consideración. Eran tres nada más: un joyero viejo que venía de visitar sus sucursales de América, y dos muchachas comisionistas de la rue de la Paix, las personas más modositas y tímidas de a bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que se mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión en este ambiente poco grato. Por la noche hubo banquete de gala. En el fondo del comedor, la bandera francesa y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado cortinaje.

Todos los pasajeros alemanes iban de frac y sus damas exhibían las blancuras de sus escotes. Los uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de gran revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cuchillo sobre un vaso, y se hizo el silencio. El comandante iba a hablar. Y el bravo marino, que unía a sus funciones náuticas la obligación de hacer arengas en los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor respeto, empezó el desarrollo de un rosario de palabras semejantes a frotamientos de tabletas, con largos intervalos de vacilante silencio. Desnoyers sabía un poco de alemán, como recuerdo de sus relaciones con los parientes que tenía en Berlín, y pudo atrapar algunas palabras. Repetía el comandante a cada momento paz y amigos. Un vecino de mesa, comisionista de comercio, se ofreció como intérprete, con la obsequiosidad del que vive de la propaganda.

—El comandante pide a Dios que mantenga la paz entre Alemania y Francia y espera que cada vez serán más amigos los dos pueblos.

Otro orador se levantó en la misma mesa que ocupaba el marino. Era el más respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial de Düsseldorf que venía de visitar a sus corresponsales de América. Nunca lo designaban por su nombre. Tenía el título de consejero de Comercio, y para sus compatriotas era herr Comerzienrath, así como su esposa se hacía dar el título de frau Rath. La señora consejera, mucho más joven que su importante esposo, había atraído desde el principio del viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su parte, hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdicando su título desde las primeras palabras.

«Me llamo Berthe», dijo dengosamente, como una duquesa de Versalles a un lindo abate sentado a sus pies. El marido también protestó al oír que Desnoyers le llamaba consejero, como sus compatriotas. «Mis amigos me llaman capitán. Yo mando una compañía de la Landstrum». Y el gesto con que el industrial acompañó estas palabras revelaba la melancolía de un hombre no comprendido, menospreciando los honores que goza para pensar únicamente en lo que posee.

Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su pequeña cabeza y su robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un perro de pelea. Imaginariamente veía el alto y opresor cuello del uniforme haciendo surgir sobre sus bordes un doble bullón de grasa roja. Los bigotes enhiestos y engomados tomaban un avance agresivo. Su voz era cortante y seca, como si sacudiese las palabras... Así debía de lanzar el emperador sus arengas. Y el burgués belicoso, con instintiva simulación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la mano en la empuñadura de un sable invisible.

A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando, todos los oyentes alemanes rieron estrepitosamente a las primeras palabras, como hombres que saben apreciar el sacrificio de un herr Comerzienrath cuando se digna divertir una reunión.

—Dice cosas muy graciosas de los franceses —apuntó el intérprete en voz baja—. Pero no son ofensivas.

Julio había adivinado algo de esto al oír repetidas veces la palabra franzosen. Se daba cuenta aproximadamente de lo que decía el orador: «Franzosen, niños grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvidasen los rencores del pasado!». Los oyentes germanos ya no reían. El consejero renunciaba a su ironía, una ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el buque. Ahora desarrollaba la parte seria de su arenga, y el mismo comisionista parecía conmovido.

—Dice, señor —continuó—, que desea que Francia sea muy grande y que algún día marchemos juntos contra otros enemigos..., ¡contra otros!

Y guiñaba un ojo sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa de común inteligencia que despertaba en todos esta alusión al misterioso enemigo.

Al final, el capitán consejero levantó su copa por Francia. Hoch!, gritó como si mandase a una revolución a sus soldados de la reserva. Por tres veces dio el grito, y toda la masa germánica puesta en pie contestó con un Hoch! Semejante a un rugido, mientras la música instalada en el antecomedor rompía a tocar La Marsellesa.

Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo subía por su espalda. Se le humedecieron los ojos, y al beberse el champaña creyó haber tragado algunas lágrimas. Él llevaba un nombre francés, tenía sangre francesa, y lo que hacían aquellos gringos —que las más de las veces le parecían ridículos y ordinarios— era digno de agradecimiento. ¡Los súbditos del kaiser festejando la gran fecha de la Revolución...!

Creyó estar asistiendo a un gran suceso histórico.

—¡Muy bien! —dijo a otros sudamericanos que ocupaban las mesas inmediatas—. Hay que reconocer que han estado muy gentiles.

Luego, con la vehemencia de sus veintiséis años, acometió en el antecomedor al joyero, echándole en cara su mutismo. Era el único ciudadano de Francia que iba a bordo. Debía haber dicho cuatro palabras de agradecimiento. La fiesta terminaba mal por su culpa.

—¿Y por qué no habló usted, que es hijo de francés? —dijo el otro.

—Yo soy un ciudadano argentino —contestó Julio.

