Novelas de la Costa Azul - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

Novelas de la Costa Azul E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

LA DUQUESA de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.
Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.
Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.
Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso.

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Table of Contents

NOVELAS DE LA COSTA AZUL

AL LECTOR

Puesta de sol

II

III

IV

La familia del doctor Pedraza

I

II

IV

V

VI

El sol de los muertos

I

II

III

IV

VI

El comediante Fonseca

I

II

III

IV

El viejo del Paseo de los Ingleses

I

II

IV

V

En la costa azul

Capítulo I EL CARNAVAL EN NIZA

II EL CAMINO DE TODOS

III EL QUE QUISO CASARSE CON LA PRINCESA

IV EN TORNO AL «QUESO»

V LAS ALMAS DEL PURGATORIO

VI LOS NUEVOS COMPAÑEROS

VII CÓMO LOS AMERICANOS CINEMATOGRAFÍAN UNA NOVELA

BIOGRAFÍA

NOVELAS DE LA COSTA AZUL

Vicente Blasco Ibáñez

© 2024 Librorium Editions

ISBN : 9782385747404

NOVELAS DE LA COSTA AZUL

AL LECTOR

Puesta de sol

II

III

IV

La familia del doctor Pedraza

I

II

IV

V

VI

El sol de los muertos

I

II

III

IV

VI

El comediante Fonseca

I

II

III

IV

El viejo del Paseo de los Ingleses

I

II

IV

V

En la costa azul

Capítulo I EL CARNAVAL EN NIZA 

II EL CAMINO DE TODOS 

III EL QUE QUISO CASARSE CON LA PRINCESA 

IV EN TORNO AL «QUESO» 

V LAS ALMAS DEL PURGATORIO 

VI LOS NUEVOS COMPAÑEROS 

VII CÓMO LOS AMERICANOS CINEMATOGRAFÍAN UNA NOVELA 

BIOGRAFÍA

 

AL LECTOR

TITULO este libro NOVELAS DE LA COSTA AZUL porque la mayoría de las historias novelescas y los relatos descriptivos que lo componen tienen por escenario la famosa y asoleada ribera mediterránea, conocida con dicho nombre.

Dos de las novelas desarrollan su curso más lejos, en la América del Sur, pero me he atrevido a darles entrada en el presente volumen pensando que su nacimiento justifica en parte tal intrusión, ya que en la Costa Azul fueron concebidas y escritas.

Puesta de sol

LA DUQUESA de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.

Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.

Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.

Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso.

Su rostro guardaba los lejanos reflejos de una belleza majestuosa: una belleza «estilo María Antonieta», como decían los aduladores de su ancianidad; pero la nariz que había sido aguileña caía ahora sobre la boca con una pesadez grotesca, y sus ojos azules estaban empañados por el lagrimeo de la decrepitud. Por debajo de su capota asomaban los rizos de una cabellera blanca, excesivamente abultada para ser natural.

En su persona, vestida de negro con aristocrática modestia, lo que atraía inmediatamente la atención, lo que la hacía ser reconocida por todos, era su collar, un famoso collar que sólo podía ser el de la duquesa de Pontecorvo: millón y medio en perlas, según cálculo de los entendidos.

Tenía la forma ancha de los llamados «collares de perro», y al mismo tiempo que deslumbraba como joya, servía de corsé al cuello, sosteniendo y disimulando las blanduras de su piel. Por abajo intentaba ocultar un manojo de tendones rígidos. Sobre su filo superior se desbordaban los colgantes bullones de las mejillas, cuyo antiguo tono de rosa era en el presente un morado lívido.

Entró en la iglesia, desierta a estas horas, y el lacayo, abandonando su brazo, quedó en respetuosa inmovilidad junto a una puertecilla lateral. Esta abertura proyectaba sobre las baldosas del templo un rectángulo de sombras azules, perforadas por redondas manchas de sol, iguales a monedas de oro.

El doméstico sólo llegaba hasta allí, pues la duquesa quería permanecer sola en sus dominios recién descubiertos. Y saliendo de la iglesia por la puertecilla del jardín, siguió un estrecho sendero bordeado de plantas, golpeando con su bastón el pavimento de ladrillos rojos, desnivelados por el tiempo y las lluvias.