Y se alejó del joyero, mientras este, pensando que podía haber hablado, daba explicaciones a los que le rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos diplomáticos. Además, él no tenía instrucciones de su Gobierno. Y por unas cuantas horas se creyó un hombre que había estado a punto de desempeñar un gran papel en la Historia. Pasaba Desnoyers el resto de la noche en el fumadero, atraído por la presencia de la señora consejera. El capitán de la Landstrum, avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al póquer con otros compatriotas que le seguían en orden de dignidades y riquezas. Su compañera se mantenía al lado suyo gran parte de la velada, presenciando el ir y venir de los camareros cargados de bocks, sin atreverse a intervenir en este consumo enorme de cerveza. Su preocupación era guardar un asiento vacío junto a ella para que lo ocupase Desnoyers. Le tenía por el hombre más distinguido de a bordo porque tomaba champaña en todas las comidas. Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve —que la obligaba a recoger los suyos debajo de las faldas—, y su frente aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban. Además, vivía en París, en la ciudad que ella no había visto nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios.

—¡Oh París! ¡París! —Decía abriendo los ojos y frunciendo los labios para expresar su admiración cuando hablaba a solas con el argentino—. ¡Cómo me gustaría ir a él!

Y para que le contase las cosas de París se permitía ciertas confidencias sobre los placeres de Berlín, pero con ruborosa modestia, admitiendo por adelantado que en el mundo hay más, mucho más, y que ella deseaba conocerlo.

Julio, al pasear ahora en torno de la Capilla Expiatoria, se acordaba con cierto remordimiento de la esposa del consejero Erckmann. ¡Él, que había hecho el viaje a América por una mujer para reunir dinero y casarse con ella...! Pero enseguida encontraba excusas a su conducta. Nadie iba a saber lo ocurrido. Además, él no era un asceta, y Berthe Erckmann re presentaba una amistad tentadora en medio del mar. Al recordarla, veía imaginariamente un caballo de carreras grande, enjuto, rubio y de largas zancadas. Era una alemana a la moderna, que no reconocía otro defecto a su país que la pesadez de sus mujeres, combatiendo en su persona este peligro nacional con toda clase de métodos alimenticios. La comida era para ella un tormento, y el desfile de los bocks en el fumadero un suplicio tantalesco. La esbeltez conseguida y mantenida por esta tensión de la voluntad dejaba más visible la robustez de su andamiaje, el fuerte esqueleto, con mandíbulas poderosas y unos dientes grandes, sanos, deslumbradores, que tal vez daban origen a la comparación irreverente de Desnoyers. «Es delgada, y sin embargo, enorme», decía al examinarla. Pero a continuación la declaraba igualmente la mujer más distinguida a bordo; distinguida para el océano, elegante al estilo de Munich, con vestidos de colores indefinibles que hacían recordar el arte persa y las viñetas de los manuscritos medievales. El marido admiraba la elegancia de Berthe, lamentando en secreto su esterilidad casi como un delito de alta traición. La patria alemana era grandiosa por la fecundidad de sus mujeres. El kaiser, con sus hipérboles de artista, había hecho constar que la verdadera belleza alemana debe tener el talle a partir de un metro cincuenta.

Cuando entró Desnoyers en el fumadero para ocupar el asiento que le reservaba la consejera, el marido y sus opulentos camaradas tenían la baraja inactiva sobre el verde tapete. Herr Rath continuaba entre amigos su discurso, y los oyentes se sacaban el cigarro de los labios para lanzar gruñidos de aprobación. La presencia de Julio provocó una sonrisa de general amabilidad. Era Francia que venía a fraternizar con ellos. Sabían que su padre era francés, y esto bastaba para que lo acogiesen como si llegase en línea recta del palacio del Quai d’Orsay, representando a la más alta diplomacia de la República. El afán de proselitismo hizo que todos ellos le concediesen de pronto una importancia desmesurada.

—Nosotros —continuó el consejero, mirando fijamente a Desnoyers como si esperase de él una declaración solemne— deseamos vivir en buena amistad con Francia.

El joven Julio aprobó con la cabeza, para no mostrarse desatento. Le parecía muy bien que la gente no fuese enemiga. Por él podía afirmarse esta amistad cuanto quisieran. Lo único que le interesaba en aquellos momentos era cierta rodilla que buscaba la suya por debajo de la mesa, transmitiéndole su dulce calor a través de un doble telón de sedas.

—Pero Francia —siguió quejumbrosamente el industrial— se muestra arisca con nosotros. Hace años que nuestro emperador le tiende la mano con noble lealtad, y ella finge no verla... Esto reconocerá usted que no es correcto.

Aquí Desnoyers creyó que debía decir algo, para que el orador no adivinase sus verdaderas preocupaciones.

—Tal vez no hacen ustedes bastante. ¡Si ustedes devolviesen, ante todo, lo que le quitaron...!

Se hizo un silencio de estupefacción, como si hubiese sonado en el buque la señal de alarma. Algunos de los que se llevaban el cigarro a los labios quedaron con la mano inmóvil a dos dedos de la boca, abriendo los ojos desmesuradamente. Pero allí estaba el capitán de la Landstrum para dar forma a su muda protesta.

—¡Devolver! —Dijo con una voz que parecía ensordecida por el repentino hinchamiento de su cuello—. Nosotros no tenemos por qué devolver nada, ya que nada hemos quitado.

Lo que poseemos lo ganamos con nuestro heroísmo.

La oculta rodilla se hizo más insinuante, como si aconsejase prudencia al joven con sus dulces frotamientos.

—No diga usted esas cosas —suspiró Berthe—. Eso solo lo dicen los republicanos corrompidos de París. ¡Un joven tan distinguido, que ha estado en Berlín y tiene parientes en Alemania...!

Como Desnoyers ante toda afirmación hecha con tono altivo sentía un impulso hereditario de agresividad, dijo fríamente:

—Es como si le quitase a usted el reloj y luego le propusiera que fuésemos amigos, olvidando lo ocurrido. Aunque usted pudiera olvidar, lo primero sería que yo le devolviese el reloj.

Quiso responder tantas cosas a la vez el consejero Erckmann, que balbució, saltando de una idea a otra:

—¡Comparar la reconquista de Alsacia a un robo...! ¡Una tierra alemana...! La raza..., la lengua..., la historia...

—Pero ¿dónde consta su voluntad de ser alemana? —Preguntó el joven sin perder la calma—. ¿Cuándo han consultado ustedes su opinión?

Quedó indeciso el consejero, como si dudase entre caer sobre el insolente o aplastarlo con su desprecio.

—Joven, usted no sabe lo que dice —afirmó con majestad—. Usted es argentino y no entiende las cosas de Europa.

Y los demás asintieron, despojándolo repentinamente de la ciudadanía que le habían atribuido poco antes. El consejero, con una rudeza militar, le había vuelto la espalda, y tomando la baraja, distribuía cartas. Se reanudó la partida. Desnoyers, viéndose aislado por este menosprecio silencioso, sintió deseos de interrumpir el juego con una violencia. Pero la oculta rodilla seguía aconsejándole la calma y una mano no menos invisible buscó su diestra, oprimiéndola dulcemente. Esto bastó para que recobrase la serenidad. La señora consejera seguía con ojos fijos la marcha del juego. Él miró también, y una sonrisa maligna contrajo levemente los extremos de su boca, al mismo tiempo que se decía mentalmente, a guisa de consuelo: «¡Capitán, capitán...! No sabes lo que te espera».

Estando en tierra firme no se habría acercado más a estos hombres; pero la vida en un trasatlántico, con su inevitable promiscuidad, obliga al olvido. Al otro día, el consejero y sus amigos fueron en busca de él, extremando sus amabilidades para borrar todo recuerdo enojoso. Era un joven distinguido, pertenecía a una familia rica y todos ellos poseían en su país tiendas y otros negocios. De lo único que cuidaron fue de no mencionar más su origen francés. Era argentino, y todos a coro se interesaban por la grandeza de su nación y de todas las naciones de la América del Sur, donde tenían corresponsales y empresas, exagerando su importancia como si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad los hechos y palabras de sus personajes políticos, dando a entender que en Alemania no había quien no se preocupase de su porvenir, prediciendo a todas ellas una gloria futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se mantuviesen bajo la influencia germánica.

A pesar de estos halagos, Desnoyers no se presentó con la misma asiduidad que antes a la hora del póquer. La consejera se retiraba a su camarote más pronto que de costumbre. La proximidad de la línea equinoccial le proporcionaba un sueño irresistible, abandonando a su esposo, que seguía con los naipes en la mano. Julio, por su parte, tenía misteriosas ocupaciones que solo le permitían subir a cubierta después de medianoche. Con la precipitación de un hombre que desea ser visto para evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y venía a sentarse junto al marido y sus camaradas. La partida había terminado, y un derroche de cerveza y gruesos cigarros de Hamburgo servía para festejar el éxito de los gananciosos. Era la hora de las expansiones germánicas, de la intimidad entre hombres, de las bromas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color. El consejero presidía con toda su grandeza estas diabluras de los puertos anseáticos, que gozaban de grandes créditos en el Deutsch Bank, o tenderos instalados en las repúblicas del Plata, con una familia innumerable. Él era un guerrero, un capitán, y al celebrar cada chiste lento con una sonrisa que hinchaba su robusta cerviz, creía estar en el vivac entre sus compañeros de armas.

En honor de los sudamericanos, que, cansados de pasear por la cubierta, entraban a oír lo que decían los gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con sonoras carcajadas, echándose hacia atrás en sus asientos. Y cuando el auditorio alemán permanecía frío, el cuentista apelaba a un recurso infalible para remediar su falta de éxito.

—Al kaiser le contaron este cuento, y cuando el kaiser lo oyó, el kaiser rio mucho.

No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!», con una carcajada espontánea pero breve; una risa en tres golpes, pues el prolongarla podía interpretarse como una falta de respeto a la majestad. Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al encuentro del buque. Los empleados del telégrafo sin hilos trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vio a los notables germánicos manoteando y con los rostros animados. No bebían cerveza; habían hecho destapar botellas de champaña alemán, y la frau consejera, impresionada, sin duda, por los acontecimientos, se abstenía de bajar de su camarote. El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.

—Es la guerra —dijo con entusiasmo—, la guerra que llega... ¡Ya era hora!

Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra...! ¿Qué guerra era esa...? Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor, un radiograma dando cuenta de que el Gobierno austríaco acababa de enviar un ultimátum a Servia, sin que esto le produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los Balcanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la atención del mundo; distrayéndole de empresas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones acabarían por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.

—No —insistió ferozmente el alemán—; es la guerra, la bendita guerra.

»Rusia sostendrá a Servia, y nosotros apoyaremos a nuestra aliada... ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia...?

Julio levantó los hombros con mal humor, como pidiendo que le dejasen en paz.

—Es la guerra —continuó el consejero—, la guerra preventiva que necesitamos. Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos y su fuerza militar, unida a la de sus aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen golpe. Hay que aprovechar la ocasión... La guerra. ¡La guerra preventiva!

Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parecían sentir el contagio de su entusiasmo. ¡La guerra...! Con la imaginación veían los negocios paralizados, los corresponsales en quiebra, los bancos cortando los créditos..., una catástrofe más pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero aprobaban con gruñidos y movimientos de cabeza las feroces declamaciones de Erckmann. Era un herr Rath, y, además, un oficial. Debía de estar en el secreto de los destinos de su patria, y esto bastaba para que bebiesen en silencio por el éxito de la guerra.

El joven creyó que el consejero y sus admiradores estaban borrachos.

—Fíjese, capitán —dijo con tono conciliador—; eso que usted dice tal vez carece de lógica. ¿Cómo puede convenir una guerra a la industriosa Alemania? Por momentos va ensanchando su acción: cada vez conquista un mercado nuevo; todos los años su balance comercial aparece aumentado en proporciones inauditas. Sesenta años antes tenía que tripular sus escasos buques con los cocheros de Berlín castigados por la policía. Ahora, sus flotas comerciales y de guerra surcan todos los océanos y no hay puerto donde la mercancía germánica no ocupe la parte más considerable de los muelles. Solo necesita seguir viviendo de este modo, mantenerse alejada de las aventuras guerreras. Veinte años más de paz, y los alemanes serán los dueños de los mercados del mundo, venciendo a Inglaterra, su maestra de ayer, en esta lucha sin sangre. ¿Y todo esto van a exponerlo, como el que juega su fortuna entera a una carta, en una lucha que podría serles desfavorable...?

—No. ¡La guerra —insistió rabiosamente el consejero—, la guerra preventiva! Vivimos rodeados de enemigos, y esto no puede continuar. Es mejor que terminemos de una vez. ¡O ellos o nosotros! Alemania se siente con fuerzas para desafiar al mundo. Debemos poner fin a la amenaza rusa. Y si Francia no se mantiene quietecita, ¡peor para ella...! Y si alguien más..., ¡alguien!, se atreve a intervenir en contra nuestra, ¡peor para ella! Cuando yo monto en mis talleres una máquina nueva, es para hacerla producir y que no descanse. Nosotros poseemos el primer ejército del mundo, y hay que ponerlo en movimiento para que no se oxide. —Luego añadió con pesada ironía—: Han establecido un círculo de hierro en torno de nosotros para ahogarnos. Pero Alemania tiene los pechos muy robustos, y le basta hincharlos para romper el corsé. Hay que despertar antes que nos veamos maniatados mientras dormimos. ¡Ay del que encontremos enfrente de nosotros...!

Desnoyers sintió la necesidad de contestar a estas arrogancias. Él no había visto nunca el círculo de hierro de que se quejaban los alemanes. Lo único que hacían las naciones era no seguir viviendo confiadas ni inactivas ante la desmesurada ambición germánica. Se preparaban simplemente para defenderse de una agresión casi segura. Querían sostener su dignidad, atropellada a todas horas por las más inauditas pretensiones.

—¿No serán los otros pueblos —preguntó— los que se ven obligados a defenderse, y ustedes los que representan un peligro para el mundo?

Una mano invisible buscó la suya por debajo de la mesa, como algunas noches antes, para recomendarle prudencia. Pero ahora apretaba fuerte, con la autoridad que confiere el derecho adquirido.

—¡Oh, señor! —Suspiró la dulce Berthe—. ¡Decir esas cosas un joven tan distinguido y que tiene...!

No pudo continuar, pues su esposo le cortó la palabra. Ya no estaban en los mares de América, y el consejero se expresó con la rudeza de un dueño de casa.

—Tuve el honor de manifestarle, joven —dijo, imitando la cortante frialdad de los diplomáticos—, que usted no es más que un sudamericano, e ignora las cosas de Europa.

No le llamó indio; pero Julio oyó interiormente la palabra lo mismo que si el alemán la hubiese proferido. ¡Ay, si la garra oculta y suave no le tuviese sujeto con sus crispaciones de emoción...! Pero este contacto mantuvo su calma y hasta le hizo sonreír. «¡Gracias, capitán! —dijo mentalmente—. Es lo menos que puedes hacer para cobrarte».

Y aquí terminaron sus relaciones con el consejero y su grupo. Los comerciantes, al verse cada vez más próximos a su patria, se iban despojando del servil deseo de agradar que les acompañaba en sus viajes al Nuevo Mundo. Tenían, además, graves cosas de que ocuparse. El servicio telegráfico funcionaba sin descanso. El comandante del buque conferenciaba en su camarote con el consejero, por ser el compatriota de mayor importancia. Sus amigos buscaban los lugares más ocultos para hablar entre ellos. Hasta Berthe empezó a huir de Desnoyers. Le sonreía aún de lejos: pero su sonrisa iba dirigida más a los recuerdos que a la realidad presente. Entre Lisboa y las costas de Inglaterra habló Julio por última vez con el marido. Todas las mañanas aparecían en la tablilla del antecomedor noticias alarmantes transmitidas por los aparatos radiográficos. El Imperio se estaba armando contra sus enemigos. Dios los castigaría, haciendo caer sobre ellos toda clase de desgracias. Desnoyers quedó estupefacto de asombro ante la última noticia. «Trescientos mil revolucionarios sitian a París en este momento. Los barrios exteriores empiezan a arder. Se reproducen los horrores de la Commune».