Amaba el pequeño huerto clerical por la seducción que ejercen sobre nuestra vida los contrastes rudos; porque era todo lo contrario del majestuoso y ordenado jardín que rodeaba su vivienda, abajo, junto a la azul llanura del Mediterráneo.

En esta terraza de la montaña adosada a la pequeña iglesia, todo crecía en libertad: los rosales confundían sus ramas y sus flores, enmarañándose hasta formar un matorral espinoso y perfumado; los árboles, faltos de espacio, se apoyaban unos en otros, retorciendo sus troncos; las flores silvestres disputaban el suelo a las cultivadas, con una audacia agresiva de parásitas llegadas a capricho de los vientos; la vida animal—hormigas, avispas y escarabajos multicolores—zumbaba o se arrastraba en filas ondulantes a través de la reducida selva.

La duquesa iba paladeando de antemano en su imaginación el panorama inmenso que la esperaba algunos pasos más allá, detrás de las parras en desorden que hacían inclinar su cabeza y de los árboles frutales que avanzaban sus ramas como si pretendiesen cerrarla el paso. Iba a ver el mar desde aquel balcón natural, a una altura de varios centenares de metros; un Mediterráneo más inmenso que el que contemplaba desde su «villa» al borde de la costa. Admiraría, además, el ondulado contorno de los Alpes al sumir en el abismo azul sus últimas estribaciones, formando golfos, penínsulas y promontorios.

A lo lejos, las montañas de la ciudad de Niza, invisible desde allí, recortaban sus cumbres de bloques negros sobre el cielo enrojecido por el sol poniente; más cerca y en la orilla del mar, se alzaba el peñasco de Mónaco, con la vieja ciudad sobre su lomo; después, la meseta de Monte-Carlo, cubierta de palacios y jardines; y a los pies de ella, obligándola a bajar los ojos, la península de Cap Martin, con la «villa», entre copudos pinos, edificada por el difunto mariscal, duque de Pontecorvo. En la misma península cubierta de árboles, que era como un jardín avanzado sobre el mar, estaba la «villa» de su amiga y protectora Eugenia, antigua emperatriz de los franceses, y otras viviendas de príncipes y monarcas destronados. También podía ver el enorme palacio del americano John Baldwin, poderoso rey de la industria y de la minería, que muchos consideraban el hombre más rico de la tierra.

Siguió avanzando la vieja señora por entre ramas que se cerraban a sus espaldas. Iba a llegar a un pequeño cenador cubierto de enredaderas, desde el cual se abarcaba el portentoso conjunto de la Costa Azul que ella había evocado ya en su imaginación. Permanecería allí una hora, contemplando la lenta y dulce muerte de la tarde. Nadie vendría a turbar su melancólico aislamiento en este tranquilo jardín de cura, frente al ocaso, que despierta los más suaves recuerdos del pasado y evoca lo que fue y no volverá a ser, como una melodía dulce y moribunda, como un perfume casi desvanecido.

Experimentaba el egoísta deleite de un monarca melómano que hiciese cantar una ópera en un teatro cerrado, sin otro espectador que él mismo, perdido en el fondo de un palco. ¡Para ella toda la suave agonía de la muerte del sol, y el luto purpúreo del cielo y de las aguas, en uno de los lugares más hermosos de la tierra!...

Cuando iba a entrar en el cenador, respiró un perfume de tabaco confundido con el de las flores. Detrás de las enredaderas sonó una tos. Un hombre había invadido sus dominios y estaba contemplando el inmenso paisaje, como si le perteneciese. Además, lo enviaba las bocanadas de humo de su cigarro.

Hizo la duquesa un gesto de contrariedad, y hasta sintió deseos de protestar, como si fuese víctima de un despojo. Pero inmediatamente sonrió, con una amabilidad algo exagerada, al reconocer al intruso.

—¡Oh, mister Baldwin!... ¡Qué agradable sorpresa!...

II

Cuando de tarde en tarde el multimillonario John Baldwin venía a pasar unas semanas en su palacio de Cap Martin—comprado desde Nueva York sin conocerlo y guiándose por fotografías—, toda la atención de la Costa Azul se concentraba en su persona.

Desde Cannes a Mentón no existía un invernante superior a él, y eso que siempre vivían en las «villas» y hoteles de la ribera mediterránea varios monarcas destronados o en vacaciones, y algún presidente de república hispanoamericana recién huido de su país en revolución.