—Pero ¡estos alemanes se han vuelto locos! —gritó el joven ante el radiograma, rodeado de un grupo de curiosos, tan asombrados como él—. Vamos a perder el poco sentido que nos queda... ¿Qué revolucionarios son esos? ¿Qué revolución puede estallar en París si los hombres del Gobierno no son reaccionarios?

Una voz se elevó detrás de él, ruda, autoritaria, como si pretendiese cortar las dudas del auditorio. Era el herr consejero el que hablaba.

—Joven, esas noticias las envían las primeras agencias de Alemania... Y Alemania no miente nunca.

Luego de esta afirmación le volvió la espalda, y ya no se vieron más. En la madrugada siguiente —último día del viaje—, el camarero de Desnoyers lo despertó con apresuramiento.

—Herr, suba a cubierta: lindo espectáculo.

El mar estaba velado por la niebla; pero entre los brumosos telones se marcaban unas siluetas semejantes a islas con robustas torres y agudos minaretes. Las islas avanzaban sobre el agua aceitosa lenta y majestuosamente, con pesadez sombría. Julio contó hasta dieciocho. Parecían llenar el océano. Era la escuadra de la Mancha, que acababa de salir de las costas de Inglaterra por orden del gobierno, navegando sin otro fin que el de hacer constar su fuerza. Por primera vez, viendo entre la bruma este desfile de dreadnoughts,1 que evocaban la imagen de un rebaño de monstruos marinos de la prehistoria, se dio cuenta exacta Desnoyers del poderío británico. El buque alemán pasó entre ellos empequeñecido, humillado, acelerando su marcha. «Cualquiera diría —pensó el joven— que tiene la conciencia inquieta y desea ponerse a salvo». Cerca de él, un pasajero sudamericano bromeaba con un alemán.

—¡Si la guerra se hubiese declarado ya entre ellos y ustedes...!

—¡Si nos hiciesen prisioneros!

Después de mediodía entraron en la rada de Southampton. El Friedrich August mostró prisa en salir cuanto antes. Las operaciones se hicieron con vertiginosa rapidez. La carga fue enorme: carga de personal y de equipajes. Dos vapores llenos abordaron el trasatlántico. Una avalancha de alemanes re sidentes en Inglaterra invadió las cubiertas con la alegría del que pisa suelo amigo, deseando verse cuanto antes en Hamburgo. Luego el buque avanzó por el canal con una rapidez desusada en estos parajes.

La gente, asomada a las bordas, comentaba los extraordinarios encuentros en este bulevar marítimo, frecuentado ordinariamente por buques de paz. Unos humos en el horizonte eran los de la escuadra francesa llevando al presidente Poincaré, que volvía de Rusia. La alarma europea había interrumpido su viaje. Luego vieron más barcos ingleses que rondaban ante sus costas como perros agresivos y vigilantes. Dos acorazados de la América del Norte se dieron a conocer por sus mástiles en forma de cestos. Después pasó a todo vapor, con rumbo al Báltico, un navío rudo, blanco y lustroso desde las cofas a la línea de flotación.

—¡Mal! —Clamaban los viajeros procedentes de América—. ¡Muy mal! Parece que esta vez va la cosa en serio.

Y miraban con inquietud las costas cercanas a un lado y a otro. Ofrecían el aspecto de siempre; pero detrás de ellas se estaba preparando tal vez un nuevo período de la Historia.

El trasatlántico debía llegar a Boulogne a medianoche, aguardando hasta el amanecer para que desembarcasen cómodamente los viajeros. Sin embargo, llegó a las diez, echó el ancla lejos del puerto, y el comandante dio órdenes para que el desembarco se hiciese en menos de media hora. Para esto habían acelerado la marcha, derrochando carbón. Necesitaba alejarse cuanto antes, en busca del refugio de Hamburgo.

Por algo funcionaban los aparatos radiográficos.

A la luz de los focos azules, que esparcían sobre el mar una claridad lívida, empezó el trasbordo de pasajeros y equipajes con destino a París desde el trasatlántico a los remolcadores.

—¡Aprisa! ¡Aprisa!

Los marineros empujaban a las señoras de paso tardo, que recontaban sus maletas, creyendo haber pedido alguna. Los camareros cargaban con los niños como si fuesen paquetes. La precipitación general hacía desaparecer la exagerada y untuosa amabilidad germánica. «Son como lacayos —pensó entonces Desnoyers—. Creen próxima la hora del triunfo y no consideran necesario seguir fingiendo…».

Se vio sobre un remolcador que danzaba sobre las ondulaciones del mar, frente al muro negro e inmóvil del trasatlántico, acribillado de redondeles luminosos y con los balconajes de las cubiertas repletos de gente que saludaba agitando pañuelos. Julio reconoció a Berthe, que movía una mano, pero sin verlo, sin saber en qué remolcador estaba, por una necesidad de manifestar su agradecimiento a los dulces recuerdos que se iban a perder en el misterio del mar y de la noche.

«¡Adiós, consejera!».

Empezó a agrandarse la distancia entre el trasatlántico y los remolcadores que navegaban hacia la boca del puerto. Como si hubiese aguardado este momento de impunidad, una voz estentórea surgió de la última cubierta entre ruidosas carcajadas.

—¡Hasta luego! ¡Pronto nos veremos en París!      