Las autoridades le escribían solicitando su apoyo para obras benéficas; las sociedades le enviaban comisiones para saludarle, pidiéndole de paso una subvención; los organizadores de conciertos y funciones teatrales procuraban colocarse bajo su patronato.

El poderoso millonario era semejante a Dios, que no se deja ver, pero se hace sentir con sus obras. Los que entraban en su hermoso palacio salían sin conocerle, mas rara vez dejaban de ser recibidos por uno de sus secretarios, y éste desaparecía a las primeras palabras, volviendo luego con un cheque en la mano.

En contadas ocasiones, los que habían conseguido ver personalmente a Baldwin lo señalaban a los demás en un paseo de Niza, en una de las salas de juego de Monte-Carlo, o en un camino pintoresco de la montaña. «Ése es el millonario Baldwin». Y la gente acogía siempre tal revelación preguntando con extrañeza: «¿Ese viejo que tiene aspecto de pobre?...».

Iba vestido con modestia. En sus garages de Cap Martin tenía varios automóviles de las marcas más célebres; pero casi siempre iba a pie.

Sus secretarios eran gentlemen de refinada elegancia. Al millonario le complacía que lo tomasen por un servidor de ellos, apreciando el aspecto señorial de sus empleados y sus ayudas de cámara como un reflejo de su propia grandeza.

Cuando las gentes querían describir el poder de este hombre de aspecto humilde y poco dispuesto a aceptar las manifestaciones de la pública admiración, decían simplemente: «Es el hombre más rico de la tierra». Los que estaban versados en los negocios afirmaban con un temblor de emoción: «Es un señor que siempre tiene inmovilizados en su cuenta corriente sesenta millones de dólares, no sabiendo qué hacer de ellos». Y era verdad.

Si le hablaban de esta riqueza inactiva, en las contadas reuniones a que se dignaba asistir, respondía con un gesto de cansancio. El dinero le abrumaba: ¿qué podía hacer con él? Le era imposible colocarlo en negocios que fuesen más fructuosos que los suyos. Y como sus empresas industriales y mineras no podían desarrollarse más, ni exigían nuevos capitales, la mayor parte de sus enormes ganancias se iba amontonando en forzosa improductividad.

La duquesa de Pontecorvo lo conoció desde que vino a instalarse en Cap Martin, cerca de su propia «villa». Fue una amistad de dama vieja, famosa en otros tiempos y ahora olvidada, con un rico cuyo nombre era célebre en el mundo entero.

Los tiempos presentes resultaban distintos a los de su juventud. Después de la última guerra ya no quedaban emperadores en Europa, y los reyes, para seguir viviendo, tenían que imitar la existencia democrática de un presidente de república. Los multimillonarios como Baldwin eran ahora los señores del mundo. Y ella, que se consideraba empobrecida en su vejez, por haber dado a sus hijos la mayor parte de su antigua fortuna, teniendo que soportar una «pobreza dorada», que sólo le permitía abandonar muy de tarde en tarde la «villa» de Cap Martin, experimentó como todos un respeto irresistible hacia este potentado de los tiempos presentes. De aquí su sonrisa algo humilde y sus palabras al reconocer en el intruso a mister Baldwin: «¡Qué agradable sorpresa!».

Siempre lo había encontrado en salones, a la hora del té, bajo la iluminación sabiamente graduada por las dueñas de casa que ya no son jóvenes y temen la luz cruda e indiscreta de un país solar. Ahora podía verlo mejor al aire libre, en este jardín silvestre, que daba un reflejo verdoso a las personas y los objetos.

Era tan anciano como ella o tal vez tenía algunos años más; pero se mostraba fuerte, gracias a una vejez dura, enjuta y elástica, en la que los dientes del tiempo apenas marcaban su huella, como si mordiesen una espada de buen temple. Debía haber sido de gran estatura y de un vigor atlético, pero los años lo habían achicado y adelgazado, dándole ese acartonamiento que repele los asaltos de la enfermedad y retarda el triunfo de la muerte.

Su traje de obscuro azul no era amplio, y sin embargo se movía dentro de él como si perteneciese a otro. La flacura de su cuello hacía más enorme su cabeza. Tenía la frente abombada y su nariz caía con pesadez, lo mismo que un fruto maduro, sobre la boca hundida por los años. La mandíbula inferior, saliente y poderosa en la juventud como un testimonio enérgico de voluntad arrolladora, se había agrandado exageradamente en la vejez, hasta recordar las de ciertos monarcas de la dinastía austríaca.