Y la banda de música, la misma banda que trece días antes había asombrado a Desnoyers con su inesperada Marsellesa, rompió a tocar una marcha guerrera del tiempo de Federico el Grande, una marcha de granaderos con acompañamiento de trompetas. Así se perdió en la sombra, con la precipitación de la fuga y la insolencia de una venganza próxima, el último trasatlántico alemán que tocó en las costas francesas.

Esto había sido en la noche anterior. Aún no iban transcurridas veinticuatro horas, pero Desnoyers lo consideraba como un suceso lejano, de vagarosa realidad. Su pensamiento, dispuesto siempre a la contradicción, no participaba de la alarma general. Las arrogancias del consejero le parecían ahora baladronadas de un burgués metido a soldado. Las inquietudes de la gente de París eran estremecimientos nerviosos de un pueblo que vive plácidamente y se alarma apenas vislumbra un peligro para su bienestar. ¡Tantas veces habían hablado de una guerra inmediata, solucionándose el conflicto en último instante...! Además, él no quería que hubiese guerra, porque la guerra trastornaba sus planes de vida futura, y el hombre acepta como lógico y razonable todo lo que conviene a su egoísmo, colocándolo por encima de la realidad.

«No, no habrá guerra —repitió mientras paseaba por el jardín—. Esta gente parece loca. ¿Cómo puede surgir una guerra en estos tiempos...?». Y después de aplastar sus dudas, que renacían indudablemente al poco rato, pensó en lo que le interesaba por el momento, consultando su reloj. Las cinco. Ella iba a llegar de un instante a otro. Creyó reconocerla de lejos en una señora que atravesaba la verja por la entrada de la rue Pasquier. Le parecía algo distinta, pero se le ocurrió que las modas veraniegas podían haber cambiado el aspecto de su persona. Antes que se aproximase pudo convencerse de su error. No iba sola: otra señora se unió a ella. Eran tal vez inglesas o norteamericanas, de las que rinden un culto romántico a la memoria de María Antonieta. Deseaban visitar la Capilla Expiatoria, antigua tumba de la reina ejecutada. Julio las vio cómo subían los peldaños, atravesando el patio interior, en cuyo suelo están enterrados ochocientos suizos muertos en la jornada del 10 de agosto, con otras víctimas de la cólera revolucionaria.

Desalentado por esta decepción, siguió paseando. Su mal humor le hizo ver considerablemente agrandada la fealdad del monumento con que la restauración borbónica había adornado el antiguo cementerio de la Madeleine. Pasaba el tiempo sin que ella llegase. En cada una de sus vueltas miraba con avidez hacia las entradas del jardín. Y ocurrió lo que en todas sus entrevistas. Ella se presentó de pronto, como si cayese de lo alto o surgiera del suelo lo mismo que una aparición. Una tos, un leve ruido de pasos, y, al volverse Julio casi chocó con la que llegaba.

—¡Marguerite! ¡Oh Marguerite...!

Era ella, y, sin embargo, tardó en reconocerla. Experimentaba cierta extrañeza al ver en plena realidad este rostro que había ocupado su imaginación durante tres meses, haciéndose cada vez más espiritual e impreciso con el idealismo de la ausencia. Pero la duda fue de breves instantes. A continuación le pareció que el tiempo y el espacio quedaban suprimidos, que él no había hecho ningún viaje y solo iban transcurridas una horas desde su última entrevista. Adivinó Marguerite la expansión que iba a surgir en las exclamaciones de Julio, el apretón vehemente de manos, tal vez algo más, y se mostró fría y serena.

—No; aquí, no —dijo con un mohín de contrariedad—. ¡Qué idea habernos citado en este sitio!

Fueron a sentarse en las sillas de hierro, al amparo de un grupo de plantas; pero ella se levantó inmediatamente. Podían verla los que transitaban por el bulevar con solo que volviesen los ojos hacia el jardín. A estas horas, muchas amigas suyas debían de andar por las inmediaciones, a causa de la proximidad de los grandes almacenes... Buscaron el refugio de una esquina del monumento, metiéndose entre este y la rue des Mathurins. Desnoyers colocó dos sillas junto a un macizo de vegetación, y al sentarse quedaron invisibles para los que transitaban por el otro lado de la verja. Pero ningu na soledad. A pocos pasos de ellos, un señor grueso y miope leía su periódico, un grupo de mujeres charlaba y hacía labores. Una señora con peluca roja y dos perros —alguna vecina que bajaba al jardín para dar aire a sus acompañantes— pasó varias veces ante la amorosa pareja, sonriendo discretamente.

—¡Qué fastidio! —Gimió Marguerite —. ¡Qué mala idea haber venido a este lugar!

Se miraban los dos atentamente, como si quisieran darse exacta cuenta de las transformaciones operadas por el tiempo.

—Estás más moreno —dijo ella—. Pareces un hombre de mar.