Sus ojos eran el último recuerdo de su pasado físico, pareciéndose en esto a muchas ancianas que fueron hermosas y sólo conservan algo de su belleza muerta en la mirada. Se podía afirmar que los ojos de este varón fuerte habían sido agresivos en los malos momentos, y de una fijeza que desconcertaba a los hombres, obligándoles a bajar los suyos. Sus pupilas, dotadas de una tenacidad imperturbable, habían influido en la marcha de los sucesos. Pero ahora, estos ojos, que muchas veces fueron duros, parecían esforzarse por ocultar su pasado, acariciando con una mirada fríamente mansa las personas y las cosas.

Al ver a la duquesa, Baldwin se puso de pie, arrojando en el vacío su grueso cigarro. Era un habano martirizado por los dedos y con la punta deshilachada bajo el incesante mordisco de sus dientes cubiertos de oro.

Mientras estrechaba la mano de la dama, explicó su inesperada presencia en este rincón. Había oído hablar a la duquesa del jardín de la iglesia de Roquebrune y del magnífico panorama que se abarcaba desde él.

—Fue la otra tarde, en el té de mis compatriotas los Carleton, y hoy he sentido la necesidad de conocer esta maravilla... ¡Muy hermoso!

Se habían sentado los dos juntos a la baranda rústica de troncos, viendo a sus pies el mar, los pueblos de la costa y las últimas estribaciones de los Alpes.

A lo largo de los hilos blancos de los caminos se deslizaban numerosos automóviles, achicados por la distancia, hasta parecer insectos. El ferrocarril que iba hacia París y el que se dirigía a Italia corrían como escapados de una caja de juguetes. Estos movimientos de actividad entre las poblaciones a orillas del mar no iban acompañados de ruidos para los dos ancianos sentados en la altura. Las máquinas arrojaban vapor y rodaban guardando un absoluto silencio. En cambio, el tintineo de las esquilas de un rebaño de cabras que pastaba al pie del jardín hacía temblar con una vibración melancólica el cristal del cielo vespertino. El Mediterráneo era de un suave azul, mate y sin reflejos, más dulce a la vista que el mar cegador e hirviente de sol en las horas meridianas.

—Sí, muy hermoso—contestó la duquesa.

Y los dos quedaron en silencio, sintiéndose penetrados por la solemnidad del atardecer.

—Es una desgracia—continuó Baldwin—que haya que llegar a la vejez para conocer los placeres más dulces y tranquilos que la vida puede ofrecernos. Durante la juventud, las preocupaciones y las ambiciones nos tienen ciegos para muchas cosas. Me acuerdo de algunos hombres que si pudiesen abandonar en estos momentos los cementerios de Nueva York y venir hasta aquí, mostrarían asombro viendo cómo el viejo Baldwin contempla el mar y el cielo lo mismo que uno de esos muchachos, faltos de inteligencia para la vida ordinaria, que se divierten haciendo versos.

La duquesa asintió con movimientos de cabeza, aunque sin adivinar lo que su acompañante quería decir.

—Usted, tal vez, ha necesitado igualmente que aumenten sus años para gozar con estos espectáculos. Una mujer es siempre más «poética» que un hombre; además, en su juventud dispone de mayor tiempo que nosotros para las cosas sentimentales. Pero aun así, sospecho que ahora le preocupa a usted más la Naturaleza que cuando figuraba en las fiestas de las Tullerías.

Aprobó la duquesa otra vez, satisfecha de que un hombre tan poderoso se interesase por ella. Su antiguo orgullo de beldad cortejada pareció revivir. ¡El potentado Baldwin subía a este jardín humilde de iglesia, por habérselo oído mencionar en una reunión!...

Empezó a reconocer en este caudillo de negocios, educado lejos de las cortes reales, una delicadeza de sentimientos que le hacía superior a los hombres tratados por ella en su juventud. Y a impulsos del agradecimiento, habló de su pasado, como si Baldwin fuese un amigo antiguo.

Efectivamente: su existencia no era tan brillante como en otros tiempos; pero también ofrecía sus placeres, aunque más reposados y dulces.

—Yo he sufrido mucho, mister Baldwin. Las vidas son como las casas cuando se contemplan por fuera. Sólo el que las habita conoce verdaderamente lo que ocurre en su interior.

Recordó su brillante juventud, y el americano, aunque conocía muchos de los sucesos de su existencia, la escuchó como si oyese su historia por primera vez.

La duquesa de Pontecorvo era española de nacimiento. Emparentada con la emperatriz Eugenia, se había trasladado a París, figurando entre las bellezas juveniles que agrupaba la soberana en las lujosas fiestas del palacio de las Tullerías. Como su familia estaba arruinada, la emperatriz quiso casarla con alguno de los personajes de su corte, y el que mostró más interés por ella fue un mariscal que acababa de recibir el título de duque de Pontecorvo por una victoria conseguida en la guerra que sostuvo Napoleón III contra los austríacos.

No hacía la duquesa un misterio de la desigualdad de gustos y caracteres entre ella y el rudo soldado que había sido su esposo. Pero la vida elegante de la corte imperial amortiguó las diferencias entre ambos, haciendo tolerable a la española su nueva vida.

Luego vino el derrumbamiento del Imperio y la dispersión de todos los personajes brillantes que existían a su sombra. El mariscal murió, agobiado por la ruina del emperador y los desastres militares de 1870, dejando a su viuda con dos hijos. Luego, estos hijos habían constituido a su vez nuevas familias, llevándose la mayor parte de la herencia paterna, y la vieja dama acabó por escaparse de un París que ya no era el de su juventud y la entristecía al hacer revivir sus melancólicos recuerdos.

Había venido a instalarse en Cap Martin con el propósito de pasar el resto de sus años en la antigua mansión invernal de su época de esplendor. Esto lo permitiría ocultar la disminución de su riqueza, viviendo al mismo tiempo entre las gentes de su antiguo mundo. De tarde en tarde su protectora y parienta la emperatriz volvía a Cap Martin, y ambas, vestidas de luto, hablaban de los amigos difuntos. Ahora acababa de morir Eugenia, haciéndola pensar este suceso en el corto plazo que le concedía la vejez para seguirla. De su pasado esplendoroso sólo había guardado aquel collar célebre. Le recordaba sus antiguas glorias, y despojarse de él equivalía a una declaración de pobreza.

—Dice usted bien, mister Baldwin—continuó—. La vejez tiene sus placeres y sus dulzuras. Yo conozco ahora algo que no tuve nunca en mis tiempos mejores: la tranquilidad. Nada espero, y mis deseos los he reducido de tal modo, que no sé ciertamente si deseo algo. La vida ya no tiene las alegrías vehementes de otros tiempos, pero tampoco sus dolores y sus inquietudes. No se conoce en ella lo que llamamos de jóvenes el amor; pero se encuentra la amistad, que es casi siempre algo más firme y duradero... ¡Si usted pudiera darse cuenta de las inquietudes que sufre una mujer cuando es tenida por hermosa o inspira deseos! Hay que vivir en alarma perpetua; resulta peligroso entregarse a la confianza; todo hombre que se aproxima por primera vez nos parece un adversario... Es la existencia inquieta del militar que manda una plaza en torno de la cual rondan incesantemente los enemigos...

»Ahora puedo hablar y vivir con una confianza y un abandono que no conocí en mis tiempos mejores. El hombre ya no es el enemigo. En realidad, a nuestros años no hay hombres ni mujeres; sólo hay compañeros. Al perder importancia el cuerpo, se agrandan en nosotros todas las cosas inmateriales que llevamos dentro y llamamos alma.

»Le confieso que, algunas veces, al ver mujeres jóvenes y elegantes, recuerdo mis buenos tiempos y siento un principio de envidia. Luego me arrepiento, y digo: «¿Por qué?... Ellas serán viejas a su vez; llegarán adonde he llegado yo». En cambio, saboreo la paz de los años, la tranquilidad de una existencia dulcemente egoísta, en la que sólo nos preocupamos de vivir y de sentirnos vivir, conociendo placeres suaves, pero inéditos, que nunca pudimos adivinar en nuestra juventud. Créame, mister Baldwin: no me desespero al verme vieja, y tal vez usted, después de haber trabajado tanto y vivido una existencia tan intensa, piense lo mismo que yo.

El millonario repuso melancólicamente:

—¡Si fuésemos siempre viejos!... ¡Si no existiese la muerte!...