Julio la encontraba más hermosa que antes, reconociendo que bien valía su posesión las contrariedades que habían originado su viaje a América. Era más alta que él, de una esbeltez elegante y armoniosa. «Tiene el paso musical», decía Desnoyers al evocar su imagen. Y lo primero que admiró al volverla a ver fue el ritmo suelto, juguetón y gracioso con que marchaba por el jardín buscando nuevo asiento. Su rostro no era de trazos regulares, pero tenía una gracia picante: un verdadero rostro de parisiense. Todo cuanto han podido inventar las artes de embellecimiento femenil se reunía en su persona, sometida a los más exquisitos cuidados. Había vivido siempre para ella. Solo desde algunos meses antes abdicó en parte este dulcísimo egoísmo, sacrificando reuniones, tés y visitas, para dedicar a Desnoyers las horas de la tarde. Elegante y pintada como una muñeca de gran precio, teniendo por suprema aspiración el ser un maniquí que realzase con su gracia corporal las invenciones de los modistos, había acabado por sentir las mismas preocupaciones y alegrías de las otras mujeres, creándose una vida interior. El núcleo de es ta nueva vida, que permanecía oculta bajo su antigua frivolidad, fue Desnoyers. Luego, cuando se imaginaba haber organizado su existencia definitivamente —las satisfacciones de la elegancia para el mundo y las dichas del amor en íntimo secreto—, una catástrofe fulminante, la intervención del marido, cuya presencia parecía haber olvidado, trastornó su inconsciente felicidad. Ella, que se creía el centro del Universo, imaginando que los sucesos debían rodar con arreglo a sus deseos y gustos, sufrió la cruel sorpresa con más asombro que dolor.

—Y tú ¿cómo te encuentras? —siguió diciendo Marguerite. Para que Julio no se equivocase al contestarle, miró su amplia falda, añadiendo—: Te advierto que ha cambiado la moda. Terminó la falda entravée. Ahora empieza a llevarse corta y con mucho vuelo.

Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto apasionamiento como ella, mezclando las apreciaciones sobre la reciente moda y los elogios a la belleza de Marguerite. —¿Has pensado mucho en mí? —continuó. ¿No me has engañado una sola vez? ¿Ni una siquiera...? Di la verdad: mira que yo conozco bien cuándo mientes.

—Siempre he pensado en ti —dijo él, llevándose una mano al corazón como si jurase ante un juez.

Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad, pues en sus infidelidades —que ahora estaban completamente olvidadas— le había acompañado el recuerdo de Marguerite.

—Pero ¡hablemos de ti! —Añadió Julio—. ¿Qué es lo que has hecho en este tiempo?

Había aproximado su silla a la de ella todo lo posible. Sus rodillas estaban en contacto. Tomaba una de sus manos, acariciándola, introduciendo un dedo por la abertura del guante. ¡Aquel maldito jardín, que no permitía mayores intimidades y los obligaba a hablar en voz baja después de tres meses de ausencia...! A pesar de su discreción, el señor que leía el periódico levantó la cabeza para mirarlos irritado por encima de sus gafas, como si una mosca le distrajera con sus zumbidos... ¡Venir a hablar tonterías de amor en un jardín público, cuando toda Europa estaba amenazada de una catástrofe! Marguerite, repeliendo la mano audaz, habló tranquilamente de su existencia durante los últimos meses.

—He entretenido mi vida como he podido, aburriéndome mucho. Ya sabes que me fui a vivir con mamá, y mamá es una señora a la antigua, que no comprende nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he hecho visitas al abogado para enterarme de la marcha de mi divorcio y darle prisa... Y nada más.

—¿Y tu marido...?

—No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lástima. Tan bueno..., tan correcto... El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponer obstáculos. Me dicen que no viene a París, que vive en su fábrica. Nuestra antigua casa está cerrada. Hay veces que siento remordimiento al pensar que he sido mala con él.

—¿Y yo? —dijo Julio, retirando su mano.

—Tienes razón —contestó ella, sonriendo—. Tú eres la vida. Resulta cruel, pero es humano. Debemos vivir nuestra existencia, sin fijarnos en si molestamos a los demás. Hay que ser egoístas para ser felices.

Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido había pasado entre ellos como un soplo glacial. Julio fue el primero en reanimarse.

—¿Y no has bailado en todo ese tiempo?

No. ¿Cómo era posible? Fíjate: ¡una señora que está en gestiones de divorcio...!

—No he ido a ninguna reunión chic desde que te marchaste. He querido guardar cierto luto por tu ausencia. Un día tangueamos en una fiesta de familia. ¡Qué horror...! Faltabas tú, maestro.

Habían vuelto a estrecharse las manos y sonreían. Desfilaban ante sus ojos los recuerdos de algunos meses antes, cuando se había iniciado su amor, de cinco a siete de la tarde, bailando en los hoteles de los Champ Élysées, que realizaban la unión indisoluble del tango con la taza de té.

Ella pareció arrancarse de estos recuerdos a impulsos de una obsesión tenaz que solo había olvidado en los primeros instantes del encuentro.

—Tú, que sabes mucho, di ¿crees que habrá guerra? ¡La gente habla tanto...! ¿No te parece que todo acabará por arreglarse?

Desnoyers la apoyó con su optimismo.

No creía en la posibilidad de una guerra. Era algo absurdo.