La duquesa, que hasta entonces había hablado con una viveza juvenil, bajó la mirada, contestando con una voz igualmente triste:

—Es verdad... ¡Ay, la muerte!

III

Hubo un largo silencio. El célebre Baldwin lo cortó para expresar en alta voz todo lo que había pensado mientras escuchaba a la duquesa.

También en su existencia era rudo el contraste entre el pasado y el presente, pero no sentía desesperación al darse cuenta de su inercia actual, después de una vida tan activa, que los más grandes negociantes de la tierra habían acabado por admirarle como el tipo perfecto del hombre de acción.

Su existencia ya no tenía un motivo justificante para continuar su desarrollo. A John Baldwin no le quedaba papel en la vida. ¿Qué más podía intentar después de lo que llevaba hecho?... Y sin embargo, seguía viviendo, porque la razón de la existencia humana se encuentra más allá de los cálculos y las conveniencias de los hombres.

—Usted, duquesa, no puedo darse cuenta exacta de lo que son mis negocios y hasta dónde han llegado. Como todo el mundo, sabe usted que soy muy rico; pero la palabra «rico» no puede abarcar toda la enormidad de mi riqueza. Para que yo me arruine es necesario un cataclismo que suprima la mayor parte de la humanidad civilizada. Tengo que limitar el rendimiento de mis minas y de mis fábricas, porque no quiero ser más rico. Dejo improductivos capitales enormes y desprecio negocios seguros, porque tengo de sobra el dinero y huyo de él.

»Todo lo he sido, y lo que no fui en el pasado puedo serlo mañana mismo si lo deseo. Pero ninguna de las cosas que tientan a los hombres puede atraerme ahora que soy viejo y mi inteligencia conoce la inutilidad de las vanidades humanas. No tengo hijos, y mi principal ocupación es pensar en qué podré invertir mi riqueza para que sirva de algo después de mi muerte.

»He fundado museos, bibliotecas y universidades. Doy mi dinero para establecimientos de caridad, aunque mi razón no me permite creer en la eficacia de la caridad. Pero esto no importa; como en algo he de invertir mi riqueza, la esparzo sin reparar en los pretextos que invocan los que me la piden. Estoy cansado de comprar cuadros y de fomentar la publicación de libros. También me fatiga el subvencionar descubrimientos científicos o inventos mecánicos. ¡Grandes cosas cuando se tiene el entusiasmo de la juventud y se cree en el porvenir! Pero ahora soy incapaz ya de entusiasmo, y en cuanto al porvenir...

Quedó silencioso largo rato el multimillonario, y al fin dijo con una voz triste y rencorosa:

—Sí; me interesa el porvenir, como me interesaban en mi juventud los negocios difíciles y misteriosos. Muchas veces, cuando veo en medio de la calle a un muchacho desarrapado que vende periódicos, o encuentro en un camino de la montaña a un pastorcito que me pide limosna, siento una cólera envidiosa contra ellos; pienso en sus pocos años, que son una garantía de que vivirán cuando yo no viva.

«¡Ah, canallas—me digo—, vosotros veréis lo que no veré yo!». Y esto me basta para apreciar la inutilidad de mi riqueza y la ridiculez de esa admiración que a todos inspira. El famoso John Baldwin, con sus dos mil millones de dólares, no puede ver lo que verá el pilluelo que se pone a cuatro patas por recoger la colilla del cigarro que arrojó en la acera.

»Recuerdo a veces la fecha del año en que vivo, y me complazco en añadirle veinte años. ¿Qué son veinte años para cualquiera de los jóvenes que nos rodean y están a nuestro servicio? La certeza de vivir veinte años la arriesgan tranquilamente por un placer, por una audacia alegre; y yo, John Baldwin, que me he visto buscado por los soberanos más grandes del mundo; yo, el rey del dinero, que algunas veces he influido en la guerra y en la paz de las naciones, aunque regalase todas mis riquezas, aunque reuniese a todos los sabios existentes, no conseguiría esos veinte años.

Volvió a restablecerse entre los dos viejos el melancólico silencio.

—Todo lo he sido, todo lo he tenido—continuó—, y por eso mismo la vida no ofrece ya para mí ningún encanto vigoroso... Sin embargo, quiero vivir, y me irrita la certidumbre de que no podré prolongar mi existencia a pesar de mis riquezas.

»Es la falta de ocupación la que me hace pensar en estas cosas, viendo la realidad tal como es. Antes luchaba, sufría contrariedades, derribaba obstáculos. Los poetas y otros soñadores tienen ante los ojos el velo de las ilusiones, que les hace ver las cosas de un modo distinto a como son realmente. Yo, ambicioso lo mismo que todos los conquistadores, sentí en otros tiempos el ansia de poder, y esto me distraía y me entusiasmaba. Ahora, como no tengo nada que desear, el encanto ha desaparecido, y veo la triste armazón de nuestra existencia como uno que viese el esqueleto a través del cuerpo de todos los que le rodean.

»Hace años esperaba con ansiedad las noticias, porque representaban el triunfo de mi orgullo o mi ruina completa. He perdido cuatro veces mi fortuna, volviendo a rehacerla, cada vez más grande. Ahora no experimento la más leve emoción cuando llega un cablegrama urgente. Sé que no hay noticia que pueda cambiar mi obra... Después de ganar una fortuna hay que sostener un segundo combate, mucho más difícil y empeñado, para defenderla. Yo estoy más allá de estas preocupaciones: mi victoria resulta definitiva. Es tan grande y tan poderoso lo que conquisté, que ello solo se defiende y puedo abandonarlo al destino. ¿Qué me queda que hacer en la vida?...

La duquesa, acostumbrada a las conversaciones de salón, iba a hablarle de las obras caritativas que los ricos deben sostener; pero se contuvo al recordar lo que el poderoso americano había dicho momentos antes. Baldwin no creía en la caridad, aunque la practicaba con aire distraído, dando su dinero a todos los que lo imploraban. Consideró además inoportuno interrumpir con vulgares consejos aquella especie de confesión desesperada que hacía el millonario, influenciado por el ambiente melancólico del atardecer.

—Nada espero—continuó—, nada deseo, y, sin embargo, no quiero morir. La muerte me indigna como algo absurdo. ¿Quién podrá explicar esto? Todo en nuestra vida resulta complicado, todo misterioso; la sencillez es una ilusión. Únicamente son sencillas las cosas que tenemos junto a la mano, las que podemos abarcar con nuestros ojos de miope; todo lo que está más allá es complicado, por lo mismo que existe fuera de nuestro alcance. ¡Qué cosa triste es la muerte!...

»Pasamos la vida repitiendo verdades sobre ella que datan de miles y miles de años; pero estas palabras acaban por ser comunes y las proferimos maquinalmente, de labios afuera, sin que despierten en nuestro interior ninguna imagen. Sólo cuando nos aproximamos a la muerte, en nuestra ancianidad, podemos verla tal como es y darnos cuenta de la miseria de nuestro destino.

»Mentira el consuelo de la igualdad ante la muerte. Eso podrá ser cierto para la mayoría, compuesta de desdichados que pasaron una existencia de miserias. Representa para ellos la venganza final de la nulidad y de la envidia. Pero el hecho de que los vencidos mueran, ¿cómo puede consolarme a mí, que he triunfado y puedo seguir triunfando?...

»Mentira también el comparar la muerte al sueño que necesitamos para la restauración de nuestras fuerzas. El que se duerme sabe que despertará mañana, y el que muere no despierta, ni sabe con seguridad si hay algo después de su muerte. Las religiones, grandes consoladoras de la ignorancia humana, nos afirman que despertaremos; pero ¿cómo probar esto de un modo palpable a los que no tienen la ceguera de la fe?...

»Mentira igualmente el comparar nuestra vejez con el invierno. A continuación de sus días fríos y tristes, se presentan con regularidad el renacimiento de la primavera y el esplendor del verano. Pero ¿qué es lo que hay después de nuestro invierno? Todo hipótesis... Lo único que ven nuestros ojos es que el organismo se deshace y desaparece, dejando un pálido recuerdo y un nombre que sólo dura unos cuantos años... Y después, la nada.

Calló el anciano para volver su vista hacia el sol, que empezaba a hundirse detrás de las estribaciones de los Alpes. Al morir, esparcía por el horizonte nubes de polvo sonrosado, extendiendo al mismo tiempo una faja de oro sobre el mar de color violeta. Algunas cumbres de peñascos parecían arder, como si transparentasen un incendio interior.

El millonario señaló el sol con su bastón.