—Lo mismo digo yo. Nuestra época no es de salvajes. Yo he conocido alemanes, personas chic y bien educadas, que seguramente piensan igual que nosotros. Un profesor viejo que va a casa explicaba ayer a mamá que las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto. A los dos meses, apenas quedarían hombres; a los tres, el mundo se vería sin dinero para continuar la lucha. No recuerdo cómo era esto; pero él lo explicaba palpablemente, de un modo que daba gusto oírle. —Reflexionó en silencio, queriendo coordinar sus recuerdos confusos; pero, asustada ante el esfuerzo que esto suponía, añadió por su cuenta: —Imagínate una guerra. ¡Qué horror! La vida social, paralizada. Se acabarían las reuniones, los trajes, los teatros. Hasta es posible que no se inventasen modas. Todas las mujeres, de luto. ¿Concibes eso...? Y París, desierto... ¡Tan bonito como lo encontraba yo esta tarde cuando venía en tu busca...! No, no puede ser. Figúrate que el mes próximo nos vamos a Vichy: mamá necesita las aguas; luego a Biarritz. Después iré a un castillo del Loira. Y, además, hay nuestro asunto, mi divorcio, nuestro casamiento, que puede realizarse el año que viene... ¡Y todo esto vendría a estorbarlo y cortarlo una guerra...! No, no es posible. Son cosas de mi hermano y otros como él, que sueñan con el peligro de Alemania. Estoy segura de que mi marido, que solo gusta de ocuparse de cosas serias y enojosas, también es de los que creen próxima la guerra y se preparan para hacerla. ¡Qué disparate! Di conmigo que es un disparate. Necesito que tú me lo digas.

Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante, cambió el rumbo de la conversación. La posibilidad del nuevo matrimonio mencionado por ella evocó en su memoria el objeto del viaje realizado por Desnoyers. No habían tenido tiempo para escribirse durante la corta separación.

—¿Conseguiste dinero? Con la alegría de verte he olvidado tantas cosas...

Él habló, adoptando el aire de un experto en negocios. Traía menos de lo que esperaba. Había encontrado el país en una de sus crisis periódicas. Pero aun así, había conseguido reunir cuatrocientos mil francos. En la cartera guardaba un cheque por esta cantidad. Más adelante le harían nuevos envíos. Un señor del campo, algo pariente suyo, cuidaba de sus asuntos. Marguerite parecía satisfecha. También adoptó ella un aire de mujer grave, a pesar de su frivolidad.

—El dinero es el dinero —dijo sentenciosamente—, y sin él no hay dicha segura. Con tus cuatrocientos mil francos y lo que yo tengo podremos ir adelante... Te advierto que mi marido desea entregar mi dote. Así lo ha dicho a mi hermano. Pero el estado de sus negocios, la marcha de su fábrica, no le permiten restituirlo con tanta prisa como él quisiera hacerlo. El pobre me da lástima... Tan honrado y recto en todas sus cosas. ¡Si no fuese tan vulgar...!

Otra vez pareció arrepentirse Marguerite de estos elogios espontáneos y tardíos que enfriaban su entrevista. Julio pareció molesto al escucharlos. Y de nuevo cambió ella el objeto de su charla.

—¿Y tu familia? ¿La has visto?

Desnoyers había estado en casa de sus padres antes de dirigirse a la Capilla Expiatoria. Una entrada furtiva en el gran edificio de la avenida Victor Hugo. Había subido al primer piso por la escalera de servicio, como un proveedor. Luego se había deslizado en la cocina lo mismo que un soldado amante de una de las criadas. Allí había venido a abrazarle su madre, la pobre doña Luisa, llorando, cubriéndolo de besos frenéticos, como si hubiese creído perderle para siempre. Luego había aparecido Luisita, la llamada Chichí, que lo contemplaba siempre con simpática curiosidad, como si quisiera enterarse bien de cómo es un hermano malo y adorable que aparta a las mujeres decentes del camino de la virtud y vive haciendo locuras. A continuación, una gran sorpresa para Desnoyers, pues vio entrar en la cocina, con aires de actriz solemne, de madre noble de tragedia, a su tía Elena, la casada con el alemán, la que vivía en Berlín rodeada de innumerables hijos.

—Está en París hace un mes. Va a pasar una temporada en nuestro castillo. Y también parece que anda por aquí su hijo mayor, mi primo, el sabio, al que no he visto hace años.

La entrevista había sido cortada repetidas veces por el miedo.

—El viejo está en casa, ten cuidado —le decía su madre cada vez que levantaba la voz.

Y su tía Elena iba hacia la puerta con paso dramático, lo mismo que una heroína resuelta a dar de puñaladas al tirano que pasa el umbral de su cámara. Toda la familia continuaba sometida a la rígida autoridad de Marcel Desnoyers.

—¡Ay ese viejo! —Exclamó Julio refiriéndose a su padre—. Que viva muchos años; pero ¡cómo pesa sobre todos nosotros!

Su madre, que no se cansaba de contemplarlo, había tenido que acelerar el final de la entrevista, asustada por ciertos ruidos.

—Márchate. Podría sorprendernos, y el disgusto sería enorme.

Y él había huido de la casa paterna, saludado por las lágrimas de las dos señoras y las miradas admirativas de Chichí, ruborosa y satisfecha a la vez de su hermano que provocaba entre sus amigas escándalo y entusiasmo. Marguerite habló también del señor Desnoyers. Un viejo terrible, un hombre a la antigua, con el que no llegarían nunca a entenderse. Quedaron en silencio los dos, mirándose fijamente. Ya se habían dicho lo de mayor urgencia, que interesaba a su porvenir. Pero otras cosas más inmediatas quedaban en su interior y parecían asomar a los ojos, tímidas y vacilantes, antes de escaparse en forma de palabras. No se atrevían a hablar como enamorados. Cada vez era mayor en torno de ellos el número de testigos. La señora de los perros y la peluca pasaba con más frecuencia, acortando sus vueltas por el square