—Su muerte también es mentira. Sabe que despertará mañana y seguirá resucitando así miles y miles de siglos. Por eso muere tan esplendorosamente, rodeado de un aparato teatral, lo mismo que los grandes actores que fingen sobre la escena las ansias de la muerte en el último episodio de la obra, y piensan al mismo tiempo en la cena que encontrarán media hora después... Lo terrible es saber que nuestra muerte no tiene remedio, ni puede repetirse. Morimos una vez nada más, y para mayor tormento nos vamos de la vida al mismo tiempo que otros llegan a ella y nos codean violentamente con la embriaguez de su juventud.

»Muchas veces, al ver los árboles seculares de las selvas, he envidiado su muerte lenta y resignada. No hay en torno de ellos una juventud insolente que excite su envidia. Todos los árboles parecen igualmente viejos y ven venir la muerte al mismo tiempo. Los seres humanos somos menos felices; todo está desarreglado en la existencia, y los viejos morimos rodeados de jóvenes, para que nuestra suerte nos parezca más cruel.

La duquesa continuaba asintiendo mudamente, por el respeto que le inspiraba el personaje; pero empezó a sentirse molesta ante la tenacidad con que hablaba de la muerte. ¿No podían ocuparse de cosas más amenas, murmurando un poco de sus amigos residentes en la Costa Azul, y de ciertos amores entre gente joven que eran motivo de comentarios a la hora del té?... Le parecía de mal augurio hablar tanto de la muerte. Cuando se es viejo no hay que acordarse de ella. Sabe venir sola y no debe nombrársela, pues puede creer que la llamamos...

Pero mister Baldwin, acostumbrado a hablar autoritariamente en las grandes juntas de los capitalistas que dirigen el mundo, no era capaz de soportar objeciones, y la duquesa juzgó prudente permanecer en silencio. El americano siguió hablando, pero en voz baja y con la vista en el suelo, a impulsos de una necesidad de quejarse contra el destino.

—Nuestra vida es igual a un negocio disparatado; parece la obra de un loco o de una potencia maléfica que se divierte martirizándonos. Tal vez es una simple combinación del azar, y así se explica su absurdo funcionamiento. De jóvenes trabajamos por abrirnos paso; nos seduce la conquista de la riqueza o de la gloria, y para realizar nuestras ilusiones consumimos la frescura de los primeros años y volvemos la espalda a los mejores placeres. Sólo triunfamos al ser viejos, y cuando poseemos, al fin, la riqueza y la gloria, nos preguntamos de qué pueden servirnos...

Por una necesidad de arreglarlo todo lógicamente, el antiguo hombre de acción expuso en voz baja, como si se hablase a sí mismo, las correcciones que necesitaba el actual orden de la vida.

Los insectos eran más felices que el hombre. Baldwin lo había visto en los libros. Para estos animales, la decrepitud y la fealdad de la vejez eran al principio de su existencia, cuando ofrecían el aspecto de larvas repugnantes trabajando y ahorrando para el último período de su vida. En cambio, al final llegaba para ellos la juventud, convirtiéndose en mariposas vestidas de sedas multicolores, que revoloteaban sobre los jardines para alimentarse con néctares florales, y cuando morían era en medio de una embriaguez primaveral, en pleno éxtasis de amor.

Él debía haber sido anciano como en el presente cuando trabajaba y se batía con el destino para conseguir la riqueza y el poder. Y ahora que había triunfado, debería presentar el mismo aspecto que cuando sólo tenía veinticinco años y vagaba por la parte baja de la ciudad de Nueva York, a la caza del dólar, desesperadamente pobre, pero con la frescura de la juventud y el vigor intacto de un hombre de pelea. Así habría podido gozar verdaderamente de su triunfo.

—¡Pensar, duquesa—continuó—, que pasé años enteros sin ver la luz del día, metido en oficinas lóbregas o en talleres llenos de humo, a las mismas horas que lucía el sol y había jardines en el mundo y existía la primavera para los demás!... Ahora lo tengo todo; poseo los medios para suplir en ciertos casos a la Naturaleza; podría hacer surgir un paraíso sobre cualquiera de esas cumbres peladas que vemos desde aquí; podría conseguir que mujeres iguales a las que me hacían temblar de emoción en mi juventud se interesasen actualmente por mi decrépita persona. ¡El poder del dinero es tan grande para los que no lo poseen y lo necesitan!...